Capítulo 52

Entretanto

El primer jinete que aterrizó en la zona peatonal de Malente con su corcel llameante fue el llamado Guerra. Satanás había otorgado a Sven dos fuerzas sobrenaturales: por un lado —igual que a los demás jinetes—, no quemarse el trasero yendo a lomos del caballo de fuego y, por otro, desatar con su sola presencia todo el odio que reprimía la gente. El propio Sven albergaba bastante odio reprimido, sobre todo contra las mujeres. Él siempre había sido amable con ellas, con su madre, con las médicos del hospital donde trabajaba de enfermero, con su prometida Marie… ¿Y qué había obtenido a cambio? Su madre pensaba que los dolores del parto no habían valido la pena, las médicos le llamaban despectivamente «enfermera Sven» y Marie había alcanzado las cotas máximas en la escala de la humillación el día de su boda. Pero, ahora, gracias a Satanás, Sven podía dar por fin rienda suelta a su odio. En pocos segundos, convirtió la zona peatonal de Malente en una zona catastrófica. Las personas que estaban de compras se transformaron en seres que, sacando espuma por la boca, querían partirse mutuamente el cráneo. Una madre le arreó a su marido una patada donde más duele porque él —aunque ya tenían cuatro hijos— no quería hacerse la vasectomía. Una mujer gorda le arañaba la cara a su mejor amiga porque no soportaba que ella pudiera comer todo tipo de dulces sin que su figura sufriera las consecuencias; dos testigos de Jehová obligaban a la gente a dejarlos entrar en sus casas empuñando un cuchillo, y un chaval musulmán decidió dejar las prácticas de hostelería para empezar una carrera profesional en la que sería recompensado con vírgenes. Además, el propietario turco del mejor kebab de Malente le gritó a un skinhead «¡Lárgate de este país!», y se abalanzó con una sierra mecánica sobre el neonazi, que sólo era capaz de balbucir aterrado: «Esto… esto es intolerable».

En medio de esa zona de guerra aterrizó el segundo jinete del Apocalipsis. De pequeño, el sacerdote con deportivas estaba muy gordo, y los demás niños siempre le ponían motes como «Jabba el Hutt», «Barricada» o «No Me Saltes Encima». Luego, de adolescente, Dennis practicó deporte como un loco, sólo comía zanahorias y consumía bebidas energéticas que tenían un sabor más sintético que las camisas de poliéster, a las que siempre mordisqueaba los puños de pura inseguridad. Dennis acabó siendo un hombre esbelto, pero siempre tenía hambre y nunca acababa de aplacarla por miedo a recuperar el aspecto de antes. Pero ahora, como jinete llamado Hambre, se dio cuenta súbitamente de que todo el mundo tenía un ansia que jamás en la vida podría saciar. Unos ansiaban amor; otros, dinero, sexo o volver a tener todo el pelo. Con su mera presencia, Dennis podía sacar a la superficie ese anhelo personal insaciable que los oprimía. Un cincuentón le dijo «vieja pelleja» a su mujer, con la que llevaba 35 años casado, y se puso a perseguir a unas veinteañeras que llevaban tops y enseñaban el ombligo. Algunas singles robaban niños de los cochecitos de bebé y una madre, agotada de criar sola a su hijo, las dejó hacer; el grupo local de los Weight Watchers saqueaba los comercios de dulces, los alumnos del instituto desvalijaban las tiendas de móviles y, curiosamente, muchos hombres asaltaban las boutiques para vestirse de mujer. Asimismo, un ciudadano de pro que, hasta la fecha, nunca había practicado su afición por la piromanía, descubrió contentísimo lo bien que prendían las casas de madera declaradas monumento histórico.

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Sobre aquel infierno daba vueltas el tercer jinete del Apocalipsis, llamado Enfermedad, a lomos de un corcel llameante.

Mientras Sven y Dennis disfrutaban extasiados de sus nuevos poderes, Kata continuaba luchando consigo misma, pero el impulso de seguir su propio lado oscuro era cada vez más intenso. Cuando su caballo pasó por encima del hospital, ya no pudo más. Descendió en picado y fue a parar justo a la planta más alta, cuyos muros reventaron a causa de las llamas del corcel. Los pacientes la miraron despavoridos y aterrados, pero Kata, que ya estaba con su caballo en el pasillo del hospital, sólo tenía ojos para los médicos, el gremio que tanto odiaba. A la mayoría les había importado un rábano su sufrimiento y se vengó de ellos con su nuevo poder: podía hacer brotar todas las enfermedades que anidaban en el cuerpo de una persona y que, realmente, no deberían declararse hasta mucho después. A la médico jefe le otorgó una combinación de diabetes y párkinson para que no tuviera el gusto de inyectarse la insulina ella misma. Al médico de urgencias le proporcionó un amplio espectro de alergias alimentarias y hambre voraz. Y al médico residente, Kata le concedió incontinencia y demencia a la vez, de manera que tuviera que orinar constantemente pero no recordara dónde estaba el lavabo.

Kata ya no pensaba en cómo engañar a Satanás, ella también estaba extasiada con sus nuevos poderes.

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El único jinete que se comportaba como un señor y continuaba dando vueltas sobre Malente con mucha calma, como un buitre en el cielo, era la Muerte. Seguía teniendo la figura de Marie y esperaba que ella fuera la primera víctima mortal del Juicio Final.