Capítulo 47

Me quedé plantificada y frustrada delante de la zarza de aspecto inocente y la maldije:

—¡No es justo por tu parte!

—¿Estás hablando con un matorral, Marie? —preguntó Joshua sorprendido detrás de mí, y me quedé de piedra. Al no volverme hacia él, Joshua me rodeó, observó mi rostro petrificado y dijo—: Pensaba que te habías ido a casa.

¿Qué tenía que hacer? ¿Contarle que había tomado el té a solas con Dios? Decidí ganar tiempo diciendo algo que no decía nada:

—No, no me he ido a casa.

Joshua asintió, eso ya lo veía.

Estuvimos callados un momento y, de repente, se me ocurrió que a lo mejor Dios también había invitado a su hijo a tomar el té para tratar la problemática de nuestra relación. Él/ella/ello, o lo que fuera, seguramente era capaz de mantener dos reuniones al mismo tiempo.

—Y tú…, ¿has hablado con Dios? —pregunté entonces con cautela.

—Sí, he hablado con él —replicó Joshua, y mi corazón estuvo a punto de pararse por el nerviosismo; quizás ya sabía que yo tenía que decidirme y quizás asumiría él la decisión. Aunque luego preferí que no lo hiciera, no soportaría que Joshua cortara conmigo.

—¿Qué… qué te ha dicho? —pregunté nerviosísima.

—Nada —contestó Joshua un poco decepcionado. Por lo visto, esperaba algo más.

—¿¿¿Nada??? —No me lo podía creer.

—Dios habla en contadas ocasiones con las personas —explicó Joshua.

—¡Maldito cobarde! —solté.

—¿Qué? —A Joshua le sorprendió un poco la maldición que había soltado porque, aparentemente, Dios parecía haber dejado en mis manos y en las de mi libre albedrío romperle el corazón a Joshua.

—Ejem…, no me… refería a ti —me apresuré a aclarar.

Joshua miró a su alrededor, pero no se veía a nadie en ninguna parte, ni en el camino ni en la maleza ni tampoco en los árboles.

—Entonces, ¿a quién te refieres? —preguntó desconcertado.

—Ejem…, al… al… ¡al árbol! —balbuceé, puesto que no quería decirle que maldecía a Dios y, menos aún, por qué lo hacía.

—¿Al árbol? —Joshua no entendía nada de nada.

Era una de aquellas conversaciones en las que apretarías con gusto el botón de rebobinar.

—El árbol es…, ejem…, un cobarde, porque no ofrece sus frutos a Dios —expliqué, un poco aliviada por haber conseguido salirme por la tangente con un argumento que sonaba medio aceptable y también bíblico.

—Pero si es un abeto… —dijo Joshua asombrado—, nunca da frutos.

—¡Pues por eso! —insistí, a falta de mejor escapatoria.

Quizás habría seguido avergonzándome de las idioteces que estaba farfullando, si no hubiera vuelto a ganar la partida mi enfado con Dios, que era quien me había puesto en aquella situación. Una cosa estaba clara, la próxima vez que aquella mujer me invitara a un té macchiato, ¡no pensaba aceptar!

—¿Por qué pones cara de enfadada? —preguntó Joshua.

Si le decía la verdad, pensé, probablemente él también se enfurecería con Dios por primera vez en su vida. Pero si Joshua le guardaba rencor a Dios, sufriría y… y… y… la sola idea de ver sufrir a Joshua hizo que mi enfado se desvaneciera y que me pusiera triste.

—Marie, ¿qué te pasa…? —Joshua estaba desconcertado, y no era de extrañar, puesto que mi estado de ánimo variaba más que el de una mujer en plena menopausia.

La cuestión era: ¿Qué le haría más daño a Joshua? ¿Un conflicto con Dios? ¿O renunciar a mí? De hecho, no era una pregunta difícil de contestar. Joshua nunca podría renunciar a Dios, ser su hijo era lo que daba sentido a su vida, su destino. En cambio, renunciar a mí, sí, seguro que podría renunciar tranquilamente…, como muchos hombres habían hecho antes.

Por duro que fuera para mí —y quizás también para él—, mi libre albedrío había tomado en ese instante la única decisión posible: sería la primera mujer que cortaría con Jesús.

—Yo… yo creo que no está bien que me quede contigo —dije, tanteando insegura las palabras adecuadas.

Joshua me miró perplejo.

—Tú tienes que seguir tu camino y yo el mío —proseguí.

—¿No… no quieres quedarte conmigo? —preguntó Jesús incrédulo.

—No…

Joshua no acababa de entender adónde quería ir a parar. No era extraño, puesto que no tenía tanta experiencia como yo en que lo mandaran a paseo.

—Lo nuestro no… no puede ser —dije, ateniéndome a la verdad y soltando una de las frases más trilladas para dar fin a una relación.

—¿Por qué no? —preguntó Joshua.

Era un poco duro de mollera. Eso lo hacía todavía más entrañable. Y también que todo aquel asunto fuera más duro para mí.

¿Le ponía como pretexto la diferencia de edad? Yo tenía treinta y cuatro, y él también pasaba físicamente de los treinta, pero tenía de facto más de dos mil años. ¿O le ponía como pretexto que yo no merecía estar con él porque, al fin y al cabo, él podía convertir el agua en vino y, en cambio, mi habilidad más destacable era que no tenía ninguna habilidad destacable?

—No…, no es por ti…, es por mí… —dije, ahorrándome los detalles, y me di cuenta de que acababa de soltar otro topicazo. Si continuaba así, aún acabaría diciendo «Pero podemos ser amigos».

—Yo… yo… no lo entiendo —contestó Joshua.

—Mira —intenté argumentarlo sin hablarle de Dios, puesto que no quería que se enfadara con él—, aunque prescindas del Juicio Final y recorras el mundo para convertir a la gente, viviríamos de una manera tan platónica como cuando estabas con María Magdalena y, sinceramente, eso no va conmigo.

Lo de que «Platón era un perfecto idiota», como siempre decía Kata, preferí guardármelo.

—No será lo mismo que con María Magdalena —objetó Joshua.

—¿Ah, no? —Me quedé pasmadísima.

—Por una vez, me gustaría vivir un amor.

Tardé un buen rato en procesar a medias esa frase. Joshua hablaba en serio. Eso… era… increíble… Sentí calor. Sentí frío. Sentí calor de nuevo. Ya me daban hasta los sofocos típicos de una mujer en plena menopausia.

—Creo —comentó Joshua— que merezco vivir con alguien como una persona normal.

Mi beso había liberado deseos largamente ocultos, que se habían acumulado a través de tantas y tantas privaciones. Las barreras protectoras que había levantado como Mesías se habían derrumbado, y sus sentimientos salieron a la luz. En aquel momento, sólo era un ser humano.

Y si alguien se merecía el amor, ése era él, después de todo lo que había sufrido.

Bueno, quizás el amor no tenía que ser necesariamente conmigo…

—No soy digna de tu amor… —dije.

—Todos…

—Haz el favor de no volver a compararme con el Papa —lo interrumpí.

—Todos los que albergan un amor como el tuyo son especiales.

Después de esa frase, me dio un sofoco como nunca le había dado a una mujer en plena menopausia.

Me tocó la mejilla con su mano, y notarla fue casi tan celestial como nuestro beso.

—Hay un deseo que ya abrigué una vez, con María Magdalena…

—¿Qué deseo? —pregunté con cierta frialdad: alguien tendría que enseñarle a no hablar continuamente de su ex.

—Mi deseo es que… —se interrumpió—… estuve a punto de confesárselo a María Magdalena, pero entonces pronunció aquellas palabras que me lo impidieron…

Joshua calló, el recuerdo le hacía daño.

Yo sentía enorme curiosidad; quería saber qué le había dicho María Magdalena, pero me interesaba muchísimo más otra cosa:

—¿Cuál es tu deseo?

—Algún día… —le costaba un esfuerzo increíble expresar ese deseo; el miedo a que yo se lo negara se percibía claramente.

—¿Algún día? —pregunté con voz alentadora, pero intentando no mostrar mi excitación, pues notaba que tenía que seguir algo extraordinario.

—… formar una familia.

El corazón se me paró un instante. Aquello era extraordinariamente extraordinario. Una familia… Quizás dos hijas… Como yo siempre había soñado.

Durante un microsegundo, imaginé que Joshua y yo recorríamos el mundo, desde Australia hasta el Gran Cañón, en un fantástico autobús reconvertido en una caravana de esas que sólo se ven en las road movies americanas. Joshua predicaba la palabra de Dios, yo daba clases a nuestras dos hijas, Mareike y Maja, y, por si salían a su padre, no dejaba de prohibirles que convirtieran el agua en Coca-Cola.

Durante ese microsegundo soñé que era tan feliz como nunca lo había sido en la realidad. Pero, claro, nunca podría vivir esa fantasía. Estuve a punto de echarme a llorar.

—¿Marie? ¿He dicho algo malo? —preguntó Joshua triste, casi desesperado.

—No…, no… No has dicho nada malo.

Al contrario.

Suspiró aliviado. Yo, en cambio, estaba a punto de deshacerme en lágrimas. Quiso abrazarme para brindarme consuelo. Pero no podía permitírselo. Porque entonces me quedaría con él. Para siempre. Sin importar lo que Dios quisiera.

* * *

Así pues, aparté a Joshua y lo mantuve a distancia con las manos.

—¿Marie?

Joshua no entendía nada. Aunque le hacía daño, no quería separarse de mí. Tendió su mano para volver a coger la mía; así pues, tenía que decirle algo que lo apartara definitivamente de mi lado, algo… Entonces se me ocurrieron las palabras que podían conseguirlo y que, además, eran verdad:

—Joshua…, yo… yo no creo del todo en Dios.

Aquello le sentó como un mazazo y retrocedió un paso. Pensé si no debería explicarle brevemente que, si bien creía en la existencia de Dios (faltaría más, si había tomado el té con ella), no estaba convencida al cien por cien de que fuera el Dios del amor. Pero lo descarté porque me pareció absurdo… Lo esencial estaba dicho: no creía del todo en Dios.

Joshua estaba en estado de shock. La mujer con la que quería formar una familia era la candidata menos apropiada posible.

Yo no podía quitarle la pena, entre otras cosas, porque la mía también era inmensa en aquel momento. Por eso le susurré quedamente:

—Pero podemos ser amigos.

Y eché a correr desesperada. Por encima del hombro vi que se me quedaba mirando, confuso y triste. Pero no salió corriendo tras de mí. No iba a seguir a una mujer que no creía del todo en Dios.