Capítulo 10

—Joshua, ésta es mi hija, Marie —me presentó mi padre, y añadió—: Normalmente no se viste así.

Los ojos oscuros del carpintero eran de mirada grave, como si ya hubieran presenciado lo suyo. Ver aquellos ojos increíblemente dulces me trastocó.

—Buenos días, Marie —dijo con una maravillosa voz profunda, que me perturbó todavía más.

El carpintero me dio la mano para saludarme. Tenía un apretón de manos firme. Y por extraño que pareciera, aquel apretón de manos me causó una profunda sensación de amparo.

—Frblmf… —farfullé. No estaba en condiciones de decir nada razonable.

—Encantado de conocerte —dijo formalmente, ¡pero con qué voz!

—Frddlff —contesté.

—Voy a echarle un vistazo al tejado —explicó.

Y yo respondí con un «Brmmlf» de aprobación.

Me soltó la mano y, de repente, volví a sentirme muy insegura. Quería que volviera a estrechar mi mano. ¡Ya!

Pero Joshua abrió la trampilla con el guizque, bajó la escalerilla y trepó hacia arriba. Tenía una manera de moverse tan vigorosa como elegante, y me sorprendí mirándole el trasero. Cuando el carpintero desapareció por fin en el desván, pude volver a pensar con un poco más de claridad. Dejé que el fantástico trasero siguiera siendo un fantástico trasero, salí a toda prisa de la habitación y llamé a la puerta de la que había sido la habitación de niña de Kata. Mi hermana me abrió en ropa interior y bostezando como un cocodrilo en plena fase de «estoy digiriendo a un pigmeo».

—¿Puedes ir a buscarme ropa? —pregunté.

—¿Quieres que vaya a casa de Sven?

—Es que, si voy yo, podría producirse un crimen de género.

—Con lo furioso que estaba ayer, es muy posible… —convino Kata.

Bostezó otra vez, se estiró para desperezarse y entonces, de repente, se estremeció. Le dolía la cabeza y eso me dio miedo.

Kata vio mi espanto y me tranquilizó:

—No es una recaída. Ayer por la noche bebí vino de garrafa.

Aliviada, quise darle un beso, pero levantó las manos para protegerse.

—Lávate antes de darle un beso a alguien.

* * *

Después de ducharme, me repanchingué en la cocina con una taza de café. Sola. Mi padre se había ido de excursión al Báltico, a pasar el día con Swetlana. Intenté desesperadamente quitarme de la cabeza la idea de que aquella mujer podría ser mi nueva madre. Cuando por fin lo conseguí, medité sobre mi desastrosa vida. ¿Cómo dicen siempre? Hay que aprender de las crisis. Sería ridículo que no supiera aprovechar aquella crisis para encauzar mi destino hacia un nuevo rumbo más feliz. ¡Sí, señor!

Pero ¿y si no lo conseguía? ¿Si yo seguía siendo siempre tan infeliz y desastrosa como ahora?

Mejor pensaba en Swetlana.

Y mejor aún en aquel Joshua.

Tenía un carisma increíble. Y qué ojos, qué voz. Me jugaría lo que fuera a que, si se lo proponía, aquel carpintero sería capaz de conseguir que mucha gente se apasionara por una buena causa… Por ejemplo, por el aislamiento térmico.

¿Qué me había dicho? Que estaba encantado de conocerme. Eso había sonado sincero. Y no me había mirado los pechos como la mayoría de los hombres cuando dicen algo parecido.

Me había tuteado sin pedirme permiso. Pero a lo mejor era porque venía de algún país del sur. De Italia o alguna cosa por el estilo. A lo mejor tenía una casa en la Toscana, que él mismo había construido… con el torso desnudo.

Pero ¿por qué había venido? ¿Tenía dificultades en su país? ¿Quizás problemas laborales?

Caray, no paraba de pensar en un hombre al que, hasta entonces, sólo le había gruñido unos cuantos sonidos.

* * *

El raudal de pensamientos se interrumpió al llegar Kata, que había vuelto con dos maletas llenas de ropa.

—¿Cómo está Sven? —pregunté.

—Como tú.

—¿Hecho papilla?

—Exacto.

Me sentí terriblemente culpable, nunca había hecho tan infeliz a un hombre. Normalmente, los hombres me hacían infeliz a mí. Suspiré y le pregunté a Kata:

—¿Tienes que irte hoy mismo?

Deseaba tanto que se quedara conmigo.

—Será mejor que me quede contigo hasta que vuelvas a estar bien.

—¿Los próximos cien años?

—Lo que haga falta —contestó sonriendo.

La abracé.

—Me estás estrujando —se quejó.

—¡Es lo que quiero! —repliqué cariñosamente.

* * *

Cuando acabé de estrujarla, al cabo de cinco minutos, me cambié de ropa y me alegré de poder ponerme por fin unos tejanos y un jersey. Subimos al piso de arriba, queríamos ir a la habitación de Kata a hacer las cosas que en ese momento más nos interesaban: ella dibujar y yo compadecerme y hundirme en la depresión.

Sin embargo, al pasar por delante de mi cuarto, oí a Joshua cantar en el desván. En un idioma extranjero. No era italiano. Con su voz profunda y realmente conmovedora. Claro que también me habría conmovido si hubiera cantado «¿De dónde llegáis a mí? Del país de Pitufín».

Le dije a Kata que quería coger una cosa y que enseguida la seguiría. Luego fui a mi habitación, trepé por la escalera de la trampilla y llegué al desván.

Joshua acababa de quitar una ventana que no cerraba herméticamente y la estaba dejando en el suelo. Parecía concentrado, pero muy relajado. Por lo visto, era de los que se olvidan de todo mientras trabajan.

Cuando me descubrió, dejó de cantar. Yo tenía curiosidad por saber qué canción cantaba y le pregunté:

—¿Qqqq cccinnn?

No podía continuar así. Desvié la mirada al suelo a toda prisa, me concentré y volví a la carga.

—¿Qué… estaba… cantando?

—Un salmo sobre la alegría del trabajo.

—Ah…, vale —contesté desconcertada. Yo raramente utilizaba las palabras «alegría» y «trabajo» juntas en una misma frase. Y la palabra «salmo», nunca.

—¿Y en qué idioma? —Ya era capaz de mirarlo y pronunciar una frase casi sin errores. El truco consistía en no mirarle a los ojos, profundos y oscuros.

—Hebreo —contestó.

—¿Es su lengua materna?

—Sí, soy de una región de la actual Palestina.

Palestina. No era tan atractiva como la Toscana. ¿Sería Joshua un refugiado?

—¿Por qué se fue? —le pregunté.

—Mi época allí tocó a su fin —respondió Joshua como quien ha aceptado plenamente el rumbo que toman las cosas.

Parecía en paz consigo mismo. Pero increíblemente serio. ¡Demasiado serio! Me pregunté qué tal sería ver reír de verdad a aquel hombre.

—¿Quiere cenar hoy conmigo? —pregunté.

Joshua se quedó asombrado. Pero no tan asombrado como yo por lo que acababa de decir. No hacía ni veinte horas que había plantado a Sven en el altar, ¿y ya quería salir con un tío sólo para verle reír?

—¿Cómo?

—Grdllllff —contesté.

Presa del pánico, pensé si no debería echar marcha atrás, pero me decanté por una huida hacia delante y por una tentativa, más bien deplorable, de ser ingeniosa.

—Seguro que hay algún salmo sobre la comida.

Me miró aún más asombrado. Dios, ¡aquello era penoso!

Nos quedamos callados y yo intenté leer en la cara del carpintero si quería quedar conmigo o me tomaba por una plasta que sabía tanto de salmos como de física experimental de partículas.

Pero su cara era imposible de leer, era tan diferente de todas las demás. Y no sólo por la barba.

Volví a mirar al suelo y ya estaba a punto de murmurar abochornada «Olvídelo», cuando respondió:

—Hay muchos salmos que hablan del pan y de los alimentos.

Levanté la vista hacia él y entonces dijo:

—Me encantaría cenar contigo, Marie.

Y me sonrió por primera vez. Fue tan sólo una ligera sonrisa. O sea, ni de lejos una risa. Pero fue realmente divina.

Con aquella sonrisa podría haberme vendido mucho más que aisladores térmicos.