Capítulo 42

Entretanto

El pastor Gabriel estaba sentado en el banco del jardín de la casa parroquial, a la luz de la luna. El Mesías descansaba en el cuarto de invitados y a lo lejos se oía al sacerdote con deportivas tocando su espantosa guitarra eléctrica. Gabriel no se dio cuenta de que, curiosamente, la canción era It’s The End Of The World As We Know It. Había tenido un día horrible. Había echado de casa a su querida Silvia y, aunque ella le había asegurado repetidamente que no era Satanás y había gritado furibunda que conocía un psiquiátrico excelente cerca de allí y que se lo recomendaba, Gabriel no la creyó. Tampoco la creyó cuando se echó a llorar y quiso ablandarle el corazón. Ni tampoco cuando, con la voz ahogada por las lágrimas, había confesado que lo amaba.

Desvió la mirada de la luna y la paseó por el jardín a oscuras. Se sentía más solo que nunca, había perdido a Silvia.

En aquel instante, una zarza que tenía delante empezó a arder espontáneamente.

Lo que le faltaba.

* * *

¿POR QUÉ MI HIJO NO ESTÁ CAMINO A JERUSALÉN? —preguntó la zarza ardiente. Aquella voz imponente no hablaba muy alto, pero daba la impresión de que llenaba el mundo entero.

A Gabriel le habría encantado huir. Pero, puesto que Dios era omnipresente, se le habría aparecido en todas partes: como palmera ardiente en las Maldivas, como abeto ardiente en Noruega o como bonsái ardiente en Japón. No había escapatoria. Así pues, Gabriel se controló y pensó en cuál sería la mejor manera de contarle a su Señor que Su Hijo se había dejado engatusar por Satanás.

—Ejem, Señor, cómo lo diría, ha surgido una complicación…

¿COMPLICACIÓN? —Por el tono de voz, no parecía que la zarza ardiente estuviera dispuesta a tolerar demasiado las complicaciones en aquel momento. Y menos aún la complicación que Gabriel iba a relatarle.

—Éste, sí, bueno, no es fácil explicarlo —balbuceó Gabriel.

PUES EXPLÍCALO EMBROLLADO —le propuso la zarza.

Gabriel habría preferido guardárselo todo para él, puesto que sabía que la zarza ardiente era en ocasiones propensa a las reacciones exageradas, sólo había que preguntárselo a los faraones de Egipto. Pero Gabriel también sabía que no podía ocultarle nada al Todopoderoso. Así pues, con voz temblorosa, le explicó lo que había ocurrido hasta la fecha entre Jesús y Marie, sin ahorrarse detalles:

—… y la salsa es un baile donde todos mueven las caderas muy pegados…

La zarza ardiente guardaba silencio y, cuanto más duraba el discurso, más furiosa parecía. Cuando Gabriel finalizó su relato, estaba tan airada como sólo puede estarlo una zarza ardiente. A Gabriel le costaba aguantar la frialdad furibunda que irradiaba la zarza en llamas. Pero además se sentía ligeramente desconcertado: Si Dios era también omnisciente, ¿por qué de repente había cosas que se le escapaban?

Estaba a punto de plantear valerosamente la pregunta cuando la zarza ardiente avivó sus llamas a metros de altura y su voz declaró con severidad:

SI MAÑANA POR LA TARDE MI HIJO NO SE ENCUENTRA DE CAMINO HACIA JERUSALÉN, ME APARECERÉ PERSONALMENTE A ESA TAL MARIE.