Capítulo 35

Exaltada como estaba, le di un beso en la mejilla. Por un instante, Joshua también lo disfrutó. ¡Lo noté! Pero luego se asustó de sí mismo, se deshizo del abrazo y dijo:

—Tenemos que apresurarnos en ir a ver a tu hermana.

Me pregunté si no debería avergonzarme. Pero no sentía ninguna vergüenza. Al fin y al cabo, el beso había surgido por puro agradecimiento. Y amor. No podía haber nada de malo en amar a Jesús.

¿Amar a Jesús?

¡Oh, oh! Sabía que era Jesús y, aun así, ¿le amaba?

Entonces sí me avergoncé.

* * *

En el coche, de camino a Malente, estuve callada. Jesús iba sentado en el asiento de atrás y rezaba en hebreo. ¿Estaría pidiendo perdón a Dios por cómo había reaccionado a mi beso? Fuera lo que fuera, de ese modo conseguía guardar las distancias. Mientras yo miraba turbadísima por la ventana, Michi apenas lograba concentrarse al volante. La presencia de Jesús lo ponía nervioso. Aún no acababa de creerse que el Hijo de Dios iba en el asiento de atrás de su desvencijado VW escarabajo, pero el carisma de Jesús, al que se exponía por primera vez, iba disipando lentamente sus dudas.

—¿Cómo quieres que crea que eres el Mesías y no un loco? —preguntó Michi.

—Créelo sin más —replicó Jesús con serenidad.

—¡No puedo!

—Lo mismo le ocurrió a mucha gente en Judea, sobre todo en los templos —contestó Jesús.

Aquella afirmación removió a Michi. Siendo creyente, hasta entonces nunca se había identificado con los arrogantes rabinos del templo.

Mientras Michi andaba a vueltas con su fe, me di cuenta de que no había ido al lavabo desde antes de salir del club de salsa. Paramos en un área de servicio y, temeraria, fui a uno de esos lavabos típicos de autopista que podrían inducir al suicidio a cualquier encargado de la limpieza. Al salir poco después, aliviada, Michi se me acercó confundido y me preguntó:

—¿Estás segura de que ese hombre es Jesús?

—Sí.

—¿Lo juras?

—Por la vida de mi hermana.

Michi caviló y caviló y, finalmente, dijo:

—Entonces voy a pedirle que me perdone mis pecados.

Sin salir de mi asombro, seguí a mi amigo hasta el escarabajo. Una vez allí, Michi comenzó a contarle cronológicamente sus pecados a Jesús: empezó con una historia en la que un mechero Bunsen, un spray desodorante y una barba en llamas interpretaban un papel esencial. Luego pasó a los pecados actuales y le habló de su escarabajo, de cómo lo quería a pesar de que producía más CO2 que la mayoría de los países africanos. Confesó que sabía que a los animales de granja los martirizaban brutalmente y, aun así, comía carne, incluso tenía una camiseta con el eslogan: «Los vegetarianos se comen la comida de mi comida». También confesó que le gustaba tomar café, aunque sabía que se explotaba a los campesinos de los países en vías de desarrollo, igual que a las chicas que actuaban en los vídeos para adultos de su videoclub, que tenían títulos como Lo vi venir.

Luego, Michi me pidió que me fuera donde no pudiera oírlo.

—¿Por qué? —quise saber.

—Ahora voy a por los pecados que entran en la categoría de «no desees a la mujer de tu vecino».

Bajó la vista avergonzado y yo tuve un mal presentimiento, temí que la mujer del vecino pudiera ser yo. Por eso preferí irme.

Desde lejos observé cómo mi amigo, colorado como un tomate, confesaba sus pecados de pensamiento a Jesús. Me pregunté si sería buena idea confesarle a Jesús todos mis pecados. Contarle lo de Sven me había ayudado. La prostituta también parecía muy aliviada después de haberle abierto su corazón, y saltaba a la vista que a Michi también le sentaba bien. Aunque el Mesías frunciera el ceño de vez en cuando con los relatos de Michi.

Estaba formidable cuando fruncía el ceño.

Seguro que no era buena idea confesarle tus pecados a un hombre por el que sientes tantas cosas.

* * *

Cuando Michi acabó, Jesús le puso la mano sobre el hombro y, poco después, vi a mi compañero mucho más feliz de lo que nunca lo había visto, excepto quizás cuando el iPhone de Apple salió al mercado y él se contó entre los primeros cien clientes que lo compraron en Alemania. Yo también estaba contenta de que Michi me creyera por fin. Ya sólo nos quedaba convencer a Kata para que se dejara curar por Jesús. Entonces todo estaría arreglado. Bueno, menos la cuestión de la batalla final y todo aquel jaleo.

* * *

Kata se asombró cuando nos presentamos en su habitación. Le expliqué a toda prisa por qué estaba allí con el carpintero y que él la curaría. Al concluir mi propuesta, Kata replicó:

—Guau, a tu lado, Tom Cruise parece una persona mentalmente muy estable.

Jesús corroboró mi historia de que era el Hijo de Dios.

—A tu lado, hasta Amy Winehouse parece mentalmente estable —le dijo Kata.

—¿Quién es Amy Winehouse? —preguntó Jesús.

Michi se puso a explicárselo, le habló de pipas de crack y del peinado de Amy, que era como si llevara un gato atropellado encima de la cabeza. Habló y habló hasta que le di a entender con un gesto que eso no era importante.

—¿Qué tienes que perder? —le pregunté a Kata.

—La primera vez que estuve enferma, no recurrí a curanderos, sanadores ni brujas, ¡y tampoco lo haré ahora! —protestó.

—¡Ja, la has pifiado! —Michi sonrió irónicamente—. Acabas de hablar de la primera vez que estuviste enferma. ¡O sea que hay una segunda vez!

Kata lo miró irritada y Michi se dio cuenta de que, tratándose de un tumor, su sonrisa estaba un poco fuera de lugar.

—¿Por qué tendría que empezar ahora con esa farsa? —me preguntó entonces Kata.

—Porque yo te lo pido —le dije con voz temblorosa.

Kata dudó un momento y luego se dirigió a Jesús:

—Eres el segundo loco que me quiere curar hoy.

—¿El segundo? —pregunté.

Kata hizo un gesto con la mano.

—Olvídalo.

Luego se lo pensó y, finalmente, le dijo a Jesús:

—De acuerdo. Así, al menos, Marie se dará cuenta de una vez de que estás chiflado. Pero espero que tengas clara una cosa: si realmente eres Jesús, tendremos que hablar de por qué la obra de Dios tiene tan malos resultados.

Por un momento, en la sólida fachada de Kata distinguí una grieta, una pequeña parte de ella deseaba que el tipo que tenía delante no se hubiera escapado de un centro psiquiátrico. Si incluso una persona tan dura de pelar como Kata tenía la esperanza de una curación milagrosa, podía comprender por qué tantos enfermos entregaban su dinero a los curanderos.

Jesús se acercó a Kata. Enseguida le pondría la mano encima, la curaría, yo estallaría en lágrimas de felicidad, me echaría en sus brazos y lo besuquearía hasta que él no pudiera hacer otra cosa que devolverme el besuqueo.

* * *

Jesús puso la mano sobre Kata y la retiró enseguida.

¿Ya la había curado? Qué rápido.

Pero, entonces, ¿por qué me miraba así?

—Esta mujer no está enferma —declaró.

Lo miramos todos sorprendidos.

—Me has apartado de mi misión para nada —me recriminó.

Los ojos le brillaban de ira y, por un instante, temí que me enseñaría cómo funcionaba lo de «haré que te seques».

Aunque temblaba de rabia, no dijo nada; se limitó a salir en silencio de la habitación.

La cosa no estaba para besuqueos.