15. «¿Cómo está lady Pole?» (Enero de 1808)

—¿Cómo está lady Pole?

Esta pregunta se oía en todos los barrios de la ciudad, en boca de ciudadanos de todo estamento y rango. En Covent Garden, al amanecer, los vendedores ambulantes preguntaban a las floristas:

—¿Cómo está lady Pole?

En Ackermann’s, en el Strand, el propio señor Ackermann demandaba a sus clientes (miembros de la nobleza y personas distinguidas) si tenían noticias de lady Pole. En la Cámara de los Comunes, durante los discursos aburridos, los parlamentarios susurraban la misma cuestión a su vecino de escaño (mirando a sir Walter con el rabillo del ojo). En los vestidores de Mayfair, a primera hora de la mañana, las doncellas inquirían a sus señoras, con perdón:

—¿… pero estaba lady Pole en la fiesta de anoche? ¿Y cómo está milady?

La pregunta corría de boca en boca:

—¿Cómo está lady Pole?

Y la respuesta era:

—Oh, está muy bien. Perfectamente.

Con lo que se demuestra la pobreza del idioma, porque milady estaba mucho mejor que bien. A su lado, cualquier otra persona parecía pálida, cansada y desfallecida. La extraordinaria energía que exhibió la mañana de su resurrección no la había abandonado ni un momento; cuando salía a dar su paseo, la gente se quedaba atónita al ver a una dama andar tan aprisa. El pobre lacayo que debía escoltarla solía ir bastantes pasos por detrás, sofocado y jadeante. El ministro de la Guerra, al salir una mañana de Drummond’s en Charing Cross, entró en súbita e inesperada conjunción con milady, que caminaba rápidamente por la calle, y fue derribado. Ella lo ayudó a levantarse, dijo que esperaba no haberle hecho daño y se alejó sin darle tiempo a encontrar respuesta.

Al igual que cualquier joven de diecinueve años, lady Pole estaba loca por el baile. Bailaba absolutamente todas las piezas sin perder el aliento y la contrariaba que la gente se marchara tan temprano.

—Es ridículo llamar baile a semejante sosería —le decía a sir Walter—. ¡No ha durado ni tres horas! —Y se compadecía de la flojedad de la concurrencia—: Pobre gente. Me dan lástima.

Le dedicaban brindis el Ejército, la Armada y la Iglesia. Se consideraba a sir Walter Pole el hombre más afortunado del reino, opinión que el propio sir Walter compartía. La señorita Wintertowne —pobrecita, tan pálida y enferma— lo había movido a compasión, pero lady Pole, rebosante de salud y buen humor, despertaba su admiración. El que derribara sin querer al ministro de la Guerra le parecía un lance de lo más gracioso y lo refería a todo el mundo. Le dijo en confianza a lady Winsell, su mejor amiga, que aquélla era la esposa ideal para él; lista, vivaz, todo lo que él podía desear. Lo impresionaba, sobre todo, su criterio independiente.

—La semana pasada me dijo que el gobierno no debería enviar dinero y tropas al rey de Suecia, como hemos decidido, sino prestar todo su apoyo a los gobiernos de Portugal y España, para hacer de esos países las bases de nuestras operaciones contra Buonaparte. ¡A los diecinueve años, haber pensado tan profundamente en todas esas cosas y haber sacado tantas conclusiones! ¡A los diecinueve años, contradecir al gobierno con esa audacia! Naturalmente, le dije que ella debería estar en el Parlamento.

Lady Pole reunía en su sola persona toda la fascinación de la belleza, la política, la riqueza y la magia. El mundo elegante creía firmemente que estaba destinada a ser una de sus musas más brillantes. Habían transcurrido ya casi tres meses desde la boda; era el momento de emprender la ruta que el destino y el mundo elegante le habían marcado. Se enviaron invitaciones para una gran cena que se celebraría la segunda semana de enero.

La primera cena de una recién casada es una ocasión trascendental que conlleva un mundo de pequeñas zozobras. Ya no bastan las cualidades que le han valido felicitaciones desde que abandonó la escuela. Ya no basta con saber vestir exquisitamente, elegir las joyas adecuadas para cada ocasión, conversar en francés, tocar el pianoforte y cantar. Ahora debe concentrar su atención en la cocina y los vinos franceses. Aunque otras personas pueden aconsejarla en cuestiones tan importantes, debe guiarse por su propio gusto y preferencias. Es seguro que menospreciará el estilo de recibir de su madre y querrá hacer las cosas de otra manera. En Londres, los elegantes cenan fuera cuatro o cinco veces a la semana. ¿Cómo va a poder una recién casada, a los diecinueve años y sin haber pisado apenas una cocina, idear un menú que asombre y deleite a paladares tan refinados?

Luego están los criados. En la nueva casa de la nueva señora, todos los lacayos son nuevos en sus funciones. Si se necesita algo con urgencia —velas, otra clase de tenedor, un paño grueso para agarrar una sopera caliente—, ¿podrán encontrarlo? En la mansión de lady Pole, en el número 9 de Harley Street, los problemas se multiplicaban por tres. La mitad de la servidumbre procedía de Northamptonshire, de la finca de milady en Great Hitherden, y la otra mitad era de Londres; como es sabido, existe una gran diferencia entre los criados del campo y los de Londres. No es precisamente cuestión de funciones. Los sirvientes guisan y limpian, entregan y llevan lo mismo en Northamptonshire que en Londres. No; la diferencia reside más bien en la manera en que se realizan esas tareas. Pongamos que un terrateniente de Northamptonshire va a casa de un vecino. Terminada la visita, el lacayo acude con el gabán del hacendado y lo ayuda a ponérselo. Durante la operación, es natural que el criado pregunte respetuosamente por la esposa del visitante, que, sin ofenderse ni lo más mínimo, pregunta a su vez. Quizá el hacendado sepa que la abuela del lacayo sufrió una caída y se lastimó mientras recolectaba coles en el huerto, y desee saber si se ha recuperado. El propietario y el sirviente habitan un mundo muy pequeño y se conocen desde niños. Pero en Londres es distinto. En Londres un lacayo nunca debe dirigir la palabra a los invitados de su señor. Debe actuar como si no supiera que en el mundo existen cosas tales como las abuelas y las coles.

En el número 9 de Harley Street, los criados de lady Pole llegados del campo se sentían siempre incómodos, temiendo equivocarse a cada paso, sin saber nunca qué era lo correcto. Hasta su manera de hablar suscitaba críticas y burlas. Su acento de Northamptonshire no siempre resultaba inteligible para los sirvientes de Londres (que tampoco hacían grandes esfuerzos para entenderlo), y utilizaban un vocabulario que parecía muy pintoresco a sus nuevos compañeros.

A los criados de Londres les gustaba gastar bromas a los del campo. A Alfred, un joven lacayo, le dieron unos cuencos con un agua inmunda diciendo que era una sopa francesa que debía servir a los demás para cenar. A veces, daban a los rurales mensajes para el chico del carnicero, el panadero y el farolero. Eran mensajes en argot londinense que ellos no entendían, pero que para el chico del carnicero, el panadero y el farolero, que sí los entendían, eran ordinarios y ofensivos. El chico del carnicero le dio a Alfred un puñetazo en un ojo al oír lo que le decía, para gran regocijo de los criados de Londres, que escuchaban escondidos en la despensa.

Como es natural, los del campo se quejaban vehementemente a lady Pole (a la que conocían de toda la vida) de las mortificaciones sufridas, y lady Pole se disgustó mucho al enterarse de que sus viejos amigos se sentían desgraciados en su nueva casa. Pero carecía de experiencia y no sabía cómo actuar. No dudó ni un momento de la veracidad de lo que le contaban, pero temía empeorar las cosas si intervenía.

—¿Qué debo hacer, sir Walter? —preguntó a su esposo.

—¿Hacer? —repuso él, sorprendido—. No hagas nada. Déjalo todo en manos de Stephen Black. Cuando Stephen haya terminado con ellos, estarán mansos como corderos y en perfecta armonía.

Antes de su matrimonio, sir Walter sólo tenía un criado, Stephen Black, en el que había depositado toda su confianza. En el número 9 de Harley Street se lo llamaba «mayordomo», pero sus obligaciones y responsabilidades eran mucho más amplias que las de un mayordomo corriente: trataba con banqueros y abogados en nombre de sir Walter; repasaba las cuentas de la finca de lady Pole e informaba a su amo de los resultados; contrataba a criados y trabajadores sin consultar con nadie, les señalaba el trabajo y pagaba las facturas y los salarios.

Desde luego, son muchas las casas en las que hay un criado que, en virtud de una inteligencia y unas dotes excepcionales, tiene más atribuciones de las normales. Pero en el caso de Stephen eso era tanto más extraordinario por cuanto éste, como su apellido indicaba, era negro. Digo «extraordinario» porque ¿acaso no suele ocurrir que un criado negro sea la persona peor considerada de la casa, por muy trabajador e inteligente que sea? El caso es que Stephen Black había encontrado la manera de erigirse en la excepción a esta regla universal. Poseía, sí, ciertas cualidades naturales: un bello rostro y una figura alta y bien formada. Y en nada le perjudicaba que su señor fuera un político al que complacía exhibir ante el mundo sus liberales principios encomendando la administración de su casa y de sus asuntos a un sirviente negro.

Los otros criados se sorprendían un poco al encontrarse supeditados a la autoridad de un negro, una clase de persona que la mayoría nunca había visto. Al principio, algunos se indignaban y decían a sus compañeros que si aquel hombre se atrevía a darles una orden, ya se vería lo que le contestarían. Pero cualesquiera que fuesen sus intenciones, al encontrarse en presencia de Stephen descubrían que no eran capaces de llevarlas a cabo. Su seriedad, su aire de autoridad y lo razonable de sus instrucciones hacían que obedecerlo pareciera lo más natural.

Los chicos del carnicero, el panadero, el farolero y otras nuevas amistades de los criados del número 9 de Harley Street se mostraron muy intrigados por Stephen desde el primer momento y preguntaban los sirvientes acerca de sus costumbres. ¿Qué comía y bebía? ¿Qué amigos tenía? ¿Adónde le gustaba ir cuando podía hacerlo? Cuando los criados respondían que Stephen había desayunado tres huevos escalfados, que era amigo del ayuda de cámara galés del ministro de la Guerra y que la noche anterior había asistido a un baile de criados en Wapping, los chicos del carnicero, el panadero y el farolero estuvieron muy agradecidos por la información. Los criados les preguntaron por qué deseaban saberlo. ¿De verdad lo ignoraban? Lo ignoraban de verdad. Los chicos del carnicero, el panadero y el farolero explicaron que hacía años que circulaba por Londres el rumor de que en realidad Stephen Black no era un mayordomo. Era un príncipe africano, heredero de un vasto reino, y todos sabían que cuando se cansara de ser mayordomo regresaría a África y se casaría con una princesa tan negra como él.

Después de esta revelación, los sirvientes de Harley Street observaban a Stephen con el rabillo del ojo, y convinieron en que la historia tenía que ser cierta. ¿Acaso no era buena prueba de ello su propia obediencia? Porque ¡cómo habían de someterse unos ingleses independientes y de espíritu arrogante a la autoridad de un negro, de no ser por el respeto y la reverencia que el plebeyo siente instintivamente por la realeza!

Entretanto, Stephen Black nada sabía de estas curiosas especulaciones. Atendía a su trabajo con diligencia, como siempre. Seguía limpiando la plata, instruyendo a los lacayos en las reglas del service á la française, aconsejando a las cocineras, encargando las flores, los manteles, la cubertería, y haciendo las mil y una tareas necesarias para preparar la casa y enseñar a los criados para la importante noche de la magna cena. Cuando ésta llegó, él había ejercitado al máximo su ingenio a fin de que todo estuviera espléndidamente dispuesto. Ramos de rosas de invernadero adornaban el salón, el comedor y la escalera. La mesa, cubierta con un grueso mantel de damasco, resplandecía con los fulgores de la plata, el cristal y las velas. De las paredes colgaban dos grandes espejos venecianos que, por indicación de Stephen, se dispusieron uno frente al otro para que duplicaran, triplicaran y cuadriplicaran el brillo de la plata, el cristal y las velas; y cuando al fin los invitados se sentaron a la mesa, su reflejo se difuminaba suavemente en una deslumbrante luz dorada, como el de un coro de bienaventurados en la gloria.

Entre los asistentes destacaba el señor Norrell. ¡Qué distinto era todo de sus primeros días en Londres! Entonces no se reparaba en él, no era nadie. Ahora ocupaba un lugar entre las más altas personalidades del país, que le manifestaban gran consideración. Los otros invitados le hacían continuas observaciones y preguntas, y parecían encantados con sus breves y secas respuestas: «No sé a quién se refiere», «No he tenido el gusto de conocer a ese caballero» o «Nunca he estado en el lugar que usted menciona».

Una parte de la conversación de Norrell —la más amena— se canalizaba por boca de Drawlight y Lascelles, que, uno a cada lado, se dedicaban diligentemente a hacer que circularan en torno a la mesa sus opiniones sobre la magia moderna. La magia era el tema favorito de la velada. Al encontrarse en presencia del único mago de Inglaterra y del más famoso objeto de su arte, los invitados no sabían hablar de otra cosa ni pensar en otra cosa. Pronto se pusieron a debatir los presuntos encantamientos que habían proliferado por todo el país después de la resurrección de lady Pole.

—Cada periódico de provincias parece saber de dos o tres casos —afirmó lord Castlereagh—. El otro día, en el Bath Chronicle, leí el caso de un tal Gibbons de Milsom Street, que despertó durante la noche porque oyó entrar en su casa a unos ladrones. Parece que ese hombre tiene una gran biblioteca de libros de magia. Probó un conjuro que sabía y convirtió a los asaltantes en ratones.

—¿En serio? —dijo el señor Canning. ¿Y qué les pasó a los ratones?

—Todos escaparon por agujeros del zócalo.

—¡Ja! —exclamó Lascelles—. Créame, milord, ahí no hubo tal magia. Gibbons oyó ruido, temió que fuera un ladrón, pronunció un encantamiento, abrió una puerta y no encontró a unos delincuentes, sino a unos ratones. Lo cierto es que no hubo nada más que ratones. Al final, todas esas historias resultan falsas. Hay en Lincoln un cura y su hermana, los dedican a investigar los supuestos episodios mágicos, y no han encontrado ninguno verdadero.

—Ese cura y su hermana son grandes admiradores del señor Norrell —agregó Drawlight con entusiasmo—. Están encantados con que haya surgido un hombre como él, para recuperar el noble arte de la magia inglesa. No soportan que otras personas cuenten mentiras pretendiendo imitar sus grandes actos. ¡No quieren que otras personas traten de darse importancia a expensas del señor Norrell! ¡Lo consideran una afrenta personal! El señor Norrell amablemente les ha proporcionado ciertos medios infalibles para determinar sin sombra de duda la falsedad de tales pretensiones, ¡y el señor y la señorita Malpas van por todo el país en su faetón desenmascarando a los impostores!

—Me parece que es usted muy generoso con Gibbons, señor Lascelles —dijo Norrell con su peculiar pedantería—. No está claro ni mucho menos que no hiciera su falsa afirmación con algún avieso propósito. Como mínimo, mintió en lo tocante a su biblioteca. Envié a Childermass a verla, y dice que no hay en ella ni un solo libro anterior a mil setecientos sesenta. Nada que tenga valor.

—A pesar de todo —le dijo lady Pole—, esperemos que el cura y su hermana descubran pronto algún mago realmente capaz, alguien que pudiera ayudarlo, caballero.

—¡Oh, no existe nadie! —exclamó Drawlight—. ¡Nadie en absoluto! Y es que, para realizar sus extraordinarios actos, el señor Norrell tuvo que dedicar años y años al estudio. Y es muy raro ver semejante abnegación en beneficio del propio país. ¡Puede estar segura de que no hay otro como él!

—En cualquier caso, el cura y su hermana no deben abandonar —insistió milady—. Yo sé mejor que nadie el esfuerzo que comporta un solo acto de magia. Imaginen si sería deseable que el señor Norrell contara con un ayudante.

—Deseable sí, pero poco probable —observó Lascelles—. Los Malpas no han hallado ni el menor indicio de que tal persona exista.

—Pero según ha dicho usted mismo, señor Lascelles, tampoco lo han buscado —repuso lady Pole—. Su propósito ha sido el de denunciar las falsas prácticas de magia, no el de encontrar nuevos magos. Mientras viajan en su faetón, podrían preguntar quién practica magia y quién posee una biblioteca. Estoy segura de que no les importaría tomarse esa pequeña molestia. Estarán encantados de hacer todo lo que esté en su mano para ayudarlo, señor Norrell. Y todos confiamos en que pronto tengan éxito, porque debe usted de sentirse un poco solo.

Llegó el momento en que se consideró que se había consumido una proporción adecuada de la cincuentena de platos que componían la cena, y los criados se llevaron las fuentes. Las damas se retiraron, dejando a los caballeros con el vino. Pero los caballeros descubrieron que su mutua compañía les resultaba menos grata de lo habitual. Todo lo que se podía decir de la magia ya estaba dicho. No les apetecía cotillear sobre las amistades y hasta la política parecía un poco aburrida. En suma, deseaban tener el placer de volver a contemplar a lady Pole, por lo que, más que preguntar, afirmaron que sir Walter echaba de menos a su esposa. Él respondió que no. Pero tal respuesta no mereció crédito; era sabido que los recién casados no pueden ser felices lejos de la esposa; hasta la más breve separación puede afectar su ánimo y perjudicar su digestión. Los invitados de sir Walter se preguntaban unos a otros si no lo veían un poco pálido y respondían que sí. Él decía que no. Ah, trataba de disimular. Muy cortés de su parte, pero no los engañaba. Así pues, se apiadarían de él e irían a reunirse con las señoras.

Desde el rincón situado junto al aparador, Stephen Black vio salir a los hombres. Quedaban en el comedor tres criados: Alfred, Geoffrey y Robert.

—¿Entramos ya a servir el té, señor Black? —preguntó Alfred inocentemente.

Stephen Black levantó un fino dedo para indicar que debían permanecer donde estaban, al tiempo que fruncía un poco el entrecejo conminándolos a guardar silencio. Cuando estuvo seguro de que los caballeros ya no podían oírlo, exclamó:

—Me gustaría saber qué os pasa hoy. ¡Alfred! Ya sé que no estás acostumbrado a servir a personas de tanta categoría como las que tenemos esta noche, pero no por eso debes olvidar todo lo que has aprendido. ¡Me asombra tu estupidez!

Alfred musitó una disculpa.

—Lord Castlereagh te ha pedido perdices trufadas, ¡lo he oído claramente! ¡Y tú le has llevado jalea de fresa! ¿Dónde tenías la cabeza?

Alfred murmuró unas palabras de las que sólo se entendió «susto».

—¿Te has dado un susto? ¿Por qué?

—Me ha parecido ver a una figura extraña detrás de la silla de milady.

—¿Qué dices, Alfred?

—Una figura alta, con pelo plateado y reluciente y chaqueta verde. Pero enseguida se desvaneció.

—Alfred, mira al extremo del comedor.

—Sí, señor Black.

—¿Qué ves?

—Un cortinaje, señor Black.

—¿Y qué más?

—Una araña de cristal.

—Un cortinaje de terciopelo verde y una araña de cristal con velas encendidas. Ahí tienes a tu figura de chaqueta verde y pelo plateado, Alfred. Ahora ve con Cissie y ayúdala a guardar la porcelana, y en adelante procura no ser tan bobo. —Se dirigió entonces a otro criado—: ¡Geoffrey! Tu comportamiento no ha sido mejor que el de Alfred. Juraría que tu pensamiento estaba muy lejos de aquí. ¿Qué explicación puedes darme?

El pobre Geoffrey no contestó enseguida. Parpadeaba, apretaba los labios y hacía todo lo que suele hacer el que trata de contener el llanto.

—Perdón, señor Black. Es que me ha distraído la música.

—¿Qué música? ¡Si no había música! ¡Ahora, sí! ¡Escucha! Ahora empieza a tocar el cuarteto de cuerda en el salón. Pero hasta ahora no han tocado.

—¡Oh, no, señor Black! Me refiero a la gaita y el violín que sonaban en la habitación de al lado mientras cenaban los señores. Oh, señor Black, era la música más triste que he oído en mi vida. Partía el corazón.

Stephen lo miraba con perplejidad.

—No te entiendo. No había gaita ni violín. —Miró al último criado, un hombre fornido, de unos cuarenta años y cabello oscuro—. ¡Y tú, Robert! A ti no sé qué decirte. ¿No hablamos ayer?

—Sí, señor Black.

—¿No te dije que confiaba en que sirvieras de ejemplo a los demás?

—Sí, señor Black.

—Y no obstante, esta noche te has acercado a la ventana media docena de veces. ¿En qué estabas pensando? Lady Winsell buscaba con la mirada a alguien que le llevara una copa limpia. Tu puesto estaba junto a la mesa, atendiendo a los invitados de milady, no en la ventana.

—Perdón, señor Black, pero oía golpes en la ventana.

—¿Golpes? ¿Qué clase de golpes?

—De ramas en el cristal.

Stephen Black hizo un pequeño gesto de impaciencia.

—Robert, no hay ningún árbol cerca de la casa, y lo sabes.

—Me pareció que alrededor de la casa había crecido un bosque —dijo Robert.

—¿Qué? —exclamó Stephen.