Capítulo 46

—Scotty a puente.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kirk.

—¡Dimito!

* * *

APARTAS A MI HIJO DE SU MISIÓN.

No sabía qué tenía que responder, cómo tenía que hablarle a Dios. Por instinto, quise disculparme humildemente, pero mi voz…

—Cr… s… —falló por completo.

RESPONDE.

—Cr… s…

NO TENGAS TEMOR DE MÍ.

¡Ja, muy gracioso!

¿TE GUSTARÍA CONVERSAR EN OTRO AMBIENTE?

—Cr… s… —contesté, mientras intentaba algo así como asentir con la cabeza.

REACCIONAS IGUAL QUE MOISÉS… —dijo la zarza, y en su voz sonó un deje de diversión. Una voz que, sin embargo, no le pegaba nada a la zarza.

* * *

Un instante después, el paseo del lago había desaparecido y me encontraba en una casa de la campiña inglesa, al estilo de las que conocemos por las adaptaciones al cine de las obras de Jane Austen, como Sentido y sensibilidad. Los muebles eran del siglo XIX, un aroma de té negro y de exquisitas orquídeas flotaba en el aire y yo incluso llevaba un precioso vestido de época, beige y con un corsé que, por suerte, no me apretaba, sino que envolvía mis michelines con la suavidad de la seda. A través de la ventana se veía un jardín con un césped que nadie en el mundo sabía cortar con una precisión tan milimétrica, excepto los jardineros ingleses. Naturalmente, sabía que no estaba en nuestro mundo: Dios había elegido un ambiente que siempre me había parecido hermosísimo cuando lo veía en las películas y al que iba en sueños de vez en cuando. Quizás Dios lo había creado especialmente para mí o quizás aquel lugar sólo existía en mi imaginación. De hecho, me daba igual, mientras no volviera a aparecérseme en forma de zarza ardiente.

Di unos golpecitos sobre una mesa de madera que, lo fuera o no, al tacto parecía de lo más real. Salí a la terraza por una puerta vidriera, me senté en una tumbona anticuada, pero comodísima, disfruté del calor de los rayos de sol en mi cara y escuché el canto de los pájaros. Aquella maravillosa tarde de finales de estío en la campiña actuaba como un bálsamo en mi alma confundida. Lo único que aún me inquietaba un poco era el hecho de que Dios hubiera sabido que yo siempre había querido corretear por una casa de campo inglesa del siglo XIX. En teoría, tenía muy claro que Dios conocía todos nuestros secretos; de lo contrario, no lo habrían llamado el Omnisciente, sino, a lo sumo, el Semisciente; pero darme cuenta en la práctica de que estaba enterado de mi afición por las películas de Jane Austen, me avergonzó, sobre todo porque recordé que en mis tiempos de soltera desesperada había tenido fantasías eróticas con el señor Darcy.

Con todo, era imposible avergonzarse o preocuparse durante mucho rato en aquel maravilloso jardín.

—¿Estás bien? —preguntó una voz detrás de mí cuando por fin me sentí totalmente relajada a la luz del sol crepuscular.

Una mujer de mi edad salió de la casa a la terraza. Era clavada a Emma Thompson, llevaba un adorable vestido antiguo, de un blanco radiante y largo hasta los pies, y lucía la sonrisa más afable que jamás había visto.

—Estoy muchísimo mejor —contesté.

—Fantástico —replicó Emma.

—Sí, lo es —ratifiqué.

—¿Te apetece un té Darjeeling?

En realidad, yo era más de café, sobre todo de latte macchiato, pero como eso no encajaba en el ambiente de la campiña inglesa, contesté:

—Sí, gracias.

Emma Thompson cogió una tetera de una mesita auxiliar con tres patas que yo no había visto antes (¿quizás acababa de aparecer?), y me sirvió el té en una taza de porcelana fina con dibujos de florecillas rojas. Tomé un sorbo y, sorprendentemente, sabía a latte macchiato, para ser exactos, al mejor latte que jamás había tomado.

—Creo que prefieres el té así —dijo Emma Thompson sonriendo. Sonreía de una manera tan hermosa, afable, casi cariñosa, que no pude evitar devolverle la sonrisa.

—¿Es esto el cielo? —quise saber.

—No, esto lo he creado especialmente para ti.

—Tiene que ser práctico ser Dios —contesté contemplando el magnífico jardín.

—Sí, lo es —dijo sonriendo Emma/Dios.

—¿Siempre eres una mujer? —Gracias a aquel ambiente maravilloso, no me dio miedo plantear la pregunta.

—Podría mostrarte mi verdadero aspecto, pero es mejor que no lo haga.

—¿Por qué no?

—Porque perderías la razón al instante.

—Es un buen argumento —repliqué, y volví a sentir un poco de miedo.

Así pues, renuncié a seguir haciendo preguntas de las que siempre había deseado conocer la respuesta: ¿Qué había antes de que Dios creara el universo? ¿Existe de verdad el paraíso? ¿En qué demonios estaba pensando al inventar la menstruación?

¿O al inventar los tumores?

En vez de preguntar, tomé otro sorbo de té-café y bajé la mirada hacia el césped, que verdaderamente estaba cortado con mucha meticulosidad.

—Hacía más de dos mil años que no hablaba con una persona —comentó Emma/Dios.

No pude evitar que eso colmara mi ego. Levanté la vista y pregunté:

—¿También invitaste a Moisés a tomar un té?

—No, después de tantos años en el desierto, lo único que quería era una buena hogaza de pan recién hecho —contestó Emma/Dios, y bebió a sorbos de su taza. Luego, finalmente, abordó el tema por el que me había llevado allí—: Apartas a mi hijo de su misión.

—Sí… —admití, ¿cómo iba a negarlo?

—¿Le amas?

—Sí —tampoco podía negarlo.

—¿Como no deberías amarlo?

—Hmm… —mascullé, dando evasivas. Naturalmente, yo sabía que mis sentimientos por Joshua no se atenían a la norma, pero eran sinceros. Entonces, ¿cómo podían ser malos?

—Déjalo tranquilo, por favor —pidió suavemente Emma/Dios, y tomó otro sorbo de té.

—No, no lo haré —se me escapó.

Emma/Dios dejó la taza de té y me miró con una leve expresión de sorpresa. Con todo, más sorprendida estaba yo de haberme atrevido a replicar a Dios. Seguro que eso no le había hecho ningún bien a nadie.

—¿No vas a renunciar a él? —preguntó.

—No.

Ya era demasiado tarde para salir por la tangente.

—¿Dudas de mi plan divino? —Emma/Dios había dejado de sonreír.

—Sí… —contesté con voz trémula.

Puesto que me había metido de cuatro patas, podía seguir cabalgando hacia delante. Simplemente, no comprendía por qué tenía que existir el estanque de fuego o por qué existió el diluvio universal (de pequeña, me imaginaba que tres amigos pingüinos, los llamaba Pingui, Pongo y Manfred, se acercaban con sus andares de pato al arca y, una vez allí, Noé les decía que sólo cabían dos. Pingui y Pongo subían más deprisa a la nave, y Manfred tenía que quedarse, decepcionado con sus amigos para el resto de su vida. Aunque el resto de la vida del pequeño pingüino no duró demasiado, puesto que enseguida empezó a llover).

—¿Dudas de mi bondad? —quiso saber Emma/Dios.

—A veces cuesta reconocer si eres el Dios del amor o el del castigo —contesté con arrojo.

—Soy el Dios del amor —fue su contundente respuesta.

No me convenció, yo sólo pensaba: explícaselo a Manfred, el pingüino.

—Pero —prosiguió Emma/Dios— también soy el Dios del castigo.

No comprendía esa lógica divina, ni muchas otras lógicas divinas, y seguramente se me notó.

—Los seres humanos sois mis hijos y como tales crecéis y cambiáis permanentemente —explicó—. Ya no sois como erais en el paraíso. O cuando el diluvio universal. Y hay que educaros como a los hijos, de manera distinta a medida que os hacéis mayores.

—Ah, ya…

Poco a poco, iba ligando cabos. En el paraíso, con Adán y Eva, la humanidad era un bebé inocente; luego, en Sodoma y Gomorra, un adolescente en plena edad del pavo. Pero Dios siempre era el progenitor amoroso que a veces era amable y a veces también severo, siguiendo el lema de «Como vuelvas a armar jaleo, te quedas sin ver la tele».

Jesús lo había dicho literalmente: las normas de conducta en la casa de Dios estaban en la Biblia para que todos pudieran leerlas; por lo tanto, Dios era una madre (o un padre o lo que fuera) consecuente que presentaba las normas claras.

Si te detenías a pensarlo bien, incluso era un progenitor bastante paciente. Al fin y al cabo, sólo daba un manotazo en la mesa una vez cada dos o tres mil años y dejaba mucha libertad a sus hijos para que evolucionaran, cometieran errores, los corrigieran y volvieran a cometer nuevos errores. Así pues, si se puede dar crédito a los manuales de educación, era el tipo de madre ideal.

Sin embargo, aunque todo cobraba más sentido, pensé: ¿Tenía que educar necesariamente con amenazas de castigo? Sí, claro, había mucha gente que no seguía sus impulsos egoístas por temor al castigo en el más allá; visto así, era efectivo. Pero ¿tenía que ser directamente un infierno eterno, no bastaba con la prohibición universal de no ver la tele?

Además, aún había algo que no entendía.

—¿Tenía que ser lo de la cruz?

—¿Cómo dices? —preguntó Emma/Dios con sorpresa.

—La crucifixión es una forma muy dolorosa de morir, ¿no habría bastado con un bebedizo? —Desde que conocía a Joshua, su sufrimiento me conmovía mucho más que pocos días antes en la iglesia—. ¿Hace eso un padre amoroso…, una madre amorosa…? —pregunté con la voz plagada de reproches.

—No fui yo quien lo llevó a la cruz, sino los hombres —me corrigió Emma/Dios en tono suave.

—Pero ¿por qué lo permitiste? —insistí.

—Porque os había dado libre albedrío.

Ya volvíamos a estar con la pregunta del millón que ya me había planteado a los trece años al tener mis primeras penas de amor: ¿por qué Dios nos había dado libre albedrío si con él podíamos hacer cosas tan terribles?

—Porque… —empezó a decir Emma/Dios, que, al parecer, me había leído el pensamiento o, al menos, lo había adivinado—, porque os quiero.

La miré a los ojos y me pareció que decía la verdad.

—¿O te gustaría vivir sin libre albedrío, Marie?

Ante esa pregunta, me vinieron a la cabeza imágenes de Corea del Norte, de miembros de la Cienciología como Tom Cruise y de otros zombis sin voluntad.

—No… —contesté.

—Lo ves —dijo Emma/Dios, sonriendo cariñosamente.

Al parecer, amaba realmente a las personas. Quizás había creado a la humanidad porque echaba de menos a alguien a quien amar. Sí, quizás Dios se sentía solo en el universo perfecto, cuando todavía no estaba poblado por el hombre y, por lo tanto, aún no estaba patas arriba. Igual que una pareja que vive en una casa increíblemente grande, con una habitación para los niños todavía sin habitar, y que desea ardientemente tener hijos que llenen la casa de risas, gritos y chicles pegados en el suelo. Por un breve instante, me compadecí de Dios, que había estado completamente solo en el universo y tuvo que sentirse tremendamente solo.

—Eres la primera persona que se compadece de mí —comentó sonriendo con afabilidad, me cogió la mano (tenía un tacto cálido y humano) y concluyó—: Igual que te has compadecido de mi hijo.

Me dio la impresión de que era la primera suegra potencial que me gustaba.

—Pero… —Emma/Dios volvió a tomar la palabra—… si te quedas con él, mi hijo no será feliz.

—¿Por… por qué? —pregunté, y temí la respuesta.

—Porque tendrá que apartarse de mí —dijo Emma/Dios, y removió pensativa su té. La idea parecía entristecerla. Amaba a esa persona más que a todas las demás, y no quería perderla de ningún modo—. Y si se aparta de mí…

—… eso le dolerá muchísimo a Joshua y le romperá el corazón —terminé de pronunciar sus tristes pensamientos.

—Eres una criatura inteligente —me dijo con voz seria.

—O sea que me ordenas que me mantenga lejos de él.

—No, no lo hago.

—¿No? —pregunté.

—Tienes libre albedrío, tú decides.

* * *

En ese instante desapareció todo lo que me rodeaba, el jardín, la casa de campo, la vajilla de porcelana y, sobre todo, desapareció Emma Thompson, y yo me encontré de nuevo vestida con mi propia ropa en el paseo del lago, delante de la zarza que ya no ardía y parecía intacta.

Medité la decisión a la que me enfrentaba: si me quedaba con Joshua, él se hundiría por haber contravenido a Dios. Si me separaba de él, acabaría mi absurdo sueño infantil de amar a Joshua.

Así pues, sólo tenía que escoger entre dos males bastante malos. ¡Qué maravilla de libre albedrío!