El escenario que me rodeaba se congeló, como si alguien hubiera pulsado el botón de pausa. No se movía nadie, todos parecían estatuas. El rabudo demoníaco ponía cara de ira, Jesús se quedó en una postura clara de estar retorciéndose de dolor, el fuego que salía a llamaradas por los ollares de los caballos se congeló en el aire, y Kata ya no temblaba. Nadie rechistaba, nadie gritaba de dolor, codicia o agresividad. De repente, todo estaba en calma.
Muy tranquilo.
Lo único que se oía era el chisporroteo de la zarza en llamas que apareció de la nada delante de mí.
—Eli, Eli, dharma sabalili! —le espeté acusadora y con la esperanza de haber dado con las palabras correctas.
—Y ESO SIGNIFICA: DIOS MÍO, DIOS MÍO, MIS TRIPAS HACEN EL TRABAJO MÁS DURO.
—¡Tú ya sabes a qué me refiero! —recriminé, y la habría rociado con una jarra llena de espuma contra incendios.
—PERDONA —contestó la zarza, y al momento se transformó en Emma Thompson, aunque en esa ocasión no llevaba un vestido del siglo XVIII, sino ropa del H&M; Dios no parecía ser de ese tipo de mujeres que se vuelven locas por la ropa cara de marca.
—No te he abandonado. Yo no abandono a nadie —replicó Emma/Dios.
—Sí, ya se nota en tu hijo —objeté temblando de ira.
Emma/Dios miró con compasión, casi con conmiseración, a Joshua, que estaba allí como congelado, con la cara desencajada por el dolor.
—Mi hijo no quiere el Juicio Final —dijo.
—Si quieres echarme la culpa por haberlo inducido, ¡adelante! ¡Hasta estoy orgullosa de ello!
—¿La culpa? Bueno, tú eres la responsable —opinó Emma/Dios en tono tranquilo.
—¡Pues arrójame a tu puñetero estanque de fuego! —espeté; ya no tenía miedo, ni de Satanás, ni de Dios ni de nadie.
—¿Quieres que te calcine? —preguntó Emma/Dios.
—También puedes convertirme en estatua de sal, si eso también te divierte —le recriminé.
—¿Por qué habría de hacerlo?
La pregunta me desconcertó y atemperó un poco mi ímpetu.
—Porque… porque lo he puesto todo patas arriba…
—Eso es cierto.
—¿Pero?
—Lo has hecho por amor.
Su maravillosa sonrisa bondadosa aplacó toda mi furia.
—Sí, eso es verdad… —confirmé.
La sonrisa se volvió más bondadosa, más maravillosa. Emma/Dios me dijo entonces:
—¿Cómo podría castigarte por ello? No hay nada que pudiera hacerme sentir más orgullosa.