18. Sir Walter consulta a caballeros de diversas profesiones (Febrero de 1808)

LADY Pole estaba sentada junto a la ventana, pálida y seria. Hablaba poco, y si decía algo era con palabras extrañas e incoherentes. Cuando su marido y sus amigos, intranquilos, le preguntaban qué le pasaba, ella respondía que estaba harta de bailar, que no quería bailar más. En cuanto a la música, era lo más detestable del mundo y le extrañaba no haberse dado cuenta antes.

A sir Walter aquella apatía y aquellos silencios le parecían muy alarmantes. Era un estado que se semejaba mucho al de la enfermedad que tanto había hecho sufrir a milady antes de su matrimonio y que había acabado trágicamente en su prematura muerte. ¿No estaba pálida entonces? Pues pálida estaba ahora. ¿No estaba fría entonces? Pues ahora volvía a estarlo.

Durante la anterior enfermedad de milady, no la había visitado médico alguno, circunstancia en la que, por supuesto, todos los médicos veían un insulto para la profesión. «¡Oh! —exclamaban cuando oían mencionar el nombre de lady Pole—. Desde luego, la magia que le devolvió la vida fue maravillosa; pero si oportunamente se le hubieran administrado los medicamentos adecuados, no habría sido necesario recurrir a ella». Tenía razón Lascelles al decir que toda la culpa era de la señora Wintertowne, que detestaba a los doctores y no consintió que ninguno de ellos se acercara a su hija. Sir Walter, que no tenía tales prejuicios, enseguida envió a buscar al señor Baillie.

Era éste un caballero escocés al que desde hacía tiempo se consideraba el mejor médico de Londres. Había escrito muchos libros con títulos grandilocuentes y era el médico personal del rey. Tenía un rostro afable y llevaba un bastón con puño de oro como símbolo de su preeminencia. Acudió con premura al llamamiento de sir Walter, ansioso por demostrar la superioridad de la ciencia sobre la magia. Terminado el reconocimiento, salió de la habitación. Dijo que milady estaba perfectamente. No tenía ni un simple resfriado.

Sir Walter insistió en el cambio producido en ella desde hacía uno días.

Baillie lo miró con aire pensativo y dijo que creía entender el problema. Hacía poco tiempo que sir Walter y milady estaban casados, ¿verdad? Bien, tendría que perdonarlo, pero a veces los doctores estaban obligados a decir ciertas cosas que otras personas preferían callar. Si: Walter no estaba acostumbrado a la vida de casado. Pronto descubriría que a veces los matrimonios se peleaban. No había por qué avergonzarse hasta las parejas mejor avenidas tenían sus diferencias, y en tales casos no era insólito que uno de los dos fingiese una indisposición. Tampoco era siempre la señora quien hacía tal cosa. ¿Quizá lady Pole se había encaprichado de algo? Bien, si se trataba de una cosilla sin importancia, como un vestido o un sombrero, ¿por qué no dársela, si tanto la deseaba? Si era algo importante, como una casa o un viaje a Escocia, quizá fuera mejor discutirlo. Él estaba seguro de que milady era una persona razonable.

Hubo una pausa durante la cual sir Walter contempló al doctor de hito en hito.

—Milady y yo no nos hemos peleado —dijo al fin.

—Ah —exclamó el médico afablemente.

Quizá a sir Walter le pareciera que no había habido pelea. A veces los caballeros no observaban los síntomas. Le aconsejaba que hiciera memoria. ¿No había dicho algo que hubiera podido incomodar a milady? Él no hablaba de culpa. Todo formaba parte de las pequeñas concesiones que marido y mujer deben hacer al empezar su vida en común.

—¡Pero no va con el carácter de lady Pole el comportarse como una niña mimada!

—Por supuesto que no. Pero milady es muy joven, y con los jóvenes siempre hay que ser indulgente. Las cabezas viejas no reposan en hombros jóvenes. Sir Walter, no debería esperar tal cosa.

Baillie se entusiasmaba con el tema. Sacó a colación ejemplos (extraídos de la historia y la literatura) de hombres y mujeres sensatos e inteligentes que habían cometido locuras en su juventud. En cualquier caso, le bastó una mirada al rostro de sir Walter para desistir de seguir explayándose en el tema.

También sir Walter tenía muchas cosas que decir y deseos de manifestar algunas de ellas, pero no estaba seguro del terreno que pisaba. El hombre que se casa a los cuarenta y dos años sabe muy bien que cualquiera de sus amistades está mejor cualificada que él para manejar su vida doméstica. Por tanto, se limitó a mirar al señor Baillie juntando las cejas y, como eran ya casi las once, pidió el coche, llamó a su secretario y se fue a Burlington House, donde estaba citado con los otros ministros.

En Burlington House, cruzó patios columnados y antesalas doradas. Subió por grandes escaleras de mármol, bajo techos pintados en los que multitud de dioses, diosas, héroes y ninfas caían de cielos azules o se recostaban en mullidas nubes blancas. Una legión de lacayos con librea y peluca hacían reverencias a su paso, hasta que llegó a la sala en que los ministros miraban papeles y discutían.

—¿Por qué no manda llamar al señor Norrell, sir Walter? —preguntó el señor Canning tan pronto se enteró de la situación—. Me sorprende que no lo haya llamado ya. Estoy seguro de que la indisposición de milady obedece a alguna pequeña anomalía de la magia que la devolvió a la vida, y el señor Norrell no tendrá dificultad alguna para remediarla, a fin de que milady vuelva a encontrarse bien.

—¡Estoy de acuerdo! —afirmó lord Castlereagh—. A mí me parece que lady Pole ya está fuera del campo de la medicina. Usted y yo, sir Walter, estamos en este mundo por la gracia de Dios, y milady, por la gracia del señor Norrell. Su vínculo con la vida es distinto del nuestro, tanto en el aspecto teológico como, imagino, en el médico.

—Cuando la señora Perceval no se encuentra bien —terció el señor Perceval, un abogado pequeño y conciso, de aspecto y modales sencillos, que desempeñaba el relevante cargo de ministro de Economía—, la primera persona a la que consulto es su doncella. Al fin y al cabo, ¿quién puede conocer mejor el estado de salud de una señora que su doncella particular? ¿Qué dice la de lady Pole?

Sir Walter sacudió la cabeza.

—Pampisford está tan desconcertada como yo. Coincide conmigo en que hace dos días mi esposa tenía una salud excelente y ahora está helada, pálida, decaída y triste. Esa es toda la información que me ha dado Pampisford. Además de una sarta de tonterías de que la casa está encantada. No sé qué les pasa a los criados. Todos están abstraídos y nerviosos. Esta mañana, un lacayo ha venido a contarme que a medianoche había visto a alguien en la escalera, una persona con chaqueta verde y espeso pelo plateado.

—¿Qué? ¿Un fantasma? ¿Un aparecido? —preguntó lord Hawkesbury.

—Sí; me parece que eso es lo que quería sugerirme.

—¡Qué extraordinario! ¿Le habló? —preguntó Canning.

—No. Geoffrey me dijo que lo miró con desdén y siguió su camino.

—Oh, sir Walter, su criado lo ha soñado —dijo Perceval—. Su criado estaba soñando.

—O borracho —apuntó Canning.

—Sí; eso mismo he pensado yo, y le he preguntado a Stephen, pero éste está tan desquiciado como los demás. Casi no consigo que me hable.

—Bien —dijo Canning, supongo que no pretenderá usted negar que en todo esto hay algo que apunta a la magia, ¿verdad? ¿Y no es tarea del señor Norrell explicar aquello que no pueden explicar otras personas? ¡Llámelo, sir Walter!

Tan razonable era la idea que sir Walter se preguntó por qué no se le habría ocurrido a él. La opinión que tenía de sus propias facultades no podía ser mejor y no comprendía cómo se le había escapado semejante obviedad. Entonces reparó en que lo cierto era que a él la magia no le gustaba. Nunca le había gustado, ni al principio, cuando suponía que era falsa, ni ahora, que había resultado verdadera. Pero no podía decir eso a los otros ministros, cuando él mismo los había convencido para que se utilizaran los servicios de un mago por primera vez en doscientos años.

Sir Walter regresó a Harley Street a las tres y media, hora misteriosa en un día de invierno. Entre dos luces, las casas y la gente eran borrosas formas negras, en tanto que el cielo conservaba un fulgor azul plata, claro y frío. El ocaso invernal pintaba al extremo de las calles una franja rosa y sangre, grata para la vista pero inquietante para el corazón. Mirando por la ventanilla del carruaje, pensó que era una suerte que él no fuese una persona impresionable. Otro, en su lugar, se sentiría angustiado por la combinación de la desagradable perspectiva de consultar a un mago con aquella fantasmagórica amalgama de negros y sangres en que se diluían las calles de Londres.

Geoffrey abrió la puerta del número 9 de Harley Street, y sir Walter subió rápidamente la escalera. En el primer piso, al pasar por delante del salón veneciano en que milady había estado por la mañana, un vago presentimiento lo impulsó a mirar hacia el interior. En un principio, no parecía que allí pudiera haber alguien. En el hogar, un fuego mortecino creaba un segundo crepúsculo dentro de la habitación. Nadie había encendido todavía velas ni lámparas. Y entonces la vio.

Estaba sentada junto a la ventana, muy erguida en la silla, de espaldas a él. Todo, la silla, la postura, hasta los pliegues del vestido y el chal, estaba exactamente igual que cuando él la había dejado aquella mañana.

Sir Walter entró en su estudio y enseguida se sentó a escribir un mensaje urgente para el señor Norrell.

El mago no acudió de inmediato. Transcurrió una hora, o quizá dos, antes de que al fin llegara, con una expresión de resuelta calma en el rostro.

Sir Walter lo saludó en el vestíbulo, le explicó lo ocurrido y le propuso que subieran juntos al salón veneciano.

—¡Oh! —exclamó Norrell—. Por lo que usted dice, no creo necesario molestar a lady Pole, ya que mucho me temo no poder hacer nada por ella. Lamento tener que decirle esto, mi querido sir Walter, ya que usted sabe que siempre deseo y desearé servirlo en todo lo posible; pero sea lo que fuere lo que aqueja a milady, no creo que pueda remediarse con la magia.

Sir Walter suspiró, se mesó el cabello y dijo con tristeza:

—El señor Baillie no le ha encontrado dolencia alguna, por lo que he pensado…

—Pues es precisamente esa circunstancia lo que me da la seguridad de que no puedo ayudarlo. La magia y la medicina no son tan diferentes como parece usted imaginar. En muchos aspectos coinciden. Una enfermedad puede tener un remedio mágico y un remedio médico a la vez. Si milady estuviera realmente enferma o si, ¡Dios no lo quiera!, fuese a morir otra vez, la magia podría curarla o devolverla a la vida. Pero, con perdón, sir Walter, lo que usted describe más se semeja a una enfermedad del espíritu que del cuerpo y, por lo tanto, no atañe a la magia ni a la medicina. Yo no soy experto en esa materia. ¿Quizá un sacerdote podría dar mejor respuesta?

—Pero lord Castlereagh piensa… no sé si acertadamente… que, dado que lady Pole debe su vida a la magia… Admito que no acabo de entenderlo, pero creo que ha querido decir que como milady debe su vida a la magia, ha de ser susceptible a la curación por la magia.

—¿Eso ha dicho lord Castlereagh? Pues está equivocado, y me asombra que haya pensado tal cosa. Eso es lo que se llamaba la herejía de Meraud[1]. En el siglo doce, un abad de Rievaulx dedicó grandes esfuerzos a su destrucción y después lo hicieron santo. Claro que la teología de la magia nunca ha sido tema de mi especial predilección, pero creo no equivocarme al afirmar que en el capítulo sesenta y nueve de Tres condiciones perfectibles del ser, de William Pantler…[2]

Norrell parecía a punto de enfrascarse en una de sus largas y aburridas disertaciones sobre la historia de la magia inglesa, plagada de referencias a libros de los que nadie había oído hablar, de modo que sir Walter lo interrumpió.

—¡Sí, sí! Pero ¿tiene idea de quién puede ser la persona de la chaqueta verde y el pelo plateado?

—¡Oh! —exclamó—. ¿Así que usted cree que había alguien? Me parece muy poco probable. ¿No sería una bata y una peluca que un sirviente descuidado dejó colgadas de algún gancho en el lugar más insospechado? Yo mismo me he llevado más de un sobresalto por culpa de esta peluca que ahora puede usted ver en mi cabeza. Lucas tiene orden de guardarla por la noche, sabe que debe guardarla, pero más de una vez la ha dejado en su soporte en la repisa de la chimenea, delante del espejo, con lo que la peluca y su reflejo a nada se parecen tanto como a las cabezas de dos caballeros murmurando de mí.

Norrell clavó sus ojillos en sir Walter parpadeando rápidamente. Luego, después de declarar que nada podía hacer, se despidió y se marchó.

Se fue directamente a su casa. Una vez en Hanover Square, subió a un pequeño estudio del segundo piso. Era una habitación muy tranquila, situada en la parte trasera de la casa, con una ventana que daba al jardín. Los criados nunca entraban cuando él estaba trabajando allí, y el mismo Childermass había de tener un motivo muy urgente para importunarlo. Norrell no solía avisar de cuándo pensaba utilizar el pequeño estudio, pero era norma de la casa tenerlo siempre preparado. En ese momento había un buen fuego en el hogar y todas las lámparas estaban encendidas, pero habían olvidado correr las cortinas, y la ventana era como un espejo negro en que se reflejaba la habitación.

Se sentó al escritorio situado frente a la ventana. Abrió un grueso tomo de los muchos que tenía encima de la mesa y empezó a musitar para sí una fórmula mágica.

Una brasa que cayó de la chimenea y una sombra que se movía por la estancia le hicieron levantar la mirada. En la oscura ventana vio el reflejo de su sobresalto y a alguien que estaba de pie detrás de él, una cara pálida y plateada enmarcada por una brillante cabellera.

Norrell no se volvió, sino que se dirigió a la figura reflejada en el cristal, en tono agrio e iracundo:

—Cuando dijiste que querías media vida de la muchacha, pensé que le permitirías permanecer con su familia y sus amigos la mitad de setenta y cinco años, y que después parecería que simplemente había muerto.

—Yo no dije tal cosa.

—¡Me engañaste! —le reprochó—. ¡No me has ayudado en nada! ¡Con tus tretas puedes echarlo todo a perder!

El personaje de la ventana chasqueó la lengua en señal de fastidio.

—Esperaba encontrarte más razonable en nuestra segunda entrevista. Pero estás lleno de soberbia y cólera injustificada contra mí. ¡Yo he cumplido las condiciones del pacto! Hice lo que me pedías sin tomar a cambio nada que no fuera mío. Si realmente te importara la felicidad de lady Pole, te alegrarías de saber que ahora se encuentra entre amigos que la admiran y estiman de verdad.

—Eso a mí no me importa —replicó Norrell con desdén—. ¿Qué es el destino de una mujer comparado con el triunfo de la magia inglesa? No; es su marido el que me interesa, ¡el hombre por el que lo he hecho todo! Ahora, por culpa de tu perfidia, está muy decaído. ¡Imagina que no consigue sobreponerse! ¡Imagina que tiene que dimitir de su cargo en el gobierno! Quizá no encuentre a otro aliado que me apoye[3].¡Nunca podrá haber otro ministro que me deba tan gran favor!

—Su marido, ¿verdad? Bien, yo lo haré subir hasta lo más alto. Lo haré mucho más grande de lo que él podría llegar a ser por su propio esfuerzo. Será primer ministro. ¿O, quizá, emperador de Gran Bretaña? ¿Te conviene?

—¡No, no! ¡No lo entiendes! Yo sólo deseo que esté contento conmigo, que hable con los otros ministros y los convenza del gran bien que mi magia puede hacer al país.

—Es para mí un verdadero misterio que prefieras la ayuda de esa persona a la mía —declaró el personaje de la ventana con altivez—. ¿Qué sabe él de magia? ¡Nada! ¡Yo puedo enseñarte a levantar montañas y aplastar con ellas a vuestros enemigos! Puedo hacer que las nubes canten cuando tú aparezcas. Puedo hacer que sea primavera cuando llegues y que sea invierno cuando te vayas. Puedo…

—¡Oh, sí! Y lo único que pides a cambio es someter la magia inglesa a tus caprichos. ¡Raptarás de su hogar a hombres y mujeres y harás de Inglaterra un lugar apto sólo para los degenerados de tu raza! El precio de tu ayuda es demasiado alto para mí.

El personaje de la ventana no respondió directamente a esas acusaciones, pero de una mesita saltó de pronto un candelabro que cruzó volando la habitación y rompió un espejo de la pared de enfrente y un pequeño busto de porcelana de Thomas Lanchester.

Después se hizo el silencio.

Norrell temblaba de miedo. Miraba los libros esparcidos sobre el escritorio, pero si leía, debía de ser como leen los magos, porque sus ojos no se movían por la página. Al cabo de varios minutos levantó la mirada. El personaje ya no estaba reflejado en el cristal.

Los planes que unos y otros habían hecho para lady Pole se frustraron. Aquel matrimonio, que durante breves semanas tantas promesas parecía reservar para ambos cónyuges, se malogró por la indiferencia y el silencio de ella y la ansiedad y la pena de él. Lady Pole, lejos de convertirse en el espejo del mundo elegante, permanecía recluida en su casa. Nadie la visitaba, y el mundo pronto se olvidó de ella.

En Harley Street, los criados se resistían a entrar en la habitación en que estuviera su señora, aunque ninguno habría sabido decir por qué. Lo cierto era que a su lado se percibía el débil eco de una campana. Sobre ella parecía soplar un viento glacial, llegado de muy lejos, que hacía tiritar a todo el que se le acercara. Así permanecía hora tras hora, envuelta en su chal, sin moverse y sin hablar, mientras en torno a ella se congregaban las pesadillas y las sombras.