Capítulo 31

Entretanto

Gabriel había estado preocupado por Jesús toda la noche. No le preocupaba que le hubiera sucedido algo, sino que la desdichada de Marie le hubiera hecho perder la cabeza y desbaratara los planes de Dios. No dejaba de recriminarse por haber echado al Mesías y no haberlo seguido después. Pero la noche con Silvia había sido tan maravillosa. La carne de Gabriel no sólo era vieja, también era débil y estaba muy predispuesta.

Cuando Jesús entró por fin en la casa parroquial a las siete de la mañana, a Gabriel le costó horrores no tratarlo como a sus confirmandos cuando iban de convivencias. Con tanta serenidad como pudo y, aun así, con demasiada severidad, le preguntó:

—¿Dónde has estado?

—He ido a bailar salsa —fue la respuesta.

Gabriel tardó un poco en poder cerrar de nuevo la boca.

—Ha estado muy bien —comentó Jesús, sonriendo radiante.

Dios mío, se preguntó Gabriel, ¿sería cierta la absurda sospecha de que el Mesías sentía realmente algo por Marie? ¿La misma Marie que, con sus lloriqueos por penas de amor en las clases de confirmación, había estado a punto de empujarlo a sugerirle que cambiara de confesor? Sólo para no tener que seguir aguantándola.

Gabriel tenía que saber qué estaba pasando. Jesús tenía una misión que cumplir, ¡y no había lugar para sentimientos!

—Tú… tú… ¿sientes algo por Marie? —preguntó Gabriel con cautela.

La pregunta provocó una desagradable turbación en Jesús. No quería hablar de sus emociones, pero no había dicho una mentira jamás en la vida y tampoco quería hacerlo entonces.

—Me conmueve como nadie en mucho tiempo —dijo finalmente.

¡Gabriel estuvo a punto de gritar! ¡A punto de perder los estribos! ¡De viajar al pasado usando los poderes de un ángel y ocuparse de que Marie no naciera nunca! Pero puesto que ya no era un ángel, sino sólo un hombre, se limitó a preguntar:

—¿Cómo… cómo es posible?

—Desde que era un niño, todos han visto en mí únicamente al Hijo de Dios —explicó Jesús—, pero Marie… ve… ve en mí otra cosa.

—¿Un bailarín de salsa? —preguntó Gabriel con acritud.

—Una persona normal y corriente.

—¡Pero tú no eres una persona normal y corriente! —protestó Gabriel.

—Eso mismo le dije yo. —Jesús se sonrió.

—¿Y Marie…? —preguntó Gabriel.

—No quiso escucharme.

—Ya, claro —resopló Gabriel.

—Por un rato me sentí libre de toda preocupación —explicó Jesús sonriendo.

Gabriel no podía creerlo y resopló de nuevo.

—Incluso he aprendido algo de ella —prosiguió Jesús.

—¿A mover las caderas?

—También. Pero, sobre todo —prosiguió Jesús—, he aprendido de Marie que hay que enseñar a las personas a perdonarse a sí mismas.

Gabriel dejó de resoplar. Aquello era de una sabiduría asombrosa. Aunque hubiera salido de Marie. Realmente le… le… había enseñado algo al Mesías… ¡Increíble!

—Y también me ha dado consuelo —dijo Jesús apenado.

Gabriel conocía aquella mirada. Era la misma que Jesús tenía siempre que María Magdalena estaba a su lado. Era la mirada desdichada de «yo también necesito a alguien en mi vida».

¡Jesús sentía realmente algo por Marie! Quizás él no lo tenía claro, después de todo, le faltaba experiencia en esos temas, pero Marie le había tocado el corazón. ¡Eso estaba más que claro!

El amor probablemente era lo más extravagante que Dios había ideado. Pero el Todopoderoso probablemente no había contado con que afectaría dos veces a su propio hijo.

¿O quizás sí? Al fin y al cabo, le llamaban el Todopoderoso también porque era omnisciente. Todo aquello confundía sobremanera a Gabriel.

—Pero… no renunciarás a tu misión por Marie, ¿verdad? —inquirió titubeante.

—¿Qué? —preguntó Jesús sorprendido.

Gabriel se enfadó consigo mismo: ¿acababa de meterle una idea tonta en la cabeza a Jesús? El reino de los cielos, ¿no llegaría a erigirse en la Tierra porque él se había ido de la lengua?

—¿Lo preguntas a causa de tu amor por Silvia? —quiso saber el Mesías.

Y, con ello, consiguió a su vez que Gabriel concibiera una idea tonta: si el Juicio Final se suspendía, Gabriel podría seguir viviendo feliz con Silvia. Y disfrutando del mecanismo de sierra. Y de las cosas de las que ella le hablaba, pero aún no había querido enseñarle. El kamasutra, por ejemplo, parecía muy interesante.

—¿Crees que estaría bien esperar un poco? —preguntó Jesús inseguro. Estaba clarísimo que él también quería pasar más tiempo con Marie.

Gabriel luchó consigo mismo. Seguro que en aquel momento intentaban hacerlos caer en la tentación, a él y a Jesús. Tenía que batallar contra aquellas emociones. Tenía que mantenerse firme. ¡Por el amor de Dios!

—Parte hoy mismo hacia Jerusalén —apremió al Mesías—. Tienes que erigir el reino de Dios en la Tierra.

Jesús reflexionó, meditó sobre sus deberes y declaró:

—Tienes razón.

Cogió la caja de herramientas del armario y se despidió.

—Adiós, viejo amigo.

—Adiós —contestó Gabriel.

Luego, el Mesías salió de la casa parroquial. Gabriel lo miró mientras se alejaba y pensó: una cosa tan boba como el amor ha estado a punto de desbaratar el plan de Dios.