Joshua y yo salimos del restaurante y caminamos un rato en silencio por la orilla del lago hacia el centro de la ciudad. Esa vez, el silencio no me molestó. Contemplaba con Joshua la puesta de sol. En el lago de Malente no era tan impresionante como en Formentera, pero sí lo bastante bonita para disfrutar de unos momentos fantásticos.
Joshua me desconcertaba: a veces quería huir de él, a veces sólo escuchar su voz, a veces notaba el irreprimible impulso de tocarlo. Y no tenía muy claro si él también sentía ese impulso. Considerándolo de manera objetiva, no me había dado ningún motivo para pensarlo. En ningún momento me había escaneado el cuerpo de arriba abajo ni había insinuado nada. ¿Por qué no? ¿Tan poco atractiva me encontraba? ¿No era lo bastante buena para él? ¿Qué se había creído? Siendo carpintero, ¡seguro que él tampoco era el objeto de deseo más valorado en el mercado de singles!
—¿Por qué me miras tan enfadada? —preguntó Joshua.
—Nada, nada —respondí avergonzada—. Es sólo que, a veces, pongo cara de amargada.
—Eso no es cierto —replicó—. Tienes una cara afable.
Lo dijo sin rastro de ironía. De hecho, estaba anacrónicamente falto de ironía. En ningún momento me había dado la sensación de que sus acciones o gestos parecieran artificiales, estudiados o efectistas. Seguramente creía que yo tenía una cara afable. ¿Era un cumplido? Al menos era mejor que el eterno «amo todos tus kilos» de Sven.
Sonreí. Joshua me devolvió la sonrisa. Y lo interpreté favorablemente como una insinuación.
* * *
Callejeamos por el centro y al pasar por delante de un bar oímos que la peña berreaba el estribillo de la canción Wahnsinn de Wolfgang Petry: «Locura: ¿Por qué me mandas al infierno?».
Joshua se alarmó al oírlo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Es una canción de Satanás.
Antes de que pudiera replicarle, se precipitó dentro del local, que se llamaba Poco-Loco. Me apresuré a seguirlo. En el bar había unas veinte personas, hombres y mujeres jóvenes, tipo empleados de banco, delante de una máquina de karaoke. Los hombres se habían aflojado la corbata y las mujeres se habían quitado la chaqueta. El ambiente era relajado, todos cantaban y se bamboleaban. Era una de esas fiestas de karaoke que sólo podía montar la gente que tiene que pasarse el día peleando con formularios para efectuar transferencias.
Joshua estaba perplejo. No le gustaba la gente que cantaba cosas «demoníacas» y bailaba alrededor de algo.
—Es como si bailaran alrededor del becerro de oro.
—Tampoco hay que exagerar —refunfuñé—. Sólo es un karaoke. No un becerro de oro. Y escuchar las canciones de Wolfgang Petry es un infierno, pero nada más.
Me acerqué al empleado de banco que tenía el micro en la mano y le pregunté:
—¿Me lo pasas?
Mientras el hombre, tipo vendedor engominado de productos estándar, aún se lo estaba pensando, le arranqué el micro de las manos y se lo pasé a Joshua.
—¿Qué quieres cantar? —le pregunté.
Dudó, no sabía exactamente qué quería de él.
—Es divertido —lo animé—. ¿Cuáles son tus canciones favoritas?
Joshua se decidió por fin y contestó:
—Me gustan mucho los salmos del rey David.
Eché un vistazo al programa del karaoke y repliqué:
—Vale, te pongo La bamba.
Pulsé el botón y el karaoke se puso en marcha; Joshua no pillaba la onda, aunque se esforzaba: era evidente que quería complacerme. Cantó de mala gana un trozo de La bamba, pero al llegar lo de «Soy capitán, soy capitán» dejó el micro. Aquello no estaba hecho para él. Y me supo mal haberlo obligado.
El empleado de banco engominado se me acercó y me preguntó:
—¿Qué, ya habéis acabado de aguarnos la fiesta?
Miré a mi alrededor, vi las caras crispadas de los empleados y corroboré:
—Eso parece.
Iba a devolverle el micro cuando Joshua intervino:
—Me gustaría cantar. ¿No hay nada más tranquilo en esa máquina?
—No queremos una canción tranquila —exclamó el del banco—. ¡Queremos 99 Luftballons!
Vi que Joshua se proponía realmente cantar. Por lo visto, no quería decepcionarme. ¡Qué ricura!
Así pues, aparté al hombre del banco y le susurré:
—Déjale cantar o te doy una patada donde tú ya sabes y los 99 globos se quedarán en 97.
—Bueno, una canción más calmada no puede hacernos daño —contestó entonces acojonado.
Me acerqué a la máquina, busqué en el catálogo de canciones y encontré Dieser Weg de Xavier Naidoo. Joshua cogió el micrófono y se puso a cantar con su maravillosa voz.
—«El camino no será fácil. El camino será pedregoso y difícil. Con muchos no te entenderás. Pero la vida ofrece mucho más».
Cuando acabó, media entidad bancaria de Malente lloraba.
Y gritaron:
—¡Otra, otra, otra!
Una chica muy fina se acercó a Joshua y le propuso:
—¿Por qué no cantas We Will Rock You?
—¿Trata de una lapidación? —preguntó Joshua perplejo.
Pero no estaba ni la mitad de perplejo que aquella chica y yo.
* * *
Volví a ojear el catálogo y sólo encontré títulos que me parecieron muy poco adecuados para Joshua, como Do You Think I’m Sexy, Bad o Hasso, la de Mi perro es gay, de Die Prinzen.
—¿Por qué no nos vamos? —le sugerí.
Pero los empleados de banco estaban tan fascinados con él que no querían dejarlo marchar.
—¿Puedo cantar un salmo? —les preguntó Joshua.
El engominado contestó:
—Pues claro, sea lo que sea un salmo.
Joshua se lo enseñó. Cantó un salmo maravilloso que escogió (en apariencia inconscientemente) para los banqueros, con los versos: «Si abundan las riquezas, no apaguéis vuestro corazón».
Cuando acabó, los empleados de banco aplaudieron con entusiasmo. Y gritaron «¡bravo!», «¡otra!» y «todos queremos más…».
Así pues, Joshua cantó otro salmo. Y, animado por los banqueros, otro. Y otro más. En total, ocho, hasta que el bar cerró. El camarero, profundamente conmovido, se negó a cobrarnos el vino (incluso los empleados de banco se habían pasado de las caipiriñas al vino) y todos se despidieron de Joshua agradecidos. Al echar la vista atrás hacia los empleados de banco confortados, me dio la impresión de que al día siguiente sus clientes lo tendrían muy fácil con los créditos disponibles.
Joshua me acompañó a casa de mi padre; yo iba contenta y un poco piripi. Hacía mucho que no bebía tanto vino como con aquel hombre (que, sorprendentemente, parecía la mar de sobrio; ¿estaba acostumbrado a beber o su metabolismo era mejor que el mío?). Seguramente, también había sido la velada más extraña que jamás había pasado con un hombre, si exceptuamos la ocasión en que, al encontrarnos en un hotel lleno en Formentera, Sven me dijo que no pasaba nada si compartíamos la habitación con su madre por una noche.
Joshua agradaba a la gente. Y a mí también me agradaba. Pero no estaba del todo segura de que eso fuera mutuo. ¿Me encontraba atractiva? Aún no me había mirado los pechos. ¿Era homosexual? Eso explicaría por qué era tan tierno.
—Ha sido una noche maravillosa —dijo Joshua con una sonrisa.
Oh, ¿sí que me encontraba atractiva?
—He comido, he cantado y, sobre todo, me he reído —explicó Joshua—. Hacía mucho que no había pasado una noche tan maravillosa en este mundo. Y tengo que agradecértelo a ti, Marie. ¡Gracias!
Me miró muy agradecido con sus fantásticos ojos. Casi podías creerte que hacía mucho que no se divertía tanto.
Si querías, también podías interpretarlo como una muestra de interés por mí. ¡Y yo quería! Si las piernas me hubieran temblado un poquito más, habrían bailado el charlestón.
* * *
—¿Quieres entrar un momento? —pregunté sin pensar, y enseguida me espanté: ¿mi maldito subconsciente quería irse a la cama con aquel hombre?
—¿Para qué? —preguntó Joshua, sin ninguna malicia.
No, no podía irme a la cama con él. Sería un error por muchos motivos: por Sven, por Sven y por Sven. Y también por Kata, a la que oiría durante años haciéndome comentarios sobre clavos.
—¿Marie?
—¿Sí?
—Te he hecho una pregunta.
—Sí, es verdad —confirmé.
—¿Y vas a contestarla?
—Claro.
Callamos.
—¿Marie?
—¿Sí?
—Ibas a contestarme.
—Ejem, ¿cuál era la pregunta?
—¿Por qué tengo que entrar? —repitió Joshua suavemente.
Al parecer, realmente no tenía ni idea. De locura. Era tan inocente. Eso aún lo hacía muchísimo más atractivo.
Pero, si no tenía ni idea de lo que yo quería de él, a lo mejor me resultaba fácil escurrir el bulto y librarme de cometer el siguiente error. O peor aún: de recibir calabazas.
Seguro que podía darle un giro al asunto sin problema. Lo único que tenía que evitar con mi cabeza entrompada era responder algo tan capcioso como «tomar un café».
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó de nuevo Joshua.
—Echar un clavo.
—¿Echar un clavo?
¡Maldito vino!
—Eh… quería decir echar un calvo.
—¿Un calvo?
—Sí —dije, y sonreí con una mueca.
—¿Y eso qué es?
Dios mío, ¿cómo iba yo a saberlo?
—Yo…, ejem…, quiero decir poner clavos…, arreglar el tejado —me apresuré a explicar.
—¿Quieres que nos pongamos a trabajar en el tejado?
—¡Sí! —contesté, contenta de haber conseguido dar el giro.
—Pero, a estas horas, despertaremos a tu padre y a tu hermana —señaló Joshua.
—Exacto, ¡y por eso lo dejaremos correr! —exclamé, un poco pasada de rosca.
Joshua me miró extrañado. Yo sonreí tímidamente.
—Bueno, pues entonces echaremos clavos mañana —dijo.
* * *
—¡Lo he oído! —gritó una voz agresiva y pastosa detrás de nosotros.
Me di la vuelta y, por detrás del ciruelo que había en un extremo del jardín, apareció Sven. ¿Me había estado esperando todo el rato delante de casa?
Tenía un aspecto deplorable. Estaba borracho y terriblemente furioso.
—¡Me has engañado! —me gritó.
—No te he engañado —respondí.
—No, claro que no —se burló con acritud—. Me apuesto lo que sea a que te lo has estado montando con ese melenudo.
—Amigo —dijo Joshua en tono tranquilo, y se interpuso entre nosotros—. No le levantes la voz a Marie.
—Tú ya te estás pirando, hippie. ¡O te parto la cara!
—No lo hagas —advirtió Joshua con suavidad. Pero Sven ya le había atizado un sopapo.
—¡Oh, Dios mío! —grité, y miré a Joshua, que se tocaba la mejilla. Por lo visto, Sven le había arreado fuerte.
—Vamos, ¡pelea si eres hombre! —gritó Sven.
Pero Joshua se limitó a quedarse donde estaba, no hizo nada, absolutamente nada. Con la cogorza que llevaba Sven, habría podido darle una paliza, parecía estar en muy buena forma. Además, él no estaba ni de lejos tan borracho como Sven. Pero Joshua no dio muestras de responder a la provocación.
—No pelearé contigo, amigo…
—¡Yo no soy tu amigo! —Sven volvió a atizarle. Esta vez con el puño.
—Ahhh —se lamentó Joshua. Aquello tuvo que dolerle.
—¡Defiéndete! —exigió Sven.
Joshua se limitó a mantener una pose amigable, sin rastro de agresividad. En plan Gandhi. Sven, en cambio, volvió a golpear. Joshua cayó al suelo. Sven se abalanzó sobre él y siguió pegando y pegando, a la vez que gritaba:
—¡Defiéndete, mariquita!
Presa del pánico, pensé: «Sí, Joshua, ¡defiéndete! ¡No dejes que te machaque!».
Pero Joshua no devolvió un solo golpe. Sven continuó moliéndolo a golpes. No pude soportarlo más, agarré a Sven por el cuello y lo aparté de Joshua.
—¡Para ya!
Sven me miró furioso y me echó el aliento a alcohol a la cara. Por un instante temí que me golpearía. Pero no lo hizo. Dejó en paz a Joshua, me dijo «No quiero volver a verte nunca más» y se fue.
Tan fuerte como pude, le grité:
—¡Dalo por hecho!
Luego me volví hacia Joshua, que se incorporó con el labio partido. Me sentí fatal; al fin y al cabo, yo tenía la culpa de que Sven estuviera tan rabioso. Pero también estaba enfadada con Joshua; si se hubiera defendido un poco, no habría salido tan malparado. ¡Y yo no me sentiría tan culpable!
—¿Por qué no te has defendido? —le pregunté, furiosa y cargada de mala conciencia.
—Si alguien te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele también la otra —contestó Joshua serenamente.
Eso me enfureció aún más.
—¿Quién te has creído que eres? —le espeté—. ¿Jesús?
Joshua se irguió entonces temblando ligeramente, me miró a los ojos y declaró:
—Sí, lo soy.