—¡¡¡Scotty!!! ¡Sácanos de aquí! —gritó Kirk.
—Pero, capitán…
—¡Nada de peros! ¡Se cree en serio que es Jesús! —insistió Kirk.
—¡Pero no podemos desaparecer sin más!
—¿Por qué no? —Kirk estaba a punto de perder los estribos.
—Porque está herido.
Kirk se quedó pensando: Scotty tenía razón, no podían dejar solo a Joshua en aquel estado.
Pero eso no le gustaba a Kirk.
—¿Scotty?
—¿Sí, capitán?
—Hay algo que siempre he querido decirte.
—¿Qué?
—¡Eres un incordio!
* * *
Observé a Joshua, que apenas se sostenía en pie y tenía el labio sangrando.
—Seguramente querrás saber por qué estoy aquí —dijo en tono sereno.
No, ¡no quería saberlo! No me interesaba saber de qué manicomio se había escapado. Por lo tanto, contesté:
—No hables, tienes que recuperarte. Te llevaré a casa de Gabriel.
—No hace falta, puedo ir solo —dijo Joshua, y confié en que fuera cierto; lo único que yo quería era alejarme de él cuanto antes.
Anduvo dos pasos y se desplomó. ¡Mierda!
Sven le había dado más fuerte de lo que yo creía. Lo sostuve todo el camino hasta la casa parroquial.
—He vuelto al mundo porque… —insistió Joshua.
—¡Chist!
No quería oírlo. Con la locura que ya había en mi vida, me bastaba y me sobraba. No me hacía falta añadir la suya.
Llamé a la puerta y Gabriel me abrió vestido con camiseta imperio. Una visión que me habría encantado ahorrarme.
Gabriel me ignoró, ver a Joshua de aquella manera le afectó profundamente.
—¿Qué le has hecho? —preguntó.
—En el asalto número doce, le he propinado un magnífico gancho de izquierda —contesté mordaz.
—No es momento de impertinencias —replicó Gabriel, y su voz sonó infinitamente más severa que en las clases de confirmación.
Le expliqué lo que había ocurrido. Gabriel me miró furioso, me llevó aparte y masculló:
—¡Deja en paz a Joshua!
—Con mucho, mucho, mucho, mucho, mucho, mucho y quinientas veinticuatro veces más mucho gusto —contesté, también mascullando.
Gabriel entró a Joshua medio grogui en casa. Entonces me fijé en tres cosas muy extrañas. En primer lugar, Gabriel trataba a Joshua con la misma solicitud que un sirviente a su señor. En segundo lugar, Gabriel tenía dos cicatrices enormes en la espalda. Y en tercer lugar, oí una voz que decía «¿Qué pasa?», y esa voz se parecía un montón a la de mi madre.
Me acerqué a toda prisa a una ventana, miré dentro de la casa parroquial y, efectivamente: por allí andaba mi madre. En ropa interior.
Entonces recuperé la sobriedad.