Capítulo 24

«¿Qué hay que ponerse para salir con Jesús?». Me planteé la pregunta después de haberme duchado y lavado los dientes. Me encontraba delante del armario, buscando la ropa más decente y recatada que pudiera encontrar. Una blusa, un jersey para ponerme por encima y unos pantalones anchos negros. La última vez que me vestí tan casta fue el día de la confirmación. El primer problema ya estaba solucionado, pero el segundo seguía pendiente: ¿qué se hacía con alguien como Jesús?

Me habría gustado mucho hablar del tema con mi hermana, pero me había dejado una nota diciendo que se iba a dibujar al lago. Y que no me preocupara, los resultados de la revisión eran buenos.

¿Quién sabe qué me habría recomendado Kata? Seguramente algo del estilo: «Enséñale a unos cuantos enfermos de cáncer y pregúntale sobre el amor de Dios por la humanidad».

Me pregunté si no habría que hacerlo realmente y si por una pregunta así te caería una buena bronca. Y si, dado que Jesús existe, también existiría el infierno. Y si, a fin de cuentas, había que meditar en ello si querías seguir durmiendo bien por las noches.

En aquel momento, mi padre entró en el cuarto.

—¿Podemos hablar? —dijo.

—Tengo que irme —contesté, confiando en rehuir una conversación tipo «Swetlana no es como tú crees».

—Swetlana no es como tú crees —dijo mi padre.

Suspiré y pregunté:

—Vaya, ¿es todavía peor?

Los ojos de mi padre reflejaron tristeza. Es impresionante lo tristes que pueden ponerse unos ojos cuando pertenecen a un hombre mayor.

—Quiere mucho a su hija.

—Pues qué bien —contesté mordaz. Como si aquello pudiera cambiar algo.

—¿Tanto te cuesta imaginar que alguien me quiera? —inquirió.

—No, ¡pero sí que te quiera una mujer como ésa! —repliqué con demasiada sinceridad.

Guardó silencio. Por lo visto, sabía perfectamente que yo tenía razón. Pero entonces dijo:

—Si me hace feliz, da igual que me quiera, ¿no?

Hay enamorados que hacen preguntas aún más desesperadas. Pero no muchos.

Habría sacudido a mi padre hasta que la parte del cerebro donde estaba guardada Swetlana le saliera por la oreja. En vez de eso, le acaricié la mejilla, envejecida y arrugada. Pero él me apartó la mano y dijo con determinación:

—Si no eres capaz de llevarte bien con Swetlana, tendrás que marcharte de casa.

Se fue y yo me quedé hecha polvo: mi propio padre me amenazaba con ponerme de patitas en la calle.

Al irme, pasé por delante de la cocina, donde Swetlana y el monstruo de su hija jugaban con un rompecabezas. Swetlana parecía feliz, mucho menos amargada de lo que la había visto hasta entonces. Como si se hubiera quitado un peso del corazón. O bien porque ya estaba en Alemania con su hija y podía saquear la cuenta corriente de mi padre o bien porque la niña se había curado de la epilepsia. Seguramente, por ambas cosas. Me quedé parada porque entonces tuve muy claro que el día anterior habíamos sido testigos de un milagro. Me embargó un profundo respeto. Quizás debería decirle a Swetlana que su hija estaba curada para siempre. Eso nos uniría humanamente. Podríamos tirar por la borda todas las disputas. El milagro de Jesús nos fundiría en una comunión…

Entonces, la niña me vio y me sacó la lengua. Yo le hice un gesto con el dedo corazón y salí de casa.

* * *

Había quedado con Jesús en la pasarela donde nos habíamos sentado por la mañana. Para mucha gente, semejante encuentro habría sido una experiencia fantástica; bueno, quizás no para Osama bin Laden. Porque entonces se habría dado cuenta de que había pasado la última década viviendo en cuevas afganas sin sanitarios para nada de nada. Pero yo sólo era Marie, de Malente, ¿de qué iba a hablar con él alguien como yo? Me sentía abrumada.

Llegué a la pasarela; Jesús ya estaba allí, de pie hacia el sol poniente. La escena era tan fantástica que Miguel Ángel seguramente se habría replanteado el proyecto de la Capilla Sixtina si la hubiera visto. Jesús llevaba la misma ropa de siempre, que nunca se le ensuciaba; debía de ser uno de los lados prácticos de ser el Mesías. Por la mañana, mi corazón había dado saltos de alegría al verlo, pero ahora sólo me sentía muy intimidada.

—Hola, Marie —me saludó Jesús.

—Hola…

Me costaba decir «Jesús» y, por lo tanto, lo dejé en «Hola» y me abroché el botón superior de la blusa. Mis sentimientos hacia él seguían por los suelos, noqueados.

—¿Qué haremos? —preguntó.

—Yo… Primero te enseñaré un poco Malente —propuse tímidamente.

—Bien. —Jesús sonrió.

La cosa funciona, pensé.

* * *

Llevé a Jesús a la otra iglesia protestante del pueblo. Donde se habían casado mis padres. Un templo, pensé, sería lo más adecuado para aquella cita. Seguro que mucho mejor que una visita al club de salsa.

—¿Vienes a menudo? —se interesó Jesús cuando entramos en la iglesia, pequeña y sin muchas pretensiones.

¿Qué tenía que contestar? ¿La penosa verdad? ¿O una mentira? Pero seguro que mentir a Jesús no era aconsejable, sobre todo si el infierno existía realmente.

—A veces —contesté. Me pareció que el enfoque correcto para controlar la situación era no mojarme.

—¿Y cuál es tu oración preferida? —preguntó Jesús con curiosidad.

Ay, madre mía, no me sabía ninguna de memoria. Pensé a toda prisa y contesté:

—Bendícenos, Señor, y bendice estos alimentos que por tu bondad vamos a tomar.

—¿Coméis en la iglesia? —preguntó Jesús asombrado.

Dios, qué bochorno. Decidí cerrar la boca antes de volver a meter la pata. Deambulamos en silencio hacia el altar. Jesús no podía estar muy contento viendo todos aquellos crucifijos (seguro que le despertaban recuerdos), pero parecía muy feliz de que en aquella casa se venerara a Dios.

Sólo que… yo no era un hacha en veneraciones. Y por eso me sentía un poco mal. ¿Cómo resistiría toda la noche?

Jesús contempló las pinturas que había en las paredes mientras yo miraba desesperadamente al suelo y pensaba que ya podrían fregar la iglesia de vez en cuando.

De repente, Joshua soltó una carcajada.

—¿Qué pasa? —pregunté intrigada, levanté la vista del suelo sucio y lo miré.

—No se parece en nada a mi madre.

Señaló una de las imágenes de María, en la que ostentaba una aureola y parecía tallada en ébano. María en el establo con el Niño Jesús en brazos.

—Tenía más arrugas —dijo Jesús sonriendo.

Nada extraño, teniendo en cuenta las circunstancias familiares, pensé.

—Y la piel más oscura.

Sí, a la Iglesia no le va la gente de las tierras del sur.

—No lo tuvo fácil —prosiguió Jesús—. Nada fácil. Al principio, todos la tomaban por loca.

Miré a san José, que estaba junto a María, y pensé que, al principio, seguro que él estaba entre los primeros de la lista de los que la tenían por loca. Va la mujer y le dice a un hombre con el que nunca había tenido relaciones sexuales: «Eh, tú, José…, ejem…, no te vas a creer lo que me ha pasado…».

Jesús se dio cuenta de que estaba observando a José y explicó:

—José iba a deshacer el compromiso con discreción para que la deshonra no cayera sobre María. Pero luego se le apareció un ángel en sueños y le dijo quién se estaba formando en el seno de María. Y que tenía que tomarla por esposa.

Un hombre que contrae matrimonio con una mujer embarazada. Honroso. Hoy en día, tampoco lo hace nadie.

—A partir de entonces me aceptó con amor y me educó como a un hijo —continuó explicando Jesús.

—¿Cómo se educa a Jesús? —pregunté sorprendida.

—Con severidad. José me prohibió salir a la calle durante bastante tiempo.

—¿Qué habías hecho?

—Un sábado, cuando tenía cinco años, moldeé doce gorriones de barro.

—¿Y qué tenía eso de malo?

—Que no se puede hacer en sábado. Y que di vida a los gorriones.

Sí, seguro que a María y a José no les fue fácil explicarlo a los vecinos.

—Además, hice que el hijo de Anás se secara como la rama de un sauce.

—¿¡¿Qué?!? —grité estupefacta.

—Estábamos jugando en un arroyo. Con la fuerza de mi voluntad, había desviado el agua a unos pequeños pozos y él destrozó las balsas con una rama de sauce. Entonces lo maldije y se secó.

Uf…, que José lo castigara con arresto domiciliario fue bastante leve. Casi antiautoritario. Seguro que las madres de Nazaret se acostumbraron a decir a sus hijos: «Ese Jesús no pone un pie en mi cabaña».

—Pero a los seis años le salvé la vida a un niño. Mi amigo Zenón se cayó de la terraza y murió, y yo lo resucité al momento —sonriendo satisfecho, Jesús añadió—: Tenía miedo de que me echaran la culpa de su muerte.

Por lo visto, Jesús no desarrolló su altruismo hasta un poco más tarde.

—También tuve una discusión con un maestro —prosiguió; le había cogido la vena narrativa—. Aquel hombre no sabía enseñar. Se lo dije y me regañó…

—¿Hiciste que se secara? —pregunté atemorizada.

—No, claro que no.

Respiré con alivio.

—Lo dejé inconsciente.

¿Por qué no te explican esas historias en las clases de confirmación? Con ellas conseguirían despertar el interés de los adolescentes por Jesús.

Jesús contemplaba de nuevo la imagen de sus padres y señaló:

—José tenía el rostro mucho más curtido, por el sol…, las fatigas…

Contemplé a María y a José más detalladamente. De hecho, era la primera vez que miraba tan minuciosamente una pintura en una iglesia. Seguro que lo tuvieron difícil para educar a Jesús. Pero ¿y lo difícil que debió de ser para el niño? A los cinco años ya sabía que no era como los demás críos. Y seguro que algún día se enteró de que su padre de rostro curtido no era su verdadero padre.

Me dio pena, el pequeño Jesús.

Y el Jesús mayor lo notó enseguida.

—¿Te ocurre algo, Marie?

—No…, no… Es sólo que seguramente no lo tuviste fácil de niño. Solo. Sin amigos.

Jesús se sorprendió de que alguien lo compadeciera.

Normalmente era él quien mostraba compasión, incluso por personas que habían atracado tiendas de Telekom. Por eso mi observación lo confundió por unos momentos. Luego se repuso y dijo:

—Tenía a mis hermanos.

—Hermanos… ¡Yo creía que María era virgen! —solté.

—En vuestra sociedad, ¿no es también de mala educación hablar de la vida amorosa de vuestros mayores?

Yo pensaba que los mayores de nuestra sociedad (especialmente mi madre) hablaban demasiado de su vida amorosa, pero preferí guardármelo.

—Perdona —dije entonces tímidamente.

—Mis hermanos nacieron después de mí.

—O sea que, después, María… —pude frenarme justo antes de que las palabras «tuvo sexo» salieran de mi boca.

—Piensas con mucha lógica —dijo Jesús, y creí notar un deje de burla en su voz.

Luego me explicó que había tenido hermanos y hermanas. A uno de ellos, Jacobo, también le había salvado la vida. Le había picado una víbora. El pequeño Jesús acudió enseguida y sopló en la herida. Jacobo se levantó curado y la víbora reventó.

¡La víbora reventó! Seguro que Jesús fue el hermano mayor más enrollado del mundo.

—¿Por qué no se habla de tus hermanos en la Biblia? —pregunté.

—Se les menciona brevemente, pero… —Jesús se interrumpió.

—¿Pero…?

—No siguieron mi camino —explicó decepcionado.

O sea que Jesús había perdido a sus hermanos por cumplir su misión. Saltaba a la vista que aquello aún lo entristecía. Le habría cogido la mano para consolarlo. Pero habría quedado ridículo, claro. Era el Hijo de Dios y no necesitaba consuelo. Y menos aún de mí.