Capítulo 34

Tan deprisa como pude, corrí a la casa parroquial y llamé. Gabriel abrió la puerta, me miró… y me cerró la puerta en las narices. Volví a llamar, Gabriel abrió de nuevo, puse un pie en el quicio, y volvió a cerrar de un portazo. Grité de dolor, brinqué a la pata coja maldiciendo, llamé otra vez, esperé en vano que volviera a abrirse la puerta, me agaché hasta la ranura del buzón y grité por ella:

—¡Me ha dicho que era Jesús!

Dos décimas de segundo más tarde, Gabriel volvía a abrirme la puerta.

—¿Dónde está Jesús? —pregunté.

El carpintero tenía que curar a mi hermana, por lo tanto, para mí ya no era Joshua, sino Jesús, el Hijo de Dios.

—A ti qué te importa —replicó Gabriel con aspereza.

—Y tanto que me importa.

—No te importa.

—Sí me importa.

—No te importa.

—¡Sí me importa!

—Esta conversación da más vueltas que una peonza, ¿no crees? —comentó Gabriel con aires de suficiencia.

—Usted sí que dará más vueltas que una peonza de la que le voy a dar —repliqué. No tenía tiempo ni nervios para la diplomacia.

—Tratar con Jesús no te ha influido —constató Gabriel despectivamente.

Intentó cerrar la puerta otra vez, pero lo amenacé:

—Si no me ayuda, le diré a mi madre que usted… que usted…

—¿Que yo qué? —preguntó Gabriel.

No tenía la más remota idea. Sólo sabía que había algo en Gabriel que no encajaba, pero lo de la máquina del tiempo no era una explicación razonable. Así pues, actué siguiendo el lema de «tírate un farol» y le advertí:

—Que usted esconde un extraño secreto.

Gabriel tragó saliva, le había tocado la fibra. Creía que Jesús me había hablado de su secreto, fuera el que fuera.

—Va camino del puerto de Hamburgo —dijo.

—¿Para qué? —pregunté perpleja.

—Para embarcar en un carguero hacia Israel.

¡Israel! ¡Lógico! Según Michi, la batalla final se disputaría en Jerusalén. ¿Estaba próxima? ¿O Jesús prepararía allí su misión durante meses o incluso años? Qué más daba, Kata volvía a tener dolores, unos dolores tremendos, y tenían que quitárselos. ¡Ya!

* * *

Michi se quedó perplejo cuando le pedí prestado el coche, un Volkswagen escarabajo hecho polvo, para impedir que Jesús embarcara. Hasta entonces, Michi pensaba que yo sólo estaba confusa; ahora creía que a) estaba completamente loca, b) el carpintero me había hipnotizado, c) me drogaba o d) todo lo anterior a la vez.

Viéndome tan furiosamente decidida y, a sus ojos, tocada del ala, Michi no quiso dejarme sola y menos aún permitir que condujera su querido coche. Cerró el videoclub y se puso al volante para acompañarme a Hamburgo en su VW. En la autopista, no paré de refunfuñar porque le interesaban cosas tan tontas como los límites de velocidad y la prohibición de adelantar por la derecha, y porque no me hizo caso cuando le indiqué que se podía circular por el arcén cuando había mucho tráfico.

Así pues, lo obligué a parar en un área de descanso, lo arranqué del asiento del piloto y me puse yo al volante. Entonces conduje a toda pastilla hacia Hamburgo.

El ruido era espantoso dentro del escarabajo. El coche temblaba como una lanzadera espacial cuando entra en la atmósfera y los astronautas comprueban que, por desgracia, los chicos del Departamento de Diseño no habían solucionado el problema de los escudos protectores del calor tan bien como habían afirmado en la fiesta de empresa.

Michi cerraba los ojos a menudo, sobre todo cuando dejaba sin aire con mis maniobras de adelantamiento a todo un camionero. Cuando cogí la salida sin dejar de apretar el acelerador, Michi incluso rezó el Padrenuestro. Yo estaba demasiado enfadada con Nuestro Padre, pero no se lo confesé a mi amigo. Continué a toda pastilla hacia el puerto, donde tenía que haber un barco anclado llamado Belén IV que, además de ositos de goma Haribo y barritas de chocolate Twix y Duplo, tenía que llevar a Jesús a Israel.

Aparqué el escarabajo, y lo hice sin acabar como un cadáver flotando en la botana, que era lo que Michi había calculado unos segundos antes basándose en la velocidad que llevábamos. En la borda del barco había un marinero. Tenía tatuado un dragón en el brazo izquierdo. Al parecer, aquel hombre no sabía que, actualmente, la mayoría de la gente no asocia la imagen de un dragón con una agresividad exótica, sino con libros de literatura juvenil. Le pregunté por el carpintero y me contestó que el barco zarparía media hora más tarde de lo previsto y Joshua había salido a estirar las piernas. A la pregunta de por dónde estiraba las piernas exactamente, el marinero contestó:

—Está en el Moulin Rouge.

¿Moulin Rouge? No sonaba demasiado bien. Un garito con ese nombre en la zona del puerto no podía ser un teatro alternativo.

El marinero nos indicó el camino y nos avisó de que las señoras que trabajaban en el local no solían saltar de euforia cuando una mujer entraba en el establecimiento.

—Seguro que Jesús quiere aprovechar el tiempo para convertir a unas cuantas mujeres perdidas —le expliqué a Michi.

—Sí, claro, y del Playboy sólo le interesan las entrevistas —replicó. Seguía sin creer que se trataba del Mesías.

El Moulin Rouge se ubicaba en un bungalow con un cartel luminoso rojo que sólo funcionaba parcialmente. Nos abrió la puerta una mujer gruesa, que había dejado muy atrás sus mejores años. Igual que la lencería que llevaba.

—Las mujeres no pueden entrar —me gruñó.

—Pero él sí puede, ¿no? —pregunté señalando a Michi, que se puso rojo como un tomate.

—¡Pues claro! —exclamó la mujer, sonrió mostrando unas cuantas caries y, antes de que Michi, totalmente aturdido, pudiera protestar, tiró de él hacia dentro.

—¡Mándame a Jesús! —le grité a mi compañero, que no parecía muy feliz.

Esperé un rato hasta que la puerta volvió a abrirse y salió Jesús. Lo seguía una chica en ropa interior roja. La señora parecía un poco trastornada, pero él la tranquilizó:

—No te juzgo. Ve y no peques más a partir de ahora.

La mujer se marchó aliviada. Jesús se alegró de verme, aunque también estaba sorprendido. A mí también me gustó volver a tenerlo cerca. Me vinieron ganas de reservar un camarote en el carguero. Entonces comprendí por qué María Magdalena había abandonado su hogar para correr mundo con él. Aunque no acababa de explicarme cómo había conseguido mantener todo el tiempo las manos alejadas de él.

—¿Por qué has venido? —me preguntó Jesús, y yo volví a concentrarme en mi petición, ¡se trataba de Kata!

Le hablé a borbotones de la enfermedad y de los terribles dolores que sufría.

—Lo siento mucho por tu hermana —dijo, mostrando compasión.

—Pero tú puedes curarla. —Sonreí esperanzada—. Como a la hija de Swetlana.

Jesús calló.

—Ejem… ¿Has oído lo que te he dicho? —pregunté.

—Sí, he escuchado tus palabras.

—Y… ¿por qué tengo la sensación de que ahora viene un «pero»?

—Porque no puedo hacer nada por tu hermana.

—¿Qué?

—No puedo hacer nada.

—Ejem…, perdona… —balbuceé desconcertada—. Pero… he entendido «no puedo hacer nada».

—Eso se debe a que lo he dicho —explicó Jesús suavemente.

—Eso… podría ser un motivo —contesté desconcertadísima.

¿Por qué no podía hacer nada? Era Jesús, el que daba órdenes al viento, curaba enfermos y se deslizaba sobre las aguas. ¡Si quería, podía hacer cualquier cosa!

—¿No quieres? —pregunté.

—Estoy de camino para cumplir un encargo de Dios.

—¿Dios? —pregunté. No me entraba en la cabeza—: ¿Dios te impide salvar a mi hermana?

—No se puede expresar así… —empezó a decir Jesús.

—Le he pedido a Dios que mi hermana vuelva a estar sana —lo interrumpí—. ¡Pero no ha mostrado ningún interés!

—¿Le has rezado a menudo?

La pregunta me sacó de mis casillas. A menudo, ¿qué era a menudo? ¿Cada vez que temía por ella?

—Si vas a casa de un amigo a medianoche y le pides tres panes… —empezó a decir Jesús.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Pero qué caray dices de panes?

—Si tu amigo no se levanta de inmediato —prosiguió Jesús imperturbable— porque es tu amigo, al menos se levantará por tu impertinencia y te dará los panes.

Jesús me miraba como si tuviera que comprender algo, pero, sinceramente, yo sólo entendí «panes».

—Era una parábola —aclaró.

No me digas, pensé. Luego me pregunté si a la gente de Palestina también le costaba tanto entenderlo a la primera.

—Tienes que estar constantemente con Dios para hacerte escuchar —explicó Jesús.

¿O sea que habría tenido que rezar más?

—¿Qué es Dios? ¿Una diva? —pregunté con acritud.

A Jesús le sorprendió mi arrebato, seguramente no había entendido su parábola como él esperaba. Antes de que pudiera replicarme, oímos la sirena del Belén IV. El barco zarparía en cualquier momento.

—Perdona, pero tengo que embarcar —dijo Jesús.

Había ido allí en vano. Kata no se curaría. Me quedé mirando a Jesús, buscando palabras desesperada. Entonces, Michi salió a toda prisa del burdel. Se me quedó mirando con los ojos muy abiertos y dijo espantado:

—Ahí dentro he visto cosas que nadie debería ver.

Desencajado, se fue en dirección al escarabajo. La sirena del barco volvió a sonar y Jesús se despidió.

—Adiós, Marie.

Y se puso en camino.

Mi desesperación se transformó en ira. Si había que llamar con más insistencia a la puerta para conseguir el pan, ¡lo haría!

—Jesús, ¡espera!

No se volvió.

—¡¡¡Jesús!!!

Siguió sin volverse.

Eli, Eli, lama sabati —grité finalmente, embargada por la pena.

Entonces se detuvo y se volvió.

—En hebreo, eso significa: Dios mío, Dios mío, mi lama es estéril.

Eli, Eli, lladara sabati —lo intenté de nuevo.

—Y eso significa: Dios mío, Dios mío, mi sombrero es estéril.

—¡Tú ya sabes a qué me refiero! —le grité.

Le habría golpeado en el pecho de pura desesperación.

—Sí, lo sé —replicó. Y luego añadió en voz baja, embargado por su propio dolor—: Eli, Eli, lema sabachtani.

—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? —traduje. Acusadora. Furiosa. Muy desdichada.

Jesús meditó. Largamente. Luego anunció:

—Cogeré otro barco.

No podía creer mi suerte. Corrí contenta hacia él y me eché en sus brazos.

Se dejó hacer. Incluso disfrutó con ello. Entonces lo estreché con fuerza. También disfrutó con eso. Porque en aquel instante volvía a ser Joshua.

* * *

¿Había mencionado ya que tengo mucho talento para destruir momentos hermosos?