Tom
Tom Rogan estaba teniendo un sueño descabellado. Estaba soñando que mataba a su padre.
Una parte de su mente comprendía que eso era descabellado porque su padre había muerto cuando él estaba apenas en tercer curso. Bueno…, tal vez no correspondía decir que había muerto, sino que se había suicidado. Ralph Rogan se había preparado un buen cóctel de ginebra y lejía. La última copa, como quien dice. Tom había sido puesto a cargo de sus hermanos menores; cuando algo andaba mal con ellos, recibía una paliza.
Por lo tanto, no podía haber matado a su padre… Sin embargo, en ese sueño aterrorizante se veía sosteniendo contra el cuello de su padre algo que parecía un mango inofensivo; sólo que no era inofensivo, ¿verdad? En un extremo tenía un botón y si él lo apretaba saldría una hoja que atravesaría el cuello de su padre. No voy a hacer semejante cosa, papá, no te preocupes, pensó su mente dormida, un momento antes de que su dedo se hundiera en el botón y surgiera la hoja. Los ojos de su padre se abrieron, clavados en el techo; la boca emitió un ruido a gárgara sanguinolenta. ¡Yo no lo hice, papá! —gritaba su mente—. ¡Fue algún otro!
Trató de despertarse y no pudo. Lo más que logró hacer (y no resultó muy útil) fue perderse en un sueño nuevo. En ése se veía chapoteando por un túnel largo y oscuro. Le dolían las pelotas y sentía la cara cruzada de arañazos. Lo acompañaban otras personas, pero apenas divisaba siluetas difusas. De cualquier modo, no importaba. Lo que importaba era que los chicos estaban por ahí, más adelante. Tenían que pagar. Necesitaban
(una paliza)
un castigo.
Ese purgatorio, fuese lo que fuese, olía mal. El agua chorreaba con ecos resonantes. Tenía los pantalones y los zapatos empapados. Y esas mierditas secas estaban en algún lugar del laberinto de túneles. Tal vez pensaban que
(Henry)
Tom y sus amigos se perderían. Pero les saldría mal
(¡Me río de ustedes!)
porque él tenía otro amigo, oh, sí, un amigo especial, y ese amigo le había marcado el camino a tomar con… con…
(globos de luna)
unas cosas grandes y redondas, iluminadas desde dentro, que despedían un resplandor misterioso como el de las lámparas antiguas. En cada intersección flotaba uno de esos globos con una flecha que indicaba el camino por donde él y
(Belch y Victor)
sus invisibles amigos debían seguir. Y era el camino correcto, oh, sí. Porque oía a los otros allá delante. Oía el chapoteo de su avance y los murmullos distorsionados de sus voces. Los estaban alcanzando. Y cuando los alcanzaran… Tom bajó la vista y vio que aún tenía la navaja en la mano.
Por un momento tuvo miedo. Eso era como una de las descabelladas experiencias astrales que él solía leer en los semanarios; esas experiencias en que el espíritu abandona el cuerpo para entrar en el de otra persona. La forma de su cuerpo le parecía distinta, como si no fuera Tom sino
(Henry)
otra persona, alguien más joven. Empezó a luchar por salir del sueño y de pronto una voz le habló, tranquilizadora, susurrándole al oído: No importa cuándo es esto, no importa quién eres lo que importa es que Beverly está allí, está con ellos, mi buen amigo. ¿Y sabes una cosa? Ha hecho algo mucho peor que fumar a escondidas. ¿Sabes qué? ¡Ha estado follando con su viejo amigo, Bill Denbrough! ¡Sí, de veras! ¡Ella y ese maldito tartamudo! Y…
¡Es mentira! —trató de gritar—. ¡No puede haberse atrevido a…!
Pero sabía que no era mentira. Ella le había pegado con un cinturón en las
(me pateó en las)
pelotas. Y huyó. Y ahora lo había engañado, esa
(putilla)
maldita zorra lo había engañado, oh amigos y vecinos, qué paliza iba a recibir. Primero ella y después Denbrough, su amigo, el novelista. Y si alguien trataba de interponerse, tendría también su parte en la acción.
Apuró el paso, aunque ya se estaba quedando sin aliento. Hacia delante vio otro círculo luminoso cabeceando en la oscuridad: otro globo de luna. Oía las voces de la gente, allí delante, y el hecho de que fuesen voces infantiles no le importó. Tal como esa otra voz decía; no importaba dónde, cuándo ni quién. Beverly estaba allí y ¡oh, vecinos y amigos…!
—Vamos, chicos, moveos —dijo.
Ni siquiera importaba que su voz no fuera su propia voz, sino la de un niño.
Entonces, al aproximarse al globo de luna, miró hacia atrás por primera vez y vio a sus compañeros. Los dos estaban muertos. A uno le faltaba la cabeza. El otro tenía la cara abierta por, al parecer una garra enorme.
—No podemos correr más, Henry —dijo el de la cara abierta.
Sus labios se movieron en dos pedazos, grotescamente desconectados. Y fue entonces cuando Tom hizo pedazos el sueño con un grito y volvió en sí vacilando al borde de algo que parecía un gran espacio vacío.
Trató de no perder el equilibrio, pero lo perdió y cayó al suelo. A pesar del alfombrado, el golpe disparó un estallido de dolor en su rodilla herida. Tuvo que ahogar otro grito contra el antebrazo.
¿Dónde estoy? ¿Dónde coño estoy?
Cobró conciencia de una luz blanca, débil, pero clara. Por un momento espantoso creyó que estaba otra vez en el sueño, que era la luz de esos globos ridículos. Entonces recordó que había dejado la puerta del baño parcialmente abierta con el tubo fluorescente encendido. Siempre dejaba la luz encendida cuando estaba fuera de su casa; así se ahorraba golpearse las piernas contra los muebles si tenía que levantarse a orinar.
Eso puso la realidad en su sitio. Todo había sido un sueño, un sueño descabellado. Estaba en un hotel llamado Holiday Inn. Eso era Derry, Maine. Había seguido a su mujer hasta allí y, en medio de una pesadilla de locos, se había caído de la cama. Eso era todo, en resumen.
Eso no fue una simple pesadilla.
Dio un respingo, como si esas palabras hubieran sido pronunciadas dentro de su oído y no de su propia mente. No parecía, en absoluto, su voz interior; era fría, extraña… pero también hipnótica y creíble.
Se levantó lentamente, buscó el vaso de agua en la mesita de noche y se lo bebió. Deslizó las manos temblorosas por su pelo. El reloj de la mesilla anunciaba las tres y diez.
Vuelve a dormir. Espera a la mañana.
Aquella voz extraña respondió: Pero mañana habrá gente, demasiada gente. Además, esta vez puedes ganarles de mano. Esta vez puedes bajar el primero.
¿Bajar? Pensó en su sueño: el agua, la oscuridad chorreante.
La luz se hizo más intensa. Giró la cabeza contra su voluntad, pero sin poder impedirlo. Se le escapó un juramento. Había un globo atado al pomo de la puerta del baño. Flotaba en el extremo de un cordel de un metro, más o menos. El globo relumbraba, lleno de luz blanca, fantasmal; parecía un fuego fatuo, entrevisto en un pantano, soñadoramente suspendido entre árboles cargados de musgo. En la suave superficie henchida del globo se veía una flecha, roja como la sangre.
Señalaba la puerta que daba al pasillo.
No importa quién soy yo —dijo la voz, tranquilizadora. Y Tom notó que ya no venía de su propia cabeza ni de su oído, sino del globo, del centro de esa luz blanca, extraña y encantadora—. Lo único que importa es que conduciré todo a tu satisfacción, Tom. Me encargaré de que ella reciba una paliza; quiero que todos reciban una paliza. Se han cruzado en mi camino demasiado. Esta vez no lo toleraré… y ya es tarde para ellos. Escucha, Tom, escucha con atención. Ahora, todos juntos…, seguimos la pelota que va rebotando…
Tom escuchaba. La voz del globo explicó.
Explicó todo.
Cuando acabó, estalló en un definitivo destello de luz. Y Tom empezó a vestirse.
Audra
Audra también tenía pesadillas.
Despertó sobresaltada y se incorporó en la cama con la sábana enrollada a la cintura; sus pechos menudos se movían a impulsos de la respiración agitada.
Su sueño, como el de Tom, había sido una experiencia confusa, inquietante. Como Tom, había tenido la sensación de ser otra persona…, o, antes bien, de que su conciencia estaba depositada (y parcialmente sumergida) en otro cuerpo y otra mente. Había estado en un sitio oscuro, con varias personas más, rodeada de una opresiva sensación de peligro. Iban deliberadamente hacia ese peligro y ella quería gritarles que se detuvieran, pedirles que le explicaran lo que estaba pasando, pero la persona con quien ella se había hundido parecía saberlo y considerar que era necesario.
También tenía conciencia de que los perseguían. Y de que sus perseguidores los estaban alcanzando poco a poco.
En su sueño estaba Bill, pero seguramente ella tenía en la mente su comentario con respecto a la niñez olvidada, porque en su sueño Bill era sólo un niño de diez o doce años. ¡Aún no había perdido el pelo! Ella iba de su mano y sentía que lo amaba mucho. Su voluntad de seguir se basaba en la férrea seguridad de que Bill los protegería, a ella y a todos; de que Bill, el Gran Bill, los sacaría de todo eso, de algún modo, para devolverlos a la luz del día.
Oh, pero estaba tan aterrorizada…
Llegaron a un sitio donde se abrían varios túneles y Bill los miró a todos, uno por uno. Un niño que tenía el brazo enyesado (el yeso relumbraba en la oscuridad con una blancura fantasmagórica) alzó la voz:
—Por allí, Bill. Por la del fondo.
—¿S-s-seguro?
—Sí.
Y así habían seguido por ese túnel y habían encontrado una puerta, una diminuta puerta de madera de apenas metro y medio de altura, como las de los cuento de hadas. En esa puerta había una marca. No pudo recordar cómo era la marca, que extraña runa o símbolo. Pero aquello había provocado y concentrado todo su terror, obligándola a arrancarse de aquel otro cuerpo, de aquella niña, quienquiera
(Beverly-Beverly)
que hubiese sido. Despertó sentada en una cama extraña, sudorosa, con los ojos desorbitados, jadeando como si acabase de correr una carrera. Sus manos volaron a las piernas, casi esperando encontrarlas mojadas y frías por el agua en que había estado caminando mentalmente. Pero estaba seca.
Luego vino la desorientación. Aquello no era su casa de Topanga Canyon ni la que habían alquilado en Fleet. Era la nada, el limbo amueblado con una cama, un tocador, dos sillas y un televisor.
—Oh, Dios, vamos, Audra…
Se frotó encarnizadamente la cara con las manos y aquella especie de vértigo mental cedió un poco. Estaba en Derry. Derry, Maine, el sitio en que había crecido su marido en una niñez que aseguraba no recordar. No le era un sitio familiar ni particularmente agradable por la sensación que le causaba, pero al menos tampoco le resultaba extraño. Estaba allí porque allí estaba Bill y al día siguiente iría a verlo al hotel «Town House». Y aquella cosa terrible que estaba mal allí, aquello a lo que se referían esas cicatrices nuevas en las manos de él, fuera lo que fuese, lo enfrentarían juntos. Ella le llamaría para decirle que estaba allí; luego se reuniría con él. Después…, bueno…
En realidad, no tenía idea de lo que podía venir después. El vértigo, la sensación de estar en un sitio que era, en verdad, la nada, la amenazaba otra vez. A los diecinueve años había hecho una gira con una pequeña compañía teatral: cuarenta representaciones, no tan maravillosas, de Arsénico y encaje antiguo, en otras tantas poblaciones pequeñas y no tan maravillosas, en cuarenta y siete días no tan espléndidos. Empezaron por el Teatro-comedor Peabody, en Massachusetts, para terminar en Play It Again Sam, en Sausalito. Y en algún punto intermedio, en alguna ciudad del Medio Oeste, como Ames, Iowa, o Grand Isle, Nebraska, o quizá Jubilee, Dakota del Norte, había despertado así, en medio de la noche, asustada por la desorientación, sin saber en qué ciudad estaba, qué día era ni por qué estaba allí, dondequiera que fuese. Hasta su nombre le resultaba irreal.
Y esa sensación volvía ahora. Su mal sueño se prolongaba en la vigilia haciéndole experimentar un horror alucinante de caída libre. La ciudad parecía haberla envuelto como una pitón y la sensación que le provocaba no tenía nada de agradable. Se descubrió lamentando no haber seguido el consejo de Freddie. Habría debido quedarse.
Su mente se fijó en Bill aferrándose a la idea de él tal como una mujer que se estuviera ahogando se aferraría a un madero, a un salvavidas, a cualquier cosa que
(aquí abajo todos flotamos, Audra)
flotara.
La recorrió un escalofrío; cruzó los brazos sobre los pechos desnudos, estremecida, y vio que tenía la piel de gallina. Por un momento le pareció que una voz había hablado dentro de su cabeza, como si allí hubiera una presencia extraña.
¿Me estaré volviendo loca? Dios mío, ¿es eso?
No —respondió una parte de su mente—. Es sólo desorientación… causada por el viaje… y la preocupación por tu marido. Nadie habla dentro de tu cabeza. Nadie…
—Aquí abajo todos flotamos, Audra —dijo una voz desde el baño. Era una voz real, real como las casas. Y astuta. Astuta, sucia, maligna—. Tú también flotarás.
La voz emitió una risita, que bajó de tono hasta parecer un burbujeo en un desagüe tapado. Audra gritó… y se cubrió la boca con las manos.
—No he oído eso.
Lo dijo en voz alta. Desafiando a la voz a contradecirla. No pasó nada. La habitación estaba silenciosa. En algún lugar, lejos, un tren silbó en la noche.
De pronto sintió tal necesidad de Bill que le pareció imposible esperar a que amaneciera. Estaba en un cuarto de motel, exactamente igual a otros treinta y nueve, pero aquello era demasiado. Todo. Cuando una empieza a oír voces, todo es demasiado. Demasiado escalofriante. Le parecía estar deslizándose otra vez hacia la pesadilla de la que acababa de escapar. Se sentía asustada y terriblemente sola. Peor aún —pensó—. Me siento muerta. De pronto, su corazón se detuvo por dos segundos haciéndole soltar una tos sobresaltada. Tuvo un instante de claustrofobia dentro de su propio cuerpo y se preguntó si ese terror no tenía, después de todo, una raíz estúpida y vulgarmente física. Si no estaría a punto de sufrir un ataque al corazón. O si no lo había tenido ya.
Su corazón se asentó, pero intranquilo.
Audra encendió el velador y miró su reloj. Las tres y doce. Él estaría durmiendo, pero eso no le importaba; ya no importaba sino oír su voz. Quería terminar la noche con él. Si Bill estaba a su lado, su reloj físico se ajustaría al de él, asentándose, y no habría pesadillas. Él vendía pesadillas a los otros (ésa era su profesión), pero a ella no le había dado otra cosa que paz. Por fuera de esa nuez extraña, fría, incrustada en la imaginación de Bill, él parecía creado y planeado para la paz. Tomó la guía amarilla y buscó el número del «Town House».
—Hotel «Town House».
—Por favor, ¿quiere llamar a la habitación del señor Denbrough? El señor William Denbrough.
—Pero ¿ese hombre nunca recibe llamadas de día? —dijo el empleado.
Antes de que ella pudiera preguntar qué quería decir con eso, había hecho la conexión. El teléfono sonó una, dos, tres veces. Ella lo imaginó dormido, completamente arrebujado bajo las mantas, salvo la coronilla; imaginó una mano que salía, buscando a tientas el teléfono. Se lo había visto hacer en otras ocasiones y una sonrisita cariñosa afloró a sus labios. Desapareció cuando el teléfono sonó por cuarta vez… por quinta y sexta. Antes de que terminara el séptimo timbrazo, la conexión se cortó.
—Esa habitación no contesta.
—Déjese de bromas, Sherlock —dijo Audra, más asustada que nunca—. ¿Está seguro de que llamó a la habitación correspondiente?
—Por supuesto —aseguró el empleado—. El señor Denbrough recibió una llamada desde otra habitación, hace apenas cinco minutos. Sé que la atendió, porque la luz permaneció encendida en el tablero por un minuto o dos. Seguramente fue a la habitación de la persona que llamó.
—Bueno, ¿qué habitación era ésa?
—No recuerdo. Creo que era del sexto piso, pero…
Dejó caer el teléfono en su horquilla atacada por una certeza descorazonadora. Era una mujer. Una mujer lo había llamado… y él estaba con ella. Bueno, Audra, ¿y ahora? ¿Cómo lidiamos con esto?
Sintió que las amenazaban las lágrimas; ardían en sus ojos y en su nariz; en la garganta sentía el nudo de un sollozo. No había enfado, al menos por el momento, pero sí una enfermiza sensación de pérdida y abandono.
Audra, domínate. Estás sacando conclusiones apresuradas. Estamos en medio de la noche, has tenido una pesadilla y ahora supones que Bill está con otra mujer. Pero no es necesariamente cierto. Lo que vas a hacer es sentarte. De cualquier modo, ya no podrás dormir. Encenderás la luz y acabarás la novela que compraste para leer en el viaje. ¿Recuerdas lo que decía Bill? No hay droga mejor. Un Valium bibliográfico. Basta de miedos, basta de locuras y de oír voces. Dorothy Sayers y Lord Peter: eso es lo que te hace falta. Los nueve sastres. Eso te ayudará a esperar hasta el amanecer. Eso te…
La luz del baño se encendió sin previo aviso; Audra lo vio por debajo de la puerta. El picaporte chascó y la puerta se abrió en un movimiento entrecortado. Audra miraba fijamente todo aquello, con los ojos dilatados y los brazos instintivamente cruzados sobre el pecho. El corazón empezó a golpearle contra las costillas; un agrio gusto a adrenalina le invadió la boca.
La voz, lenta y arrastrada, dijo:
—Aquí abajo todos flotamos, Audra.
Esa última palabra se convirtió en un grito largo, grave, que iba desvaneciéndose: Audraaaaa… y terminó, una vez más, en ese burbujeo ahogado que tanto se parecía a una carcajada.
—¿Quién está ahí? —exclamó. Eso no era mi imaginación, nada de eso, no me vas a decir que…
El televisor se encendió. Audra giró en redondo y vio a un payaso que vestía un traje plateado con grandes botones de color naranja; estaba haciendo cabriolas en la pantalla. En vez de ojos tenía sólo cuencas negras. Cuando estiró sus labios maquillados en una sonrisa, ella le vio dientes que parecían navajas de afeitar. El payaso sostenía una cabeza arrancada, chorreante, con los ojos en blanco y la boca abierta. De cualquier modo, ella reconoció la cabeza de Freddie Firestone. El monigote reía y bailaba, haciendo girar la cabeza de Freddie. Unas gotas de sangre salpicaron el interior de la pantalla. Audra las oyó sisear allí dentro.
Trató de gritar, pero de su boca no surgió sino un débil gemido. Buscó a tientas el vestido que había dejado en el respaldo de la silla. Cogió la cartera. Huyó al pasillo y cerró de un portazo tras de sí, jadeando. Dejó caer el bolso entre los pies y se pasó el vestido por la cabeza.
—Flotamos —dijo una voz baja, carcajeante, detrás de ella.
Un dedo frío le acarició el talón desnudo.
Audra soltó otro grito afónico y se apartó de la puerta, como bailando. Unos blancos dedos de cadáver surgían por abajo, buscando, con las uñas arrancadas y las raíces (blancas, purpúreas, sin sangre) al descubierto. Hacían ruidos susurrantes contra la áspera alfombra del pasillo.
Audra manoteó la correa de su bolso y corrió, descalza, hacia la puerta que cerraba el pasillo. Ya la cegaba el pánico. Su única idea era encontrar el «Town House», encontrar a Bill. No importaba que estuviese en la cama con diez mujeres; si quería, podía formar un harén. Pero ella lo encontraría para que la sacara de ese algo indecible que había en esa ciudad.
Huyó por el sendero hacia el aparcamiento buscando su coche con la mirada. Por un momento su mente se inmovilizó; ni siquiera recordaba en qué había llegado. Luego vino: un Datsun de color tabaco. Lo vio hundido hasta los ejes en la niebla inmóvil y corrió hacia él.
No podía encontrar las llaves en el bolso. Revolvió con pánico creciente, entre pañuelos de papel, cosméticos, monedas, gafas de sol y chicles formando un enredo incomprensible. No reparó en el maltratado LTD estacionado junto a su coche, ni en el hombre sentado al volante. Tampoco se dio cuenta cuando se abrió la puerta del LTD y aquel hombre bajó. No hacía sino tratar de entendérselas con la maldita certeza de haber dejado las llaves en la habitación. Y le sería imposible volver a entrar.
Por fin, sus dedos tocaron un metal serrado bajo una caja de caramelos de menta. Cogió aquello con un gritito de triunfo. Por un momento terrible pensó que podía ser la llave del Rover, que en ese momento descansaba en el aparcamiento del ferrocarril inglés a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia. Pero entonces palpó la etiqueta plástica de la agencia. Metió la llave en la cerradura respirando en breves jadeos y la hizo girar.
Fue entonces cuando una mano cayó sobre su hombro.
Gritó. Esa vez gritó con todas sus fuerzas. En algún lugar, un perro ladró como respuesta, pero eso fue todo. La mano, dura como el acero, se clavó encarnizadamente y la obligó a volverse.
La cara que tenía ante sí estaba hinchada, llena de chichones. Los ojos centelleaban. Cuando los labios magullados se abrieron una sonrisa grotesca, ella vio que ese hombre tenía varios dientes rotos. Los muñones parecían mellados y salvajes.
Trató de hablar y no pudo. La mano apretó con más fuerza, clavándose.
—¿No la he visto en el cine? —preguntó Tom Rogan, susurrando.
El cuarto de Eddie
Beverly y Bill se vistieron apresuradamente sin hablar y subieron a la habitación de Eddie. Camino del ascensor oyeron que en alguna parte, a sus espaldas, sonaba un teléfono. Era un sonido apagado, como de otro lugar.
—Bill, ¿no era el tuyo?
—P-p-puede ser —dijo él—. Alg-g-guno de los otros q-q-que llam-llamaba, tal vez.
Y pulsó el botón de SUBIR.
Eddie les abrió la puerta, pálido y tenso. Tenía el brazo izquierdo doblado en un ángulo a un tiempo peculiar y extrañamente evocativo de otros tiempos.
—Estoy bien —les dijo—. Tomé dos Darvon. Ahora ya no duele tanto.
Pero era obvio que dolía igual. Sus labios, tan apretados que casi desaparecían, se habían puesto purpúreos por el shock.
Bill miró más allá y vio el cadáver en el suelo. Le bastó una mirada para comprobar dos cosas: que era Henry Bowers y que estaba muerto. Pasó junto a Eddie y se arrodilló junto al cadáver. Tenía el cuello de una botella clavada en el abdomen junto con los jirones de la camisa. Sus ojos vidriosos estaban entreabiertos. La boca, llena de sangre medio coagulada, era una mueca; sus manos, garras.
Una sombra cayó sobre él. Bill levantó la mirada. Era Beverly, que miraba a Henry sin expresión alguna.
—Tantas veces nos persiguió… —murmuró Bill.
Ella hizo un gesto de asentimiento.
—No parece haber envejecido, ¿verdad, Bill? No parece nada envejecido.
Abruptamente se volvió hacia Eddie, que estaba sentado en la cama. A él sí se le veía envejecido: viejo y ojeroso, el brazo inútil apoyado en el regazo.
—Tenemos que llamar a un médico para Eddie.
—No —dijeron Bill y Eddie al unísono.
—¡Pero está herido! Su brazo…
—Es igual que l-l-la vez p-pasada —dijo Bill. Se puso de pie y la sujetó por los brazos para mirarla a la cara—. En c-c-cuanto s-s-salgamos del gru-grupo, en cuant-t-to demos p-p-participación a la ci-a la ciudad…
—Me arrestarán por asesinato —completó Eddie, inexpresivo—. O nos arrestarán a todos. O nos detendrán, algo así. Después habrá un accidente, uno de esos accidentes especiales que sólo se producen en Derry, Tal vez nos encierren en la cárcel y un ayudante del comisario enloquezca y nos mate a todos. Tal vez muramos de botulismo o decidamos ahorcarnos en la celda.
—¡Eddie, eso es una locura! Es…
—¿Te parece? —preguntó él—. Recuerda que estamos en Derry.
—¡Pero ahora somos adultos! No pensarás que… Es decir… Él vino en medio de la noche…, te atacó…
—¿Con qué? —preguntó Bill—. ¿D-d-dónde está la n-navaja?
Beverly miró alrededor y se puso de rodillas para buscar debajo de la cama.
—No te molestes —dijo Eddie con la misma voz débil y sibilante—. Le golpeé el brazo con la puerta cuando trató de apuñalarme. El arma se le cayó y yo la pateé. Cayó bajo el televisor. Ahora ha desaparecido. Ya busqué.
—Llama a los o-o-otros, B-Beverly —indicó Bill—. C-creo que po-podré entablillar el b-b-brazo de Ed-de Eddie.
Ella lo miró por un largo instante, luego volvió a clavar la vista en el cadáver. A su modo de ver, esa habitación contaría una historia perfectamente clara a cualquier policía que tuviera dos dedos de frente. Aquello era un revoltijo. Eddie tenía un brazo fracturado. Bowers estaba muerto. Era, obviamente, un caso de defensa propia contra un atracador nocturno. Y entonces se acordó del señor Ross. Del señor Ross, que había echado un vistazo y después, simplemente, había plegado su periódico para entrar en su casa.
En cuanto salgamos del grupo, en cuanto demos participación a la ciudad…
Recordó a Bill de niño, pálido, cansado, medio enloquecido. Bill, diciendo: Derry es Eso. ¿Comprendéis? A cualquier lugar que vayamos…, cuando nos coja, nadie verá, nadie oirá, nadie se dará cuenta. ¿Comprendéis cómo es? No podemos sino tratar de terminar lo que empezamos.
Y Beverly, mientras miraba el cadáver de Henry, pensó: Los dos están diciendo que otra vez nos hemos vuelto fantasmas. Que todo empieza a repetirse. Todo. De niña pude aceptarlo, porque los niños son casi fantasmas. Pero…
—¿Estás seguro? —preguntó, desesperada—. ¿Estás seguro, Bill?
Él se había sentado en la cama, junto a Eddie, y le tocaba el brazo con suavidad.
—¿T-t-tú no? —preguntó—. ¿D-d-después de t-todo lo que pa-pasó hoy?
Sí. Todo lo que había ocurrido. La horrible confusión al final del almuerzo. La bella anciana que se había convertido en una bruja ante sus ojos,
(mi padre también era mi madre)
la serie de relatos en la biblioteca, esa noche, con los fenómenos agregados. Todo eso. Aun así… su mente le gritaba, desesperadamente, que detuviera eso, que lo parara con cordura, porque de lo contrario terminarían la noche bajando a Los Barrens, en busca de cierta estación de bombeo, y…
—No sé —dijo—, en verdad…, no sé. Aun después de todo lo que ha pasado, Bill, me parece que podríamos llamar a la policía. Tal vez.
—Lla-llama a los o-o-otros —repitió él—. V-v-veremos qué pi-piensan.
—Está bien.
Llamó primero a Richie; después, a Ben. Ambos prometieron ir inmediatamente, sin preguntar qué había pasado. Buscó en la guía el número de Mike y lo marcó. No hubo respuesta; después de diez o doce timbrazos, colgó.
—Llama a la b-b-biblioteca —dijo Bill.
Había sacado los rieles de la cortina y estaba ligándolos firmemente al brazo de Eddie, con el cinturón de su bata y el cordón de su pijama.
Antes de que ella pudiera hallar el número se oyó un golpe en la puerta. Ben y Richie habían llegado juntos. Ben estaba vestido con vaqueros y camisa suelta; Richie, con un par de elegantes pantalones de algodón y la chaqueta del pijama. Sus ojos recorrieron cautelosamente la habitación detrás de las gafas.
—Por Dios, Eddie, ¿qué ha ocurrido?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ben. Había visto a Henry en el suelo.
—¡S-s-silencio! —ordenó Bill—. Y cerrad la puerta.
Richie obedeció con los ojos fijos en el cadáver.
—¿Es Henry?
Ben dio tres pasos hacia el cuerpo y se detuvo como si temiera que fuese a morderlo. Miró a Bill, desolado.
—C-c-cuenta tú —dijo Bill a Eddie. Este m-m-maldito t-t-tartamudeo v-v-va de mal e-e-en p-peor.
Eddie esbozó lo que había pasado mientras Beverly buscaba el número de la Biblioteca Pública de Derry y llamaba. Tal vez Mike se hubiese quedado dormido allí; hasta era posible que tuviese un catre en su oficina. Lo que no esperaba era lo que ocurrió: al segundo timbrazo alguien contestó. Una voz que ella no conocía dijo «¿Sí?».
—Hola —respondió ella, mirando a los otros, mientras hacía un gesto con la mano para que guardaran silencio—. ¿Puede decirme si el señor Hanlon está ahí?
—¿Quién habla? —preguntó la voz.
Ella se humedeció los labios con la lengua. Bill la miraba fijamente. Ben y Richie se habían vuelto hacia ella. Empezó a sentir verdadera inquietud.
—Antes dígame quién es usted —contraatacó—. No es el señor Hanlon.
—Soy Andrew Rademacher, jefe de policía de Derry —dijo la voz—. En este momento el señor Hanlon está en el hospital municipal. Fue atacado y gravemente herido hace un rato. Bien, ¿quiere decirme quién es usted? Necesito su nombre.
Pero ella apenas oyó la última parte. El espanto la recorría en oleadas elevándola cada vez más, vertiginosamente, como si la sacara de ella misma. Se le aflojaron el vientre, las ingles y las piernas. Así debe de ser —pensó—, cuando la gente se orina por causa de un susto. Claro. Uno pierde control de esos músculos…
—¿En qué estado se encuentra? —se oyó preguntar, con voz de papel.
Un segundo después, Bill estaba a su lado poniéndole una mano en el hombro. Y Ben y Richie. Sintió un arrebato de gratitud hacia ellos. Estiró la mano libre y Bill se la tomó. Richie puso su mano sobre la de Bill. Ben agregó la suya. Eddie, que se había acercado, las coronó con su mano sana.
—Quiero que me diga quién es usted, por favor —insistió Rademacher, enérgico.
Por un momento, la ovejita miedosa que llevaba dentro, criada por su padre y atendida por su esposo, estuvo a punto de responder: «Soy Beverly Marsh y estoy en el hotel «Town House». Por favor, envíe al señor Nell. Aquí hay un muerto que es aún medio niño y tenemos mucho miedo».
Pero dijo:
—Temo…, temo no poder decírselo. Al menos, por el momento.
—¿Qué sabe usted de esto?
—Nada —dijo, asustada—. ¿Por qué se le ocurre que debo saber algo? ¡Por Dios!
—¿Usted tiene por costumbre llamar a la biblioteca a las tres de la mañana? —observó Rademacher—. Déjese de tonterías, señorita. Se trata de un ataque, y por lo que hemos visto, bien podría ser asesinato antes del amanecer. Se lo preguntaré otra vez: ¿Quién es usted y qué sabe de esto?
Ella cerró los ojos apretando la mano de Bill con todas sus fuerzas y volvió a preguntar:
—¿Tan grave está como para morir? ¿No dice eso sólo para asustarme? Por favor, dígame si va a morir.
—Está muy malherido. Y si eso no la asusta, señorita, debería hacerlo. Ahora dígame su nombre y por qué…
Como en un sueño, ella vio que su mano flotaba por el espacio y colgaba el auricular en su sitio. Miró a Henry y sintió un impacto tan firme como una bofetada fría. Uno de los ojos del cadáver se había cerrado. El otro, el destrozado, supuraba tan desnudamente como antes.
Henry parecía estar haciéndole un guiño.
Richie llamó al hospital mientras Bill llevaba a Beverly a la cama, donde se sentó con Eddie. Tenía la mirada perdida en el espacio. Quiso llorar, pero no había lágrimas. La única sensación de la que cobró inmediata y fuerte conciencia fue el deseo de que alguien cubriera a Henry Bowers. Ese guiño no le gustaba nada.
En un instante aturdidor, Richie se convirtió en periodista del Derry News. Tenía entendido que el señor Michael Hanlon, jefe de bibliotecarios de la ciudad, había sido atacado mientras trabajaba, a altas horas de la noche. ¿Qué declaraciones podía hacer el hospital sobre el estado del señor Hanlon?
Escuchó, asintiendo.
—Comprendo señor Kerpaskian… ¿Su apellido se escribe las dos veces con K? Sí. Muy bien. Y usted es…
Escuchó, ya tan convencido de su propio papel que hizo garabatos con un dedo, como si escribiera en una libreta.
—Ajá…, ajá…, sí. Sí, comprendo. Bueno, lo que hacemos habitualmente, en casos como éste, es citarlo como «una fuente». Después, más adelante, podemos… ajá… ¡Perfecto! —Richie rió sonoramente y se secó el sudor de la frente con la manga. Escuchó otra vez—. Muy bien, señor Kerpaskian. Sí, voy a… Sí, lo tengo: K-E-R-P-A-S-K-I-A-N. Judío checo, ¿verdad? ¡No me diga! Qué… qué original. Sí, lo haré. Buenas noches. Gracias.
Colgó y cerró los ojos.
—¡Dios! —exclamó en voz baja y gruesa—. ¡Dios, Dios, Dios!
Hizo ademán de arrojar el teléfono al suelo, pero dejó caer la mano. Se quitó las gafas y las limpió con la chaqueta del pijama.
—Está con vida, pero en grave estado —dijo a los otros—. Henry lo trinchó como a un pavo de Navidad. Una de las puñaladas le cortó la arteria femoral; ha perdido toda la sangre que se puede perder sin morir. Parece que pudo aplicarse una especie de torniquete; de lo contrario lo habrían encontrado muerto.
Beverly se echó a llorar, como una criatura, con las manos pegadas a la cara. Por un momento, sus sollozos y la respiración sibilante de Eddie fueron los únicos ruidos en la habitación.
—Mike no fue el único trinchado como un pavo de Navidad —dijo Eddie, por fin—. Henry parecía venir de la guerra.
—¿Todavía quieres ir a la policía, Bev?
Había pañuelos de papel en la mesita de noche, pero convertidos en una masa empapada, en medio de un charco de agua Perrier. Beverly fue al baño, dando un rodeo al pasar junto a Henry. Tomó una esponja y la empapó de agua fría. Surtió un efecto delicioso contra su cara hinchada y caliente. Se sintió capaz de pensar otra vez con claridad; con racionalidad no: con claridad. De pronto estaba segura de que la racionalidad los mataría si trataban de usarla en esas circunstancias. Ese policía: Rademacher. Tenía sospechas. ¿Y por qué no? Nadie llama a una biblioteca a las tres y media de la madrugada. Había supuesto cierta culpabilidad. ¿Qué supondría si se enteraba de que ella había llamado desde una habitación donde había un cadáver en el suelo, con una botella rota clavada en las entrañas? ¿Que ella y otros cuatro desconocidos habían vuelto el día anterior a la ciudad para una pequeña reunión y que ese tío había pasado por casualidad? ¿Habría creído ella misma en semejante historia, en la situación inversa? ¿Quién podía creerla? Naturalmente, podían apuntalar el relato agregando que habían vuelto para acabar con el monstruo que vivía en las cloacas de la ciudad. Eso agregaría, sin duda, una nota de convincente realismo.
Salió del baño y miró a Bill.
—No —dijo—, no quiero ir a la Policía. Creo que Eddie tiene razón: podría pasarnos algo, algo concluyente. Pero no es ésa la verdadera razón. —Miró a los otros cuatro—. Lo juramos —dijo—. Todos juramos. El hermano de Bill…, Stan…, todos los otros… y ahora Mike. Estoy dispuesta, Bill.
Él miró a los otros.
Richie asintió:
—Está bien, Gran Bill. Intentémoslo.
Ben dijo:
—Las posibilidades parecen más escasas que nunca. Ya faltan dos.
Bill no dijo nada.
—Bueno —agregó Ben—, ella tiene razón. Lo juramos.
—¿E-e-eddie?
Eddie sonrió débilmente.
—Parece que tendréis que bajarme otra vez por esa escalerilla. Si es que todavía sigue allí.
—Esta vez no habrá nadie que tire piedras —apuntó Beverly—. Los tres han muerto.
—¿Lo hacemos ahora, Bill? —preguntó Richie.
—S-s-sí —respondió Bill—. C-creo que es ho-o-ra.
—¿Puedo decir algo? —preguntó Ben, abruptamente.
Bill lo miró con una sonrisa.
—L-l-lo que qui-quieras.
—Vosotros sois los mejores amigos que he tenido. No importa qué resulte de esto. Sólo quería… deciros eso.
Los miró a todos y ellos le devolvieron la mirada con solemnidad.
—Me alegro de haberos recordado —agregó.
Richie resopló. Beverly soltó una risita. Un momento después, todos reían, mirándose como antes, a pesar de que Mike estaba en el hospital, agonizando, tal vez ya muerto, a pesar de que Eddie tenía (otra vez) el brazo roto, a pesar de que era la hora más oscura de la madrugada.
—Qué habilidad para expresarte tienes, Parva —dijo Richie, riendo y limpiándose los ojos—. El escritor debería haber sido él, Gran Bill.
Bill, todavía sonriendo un poco, concluyó:
—Y con ese comentario…
Fueron en la limusina que Eddie había pedido prestada. Richie iba al volante. La niebla se había vuelto más espesa; pendía en la calle como humo de cigarrillo sin llegar a las lámparas de alumbrado. Arriba, las estrellas eran fragmentos de hielo, estrellas de primavera…, pero Bill, que torcía la cabeza hacia la ventanilla medio abierta, creyó oír un tronar de verano a la distancia. En algún punto del horizonte, alguien estaba ordenando lluvia.
Richie conectó la radio. Se oyó a Gene Vincent cantar Be-Bop-A-Lula. Dio un manotazo a otro botón y sintonizó a Buddy Holly. Un tercer intento sacó a Eddie Cochran cantando Summertime Blues.
—Me gustaría ayudarte, hijo, pero eres demasiado joven como para votar —dijo una voz grave.
—Apaga, Richie —pidió Beverly, con suavidad.
Él estiró la mano hacia el botón, pero sus dedos quedaron petrificados.
—¡No cambiéis la sintonía, que sigue el «Show de los Muertos» de Richie Tozier! —gritó la voz riente del payaso, sobre el chascar de dedos y acordes de la guitarra de Eddie Cochran—. No toquéis el dial, mantened sintonizado este montón de rock. Han desaparecido de las estanterías, pero no de nuestros corazones. Y vosotros seguís viniendo. ¡Venid, venid todos! ¡Aquí emitimos todos los éxitos! ¡Tooodos los éxitos! Y si no me creéis, escuchad al disc-jockey invitado de esta mañana. ¡Georgie Denbrough! ¡Cuéntales, Georgie!
De pronto, el hermano de Bill gimió por radio:
—Tú me enviaste a la calle y Eso me mató. Yo creía que estaba en el sótano, Gran Bill, creía que estaba en el sótano, pero estaba en la cloaca. Estaba en la cloaca y me mató. Tú dejaste que me matara, Gran Bill, dejaste que…
Richie apagó la radio tan violentamente que el botón salió disparado y pegó contra la esterilla del suelo.
—La verdad es que, en provincias, el rock da asco —dijo, con voz no muy firme—. Beverly tiene razón. Mejor apagamos, ¿no?
Nadie respondió. Bill estaba muy pálido, silencioso y pensativo. Cuando el trueno volvió a murmurar hacia el oeste, todos lo oyeron.
En Los Barrens
El viejo puente, el de siempre.
Richie estacionó junto a él. Todos bajaron y se acercaron a la barandilla (la vieja barandilla, la de siempre) para mirar abajo.
Los mismos Barrens, los de siempre.
No parecían tocados por los últimos veintisiete años; para Bill, la autopista elevada, único detalle nuevo, parecía irreal, algo tan efímero como un paisaje falso proyectado en una pantalla trasera para ambientar la escena de una película. Los arbustos y los matorrales centelleaban entre la niebla. Bill pensó: Creo que a esto nos referimos cuando hablamos de la persistencia del recuerdo, a esto o a algo parecido, algo que se ve en el momento debido y desde el ángulo debido, imágenes que activan la emoción como el motor de un avión de propulsión. Uno lo ve con tanta claridad que cuanto haya pasado mientras tanto, desaparece. Si es el deseo lo que cierra el círculo entre el mundo y la necesidad, el círculo está cerrado.
—Va-va-vamos —dijo.
Y pasó sobre la barandilla. Todos lo siguieron por el terraplén, esparciendo arena y grava. Cuando llegaron al fondo, Bill verificó la posición de Silver y se rió de sí mismo. Silver estaba apoyada contra la pared, en el garaje de Mike. Al parecer, no desempeñaba papel alguno en todo eso. Aunque resultaba extraño, considerando el modo en que había reaparecido.
—Llé-llévanos —ordenó a Ben.
Cuando Ben lo miró, él le leyó el pensamiento en los ojos: Han pasado veintisiete años, Bill; no sueñes. Pero el arquitecto hizo una señal de asentimiento y abrió la marcha por la maleza.
El camino que ellos abrieron se había cerrado desde hacía mucho tiempo. Tuvieron que abrirse paso entre marañas de espinos y hortensias silvestres, tan fragantes que sofocaban. Los grillos cantaban, soñolientos, alrededor. Unas cuantas luciérnagas, que habían llegado temprano a la fértil fiesta del verano, perforaban la oscuridad. Bill se dijo que aún habría niños que jugasen allí, pero ellos habían abierto sus propios caminos secretos.
Llegaron al claro donde habían hecho la casita del club, pero ya no había claro alguno. Los matorrales y ciertos pinos deslucidos lo habían reclamado para sí.
—Mirad —susurró Ben.
Y cruzó el claro (en la memoria aún estaba allí, simplemente cubierto por otra de esas transparencias). Tiró de algo: era la puerta de caoba que habían encontrado en los bordes del vertedero y que había servido de trampilla para la casita. Había sido arrojada a un lado, pero parecía no haber sido tocada en diez o doce años. Las enredaderas se habían atrincherado sólidamente en su superficie sucia.
—Déjala, Parva —murmuró Richie—. Es vieja.
—Lléva-llévanos, B-Ben —repitió Bill, desde atrás.
Todos bajaron al Kenduskeag siguiéndole hacia la izquierda del claro que ya no existía. El ruido de agua corriente se hacía cada vez más audible, pero estuvieron a punto de caer al río antes de verlo: el follaje había formado una muralla enmarañada en el borde del terraplén. El filo de tierra se rompió bajo los talones de Ben. Bill tuvo que sujetarlo por el cuello de la ropa.
—Gracias —dijo él.
—De nada. En los v-viejos ti-tiempos me hab-b-brías arrast-t-trado con-contigo. ¿P-p-por allí?
Ben asintió y los condujo a lo largo de la ribera luchando con los matorrales y los espinos. Cuánto más fácil era aquello cuando sólo se medía un metro cuarenta y se podía pasar por debajo de casi todas las marañas (tanto las mentales como las del camino), con sólo agachar la cabeza. Bueno, todo cambiaba. Nuestra lección de hoy, niños —pensó Ben—, es la siguiente: cuanto más cambian las cosas, más cambian. Quienquiera que haya dicho que cuanto más cambian las cosas, más siguen siendo lo mismo, sufría, obviamente, de un retraso mental grave. Porque…
Su pie se enganchó en algo y cayó con un golpe seco. Estuvo a punto de darse con la cabeza contra el cilindro de la estación de bombeo. Estaba casi completamente cubierto por un arbusto de moras. Al levantarse, se dio cuenta de que se había arañado la cara y las manos con las espinas en dos docenas de lugares.
—Que sean tres docenas —dijo, sintiendo que la sangre le corría en hilos delgados por las mejillas.
—¿Qué? —preguntó Eddie.
—Nada. —Se agachó para ver qué lo había hecho tropezar. Una raíz, probablemente.
Pero no era una raíz: era la tapa de hierro. Alguien la había sacado.
Por supuesto —pensó Ben—. La sacamos nosotros, hace veintisiete años.
De inmediato se dio cuenta de que era una idea loca, aun antes de haber visto las marcas de metal brillante a través del herrumbre, en surcos paralelos. Aquel día, la bomba no había estado funcionando. Tarde o temprano, alguien tenía que haber ido a repararla y no habría dejado de poner la tapa en su sitio.
Se incorporó. Los cinco se reunieron alrededor del cilindro y miraron hacia el interior. Se oía el leve ruido del agua que goteaba. Eso era todo. Richie había llevado todas las cerillas que había encontrado en la habitación de Eddie. Encendió toda una caja y la arrojó adentro. Por un momento vieron la cobertura interior del cilindro y el bulto silencioso de la bomba. Eso era todo.
—Tal vez no funciona desde hace tiempo —dijo Richie, intranquilo—. No tiene por qué haber pasado justamente hoy.
—Ha sido hace muy poco —apuntó Ben—. Desde la última lluvia, por lo menos.
Tomó otra caja de cerillas, encendió una y señaló las raspaduras nuevas.
—Ab-b-b-ajo hay algo —dijo Bill, mientras Ben apagaba la cerilla.
—¿Qué? —preguntó Ben.
—N-n-no sé. Pa-pa-parecía una co-correa. T-t-tú y Ri-Richie, ayudadme a d-darle la vu-vuelta.
Aferraron la tapa y la volvieron como a una moneda gigantesca. Esa vez fue Beverly quien encendió la cerilla mientras Ben levantaba cautelosamente el bolso oculto bajo la tapa. Lo mostró sosteniéndolo por la correa. Beverly iba a sacudir la cerilla cuando vio la cara de Bill y quedó petrificada hasta que la llama le tocó la punta de los dedos. Entonces la dejó caer con una leve exclamación.
—¿Qué pasa, Bill?
Los ojos de Bill parecían haber adquirido mucho peso. No podían apartarse de ese raído bolso de cuero y de su larga correa. De pronto recordó hasta el nombre de la canción que estaban emitiendo por radio en la tienda donde se lo había comprado a Audra. Era Sausalito Summer Nights. La rareza suprema. Su boca se había quedado sin saliva; la lengua y la cara interior de las mejillas parecían de cromo. Oyó los grillos, vio las luciérnagas, olió el verdor que crecía alrededor, y pensó: Es otra triquiñuela, otra ilusión; ella está en Inglaterra y esto es sólo un golpe bajo porque Eso está asustado, oh, sí. Tal vez Eso no se siente tan seguro como cuando nos convocó para que volviéramos y en realidad, Bill, piensa bien: ¿cuántos bolsos de cuero con correas largas habrá en el mundo? ¿Un millón? ¿Diez millones?
Más, probablemente. Pero sólo uno como ése. Lo había comprado para Audra en una marroquinería de Burbank mientras una radio, en la trastienda, emitía Sausalito Summer Nights.
—¿Bill?
La mano de Beverly en su hombro, sacudiéndolo. Muy lejos. Veintisiete leguas bajo el mar. ¿Cómo se llamaba el grupo que cantaba Sausalito Summer Nights? Richie lo sabría.
—Yo también lo sé —dijo Bill, tranquilamente, ante la cara asustada de Richie. Y sonrió—. Era Diesel. ¿Qué te parece esa memoria absoluta?
—Bill, ¿qué pasa? —susurró Richie.
Bill soltó un alarido. Arrancó las cerillas de la mano de Beverly, encendió una y tomó bruscamente el bolso que Ben sostenía.
—Coño, Bill, ¿qué…?
Corrió la cremallera del bolso y lo vació. Lo que cayó era Audra a tal punto que, por un momento, ni siquiera pudo volver a gritar. Entre los pañuelos de papel, las barras de chicle y los artículos de maquillaje, vio un paquete de caramelos de menta… y la polvera con piedras preciosas que Freddie Firestone le había regalado al firmarse el contrato de El desván.
—Ahí ab-b-bajo está m-m-mi mujer —dijo.
Y cayó de rodillas para guardar las cosas en el bolso. Sin siquiera darse cuenta, se apartó con la mano un mechón de pelo que ya no existía.
—¿Tu esposa? ¿Audra? —Beverly parecía horrorizada. Tenía los ojos desorbitados.
—S-s-su bolso. Sus c-c-cosas…
—Por Dios, Bill —murmuró Richie—. Eso no puede ser, lo sab…
Bill había encontrado la billetera de lagarto y la enseñó, abierta. Richie encendió otra cerilla y se encontró mirando una cara que había visto en cinco o seis películas, la fotografía del carnet de conducir no era atractiva, pero ofrecía una prueba concluyente.
—P-p-pero He-e-enry ha muerto y Victor y B-b-belch… ¿Quién la atrapó? —Se levantó, mirando en redondo con febril intensidad—. ¿Quién la atrapó?
Ben le puso una mano en el hombro.
—Será mejor que bajemos a averiguarlo, ¿no?
Bill lo miró, como si no estuviera seguro de quién era ese hombre. Por fin sus ojos se aclararon.
—S-sí —dijo—. ¿E-Eddie?
—Lo siento, Bill.
—¿Pu-puedes s-s-subir?
—No sería la primera vez.
Bill se agachó y Eddie le ciñó el cuello con el brazo derecho. Ben y Richie lo alzaron hasta que pudo rodearle la cintura con las piernas. Mientras, Bill pasaba torpemente una pierna sobre el borde del cilindro. Ben vio que Eddie tenía los ojos fuertemente cerrados… y por un instante creyó oír el ruido de la carga de caballería más fea del mundo al abrirse paso por entre los matorrales. Se volvió, casi esperando que los tres aparecieran entre la niebla y los espinos, pero sólo se oía la brisa, cada vez más fuerte, haciendo repiquetear los bambúes a unos cuatrocientos metros de allí. Sus antiguos enemigos habían desaparecido en su totalidad.
Bill se aferró del tosco borde de cemento y fue bajando a tientas, peldaño a peldaño. Eddie lo estaba ahogando. Su bolso, por Dios, ¿cómo vino a parar su bolso aquí? No importa. Pero si estás ahí, Dios, y si recibes súplicas, haz que esté bien, que no sufra por lo que Bev y yo hicimos esta noche ni por lo que yo hice un verano, cuando era niño… ¿y fue el payaso? ¿Fue Bob Gray el que la atrapó? Porque en ese caso no sé si el mismo Dios puede ayudarla.
—Tengo miedo, Bill —dijo Eddie, con voz débil.
El pie de Bill tocó agua fría, estancada. Descendió a ella, recordando la sensación y el olor a humedad, recordando la claustrofobia que ese lugar le había hecho experimentar… Y a propósito, ¿qué les había ocurrido? ¿Cómo se las habían arreglado en aquellos desagües y túneles? ¿Dónde habían ido, exactamente, y cómo habían logrado salir? Aún no recordaba nada de todo eso; no podía pensar sino en Audra.
—Yo t-t-también.
Se agachó un poco, haciendo una mueca al sentir el agua fría en los pantalones y en los testículos, para que Eddie pudiera bajar. Ambos se irguieron en el agua, hundidos hasta la pantorrilla, para observar a los otros, que ya bajaban por los peldaños.