XXI. DEBAJO DE LA CIUDAD

1

Eso, agosto de 1958

Había ocurrido algo nuevo.

Por primera vez en la eternidad, algo nuevo.

Antes del universo había sólo dos cosas. Una era Eso; la otra, la Tortuga. La Tortuga era una cosa vieja y estúpida que nunca salía de su caparazón. Eso pensaba que quizás había muerto, que estaba muerta desde hacía un billón de años, más o menos. Aunque así no fuera, seguía siendo una cosa vieja y estúpida; aunque la Tortuga hubiera vomitado el universo entero, eso no quitaba que fuera estúpida.

Eso había llegado hasta allí mucho después de que la Tortuga se retirara a su caparazón; allí, a la Tierra, donde había descubierto una profundidad de imaginación que era casi nueva, casi para tener en cuenta. Esa cualidad de imaginación hacía de la comida algo muy excitante. Sus dientes desgarraban carnes tensadas por terrores exóticos y voluptuosos miedos; soñaban con bestias nocturnas y cieno móvil; contra su voluntad, consideraban abismos infinitos.

Con esa sabrosa comida, Eso existía en un simple círculo de despertar para comer y dormir para soñar. Había creado un sitio a su imagen y semejanza y lo contemplaba con favor desde los fuegos fatuos que eran sus ojos. Derry era su corral de matanza; el pueblo de Derry, su ganado. Las cosas habían seguido.

Y entonces… esos niños.

Algo nuevo.

Por primera vez en la eternidad.

Al irrumpir Eso en la casa de Neibolt Street con intención de matarlos a todos, vagamente intranquilo por no haber podido hacerlo hasta entonces (y aquella intranquilidad, por cierto, había sido la primera novedad) había ocurrido algo totalmente inesperado, completamente inconcebible. Y Eso había sentido dolor, dolor, un gran dolor aullante en todas las formas que tomaba. Y por un momento, también había sentido miedo porque lo único que tenía en común con la vieja Tortuga estúpida y la cosmología del macrouniverso, fuera del diminuto huevo de ese universo, era justamente eso: todas las cosas vivientes deben regirse por las leyes de la forma que habitan. Por primera vez, Eso comprendió que, quizá, su capacidad de variar su forma podía ser una desventaja, a la vez que una ventaja. Hasta entonces nunca había sentido dolor ni miedo y por un momento temió morir… oh, su cabeza se había llenado de un gran dolor blanco como la plata y Eso había rugido y gemido y aullado, y los niños, de algún modo, habían escapado.

Pero ahora regresaban. Habían entrado a sus dominios bajo la ciudad: siete niños tontos que avanzaban a tientas, sin luces ni armas. Ahora los mataría, sin duda.

Eso había hecho un gran autodescubrimiento: no quería cambios ni sorpresas. No quería ninguna cosa nueva, nunca más. Sólo quería comer, dormir, soñar y volver a comer.

Después del dolor y de ese miedo breve, brillante, había surgido una emoción nueva (todas las emociones genuinas eran nuevas para él, aunque Eso era un gran mimo de las emociones): la cólera. Mataría a los niños porque, por una casualidad asombrosa, le habían hecho daño. Pero antes los haría sufrir porque por un breve instante le habían hecho sentir miedo.

Venid a mí, entonces —pensaba Eso, escuchando sus pasos—. Venid a mí, niños, y veréis cómo flotamos aquí abajo… cómo flotamos todos.

Sin embargo, había un pensamiento que se insinuaba, por mucho que Eso intentara alejarlo de sí. Era éste, simplemente: si todas las cosas fluían de Eso (tal como había sido desde que la Tortuga había vomitado el universo y quedado desmayada dentro de su caparazón), ¿cómo era posible que alguna criatura de este mundo o cualquier otro lo burlara o lo hiriera, aunque sólo fuera nimia y brevemente? ¿Cómo era posible semejante cosa?

Así, una última novedad había venido a Eso, no ya emoción, sino fría especulación: ¿y si Eso no era lo único, como siempre había creído?

¿Y si había Otro?

¿Y si, más aún, esos niños eran agentes de ese Otro?

¿Y si…, y si…?

Eso empezó a temblar.

El odio era nuevo. El dolor era nuevo. El ver burlados sus propósitos era nuevo. Pero lo más horriblemente nuevo era ese miedo. No el miedo a los niños, porque eso había pasado, sino el miedo de no ser lo único.

No, no había ningún Otro. No podía ser. Tal vez por el hecho de ser niños, su imaginación tenía cierto poder primitivo que Eso había subestimado por un momento. Pero ahora que regresaban, Eso los dejaría venir. Vendrían y Eso los arrojaría, uno a uno, en el macrouniverso…, en los fuegos fatuos de sus ojos.

Sí.

Cuando llegaran allí, Eso los arrojaría, aullantes y demenciales, a los fuegos fatuos.

2

En los túneles, 14.15 h.

Bev y Richie tenían unas diez cerillas, entre ambos, pero Bill no permitió que las utilizaran. Por el momento, al menos, había una vaga penumbra en los desagües. No era gran cosa, pero le permitía ver a un metro veinte hacia adelante; mientras pudiera seguir así, ahorrarían las cerillas.

Supuso que esa poca luz provenía de ventilaciones en las aceras, allá arriba, y quizá de los agujeros redondos para ventilación que tenían las tapas de ingreso. Resultaba extraño pensar que estaban debajo de la ciudad, pero a esas alturas lo estaban, sin duda.

El agua se había vuelto más profunda. En tres ocasiones dejaron atrás animales muertos: una rata, un gatito, algo brillante e hinchado que parecía una marmota. Bill oyó que uno de los otros murmuraba, asqueado, al navegar junto a ellos.

El agua por la que se iban arrastrando era relativamente tranquila, pero todo eso terminaría muy pronto: no mucho más adelante se oía un bramido hueco, incesante, que iba cobrando volumen hasta convertirse en un rugido monocorde. La tubería se desviaba en ángulo hacia la derecha. Cuando giraron en el recodo, se encontraron con tres desagües que vertían agua en aquélla por donde caminaban. Estaban alineadas verticalmente, como las lentes de un semáforo y allí terminaba el tubo que les había servido de entrada. La luz había aumentado, marginalmente; Bill levantó la vista y vio que estaban en un tubo de piedra, cuadrado, de unos cuatro o cinco metros de altura. Allá arriba se veía una rejilla de alcantarilla. El agua caía a baldes sobre ellos, como en una ducha primitiva.

Bill investigó las tres tuberías, desolado. La más alta estaba arrojando agua casi limpia, aunque traía hojas, colillas, envolturas de golosinas, cosas así. La del medio traía aguas residuales. Y de la más baja brotaba un torrente pardo grisáceo, lleno de bultos.

—¡E-e-eddie!

Eddie se puso a su lado, con el pelo planchado contra la cabeza. Su yeso era una masa empapada y chorreante.

—¿Por d-dónde?

Si uno quería saber cómo construir algo, se lo preguntaba a Ben. Si uno quería saber por dónde ir, se lo preguntaba a Eddie. Era algo sobre lo que el grupo no hablaba, pero todos lo sabían. Cuando uno estaba en un vecindario desconocido y quería volver a un sitio familiar, Eddie podía llevarlo a uno de regreso, girando a derecha e izquierda con invariable confianza, hasta que uno se veía reducido a seguirlo con la esperanza de que todo resultara bien… y, al parecer, siempre era así. Cierta vez, Bill había contado a Richie que, cuando había comenzado a jugar con Eddie en Los Barrens, tenía siempre miedo de perderse; Eddie, nunca. Con sus indicaciones los dos salían siempre donde él había previsto. «Si me perdiera en el Amazonas y Eddie estuviera conmigo, no me preocuparía en absoluto —había dicho Bill a Richie—. Él sabe. Mi padre dice que algunas personas son así, como si tuvieran una brújula en la cabeza».

—¡No te oigo! —gritó Eddie.

—Pppregunté por d-d-dónde.

—¿Por dónde qué? —Eddie sujetaba el inhalador con la mano sana. Bill se dijo que no parecía un chico, sino una rata ahogada.

—¿Por d-dónde seguimos?

—Bueno, eso depende de a dónde queramos ir —dijo Eddie.

Bill lo habría cogido por el pescuezo de buen grado, aunque la pregunta era muy lógica. Eddie contemplaba las tres tuberías, vacilante. Por todas ellas podrían pasar, pero la última parecía bastante estrecha.

Bill indicó a los otros que formaran círculo.

—¿D-dónde d-d-diablos está E-e-eso? —preguntó.

—En el medio de la ciudad —respondió Richie, de inmediato—. Bien en el medio de la ciudad. Cerca del canal.

Beverly asintió con la cabeza. Ben y Stan hicieron lo mismo.

—¿M-m-mike?

—Sí. Está cerca del canal. O debajo de él.

Bill volvió a mirar a Eddie.

—¿P-p-por cuál?

Eddie señaló, con desgana, la tubería inferior. El corazón de Bill dio un vuelco, pero eso no le extrañó.

—Por ahí.

—Oh, Dios —protestó Stan, amargado—. Por ahí baja la mierda.

—No sab… —comenzó Mike, pero se interrumpió. Inclinó la cabeza como si escuchara. Sus ojos parecían alarmados.

—¿Qué…? —interrogó Bill.

Pero Mike se cruzó los labios con un dedo. Ahora Bill también lo oía: chapoteos. Se acercaban. Gruñidos y palabras sofocadas. Henry no había renunciado.

—Rápido —indicó Ben—. Vamos.

Stan volvió la vista hacia atrás. Después miró la más baja de las tres tuberías. Apretó los labios y asintió.

—Vamos —dijo—. La mierda se lava.

—¡Stan el galán acaba de soltarse uno bueno! —exclamó Richie—. ¡Juaca juaca jua…!

—Richie, ¿quieres callarte? —siseó Beverly.

Bill abrió la marcha por la tubería haciendo muecas por el olor. Era olor a cloaca, era mierda, pero había también otro olor, ¿verdad? Más bajo, más vital. Si el gruñido de un animal pudiera tener olor (y Bill se dijo que era posible, si el animal en cuestión había estado comiendo ciertas cosas), ése habría sido el subolor que percibían. Vamos en la dirección correcta, sí. Eso ha estado aquí… y durante mucho tiempo.

Cuando hubieron avanzado cinco o seis metros, notaron que el aire se había puesto rancio y malsano. Bill avanzaba lentamente, pisando cosas que no eran barro. Miró sobre el hombro y dijo:

—T-t-tú ven d-d-detrás de m-mí, E-E-Eddie. T-t-te voy a ne-necesitar.

La luz se evaporó hasta un gris muy pálido; se mantuvo así por poco tiempo y luego desapareció, dejándolos en

(del cielo azul a)

la negrura. Bill avanzaba arrastrando los pies entre el hedor con la sensación de estar atravesándolo físicamente. Iba con una mano tendida hacia adelante; parte de él esperaba encontrar, en cualquier momento, pelaje áspero y ojos verdes abiertos en la oscuridad. El fin llegaría en una llamarada de dolor, cuando Eso le arrancara la cabeza.

La oscuridad estaba llena de sonidos, todos amplificados y resonantes.

Bill oía los pies de sus amigos que se arrastraban tras los suyos; a veces, algún murmullo. Había gorgoteos y extraños gruñidos metálicos. En una ocasión, un torrente de agua asquerosamente tibia le pasó entre las piernas haciéndolo vacilar sobre los talones, mojado hasta los muslos. Eddie le manoteó frenéticamente la espalda de la camisa, hasta que el pequeño torrente cedió. Richie, desde el extremo de la fila, aulló con lamentable buen humor:

—Creo que acaba de mearnos el alegre gigante verde, Bill.

Bill oía correr el agua o los desechos en borbotones canalizados por la red de tuberías menores que, seguramente, corría sobre su cabeza. Recordó la conversación sostenida con su padre sobre las cloacas de Derry y creyó saber qué era ese tubo: servía para recibir el exceso que se presentaba durante las lluvias torrenciales y la temporada de inundaciones. Todo lo de arriba saldría de Derry, arrojado al arroyo Torrault y al río Penobscot. A la ciudad no le gustaba bombear su mierda al Kenduskeag porque de ese modo el canal apestaría. Pero las aguas residuales iban al Kenduskeag y cuando eran demasiado abundantes para las tuberías comunes, se producía un desborde… como el que acababan de recibir. Y si se había producido uno, podía haber otro. Levantó la vista, intranquilo. No veía nada, pero estaba seguro de que había rejillas en el arco superior de la tubería y, quizá, también a los lados. En cualquier momento podía haber…

No se dio cuenta de que había llegado al final del tubo hasta que cayó fuera de él y se tambaleó hacia delante, moviendo los brazos en círculo en un inútil esfuerzo por mantener el equilibrio. Cayó de bruces en una masa semisólida, unos treinta centímetros por debajo de la galería de la que acababa de salir. Algo repulsivo corrió sobre su mano, chillando. Bill dio un grito y se incorporó apretando la mano cosquilleante contra el pecho, consciente de que una rata acababa de correr sobre ella. Sentía aún el tacto repugnante de esa cola pelada.

Trató de levantarse y se golpeó la cabeza en lo alto de la nueva tubería. Fue un golpe duro y Bill cayó otra vez de rodillas; grandes flores rojas estallaron en la oscuridad, ante sus ojos.

—¡C-c-cuidado! —se oyó gritar. Sus palabras retumbaron huecamente—. ¡Aquí hay un escalón! ¡Edd-eddie! ¿Dónde estás?

—¡Aquí! —Una mano de Eddie le rozó la nariz—. Ayúdame a salir, Bill, que no veo nada. Está…

Se oyó un enorme y acuoso ker… washhh, Beverly, Mike y Richie gritaron al unísono. A la luz del día, la armonía casi perfecta de los tres habría sido divertida; allí abajo, en la oscuridad de las cloacas, resultaba aterrorizante. De pronto, los tres cayeron dando tumbos. Bill sujetó a Eddie en un abrazo de oso tratando de protegerle el brazo.

—Oh, Dios, creí que me ahogaba —gimió Richie—. Nos ha empapado… Maldita sea, una lluvia de mierda. Ésta sí que es buena. La escuela tendría que organizar excursiones por aquí, Bill. Podríamos convencer al señor Carson de que las dirigiera…

—Y después la señorita Jimmison podría dar una conferencia sobre higiene y salud —agregó Ben, con voz estremecida.

Todos rieron, con voces chillonas. Al apagarse la carcajada, Stan rompió bruscamente en lágrimas angustiadas.

—Tranquilo —dijo Richie, apoyando un brazo torpe en sus hombros pegajosos—. Nos vas a hacer llorar a todos, macho.

—¡Estoy bien! —aseguró Stan, en voz alta, sin dejar de llorar—. No me importa mucho el miedo, pero detesto estar así de sucio. Detesto no saber dónde estoy…

—¿S-s-servirán de a-a-algo las cerillas, t-t-todavía? —preguntó Bill a Richie.

—Di las mías a Bev.

Bill sintió que una mano tocaba la suya en la oscuridad y le ponía una cajita de cerillas que parecía seca.

—Las guardé bajo el brazo —dijo ella—. Tal vez se enciendan. Prueba.

Bill arrancó una cerilla y la encendió. La cabecita se encendió con un chasquido. Bill, al levantarla, vio que sus amigos estaban amontonados; la breve luz les hizo arrugar la cara. Estaban mojados y sucios de excrementos; se les veía muy jóvenes y muy asustados. Hacia atrás se extendía la galería por la que habían venido. Ahora estaban en una aún más estrecha que corría en línea recta hacia ambos lados con el fondo cubierto de un sedimento asqueroso. Y…

Ahogó una exclamación y sacudió la cerilla, porque ya le quemaba los dedos. Le llegaban ruidos de agua en rápida corriente, goteos y, de vez en cuando, un torrente, cuando las válvulas de desagüe se ponían en funcionamiento enviando más aguas residuales al Kenduskeag que ahora estaba mucho atrás, sólo Dios sabía cuánto. Aún no se oía a Henry y los otros.

—A mi d-d-derecha ha-a-ay un mu-mu-muerto —musitó—. A un-n-nos t-t-tres me-metros d-d-de nos-s-sotros. Puede s-s-ser P-P-P-P…

—¿Patrick? —preguntó Beverly, con voz que temblaba al borde de la histeria—. ¿Es Patrick Hockstetter?

—S-s-sí. ¿Q-qui-quieres que en-en-encienda otra ce-ce-cerilla?

Eddie dijo:

—Es preciso, Bill. Si no veo cómo corre la tubería, no sabré por dónde ir.

Bill encendió la cerilla. A su luz, todos vieron aquella cosa verde e hinchada que había sido Patrick Hockstetter. El cadáver les sonreía en la oscuridad con hórrida camaradería, pero sólo tenía media cara; las ratas de la cloaca se habían llevado el resto. Lo rodeaban los libros del curso de verano, hinchados por la humedad hasta parecer diccionarios.

—Cielos —dijo Mike, ronco, desorbitado.

—Los oigo otra vez —dijo Beverly—. A Henry y a los otros.

La acústica debió llevar su voz hasta ellos, porque Henry vociferó en las cloacas y por un momento fue como si los tuvieran allí mismo.

—Os vamos a coger…

—¡Ya podéis venir! —gritó Richie, con un destello febril en los ojos—. ¡Sigue adelante, talón de plátano! ¡Esta piscina parece la de la Asociación Cristiana de Jóvenes! Sigue…

Un alarido llegó por la tubería, tan lleno de loco terror y de tormento que a Bill se le cayó la cerilla. El brazo de Eddie se enroscó a él y él lo abrazó a su vez, sintiéndolo temblar como un cable. Stan Uris se apretó a él por el lado opuesto. Ese alarido seguía y seguía. Por fin se oyó un ruido obsceno, denso, como una bofetada, y el grito se cortó.

—Algo se ha apoderado de uno de ellos —jadeó Mike, horrorizado—. Algo… algún monstruo. Bill, tenemos que salir de aquí…, por favor…

Bill oyó que los restantes (uno o dos; con esa acústica era imposible determinarlo) avanzaban a tropezones por la tubería, hacia ellos.

—¿P-p-por d-dónde, E-Eddie? —preguntó, apresurado—. ¿Sa-sa-sabes?

—¿Hacia el canal? —preguntó Eddie, temblando en brazos de Bill.

—¡Sí!

—A la derecha. Por donde está Patrick. —La voz de Eddie se endureció de pronto—. No me molesta mucho. Fue uno de los que me fracturó el brazo. Además, me escupió en la cara.

—Va-vamos —dijo Bill, echando un vistazo hacia la cloaca que acababan de abandonar—. ¡Fi-fila india! ¡Ma-ma-mantened cont-t-tacto, com-m-mo antes!

Avanzó a tientas arrastrando el hombro derecho por la untuosa superficie de porcelana, rechinando los dientes. No quería pisar a Patrick… ni meter el pie en él.

Se arrastraron junto a él, en la oscuridad, mientras las aguas fluían en derredor y la tormenta, afuera, traía a Derry una temprana oscuridad, una oscuridad que aullaba con el viento, tartamudeaba descargas eléctricas y crujía con árboles caídos que eran como gritos agónicos de enormes bestias prehistóricas.

3

Eso, mayo de 1985

Ahora volvían otra vez y aunque todo iba tal como Eso lo había previsto, también volvía algo que Eso no había previsto; ese miedo enloquecedor…, esa sensación de Otro. Eso odiaba el miedo; se habría vuelto contra él para devorarlo, si hubiera podido…, pero el miedo bailaba fuera de su alcance, burlón y sólo era posible matarlo mediante la muerte de todos ellos.

Sin duda, tanto temor carecía de motivos; ya eran más viejos y habían sido reducidos de siete a cinco. Cinco era un número de poder, pero no tenía la cualidad talismánica y mística del siete. El esbirro de Eso no había podido matar al bibliotecario, cierto, pero moriría después en el hospital, minutos antes de que la aurora tocara el cielo, Eso enviaría a un enfermero drogadicto para que terminase con él de una vez por todas.

Ahora, la mujer del escritor estaba con Eso, viva y sin vida al mismo tiempo. Su mente había quedado totalmente destruida por la primera visión de Eso tal como era, ya descartadas sus pequeñas máscaras y encantos. Y todos esos encantos eran sólo espejos, por supuesto, que devolvían al aterrorizado espectador las cosas peores que tenía en su propia mente heliografiando imágenes como un espejo devuelve un rayo de sol hacia un ojo desprevenido aturdiéndolo hasta la ceguera.

Ahora, la mente de la esposa del escritor estaba con Eso, en Eso, tras el final del macrouniverso, en la oscuridad, más allá de la Tortuga; en las tierras lejanas, más allá de todas las tierras.

Estaba en su ojo, estaba en su mente.

Estaba en los fuegos fatuos.

Oh, pero los encantos eran divertidos. Hanlon, por ejemplo. Aunque él no tenía un recuerdo consciente, su madre habría podido decirle de dónde venía el pájaro que vio en la fundación. A los seis meses, su madre lo había dejado durmiendo en la cuna, en el patio lateral, mientras iba al fondo para tender al sol sábanas y pañales. Sus gritos la hicieron volver a toda carrera. Un gran cuervo se había posado en el borde del cochecito y le estaba picoteando, como las bestias malignas de los cuentos de hadas. El bebé gritaba de dolor y espanto sin poder alejar al cuervo que había percibido la debilidad de su presa. La madre ahuyentó al ave de un puñetazo y al ver que Mikey sangraba por dos o tres heridas de los brazos, lo llevó al consultorio del doctor Stillwagon para aplicarle una antitetánica. Una parte de Mike no había olvidado jamás aquello: bebé pequeño, pájaro gigantesco. Cuando Eso se acercó a Mike, Mike volvió a ver el pájaro gigantesco.

Pero cuando su otro esbirro, el marido de la chica de antes, había traído a la mujer del escritor, Eso no se había puesto cara alguna; no tenía por qué vestirse cuando estaba en su casa. El esbirro le echó un solo vistazo y cayó muerto de espanto, con la cara gris y los ojos cargados de la sangre que le había brotado del cerebro en diez o doce lugares. La mujer del escritor había emitido un solo pensamiento, poderoso y horrorizado: OH, POR DIOS, ES HEMBRA; después, todo pensamiento cesó. Nadaba en los fuegos fatuos. Eso bajó de su sitio y se hizo cargo de sus restos físicos preparándolos para una comida posterior. Ahora, Audra Denbrough pendía a buena altura, en el medio de todo, entrecruzada de seda, con la cabeza caída contra el hombro, los ojos grandes y vidriosos, los pies apuntando hacia abajo.

Pero aún había poder en ellos. Aunque disminuido, estaba allí. Cuando eran niños, contra todas las posibilidades, contra todo lo que cabía esperar, contra todo lo que podía ser, habían logrado herirla gravemente, casi la habían matado, obligándola a huir hacia lo hondo de la tierra donde se había acurrucado, doliente, odiando y temblando, en un charco de su propia sangre extraña.

Y allí tenía otra cosa nueva: por primera vez en su infinita historia, Eso necesitaba hacer planes; por primera vez se descubría con miedo de coger de Derry lo que deseaba. ¡De Derry, su coto de caza privado!

Eso siempre se había alimentado bien de niños. A muchos adultos podía utilizarlos sin que se supieran utilizados, y Eso también había utilizado como alimento a algunos de los más ancianos con el correr de los años. Los adultos tenían sus propios terrores y se les podían activar las glándulas para que todos los elementos químicos del miedo inundaran el cuerpo y salaran la carne. Pero sus miedos eran, casi siempre, demasiado complejos. Los miedos de los niños solían ser más simples y más poderosos. Los miedos infantiles, con frecuencia, se convocaban con una sola cara… y si hacía falta un cebo, ¿a qué niño no le gustaba un payaso?

Eso comprendía, vagamente, que esos niños se las habían arreglado para volver contra su propio ser las mismas armas que Eso utilizaba. Que, por coincidencia (a propósito no, sin duda, ni guiados por la mano de ningún otro), por la unión de siete mentes extraordinariamente imaginativas, Eso había sido puesta en una zona de gran peligro. Cualquiera de los siete, a solas, le habría servido de alimento. Si no se hubieran reunido, por casualidad, Eso los habría elegido uno a uno, atraído por la calidad de sus mentes, tal como un león se siente atraído hacia determinada aguada por el olor de las cebras. Pero juntos habían descubierto un alarmante secreto que ni siquiera Eso conocía: que la fe tenía dos filos. Si hay diez mil campesinos medievales que crean los vampiros al creerlos reales, puede haber uno (probablemente un niño) que imagine la estaca necesaria para matarlo. Pero una estaca es sólo estúpida madera; la mente es la maza que la clava en su sitio.

Pero Eso había acabado por escapar hundiéndose profundamente en la tierra, y los niños, exhaustos, aterrorizados, habían preferido no seguirla cuando estaba en su condición más vulnerable. Habían preferido creerla muerta o agonizando, para poder retirarse.

Eso sabía de su juramento y tenía la certeza de que volverían, tal como el león sabe que la cebra volverá a la aguada. Por eso había empezado a hacer planes aún mientras caía en la somnolencia. Despertaría en salud, renovada…, pero por entonces, la infancia de aquellos siete estaría consumida como una vela gorda. El antiguo poder de su imaginación reunida sería débil y apagado. Ya no imaginarían pirañas en el Kenduskeag ni creerían que si se mata una luciérnaga con la luz encendida sobre la camisa, esa noche se nos incendia la casa. En, cambio, creerían en las pólizas de seguro, en una cena con vino escogido, bueno, pero no demasiado pretencioso, como un Pouilly-Fuissé’83 y déjelo respirar, ¿eh, camarero? Creerían que el Rolaid consume cuarenta y siete veces su peso en ácidos estomacales excesivos. Creerían en la televisión pública, en la utilidad del ejercicio para prevenir los ataques cardíacos y en la ventaja de no comer carnes rojas para evitar el cáncer de colon. Creerían en los sexólogos, cuando se tratara de follar agradablemente y en los predicadores a la antigua cuando quisieran sentirse redimidos. De año en año, sus sueños serían más pequeños. Y cuando Eso despertara, los llamaría, sí, para que volvieran porque el miedo era fértil, su vástago era la ira y la ira pedía venganza.

Eso los llamaría para matarlos.

Pero ahora, al saber que se acercaban, el miedo había vuelto. Eran adultos y estaban debilitados en su imaginación, pero no tanto como Eso había pensado. Eso había percibido un aumento ominoso en el poder del grupo, una vez reunidos, y se había preguntado, por primera vez, si acaso no habría cometido un error.

Pero, ¿por qué ese pesimismo? El dado estaba echado y no todos los presagios eran malos. El escritor estaba medio loco por su mujer y eso era bueno. Porque el escritor era el más fuerte, el que, de algún modo, había estado adiestrando su mente para esa confrontación durante todos esos años. Y cuando el escritor estuviera muerto, con las tripas fuera del cuerpo, cuando el precioso «Gran Bill» hubiera muerto, los otros serían prontamente suyos.

Eso comería bien… y después, quizá volvería a hundirse en la tierra. Para dormitar. Por un rato.

4

En los túneles, 4.30 h.

—¡Bill! —gritó Richie, en la tubería resonante.

Avanzaba a toda prisa, pero eso no bastaba. Recordó que, de niños, habían caminado por allí medio agachados, alejándose de la estación de bombeo. Ahora se arrastraba; el tubo le parecía imposiblemente estrecho. Las gafas se le deslizaban hacia la punta de la nariz. Él no hacía sino subirlas otra vez. Bev y Ben venían tras él.

—¡Bill! —aulló otra vez—. ¡Eddie!

—¡Aquí estoy! —le llegó la voz de Eddie, desde delante.

—¿Dónde está Bill?

—Más adelante. —Ya lo tenía cerca. Richie, más que verlo, sintió su presencia allí delante—. ¡No quiso esperar!

La cabeza de Richie golpeó a Eddie en la pierna. Un momento después, Bev chocó de cabeza contra el trasero de Richie.

—¡Bill! —gritó el disc-jockey. La tubería canalizó su grito y se lo devolvió, haciéndole doler los oídos—. ¡Espéranos, Bill! Tenemos que estar juntos, ¿no lo sabes?

Débilmente, entre ecos, Bill gritó.

—¡Audra, Audra! ¿Dónde estás?

—¡Maldición, Gran Bill! —exclamó Richie quedamente. Se le cayeron las gafas. Las buscó a tientas con una maldición y volvió a ponérselas, chorreantes—. ¡Sin Eddie te vas a perder, pedazo de idiota! ¡Espera! ¡Espéranos! ¿Me oyes, Bill? ¡ESPÉRANOS, MALDITA SEA!

Hubo un torturante momento de silencio. Al parecer, nadie respiraba. Richie no oía más que el goteo distante. En ese momento la tubería estaba seca, a excepción de algún charco estancado.

—¡Bill! —Se pasó una mano temblorosa por el pelo luchando por contener las lágrimas—. ¡Vamos, hombre, por favor! ¡Espéranos! ¡Por favor!

Más débil aún llegó la voz de Bill.

—Estoy esperando.

—Menos mal —murmuró Richie. Dio una palmada al trasero de Eddie—. Sigue.

—No sé si podré ir mucho más allá con un solo brazo —dijo Eddie, como pidiendo disculpas.

—Sigue igual.

Y Eddie volvió a gatear.

Bill, ojeroso y casi exhausto, los esperaba en el tubo de cloaca donde se alineaban tres tuberías como lentes de semáforos. Allí había espacio suficiente y todos se pusieron de pie.

—Allá —dijo Bill—. C-Criss. Y B-B-Belch.

Miraron. Beverly soltó un gemido y Ben la rodeó con un brazo. El esqueleto de Belch Huggins, vestido con harapos enmohecidos, parecía más o menos intacto. Lo que restaba de Victor estaba sin cabeza. Bill miró al otro lado del tubo y vio una calavera sonriente.

Allí estaba el resto de él. Deberíamos haberlo dejado en paz, pensó Bill, estremecido.

Esa parte del sistema cloacal había quedado en desuso. A Richie, el motivo le resultó bastante obvio: la planta de tratamiento de desperdicios se había hecho cargo de todo eso. En algún momento, mientras ellos estaban muy ocupados aprendiendo a afeitarse, a fumar, a conducir, a follar un poco, todas esas cosas buenas, había surgido a la existencia el Departamento de Protección Ambiental. Y el DPA había decidido que no debían vaciarse las cloacas, ni siquiera el agua residual, en los ríos y los arroyos. Esa parte del sistema cloacal había quedado, por lo tanto, en seco, criando moho, y los cadáveres de Victor Criss y Belch Huggins se enmohecían al mismo tiempo. Como los Niños Salvajes de Peter Pan, Victor y Belch no habían crecido. Aquéllos eran esqueletos de niños, con restos de camisetas y vaqueros. El musgo había cubierto los costillares y la hebilla del cinturón de Victor.

—Los atrapó el monstruo —dijo Ben, suavemente—. ¿Recordáis? Oímos lo que ocurrió.

—Audra ha m-m-muerto. —La voz de Bill sonó mecánica—. Lo sé.

—¡No sabes nada! —le espetó Beverly, con tanta furia que él se volvió a mirarla—. Sólo sabes que ha muerto mucha gente, en su mayoría, niños. —Se irguió frente a él con las manos en las caderas. Estaba manchada de mugre y tenía la cabellera apelmazada por el polvo. A Richie le pareció magnífica—. Y tú sabes quién lo hizo.

—Hi-i-ice mal en d-d-decirle ad-adónde venía. ¿Por qué no me…?

Las manos de Beverly se adelantaron bruscamente y lo sujetaron por la camisa. Richie, sorprendido, vio que lo sacudía.

—¡Basta! ¡Ya sabes a qué vinimos! Lo juramos y lo vamos a hacer. ¿Entiendes, Bill? Si ella ha muerto, está muerta y se acabó. ¡Pero Eso no ha muerto! Te necesitamos, ¿entiendes? ¡Te necesitamos! —Estaba llorando—. ¡Tienes que respondernos! O nos respondes como antes o nadie saldrá de aquí.

Él la miró por un largo rato sin decir nada. Richie se descubrió pensando: Vamos, Gran Bill, vamos, vamos…

Por fin, Bill los miró a todos y asintió.

—E-Eddie.

—Aquí estoy, Bill.

—¿T-t-todavía rec-recuerdas qué tubería es?

Eddie señaló más allá de Victor diciendo:

—Ésa. Parece bastante pequeña, ¿no?

Bill volvió a asentir.

—¿Podrás? ¿C-c-con el bra-brazo roto?

—Si es por ti, puedo, Bill.

El escritor sonrió: la sonrisa más cansada, más horrible que Richie había visto nunca.

—Llé-llévanos, E-Eddie. Acabemos con e-e-esto.

5

En los túneles, 4.55 h.

Mientras reptaba, Bill recordó el desnivel en que terminaba esa tubería. Aun así, el peldaño lo tomó por sorpresa. Sus manos, que se arrastraban por la superficie costrosa de la vieja tubería, volaron por el aire. Cayó hacia adelante y rodó instintivamente aterrizando sobre el hombro, que emitió un doloroso crujido.

—¡C-c-cuidado! —se oyó gritar—. ¡A-a-aquí está el esc-escalón! ¿Eddie?

—¡Aquí! —Eddie le rozó la frente—. ¿Me ayudas?

Rodeó a Eddie con los brazos y lo sacó de allí tratando de cuidar el brazo roto. El siguiente fue Ben; después, Bev; por fin, Richie.

—¿T-t-tienes c-c-cerillas, Ri-Richie?

—Yo sí tengo —dijo Beverly. Bill sintió que una mano tocaba la suya en la oscuridad y le ponía en ella un librillo de cerillas—. Son sólo ocho o diez, pero Ben tiene más. De la habitación.

Bill dijo:

—¿Las llevabas guardadas bajo el b-b-brazo, B-Bev?

—Esta vez, no. Lo siento.

Y lo rodeó con los brazos en la oscuridad. Él la estrechó con fuerza, cerrando los ojos, tratando de coger el consuelo que ella tanto deseaba darle.

La soltó con suavidad y encendió una cerilla. El poder de la memoria era grande: todos miraron de inmediato a la derecha. Allí estaban los restos de Patrick Hockstetter entre algunas cosas abultadas que en otro tiempo habían sido libros. Lo único reconocible era un semicírculo de dientes, dos o tres de ellos empastados.

Y algo más, a poca distancia. Un círculo reluciente, apenas visible a la luz vacilante de la cerilla.

Bill apagó esa cerilla y encendió otra para recoger aquel objeto.

—La alianza de Audra —dijo.

Su voz sonaba hueca, inexpresiva.

La cerilla se consumió entre sus dedos.

A oscuras, se puso el anillo.

—¿Bill? —inquirió Richie, vacilando—. ¿Tienes alguna idea de

6

En los túneles, 14.20 h.

cuánto tiempo llevaban caminando por los túneles, debajo de Derry, desde que dejaran atrás el cadáver de Patrick Hockstetter? Pero Bill estaba seguro de que, por su parte, jamás podría hallar el camino de regreso. No dejaba de pensar en lo que su padre le había dicho: Podrías caminar por allí semanas enteras. Si a Eddie le fallaba el sentido de la orientación, no haría falta que Eso los matara; vagarían hasta morir… O, si entraban en ciertas tuberías, hasta ahogarse como ratas en un tonel de agua de lluvia.

Pero Eddie no parecía en absoluto preocupado. De vez en cuando pedía a Bill que encendiera una de las cerillas, cada vez más escasas; miraba en derredor, pensativo, y volvía a ponerse en marcha. Giraba a derecha e izquierda como si lo hiciera al azar. A veces, las galerías eran tan altas que Bill no podía tocar el techo ni siquiera estirando mucho el brazo. A veces tenían que arrastrarse durante cinco horribles minutos que les parecían cinco horas, tuvieron que avanzar como gusanos, arrastrándose sobre el vientre. Eddie iba delante; los otros le seguían, cada uno con la nariz en los talones del precedente.

Si había algo de lo que Bill estaba completamente seguro era de que habían llegado, de algún modo, a una sección fuera de uso dentro de la red cloacal. Todas las tuberías activas habían quedado mucho más atrás o mucho más arriba. El rugido del agua corriente se había reducido a un tronar lejano. Esas galerías eran más viejas; no estaban hechas de cerámica horneada, sino de algo parecido a arcilla que a veces supuraba un fluido de olor desagradable. El hedor del excremento humano (esos gases densos que habían amenazado con sofocarlos) había desaparecido, pero lo reemplazaba otra fetidez, amarilla y antigua, que resultaba peor.

A Ben le pareció el olor de la momia. Para Eddie, aquello olía a leproso. Richie lo comparó con una viejísima chaqueta de franela, ya enmohecida y en putrefacción; una chaqueta de leñador, muy grande, como para un personaje como Paul Bunyan, quizá. Para Beverly, eso olía como el cajón de los calcetines de su padre. En Stan Uris despertó un horrible recuerdo de su más temprana infancia, recuerdo extrañamente judío, considerando que él sólo tenía una difusa comprensión de su propio judaísmo: olía a arcilla mezclada con aceite y le hizo pensar en un demonio sin ojos ni boca llamado el Golem, un hombre de arcilla que los judíos renegados habían convocado en la Edad Media para que los salvara de los goyim que les robaban, violaban a sus mujeres y los expulsaban. Mike pensó en el olor seco de las plumas en un nido muerto.

Cuando llegaron, por fin, al final de la estrecha tubería, se deslizaron como anguilas por la curva superficie de otra que formaba un ángulo oblicuo con la anterior. Por fin descubrieron que podían ponerse de pie. Bill palpó las cabezas de las cerillas que restaban en la cajita: cuatro. Apretó los labios y decidió no decir a los otros que estaban a punto de quedarse sin luz. No lo haría mientras no fuera necesario.

—¿Có-có-cómo vais?

Respondieron con murmullos y él asintió en la oscuridad. No había pánico, nadie había llorado desde el arrebato de Stan. Eso estaba bien. Buscó las manos de sus compañeros y permanecieron un rato así, dando y recibiendo por medio del contacto. Bill sintió en eso una clara exaltación, la seguridad de que eran, en conjunto, algo más que la suma de sus siete individualidades. Habían sido resumados en un total más potente.

Encendió uno de los fósforos restantes y vieron un túnel estrecho que se estiraba hacia delante, en dirección descendente. La parte alta estaba festoneada de telarañas caídas. Algunas, rotas por el agua, pendían como sudarios. Al mirarlas, Bill sintió un escalofrío atávico. Allí el suelo estaba seco, pero cubierto de un musgo antiquísimo y por algo que podían tomar por hojas, hongos… o algún inimaginable tipo de excrementos. Más arriba vio un montón de huesos y algunos harapos verdes. Podía tratarse de un uniforme de trabajo. Bill imaginó a algún empleado del departamento de servicios públicos que se había perdido y, mientras vagaba por ahí, había sido descubierto…

La llama tembló. Bill inclinó la cabeza hacia abajo para que durara un poco más.

—¿S-s-sabes do-dónde estamos? —preguntó a Eddie.

Eddie señaló la dirección algo torcida del túnel.

—El canal está hacia allí, a menos de ochocientos metros, a menos que esto vaya en otra dirección. Ahora debemos de estar bajo Up-Mile Hill. Pero, Bill…

Bill dejó caer la cerilla, que le quemaba los dedos. Quedaron otra vez en la oscuridad. Alguien suspiró, Bill pensó que era Beverly. Pero antes de que la cerilla se apagara había visto preocupación en la cara de Eddie.

—¿Q-q-qué? ¿Qué pasa?

—Cuando digo que estamos debajo de Up-Mile Hill, lo digo en serio. Hace rato que vamos bajando. Nadie hizo nunca una cloaca a esta profundidad. Cuando se hace un túnel tan profundo es para una mina.

—¿A qué profundidad crees que estamos, Eddie? —preguntó Richie.

—A cuatrocientos metros. Tal vez más.

—Dios nos ampare —dijo Beverly.

—De cualquier modo, éstas no son cloacas —observó Stan, desde atrás—. Uno se da cuenta por el olor. Es feo, pero no es olor a cloaca.

—Yo prefiero la cloaca —confesó Ben—. Esto huele a…

Un grito les llegó flotando desde la boca de la tubería que acababan de dejar y erizó el pelo en la nuca de Bill. Los siete se amontonaron, abrazándose.

—…veréis hijos de puta, ya veréis…

—Henry —susurró Eddie—. Oh, Dios mío, todavía nos sigue…

—No me sorprende —comentó Richie—. Hay gente demasiado estúpida como para echarse atrás.

Oyeron un débil jadeo, rozar de zapatos, susurro de ropas.

—Ya veréis…

—Va-Va-Vamos —dijo Bill.

Iniciaron el descenso por la tubería caminando en parejas a excepción de Mike, que cerraba la fila: Bill y Eddie, Richie y Bev, Ben y Stan.

—¿A q-q-qué dist-distancia estará He-e-enry?

—No lo sé, Gran Bill —dijo Eddie—. Con tantos ecos… —Bajó la voz—. ¿Has visto ese montón de huesos?

—S-s-sí —dijo Bill, bajando también la voz.

—Tenía un cinturón para herramientas. Creo que era un tío del departamento de aguas.

—Yo t-también.

—¿Cuánto tiempo hará que…?

—N-n-no sé.

Eddie, en la oscuridad, cerró su mano sana sobre el brazo de Bill.

Habían pasado, tal vez, quince minutos, cuando oyeron que algo venía hacia ellos, en la oscuridad.

Richie se detuvo, petrificado y frío de pies a cabeza. De pronto volvía a tener tres años. Al oír ese movimiento difuso, chapoteante, que se acercaba a ellos con un murmullo como de ramas susurrantes, supo qué era aun antes de que Bill encendiese la cerilla.

—¡El ojo! —gritó—. ¡Oh, Dios mío, es el ojo ambulante!

Por un momento, los otros no supieron con certeza qué era lo que veían. Beverly tuvo la impresión de que su padre la había encontrado, aun allí abajo, y Eddie vio la imagen fugaz de Patrick Hockstetter vuelto a la vida. Pero el grito de Richie, su certeza, congeló la forma para todos ellos. Vieron lo que Richie veía.

Un ojo gigantesco llenaba el túnel. La vidriosa pupila negra medía más de medio metro de diámetro. El iris tenía un tono rojizo, como cieno. La córnea era abultada, membranosa, entrecruzada de venas rojas que palpitaban sin cesar. Era un espanto gelatinoso, sin párpado ni pestañas, que se movía sobre un lecho de tentáculos. Esos seudópodos tanteaban la superficie rugosa del túnel y se hundían en ella como dedos. A la luz moribunda de la cerilla, Bill creyó ver un ojo que se arrastraba sobre dedos de pesadilla.

Los miraba con febril avaricia.

La cerilla se apagó.

En la oscuridad, Bill sintió que esos tentáculos acariciaban sus tobillos, sus piernas…, pero no pudo moverse. Tenía el cuerpo petrificado. Sintió que Eso se aproximaba, sintió el calor que irradiaba el monstruo y hasta oyó el pulso de sangre que mojaba sus membranas. Imaginó la viscosidad que sentiría cuando Eso lo tocara, pero aun así no pudo gritar. Aun cuando los tentáculos se le deslizaron por la cintura y se engancharon en las presillas de sus vaqueros para arrastrarlo hacia delante no pudo gritar ni debatirse. Una mortífera somnolencia parecía haber inundado todo su cuerpo.

Beverly sintió que uno de los tentáculos se le deslizaba alrededor de la oreja y se tensaba como un nudo corredizo. Hubo una llamarada de dolor y se vio arrastrada hacia delante retorciéndose y gimiendo como si una vieja maestra, perdida ya la paciencia, se la llevara a la parte trasera del aula, donde la obligaría a sentarse en un banquillo con orejas de burro. Stan y Richie trataron de retroceder, pero toda una selva de tentáculos invisibles ondulaba y susurraba junto a ellos. Ben rodeó a Beverly con un brazo y trató de retenerla. Ella se aferró a sus manos con la fuerza del pánico.

—Ben… Ben… Eso me tiene agarrada…

—No, nada de eso… Espera…, tiraré…

Tiró con toda su fuerza. Beverly dio un grito con la oreja atravesada por el dolor: estaba perdiendo sangre. Un tentáculo, seco y duro, rozó la camisa de Ben, se detuvo y se retorció en un doloroso nudo contra su hombro.

Bill estiró una mano que golpeó contra un engrudo blando, mojada. ¡El ojo! —gritó su mente—. ¡Oh, buen Dios, tengo la mano en el ojo! ¡La mano en el ojo!

Entonces empezó a resistirse, pero los tentáculos lo arrastraban inexorablemente hacia delante. Su mano desapareció en ese calor húmedo y ávido. Luego, la muñeca; después el brazo se hundió en el ojo hasta el codo. En cualquier momento, el resto de su cuerpo quedaría adherido contra esa superficie pegajosa; sintió que, en ese instante, se volvería loco. Luchó frenéticamente, golpeando los tentáculos con la otra mano.

Eddie, como en sueños, oía los forcejeos y los gritos ahogados de sus compañeros que se veían atraídos. Percibía los tentáculos alrededor, pero ninguno lo había tocado.

¡Corre a tu casa! —le ordenó la mente, a toda voz—. Corre a casa con tu mamá, Eddie. ¡Tú puedes encontrar el camino!

Bill soltó un aullido en la oscuridad; era un grito agudo, desesperado, al que siguieron asquerosas sorbidas.

De pronto, la parálisis de Eddie se abrió como un huevo. ¡Eso estaba tratando de llevarse al Gran Bill!

—¡No! —bramó Eddie.

Fue un verdadero bramido. Nadie habría supuesto que ese grito de guerrero nórdico podía brotar de un pecho tan flaco, de esos pulmones, afectados por el asma más terrible de Derry. Se arrojó hacia adelante saltando sobre los tentáculos sin siquiera verlos; el brazo roto le golpeaba contra el pecho con el yeso empapado. Buscó en el bolsillo y sacó su inhalador.

(ácido tiene gusto a ácido de batería)

Dio de lleno contra la espalda de Bill Denbrough y lo arrojó a un lado. Se oyó un ruido acuoso, desgarrante, seguido por un maullido ansioso que Eddie no oyó tanto con el oído como con la mente. Levantó el inhalador.

(ácido es ácido si yo quiero que lo sea así que trágatelo trágatelo)

—¡ACIDO DE BATERÍA, MALDITO BASTARDO! —vociferó, disparando una ráfaga.

Al mismo tiempo, lo atacó a patadas. Su pie se hundió profundamente en la gelatina de su córnea. Un borbotón de fluido caliente le cubrió la pierna. Retiró el pie, apenas consciente de que había perdido el zapato.

—¡VETE! ¡VUELA DE AQUÍ! ¡DESAPARECE, JOSÉ! ¡PÍRATE!

Sintió que los tentáculos lo tocaban, pero casi probando. Disparó el inhalador otra vez, rociando al ojo, y sintió u oyó otra vez esa especie de quejido, casi asombrado, doliente.

¡Luchad contra Eso! —rugió Eddie a los otros—. ¡Vamos, que es sólo un maldito ojo! ¡Luchad! ¿No me oís? ¡Lucha, Bill! ¡Cágalo a patadas! ¡Por todos los cielos, grandísimos maricas, lo estoy haciendo puré y TENGO UN BRAZO ROTO!

Bill sintió que recobraba las fuerzas. Arrancó el brazo chorreante del ojo… y lo plantó, con el puño cerrado, en el mismo lugar. Un momento después, Ben estaba a su lado. Corrió contra aquello, gruñó de sorpresa y asco y descargó una lluvia de golpes contra esa superficie gelatinosa.

—¡Suéltala! —gritaba—. ¿Me oyes? ¡Suéltala! ¡Vete de aquí! ¡Largo!

—¡No es más que un ojo! ¡Un simple ojo! —aullaba Eddie, en delirio. Apretó nuevamente su inhalador y sintió que Eso se retiraba. Los tentáculos que había hundido en él cayeron—. ¡Richie, Richie! ¿No lo entiendes? ¡Es sólo un ojo!

Richie se adelantó a tropezones, sin poder creerlo. Estaba aproximándose al monstruo más espantoso del mundo. Y era cierto.

Sólo le dio un puñetazo débil. La sensación de hundir el puño en el ojo le revolvió el estómago en una sola convulsión insípida. Emitió un ruido extraño: glurt y la idea de que acababa de vomitar sobre el ojo lo hizo repetirlo. Sólo le había dado un golpe, pero tal vez, puesto que ese monstruo era creación suya, bastaría con eso. De pronto, los tentáculos desaparecieron. Todos oyeron su retirada. Por fin, sólo quedaron los jadeos de Eddie y el quedo llanto de Beverly que se cubría la oreja sangrante.

Bill encendió una de las tres cerillas restantes. Todos se miraron, aturdidos y espantados. Por el brazo izquierdo de Bill corría un engrudo espeso y turbio que parecía una mezcla de clara de huevo, parcialmente coagulada, con moco. A Beverly le goteaba la sangre por el cuello. En la mejilla de Ben había un corte nuevo. Richie se levantó lentamente las gafas por la nariz.

—¿T-t-todos bien? —preguntó Bill, con voz ronca.

—¿Y tú, Bill? —preguntó Richie.

—S-s-sí. —Giró hacia Eddie y lo abrazó con fiera intensidad—. Me has s-salvado la v-v-vida, hombre.

—Se comió tu zapato —observó Beverly con una risa alocada—. ¡Qué barbaridad!

—Cuando salgamos de aquí te compraré un par nuevo —prometió Richie, palmoteando a Eddie en la espalda—. ¿Cómo hiciste eso, Eddie?

—Le disparé con mi inhalador. Fingí que era ácido. Tiene gusto a ácido cuando lo uso mucho, en un día malo. Funcionó de maravilla.

¡Lo estoy haciendo puré y tengo un brazo roto! —imitó Richie, con una risita demencial—. Nada mal, Eds. Bastante risáceo, te diré.

—Detesto que me llames Eds.

—Lo sé —dijo Richie, abrazándolo con fuerza—, vaya, pero alguien tiene que fortalecerte, Eds. Cuando crezcas y dejes de llevar la existencia protegida de todo niño, ah, caramba, ah, caramba, descubrirás que la vida no siempre es tan fácil, hijo.

Eddie comenzó a chillar de risa.

—Ésa es la voz más horrible de cuantas he oído, Richie.

—Bueno, ten ese inhalador a mano —dijo Beverly—. Tal vez vuelva a hacer falta.

—¿No viste a Eso por ninguna parte al encender la cerilla? —preguntó Mike.

—Ha d-d-desap-parecido —dijo Bill. Y agregó, ceñudo—: Pero nos estamos a-a-acercando al s-s-sitio donde v-v-vive. Y c-c-creo que esta v-v-vez lo hemos he-e-rido.

—Henry todavía nos sigue —señaló Stan, con voz grave y ronca—. Lo oigo por allá atrás.

—Entonces sigamos —propuso Ben.

Lo hicieron. El túnel descendía sin cesar. El olor, ese hedor denso y salvaje se iba tornando más potente. A veces oían a Henry que los seguía, pero ya sus gritos parecían lejanos y sin la menor importancia. Todos ellos tenían una sensación, similar a esa impresión de haberse desconectado que habían experimentado en la casa de Neibolt Street. Era como si hubieran avanzado hasta franquear el borde del mundo para caer en una extraña nada. Bill sentía (aunque no tenía el vocabulario suficiente para expresarlo) que se estaban acercando al oscuro y ruinoso corazón de Derry.

Mike Hanlon tuvo la sensación de que casi podía escuchar el latido enfermo y arrítmico de ese corazón. Beverly experimentó un poder maligno que crecía alrededor de ella tratando de envolverla y de separarla de sus compañeros para dejarla sola. Nerviosa, alargó las manos a ambos lados y tomó las de Bill y Ben. Le pareció que había tenido que estirarse demasiado.

—¡Tomaos de las manos! —indicó, nerviosa—. ¡Creo que nos estamos separando!

Fue Stan el primero en darse cuenta de que se podía ver otra vez. En el aire había un resplandor difuso, extraño. Al principio sólo vio manos: las suyas, aferradas a la de Ben por un lado, a la de Mike por el otro luego notó que distinguía los botones de la embarrada camisa de Richie y el anillo de Capitán Medianoche, obtenido en una caja de cereales, que Eddie llevaba en el meñique.

—¿Veis algo? —preguntó, deteniéndose.

Los otros también se detuvieron. Bill echó una mirada alrededor y notó, primero, que veía; después, que el túnel se había ensanchado asombrosamente. Ahora estaban en una cámara curva, tan grande como el túnel Sumer, de Boston. Más grande, se corrigió, al seguir observando, cada vez más sobrecogido.

Todos estiraron el cuello para mirar el techo; estaba a quince metros o más, sostenido por contrafuertes curvados que parecían costillas. Entre ellos pendían telarañas polvorientas. El suelo era de lajas, pero estaba cubierto de tal acumulación de polvo que el ruido de sus pasos no había cambiado. Los muros curvados estaban separados por quince metros, fácilmente, a cada lado.

—Creo que los de obras sanitarias enloquecieron al llegar aquí —dijo Richie, riendo, intranquilo.

—Parece una catedral —comentó Beverly, con suavidad.

—¿De dónde viene esa luz? —inquirió Ben.

—Pa-parece sa-salir de las p-p-paredes —dijo Bill.

—Esto no me gusta nada —dijo Stan.

—Va-va-vamos. He-e-enry nos v-v-viene pi-pisando los t-t-talones.

Un grito agudo hendió la penumbra; luego, un pesado tronar de alas. Una silueta venía navegando en la oscuridad con un ojo echando llamas; el otro era una lámpara oscura.

—¡El pájaro! —gritó Stan—. ¡Cuidado! ¡Es el pájaro!

Se lanzó en picado hacia ellos como un obsceno avión de combate; su pico color naranja se abría y se cerraba descubriendo el rosado interior de su boca, acolchada como la almohada de satén de un ataúd.

Fue directamente hacia Eddie.

Su pico le rozó el hombro y él sintió que el dolor le hendía la carne como ácido. La sangre le corrió por el pecho. Eddie gritó mientras el aire, agitado por las alas, arrojaba un venenoso túnel de aire a su cara. El pájaro giró en el aire y regresó con su único ojo brillando malevolente. Sólo se apagó por un instante, cuando el párpado lo cubrió con un tejido fino como la gasa. Sus garras buscaron a Eddie, que lo esquivó aullando. Las uñas le desgarraron la parte trasera de la camisa dibujando líneas escarlatas a lo largo de los omóplatos. Eddie, chillando, trató de escapar a rastras, pero el pájaro volvió a la carga.

Mike se adelantó buscando algo en su bolsillo. Lo que sacó fue un cortaplumas de una sola hoja. Cuando el pájaro se lanzó otra vez contra Eddie, levantó la pequeña arma contra una de las garras del pájaro. La hoja penetró profundamente arrancando un chorro de sangre. El ave retrocedió en vuelo rasante y volvió, con las alas hacia atrás, disparado como una bala. Mike se hizo a un lado en el último momento levantando otra vez su cortaplumas. Falló y la garra del pájaro le golpeó la muñeca con tanta fuerza que le dejó la mano entumecida. Más adelante le aparecería un moratón que le llegaría casi hasta el codo. El cortaplumas desapareció en la oscuridad.

El ave volvió con un chirrido triunfal y Mike protegió a Eddie con su cuerpo esperando lo peor.

Entonces Stan se adelantó hacia los dos niños acurrucados en el suelo. Se irguió, menudo, con un aspecto que seguía siendo pulcro a pesar de la mugre adherida a sus manos, sus brazos y su ropa. De pronto estiró los brazos con un gesto curioso, con las palmas hacia arriba y los dedos hacia abajo. El pájaro emitió otro chillido y pasó como una bala junto a Stan, casi rozándolo. El aire de su paso le levantó el pelo. El chico giró en redondo para enfrentar su regreso.

—Creo en las tanagras escarlatas, aunque nunca he visto una —dijo, con voz alta y clara. El ave gritó y se desvió en vuelo rasante, como si la hubiera alcanzado con un disparo—. Lo mismo puedo decir de los buitres, de la alondra de Nueva Guinea y de los flamencos del Brasil. —El ave chilló, volando en círculos, pero de pronto buscó lo alto del túnel—. ¡Creo en el águila dorada! —gritó Stan, siguiéndola con su voz—.¡Y hasta creo que puede haber un ave fénix en alguna parte! ¡Pero no creo en ti, así que vete de una vez! ¡Pírate! ¡Desaparece, Jack!

Por fin calló. El silencio pareció muy grande.

Bill, Ben y Beverly se acercaron a Mike y Eddie. Ayudaron al enyesado a levantarse y Bill le examinó los cortes.

—N-n-nada pro-profundo. P-p-pero ap-apuesto a que d-d-d-duele horrores.

—Me hizo jirones la camisa, Gran Bill. —Las mejillas de Eddie brillaban de lágrimas. Estaba otra vez respirando en silbidos. La voz de guerrero bárbaro había desaparecido; hasta costaba creer que hubiera podido hablar así alguna vez—. ¿Qué le voy a decir a mi madre?

Bill sonrió un poquito.

—¿P-p-por qué no te pr-preocupas d-d-de eso c-c-cuando sa-sa-salgamos de a-a-aquí? Asp-pira una b-b-bocanada, Eddie.

Eddie lo hizo, inhalando profundamente. Después estornudó.

—Has estado grandioso, tío —dijo Richie a Stan—. ¡Grandioso!

Stan temblaba de pies a cabeza.

—Es que no hay ningún pájaro como ése. No lo hubo nunca. Ni lo habrá.

¡Allá vamos! —vociferó Henry, desde atrás. Su voz ya era completamente demencial: reía y aullaba; parecía algo que hubiera salido por alguna grieta abierta en el techo del infierno—. ¡Belch y yo! ¡Ya veréis, mierditas secas! ¡No podéis escapar!

Bill gritó:

—¡V-v-vete, Henry! ¡A-a-antes de q-q-que sea dem-demasiado ta-ta-tarde!

La respuesta de Henry fue un aullido hueco e inarticulado. Oyeron un rumor de pasos y, en un estallido de esclarecimiento, Bill comprendió cuál era la misión de Henry: se trataba de un ser humano real, mortal, al que no podrían detener con un inhalador o un libro sobre pájaros. Con Henry la magia no daría resultado. Era demasiado estúpido.

—Va-Vamos. Te-te-tenemos que al-alejarnos de él.

Volvieron a avanzar, tomados de la mano. La camisa de Eddie, hecha jirones, flameaba detrás de él. La luz fue cobrando potencia; el túnel era cada vez más enorme. A medida que descendía, el techo se alejaba hacia arriba a tal punto que llegó a ser casi invisible. Ahora tenían la sensación, no de estar caminando por un túnel, sino de avanzar por un titánico patio subterráneo que daba acceso a algún castillo ciclópeo. La luz de las paredes se había convertido en un fuego amarillo verdoso. El olor era más fuerte y todos comenzaron a captar una vibración que podía ser real o existir sólo en la mente. Era incesante y rítmica.

Era el latido de un corazón.

—¡Termina allí delante! —exclamó Beverly. ¡Mirad! ¡Hay una pared lisa!

Pero al acercarse, ya como hormigas en esa gran extensión de sucios bloques de piedra, cada uno más grande que el parque Bassey, al parecer, notaron que la pared no era completamente lisa. En ella había una puerta. Y aunque la pared, en sí, se elevaba metros y metros hacia arriba, la puerta era muy pequeña. No llegaba a medir un metro, como las que se ven en los cuentos de hadas. Estaba hecha de fuertes tablas de roble ligadas con bandas de hierro en forma de X. Todos comprendieron de inmediato que era una puerta hecha sólo para niños.

Espectralmente, dentro de su cerebro, Ben oyó a la bibliotecaria que leía a los más pequeños: ¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente? Los chicos inclinados hacia delante, con la eterna fascinación centelleándoles en los ojos: ¿sería derrotado el monstruo… o se los comería?

En la puerta había una marca; acumulados al pie, un montón de huesos. Huesos pequeños. Huesos de sólo Dios sabía cuántos niños.

Habían llegado a la morada de Eso.

La marca de la puerta, entonces, ¿qué era?

Bill vio un bote de papel.

Stan, un pájaro que alzaba vuelo hacia lo alto: un fénix, quizá.

Michael, una cara encapuchada, la del loco Butch Bowers, tal vez, si se la descubriera.

Richie vio dos ojos tras un par de gafas.

Beverly, un puño cerrado.

Eddie lo tomó por la cara del leproso, todo ojos hundidos y boca arrugada. Todas las enfermedades, toda la enfermedad estaba estampada en sus rasgos.

Ben Hanscom vio un montón de vendajes desgarrados; hasta creyó oler especies viejas.

Más tarde, al llegar a la misma puerta, con los gritos de Belch aún resonándole en los oídos, sólo en el final, Henry Bowers vería en esa señal la luna, llena, madura… y negra.

—Tengo miedo, Bill —dijo Ben, con voz temblorosa—. ¿Es necesario?

Bill tocó los huesos con la punta del pie. De pronto los esparció en un torrente polvoriento, repiqueteante, de una sola patada. Él también tenía miedo… pero había que pensar en George. Eso había arrancado el brazo a George. Entre esos huesos, ¿estarían los suyos, pequeños y frágiles? Sí, por supuesto.

Ellos estaban allí por los dueños de esos huesos, por George y todos los otros. Aquellos que habían sido llevados hasta allí, los que serían llevados, los que habían sido simplemente abandonados en otro sitio para que se pudrieran.

—Es necesario —dijo.

—¿Y si está cerrada con llave? —preguntó Beverly con un hilo de voz.

—N-n-no lo está —aseguró Bill: Y dijo lo que sabía desde muy adentro—. Los lug-lugares como éste n-n-nunca est-están ce-cerrados.

Apoyó contra la puerta los dedos extendidos de la mano derecha y empujó. Se abrió a un torrente de luz verdeamarillenta, enfermiza. Ese olor a zoológico les salió al encuentro, increíblemente fuerte, increíblemente poderoso.

Uno a uno fueron pasando por la puerta de cuento de hadas, el acceso a la guarida de Eso. Bill

7

En los túneles, 4.59 h.

se detuvo tan bruscamente que los otros se entrechocaron, como vagones de carga cuando la locomotora se detiene de pronto.

—¿Qué pasa? —preguntó Ben.

—E-e-estaba aquí. El o-o-ojo. ¿Os ac-acordáis?

—Me acuerdo —dijo Richie—. Eddie lo detuvo con su inhalador, fingiendo que era ácido. Dijo algo relacionado con comida. Fue muy gracioso, pero no recuerdo.

—N-n-no importa. Esta vez no v-v-veremos na-nada que haya-hayamos vivisto antes —dijo Bill. Encendió una cerilla y miró a los otros. Sus caras parecían luminosas a la luz de la cerilla: luminosas y místicas. Y muy jóvenes—. ¿C-c-cómo estáis?

—Bien, Gran Bill —contestó Eddie. Pero estaba demacrado por el dolor. El entablillado de Bill se estaba desarmando—. ¿Y tú?

—Bi-bien. —Bill apagó la cerilla antes de que su cara pudiera desmentirlo.

—¿Cómo fue? —le preguntó Beverly, tocándole el brazo en la oscuridad—. Bill, ¿cómo fue que tu mujer…?

—P-p-porque me-mencioné el no-nombre de la ciudad. Ella m-me siguió. Aun cu-cuando lo de-decía, algo me o-o-ordenaba que me c-c-callara. P-pero no lo hi-hice. —Movió la cabeza en la oscuridad, desolado—. Sin embargo, a-a-aunque haya lle-llegado hasta De-Derry, n-n-no me e-e-explico c-c-cómo llegó aquí. Si He-e-enry no la tra-trajo, ¿qui-quién?

Eso —respondió Ben—. No siempre parece maligno, ya lo sabemos. Pudo haberse presentado diciendo que estabas en dificultades y traerla para…, para cabrearte, supongo. Para liquidar nuestras agallas. Porque eso es lo que tú fuiste siempre, Gran Bill: nuestras agallas.

—¿Tom? —musitó Beverly, en voz baja, casi cavilosa.

—¿Q-q-quién? —Bill encendió otra cerilla.

Ella lo miraba con una especie de desesperada franqueza.

—Tom, mi marido. Él también lo sabía. Al menos, creo que le mencioné el nombre de la ciudad, así como tú se lo mencionaste a Audra. No sé…, no sé si lo memorizó o no. En ese momento estaba muy enfadado conmigo.

—Por Dios, ¿qué es esto? —se extrañó Richie—. ¿Una de esas telenovelas donde todo el mundo aparece, tarde o temprano?

—Telenovela, no —dijo Bill. Parecía descompuesto—: espectáculo. Como el del circo. Bev, aquí presente, fue y se casó con un doble de Henry Bowers. Si ella lo dejó, ¿por qué no pudo él venir aquí? Después de todo, el verdadero Henry vino.

—No —dijo Beverly—, no me casé con Henry sino con mi padre.

—¿Qué diferencia hay, si también te pegaba? —apuntó Eddie.

—Va-vamos —dijo Bill—. Caminad junto a mí.

Siguieron caminando. Bill estiró las manos, en busca de la de Richie y la sana de Eddie. Pronto formaron un círculo, como antes, cuando el grupo era más numeroso. Eddie sintió que alguien le ponía un brazo sobre los hombros. Fue una sensación cálida, consoladora, profundamente familiar.

Bill experimentó el poder que recordaba de los viejos tiempos, pero comprendió con cierta desesperación que las cosas habían cambiado, en verdad. El poder ya no era tan fuerte como antes; forcejeaba y chisporroteaba como la llama de una vela en aire viciado. La oscuridad parecía más densa, más próxima, triunfal. Y se percibía el olor de Eso. Por este pasillo —se dijo—, y no muy lejos, hay una puerta con una marca. ¿Qué había detrás de esa puerta? Es lo único que aún no puedo recordar. Recuerdo haber puesto los dedos tiesos porque ellos querían temblar y recuerdo haber empujado la puerta. Hasta recuerdo el torrente de luz que surgió y su aspecto de cosa viva, como si no fuera sólo luz, sino víboras fluorescentes. Recuerdo el olor, como el de la jaula de los monos en un gran zoológico, pero aún peor. Y después… nada.

—¿A-a-alguien rec-recuerda cómo era Eso, en rea-realidad?

—No —dijo Eddie.

—Creo que… —comenzó Richie. Bill casi pudo sentir su gesto de negación—. No.

—No —dijo Beverly.

—Tampoco —repuso Ben—. Es lo único que no recuerdo. Qué era… y cómo lo combatimos.

—Chüd —dijo Beverly—. Así lo combatimos. Pero no recuerdo qué significa eso.

—Respald-d-dadme —dijo Bill—, que y-y-yo os re-re-respaldaré.

—Bill —advirtió Ben, con voz muy calma—, alguien se acerca.

Bill escuchó. Se oían pasos arrastrados, vacilantes, que se acercaban a ellos en la oscuridad. Tuvo miedo.

—A-A-Audra… —llamó.

Y de inmediato supo que no era ella.

Lo que se acercaba hacia ellos se aproximó un poco más.

Bill encendió una cerilla.

8

Derry, 5.00 h.

La primera anormalidad, en aquel día de primavera avanzada, en 1985, ocurrió dos minutos antes de que saliera oficialmente el sol. Para comprender lo anormal de ese hecho habría sido preciso conocer dos detalles que eran del dominio de Mike Hanlon (quien yacía, inconsciente, en el hospital municipal de Derry, cerca del amanecer). Ambos se referían a la iglesia bautista de la Gracia que se erguía en la esquina de Witcham y Jackson desde 1897. En su parte superior, la iglesia terminaba en una fina cúpula blanca, apoteosis de todas las cúpulas protestantes de Nueva Inglaterra. Esa cúpula tenía, en todas sus caras, una esfera de reloj cuyo mecanismo había sido construido y enviado desde Suiza en 1898. El único reloj parecido estaba en la plaza municipal de Haven, a sesenta kilómetros de distancia.

Stephen Bowie, un potentado de la madera que vivía en Broadway Oeste, había donado ese reloj a la ciudad a un costo de unos diecisiete mil dólares. Bowie podía permitirse ese gasto. Desde hacía cuarenta años era feligrés devoto, además de diácono, y, durante varios años, también presidente de la Liga de la Decencia Blanca. Por añadidura, era célebre por sus devotos sermones con ocasión del Día de la Madre, que él denominaba, reverente, el Domingo de las Madres.

Desde su instalación hasta el 31 de mayo de 1985, ese reloj había sonado fielmente para marcar cada hora y cada media hora con una notable excepción. El día del estallido en la fundición Kitchener el reloj no había dado las doce del mediodía. La gente creía que el reverendo Jollyn había acallado el reloj para demostrar que la iglesia estaba de duelo por la muerte de los niños y Jollyn nunca desmintió esa idea, aunque no era cierta. Simplemente, el reloj no había sonado.

Tampoco sonó a las cinco de la mañana del 31 de mayo de 1985.

En ese momento, en toda Derry, los ancianos que habían pasado allí toda la vida abrieron los ojos y se incorporaron, perturbados por alguna razón que no podían determinar. Tragaron medicamentos, se pusieron las dentaduras postizas, encendieron pipas y cigarrillos.

Los ancianos ya no pudieron conciliar el sueño.

Uno de ellos era Norbert Keene que ya había pasado los noventa años. Se acercó trabajosamente a la ventana y contempló el cielo, que estaba oscureciendo. La noche anterior, el pronóstico meteorológico había anunciado cielo despejado, pero los huesos le decían que iba a llover y mucho. Sentía miedo, muy dentro de sí. De algún modo oscuro se sentía amenazado, como si un veneno avanzara inexorablemente hacia su corazón. Pensó, sin saber por qué, en el día en que la banda de Bradley había entrado desprevenidamente en Derry hacia el cañón de setenta y cinco pistolas y fusiles. Ese tipo de acto hace que uno se sienta abrigado y perezoso por dentro, como si todo estuviera…, estuviera confirmado. No podía expresarlo mejor ni siquiera ante sí mismo. Después de un acto así, uno sentía que tal vez viviría para siempre y Norbert Keene estaba muy cerca de eso. Iba a cumplir noventa y seis años el 24 de junio y todavía caminaba cinco kilómetros todos los días. Pero ahora se sentía asustado.

—Esos chicos —dijo, mirando por la ventana, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. ¿Qué pasa con esos malditos chicos? ¿Con qué se han puesto a jugar ahora?

Egbert Thoroughgood, de noventa y nueve, el que había estado en el «Dólar Soñoliento» mientras Claude Heroux afinaba su hacha para tocar la marcha fúnebre para cuatro hombres, despertó en el mismo instante, se levantó y dejó escapar un grito oxidado que nadie oyó. Había soñado con Claude, pero Claude iba en busca de él. Un momento después de bajar el hacha, Thoroughgood había visto su propia mano cortada enroscándose sobre el mostrador.

Algo anda mal —pensó, a su manera confusa, asustada y temblando en su pijama manchado de orina—. Algo anda horriblemente mal.

Dave Gardener, el que descubrió el cuerpo mutilado de George Denbrough en octubre de 1957, y cuyo hijo descubrió la primera víctima de este nuevo ciclo, a comienzos de la primavera, abrió los ojos a las cinco en punto y pensó, aun antes de mirar el reloj del armario: El reloj de la Gracia no ha tocado la hora. ¿Qué pasa? Sentía un miedo grande, mal definido. Con los años, Dave había prosperado. En 1965 había comprado el Shoeboat, que ya tenía sucursales en la gran galería de Derry y en Bangor. De pronto, todas esas cosas, las cosas a las que había dedicado la vida, parecían estar en peligro. ¿De qué? —gritó ante sí mismo, mirando a su mujer dormida—. ¿De qué? ¿Cómo puedes estar tan inquieto sólo porque ese reloj no ha dado la hora? Pero no hubo respuesta.

Se levantó y fue a la ventana sosteniéndose el pantalón del pijama. El cielo estaba intranquilo, lleno de nubes que llegaban desde el oeste y la inquietud de Dave fue en aumento. Por primera vez en muchísimo tiempo, se descubrió pensando en los alaridos que lo habían hecho salir al porche, veintisiete años antes, para ver esa figura que se retorcía bajo el impermeable amarillo. Miró las nubes que se acercaban y pensó: Todos estamos en peligro. Todos nosotros. Derry.

El comisario Andrew Rademacher, que estaba convencido de haber hecho todo lo posible por resolver la nueva cadena de asesinatos de niños que asolaba a Derry, estaba de pie en el porche de su casa con los pulgares metidos en el cinturón, contemplando las nubes con la misma intranquilidad. Algo se está preparando. Parece que va a llover a cántaros, para empezar. Pero eso no es todo. Se estremeció… y mientras estaba en el porche, oliendo el beicon que su mujer preparaba tras la puerta, las primeras gotas, del tamaño de monedas, oscurecieron la acera frente a su agradable casita de Reynolds Street. En algún lugar del horizonte, desde el parque Bassey, resonó un trueno.

Rademacher volvió a estremecerse.

9

George, 5.01 h.

Bill levantó la cerilla… y soltó un alarido, largo, tembloroso, desesperado.

Era George quien zigzagueaba por el túnel, hacia él. George, aún vestido con su impermeable amarillo salpicado de sangre, con una manga vacía e inútil. Su cara estaba blanca como el queso; sus ojos eran brillante plata. Se fijaron en los de Bill.

—¡Mi barco! —La voz perdida de Georgie se elevó, temblorosa, en el túnel—. ¡No lo encuentro, Bill! Lo he buscado por todas partes y no lo encuentro y ahora estoy muerto y todo es culpa tuya, culpa tuya, culpa tuya…

—¡Ge-Ge-Georgie! —chilló Bill.

Su mente vacilaba, desprendiéndose de sus ataduras.

George avanzó a tropezones, tambaleante, hacia él; su único brazo se elevó hacia Bill, con la mano blanca encogida en una garra. Las uñas estaban sucias y codiciosas.

—Culpa tuya —susurró, muy sonriente. Sus dientes eran colmillos de carnívoro, se abrían y se cerraban lentamente, como los de una trampa para osos—. Tú me hiciste salir y todo… esto… es… culpa… tuya.

—¡N-n-no, Ge-Ge-Georgie! —gritó Bill—. Yo n-n-no sa-sa-sabía…

—¡Te voy a matar! —gritó Georgie.

Una mezcla de ruidos como de perro surgieron de aquella boca dentada: gemidos, aullidos, quejas. Una especie de risa. Bill ya podía sentir el olor, el olor de George en putrefacción. Era olor a sótano, pululante, como de algún monstruo definitivo que acechara en el rincón, todo ojos amarillos, a la espera de destripar algún vientre de niño.

Los colmillos rechinaron. Era como un ruido de bolas de billar entrechocándose. De los ojos comenzó a brotar pus amarillo que chorreó por la cara… y la cerilla se apagó.

Bill sintió que sus amigos desaparecían. Estaban huyendo, por supuesto, lo dejaban solo. Lo aislaban, tal como sus padres lo habían aislado, porque George tenía razón: todo era culpa suya. Pronto sentiría que esa única mano le aferraba la garganta; pronto sentiría que esos colmillos lo desgarraban, y estaría bien. Sería justo. Él había enviado a George a la muerte. Había pasado toda su vida adulta escribiendo sobre el horror de esa traición. Oh, le ponía muchas máscaras, casi tantas como Eso se ponía para ellos, pero el monstruo, en el fondo, era sólo George, que corría con su barquito de papel parafinado. Y había llegado el momento de ajustar cuentas.

—Mereces morir por haberme matado —susurró George.

Ya estaba muy cerca. Bill cerró los ojos.

Una luz amarilla invadió el túnel. Bill abrió los ojos. Richie había encendido una cerilla.

—¡Lucha, Bill! —gritó Richie—. ¡Por el amor de Dios, lucha!

¿Qué haces aquí? Los miró a todos, extrañado. No habían huido, después de todo. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible, después de haber visto lo traidor que él había sido con su propio hermano?

—¡Lucha! —vociferaba Beverly—. ¡Oh, Bill, lucha! ¡Sólo tú puedes hacerlo! Por favor…

George estaba a menos de metro y medio. De pronto sacó la lengua a Bill. Estaba llena de hongos blancos. Bill volvió a aullar.

—¡Mátalo, Bill! —gritó Eddie—. ¡Ése no es tu hermano! ¡Es Eso! ¡Mátalo ahora que es pequeño! ¡Mátalo YA!

George echó un vistazo a Eddie, apartando por un instante sus ojos de plata, y Eddie retrocedió hacia atrás, hasta golpear contra la pared, como si lo hubieran empujado. Bill seguía hipnotizado, mientras su hermano avanzaba hacia él, otra vez George, después de tantos años, George al final tal como había sido George al principio, oh sí, y oía el crujir del impermeable amarillo mientras George acortaba la distancia, oía el tintineo de las hebillas de sus botas de lluvia y olía algo así como hojas mojadas, como si George, por debajo del impermeable, estuviera hecho de ellas, como si los pies, dentro de las botas, fueran pies de hojas, sí, un hombre-hoja, eso era, eso era George, era una cara de globo putrefacta y un cuerpo hecho de hojas muertas, como las que a veces atascan las cloacas después de una inundación.

Vagamente oyó que Beverly chillaba.

(golpea exhausto el poste)

—Bill, por favor, Bill…

(tosco y recto e insiste infausto)

—Buscaremos mi barquito juntos —dijo George. Por las mejillas le caían gruesos hilos de pus amarillo, remedo de lágrimas. Estiró la mano hacia Bill e inclinó la cabeza a un lado apartando los labios de esos colmillos.

(que ha visto a los espectros que ha visto a los espectros QUE HA VISTO)

—Lo encontraremos —dijo George y Bill olió el aliento de Eso y era un olor como a animales reventados en la autopista a medianoche. Al bostezar la boca de George, Bill vio que allí dentro se retorcían cosas—. Todavía está aquí abajo, aquí abajo todo flota, flotaremos, Bill, todos flotaremos.

Su mano se cerró sobre el cuello de Bill.

(QUE HA VISTO A LOS ESPECTROS QUE HEMOS VISTO A LOS ESPECTROS ELLOS NOSOTROS TÚ HAS VISTO A LOS ESPECTROS)

La cara contraída de George se encaminó hacia el cuello de Bill.

—…flotamos.

—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto! —gritó Bill.

Su voz era más grave, en nada parecida a su voz y Richie, en un recuerdo fugaz, recordó que Bill sólo tartamudeaba cuando hablaba con su propia voz. Cuando fingía ser otro, jamás lo hacía.

El seudoGeorge retrocedió, siseando, y se llevó la mano al rostro, como para protegerse.

—¡Eso es! —gritó Richie, delirante—. ¡Lo tienes, Bill! ¡Dale! ¡Dale!

—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto e insiste, infausto, que ha visto a los espectros! —tronó Bill, avanzando contra el seudoGeorge—. ¡Tú no eres ningún fantasma! ¡George sabe que yo no deseaba su muerte! ¡Mis padres se equivocaron! ¡Me culparon a mí y eso fue un error! ¿Me oyes?

El seudoGeorge giró abruptamente, chillando como una rata. Eso comenzó a derretirse bajo el impermeable amarillo. El mismo material del impermeable parecía derretirse en grandes grumos amarillos. Eso estaba perdiendo su forma, tornándose amorfo.

—¡Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, hijo de puta! —aulló Bill Denbrough—. ¡E insiste, infausto, que ha visto a los espectros!

Saltó contra Eso y sus dedos se clavaron en el impermeable amarillo que ya no era tal. Lo que aferró se parecía a un extraño caramelo blando, caliente, que se fundió entre sus dedos en cuanto hubo cerrado el puño. Cayó de rodillas. En ese momento, Richie chilló porque la cerilla acababa de quemarle los dedos y volvieron a quedar en la oscuridad.

Bill sintió que algo le crecía en el pecho, algo caliente, sofocante y doloroso como feroces ortigas. Se cogió las rodillas y las acercó al mentón con la esperanza de que eso calmara el dolor, siquiera un poco; agradecía vagamente que la oscuridad impidiera a los otros presenciar su tormento.

Oyó que se le escapaba un sonido: un gemido vacilante. Hubo un segundo y un tercero.

—¡George! —gritó—. ¡George, lo siento! ¡Yo no q-q-quería que te oc-c-curriera nada m-m-malo!

Tal vez había algo más que decir, pero no pudo. Por entonces estaba sollozando, tendido de espaldas, con un brazo contra los ojos, recordando el barco de papel, recordando el palpitar de la lluvia contra las ventanas de su dormitorio, recordando el olor a medicamentos y los pañuelos de papel sobre la mesita de noche, el leve dolor de la fiebre en la cabeza y en el cuerpo, recordando a George, sobre todo a George, con su impermeable y su capucha.

—¡Lo siento, George! —gritó entre lágrimas—. ¡Lo siento, lo siento, por favor…, perdóname!

Un momento después, todos lo rodeaban, sus amigos, y nadie encendió cerillas y alguien lo abrazó sin que él supiera quién, tal vez Beverly, tal vez Ben, o Richie. Estaban con él y por ese momento la oscuridad fue generosa.

10

Derry, 5.30 h.

A las cinco y media llovía torrencialmente. Los meteorólogos de las radioemisoras de Bangor expresaron una leve sorpresa y ofrecieron disculpas a las personas que habían planeado picnics o salidas basándose en el pronóstico del día anterior. «Mala suerte, amigos; es sólo uno de esos extraños cambios de clima que se producen a veces en el valle del Penobscot con brusquedad sorprendente».

En la emisora WZON, el meteorólogo Jim Witt describió lo que denominaba «un sistema de baja presión extraordinariamente disciplinado». Eso era decir muy poco. Las condiciones variaban, de nublado en Bangor a chaparrones aislados en Hampden, lloviznas en Haven y lluvias moderadas en Newport. Pero en Derry, a sólo cuarenta y cinco kilómetros del centro de Bangor, diluviaba. Los que viajaban por la ruta 7 se encontraron avanzando por veinte centímetros de agua en algunos lugares. Más allá de las granjas Rhulin, una alcantarilla atascada en una hondonada había cubierto la autopista con tanta agua que era imposible pasar. Hacia las seis de esa mañana, la patrulla de caminos de Derry había puesto ya carteles naranja con la palabra DESVÍO a ambos lados de la hondonada.

Los que esperaban bajo el refugio de Main Street a que el primer autobús de la mañana los llevara al trabajo, miraban sobre la barandilla hacia el canal donde el agua estaba amenazadoramente alta dentro de sus límites de cemento. No habría inundación, por supuesto; en eso, todos estaban de acuerdo. El agua aún estaba un metro veinte por debajo de la marca más alta, en 1977, y ese año no habían tenido inundación. Pero la lluvia caía con dura persistencia y el trueno rugía en las nubes bajas. El agua descendía por Up-Mile Hill en verdaderos arroyos rugiendo en las cloacas y en las bocas de las alcantarillas.

No habría inundación, concordaban todos, pero en las caras había una pátina de inquietud.

A las seis menos cuarto un transformador de potencia instalado en un poste junto a la terminal de Tracker Hermanos estalló en un relámpago de luz purpúrea, esparciendo trozos de metal retorcido contra el techo de madera fina. Uno de los fragmentos cortó un cable de alta tensión que también cayó en el techo, chisporroteando, debatiéndose como una serpiente mientras despedía un chorro casi líquido de chispas. El techo se incendió a pesar del aguacero y muy pronto el local estaba en llamas. El cable de alta tensión cayó del techo al camino cubierto de hierbas que conducía a la parte trasera donde los pequeños, años atrás, jugaban al béisbol. Los bomberos de Derry hicieron la primera salida del día a las 6.02 de la mañana y llegaron a Tracker Hermanos a las 6.10. Uno de los primeros en bajar fue Calvin Clark, uno de los mellizos Clark que iban a la escuela con Ben, Beverly, Richie y Bill. Al dar el tercer paso, la suela de su bota tocó el cable pelado. Calvin quedó electrocutado casi instantáneamente, con la lengua mordida y la chaqueta de goma despidiendo humo. Por el olor, parecía que alguien estaba quemando mantas viejas, como en el vertedero.

A las 6.05, los habitantes de Merit Street, en Old Cape, sintieron algo que parecía una explosión subterránea. Los platos se cayeron de los estantes; los cuadros, de la pared. A las 6.06, todos los inodoros de Merit Street estallaron súbitamente en un géiser de excrementos al producirse una inconcebible reversión en la nueva planta de tratamiento de Los Barrens. En algunos casos, esos estallidos fueron tan potentes que abrieron agujeros en los techos de los baños. Una mujer llamada Anne Stuart murió por obra de una antigua rueda dentada que salió disparada de su inodoro como de una catapulta, junto con una bocanada de aguas residuales. La rueda de maquinaria atravesó el vidrio opaco de la ducha y se le hundió en la garganta como una bala mientras se lavaba la cabeza. Fue casi decapitada. La rueda era una reliquia de la fundición Kitchener que había llegado a las cloacas casi tres cuartos de siglo atrás. Otra mujer murió al estallar su inodoro como una bomba en la violenta reversión causada por los gases de metano. La infortunada mujer, que en ese momento estaba sentada en el retrete, leyendo un catalogo, fue hecha pedazos.

A las 6.19 un rayo cayó en el llamado Puente de los Besos que cruzaba el canal entre el parque Bassey y el instituto de Derry. Las astillas volaron a gran altura y llovieron sobre el precipitado canal cuya corriente se las llevó.

Se estaba levantando viento. A las 6.30, el medidor instalado en el vestíbulo del Palacio de Justicia lo registró en más de veintitrés kilómetros por hora. Hacia las 6.45 había ascendido a treinta y seis kilómetros por hora.

A las 6.50, Mike Hanlon despertó en su habitación del Hospital Municipal de Derry. Su retorno a la conciencia fue una especie de lenta disolución; por largo rato pensó que estaba soñando. En ese caso, se trataba de un sueño muy raro, una especie de sueño de ansiedad, como habría dicho su antiguo profesor de psicología, el doctor Abelson. Al parecer no había motivos explícitos para esa ansiedad, pero allí estaba, de todos modos. Esa habitación blanca, sencilla, parecía gritarle amenazas.

Gradualmente se fue dando cuenta de que estaba despierto. La habitación blanca y sencilla era una habitación de hospital. Sobre su cabeza pendían frascos, uno lleno de líquido transparente; el otro, rojo oscuro: sangre. Vio un televisor apagado atornillado a la pared y cobró conciencia del constante batir de la lluvia contra la ventana.

Mike trató de mover las piernas. Una se movía libremente, pero la otra, la derecha, estaba aprisionada. En ella, las sensaciones eran muy débiles. Por fin notó que estaba fuertemente vendado.

Todo volvió poco a poco. Se había sentado a escribir en su cuaderno y había aparecido Henry Bowers. Un verdadero estallido del pasado, una dorada maravilla. Después de una pelea…

¡Henry! ¿Adónde había ido Henry? ¿En busca de los otros?

Mike buscó a tientas el timbre. Estaba sujeto a la cabecera de su cama. Lo tenía ya en las manos cuando se abrió la puerta dando paso a un enfermero. Tenía dos botones de la chaquetilla desabrochados; el pelo revuelto le daba un desaliñado aspecto parecido a Ben Casey. Llevaba al cuello una medalla de San Cristóbal. Aun en ese estado confuso, no del todo consciente, Mike lo reconoció inmediatamente. En 1958, en Derry, una niña de dieciséis años llamada Chery Lamonica había sido asesinada por Eso. La chica tenía un hermano de catorce llamado Mark. De él se trataba.

—¿Mark? —dijo Mike débilmente—. Necesito hablar contigo.

—Chist —lo silenció Mark, con la mano en el bolsillo—. No hables.

Entró en la habitación y se detuvo a los pies de la cama. Mike vio, con un inerme escalofrío, lo inexpresivo de sus ojos. Mark Lamonica tenía la cabeza levemente inclinada, como escuchando una música lejana. Sacó la mano del bolsillo. Entre los dedos tenía una jeringuilla.

—Esto te hará dormir —dijo.

Y empezó a caminar hacia la cama.

11

Bajo la ciudad, 6.49 h.

—¡Chist! —exclamó Bill, de pronto, aunque no se oía otro ruido que el de los leves pasos del grupo.

Richie encendió una cerilla. Las paredes del túnel se habían separado. Los cinco parecían muy pequeños en ese espacio, bajo la ciudad. Formaron un grupo apretado. Beverly tuvo una fantasmal sensación de cosa ya vivida, mientras observaba las gigantescas lajas del suelo y las redes de telarañas que pendían en lo alto. Ahora estaban cerca. Muy cerca.

—¿Qué oyes? —preguntó a Bill, tratando de mirar a todas partes mientras el fósforo se consumía en la mano de Richie. Esperaba ver alguna nueva sorpresa acechando en la oscuridad, surgiendo de ella. ¿Rodan, tal vez? ¿El alienígena de esa horrible película con Sigourney Weaver? ¿Una gran rata de ojos naranja y dientes de plata? Pero no había nada: sólo el polvoriento olor de la oscuridad y, muy lejos, el rumor del agua precipitada como si las cloacas se estuvieran llenando.

—A-a-algo a-anda m-mal —dijo Bill—. Mike…

—¿Mike? —se alarmó Eddie—. ¿Qué le pasa?

—Yo también lo sentí —confirmó Ben—. ¿Es…? Bill, ¿ha muerto?

—No —dijo Bill. Sus ojos estaban neblinosos y distantes, carentes de emoción; toda la alarma se concentraba en su tono y en la posición defensiva del cuerpo—. Está… E-e-está… —Tragó saliva. Su garganta emitió un chasquido y sus ojos se dilataron—. ¡Oh…! ¡Oh, no…!

—¡Bill! —gritó Beverly, alarmada—. Bill, ¿qué pasa? ¿Qué…?

—¡Dad-dadme las ma-manos! —gritó Bill—. ¡Rá-rápido!

Richie dejó caer la cerilla y tomó una mano de Bill. Beverly tomó la otra. Buscó a tientas con la mano libre y Eddie se la sujetó débilmente con los dedos del brazo entablillado. Ben completó el círculo.

¡Envíale nuestro poder! —exclamó Bill, con la misma voz extraña y grave—. ¡Envíale nuestro poder, quienquiera que seas Tú, envíale nuestro poder! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!

Beverly sintió que algo brotaba de ellos en dirección a Mike. La cabeza le rodó sobre los hombros en una especie de éxtasis y el áspero silbido de Eddie, al respirar, se confundió con el largo trueno del agua en las cloacas.

12

—Ahora —musitó Mark Lamonica.

Suspiró. Fue el suspiro de quien siente aproximarse el orgasmo.

Mike apretó el timbre una y otra vez. Lo oía sonar en la sala de enfermeras, al otro lado del pasillo, pero no vino nadie. Con una infernal visión interior, comprendió que las enfermeras estaban sentadas allí, leyendo el periódico, tomando café, oyendo sus timbrazos sin oírlos. Sólo responderían más tarde, cuando todo hubiera terminado, porque así funcionaban las cosas en Derry. En Derry, era mejor no ver ni oír ciertas cosas… hasta que terminaran.

Mike dejó caer el timbre.

Mark se inclinó hacia él, con la punta de la hipodérmica centelleante. La medalla de San Cristóbal se balanceaba hipnóticamente, mientras apartaba la sábana.

—Aquí, justo aquí —susurró—. En el esternón.

Y suspiró otra vez.

Mike sintió súbitamente que lo inundaba una energía primitiva que le recorrió el cuerpo como una corriente de voltios. Se puso rígido, estiró los dedos como en una convulsión. Sus ojos se ensancharon. De él escapó un gruñido y esa sensación de horrible parálisis desapareció como arrancada por una buena bofetada.

Su mano derecha salió disparada hacia la mesita de noche. Allí había una jarra de plástico y un grueso vaso de vidrio. Su mano se ciñó al vaso. Lamonica percibió el cambio; esa luz soñadora, complacida, desapareció de sus ojos reemplazada por una cautelosa confusión. Retrocedió un poquito. En ese instante, Mike levantó el vaso y se lo clavó en la cara.

Lamonica, con un grito, retrocedió a tropezones dejando caer la jeringuilla. Sus manos se alzaron a la cara lastimada. La sangre le corrió por las muñecas manchando la chaquetilla blanca.

La energía desapareció tan súbitamente como había llegado. Mike miró inexpresivamente los fragmentos de vidrio roto que había sobre la cama, la bata de hospital, su propia mano sangrante. Oyó el ruido rápido y liviano de suelas de goma en el pasillo.

Ahora vienen —pensó—. Oh, sí, ahora. Y cuando se hayan ido, ¿quién se presentará? ¿Quién aparecerá después?

Irrumpieron en su habitación las mismas enfermeras que tan tranquilamente habían permanecido en su sala mientras el timbre sonaba frenéticamente. Mike cerró los ojos y rezó por que todo terminara. Rezó por que sus amigos estuvieran en algún lugar, debajo de la ciudad, por que estuvieran bien, por que pusieran fin a todo.

No sabía con exactitud a quién le rezaba… pero lo hizo, de todas maneras.

13

Bajo la ciudad, 6.54 h.

—E-e-está bi-bien —dijo Bill, por fin.

Ben no habría podido decir cuánto tiempo habían permanecido en la oscuridad, tomados de las manos. Le parecía haber sentido algo, algo que había brotado de ellos, del círculo, y acababa de volver. Pero no sabía a dónde había ido esa cosa, si acaso existía, ni para hacer qué.

—¿Estás seguro, Gran Bill? —preguntó Richie.

—S-s-sí. —Bill soltó las manos de Richie y de Beverly—. P-p-pero tendre-tendremos que terminar esto lo a-a-antes p-posible. V-v-vamos.

Continuaron la marcha. Richie o Bill encendían periódicamente una cerilla. No tenemos siquiera una escopeta de aire comprimido —pensó Ben—. Pero eso es parte del asunto, ¿verdad, Chüd? ¿Qué significa? ¿Qué era Eso, exactamente? ¿Cuál era su cara definitiva? Aun si no lo matamos, lo herimos. ¿Cómo?

La cámara por la que caminaban (ya no podía llamársele túnel) se hacía cada vez más grande. Sus pasos despertaban ecos. Ben recordó el olor, ese fuerte olor a zoológico. Se dio cuenta de que ya no hacían falta las cerillas: había una especie de luz, un resplandor horrible que se tornaba cada vez más potente. En esa luz pantanosa, sus amigos parecían cadáveres ambulantes.

—Allí delante hay una pared, Bill —dijo Eddie.

—Ya lo s-s-sé.

Ben sintió que su corazón volvía a cobrar velocidad. Tenía un gusto agrio en la boca y empezaba a dolerle la cabeza. Se sentía deprimido y asustado. Gordo.

—La puerta —susurró Beverly.

Sí, allí estaba. En otra ocasión, veintisiete años antes, habían cruzado esa puerta con sólo agachar la cabeza. Ahora tendrían que pasar a cuatro patas. Habían crecido; allí estaba la prueba final, por si hacía falta.

Ben sentía los puntos del pulso en la sien y en las muñecas, calientes y llenos de sangre. Su corazón había tomado un palpitar ligero y rápido que se parecía a la arritmia. Pulso de paloma, pensó, sin saber por qué, y se humedeció los labios con la lengua.

Por debajo de esa puerta surgía una luz brillante, entre amarilla y verde; atravesaba el adornado agujero de la cerradura en un rayo retorcido, tan grueso que parecía posible cortarlo.

La marca seguía sobre la puerta y una vez más todos vieron algo diferente en ese extraño diseño. Beverly vio la cara de Tom. Bill, la cabeza cortada de Audra, con ojos inexpresivos que se fijaban en él con horrible acusación. Eddie vio una calavera sonriente, puesta sobre dos tibias cruzadas: el símbolo del veneno. Richie, la cara barbuda de un Paul Bunyan enajenado cuyos ojos estaban convertidos en rendijas de asesino. Y Ben vio a Henry Bowers.

—¿Somos lo bastante fuertes, Bill? —preguntó—. ¿Podemos hacer esto?

—N-n-n-no lo sé —dijo Bill.

—¿Y si está cerrada? —sugirió Beverly con un hilo de voz.

La cara de Tom le hacía burla.

—N-no —afirmó Bill—. Los lug-lugares como éste n-n-nunca est-están ce-ce-cerrados.

Apoyó los dedos de la mano derecha, bien estirados, contra la puerta (tuvo que agacharse para eso) y empujó. La puerta giró hacia un torrente de luz amarillo-verdosa, enfermiza. Los recibió aquel olor a zoológico, el olor del pasado hecho presente, horriblemente vivo, obscenamente vital.

Gira, rueda, pensó Bill porque sí. Y miró en derredor. Luego se dejó caer sobre manos y rodillas. Beverly lo siguió. Después, Richie. Detrás, Eddie. Ben fue el último; le ardía la piel con el contacto de la vieja suciedad que cubría el suelo. Pasó por el portal y, al incorporarse, el último recuerdo cayó en su sitio con la fuerza de un ariete psíquico.

Lanzó un grito y retrocedió, tambaleándose, con una mano alzada hacia a la frente. Su primer pensamiento, desconectado, fue: No me sorprende que Stan se suicidara. ¡Oh, Dios, por qué no me suicidé yo también! Vio la misma expresión de aturdido espanto y la nueva aprensión en los rostros de los otros, en tanto las últimas llaves iban girando en sus correspondientes cerraduras.

Un momento después, Beverly, chillando, se aferraba a Bill: bajando a toda velocidad por la cortina de gasa de su tela venía Eso: una araña de pesadilla surgida de más allá del tiempo y el espacio, una araña que no hubiera podido imaginar el habitante más febril del más profundo infierno.

No —pensó Bill, fríamente—, tampoco es una araña, en realidad, pero esta forma no es algo que Eso haya tomado de nuestra mente; es lo más que nuestra imaginación puede aproximarse a

(los fuegos fatuos)

lo que Eso es.

Medía, tal vez, cuatro metros y medio de alto; era negra como una noche sin luna. Cada una de sus patas era gruesa como el muslo de un levantador de pesas. Sus ojos eran rubíes malévolos y brillantes que abultaban las cuencas, llenas de un fluido chorreante del color del cromo. Sus mandíbulas serradas se abrían y se cerraban, una y otra vez, dejando caer cintas de espuma. Ben, petrificado en un éxtasis de horror, vacilando en el límite de la locura total, observó, con la calma que existe en el ojo de la tormenta, que esa espuma estaba viva al caer en el suelo maloliente, se filtraba en las rendijas retorciéndose como un protozoario.

Pero Eso es otra cosa, una forma final que casi puedo ver, como se puede ver la forma de un hombre moviéndose tras la pantalla cinematográfica, en pleno espectáculo, otra forma. Pero no quiero verla, por favor, Dios mío, no quiero ver a Eso

Y no importaba, ¿verdad? Veían lo que veían y Ben comprendió, de algún modo, que Eso estaba aprisionado en esa forma definitiva, la forma de la Araña, por esa visión del grupo, colectiva, no buscada, sin paternidad. Era contra este Eso que deberían vivir o morir.

La criatura gemía y chillaba. Ben tuvo la seguridad de que estaba oyendo dos veces esos ruidos: en la cabeza y, una fracción de segundo después, en los oídos. Telepatía —pensó—. Le estoy leyendo la mente. Su sombra era un huevo achaparrado que se deslizaba sobre la antigua pared de esa madriguera. El cuerpo estaba cubierto de pelo áspero y Ben vio que poseía un aguijón capaz de ensartar a un hombre. De la punta surgía un fluido transparente que también estaba vivo; como la saliva, el veneno se retorcía hasta escapar por las rendijas del suelo. El aguijón, sí…, pero debajo de él, la barriga de Eso se abultaba grotescamente, casi arrastrándose por el suelo. Eso cambiaba ahora de dirección, encaminándose, sin fallar, hacia el jefe del grupo: hacia Bill.

Es la bolsa de los huevos —pensó Ben y su mente pareció gritar ante las implicaciones de aquella idea—. No importa qué sea Eso más allá de lo que vemos: esta representación es correcta, al menos simbólicamente: Eso es hembra y está preñada. Estaba preñada ya en aquel entonces y ninguno de nosotros se dio cuenta. Excepto Stan, quizá. Oh, Cristo, sí, fue Stan quien lo comprendió, Stan, no Mike. Stan, quien nos dijo… Por eso tuvimos que volver, pasara lo que pasara, porque Eso es hembra y está preñada de algún engendro inconcebible… y está al final de su gestación.

Increíblemente, Bill Denbrough se estaba adelantando para salir al encuentro de Eso.

—¡No, Bill! —gritó Beverly.

—¡Que-que-quedaos atrás! —gritó Bill, sin volverse.

Un momento después, Richie corría hacia él gritando su nombre y Ben descubría que sus propias piernas se habían puesto en movimiento. Le parecía tener una panza fantasmal bamboleándose delante de él; la sensación le resultó agradable: Tener que volver a ser niños —pensó, incoherente—. Es el único modo en que puedo impedir que Eso me vuelva loco. Tengo que convertirme otra vez en niño…, tengo que aceptarlo. De algún modo.

Corría. Gritaba el nombre de Bill. Apenas consciente de que Eddie corría a su lado, balanceando el brazo roto con el cinturón de bata que Bill había usado para atarlo arrastrándose por el suelo. Eddie había sacado su inhalador. Parecía un pistolero desnutrido y demente armado de alguna extraña pistola.

Ben oyó que Bill aullaba:

—¡Tú ma-ma-mataste a mi hermano, hi-i-ija de p-puta!

Entonces Eso alzó las patas frente a Bill sepultándolo en su sombra, pataleando en el aire. Ben oyó un maullido ansioso y miró aquellos ojos malignos, rojos, ajenos al tiempo. Por un instante vio, sí, la forma oculta detrás de la apariencia: vio luces, vio una cosa peluda, reptante, infinita, que estaba hecha de luz y nada más, de luz naranja, una luz muerta que se fingía viva.

El rito se inició por segunda vez.