Entretanto
Gabriel llevó a Joshua a la habitación de invitados, le curó las heridas y, muy preocupado, lo veló junto a la cama hasta que se durmió. ¿Por qué se había mezclado el Mesías con Marie? Gabriel no llegó a ninguna respuesta viable y acabó volviendo con la madre de Marie, que estaba acurrucada en la cama. Para un antiguo ángel, aquella visión era increíble: durante décadas, había deseado unirse a ella, y el sueño por fin se había hecho realidad. Se le escapó una sonrisa de satisfacción. Los ángeles sabían de siempre que Dios tenía un curioso sentido del humor, pero hasta entonces el sentido del humor de Dios no se había desplegado en toda su amplitud para Gabriel: que la gente practicara el sexo siguiendo el principio de darle al serrucho era una broma exquisita del Todopoderoso.
Y una actividad maravillosa.
Lo terrible era que el mundo pronto tocaría a su fin y las posibilidades de que la adorada de Gabriel entrara en el reino de los cielos tendían a ser nulas. Había intentado convertir a Silvia, pero ella había dejado la Biblia en la mesilla de noche y le había lamido el lóbulo de la oreja. Entonces, él había olvidado por completo que quería convertirla.
Sin embargo, aunque su gran amor consiguiera entrar en el reino de los cielos, Gabriel dudaba de que en el reino de Dios estuviera previsto aquel maravilloso mecanismo de sierra.
—¿Qué miras tan preocupado? —le preguntó la madre de Marie.
Gabriel le quitó importancia diciendo que todo iba bien y le dio un beso.
—¿Es por el carpintero? —Silvia no aflojaba; al fin y al cabo, era psicóloga.
Gabriel reflexionó: no podía ponerla al corriente de nada. No podía decirle que, antes de desplazarse a Jerusalén para la gran batalla entre el bien y el mal, Jesús quería estar de nuevo entre los hombres para ejercer una última vez su querido oficio de carpintero, que el Mesías había ido con ese objetivo a casa de Gabriel, porque era el ángel a quien Jesús más estimaba, y que Gabriel había avisado a Jesús de cuánto habían cambiado los tiempos y de que estar entre los hombres no le depararía mucha alegría, pero que el Mesías era un tipo muy, muy terco, al que no podías hacer cambiar de opinión cuando se le había metido algo en la cabeza (los rabinos cantaban al respecto una canción de lamento en los templos). Y Gabriel tampoco podía confesar a Silvia que Jesús había tenido una cita precisamente con su hija.
¿Qué quería Jesús de Marie?
—¿Contestarás hoy a mi pregunta? —insistió Silvia.
Gabriel se volvió hacia ella.
—El carpintero es un gran hombre —se limitó a decir.
—Seguro que no la tiene tan grande como tú —respondió mi madre sonriendo satisfecha, y Gabriel se puso colorado.
Una cosa estaba clara: en los días que le quedaban al mundo para continuar existiendo en su forma actual, seguro que no se acostumbraría a los comentarios picantes sobre su serrucho.
Silvia empezó a besarle de nuevo. Sí, claro que le interesaban los problemas de Gabriel, pero hacía demasiado que no tenía a un hombre a su lado. Ya habría tiempo para conversaciones psicológicas.
Gabriel respondió a sus cariñitos a medio gas. Pensaba en Joshua. Le esperaba una gran tarea. Tenía que erigir el reino de Dios en la Tierra. Y nadie podía molestarle. Aunque una persona tan normal y corriente como Marie no podía echar a perder el fin del mundo, ¿no?