Unas horas antes
Satanás volvió a notar por primera vez en mucho tiempo algo así como fuego en su interior: la batalla final iba a comenzar por fin. De repente, la vida volvía a tener sentido.
Primero decidió reclutar a una serie de personas a las que dotaría de poderes sobrenaturales para que se convirtieran en sus jinetes apocalípticos. En la lista de candidatos, para el primer jinete, llamado Guerra, tenía al 43.° presidente de Estados Unidos, que por aquel entonces se aburría en su residencia de verano en Kennebunkport. Para el segundo jinete, Enfermedad, había en la lista un cardenal que les decía a los africanos que renunciar a los condones era una excelentísima idea. Y para el tercero, Hambre, Satanás había elegido a una top-model que presentaba un programa de castings donde convencía a chicas delgadas de que eran unos monstruos grasientos y fofos.
Sin embargo, Satanás no acababa de estar satisfecho con su lista de candidatos para los tres primeros jinetes. Tenía que encontrar a los mejores compañeros, sólo así podría vencer a Dios. Esta vez tocaba, puesto que ésa sería la última batalla por el destino de la humanidad. Y Satanás era de antemano el perdedor; hasta entonces, el Todopoderoso siempre lo había dejado con un palmo de narices (metafóricamente hablando, se entiende). Pensativo, se acomodó en un banco a orillas del lago de Malente, al lado de una mujer que estaba dibujando.
—Me tapas la luz —se quejó la mujer.
Satanás activó su sonrisa-George-Clooney.
—Pero soy George Clooney.
—Tienes cierto parecido, y vas que chutas. O sea que no exageres —replicó la mujer—. Además, soy lesbiana.
Luego le dio a entender con un gesto que la dejara tranquila.
Satanás siempre había tenido debilidad por las mujeres con voluntad de hierro. Quebrarles la voluntad siempre le deparaba una alegría especial. Evidentemente, sabía que era por envidia. Sí, envidiaba el libre albedrío de los humanos. ¿Qué no haría él por conseguirlo? Entonces pondría las llaves del infierno en manos de algún demonio inferior y se instalaría cómodamente en una isla solitaria de los mares del Sur. Sin que la gente le sacara de quicio con sus ideas, sus ambiciones y sus pecados. No tendría que volver a escuchar nunca más una fantasía sexual extravagante, a cambio de cuya realización alguien quería vender su alma… Seguro que aquello sería el paraíso.
Se llamó al orden, tenía que dejar de soñar; después de todo, él no tenía libre albedrío y estaba obligado a seguir su destino, y para ello debía reunir tropas para la batalla final. En aquel momento, su mirada se posó en el cuaderno de dibujo de la mujer y vio que dibujaba una historieta:
Por lo visto, Dios le caía tan bien a aquella mujer como al propio Satanás. La observó con más detalle y distinguió el tumor en su cabeza. Una enfermedad que él no había inventado, que a él nunca se le habría ocurrido; simplemente, estaba en la estructura de la naturaleza y él nunca había acabado de comprender por qué. Quizás la muerte estaba metida en el ajo. Era un personaje en verdad desagradable.
En cualquier caso, una cosa estaba clara: a aquella mujer de voluntad firme no le quedaba mucho tiempo de vida. A lo sumo, uno o dos meses.
Y estaba llena de rabia contra Dios. Seguro que sería una buena candidata para el jinete llamado Enfermedad.