Capítulo 28

Cuando el club de salsa cerró las puertas, fuimos al lago a ver la salida del sol. Había sido una noche fantástica, ¡y yo quería el programa completo! Para ser más exactos: había sido la noche más fantástica que había pasado en años.

Nos sentamos en la pasarela. Sí, ya teníamos algo así como un sitio habitual. Un rincón romántico, perfecto como sitio habitual y para contemplar la salida del sol… y para un primer beso…, un beso tierno, hermoso… ¡Dios mío! ¡No podía pensar en eso! ¡Ni entonces ni nunca! Yo misma me di un cachete de castigo en la cabeza.

—¿Qué te pasa? —preguntó Joshua, desconcertado ante mi penitencia.

—Nada, nada…, sólo era un mosquito… —contesté, disconforme a la verdad.

Joshua quería refrescarse los pies en el lago y se descalzó. Entonces le vi las cicatrices.

Tragué saliva: ahí le habían clavado los clavos.

—Eso tuvo que doler mucho —se me escapó.

Joshua me miró severamente. Yo me apresuré a desviar la mirada. ¿Me había extralimitado?

—Tenía que ser simplemente Joshua —me advirtió.

—La… la noche casi ha acabado —contesté.

Después de ver aquello, me costó horrores quitarme de la cabeza las imágenes de la crucifixión de la película de Mel Gibson, que, para colmo de males, se mezclaban en mi mente con la banda sonora de Jesucristo Superstar.

No pude engañarme más pensando que el hombre que estaba a mi lado no era Jesús. Eso me entristeció grandemente. Habría continuado engañándome con mucho gusto.

Joshua vio que amanecía y asintió.

—Sí, la noche ha acabado.

Me pareció notar un deje de pena en su voz.

Balanceaba los pies en el agua.

—¿Cómo… cómo soportaste el dolor? —pregunté. Me preocupaba demasiado para callármelo.

Joshua siguió contemplando el cielo, no quería abordar el tema. Por lo visto, yo, tonta de mí, realmente me había extralimitado con esa pregunta. Estaba a punto de volver a atizarme en la cabeza, cuando Joshua contestó:

—Mi fe en Dios me ayudó a soportarlo todo.

La respuesta sonó demasiado declamatoria y valerosa para ser toda la verdad.

—¿No perdiste la fe en Dios en ningún momento, a pesar del suplicio? —insistí.

Joshua guardó silencio. Rumiaba. Finalmente, contestó en tono melancólico:

Eli, Eli, lema sabachtani.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Un salmo de David —contestó.

—Ya… —balbuceé. Naturalmente, no entendí ni una palabra. Pero seguro que ese salmo no tenía nada que ver con David bailando despojado de sus vestiduras.

—Significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? —dijo Joshua quedamente.

—Eso… eso… suena triste —dije.

—Lo grité en la cruz, antes de morir. —Sus ojos se llenaron de dolor.

En ese momento, volvió a darme pena. Una pena infinita. Tanta que volví a tender mi mano hacia la suya. Esta vez, no la retiró de inmediato. Le toqué la mano con cautela. Siguió sin retirarla. Entonces se la cogí. Con firmeza.

* * *

Estuvimos así sentados, Joshua y yo, callados mano sobre mano en la pasarela, y contemplamos la salida del sol sobre el lago de Malente.