Me levanté de golpe de la mesa, le expliqué a mi padre que aquel arrebato no tenía nada que ver con sus dotes culinarias —aunque tenían potencial para desatar el pánico entre las masas—, salí disparada y corrí hacia la casa parroquial por el paseo del lago. Corrí como Harry en Cuando Harry encontró a Sally. Pero, por desgracia, mi condición física no daba para más de cuatrocientos metros, y enseguida empecé a jadear; a los setecientos metros aproximadamente, resollaba y, poco después, me dio flato… ¿Cómo diantre conseguía la gente cruzar medio Nueva York a la carrera en las comedias románticas? Bueno, ellos tenían un director que los llevaba por la ciudad mediante cortes rápidos; quizás no corrían más de cuarenta segundos netos. Además, normalmente no iban con zapatos de tacón. Si una mujer los llevaba, se los quitaba en plena carrera sin romperse una pierna y corría descalza por la gran ciudad sin pisar ni un solo pedazo de cristal o una caca de perro.
Pero yo no estaba en una película y el paseo estaba lleno de cacas de perro, de cristales y de condones usados (los estudiantes de Malente llamaban al paseo el «way of life») y, por lo tanto, no podía quitarme los zapatos. A veces, la realidad puede ser una auténtica putada.
Agobiada por el flato, me arrastré por la escalera que subía a la casa parroquial desde la orilla. Al llegar al camino de grava, vi que Joshua salía de la casa con su equipaje. A pesar del dolor, corrí hacia él jadeando, resollando, sudando y esperando que no reparara en las manchas de sudor que tenía en las axilas.
—Marie, parece que hayas cruzado el desierto del Sinaí —dijo asombrado.
No contesté, estaba demasiado contenta de que Joshua no se hubiera ido todavía. Pero él no parecía alegrarse de tenerme allí. Al contrario.
—Apártate de mi camino —exigió.
—Yo…
—Tú no crees en Dios —me cortó.
—Yo nunca he dicho eso —repliqué, e intenté relativizar mis palabras—: Yo dije que no creo del todo en Dios.
—No del todo es no del todo —contestó secamente, y pasó por mi lado. Me dejó plantada. Sin más.
¡Nadie podía dejarme plantada así sin más! ¡Y él, todavía menos!
* * *
—¡Deja de subirte a la parra y hablemos como dos adultos! —le grité cabreada.
Joshua se dio la vuelta y contestó:
—¿Parra? ¿Dónde ves tú una parra?
—Era una metáfora —expliqué irritada.
—Y lo mío, una ironía —replicó Joshua.
Vaya, hombre, ¡precisamente ahora captaba lo que era la ironía!
Nos miramos furiosos a los ojos. Como sólo hacen dos personas que sienten algo por el otro. En mí se afianzó la impresión de que estábamos muy lejos de reconciliarnos, por no hablar de formar una familia. Así pues, era el momento de aplicar la ley de la caridad: ¿qué habría querido yo si estuviera en su lugar? ¡Una explicación objetiva!
—Yo creo en ti —empecé a decir en un tono más suave— y me parece bien la mayor parte de lo que dijiste en el sermón de la montaña… —Eso lo suavizó, y dejó de fruncir el ceño—… Aunque no acabo de entender lo de las perlas y los cerdos…
—Se refiere a que… —empezó a aclarar Joshua.
—¡Me importa un carajo! —lo interrumpí descortés.
Calló, y me dio la impresión de que los cerdos tampoco le importaban demasiado.
—Gracias a ti —continué explicando un poco más tranquila—, he hecho las paces con mi madre y con mi padre, incluso con una mujer a la que una vez llamé lagarta de vodka…
—¿Lagarta de vodka?
—Da igual —dije—. Y casi estoy convencida de que he madurado un poco, que soy más adulta. Hace tres días, probablemente nadie habría apostado un céntimo por ello, ni siquiera yo… Pero hay una cosa que no entiendo: ese numerito de Dios castigando con el infierno… Es que, ¿sabes?, yo soy más partidaria de la educación antiautoritaria.
—¿Educación antiautoritaria? —preguntó Jesús desconcertado—. Marie, te expresas de manera tan embrollada como el endemoniado de Gadara.
No sabía quién era ese endemoniado, pero supuse que era mejor no haberlo conocido. No obstante, Joshua estaba en lo cierto: tenía que ser más clara y, sobre todo, hablar de manera que me entendiera.
—¿Cómo dice la Biblia? —pregunté entonces—. Ah, sí: «No alberguéis ningún temor en vuestros corazones. Vivid sin miedo al castigo o al fuego del infierno. Haced el bien a vuestros semejantes porque ése es vuestro libre deseo y aunque sólo sea por vosotros mismos, porque vuestra vida será así más rica y hermosa».
Joshua calló un momento. Luego dijo:
—Eso… eso… no está en la Biblia.
—¡Pues debería! —dije, y con ello dejé bien claro mi punto de vista.
* * *
Eso le dio que pensar. Así pues, concluí:
—Conociéndote, no creo que tú puedas castigar a los demás.
Asintió casi imperceptiblemente con la cabeza.
—Más bien eres —me apresuré a explicar— un hombre que puede enseñar… Un hombre capaz de curar… Un hombre capaz de inspirar… Un hombre…
«… que besa de maravilla», me habría gustado decir, pero el recuerdo del beso ahogó mi voz.
—Tienes razón —contestó—. No debería regir el miedo sobre los hombres, sino el amor.
Al pronunciar «amor», el significado que le daba a la palabra sufrió un cambio fluido: en la «a», seguramente aún hablaba del prójimo, pero al llegar a «mor» ya estaba pensando en el sentimiento que había surgido entre nosotros.
Me miró como antes del beso. Aquel maravilloso beso. No pude evitarlo… Mis labios se acercaron de nuevo a los suyos… Y, esta vez, los suyos se acercaron también… Cada vez más cerca… Y más cerca… Siempre más cerca…
Hasta que oímos unos relinchos.
* * *
Unos relinchos muy estridentes, terribles, que no parecían de este mundo. Venían de lo alto, del cielo. Echamos atrás la cabeza, levantamos la cara y vimos cuatro caballos irrumpiendo sobre Malente desde las nubes y ardiendo como antorchas. A lomos de los corceles llameantes que se abalanzaban hacia el suelo iban unos personajes que no conseguí distinguir a distancia, pero el instinto me dijo que los jinetes eran aún más temibles que sus monturas.
—Los jinetes del Apocalipsis —afirmó Joshua, ocultando su sorpresa con una voz clara y firme.
De puro miedo, se me heló el corazón.
—Tengo que ir —declaró Joshua.
Y yo, de puro miedo, tengo que hacer pis, completé en pensamientos.