Capítulo 25

—¿Siempre que sales pasas el rato en la iglesia? —preguntó Jesús cuando consiguió reprimir un poco la tristeza.

—Bueno…, no siempre —contesté, lo cual, hablando con rigor, no era mentira, puesto que «no todas» también podía significar «ninguna».

—Me gustaría pasar la noche como tú sueles hacerlo —aclaró Jesús.

Estupendo. Pero ¿qué hacía yo normalmente por las noches? Seguro que Jesús no quería hacer zapping conmigo, pasando por todos los canales y exasperándose con los concursos telefónicos de llama y gana: ¿Cuál es la capital de Alemania? ¿Berlín o Lufthansa?

Tampoco me parecía buena idea llevarlo a mi refugio favorito. ¿Cómo le explicaría la sección de «para mayores de 18 años» del videoclub de Michi?

Así pues, tenía que ser algo poco comprometido: por ejemplo, ¡comer un helado en la mejor heladería del mundo! Estaba en plena zona peatonal de Malente. Para recrear el ambiente mediterráneo, el propietario incluso había amontonado un poco de arena fuera, lo cual provocaba constantes peleas con los amos de los perros.

—Éste es el mejor invento de nuestro tiempo —dije señalando las copas de banana boat que nos habían servido.

—Pues no dice mucho en favor de vuestro tiempo —comentó Jesús, al que no le habrían ido nada mal unas cuantas clases particulares de ironía.

Engullimos y callamos. Durante un rato bastante largo. Me resultaba incómodo. Por lo tanto, intenté reiniciar la conversación con naturalidad.

—¿Así que vives con Gabriel?

—Sí —contestó escuetamente, pero con amabilidad.

—¿Está bien tu habitación en casa de Gabriel?

—Sí.

Tenía que dejar de hacer preguntas que pudieran contestarse con un simple «sí» o un simple «no».

—¿Qué te parece Malente?

—Está bien.

¡Arrgggg! La conversación siguió el camino de las cosas terrenales y murió. El silencio se hizo entonces más largo. Cada minuto se extendía infinitamente. Me habría gustado poner punto final a nuestro encuentro porque no sabía de qué podía hablar con el Mesías. Pero, entonces, probablemente habría sido la primera mujer que había dejado plantado a Jesús en una cita. ¿O no lo sería? No estaría mal saber si alguien se lo había hecho antes. Por ejemplo, María Magdalena. Pero ése tampoco era un tema de conversación agradable en aquellos momentos.

—De acuerdo —me ofrecí finalmente—, tú quieres saber cómo vivo. Pues pregunta. Cualquier cosa. Algo que quieras saber.

—De acuerdo —dijo Jesús—. ¿Eres virgen?

Se me atragantó un trocito de helado.

—¿Có… cómo se te ha ocurrido precisamente eso? —dije tosiendo.

—Bueno, no tienes hijos.

—Cierto.

—Y ya eres vieja.

Vaya, muchas gracias.

—Muy, muy vieja.

También le hacían falta unas cuantas clases particulares en cuestiones de galantería.

—En Judea, las mujeres de tu edad ya eran abuelas. O estaban enfermas de lepra.

Al oír la palabra «lepra» aparté a un lado mi copa de helado banana boat. ¿Cómo podía explicarle por qué no tenía hijos? ¿Tenía que hablarle de Marc y de que quise atropellarlo después de que me fuera infiel? ¿O del método anticonceptivo que usaba y que tenía un 94 por ciento de fiabilidad, lo que, a mis ojos, era un 6 por ciento demasiado poco?

No, eso sería demasiado bochornoso y desagradable en exceso. Seguramente me juzgaría y me diría que ardería en el infierno. Lo único positivo sería que la cita muy probablemente tocaría a su fin.

Pero, antes de que pudiera replicar nada, vi acercarse a unos compañeros del equipo de fútbol de Sven. Después de la historia en la iglesia, no me dirían nada bueno. Y, sobre todo, no quería que Jesús se enterara por ellos de lo que le había hecho al pobre Sven. ¡Tenía que evitarlo a toda costa!

—Vámonos —le pedí a Jesús.

—¿Por qué?

—Anda, vámonos.

—Pero aún no me he acabado el banana boat.

Era chocante oír decir a Jesús «banana boat».

—No es obligatorio comérselo todo —repliqué impaciente.

—Pero es que está muy bueno.

—¡A la mierda el helado! —renegué.

Jesús me miró sorprendido. Pero ya era demasiado tarde: los compañeros de Sven nos rodeaban. Eran cuatro jugadores de fútbol típicos, todos treintañeros. Con las piernas arqueadas. Y un aliento a alcohol con el que se podría haber esterilizado instrumental médico.

El delantero, un tío bajito con una lengua muy afilada, me abroncó:

—Le has partido el cora…

—Largaos —lo corté.

—¿Te estropeamos la cita? —preguntó el centrocampista, al que, por lo visto, nadie le había dicho que aquel peinado hortera no le quedaba bien ni a Don Johnson en Miami Vice.

—Eres una mala puta —remató el defensa, un tiarrón al que todos en el club llamaban «ni humano, ni animal, sólo el número cuatro».

—¡Grrrrr! —gruñó el portero asintiendo. Aquel tío había recibido demasiados pelotazos en la cabeza durante su carrera deportiva.

Miré a Jesús y me pregunté atemorizada si me estaría juzgando. Los sentimientos de culpa hacia Sven, que también había sentido cuando estuve a punto de ahogarme en el lago, volvieron a aplastarme.

Jesús se levantó y proclamó, igual que en la Biblia:

—El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra.

—¿Tenemos que arrojar piedras? —preguntó el defensa gigante.

—No sería mala idea —comentó el delantero con malicia.

—Grrrrr —gruñó el portero, conforme.

Sí, mi querido Jesús, los tiempos han cambiado. Los futbolistas iban tan borrachos que me habrían lapidado sin problemas. Supuse que, con semejante trompa, algunas piedras no me tocarían, pero me espanté igualmente.

—Tendríamos que irnos —le dije a Jesús al oído.

—Antes nos acabaremos el helado —dijo; él seguía en sus trece, pero el portero ya había cogido una piedrecita con la mano.

—Lo siento mucho, pero me parece que con tu postura de «pon la otra mejilla» no iremos muy lejos —le advertí.

—No voy a poner la otra mejilla —aclaró Jesús.

Madre mía, ¿no pretendería secarlos a todos?

Sin embargo, no hizo nada parecido, sino que, en silencio, escribió algo con los dedos en la arena. No conseguí descifrarlo, para mí eran jeroglíficos ilegibles. En cambio, los futbolistas clavaron la mirada en la arena. Durante mucho rato. Luego se marcharon corriendo, espantados. Jesús sopló y borró lo escrito.

—¿Qué… qué has escrito? —pregunté.

—Todos han podido leer en la arena sus peores pecados —dijo Jesús sonriendo.

Al parecer, les había arrancado los pensamientos.

Oh, Dios, ¿también había visto lo que yo le había hecho a Sven?

Jesús contempló mi cara, atormentada por los sentimientos de culpa.

—No temas, Marie, no he leído tus pecados en tus recuerdos. Sólo lo he hecho con ellos. Por eso no has podido descifrarlos.

Uffff.

—¿Qué es el sadomaso? —preguntó Jesús.

Y yo me pregunté en qué futbolista lo había leído. Y cómo podía contestar la pregunta sin ponerme colorada.

—¿Qué significa «fraude fiscal»? ¿Y qué quiere decir «aparcar a mamá en un asilo roñoso»?

No sabía qué pregunta tenía que contestar primero ni si podría. Entonces decidí que sería mejor explicarle lo que había ocurrido con Sven. Lo mal que me supo plantarlo en el altar, pero que no podía hacer otra cosa porque no lo amaba lo suficiente y que le había roto el corazón. Y lo culpable que me sentía por ello. Seguramente no me lo perdonaría en la vida.

—¿Vas a juzgarme? —pregunté atemorizada.

—No —contestó—. ¿Y sabes qué significa eso?

—¿Que yo tampoco tengo que juzgarme? —pregunté con la esperanza de perder los cargos de conciencia.

—Ejem… —carraspeó, buscando las palabras adecuadas.

—Te referías a otra cosa, ¿verdad? —pregunté insegura.

—En realidad, quería decir que no vuelvas a hacerlo.

—Ajá —dije desilusionada, y concluí—: No pensaba volver a plantar a nadie en el altar.

—Eso está bien —declaró Jesús y, después de reflexionar un momento, añadió—: Pero también es muy buena idea que tú misma te perdones.

—¿Sí?

Estaba sorprendida.

—Se me tendría que haber ocurrido a mí —explicó—. Me has enseñado algo.

Me sonrió agradecido. Eso estuvo bien. Su sonrisa templó mi corazón. Tanto como el hecho de que por fin podía perdonarme por el asunto de Sven.