—¿Habías impedido alguna vez una lapidación? —le pregunté a Jesús cuando volvió a abalanzarse sobre su helado. Por primera vez en toda la noche, pude respirar con total libertad.
—Sí, con una prostituta —explicó.
—¿María Magdalena? —pregunté.
—¡María Magdalena no era prostituta! —exclamó Jesús enfadado.
Huy, huy, huy, sus sentimientos por su ex todavía eran muy fuertes. Si es que era su ex.
—María Magdalena era una mujer normal y corriente —explicó Jesús, un poco más tranquilo.
—¿Cómo la conociste? —pregunté.
—Ella y su hermana Marta me acogieron en su casa. Y me lavó los pies.
¿María Magdalena hacía pedicuras? Tonterías, nada de eso existía en aquella época.
—Y luego me los secó con sus cabellos.
Vaya… pues ya son ganas.
—A partir de aquel día, María Magdalena formó parte de mi séquito —dijo Jesús sonriendo.
Noté que los celos me reconcomían ante aquella sonrisa. Un sentimiento especialmente absurdo si lo tienes por Jesús. Además, aún tenía en la cabeza a la María Magdalena danzarina de Jesucristo Superstar.
Con todo, no conseguí sacudirme los celos de encima. Por lo visto, mis sentimientos no estaban tan K.O. como me habría gustado. Tenía que saber si María Magdalena también había compartido su cama, pero ¿cómo preguntarlo de la manera más discreta posible?
—Y vosotros y el resto del séquito…, ejem…, ¿dormíais en cuevas… donde… teníais que daros calor mutuamente?
No muy discreta que digamos.
Jesús movió la cabeza.
—María Magdalena y yo nunca yacimos juntos.
Como siempre decía mi hermana: Platón era un perfecto idiota.
—María me había dicho… —siguió explicando Joshua, pero luego se interrumpió.
—¿Qué te había dicho? —pregunté.
No quiso contestar.
Volvía a tener los ojos muy tristes. En aras de su misión, no había renunciado sólo a su familia. También al amor. Demasiada renuncia, en mi opinión.
Jesús ya se había acabado el helado y tenía una mano sobre la mesa. De nuevo quise cogérsela para consolarlo. Aquella vez no me corté. Me daba igual que fuera el Hijo de Dios; para mí, en aquel momento sólo era un hombre triste que me gustaba mucho. Quizás demasiado. Mi mano se acercó a la suya. Él se dio cuenta y retiró la mano serenamente de la mesa. No quería que lo consolaran. No yo.
Él tampoco era capaz de consolarse, seguía poniendo cara de pena. Puesto que no me gustaba verlo así, pensé en cómo podría distraerlo de sus recuerdos. Jesús quería ver cómo vivía la gente actualmente. Por lo tanto, teníamos que ir al sitio donde más vida había en todo Malente.
—Ya sé qué voy a enseñarte ahora —dije sonriendo.
—¿Qué? —preguntó intrigado.
—¡Salsa!