Capítulo 33

Al llegar a casa, ignoré a Swetlana y a su hija: en ninguna parte de los diez mandamientos estaba escrito que había que honrar a las cazamaridos ni a las hijas de las cazamaridos. Fui a la habitación de Kata para explicarle que papá me había echado. Pero no estaba. ¿No dijo que se quedaba en Malente para consolarme?

Observé su dibujo más reciente. Y constaté que, en esa crítica a Dios, Kata había sido un poquito menos sutil que en la última.

La ira sagrada de Kata hacia Dios era desenfrenada, violenta y burda. Me dio miedo. Ojeé el cuaderno y vi una historieta anterior en la que le gritaba al Todopoderoso que tenía un tumor.

¿Volvía a tener un tumor?

¡Oh, no!

Dios no había escuchado mis oraciones.

Y eso me dio mucha más rabia ahora que sabía que existía de verdad.

* * *

¿Qué pasaba con Dios? ¿Por qué no ayudaba a Kata? Sí, claro, tenía muchas oraciones que escuchar. Y no disponía de un servicio de atención telefónica que pudieras sobrecargar. ¿O sí? «Bienvenido al servicio de atención telefónica de Dios. Si quiere rogar por un familiar, pulse uno. Si desea confesar un pecado, pulse dos. Si ha sido víctima de un caso de fuerza mayor, pulse tres… En este momento todas las líneas están ocupadas, disculpe las molestias. Vuelva a intentarlo más tarde…». Tu-tu-tu…

* * *

—¿Por qué haces esos ruiditos? —preguntó Kata, que entró en la habitación con cruasanes acabados de comprar, y me di cuenta de que, de puro miedo, había dicho tu-tu-tu en voz alta. Mi buen juicio era cada vez más frágil.

—Vuelves a tener un tumor —le espeté.

—No, no es verdad —replicó con decisión.

—Pero los dibujos…

—Sólo estaba procesando viejos recuerdos —desmintió con vehemencia. Se sentó y gimió; la cabeza le dolía horrores.

Acudí en su ayuda y Kata explotó:

—¡Sal de mi habitación!

¡Lo rugió con tanta rabia! Sólo una vez había sido tan agresiva conmigo. Estando en el hospital, un día se me saltaron las lágrimas mientras me contaba los terribles dolores que sufría. Mi llanto la enfureció mucho, y también me gritó que me largara.

Los ojos de Kata brillaban igual que aquel día en el hospital. Era aquella mezcla de rabia y dolor físico. La cosa estaba definitivamente clara.

Me sentí mal. Me temblaba todo el cuerpo. En parte, por furia hacia Dios. Pero en gran medida temblaba de miedo por mi hermana. No quería volver a verla sufrir. ¡Nunca más!

Y, si Dios no quería salvarla de esa enfermedad, ¡le tocaba hacerlo a su hijito!