XIX. EN LAS VIGILIAS DE LA NOCHE

1

Biblioteca Pública de Derry, 1.15 h.

Cuando Ben Hanscom terminó la historia de los balines de plata, los otros quisieron seguir hablando, pero Mike les dijo que debían dormir.

—Por hoy ya habéis tenido bastante —dijo.

Pero era Mike el que parecía exhausto. Su rostro estaba ojeroso. Beverly tuvo la impresión de que se sentía físicamente mal.

—Pero no hemos terminado —dijo Eddie—. ¿Y el resto? Aún no recuerdo…

—Mike tiene r-r-razón —replicó Bill—. Ya lo recordaremos. O no recordaremos nada. Yo creo que sí. Y ya hemos record-d-dado todo lo que hacía falta.

—¿O todo lo que nos conviene? —sugirió Richie.

Mike asintió.

—Mañana volveremos a reunirnos. —Echó un vistazo al reloj—. Es decir, hoy, más tarde.

—¿Aquí? —preguntó Beverly.

Mike negó lentamente con la cabeza.

—Sugiero que nos reunamos en Kansas Street, donde Bill solía esconder la bicicleta.

—Iremos a Los Barrens —dijo Eddie. Y de pronto se estremeció.

Mike volvió a asentir.

Hubo un momento de silencio mientras todos se miraban. Por fin, Bill se levantó. Los otros lo imitaron.

—Quiero que todos vosotros vayáis con cuidado el resto de la noche —dijo Mike—. Eso ha estado aquí, puede estar dondequiera que estéis. Pero esta reunión me ha hecho sentir mejor. —Miró a Bill—. Aún creo que se puede hacer. ¿Y tú, Bill?

—Sí, yo también pienso que se puede.

—Y Eso también ha de saberlo —agregó Mike—. Hará todo lo que pueda para volver las posibilidades a su favor.

—¿Qué hacemos si se presenta? —preguntó Richie—. ¿Nos tapamos la nariz, damos tres vueltas con los ojos cerrados y pensamos cosas buenas? ¿Le arrojamos algún polvo mágico a la cara? ¿Cantamos viejas canciones de Elvis Presley? ¿Qué?

Mike sacudió la cabeza.

—Si pudiese deciros eso no habría ningún problema, ¿verdad? Sólo sé que existe otra fuerza (al menos existía cuando éramos niños) que quiso mantenernos vivos para que nos ocupáramos de Eso. Tal vez aún existe. —Se encogió de hombros. Era un gesto cansado—. Temía que dos o tres de vosotros no os presentarais a esta reunión. Por haber desaparecido o muerto. El veros a todos aquí me renueva la esperanza.

Richie consultó su reloj.

—Una y cuarto. Cómo vuela el tiempo cuando uno se divierte, ¿no, Parva?

—Bip-bip, Richie —dijo Ben, con una sonrisa desteñida.

—¿Quieres volver al ho-ho-hotel conmigo, Beverly? —propuso Bill.

—De acuerdo.

Se estaba poniendo el abrigo. La biblioteca parecía ahora muy silenciosa, llena de sombras; daba miedo. Bill sintió que los dos últimos días le caían encima de pronto amontonándose sobre la espalda. Si hubiese sido sólo cansancio, no habría importado, pero había más que eso: la sensación de estarse volviendo loco, soñando, sufriendo alucinaciones paranoicas. La sensación de ser observado. Tal vez ni siquiera estoy aquí —pensó—. Tal vez estoy en el asilo para lunáticos del doctor Seward, con la casa desvencijada del conde en la puerta de al lado y Renfield al otro lado del pasillo; él con sus moscas, yo con mis monstruos, los dos seguros de que la fiesta continúa y vestidos de punta en blanco, no con esmoquin sino con camisa de fuerza.

—¿Y tú, Ri-Richie?

El disc-jokey meneó la cabeza.

—Voy a dejar que Parva y Kaspbrack me lleven a casa —dijo—. ¿Os parece bien, chicos?

—Claro —dijo Ben.

Echó un vistazo a Beverly, que estaba de pie junto a Bill, y sintió un dolor casi olvidado. Un recuerdo nuevo tembló casi a su alcance, pero se alejó flotando.

—¿Y tú, M-m-mike? ¿Quieres venir con Bev y c-c-conmigo?

Mike negó con la cabeza.

—Tengo que…

Fue entonces cuando Beverly soltó un alarido, un sonido muy agudo en la quietud de la biblioteca. La cúpula lo recibió y los ecos fueron como la risa de las hadas traviesas aleteando a su alrededor.

Bill se volvió hacia ella. Richie dejó caer su chaqueta, que había tomado del respaldo de la silla. Se oyó un estruendo de vidrios rotos: Eddie había hecho caer, con el brazo, una botella de ginebra vacía.

Beverly retrocedía, con las manos tendidas y la cara tan blanca como papel de buena calidad. Sus ojos, hundidos en las órbitas amoratadas, estaban muy dilatados.

—¡Mis manos! —gritó—. ¡Mis manos!

—¿Qué…? —Y entonces Bill vio la sangre que chorreaba lentamente entre los dedos estremecidos de la mujer. Quiso acercarse, pero súbitas líneas de dolor le cruzaron las manos. No era un dolor agudo, sino el que a veces se siente en una vieja herida cicatrizada.

Las antiguas cicatrices de sus palmas, las que habían reaparecido en Inglaterra, estaban abiertas y sangrando. Miró a un lado y vio que Eddie Kaspbrak contemplaba estúpidamente sus propias manos, también sangrantes. Lo mismo ocurría con Mike, Richie y Ben.

—Estamos en esto hasta el final, ¿no? —dijo Beverly. Estaba llorando, y ese ruido también se agigantaba en el vacío de la biblioteca. El edificio mismo parecía llorar con ella. Bill pensó que, si debía escuchar eso por mucho tiempo más, acabaría por volverse loco—. Que Dios nos ayude: estamos en esto hasta el final.

Sollozó y una gota de moco le colgó de la nariz. Se la enjugó con una mano estremecida. Otro poco de sangre cayó al suelo.

—¡Rá-rá-rápido! —exclamó Bill y tomó a Eddie de la mano.

—¿Qué…?

—¡Rápido!

Alargó la otra mano. Después de un instante, Beverly se la cogió sin dejar de llorar.

—Sí —dijo Mike. Parecía aturdido, casi drogado—. Sí, está bien, ¿verdad? Está volviendo a empezar, ¿no es así, Bill? Todo vuelve a empezar.

—S-s-sí, creo qu-que sí.

Mike cogió la mano de Eddie. Richie sujetó la libre de Bev. Por un momento, Ben se limitó a mirarlos. Después, como si estuviera soñando, tendió las manos ensangrentadas a cada lado y se acercó a Mike y Richie. El círculo se cerró.

(Ah, Chüd, esto es el Rito de Chüd y la Tortuga no puede ayudarnos).

Bill trató de gritar, pero no emitió sonido alguno. Vio que la cabeza de Eddie caía hacia atrás, con los tendones del cuello muy salientes. Bev dio dos golpes de cadera, feroces, como en un orgasmo breve y áspero como un disparo de pistola. Mike movía extrañamente la boca, como si riera e hiciera muecas de dolor, todo al mismo tiempo. En el silencio de la biblioteca las puertas se abrieron y se cerraron con estruendo. En la hemeroteca, las revistas volaron en un huracán sin viento. En la oficina de Carole Danner, el ordenador IBM cobró vida y escribió:

castigaexhausto

elpostetoscoy

rectoeinsisteinfaustoque

havistoalosespectroscastigaexh

La bola se trabó. La máquina emitió un chisporroteo y un fuerte eructo electrónico con todos los circuitos sobrecargados. En la estantería alta, el sector de libros de ocultismo cayó súbitamente, desparramando por doquier a Edgar Cayce, Nostradamus, Charles Fort y la Apócrifa.

Bill sentía un poder exaltado. Apenas notó que tenía una erección y que todos los cabellos de su cabeza se erguían como electrizados. La sensación de fuerza, en el círculo cerrado, era increíble.

Todas las puertas de la biblioteca se cerraron al unísono.

El reloj de péndulo, tras el escritorio de recepción, dio una campanada. De pronto, aquello desapareció como si alguien hubiese cortado la corriente.

Dejaron caer las manos mirándose unos a otros, aturdidos. Nadie dijo nada. Al menguar aquella sensación de potencia, Bill experimentó un horrible presentimiento de fatalidad. Contempló las caras pálidas y tensas de sus compañeros; se miró las manos. Las tenía manchadas de sangre, pero las heridas que Stan Uris había abierto en agosto de 1958 con un trozo de botella, habían vuelto a cerrarse dejando sólo unas líneas blancas, torcidas como cepas. Pensó: Aquélla fue la última vez que estuvimos los siete juntos: el día en que Stan nos hizo estos cortes, en Los Barrens. Stan no está aquí; ha muerto. Y ésta es la última vez que los seis estaremos juntos. Lo sé, lo presiento.

Beverly se apretaba contra él, temblando. Bill la rodeó con un brazo. Todos lo miraban, con ojos enormes y brillantes en la penumbra. La mesa larga a la que se habían sentado, sembrada de botellas vacías, copas y ceniceros desbordantes, era un islote de luz.

—Basta ya —dijo Bill, con voz ronca—. Suficiente por una noche. Dejaremos el baile de gala para otro día.

—Me he acordado —dijo Beverly. Levantó hacia Bill sus ojos enormes, sus mejillas pálidas y mojadas—. Me he acordado de todo. De cuando mi padre descubrió que jugaba con vosotros. De la huida. De Bowers, Criss y Huggins. De cómo corrí. El túnel, los pájaros… EsoLo recuerdo todo…

—Sí —dijo Richie—. Yo también.

Eddie asintió:

—La estación de bombeo…

—…y que Eddie… —dijo Bill.

—Id a acostaros —recomendó Mike—. Descansad un poco. Es tarde.

—Ven con nosotros, Mike —sugirió Beverly.

—No. Tengo que cerrar. Y debo anotar algunas cosas. La minuta de esta reunión, podríamos decir. No tardaré mucho. Adelantaos.

Avanzaron hacia la puerta sin decir nada. Bill y Beverly estaban juntos. Los seguían Eddie, Richie y Ben. Bill sostuvo la puerta para que ella pasara y ella le dio las gracias con un murmullo. Al verla salir a los amplios escalones de granito, Bill la vio muy joven, vulnerable… Cobró súbita conciencia de que se estaba enamorando otra vez de ella. Trató de pensar en Audra, pero su mujer parecía algo muy remoto. En ese momento estaría durmiendo allá, en la casa de Fleet, mientras salía el sol y el lechero iniciaba su ronda.

El cielo de Derry había vuelto a nublarse; una niebla baja cubría la calle desierta en gruesas bandas. El Centro Cívico, estrecho, alto, victoriano, cavilaba en medio de la oscuridad. Bill pensó: Y aquello que caminaba en el Centro Cívico, caminaba solo. Tuvo que ahogar una risita descabellada. Los pasos parecían demasiado audibles. La mano de Beverly tocó la suya y Bill la tomó, agradecido.

—Todo empezó antes de que estuviéramos preparados —dijo ella.

—¿Crees que alguna vez habríamos estado p-pre-parados?

—Tú sí, Gran Bill.

El contacto de su mano le resultó, de pronto, necesario y maravilloso a un tiempo. Se preguntó cómo sería tocarle los pechos por segunda vez en su vida y sospechó que pronto lo sabría, antes de que terminase aquella larga noche. Ahora más plenos, maduros… y su mano encontraría vello al abarcar la curva de su monte de Venus. Te amaba, Beverly… —pensó—. Te amo. Ben te amaba…, te ama. Te amábamos en aquel entonces… te amamos también ahora. Mejor así, porque todo está empezando. Ya no hay modo de escapar.

Miró hacia atrás y vio que la biblioteca estaba a media manzana de distancia. Richie y Eddie se encontraban en el escalón de arriba; Ben, al pie de la escalinata, los seguía con la vista. Tenía las manos en los bolsillos y los hombros caídos; visto por la lente móvil de la neblina baja, se le podría tomar otra vez por un niño de once años. De haber podido enviar un pensamiento a Ben, Bill le habría enviado éste: No importa, Ben. Lo que importa es el amor, el cariño… Siempre el deseo, nunca el tiempo. Tal vez es lo único que podemos llevarnos, cuando salimos del azul del cielo para entrar en la negrura. Es un frío consuelo, tal vez, pero mejor que nada.

—Mi padre se enteró —dijo Beverly, de pronto—. Un día vino a la casa de Los Barrens y ya lo sabía. ¿Nunca te conté lo que solía decirme cuando se enfadaba?

—¿Qué?

—«Me preocupas, Bevvie». Eso era lo que solía decir. «Me preocupas mucho». —Se echó a reír, pero temblaba—. Creo que quería hacerme daño, Bill. Es decir… otras veces me había lastimado, pero esa vez era distinto. Estaba…, bueno, en muchos sentidos era como un extraño. Yo le quería. Le quería mucho, pero…

Lo miró. Tal vez deseaba que él lo dijese en su lugar. Bill no lo hizo. Era algo que ella debía pronunciar por sí misma tarde o temprano. Las mentiras y los autoengaños se habían convertido en un lastre que ya no podían permitirse.

—También le odiaba —dijo. Su mano tiró convulsivamente de la de Bill por un largo instante—. Nunca se lo dije a nadie. Creía que Dios me enviarla un rayo si alguna vez lo decía.

—Dilo otra vez, entonces.

—No, yo…

—Anda. Dolerá, pero creo que ya ha supurado por mucho tiempo allí dentro. Dilo.

—Odiaba a mi padre —dijo ella. Y empezó a sollozar, sin poder remediarlo—. Lo odiaba, le tenía miedo. Nunca pude ser tan buena como para conformarlo y lo odiaba, de veras. Pero también lo amaba.

Bill se detuvo y la abrazó con fuerza. Beverly lo rodeó con brazos de pánico. Las lágrimas le humedecieron el cuello. Ese cuerpo era muy perceptible, maduro y firme. Apartó un poco el torso para que ella no sintiera su erección…, pero Beverly volvió a apretarse contra él.

—Habíamos pasado la mañana allá abajo —dijo—, jugando a cogernos o a algo así. Algo inocente. Ni siquiera habíamos hablado de Eso aquel día, al menos hasta entonces. Todos los días lo mencionábamos en algún momento. ¿Te acuerdas?

—Sí. En algún m-m-momento. Recuerdo.

—El cielo estaba cubierto. Hacía calor. Pasamos casi toda la mañana jugando. Volví a casa a eso de las once y media pensando en tomar un bocadillo y un plato de sopa después de darme una ducha. Después volvería para seguir jugando. Mis padres estaban trabajando. Pero no, él estaba allí. Había vuelto a casa. Y él

2

la arrojó al otro lado de la habitación antes de que ella hubiese podido siquiera entrar del todo. Beverly dejó escapar un grito de sorpresa que se cortó al chocar contra la pared con una fuerza entumecedora. Cayó en el desvencijado sofá mirando a su alrededor, enloquecida. La puerta del vestíbulo se cerró de golpe. Su padre había estado de pie tras ella.

—Me preocupas, Bevvie —dijo—. A veces me preocupas mucho. Lo sabes, ¿no? Mil veces, te lo he dicho.

—Pero, papá, ¿qué…?

Caminaba lentamente hacia ella, cruzando la sala con expresión pensativa, triste, mortífera. Beverly no quiso ver eso último, pero allí estaba, como el brillo ciego del polvo en el agua estancada. Se mordisqueaba pensativamente un nudillo de la mano derecha. Vestía su uniforme verde caqui. La chica, al bajar la mirada, vio que sus zapatos estaban dejando huellas en la alfombra de su madre. Tendré que sacar la aspiradora —pensó, incoherente—, y limpiar eso. Si él me deja en condiciones de limpiar. Si…

Era barro. Barro negro. La mente de Bevvie se desvió de un modo alarmante. Había estado en Los Barrens, con Bill, Richie, Eddie y los otros. Allá, en Los Barrens, el barro era negro y viscoso como el que su padre tenía en los zapatos, en ese lugar pantanoso donde crecían las cañas que Richie llamaba bambúes. Cuando soplaba viento, las cañas repiqueteaban entre sí con un sonido hueco, como tambores de vudú. ¿Era posible que su padre hubiera estado en Los Barrens? ¿Que su padre…?

¡WAC!

La mano del hombre se voló hacia abajo, en una amplia órbita y le golpeó en plena cara. Su cabeza volvió a golpear contra la pared. El padre enganchó los pulgares en el cinturón y la miró con una extraña curiosidad desconectada. Ella sintió que un hilito de sangre le corría, caliente, desde la comisura izquierda del labio inferior.

—Te he visto crecer —dijo él.

Beverly se quedó esperando, pero por el momento eso parecía todo.

—¿De qué me hablas, papá? —preguntó, en voz baja y estremecida.

—Si me mientes, Bevvie, te voy a a matar a golpes.

Y ella notó, con horror, que él no la miraba. Miraba el cuadro de Currier e Ives colgado sobre su cabeza, por encima del sofá. Su mente volvió a dar un horrible resbalón hacia un lado. Se vio a los cuatro años, sentada en la bañera con su barquito de plástico azul y su jabón Popeye. El padre, tan grande, tan amado, estaba de rodillas a su lado vestido con camiseta y pantalones grises; tenía una esponja en una mano y un vaso de refresco de naranja en la otra, la enjabonaba, diciendo: A ver esas orejas, Bevvie, que mamá necesita patatas para la cena. Y Beverly oyó reír a su pequeño yo, que miraba aquella cara algo encanecida como si la creyera eterna.

—No…, no voy a mentir, papá —dijo—. ¿Qué pasa?

La imagen de su padre se iba deshaciendo poco a poco, por obra de las lágrimas.

—¿Estuviste en Los Barrens con una banda de chicos?

El corazón de la chica dio un brinco; sus ojos bajaron otra vez a los zapatones embarrados. Ese lodo negro, pegajoso. Si lo pisabas con fuerza, era capaz de arrancarle a uno la zapatilla o el mocasín. Y tanto Richie como Bill estaban convencidos de que era una ciénaga.

—A veces juego allá c…

¡WAC! La mano, cubierta de duros callos, bajando otra vez. Ella gritó, dolorida, asustada. Esa expresión la asustaba. Eso de que no la mirara la asustaba también. Algo malo le estaba pasando. ¿Y si la mataba? ¿Y si

(oh basta, Beverly, es tu PADRE y los padres no matan a sus hijas)

perdía el control, qué…?

—¿Qué les dejaste hacer contigo?

—¿Cómo? ¿Qué…? —No tenía idea de lo que su padre quería decir.

—Quítate los pantalones.

La confusión de Beverly iba en aumento. De cuanto él decía, nada parecía relacionarse con nada. Y tratar de comprender la ponía enferma.

—¿Qué… por qué?

La mano se levantó. Ella se echó hacia atrás.

—Quítatelos, Bevvie. Quiero ver si estás intacta.

Apareció una imagen nueva, más descabellada que las anteriores; se vio a sí misma sacándose los vaqueros; una de sus piernas salía junto con ellos. El padre la castigaba con el cinturón, mientras ella trataba de escapar saltando sobre su única pierna. ¡Ya sabía que no estaba intacta! —gritaba el padre—. ¡Lo sabía, lo sabía!

—Papá, no sé qué…

La mano bajó, pero esa vez no para darle una bofetada, sino para sujetarla. Se le clavó en el hombro con fuerza furiosa. Ella gritó. El padre la levantó de un tirón y, por primera vez, la miró directamente a los ojos. Beverly volvió a gritar a causa de lo que se veía en esas pupilas: nada. Su padre había desaparecido. Y Beverly comprendió, de pronto, que estaba sola con Eso en el apartamento. Sola con Eso en esa pesada mañana de agosto. No experimentaba esa densa sensación de poder y malignidad no disimulada que había percibido en Neibolt Street, diez días atrás (Eso estaba diluido por la humanidad esencial de su padre), pero allí estaba, obrando por medio de él.

La arrojó a un lado. Ella se golpeó contra la mesita de café, pasó por encima y acabó despatarrada en el suelo, gritando.

Así es como ocurre todo —pensó—. Se lo diré Bill para que lo comprenda. Eso está por todas partes, en Derry. Se limita…, se limita a llenar los lugares vacíos.

Rodó sobre sí. Su padre caminaba hacia ella. Se deslizó sobre los fondillos del vaquero, con el pelo en los ojos, para escapar.

—Sé que has estado allá abajo, me lo dijeron. No lo quise creer. No podía creer que mi Bevvie anduviera por ahí con una banda de chicos. Pero esta mañana te vi con mis propios ojos. Mi Bevvie con una banda de chicos. Doce años aún no cumplidos y ya anda con una banda de chicos.

Esa última idea pareció provocarle una nueva cólera que tembló en él como una corriente eléctrica.

¡Doce años no cumplidos! —gritó, asestándole un puntapié en el muslo que la hizo aullar. Cerró las mandíbulas sobre el hecho, el concepto, lo que fuera, como el perro hambriento cierra los dientes sobre un trozo de carne—. ¡Doce años no cumplidos! ¡DOCE AÑOS NO CUMPLIDOS!

Pateó otra vez. Beverly escapó a rastras. Por entonces habían llegado a la zona de la cocina y su zapatón dio contra los armarios haciendo tintinear las cacerolas.

—No huyas de mí, Bevvie —dijo—. No te conviene. Será peor para ti. Créeme. Cree a tu padre. Esto es grave. Eso de andar con varones, dejar que te hagan sabe Dios qué, con doce años no cumplidos, eso sí que es grave, Dios lo sabe.

La sujetó con fuerza y la levantó de un tirón, por el hombro.

—Eres una niña bonita. Y hay muchos gamberros dispuestos a propasarse con una niña bonita. Y muchas niñas bonitas dispuestas a dejarse hacer. ¿Ya te has estado revolcando con esos chicos, Bevvie?

Por fin ella comprendió lo que Eso había puesto en la cabeza de su padre… pero parte de ella sabía que la idea había estado allí desde un principio. Eso no hacía sino utilizar las herramientas disponibles.

—No, papá, no, papá…

¡Te he visto fumar! —aulló él.

Esa vez le pegó con la palma de la mano, con tanta fuerza que la envió tambaleándose hacia atrás, hasta la mesa de la cocina. Allí quedó despatarrada, con un dolor quemante en la parte baja de la espalda. El salero y el pimentero cayeron al suelo. El pimentero se rompió. Ante los ojos de Beverly se abrieron flores negras que desaparecieron luego. Los sonidos se oían demasiado graves.

Vio la cara de su padre. Algo en su cara. Le estaba mirando el pecho. Y ella notó, de pronto, que se le había desabotonado la blusa y que no tenía puesto su único sostén. Su mente volvió a desviarse hacia la casa de Neibolt Street, donde Bill le había dado su camiseta. Allá, las miradas ocasionales y furtivas de los chicos no le habían molestado porque parecían perfectamente naturales. Y la mirada de Bill había sido más que natural: cálida y deseada, aunque profundamente peligrosa.

Ahora, a su terror se mezcló la culpa. ¿Y si su padre no se equivocaba tanto? ¿Acaso no se había

(revolcado con ellos)

permitido malos pensamientos? ¿No había pensado en lo que él decía, fuese lo que fuese?

¡No es igual! ¡No es igual que el modo en que

(revolcándose)

él me está mirando ahora! ¡No es igual!

Se abrochó la blusa.

—¿Bevvie?

—No hacemos más que jugar, papá. Eso es todo. Jugamos… No…, no hacemos nada como…, nada malo. No…

—Te he visto fumar —repitió él, acercándose. Su mirada recorrió su pecho y sus caderas estrechas sin curvas. Súbitamente canturreó, con una voz de jovencito que la asustó aún más—: ¡La que masca chicle fumará! ¡La que fuma beberá! ¡Y cuando una chica bebe, todo el mundo sabe qué es capaz de hacer!

—¡YO NO HICE NADA! —aulló Beverly, en tanto las manos de su padre le apresaban los hombros. Ya no la pellizcaba ni le hacía daño. Esas manos eran suaves y eso la asustó más que nada.

—Beverly —repitió él, con la lógica absurda e indiscutible de los obsesos—, te he visto con varones. ¿Vas a decirme qué hace una chica con los varones, en ese pastizal, si no es revolcarse de espaldas?

—¡Déjame en paz! —gritó ella. El enfado surgía de un pozo muy profundo cuya existencia ella no había sospechado nunca. Era una llama azul y amarillenta en su cabeza. Amenazaba sus pensamientos. Todas las veces que él la había asustado, todas las veces que la había avergonzado, todas las veces que le había hecho daño—. ¡Hazme el favor de dejarme en paz!

—No hables así a tu padre —repuso él, sorprendido.

—¡No he hecho eso que dices! ¡Nunca hice eso!

—Puede que sí, puede que no. Quiero asegurarme. Y sé cómo. Sácate los pantalones.

—No.

Los ojos de Al se ensancharon mostrando la córnea amarillenta alrededor de los iris, muy azules.

—¿Qué has dicho?

—Dije que no.

Tal vez Marsh vio en los ojos de la niña la furia llameante, la fuerte oleada de la rebelión.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó ella.

—Bevvie…

—¿Quién te dijo que jugábamos allá? ¿Fue un desconocido? ¿Un hombre vestido de naranja y plata? ¿Usaba guantes? ¿Parecía un payaso, aunque no lo fuera? ¿Cómo se llamaba?

—Bevvie, te conviene acabar de…

—No —le interrumpió ella—. A ti te conviene acabar.

Él volvió a levantar la mano, ahora cerrada en un puño, como si tuviera intención de romper algo. Beverly la esquivó, el puño pasó silbando junto a su cabeza y se estrelló contra la pared. Él la soltó, aullando, para llevarse el puño a la boca. Beverly retrocedió a pasitos cortos y rápidos.

—¡Ven aquí!

—No —dijo ella—. Quieres pegarme. Te quiero, papá, pero cuando te pones así te odio. No puedes seguir haciendo esto. Eso está obligándote, pero es porque tú se lo permites.

—No sé de qué estás hablando, pero será mejor que vengas. No lo voy a repetir.

—No —repitió ella, volviendo a llorar.

—No hagas que vaya a buscarte, Bevvie, o lo lamentarás. Ven aquí.

—Dime quién te fue con ese cuento. Entonces iré.

El padre saltó hacia ella con agilidad felina, a tal punto que, si bien ella estaba esperando algo así, estuvo a punto de dejarse atrapar. Buscó a tientas el pomo de la puerta, la abrió apenas lo suficiente para pasar y corrió por el vestíbulo hacia la puerta de entrada en una pesadilla de pánico, tal como huiría de la señora Kersh, veintisiete años después. Detrás de ella, Al Marsh se estrelló contra la puerta, cerrándola de un golpe que la partió por el medio.

—¡VUELVE AQUÍ INMEDIATAMENTE, BEVVIE! —aulló, abriendo la puerta de un tirón para seguirla.

La entrada principal estaba con cerrojo porque ella había entrado por la trasera. Una de sus manos temblorosas manipuló el cerrojo mientras la otra tiraba inútilmente del pomo. Atrás, el padre volvió a aullar como

(quítate esos pantalones te estuviste revolcando)

un animal. Ella corrió el cerrojo y logró, por fin, abrir la puerta principal. El aliento, ardoroso, bombeaba en su garganta. Al mirar sobre el hombro lo vio justo atrás, alargando la mano para apresarla, sonriente, gesticulante; sus dientes de caballo eran una trampa para osos.

Beverly huyó por la puerta y sintió que unos dedos le tocaban la espalda sin poder sujetarla. Bajó al vuelo los escalones, pero perdió el equilibrio y cayó espatarrada en la acera de cemento despellejándose las rodillas.

—VUELVE AHORA MISMO, BEVVIE, O VOY A DESPELLEJARTE A LATIGAZOS.

Mientras él bajaba los escalones, ella se levantó con sendos agujeros en las perneras de los pantalones

(sácate los pantalones)

y las rodillas manando sangre. Las terminales nerviosas cantaban Adelante, soldados cristianos. Miró otra vez sobre el hombro.

Allí venía otra vez Al Marsh, portero y custodio, hombre canoso, vestido con uniforme caqui de grandes bolsillos, con un llavero sujeto al cinturón, el pelo arrebatado por el viento. Pero él no estaba en sus ojos. No estaba allí ese él esencial que le había lavado la espalda o golpeado en el estómago porque ella le preocupaba, le preocupaba mucho; ese él que una vez, teniendo ella siete años, había tratado de trenzarle el pelo y acabó riendo con ella por el desastre resultante; ese él que sabía hacer batido de huevos con canela los domingos, más ricos que cuanto vendían en la heladería. El él-padre, figura masculina de su vida. En sus ojos no había en ese momento nada de todo eso. Sólo un vacío asesino. Sólo Eso.

Beverly corrió. Huía de Eso.

El señor Pasquale alzó la vista, sorprendido, dejando de regar su escuálido césped y de escuchar el partido de los Red Sox transmitido por la radio portátil desde el porche. Los chicos Zinnerman se apartaron del viejo Hudson Hornet que habían comprado por veinticinco dólares y que lavaban casi todos los días. Uno de ellos sostenía la manguera; el otro, un balde de agua espumosa. Ambos estaban boquiabiertos. La señora Denton miró desde su ventana del primer piso, con un vestidito y el resto de la ropa para remendar en el regazo, llena la boca de alfileres. El pequeño Lars Theramenius apartó rápidamente su camioncito de la acera y se refugió en el césped moribundo de Bucky Pasquale, bañado en lágrimas al ver que Bevvie, la misma que había pasado toda una mañana enseñándole a atarse las zapatillas, pasaba como un rayo, gritando, con los ojos dilatados. Un momento después pasó el padre, aullando. Lars, que por entonces tenía tres años y que moriría doce años después en un accidente de motocicleta, vio en la cara del señor Marsh algo terrible e inhumano. Tuvo pesadillas durante tres semanas; veía al señor Marsh convertido en araña dentro de su ropa.

Beverly corría. Tenía perfecta conciencia de estar corriendo para salvar la vida. En Derry, a veces, la gente hacía cosas raras; no le hacía falta leer los periódicos ni conocer la peculiar historia de la ciudad para entender eso. Si su padre la atrapaba, no le importaría que estuvieran en la calle. Era capaz de estrangularla, de golpearla con el puño o con el pie. Y cuando todo hubiese terminado, alguien arrestaría a su padre para encerrarlo en una celda donde quedaría como el padrastro de Eddie Corcoran, aturdido y sin comprender nada.

Corrió hacia el centro cruzándose cada vez con más gente. Todos los miraban con sorpresa, pero nada más. Después de una mirada, cada cual seguía su camino.

El aire que circulaba en los pulmones de Beverly se estaba volviendo denso.

Cruzó el canal, golpeando con los pies el cemento, mientras los coches atronaban sobre las grandes lajas de madera, en el puente, a su derecha. A la izquierda se veía el semicírculo de piedra donde el canal se hacía subterráneo para pasar por debajo del centro. Se desvió súbitamente hacia Main Street, sin prestar atención a los bocinazos ni al chirriar de frenos. Giró hacia la derecha porque en esa dirección estaban Los Barrens. Aún faltaba casi un kilómetro y medio; si quería llegar, tendría que ganar distancia a su padre en la difícil cuesta de Up-Mile Hill o en las calles laterales aún más empinadas. Pero no había otra cosa.

—VUELVE AQUÍ, PUTILLA, TE LO ADVIERTO.

Al llegar a la acera de el lado opuesto volvió a mirar tras de sí. El padre cruzaba la calle prestando al tránsito tan poca atención como ella, con la cara roja y sudorosa.

Se desvió por un callejón abierto tras los depósitos, en la parte trasera de los edificios que daban a Up-Mile Hill: Frigoríficos Star, Carnes Envasadas Armour, Depósitos Hemphill, Carnes Eagle y Comidas Kosher. La callejuela era estrecha y estaba adoquinada. La cerraban aún más los cubos malolientes de basura. Los adoquines estaban resbalosos por obra de Dios sabía qué desechos. Allí había una mezcla de olores, blandos o penetrantes, a veces titánicos… pero todos hablaban de carnes y matanzas. Las moscas formaban nubes zumbantes. En uno de los edificios sonaba el escalofriante gemir de los serruchos para hueso. Los pies de la chica vacilaban en los adoquines. Golpeó con la cadera un recipiente galvanizado; un montón de tripas, envueltas en periódicos, asomó como un manojo de grandes capullos carnívoros.

—VUELVE AQUÍ, MALDICIÓN, BEVVIE, LO DIGO EN SERIO, NO EMPEORES LAS COSAS.

Dos hombres descansaban en la puerta de descarga de Kirshner, masticando gordos bocadillos, con las cajas del almuerzo abiertas y a mano.

—Triste situación, chiquilla —dijo uno de ellos, mansamente—. Me parece que vas a terminar con tu padre en la leñera.

Los otros se echaron a reír.

Él la estaba alcanzado. Ya se oían sus pasos atronadores y su pesada respiración casi pisándole los talones. A la derecha, el ala negra de su sombra voló sobre la empalizada.

De pronto, con un chillido de furia y sorpresa, Al resbaló y cayó sordamente al adoquinado. Se levantó un momento después. Ya no aullaba; no hacía sino balbucear, lleno de furia incoherente, mientras los hombres sentados ante la puerta reían y se daban mutuas palmadas en la espalda.

El callejón torcía hacia la izquierda… y Beverly se detuvo, deslizándose, con la boca abierta de horror. Ante la boca del callejón había estacionado un camión recolector de residuos. No había siquiera veinte centímetros libres a cada lado. El motor estaba en marcha. Por debajo de ese ruido, apenas audible, se oía el murmullo de una conversación en la cabina del camión. Más hombres almorzando. Faltaban sólo tres o cuatro minutos para el mediodía; pronto, el reloj de los tribunales daría la hora.

Oyó que su padre la seguía otra vez, acercándose. Entonces se arrojó al suelo para pasar por debajo del camión empujándose con los codos y las rodillas heridas. El olor de los gases de escape, mezclado con el de la carne cruda, le dio una especie de náusea. En cierto modo, la facilidad con que avanzaba era peor, porque estaba deslizándose sobre una capa de grasa y desperdicios. Siguió avanzando. En cierta oportunidad se levantó demasiado y su espalda hizo contacto con el tubo de escape del camión; tuvo que morderse los labios para no gritar.

—¿Beverly? ¿Estás ahí? —Cada palabra, separada de la anterior por un jadeo.

Ella miró hacia atrás y se encontró con los ojos de su padre, agachado junto al camión.

—¡Déjame.. en paz! —logró protestar.

—Putilla —replicó él, ahogándose en saliva.

Y también se arrojó al suelo, con un tintinear de llaves, para arrastrarse tras ella con grotescas brazadas.

Beverly salió a manotazos de debajo del camión aferrándose a una enorme rueda para incorporarse. Se golpeó las últimas vértebras con el parachoques delantero, pero un momento después corría de nuevo rumbo a Up-Mile Hill, con la ropa manchada de grasa y apestando hasta los cielos. Al mirar hacia atrás vio que las manos de su padre, sus brazos pecosos, salían de debajo de la cabina del camión como garras de algún monstruo de la niñez por debajo de la cama.

A toda prisa, casi sin pensar, Beverly se arrojó por el espacio abierto entre el depósito Feldman y el anexo de Tracker Hermanos. Ese pasaje, demasiado estrecho para merecer el nombre de callejón, estaba lleno de cajones rotos, hierbas, girasoles y más basura, por supuesto. Beverly se zambulló tras un montón de cajones y permaneció allí, agazapada. Pocos momentos después vio que su padre pasaba por la boca del pasaje subiendo la loma.

Se levantó y corrió hacia el otro extremo del pasaje donde había un alambrado. Trepó por allí como un mono y bajó por el otro lado. Ahora estaba en terrenos del Seminario Teológico de Derry. Corrió por el pulcro césped trasero y dio la vuelta al edificio. Alguien, dentro, estaba tocando en el órgano una pieza clásica. Las notas parecían grabar en el aire quieto su agradable calma.

Entre el seminario y Kansas Street había un seto alto. Beverly miró a través de él y vio a su padre al otro lado de la calle, jadeante, con manchas de sudor oscureciéndole la camisa bajo los brazos. Miraba en derredor, con los brazos en jarras. El llavero chisporroteaba bajo el sol.

Beverly lo observó, también jadeante, con el corazón latiendo como el de un conejo en su garganta. Tenía mucha sed y la asqueaba el hedor que despedía. Si me dibujaran en un comic —pensó, distraída—, me rodearían de líneas onduladas.

El padre cruzó lentamente hacia el lado del seminario.

Beverly dejó de respirar.

Dios mío, por favor, no puedo seguir corriendo. Ayúdame, Dios mío. No dejes que me encuentre.

Al Marsh caminó lentamente por la acera; pasó frente al sitio donde su hija se había acurrucado, al otro lado del seto.

¡Dios bendito, no dejes que me huela!

Él no la olió, tal vez porque, después de su caída en el callejón y su travesía por debajo del camión de residuos, apestaba tanto como su hija. Siguió caminando. Ella le vio bajar otra vez por Up-Mile Hill hasta perderse de vista.

Entonces se levantó lentamente. Tenía la ropa cubierta de basura y la cara sucia; le dolía la espalda por la quemadura del tubo de escape. Esos detalles palidecían ante el confuso torbellino de sus pensamientos. Se sentía como si hubiera navegado hasta franquear el borde del mundo; ninguna de las normas de conducta habituales parecía tener aplicación. No se imaginaba volviendo a casa, pero tampoco se imaginaba no volviendo. Había desafiado a su padre, lo había desafiado…

Tuvo que apartar ese pensamiento porque la hacía sentir débil, temblorosa, enferma. Quería a su padre. ¿Acaso no lo ordenaba uno de los Diez Mandamientos? «Honrarás a tu padre y a tu madre, para que tus días sean largos sobre la tierra». Sí, pero él no era su padre, sino alguien muy diferente. Un impostor. Eso

De pronto sintió frío, asaltada por una pregunta terrible: ¿A los otros les estaría ocurriendo lo mismo? ¿O algo parecido? Tenía que avisarles. Los Perdedores le habían hecho daño y en ese momento tal vez Eso tomaba medidas para asegurarse de que no se repitiera. Y en realidad, ¿a qué otro lugar podría ir? No tenía otros amigos. Bill sabría qué hacer. Bill le diría qué hacer. Bill le llenaría el y-ahora-qué.

Se detuvo allí donde el sendero del seminario se unía a la acera de Kansas Street para espiar al otro lado del seto. Su padre había desaparecido de verdad. Giró a la derecha y echó a andar por Kansas Street hacia Los Barrens. Probablemente ninguno de ellos estaría allí; estarían todos en casa, almorzando. Pero volverían. Mientras tanto, ella podría bajar a la casita del club, tan fresca, y tratar de dominarse. Dejaría abierto el ventanuco, para tener un poco de luz y tal vez hasta podría dormir. Su cuerpo cansado y su mente tensa se aferraron ansiosamente a la idea. Sí, dormir, eso le haría bien.

Con la cabeza caída, dejó atrás el último grupo de casas hasta que la tierra se hizo demasiado empinada para construir y se hundió en Los Barrens, donde, por increíble que pareciera, había estado su padre, acechando, espiando.

No oyó, por cierto, paso alguno detrás de ella. Los chicos estaban tomando todas las precauciones necesarias para no hacer ruido. Más de una vez habían perdido la carrera y no pensaban perderla otra vez. Se acercaban a ella más y más, con suave andar de gato. Belch y Victor sonreían, pero la cara de Henry estaba a un tiempo vacua y seria. Su pelo revuelto delataba la falta de peine. Sus ojos estaban tan descentrados como los de Al Marsh en el apartamento. Mantenía un dedo sucio apretado contra los labios, en un gesto de silencio. La distancia entre ellos y Beverly se redujo de veinticinco metros a quince, a nueve.

Durante todo aquel verano, Henry había estado vacilando al borde de algún abismo mental, caminando por un puente cada vez más estrecho. El día en que había permitido que Patrick Hockstetter lo acariciara, ese puente se había reducido a una cuerda tensa. Esa mañana, la cuerda se había roto. Al salir al patio, sin más ropa que los raídos calzoncillos amarillentos, había mirado el cielo. Allí estaba aún el espectro de la luna. Ante sus ojos, la luna se había convertido súbitamente en una cara esquelética y sonriente. Henry cayó de rodillas ante esa cara, exaltado de terror y júbilo. De la luna surgían voces fantasmales. Las voces cambiaban; a veces parecían fundirse en un suave parloteo, apenas comprensible… pero él presintió la verdad: simplemente, todas esas voces eran una sola voz, una inteligencia. Y la voz le indicó que buscara a Belch y a Victor, que estuviese con ellos en la esquina de Kansas y la avenida Costello, a eso del mediodía. La voz le dijo que entonces sabría cómo actuar.

Y ahí venía la putita, a los saltos. Esperó oír la voz que debía decirle cómo actuar a continuación. La respuesta llegó mientras los tres continuaban acortando distancias, pero la voz ya no llegaba desde la luna: surgía de la rejilla de la alcantarilla junto a la cual estaban pasando. Era baja, pero bien audible. Belch y Victor echaron un vistazo hacia la reja, aturdidos, casi hipnotizados. Después volvieron a clavar los ojos en Beverly.

Mátala, decía la voz de la cloaca.

Henry Bowers metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un instrumento delgado de unos veinte centímetros, con incrustaciones de falso marfil en los costados. Un pequeño botón cromado centelleaba en un extremo de esa dudosa obra de arte. Henry lo oprimió. De la ranura saltó una hoja de quince centímetros. El chico la hizo bailar en su mano y apretó el paso. Victor y Belch, aún aturdidos, lo imitaron para no quedarse atrás.

Beverly no oyó ruido alguno. No fue un ruido lo que le hizo girar la cabeza en el momento en que Henry Bowers se le acercaba, con las rodillas flexionadas y una sonrisa petrificada en la cara, silencioso como un indio. No. Fue una simple sensación, demasiado clara, directa y poderosa como para negarla: la sensación de que

3

Biblioteca Pública de Derry, 1.55 h.

alguien estaba observándole.

Mike Hanlon dejó el bolígrafo a un lado y paseó la mirada por aquel ensombrecido cuenco invertido que era el salón principal de la biblioteca. Vio islas de luz arrojadas por los globos colgantes; vio libros que se borraban en la penumbra; vio escaleras de hierro que ascendían en graciosas espirales hacia las estanterías. No había nada fuera de lugar.

Aun así estaba seguro de no encontrarse solo allí. Ya no.

Una vez que los otros se hubieron marchado, Mike había limpiado todo con una pulcritud que era sólo hábito; funcionaba como un piloto automático; su mente estaba a un millón de kilómetros y a veintisiete años de distancia. Vació los ceniceros, sacó las botellas vacías (camuflándolas con una capa de basura para que Carole no se escandalizara) y guardó las latas retornables en una caja detrás de su escritorio. Luego fue en busca de la escoba para barrer los restos de la botella que Eddie había roto.

Cuando la mesa estuvo limpia, fue a la hemeroteca para recoger las revistas esparcidas. Mientras ejecutaba esas simples tareas, su mente revisó los relatos que habían contado, concentrándose, tal vez, en lo que no había sido dicho. Ellos creían haberlo recordado todo; probablemente en el caso de Bill y de Beverly era casi cierto. Pero había más. Les volvería a la memoria… si se les concedía tiempo. En 1958 no habían tenido oportunidad de prepararse. Aunque hablaban interminablemente (las charlas sólo habían sido interrumpidas por la pelea a pedradas, y el único acto de heroísmo grupal, en Neibolt Street), tal vez se habrían reducido a eso, a fin de cuentas. Hasta aquel 14 de agosto en que Henry y sus amigos los habían perseguido, obligándolos a entrar en las cloacas.

Quizá debía habérselo dicho, pensó, mientras ponía en su sitio la última de las revista. Pero algo se oponía fuertemente a la idea; la voz de la Tortuga, quizá. Tal vez eso era parte del asunto; tal vez, también esa sensación de circularidad. Quizá ese último acto iba a repetirse de algún modo actualizado. Él tenía linternas y cascos de mineros cuidadosamente guardados para usar al día siguiente; había conseguido los planos de las cloacas y los sistemas de drenaje que había en el mismo armario. Sin embargo, a los once años, todas las discusiones y todos los planes, a medio cocinar o no, habían quedado en la nada. Al final, simplemente se habían visto perseguidos hasta las cloacas, arrojados a la confrontación siguiente. ¿Ocurriría otra vez lo mismo? Mike había llegado a creer que la fe y el poder eran intercambiables. ¿Y si la verdad última era aún más simple? ¿Y si no había acto de fe posible hasta que uno se veía rudamente arrojado al aullante medio de las cosas, como un recién nacido que saliera disparado del vientre materno sin paracaídas? Una vez iniciada la caída, uno se veía obligado a creer en el paracaídas, en la existencia, ¿no? Y tirar de la argolla durante la caída se convertía en la declaración final sobre el tema, de un modo u otro.

Por Dios, si es Fulton Sheen con la cara negra, pensó Mike, sonriendo.

Mike limpiaba, ordenaba y pensaba, mientras otra parte de su cerebro esperaba que, al terminar, el cansancio lo obligara a dormir por unas horas. Pero cuando terminó, por fin, se encontró más despierto que nunca. Entonces fue a la única sección cerrada, detrás de su despacho, y abrió la puerta de alambre tejido con una llave de su llavero. Esa sección, supuestamente a prueba de fuego cuando la puerta estaba cerrada, contenía los libros valiosos de la biblioteca: ediciones incunables, libros firmados por escritores ya fallecidos, asuntos históricos relacionados con la ciudad y documentos personales de los pocos escritores que habían vivido y trabajado en Derry. Si todo aquello terminaba bien, Mike tenía la esperanza de convencer a Bill de que donara sus manuscritos a la Biblioteca Pública de Derry. Mientras caminaba por el tercer pasillo del sector, sintiendo el familiar olor a polvo y a papel viejo pensó: Cuando muera, creo que me iré con un carnet de biblioteca en una mano y un sello de PLAZO VENCIDO en la otra. Bueno, hay cosas peores.

Se detuvo en medio de ese tercer pasillo. Allí estaba su cuaderno de apuntes, el que contenía los relatos de Derry y sus propias cavilaciones; estaba escondido entre El antiguo municipio de Derry, de Fricke, y la Historia de Derry, de Michaud, muy atrás. Nadie lo encontraría por casualidad.

Mike lo sacó y volvió a la mesa que habían utilizado para la reunión, deteniéndose para apagar las luces del sector cerrado y echar la llave a la puerta. Se sentó a hojear las páginas escritas. ¡Qué extraña mezcla eran! En parte historia, en parte escándalo, en parte Diario, en parte confesión. No había anotado nada desde el 6 de abril. Pronto tendré que comprar otro cuaderno, pensó, volviendo las pocas páginas que quedaban en blanco. Pensó, divertido, en la primera versión de Lo que el viento se llevó, escrita por Margaret Mitchel a mano, en montones de cuadernos escolares. Luego destapó su estilográfica y escribió dos líneas debajo de la última anotación: 31 de mayo. Hizo una pausa para mirar vagamente aquel ambiente vacío. Por fin comenzó a escribir todo lo que había ocurrido en los tres últimos días, empezando por la llamada telefónica a Stanley Uris.

Escribió en silencio durante quince minutos. Después su concentración empezó a ceder. Cada vez se detenía con más frecuencia. La imagen de la cabeza cortada de Stan Uris en la nevera trataba de entrometerse: la cabeza ensangrentada de Stan, la boca abierta y llena de plumas. La borró con esfuerzo y continuó escribiendo. Cinco minutos después se incorporó de un salto para mirar alrededor, convencido de que vería esa cabeza rodar por los mosaicos del suelo, con los ojos vidriosos y ávidos, como los de un trofeo de caza.

No había nada. No había cabeza. Sólo el resonar apagado de su propio corazón.

Tienes que dominarte, Mikey. Es el nerviosismo, nada más.

Pero no sirvió de nada. Las palabras se le escapaban, los pensamientos parecían colgar fuera de su alcance. Sentía cierta presión en la nuca, cada vez más densa.

Alguien lo observaba.

Dejó la estilográfica y se levantó.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó. Su voz levantó ecos en la cúpula dándole un sobresalto. Se humedeció los labios y lo intentó otra vez—. ¿Bill? ¿Ben?

Bill-ill-ill… Ben-en-en…

De pronto, Mike decidió que deseaba estar en su casa. Se llevaría el cuaderno. En el momento en que alargaba la mano para tomarlo oyó un paso leve, deslizante.

Levantó otra vez la mirada. Charcos de luz, rodeados por lagunas de sombras, cada vez más hondas. Nada más… al menos, nada que él pudiese ver. Esperó, con el corazón acelerado.

El paso se dejó oír otra vez, y en ese momento logró localizarlo. En el pasillo vidriado que conectaba la biblioteca principal con la infantil. Allí. Alguien. Algo.

Moviéndose silenciosamente, Mike se acercó al escritorio de salida. Las puertas dobles que daban al pasillo estaban abiertas, sujeta por cuñas de madera, y dejaban ver una parte del corredor. Distinguió algo que parecía un par de pies. Con súbito horror se preguntó si Stan habría acudido a la cita, después de todo, si pensaba salir de entre las sombras con su enciclopedia de pájaros en una mano, la cara blanca, los labios purpúreos, las muñecas abiertas. Al fin vine —diría Stan—. Me costó un poco porque tuve que salir de un agujero en la tierra, pero vine…

Se oyó otro paso. Mike vio entonces zapatos, sin lugar a dudas: zapatos y las perneras de un vaquero raído. Las hilachas, de color azul desteñido, colgaban contra dos tobillos sin calcetines. Y en la oscuridad, casi un metro ochenta por encima de esos tobillos, se veía un par de ojos centelleantes.

Mike buscó a tientas en la superficie del escritorio semicircular, sin apartar la vista de esos ojos. Sus dedos encontraron una caja pequeña, de madera: las tarjetas de los préstamos vencidos. Otra cajita, con broches para papel y bandas elásticas. Se detuvieron en algo que era metálico y lo tomaron. Se trataba de un abrecartas en cuyo mango se leían las palabras JESÚS REDIME, un endeble objeto que había llegado por correo enviado por la Iglesia bautista para promover una recaudación de fondos. Hacía quince años que Mike no iba a la iglesia, pero en memoria de su madre envió cinco dólares de los que no podía prescindir. Había tenido intenciones de tirar el abrecartas, pero allí estaba, entre el desorden que reinaba en su lado del escritorio (la parte de Carole estaba siempre impecable).

Lo tomó con fuerza y clavó la vista en el pasillo oscuro.

Hubo otro paso…, otro. Los vaqueros raídos eran visibles hasta las rodillas. Y vio la silueta a la que correspondían: una silueta grande, corpulenta, de hombros redondeados. Había una sugerencia de pelo irregular. El perfil era simiesco.

—¿Quién está ahí?

La silueta se limitó a contemplarlo.

Aunque todavía asustado, Mike había superado la debilitante idea de que pudiera ser Stan Uris, salido de la tumba, convocado por las cicatrices de sus manos, por algún extraño magnetismo que lo había llevado en retorno, como a un zombi. Quienquiera que fuese, no era Stan Uris: Stan, en su edad adulta, había medido un metro setenta y dos.

La silueta dio un paso más. La luz del globo más próximo al pasillo cayó sobre las presillas de su vaquero.

De pronto, Mike adivinó. Aun antes de oírle hablar, adivinó.

—Hola, negro —dijo la silueta—. ¿Has estado tirando piedras? ¿Quieres saber quién envenenó a tu maldito perro de mierda?

La silueta dio otro paso y la luz reveló la cara de Henry Bowers, más gorda, más abolsada. La piel tenía un tono insalubre, como sebo; las mejillas eran casi belfos colgantes salpicados de barba crecida en la que había casi tanto blanco como negro. Había tres líneas onduladas grabadas en la frente sobre las cejas pobladas. Otras líneas formaban paréntesis en las comisuras de los labios gruesos. Los ojos, pequeños y perversos entre la piel amoratada, estaban inyectados de sangre y no había pensamiento en ellos. Aquella cara correspondía a un hombre empujado a una vejez prematura: un hombre de treinta y ocho años que iba a cumplir setenta y tres. Pero era, también, la cara de un chico de doce. Su ropa todavía tenía las manchas verdes de los matorrales donde se había escondido durante el día.

—¿No piensas saludar, negro?

—Hola, Henry.

A Mike se le ocurrió que llevaba dos días sin escuchar la radio, sin leer siquiera los periódicos que constituían todo un rito en su vida. Habían estado pasando demasiadas cosas. Estaba muy ocupado.

Por desgracia.

Henry salió del corredor y permaneció inmóvil, mirando a Mike con sus ojillos de cerdo. Sus labios se abrieron en una sonrisa indescriptible revelando los dientes cariados típicos de la parte boscosa de Maine.

—Voces —dijo—. ¿Alguna vez oyes voces, negro?

—¿Qué voces son ésas, Henry? —Mike puso las manos a la espalda, como un escolar a punto de recibir la lección y pasó el abrecartas de la mano izquierda a la derecha. El reloj de péndulo, donado por Horst Mueller en 1923, marcó solemnes segundos en el suave estanque del silencio.

—De la luna —dijo Henry. Se llevó una mano al bolsillo—. Vienen de la luna. Muchas voces. —Hizo una pausa y frunció ligeramente el entrecejo, sacudiendo la cabeza—. Son muchas, pero en realidad una sola. La voz de Eso.

—¿Viste a Eso, Henry?

—Sí —dijo Henry—. Frankenstein. Le arrancó la cabeza a Victor. Provocó mucho ruido. Parecía una cremallera gigantesca. Después fue en busca de Belch. Belch le hizo frente.

—¿Sí?

—Sí. Por eso conseguí escapar.

—Dejaste que lo matara.

—¡No digas eso! —Las mejillas de Henry se encendieron. Dio dos pasos adelante. Cuanto más se alejaba del cordón umbilical que conectaba la biblioteca de los adultos con la de los niños, más joven parecía. Mike vio en su cara la antigua perversidad, pero también algo más: al niño criado por Butch Bowers, el loco, en una buena granja arruinada con el correr de los años—. ¡Me habría matado a mí también!

—A nosotros no nos mató.

Los ojos de Henry centellearon de rancio humor.

—Todavía no. Pero ya os matará. A menos que yo no le deje vivo a ninguno.

Sacó la mano del bolsillo. En ella tenía un esbelto instrumento de veinte centímetros con incrustaciones de falso marfil en los lados. Un pequeño botón cromado centelleaba en un extremo de esa dudosa obra de arte. Henry lo oprimió. De la ranura saltó una hoja de acero de quince centímetros. Él la hizo bailar en su mano y caminó hacia el escritorio, algo más deprisa.

—Mira lo que encontré —dijo—. Sabía dónde buscar. —Un ojo enrojecido, obsceno, le hizo un guiño—. Me lo dijo el hombre de la luna. —Henry volvió a desvelar sus dientes—. Hoy estuve escondido. Por la noche hice dedo. Un viejo me recogió. Le pegué. Creo que lo maté. Arrojé el coche a la zanja, en Newport. Cuando estaba en los límites de Derry, oí esa voz. Miré en una alcantarilla y encontré esta ropa. Y la navaja. Mi navaja.

—Te estás olvidando de algo, Henry.

El enajenado, sonriente, se limitó a sacudir la cabeza.

—Nosotros escapamos y tú también escapaste. Si Eso nos busca a nosotros, a ti también te busca.

—No.

—Yo creo que sí. Tal vez vosotros hicisteis el trabajo de Eso, pero Eso no suele hacer favoritismos, ¿verdad? Mató a tus dos amigos y mientras Belch luchaba, tú escapaste. Pero ahora has vuelto. Creo que eres parte de su plan sin terminar, Henry. De veras.

—¡No!

—Tal vez verás a Frankenstein. ¿O al hombre-lobo? ¿Un vampiro? ¿El payaso? O si no, Henry…, quizá veas cómo es en realidad. Nosotros lo vimos. ¿Quieres que te lo cuente? ¿Quieres que…?

—¡Cállate! —vociferó Henry, arrojándose contra él.

Mike dio un paso al lado y estiró un pie. Henry, al tropezar, resbaló por los mosaicos gastados como una patineta. Dio de cabeza contra la pata de la mesa que habían utilizado los Perdedores un rato antes. Por un momento quedó aturdido. La navaja pendía en su mano floja.

Mike fue tras él, buscando la navaja. En ese momento habría podido acabar con Henry clavándole el abrecartas de JESÚS REDIME en el cuello, por detrás. Después llamaría a la policía. Habría algún alboroto policial, pero no demasiado. Estaba en Derry, donde esos sucesos extraños y violentos no eran del todo excepcionales.

Lo que le impidió obrar así fue comprender, demasiado súbitamente como para que fuera una idea consciente, que si mataba a Henry estaría trabajando para Eso, tal como Henry trabajaría para Eso al matar a Mike. Y otra cosa: esa otra expresión vista en Henry, la expresión cansada y aturdida del chico maltratado que ha sido puesto en un sendero ponzoñoso con un propósito desconocido. Henry había crecido dentro del radio contaminado de Butch Bowers; sin duda, había pertenecido a Eso aun antes de sospechar su existencia.

Por lo tanto, en vez de clavar el abrecartas en el vulnerable cuello de Henry, se dejó caer de rodillas para arrebatarle la navaja. El objeto cambió de posición en su mano, como por voluntad propia, y sus dedos se cerraron sobre la hoja. No hubo un dolor inmediato; sólo la sangre fluyendo por entre los dedos de la mano derecha, hacia la palma marcada.

Se echó hacia atrás. Henry rodó sobre sí y volvió a tomar la navaja. Mike se puso de rodillas y los dos se enfrentaron, sangrando: Mike, por los dedos; Henry, por la nariz. El enajenado sacudió la cabeza y las gotas rojas volaron en la oscuridad.

—¡Os creíais muy listos! —gritó, ásperamente—. ¡No erais más que un montón de maricas! ¡En una pelea limpia, podríamos haberos vencido!

—Deja la navaja, Henry —dijo Mike, en voz baja—. Voy a llamar a la policía. Vendrán a buscarte y te llevarán otra vez a Juniper Hill. Estarás a salvo, fuera de Derry.

Henry trató de hablar y no pudo. No podía decir a ese negro que no estaría a salvo en Juniper Hill, ni en Los Ángeles ni en las selvas de Tombuctú. Tarde o temprano saldría la luna, blanca como un hueso, fría como la nieve, y las voces fantasmales volverían a empezar y la cara de la luna se convertiría en la cara de Eso, balbuceando, riendo, dando órdenes. Tragó una sangre espesa.

—¡Vosotros nunca peleasteis limpio!

—¿Y tú?

—¡Malditonegropiojosotizóndelinfiernomonoasqueroso! —aulló Henry con violencia.

Y se precipitó otra vez contra él.

Mike se echó hacia atrás para esquivar ese ataque torpe y mal equilibrado, y cayó de espaldas. Henry volvió a golpearse contra la mesa, pero en el rebote giró en redondo y sujetó a Mike por el brazo. El bibliotecario movió el brazo con el abrecartas y sintió que entraba profundamente en el brazo de Henry. El loco aulló, pero en vez de soltarlo apretó la mano con más fuerza. Se arrastró hacia Mike, con el pelo sobre los ojos, sangrando por la nariz rota sobre los labios gruesos.

Mike trató de plantar un pie en su lado, para apartarlo, pero Henry dibujó un arco centelleante con su navaja. Los quince centímetros penetraron en el muslo de Mike. Entraron sin esfuerzo, como en una tarta caliente. Henry extrajo la hoja, chorreante, y Mike, con un alarido de dolor y esfuerzo, lo apartó de un empujón.

Trató de levantarse, pero Henry fue más rápido. Apenas logró evitar su próximo ataque. Sentía que la sangre le corría por la pierna en un torrente alarmante llenándole los mocasines. Creo que me dio en la arteria femoral. Dios, estoy malherido. Hay sangre por todas partes. Los zapatos no van a servir más, maldición, los compré hace apenas dos meses…

Henry llegó otra vez, jadeando y bufando como un toro en celo. Mike se apartó a tropezones y dirigió hacia él el abrecartas. Desgarró la camisa raída y abrió un profundo corte en sus costillas. Henry gruñó, mientras Mike volvía a empujarlo.

—¡Negro sucio! —gimió—. ¡Tramposo! ¡Mira lo que has hecho!

—Suelta el cuchillo, Henry —dijo Mike.

Detrás de ellos se oyó una risita disimulada. Henry se volvió a mirar… y lanzó un alarido de terror absoluto, llevándose las manos a las mejillas como una solterona espantada. Los ojos de Mike se desviaron hacia el escritorio vecino.

Se oyó un ruido agudo, vibrante, ¡ka-apanggg!, y la cabeza de Stan Uris brotó desde atrás del escritorio. Un resorte se hundía en su cuello chorreante. Tenía la cara lívida de pintura y una mancha roja en cada mejilla. Allí donde habían estado los ojos florecían dos grandes pompones naranja. Ese grotesco Stan-de-caja-de-sorpresas se balanceaba en la punta del resorte, como uno de los gigantescos girasoles de Neibolt Street. Abrió la boca y una voz chillona empezó a entonar:

—¡Mátalo, Henry! ¡Mata al negro piojoso, mata al tizón del infierno, mátalo, mátalo, MÁTALO!

Mike giró hacia Henry, espantosamente enterado de que había caído en una trampa. Se preguntó, vagamente, qué cabeza vería Henry en el extremo de ese resorte. ¿La de Stan, la de Victor Criss, la de su padre, tal vez?

Con un chillido, Henry se arrojó contra él, moviendo la navaja arriba y abajo, como si fuera la aguja de una máquina de coser.

¡Gaaaah, negro! —gritaba—. ¡Gaaaah, negro!

Mike retrocedió. La pierna que Henry había apuñalado cedió casi de inmediato arrojándolo al suelo. Apenas la sentía. Estaba fría y lejana. Al mirar abajo, vio que los pantalones claros estaban completamente rojos.

Mike empujó su abrecartas, JESÚS REDIME en el momento en que Henry se volvía para otro ataque. El enajenado se ensartó en él como insecto en un alfiler. Su sangre caliente bañó la mano de Mike. Se oyó un ruido seco. Cuando el bibliotecario retiró la mano, sólo tenía en ella el mango del abrecartas. El resto estaba clavado en el estómago de Henry.

¡Gaaah, negro! —vociferó Henry, plantando una mano sobre el extremo de la hoja. La sangre le manaba entre los dedos. La miró con ojos dilatados, incrédulos.

La cabeza insertada en el resorte chillaba y reía. Mike, ya descompuesto y mareado, volvió a mirarla y vio que era la de Belch Huggins; parecía un corcho de champán humano, con una gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Soltó un fuerte gruñido y el ruido sonó lejano, lleno de ecos. Notó que estaba sentado en un charco de sangre caliente.

Si no me hago un torniquete en la pierna moriré.

—¡Gaaaah! ¡Neeegrooo!

Con una mano en el vientre sangrante y la navaja en la otra, Henry Bowers se apartó de Mike, tambaleante y avanzó hacia las puertas de la biblioteca. Zigzagueaba como ebrio, como señal luminosa en un juego electrónico. Chocó contra un sillón y lo derrumbó. Su mano ciega desparramó una pila de periódicos. Llegó a las puertas, abrió una con el brazo tieso y se arrojó a la noche.

Mike ya estaba perdiendo la conciencia. Tiró de la hebilla de su cinturón con dedos casi insensibles. Por fin logró sacárselo. Rodeó con él su pierna herida, justo debajo de la ingle, y apretó con fuerza. Sujetándolo con una mano, empezó a arrastrarse hacia el escritorio donde estaba el teléfono. No estaba seguro de alcanzarlo, pero por el momento no importaba; se conformaría con llegar hasta allí. El mundo ondulaba, se oscurecía, se borroneaba tras oleadas de gris. Sacó la lengua y se la mordió con saña. El dolor fue inmediato y exquisito. El mundo volvió a su foco. Entonces se dio cuenta de que aún tenía en la mano el mango del abrecartas. Lo arrojó a un lado. Por fin estaba frente al escritorio, alto como el Everest.

Mike recogió la pierna sana y se impulsó hacia arriba sujetándose del escritorio con la mano libre. Tenía la boca curvada hacia abajo en una mueca temblorosa y los ojos eran sólo ranuras. Por fin logró incorporarse. Allí, de pie como una cigüeña, se acercó el teléfono. En un papel, pegado al aparato, se veían tres números: bomberos, policía y hospital. Con una mano temblorosa que parecía estar a diez kilómetros de distancia, empezó a marcar el último: 555-3711. Cuando el teléfono empezó a sonar, cerró los ojos… y los abrió muy grandes al oír la voz del payaso Pennywise.

—¡Hola, negro! —chilló Pennywise. Una carcajada aguda como vidrio roto perforó el oído de Mike—. ¿Qué haces? ¿Cómo te va? A mí me parece que está muerto, ¿no? ¿Quieres un globo, Mike? ¿Un globo? ¿Cómo te va? ¡Hola!

Los ojos de Mike se volvieron hacia el reloj de péndulo, el reloj de los Mueller; no le sorprendió ver allí la cara de su padre, gris, estragada por el cáncer. Tenía los ojos en blanco. De pronto, el padre le sacó la lengua y el reloj empezó a dar la hora.

Mike perdió asidero. Se balanceó por un momento sobre la pierna sana y volvió a caer. El teléfono se balanceaba ante él, en el extremo del cable, como un amuleto de hipnotizador. Le estaba costando mucho apretar el cinturón

—Hola, tío Tom —gritaba alegremente Pennywise, por el auricular—. ¡Aquí el Rey de los Peces! Por lo menos, el Rey de los Peces de Derry, y eso no se puede negar. ¿Verdad, muchacho?

—Si hay alguien ahí —graznó Mike—, una voz real detrás de la que oigo, por favor, ayúdeme. Me llamo Michael Hanlon y me encuentro en la Biblioteca Pública de Derry. Me estoy desangrando. Si hay alguien ahí, no puedo oír. No se me permite oír. Si hay alguien ahí, por favor, dese prisa.

Quedó tendido de lado, con las piernas recogidas en posición fetal. Dio dos vueltas al cinturón en torno de la mano derecha y se concentró en mantenerlo apretado, mientras el mundo derivaba en esas algodonosas nubes de gris.

—Hola, ¿cómo te va? —chilló Pennywise, en el teléfono—. ¿Cómo te va, negro piojoso? ¡Hola!

4

Kansas Street, 12.20 h.

—¿Cómo te va? —dijo Henry Bowers—. ¿Cómo te va, putilla?

Beverly reaccionó instantáneamente girando en redondo para correr. Fue una reacción más rápida de lo que ellos esperaban. La chica habría podido sacarles una buena ventaja inicial… de no ser por su pelo. Henry dio un manotazo atrapando parte del largo torrente y tiró de ella hacia atrás. Le sonrió en la cara. Su aliento era denso, caliente, hediondo.

—¿Cómo te va? —le preguntó Henry Bowers—. ¿Adónde vas? ¿A jugar otro poco con esos gilipollas de tus amigos? Creo que te voy a cortar la nariz para que te la comas. ¿Te gusta la idea?

Ella se debatió para liberarse. Henry, con una carcajada, le sacudió la cabeza por el pelo. La navaja lanzaba destellos peligrosos en el deslumbrante sol de agosto.

De pronto se oyó una bocina. Un largo bocinazo.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Chicos! ¿Qué estáis haciendo? ¡Dejad a esa niña!

Era una anciana al volante de un Ford 1950, bien conservado. Se había acercado a la acera y se inclinaba sobre el asiento para mirar por la ventanilla del lado opuesto. Ante esa cara honesta y enfadada, los ojos de Victor Criss perdieron su aturdimiento por primera vez. Miró a Henry, nervioso.

—¿Qué…?

—¡Por favor! —chilló Bev—. ¡Tiene un cuchillo! ¡Un cuchillo!

El enfado de la anciana se convirtió en preocupación, sorpresa y miedo.

—¿Qué hacéis, chicos? ¡Dejadla en paz!

Al otro lado de la calle —Bev lo vio con toda claridad— Herbert Ross se levantó de su tumbona, se acercó a la barandilla del porche y echó un vistazo. Su cara estaba inexpresiva como la de Belch Huggins. Plegó el diario, giró en redondo y entró tranquilamente en su casa.

—¡Dejadla! —gritó la anciana, chillona.

Henry descubrió los dientes y, de pronto, corrió hacia el auto remolcando a Beverly por el pelo. Ella tropezó, cayó sobre una rodilla y se vio arrastrada. El dolor del cuero cabelludo era terrible, monstruoso. Sintió que se le desprendían varios cabellos.

La anciana soltó un grito y subió frenéticamente el vidrio de la ventanilla. Henry asestó una puñalada y la hoja patinó en el cristal. La anciana soltó el embrague y el viejo Ford salió disparado por Kansas Street, en tres enormes sacudidas, pero chocó contra la acera y se ahogó. Henry fue tras él, siempre remolcando a Beverly. Victor se humedeció los labios y miró a su alrededor. Belch levantó su gorra de béisbol y se escarbó una oreja, desconcertado.

Bev vio, por un instante, la cara de la anciana, pálida por el susto; le vio bajar los seguros a manotazos en ambas puertas. El motor del Ford rechinó y se puso en marcha. Henry levantó un pie, calzado de bota, y rompió un faro trasero de una sola patada.

—¡Sal de ahí, puta vieja!

Los neumáticos bramaron al alejarse por la calle. Un pick-up que venía en sentido contrario maniobró para esquivarla haciendo sonar el claxon. Henry se volvió hacia Bev, otra vez sonriente. En ese momento, ella le plantó una zapatilla directamente en los huevos.

La sonrisa de Henry se convirtió en una mueca de tormento. La navaja se le escapó de la mano y repiqueteó en la acera. Su otra mano abandonó el nido de pelo enredado (tirando una vez más al desprenderse) y el matón cayó de rodillas, tratando de aullar, sujetándose las ingles. Bev le vio, en una mano, hebras de su pelo cobrizo. En ese momento, todo el terror se le convirtió en odio deslumbrante. Aspiró hondo, muy hondo, y le lanzó un enorme escupitajo a la cabeza.

Después giró en redondo y echó a correr.

Belch dio tres pasos tras ella y se detuvo. Él y Victor se acercaron a Henry, pero éste los arrojó a un lado y se levantó, vacilante, todavía cogiéndose los testículos con ambas manos; no era la primera vez que Beverly lo pateaba allí en lo que iba del verano.

Se agachó para recoger la navaja.

—Vamos —jadeó.

—¿Qué, Henry? —preguntó Belch, ansioso.

Henry giró hacia él una cara tan llena de sudor, sufrimiento y odio enfermizo que Belch retrocedió un paso.

—¡Dije que vamos! —logró balbucear.

Y empezó a marchar tras Beverly, tambaleante, sosteniéndose el escroto.

—Ya no podemos alcanzarla, Henry —dijo Victor, intranquilo—. Pero mira, si apenas puedes caminar.

—La cogeremos —jadeó Henry. Su labio superior subía y bajaba en un gesto canino inconsciente. Tenía la frente perlada de gotas de sudor que le corrían por las mejillas—. La agarraremos, sí. Porque yo sé a dónde va. Va a Los Barrens para reunirse con sus gilipollas

5

Hotel «Town House», 2.00 h.

amigos —dijo Beverly.

—¿Hum?

Bill la miró. Sus pensamientos estaban muy lejos. Iban caminando de la mano, en amistoso silencio, cargado de atracción mutua. Él había captado sólo su última palabra. Una manzana más adelante, las luces del «Town House» brillaban a través de la niebla.

—Decía que vosotros erais mis mejores amigos. Los únicos que tenía en aquel entonces. —Ella sonrió—. Nunca he sido muy buena para hacer amigos, creo, aunque en Chicago tengo una muy buena. Una mujer llamada Kay McCall. Creo que te gustaría, Bill.

—Probablemente. Yo tampoco soy muy hábil para entablar amistades. —Él también sonrió—. En aquella época sólo nos necesitábamos unos a otros.

Vio gotas de humedad en el pelo de Beverly y apreció el modo en que las luces le formaban un nimbo alrededor de la cabeza. Ella estaba levantando gravemente los ojos hacia él.

—Pues ahora necesito algo —dijo.

—¿Qué c-cosa?

—Que me beses.

Bill pensó en Audra. Por primera vez se dio cuenta de que se parecía a Beverly y se preguntó si no había sido ése su atractivo, desde un principio: la razón de que él tomara valor para invitarla a salir, hacia el final de aquella fiesta hollywoodiense en que se conocieron. Sintió una punzada de culpabilidad… y luego tomó en sus brazos a Beverly, su amiga de la infancia.

Ella lo besó con firmeza, calidez, dulzura. Sus pechos presionaron contra el abrigo abierto de Bill y sus caderas se movieron contra él. Él hundió las manos en su cabellera y la estrechó contra sí. Bev, percibiendo su erección, emitió una exclamación ahogada y le apoyó la cara contra el cuello. Bill sintió las lágrimas contra la piel, calientes y secretas.

—Vamos —dijo ella—. Pronto.

Bill la tomó de la mano y caminaron hasta el «Town House». El vestíbulo era viejo, estaba festoneado de plantas y aún poseía cierto encanto descolorido. El decorado era muy al estilo de los leñadores del siglo anterior. A esa hora estaba sólo el recepcionista, a quien se veía apenas en el despacho, con los pies subidos en el escritorio, mirando el televisor. Bill oprimió el botón del segundo piso con un dedo levemente tembloroso. ¿Entusiasmo, nerviosismo, culpabilidad, todo eso? Oh, sí, seguro, y también una especie de alegría y de miedo casi demenciales. Esos sentimientos no constituían una mezcla agradable, pero parecían necesarios. La condujo por el pasillo hacia su habitación decidiendo, de algún modo confuso, que si iba a ser infiel, cometería un acto de infidelidad completo consumándolo en su habitación y no en la de ella. Se encontró pensando en Susan Browne, su primera agente literaria y también su primera amante, cuando él no tenía aún veinte años.

Ahora engaño. Engaño a mi mujer. Trató de meterse eso en la cabeza, pero parecía a un tiempo real e irreal. Lo más poderoso era una melancólica sensación de nostalgia, una anticuada impresión de desmoronamiento. A esa hora Audra ya estaría levantada, preparándose el café, en bata; sentada ante la mesa de la cocina, estaría estudiando sus guiones o leyendo una novela de Dick Francis.

Su llave repiqueteó en la cerradura de la habitación 311. Si hubieran ido a la de Beverly en el cuarto piso, habrían visto parpadear, en el teléfono, la luz que indicaba un mensaje a transmitir y el empleado le habría dado, por fin, el mensaje de su amiga Kay para que la llamara a Chicago (después de la tercera llamada frenética de Kay, por fin se había acordado de registrar el encargo). Y en ese caso, todo podría haber tomado otro rumbo. Tal vez no hubieran sido, los cinco, fugitivos de la policía al romper, finalmente, el alba. Pero fueron a la habitación de Bill… quizá porque así estaba dispuesto.

La puerta se abrió. Estaban dentro. Ella lo miró con los ojos encendidos, las mejillas arrebatadas, el pecho subiendo y bajando agitadamente. Bill la tomó en sus brazos, sobrecogido por la sensación de que todo era como debía ser; el círculo entre pasado y presente se cerraba con una triunfal falta de costuras. Cerró la puerta de una patada torpe y ella rió en su boca un aliento cálido.

—Mi corazón… —dijo, tomándole una mano para apoyársela en el pecho izquierdo.

Él sintió el palpitar bajo esa suavidad firme, casi enloquecedora; corría como una locomotora.

—Tu c-c-corazón…

—Mi corazón.

Estaban en la cama, aún vestidos, besándose. Ella deslizó una mano bajo la camisa y volvió a sacarla. Un dedo recorrió la hilera de botones, se detuvo en la cintura… y descendió más aún, recorriendo la pétrea longitud del miembro viril. En las ingles de Bill brincaron y aletearon músculos de los que él ni siquiera tenía noticias. Interrumpió el beso y apartó su cuerpo del de ella.

—¿Bill?

—Tengo que i-interrumpir por un m-momento o me ensuciaré los p-p-pantalones como los ch-chicos.

Ella volvió a reír con suavidad y lo miró.

—¿Es por eso? ¿O porque te están atacando los remordimientos?

—Remordimientos —dijo Bill—. Siempre me a-a-atacan.

—A mí no. Los odio.

Él la miró ya borrada la sonrisa.

—No lo tenía del todo en la conciencia hasta hace dos noches —continuó Bev—. Oh, lo sabía, de algún modo, desde el principio. Tom pega y hace daño. Me casé con él porque…, porque mi padre siempre se preocupaba por mí, supongo. Por mucho que yo me esforzase, él se preocupaba. Y seguramente Tom le habría gustado como yerno. Porque Tom también se preocupaba siempre. Se preocupaba muchísimo. Y mientras alguien se preocupara por mí, yo estaría a salvo. Más que a salvo: sería real. —Lo miró, solemne. La blusa se le había escapado de los pantalones descubriendo una blanca franja de vientre. Él tuvo ganas de besarla allí—. Pero no era real, era una pesadilla. Vivir casada con Tom era como volver a la pesadilla. ¿Cómo es posible que alguien haga eso, Bill? ¿Que vuelva a una pesadilla por propia voluntad?

Bill dijo:

—Sólo se me ocurre un mo-motivo: la ge-gente vuelve atrás p-p-para enc-encontrarse a sí m-misma.

—La pesadilla está aquí —dijo Bev—. La pesadilla es Derry. Tom parece muy poca cosa comparado con esto. Ahora que puedo analizarlo mejor, me detesto por los años que perdí con él… No sabes… las cosas que me obligaba a hacer. Oh, y yo las hacía de buena gana, ¿sabes?, porque él se preocupaba por mí. Lloraba… pero a veces la vergüenza es demasiada. ¿Sabes?

—Basta —dijo él en voz baja, cubriéndole una mano con la suya.

Ella se la apretó con fuerza. Tenía los ojos demasiado brillantes, pero las lágrimas no cayeron.

—T-t-todo el mundo falla. Pero no se t-t-trata de un examen. Cada uno hace lo m-mejor que p-puede.

—Lo que quiero decir —explicó ella—, es que no estoy engañando a Tom ni utilizándote para resarcirme. Nada de eso. Para mí sería algo… cuerdo, normal, dulce. Pero no quiero hacerte daño, Bill, ni inducirte a algo que después lamentes.

Él lo pensó por un instante.. Lo pensó con verdadera y profunda seriedad. Pero el antiguo trabalenguas —castiga, exhausto, el poste…— volvió a circular, irrumpiendo en sus pensamientos. El día había sido largo. La llamada de Mike y la invitación a almorzar en el Jade de Oriente parecían cosas de cien años antes. Cuántos relatos, desde entonces. Cuántos recuerdos, como fotografías en el álbum de George.

—Los amigos n-no se ind-inducen m-m-mutuamente —dijo.

Y se inclinó hacia ella para tocarle los labios, mientras comenzaba a desabrocharle la blusa. Ella le echó una mano al cuello y lo apretó contra sí, mientras su otra mano bajaba el cierre de los pantalones y los bajaba. Por un momento sintió la mano de Bill en su vientre, cálida; un instante después, su ropa interior desaparecía en un susurro. Después, él buscó y ella lo fue guiando.

Arqueó la espalda suavemente contra el impulso penetrante de su sexo y murmuró:

—Sé mi amigo… Te amo, Bill.

—Yo también te amo —dijo él, sonriendo contra su hombro desnudo.

Empezaron lentamente y él sintió que su piel comenzaba a manar transpiración, en tanto ella iba acelerando sus movimientos. La conciencia desaparecía, centrada única y poderosamente en aquel vínculo. Los poros de Bev se habían abierto, emitiendo un olor almizcleño, encantador.

Beverly sintió llegar su orgasmo y avanzó hacia él, buscándolo, sin dudar que lo alcanzaría. De pronto, su cuerpo tartamudeó y pareció dar un salto hacia arriba, no ya orgásmico, sino para alcanzar una meseta muy por encima de las que había alcanzado con Tom o con los dos amantes que le precedieron. Comprendió que eso no iba a ser un simple orgasmo, sino un ardid táctico. Sintió un poco de miedo… pero su cuerpo retomó el ritmo. Bill se tensó contra ella, en toda su longitud y en ese mismo instante ella alcanzó la culminación… o empezó a alcanzarla; un placer, tan grande que era casi tormento, desbordó insospechadas compuertas y ella tuvo que morder el hombro de Bill para ahogar sus gritos.

—Oh, Dios mío… —jadeó Bill.

Beverly nunca estuvo segura de eso, pero le pareció que él lloraba. Echó el torso atrás y ella temió que se retirase; trató de prepararse para ese momento, que siempre dejaba una fugaz sensación de pérdida y vacuidad inexplicable, algo así como la huella de un pie, pero entonces él volvió a pujar con fuerza. De inmediato Beverly alcanzó el segundo orgasmo, algo que nunca hubiera creído posible, y la ventana de la memoria se abrió otra vez. Vio pájaros, miles de pájaros que descendían en todos los tejados, en todas las líneas telefónicas, en todos los buzones de Derry, pájaros de primavera contra un cielo blanco, y había dolor mezclado con placer…, pero en general era bajo, tan bajo como parece serlo el cielo blanco de primavera. Un bajo dolor físico, mezclado con bajo placer físico y un descabellado sentido de afirmación. Ella había sangrado…, había…, había…

—¿Con todos vosotros? —exclamó de súbito, abriendo mucho los ojos, atontada.

Entonces sí, Bill se retiró. En el súbito impacto de esa revelación, ella apenas lo sintió irse.

—¿Qué? ¿Beverly? ¿Te… te s-s-sientes b…?

—¿Con todos vosotros? ¿Hice el amor con todos vosotros?

Vio la sorpresa espantada en la cara de Bill; lo vio quedar boquiabierto… y comprender de pronto. Pero no por su revelación; lo supo a pesar de su propio aturdimiento. Él la había alcanzado por su cuenta.

—Todos…

—Bill, ¿qué pasa?

—F-f-fue tu mo-modo de s-s-sacarnos —dijo él. Sus ojos brillaban tanto que ella se asustó—. ¿No c-c-comprendes, Bev-Beverly? ¡Fue tu modo de sacarnos! Todos… pero éramos…

Ahora se le veía asustado, inseguro.

—¿Recuerdas ahora el resto? —preguntó ella.

Bill movió lentamente la cabeza.

—Nada específ-f-fico. Pero… —Estaba asustado de verdad—. En re-re-realidad, todo se red-reduce a que salimos a fuerza de desearlo. Y no estoy seguro… Beverly, no estoy seguro de que, como adultos, podamos volver a hacerlo.

Ella lo miró sin hablar por un largo instante. Después se sentó en el borde de la cama, sin timidez. Su cuerpo era suave y adorable; la línea de la columna vertebral apenas era discernible en la penumbra cuando se agachó para quitarse las medias cortas de nylon que llevaba puestas. Su pelo era una gavilla enroscada sobre el hombro. Él pensó que volvería a desearla antes de la mañana y aquella sensación de culpa volvió a él atemperada sólo por el vergonzoso consuelo de saber que Audra estaba a un océano de distancia. Pon otra moneda en la máquina de discos —pensó—. Esta pieza se llama Ojos que no ven, corazón que no siente. Pero en alguna parte duele. Tal vez en los espacios entre la gente.

Beverly se levantó y abrió la cama.

—Ven a acostarte, necesitamos dormir. Los dos.

—Es-s-está bien.

Y estaba bien, en realidad. Más que nada en el mundo, él quería dormir… pero solo no, esa noche. El último impacto estaba pasando… con demasiada prontitud, quizá. Pero en ese momento se sentía muy cansado, exhausto. Segundo a segundo, la realidad tenía un matiz de sueño. Y a pesar de su culpabilidad, Bill pensó que ése era un lugar seguro. Sería posible dormir un poco entre los brazos de Bev. Quería su calor y su amistad. Ambos estaban sexualmente cargados, pero eso no les haría daño por el momento.

Se quitó las medias y la camisa para acostarse junto a ella. Bev se acurrucó contra él, calientes los pechos, frías las largas piernas. Bill la abrazó notando las diferencias: el cuerpo de Beverly era más largo que el de Audra, más pleno a la altura del pecho y de la cadera. Pero era un cuerpo bienvenido.

Debió haber sido Ben el que estuviese contigo, querida —pensó, soñoliento—. Creo que así estaba pensado, en realidad. ¿Por qué no fue Ben?

Porque fuiste tú en aquella época y eres tú ahora, sencillamente. Porque lo que gira siempre vuelve al mismo sitio. Creo que fue Bob Dylan quien lo dijo… o tal vez Ronald Reagan. Y tal vez he sido yo ahora porque Ben está destinado a ser quien lleve a la dama a casa.

Beverly se retorció contra él inocentemente (y a pesar de que él huía hacia el sueño, ella lo sintió endurecerse otra vez contra su pierna y se alegró de eso), buscando sólo su calor. Ella también comenzaba a adormecerse. Su felicidad al estar con él, después de tantos años, era real. Lo comprendió porque tenía un regusto amargo. Tenían esa noche y tal vez una más a la mañana siguiente. Después tendrían que volver a las cloacas y hallarían a Eso. El círculo se cerraría más que nunca; las vidas presentes se fundirían sin dificultad con la niñez; serían como criaturas en alguna incomprensible banda de Moebius.

O morirían allá abajo.

Se volvió. Él deslizó un brazo entre su brazo y su torso para abarcarle un pecho en el hueco de la mano. No hacía falta permanecer despierta preguntándose si esa mano no acabaría por darle un fuerte pellizco.

Sus pensamientos empezaron a desdibujarse a medida que el sueño se apoderaba de ella. Como siempre, vio esquemas de coloridas flores silvestres al franquear el umbral: grandes masas de flores que se balanceaban bajo un cielo azul. Se borraron, dando paso a una sensación de caída, el tipo de sensación que, cuando niña, solía hacerla despertar sudando con un grito al otro lado de su cara. Según había leído en sus textos de psicología de la universidad, los sueños de caída eran comunes en la infancia.

Pero esa vez no despertó con un sobresalto; sentía el peso cálido y consolador del brazo de Bill y su mano abarcándole el pecho. Pensó que, si caía, al menos no caía sola.

Por fin tocó suelo y echó a correr: ese sueño, cualquiera que fuese, avanzaba deprisa. Corrió tras él, persiguiendo el dormir, el silencio, tal vez sólo el tiempo. Los años pasaban con celeridad. Los años corrían. Si uno giraba en redondo y corría tras su propia niñez, había que apurar el paso y forzar los pulmones. Veintinueve: a esa edad se había teñido mechas en el pelo (más deprisa). Veintidós: se había enamorado de un jugador de fútbol llamado Greg Mallory, que casi la había violado tras una fiesta de la universidad (más deprisa, más deprisa). Dieciséis: una borrachera con dos de sus amigas en El Mirador del Pájaro Azul, de Portland… Catorce…, doce…

más deprisa más deprisa…

Corrió hacia el sueño, persiguiendo los doce años, atrapándolo, y corrió a través de la barrera de memoria que Eso había lanzado sobre todos ellos (tenía gusto a niebla fría en sus exigidos pulmones oníricos). Corrió hasta sus once años, corrió, corrió como si la llevara el diablo, y en ese momento miraba atrás, miraba atrás

6

Los Barrens, 12.40 h.

por encima del hombro, buscando señales de ellos, mientras resbalaba por el terraplén. No había rastros, al menos por el momento. Le había dado una buena, como decía a veces su padre… y el solo recordar a su padre arrojó sobre ella otra oleada de culpabilidad y desamparo.

Miró bajo el puente desvencijado con la esperanza de ver allí a Silver colgando de costado, pero no estaba. Había un depósito con las armas de juguete que ya nadie se molestaba en llevar a casa y eso era todo. Echó a andar por el camino, miró hacia atrás… y allá estaban: Belch y Victor prestaban apoyo a Henry, de pie los tres en el borde del terraplén, como centinelas indios en una película de Randolph Scott. Henry estaba horriblemente pálido. La señaló con un dedo. Victor y Belch empezaron a ayudarlo a descender. Sus talones hacían volar tierra y grava.

Beverly los miró por un largo instante, casi hipnotizada. Luego volvió a correr cruzando el hilo de agua que se deslizaba bajo el puente, sin reparar en las piedras de Ben; sus zapatillas despedían lágrimas de agua. Corrió por la senda, jadeando. Sentía temblar los músculos de las piernas. Ya no le quedaba mucho. La casita. Si lograba llegar hasta allí, quizás estuviera a salvo.

Corrió por el sendero abierto; las ramas castigaban sus mejillas, imponiéndoles aún más color. Una le golpeó en el ojo haciéndola lagrimear. Se desvió a la derecha avanzando a tumbos por entre la maleza y llegó al claro. Tanto la trampilla como el ventanuco estaban abiertas; desde dentro surgía música de rock and roll. Al oír sus pasos, Ben Hanscom asomó la cabeza. Tenía una caja de caramelos de menta en una mano y una revista de Archie en la otra.

Echó un vistazo a Beverly y quedó boquiabierto. En otras circunstancias, eso habría sido casi divertido.

—Bev, ¿qué diablos…?

Ella no se molestó en responder. Atrás, no mucho más atrás, se oía ruido de ramas rotas o flexionadas; de pronto, un juramento sordo. Al parecer, Henry estaba volviendo a la vida. Por lo tanto, Beverly se limitó a correr hacia la trampilla. Su cabellera volaba tras ella enredada de hojas verdes, ramitas y basura recogidos al pasar bajo el camión.

Ben la vio llegar como un regimiento aerotransportado y desapareció tan rápidamente como había surgido. Cuando Beverly saltó, la sujetó con torpeza.

—Cierra todo —jadeó ella—. ¡Date prisa, Ben, por el amor de Dios! ¡Ya vienen!

—¿Quiénes?

—Henry y sus amigos. Henry se ha vuelto loco. Tiene un cuchillo…

Bastó eso para Ben. Dejó caer sus caramelos y su revista para cerrar atropelladamente la trampilla. La cara superior estaba cubierta de hierba que el pegamento especial seguía sosteniendo bastante bien. Algunos trozos se habían aflojado, pero eso era todo. Beverly se alzó de puntillas para cerrar el ventanuco. Quedaron en la oscuridad.

Buscó a tientas a Ben y lo abrazó con la fuerza del pánico. Al cabo de un momento él también la abrazó. Ambos estaban de rodillas. Con súbito horror, Beverly se dio cuenta de que la radio de Richie seguía sonando en la oscuridad: Era Little Richard cantando The girl cant help it.

—Ben…, la radio…, van a oírla…

—¡Mierda!

Ben la empujó con su carnosa cadera y la radio cayó al suelo. Little Richard les informó, con su acostumbrado y ronco entusiasmo, que la chica no podía evitar que los hombres se detuvieran a mirarla. El coro atestiguó que, en efecto, no podía. Ben ya estaba jadeando. Ambos parecían un par de locomotoras de vapor. De pronto se oyó crunch… y silencio.

—Oh, diablos —protestó Ben—. La he aplastado. A Richie le va a dar un ataque.

La buscó a tientas en la oscuridad. Ella sintió que una mano le tocaba un pecho y se apartaba súbitamente, como ante una quemadura. Lo buscó con la mano, encontró su camisa y lo atrajo hacia sí.

—Beverly, ¿qué…?

—¡Chist!

Él guardó silencio. Se sentaron juntos, abrazados, mirando hacia arriba. La oscuridad no era tan perfecta; había una estrecha línea de luz por un costado de la trampilla. Otras tres recortaban el estrecho ventanuco. Una de ellas era bastante amplia, al punto de permitir la caída de un rayo de sol en la casita. Ella rezó para que los otros no la vieran.

Los oía aproximarse. Al principio no distinguió las palabras. Cuando llegó a escucharlas, apretó a Ben con más fuerza.

—Si escapó por los cañaverales será fácil seguirle el rastro —estaba diciendo Victor.

—Suelen jugar por aquí —replicó Henry. Hablaba con voz tensa, emitiendo las palabras a pequeños borbotones, como con gran esfuerzo—. Es lo que dijo Boogers Taliendo. Y el día de aquella pelea a pedradas venían de aquí.

—Sí, juegan a vaqueros y cosas así —dijo Belch.

De pronto se oyeron pasos retumbando justo encima de ellos. La trampilla, cubierta de hierba, vibró hacia arriba y hacia abajo. Un poco de tierra cayó sobre la cara de Beverly, vuelta hacia arriba. Uno de ellos, dos, quizá los tres estaban de pie sobre la casita. Beverly tuvo un calambre estomacal y se mordió los labios para ahogar un grito. Ben le puso una manaza en la mejilla y le apretó la cara contra el brazo mientras miraba hacia arriba, a la espera de lo peor. Tal vez ya lo sabían y aquello era un juego.

—Tienen un escondite —decía Henry—. Me lo dijo Boogers. Una casita en un árbol o algo así.

—Pues si les gustan los árboles, les voy a dar leña —dijo Victor.

Ante eso, Belch soltó un atronador rebuzno de risa.

Tump, tump, tump, por arriba. La tapa se movía un poco más a cada paso. Tenían que darse cuenta; la tierra no cedía de ese modo.

—Vamos a buscar por el río —dijo Henry—. Apostaría a que está allá abajo.

—De acuerdo —dijo Victor.

Tump, tump. Se iban. Bev dejó escapar un suspiro de alivio por entre los dientes apretados. Y de pronto Henry dijo:

—Quédate a custodiar el sendero, Belch.

—Bien —dijo Belch.

Y empezó a pasearse, ida y vuelta. A veces cruzaba justamente por la tapa. Seguía cayendo tierra. Ben y Beverly se miraban las caras tensas y sucias. La chica notó entonces que no había sólo olor a humo en la casita; a ese se estaba mezclando la fetidez del sudor y la basura. Soy yo, pensó, horrorizada. Y a pesar del olor se abrazó a Ben con más fuerza. De pronto, su corpulencia le resultaba agradable y consoladora. Se alegró de que hubiera mucho para abrazar. Quizá, al terminar las clases, Ben no hubiera sido más que un gordo asustado, pero ahora era mucho más que eso; había cambiado, como todos ellos. Si Belch los descubría allá abajo, Ben era capaz de darle una buena sorpresa.

—Si les gustan los árboles les voy a dar leña —repitió Belch y rió entre dientes. La risa de Belch Huggins era un sonido grave, de duende—. Si les gustan los árboles les voy a dar leña. Eso es bueno. ¡Ja! Muy bueno.

Beverly notó entonces que el torso de Ben se sacudía en movimientos bruscos y breves; parecía estar soltando el aire en pequeñas bocanadas. Por un momento pensó, alarmada, que estaba llorando; al mirarlo mejor, se dio cuenta de que forcejeaba para no reír. Los ojos del chico, desbordando lágrimas, se encontraron con los suyos, rodaron cómicamente y se desviaron. A la escasa luz que entraba por las rendijas, ella vio que su compañero tenía la cara casi amoratada por el esfuerzo de contener la risa.

—Si les gustan los árboles, les doy leña, leñita, leña —dijo Belch.

Y se sentó pesadamente en el centro mismo de la trampa. Entonces el techo se estremeció de un modo alarmante. Bev oyó que uno de los soportes emitía un crujido bajo, pero inquietante. Esa trampilla estaba pensada para sostener el peso de la hierba, pero no los setenta y dos kilos de Belch Huggins.

Si no se levanta pronto acabará en nuestro regazo, pensó Beverly, y la histeria de Ben empezó a contagiársele. Trataba de salir, hirviendo, en bufidos y relinchos. Se imaginó de pronto abriendo un resquicio en el ventanuco para sacar la mano y administrar un buen pellizco al culo de Belch, que seguía murmurando y riendo bajo el sol alto. Sepultó la cara contra el pecho de Ben en un último esfuerzo por no soltar la carcajada.

—Chist —susurró Ben—. Por amor de Dios, Bev…

Crrrac, más audible esa vez.

—¿Resistirá? —murmuró ella.

—Puede, si Belch no se tira un pedo.

Un momento después, Belch hizo exactamente eso: soltó un fuerte trompetazo que pareció durar al menos tres segundos. Los chicos se estrecharon más aún sofocando mutuamente las risitas frenéticas. A Beverly le dolía tanto la cabeza que temió tener un ataque.

Entonces, débilmente, oyó que Henry llamaba a Belch.

—¿Qué? —vociferó éste, levantándose con un par de patadas que hicieron caer más tierra sobre Ben y Beverly—. ¿Qué, Henry?

Henry gritó algo más, de lo cual Beverly sólo pudo distinguir las palabras orilla y matojos.

—¡Allá voy! —bramó Belch.

Sus pies cruzaron la tapa por última vez. Se oyó último crujido, mucho más fuerte y una astilla de madera aterrizó en el regazo de Bev, que la recogió, extrañada.

—Cinco minutos más —dijo Ben, susurrando—. Habría bastado con eso.

—¿Oíste cuando soltó eso? —preguntó Beverly, riendo otra vez.

—Parecía la Tercera Guerra Mundial —confirmo Ben, riendo también.

Fue un alivio desahogarse. Rieron como posesos tratando de no levantar la voz.

Por fin, sin saber que iba a decir eso (y no porque tuviera alguna relación con lo que estaba pasando, por cierto), Beverly dijo:

—Gracias por el poema, Ben.

Ben dejó de reír inmediatamente y la miró con gravedad, cauteloso. Sacó un pañuelo sucio del bolsillo y se limpió la cara lentamente.

—¿Qué poema?

—El haiku. El haiku de la postal. Lo enviaste tú, ¿no es cierto?

—No —dijo Ben—, yo no te envié ningún haiku. Si un chico como yo…, si un gordo como yo hiciera algo así, la chica se reiría de él.

—Yo no me reí. Me pareció muy hermoso.

—Yo no sabría escribir nada hermoso. Tal vez haya sido Bill. Yo no.

—Bill sabe escribir —reconoció ella—, pero jamás escribirá algo tan bonito. ¿Me prestas tu pañuelo?

Se lo dio. Beverly empezó a limpiarse la cara lo mejor que pudo.

—¿Cómo supiste que era mío? —preguntó él, por fin.

—No lo sé. Me di cuenta.

La garganta de Ben se movió convulsivamente. Se miró las manos.

—No lo escribí en serio.

Ella lo miró con gravedad.

—Espero que eso no sea cierto. Porque si es cierto, me vas a arruinar el día. Y te diré que ya lo tengo bastante arruinado.

Él siguió mirándose las manos. Por fin dijo, en voz apenas audible:

—Bueno, es que te amo, Beverly, pero no quiero que eso arruine nada.

—No tiene por qué arruinar nada —respondió ella, abrazándolo—. En este momento necesito todo el amor posible.

—Pero a ti te gusta Bill.

—Puede ser —respondió ella—, pero eso no importa. Tal vez importaría un poquito si fuésemos mayores. Pero todos vosotros me gustáis mucho. Vosotros sois mis únicos amigos. Yo también te amo, Ben.

—Gracias —dijo él. Hizo una pausa, lo intentó y logró decirlo. Hasta pudo mirarla a los ojos mientras lo decía—: Lo escribí yo, sí.

Por un rato guardaron silencio. Beverly se sentía a salvo. Protegida. Las imágenes de la cara de su padre y del cuchillo de Henry parecían menos vívidas y amenazadoras cuando estaba así, junto a Ben. Era difícil definir esa sensación de amparo; no lo intentó, pero mucho más adelante reconocería la fuente de esa fuerza: estaba en brazos de un hombre capaz de morir por ella sin vacilar. Era algo que Beverly sabía, simplemente: estaba en el olor que brotaba de esos poros, algo completamente primitivo a lo que sus propias glándulas podían responder.

—Los otros iban a volver —dijo Ben, de pronto—. ¿Y si Henry los atrapa?

Beverly enderezó la espalda dándose cuenta de que había estado a punto de dormirse. Recordó que Bill había invitado a Mike Hanlon a almorzar con él. Richie llevaría a Stan a su casa para comer bocadillos. Y Eddie había prometido llevar su tablero de parchís. Llegarían pronto, completamente ignorantes de que Henry y sus amigos estaban en Los Barrens.

—Tenemos que avisarles —dijo Beverly—. Henry no quiere agarrarme sólo a mí.

—Pero si salimos y ellos vuelven…

—Al menos nosotros estamos prevenidos. Bill y los otros no saben nada. Eddie no puede siquiera correr. Ya le rompieron el brazo.

—Jolín —murmuró Ben—. Tendremos que arriesgarnos.

—Sí. —Bev tragó saliva y miró su reloj. Era difícil ver la hora en la oscuridad, pero le pareció que era la una pasada—. Ben…

—¿Qué?

—Henry se ha vuelto loco, de verdad. Está como ese chico de Semilla de maldad. Iba a matarme y los otros dos estaban dispuestos a ayudarle.

—Oh, no —protestó Ben—. Henry está loco, pero no tanto. Seguramente…

—¿Seguramente qué? —inquirió Beverly.

Pensaba en lo que había visto en aquel cementerio de automóviles. Henry y Patrick. Henry, con los ojos en blanco.

Ben no respondió. Pensaba. Las cosas habían cambiado, ¿no? Cuando uno estaba dentro de los cambios costaba verlos. Había que retroceder para percibirlos. Al menos, había que hacer el intento.

Al terminar las clases Henry le daba miedo, pero sólo porque era más grande y porque era un matón de los que atrapan a los más pequeños, les tiran del pelo y los sueltan llorando. Eso era todo. Después, Ben había recibido esos tajos en la barriga. Después, la batalla a pedradas, en la que Henry había arrojado los M-80 a la cabeza de la gente; con esas cosas se podía matar a alguien. Había empezado a cambiar…, parecía casi perseguido por fantasmas. Uno siempre tenía que estar cuidándose de él, como de los tigres y las serpientes en la selva.

Pero uno se iba acostumbrando al punto en que ya no parecía anormal. Claro que Henry estaba loco, sí. Ben lo sabía desde el último día de clases, aunque se negaba a creerlo o recordarlo. Era ese tipo de cosas que uno no quiere creer ni recordar. Y de pronto, una idea, una idea tan fuerte que era casi una certidumbre, entró en su mente ya completa, fría como el barro de otoño: Eso está utilizando a Henry. Tal vez también a los otros, pero a los otros los utiliza por medio de Henry. Y si eso es así, entonces Beverly ha de tener razón. No se trata de tirones de pelo o de golpes en la nuca durante la hora de estudio, cuando la señora Douglas lee en su escritorio. No se trata de un simple empujón en el patio para que uno se caiga y se despelleje la rodilla. Si Eso lo está utilizando, Henry usará el cuchillo.

—Una vieja los vio cuando trataban de pegarme —estaba diciendo Beverly—. Y Henry quiso atacarla. Rompió el faro trasero de su coche de una patada.

Eso alarmó a Ben más que todo lo anterior. Como casi todos los chicos, comprendía instintivamente que los niños viven por debajo de la línea visual (y por lo tanto, por debajo de la línea mental) de casi todos los adultos. Si un adulto iba por la calle pensando en sus cosas de adultos sobre el trabajo, los compromisos y las cuentas del coche, nunca prestaba atención a los chicos que jugaban en la acera. Los gamberros como Henry podían lastimar bastante a los otros chicos, siempre que se mantuvieran por debajo de esa línea visual. A lo sumo, algún adulto podría decirles «Vamos, pórtate bien», y seguía caminando sin detenerse a comprobar si el gamberro se portaba bien o no. Así que el gamberro esperaba a que el adulto girara en la esquina… y volvía a lo suyo. Al parecer, los mayores pensaban que la vida de verdad sólo empezaba cuando uno llegaba al metro y medio de estatura.

Si Henry había perseguido a una anciana, eso era cruzar la línea visual. Y eso, como ninguna otra cosa, sugería que Henry estaba loco de verdad.

Beverly leyó en su cara que él le creía y sintió un gran alivio. No tendría que contarle lo del señor Ross, que se había limitado a plegar su diario para entrar en su casa. No quería contarle eso. Le daba demasiado miedo.

—Subamos Kansas Street —dijo Ben, abriendo abruptamente la trampilla—. Prepárate para correr.

Se levantó en la abertura y miró en derredor. El claro estaba silencioso. Se oía el rumor del Kenduskeag a poca distancia, trinos de pájaros, el tum-tud, tum-tud de una locomotora diesel que resoplaba en los patios del ferrocarril. No oyó nada más y eso lo puso nervioso. Habría preferido oír las maldiciones de Henry, Victor y Belch entre los matorrales, junto al arroyo. Pero no se oía nada.

—Vamos —dijo.

Y ayudó a Beverly a subir. Ella también miró alrededor, intranquila, apartándose el pelo con las manos. Ante el roce grasiento, hizo una mueca de disgusto. Él le tomó la mano y ambos avanzaron por entre las hierbas hacia Kansas Street.

—Será mejor que no utilicemos el sendero.

—Nada de eso —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.

—Bueno —asintió él.

Tomaron el sendero y echaron a andar hacia Kansas Street. Una vez, Beverly tropezó con una piedra y

7

Terrenos del Seminario Teológico, 2.17 h.

cayó pesadamente en la acera plateada por la luna. Se le escapó un gruñido y, con él, una larga cinta de sangre que salpicó el pavimento resquebrajado. A la luz de la luna parecía negra como sangre de escarabajo. Henry la miró por un largo instante, aturdido, y levantó la cabeza para mirar a su alrededor.

En Kansas Street reinaba el silencio de la madrugada; las casas estaban cerradas y a oscuras, salvo algunos faroles.

Ah, allí había una reja de alcantarilla.

A la reja de hierro, alguien había atado un globo con una cara sonriente. El globo se bamboleaba a impulsos de la brisa ligera.

Henry volvió a levantarse sujetándose el vientre con una mano pegajosa. El negro se la había dado buena, pero Henry se la había dado mejor. Sí, señor. Por lo que al negro concernía, Henry estaba seguro de haber hecho algo muy bueno.

—Ese chico puede darse por muerto —murmuró Henry, mientras pasaba, a tropezones, junto al globo. Otro poco de sangre le untó la mano—. Ese chico está bien listo. Lo liquidé, al degenerado. Y los voy a liquidar a todos. Así aprenderán a no tirar piedras.

El mundo se mecía en oleadas lentas, enormes, como las que se veían por televisión al comenzar cada capítulo de Hawai 5-0.

(anótalos Dano, jajá, Jack Lord qué bueno. Jack Lord qué bueno).

Y Henry podía Henry podía Henry casi podía

(oír el ruido que hacían esos chicos de Oahu al levantarse enroscarse y sacudir)

(sacudir sacudir sacudir)

(la realidad del mundo. Teatro de misterio. ¿Te acuerdas del Teatro de misterio? Al principio se oía una risa de loco. Parecía la de Patrick Hockstetter. Qué degenerado de mierda, ese chico. Terminó liquidado y por lo que a mí

concernía, eso era

(mucho mejor que bueno, eso era PERFECTO, LO MÁXIMO)

(bueno chicos adelante no os echéis atrás ahora, chicos buscad una buena ola y

(arrojad

(arrojadarrojadarrojad

(una ola y deslizaos con la tabla hacia el lado conmigo arrojad

(la línea arrojad el mundo pero conservad)

Un oído dentro de la cabeza. Y ese oído seguía percibiendo el ruido Ka-spannng; un ojo dentro de la cabeza: seguía viendo la cabeza de Victor que se elevaba en el extremo de ese resorte, con los párpados, las mejillas y la frente tatuados con rosetas de sangre.

Henry miró a su izquierda, y vio que las casas habían sido reemplazadas por un seto alto, negro. Sobre él se veía la mole estrecha, sombríamente victoriana del Seminario Teológico. Ni una sola ventana dejaba pasar la luz. El seminario había despedido a su última promoción en junio de 1974. Ese verano había cerrado sus puertas y, a partir de entonces, lo que por él caminaba, caminaba a solas… y sólo con autorización de las parlanchinas mujeres que se daban el nombre de Sociedad Histórica de Derry.

Llegó al camino que llevaba a la puerta principal. Estaba cerrado por una gruesa cadena de la que pendía un letrero metálico: PROHIBIDA LA ENTRADA - POLICÍA DE DERRY.

Los pies de Henry se enredaron en la huella y volvió a caer, pesadamente, ¡wac!, a la acera. Más arriba, un coche giró por Kansas Street, desde Hawthorne. Sus faros delanteros bañaron la calle. Henry contuvo el mareo lo bastante como para distinguir las luces del techo: era un coche de la policía.

Pasó a rastras bajo la cadena y siguió como un cangrejo hacia la izquierda hasta quedar oculto tras el seto. El rocío nocturno le pareció maravilloso contra la cara. Permaneció boca abajo, humedeciéndose las mejillas y bebiendo lo que podía.

El coche policial pasó flotando, sin aminorar la marcha.

De pronto encendió las luces de emergencia lavando la oscuridad con erráticas pulsaciones de luz azul. No hacía falta la sirena en esas calles desiertas. Pero Henry oyó que el motor se ponía a toda marcha. Los neumáticos arrancaron un grito de sorpresa al pavimento.

Me han descubierto, balbuceó su mente… y entonces notó que el coche se alejaba por Kansas Street. Un momento después, un gorjeo endiablado llenó la noche dirigiéndose hacia él desde el sur. Imaginó un enorme gato negro, sedoso, que avanzaba a saltos en la oscuridad, todo ojos verdes y pelaje sedoso: Eso con otra forma, viniendo en su busca, viniendo para devorarlo.

Poco a poco (y sólo a medida que el ruido se iba alejando) comprendió que se trataba de una ambulancia; iba en la misma dirección tomada por el coche de policía. Se tendió en el césped mojado, estremecido: tenía frío. Hizo esfuerzos

(rock and roll tengo una polla en el granero qué granero mi granero)

por no vomitar. Temía que, si vomitaba, se le escaparían todas las tripas… y todavía le faltaba ajustar cuentas con cinco de ellos.

Ambulancia y patrullero. ¿Adónde van? A la biblioteca, por supuesto. El negro. Pero llegan tarde. Lo liquidé. Será mejor que apaguen la sirena, chicos, porque él ya no oye. Está más muerto que mi abuela. Está…

Pero, ¿estaba muerto?

Henry se humedeció los labios despellejados con la lengua árida. Si el negro hubiese muerto, no se oirían sirenas en la noche. No, a menos que el negro los hubiese llamado. Entonces era posible —sólo posible— que el negro no estuviera muerto.

—No —susurró Henry.

Se puso de espaldas y miró el cielo, a los millones estrellas. Eso había llegado desde allí, él lo sabía. Desde algún lugar del cielo… Eso

(vino del espacio exterior con hambre de mujeres terráqueas vino a robar a todas las mujeres y a violar a todos los hombres dice Frank ¿no querrás decir robar a todos los hombres y violar a todas las mujeres? ¿Quién dirige este espectáculo pedazo de mamón tú o Jesse? Victor solía contar eso y era muy)

vino de los espacios entre las estrellas. Sólo mirar ese cielo estrellado le daba escalofríos; era demasiado grande, demasiado negro. Era demasiado posible imaginarlo rojo como la sangre, era demasiado posible imaginar una Cara que se formaba en líneas de fuego…

Cerró los ojos, estremecido, con los brazos cruzados sobre el vientre y pensó: El negro está muerto. Alguien nos oyó pelear y llamó a la policía, nada más.

Entonces, ¿para qué la ambulancia?

—Basta, basta —gruñó Henry.

Sentía otra vez la misma rabia desconcertada; recordó cuántas veces lo habían derrotado en los viejos tiempos, viejos tiempos que ahora parecían tan próximos y vitales. Recordó que, cuantas veces había creído tenerlos agarrados, se le habían escapado de entre los dedos, de algún modo. Así había sido aquella última tarde, cuando Belch vio a la putilla corriendo por Kansas Street hacia Los Barrens. Henry lo recordaba muy bien, oh, sí. Cuando a uno le dan una patada en los huevos, eso no se olvida. Y aquel verano había pasado muchas veces, aquel verano.

Henry hizo un esfuerzo hasta sentarse, haciendo una mueca ante la profunda puñalada de dolor que le atravesó las entrañas.

Victor y Belch lo habían ayudado a bajar a Los Barrens caminando tan rápido como se lo permitía el dolor en las ingles y en la raíz del vientre. Había llegado el momento de acabar con aquello. Siguieron el sendero hasta un claro del que partían cinco o seis caminos como hilos de una telaraña. Sí, allí habían jugado algunos chicos; no hacía falta ser detective para darse cuenta. Había envolturas de caramelos y un rollo de fulminantes usados, varias tablas y un poco de serrín, como si hubieran construido algo.

Henry recordaba haberse detenido en el centro del claro estudiando los árboles en busca de una casita. En cuanto la encontrara, treparía. Y la chica estaría allí, aterrorizada, y él utilizaría la navaja para cortarle el cuello y le sobaría las tetitas hasta que dejaran de moverse.

Pero no había podido descubrir ninguna casita en los árboles; tampoco Belch ni Victor. A su garganta subió la familiar frustración. Dejaron a Belch para que custodiara el claro mientras él y Victor bajaban al río. Allí tampoco había señales de ella. Recordaba haberse agachado para coger una piedra y

8

Los Barrens, 12.55 h.

la arrojó al agua, furioso y desconcertado.

—¿Adónde coño ha ido? —inquirió, volviéndose hacia Victor.

Victor movió lentamente la cabeza.

—No lo sé —dijo—. Estás sangrando.

Henry bajó la mirada y vio una mancha oscura, del tamaño de una moneda, en la entrepierna de sus vaqueros. El dolor se había reducido a una palpitación sorda, pero los calzoncillos le apretaban demasiado. Se le estaban hinchando las pelotas. Sintió otra vez esa furia dentro de él, algo así como una cuerda anudada alrededor de su corazón. Ella le había hecho eso.

—¿Dónde cuernos está? —siseó.

—No lo sé —repitió Victor, con la misma voz inexpresiva. Parecía hipnotizado, como insolado, como si no estuviera allí—. Supongo que huyó. A estas horas podría estar en Old Cape.

—No —aseguró Henry—. Está escondida. Tienen un escondite y está allí. A lo mejor no es una casita en un árbol. A lo mejor es otra cosa.

—¿Qué cosa?

¡No… sé! —gritó Henry.

Victor se echó hacia atrás.

Henry se detuvo en medio del Kenduskeag; el agua fría bullía sobre sus zapatillas. Miró en derredor. Sus ojos se fijaron en un cilindro que asomaba sobre el terraplén, corriente abajo, a unos seis metros de allí. Una estación de bombeo. Salió del agua y caminó hacia allí. Una especie de miedo insoslayable se asentaba en él. Tenía la sensación de que se le tensaba la piel, de que los ojos se le ensanchaban permitiéndole ver más y mejor. Casi sentía que el fino vello de sus orejas se agitaba, como algas marinas en la marea.

Un zumbido sordo brotaba de la estación de bombeo. Más allá se veía una tubería que asomaba por el terraplén, sobre el Kenduskeag, volcando una constante pulsación de aguas residuales que caía al arroyuelo.

Se inclinó sobre la tapa redonda del cilindro.

—¿Henry? —llamó Victor, nervioso—. ¿Qué haces, Henry?

Él no le prestó atención. Aplicó el ojo a uno de los agujeros de la tapa de hierro. No vio sino negrura. Cambió el ojo por la oreja.

Espera…

La voz brotó hacia él desde la negrura interior y Henry sintió que su temperatura corporal descendía a cero; sus venas y arterias se congelaron convertidas en tubos de cristal. Pero con esas sensaciones llegó un sentimiento casi desconocido: el amor. Sus ojos se dilataron. Una sonrisa payasesca le extendió los labios en un gran arco enervado. Era la voz de la luna. Eso estaba abajo, en la estación de bombeo… abajo, en los desagües.

Espera…, vigila…

Esperó, pero no hubo más: sólo el zumbido regular y soporífero de la maquinaria de bombeo. Fue a reunirse con Victor, que lo observaba con cautela. Sin prestarle atención, aulló llamando a Belch. El chico llegó enseguida.

—Vamos —dijo.

—¿Qué vamos a hacer, Henry? —preguntó Belch.

—Esperar. Vigilar.

Se arrastraron otra vez hacia el claro y allí se sentaron. Henry trató de separar sus calzoncillos de las pelotas doloridas, pero dolía demasiado.

—Pero, Henry, ¿qué…? —empezó Belch.

—¡Chist!

Belch, obedeciendo, guardó silencio. Henry tenía cigarrillos, pero no los ofreció. No quería que la putilla oliera el tabaco, si estaba cerca. Habría podido explicarlo, pero no había necesidad. La voz sólo le había dicho dos palabras que eran explicación suficiente. Los niñatos jugaban allí. Pronto llegarían los otros. ¿Por qué conformarse sólo con la putita, si podían agarrar a esas siete mierditas secas?

Esperaron y vigilaron. Victor y Belch parecían dormir con los ojos abiertos. La espera no fue larga, pero Henry tuvo tiempo de pensar en muchas cosas. Por ejemplo, cómo había encontrado la navaja, esa mañana. No era la misma que había utilizado al terminar las clases; ésa la había perdido. Y la nueva era mucho mejor.

Llegó por correo.

Más o menos.

Henry se recordó de pie en el porche mirando al destartalado buzón, tratando de comprender lo que veía. Estaba rodeado de globos. Había dos atados al gancho metálico donde el cartero solía colgar los paquetes. Los otros estaban atados al poste. Rojos, amarillos, azules, verdes. Era como si algún circo descabellado hubiera pasado sigilosamente por Witcham Street en lo más oscuro de la noche, dejando su señal.

Al aproximarse al buzón, vio que los globos tenían caras dibujadas: las caras de los mocosos que lo habían vuelto loco durante todo el verano, los que parecían burlarse de él a cada paso.

Miró fijamente esas apariciones, boquiabierto, y de pronto los globos estallaron, uno a uno. Eso le gustó; era como si estuviese reventándolos con el pensamiento, matándolos con la mente.

El buzón se abrió solo. Henry se acercó para mirar dentro. Aunque el cartero no llegaba allí hasta media tarde, no le sorprendió ver allí un paquete plano, rectangular. Lo sacó. La dirección decía: Sr. Henry Bowers, Unidad Nº 2, Derry, Maine. Y hasta tenía una especie de remitente: Sr. Robert Gray, Derry, Maine.

Abrió el paquete dejando que el papel cayese junto a sus pies. Dentro había una caja blanca. La abrió. Y en un lecho de algodón blanco encontró la navaja. La llevó al interior de la casa.

Su padre yacía en su jergón en la habitación que ambos compartían, rodeado de latas de cerveza vacías, con el vientre abultado por encima de sus calzoncillos amarillentos. Henry se arrodilló a su lado y escuchó los ronquidos y soplidos de su respiración, observando el modo en que sus labios se abultaban y ahuecaban a cada aliento.

Apoyó el extremo de la navaja contra el flaco cuello de su padre. El hombre se movió un poquito y volvió a caer en su sueño de cerveza. Henry mantuvo la navaja así unos cinco minutos, con los ojos distantes y pensativos, mientras acariciaba, con la yema del pulgar, el botón plateado de la empuñadura. La voz de la luna le habló, susurrando como el viento de primavera, que es cálido pero con una fría navaja escondida en medio. Zumbaba como un nido de papel lleno de avispas alborotadas, parloteaba como un político ronco.

Todo lo que la voz dijo, a Henry le pareció muy bueno. Así que oprimió el botón plateado. Adentro se oyó un clic al soltarse el resorte. Quince centímetros de acero penetraron en el cuello de Butch Bowers, tan fácilmente como los dientes de un tenedor en un pollo bien cocido. La punta de la hoja asomó por el otro lado, chorreando sangre.

Butch abrió los ojos. Los clavó en el cielo raso. Su boca se abrió de pronto. De las comisuras manó un hilo de sangre que corrió por las mejillas, hacia el lóbulo de las orejas. Empezó a gorgotear. Una gran burbuja de sangre se formó entre los labios flojos y estalló. Una de sus manos trepó hasta la rodilla de Henry y la apretó convulsivamente. Al chico no le molestó. A su debido tiempo, la mano cayó. Los gorgoteos cesaron un momento después. Butch Bowers había muerto.

Henry extrajo la navaja, la limpió en la sábana sucia y empujó la hoja hacia dentro hasta que el resorte volvió a chasquear. Miró a su padre sin mayor interés. La voz le había enumerado los trabajos del día mientras permanecía arrodillado junto a Butch, con la navaja contra su cuello. La voz le había explicado todo. Así que fue a la habitación vecina para telefonear a Belch y Victor.

Y allí estaban los tres, y aunque todavía le dolían terriblemente las pelotas, el cuchillo formaba un bulto reconfortante en el bolsillo de su pantalón. Tenía el presentimiento de que pronto empezarían los navajazos. Los niñatos bajarían hasta allí para retomar sus estúpidos juegos de niños y entonces empezarían los navajazos. La voz de la luna se lo había dicho mientras él estaba arrodillado junto a su padre. Durante el trayecto hasta el centro él no había podido apartar la vista de ese pálido disco fantasmal que pendía del cielo. En realidad, había un hombre en la luna: una cara espectral, horripilante, llena de destellos, con cráteres por ojos y una sonrisa siniestra que parecía llegarle casi a los pómulos. La luna le habló

(aquí abajo flotamos Henry, todos flotamos, tú también flotarás)

durante toda la caminata hasta la ciudad. Mátalos a todos, Henry, había dicho la voz fantasmal de la luna. Y Henry comprendía. Henry sentía que podía secundar esas emociones. Los mataría a todos, a sus torturadores. Entonces, esas otras sensaciones (de que estaba perdiendo el mando, de que se acercaba inexorablemente a un mundo más grande, donde no podía dominar como había dominado en el patio de la escuela, de que, en ese mundo más grande, el gordo, el negro y el tartamudo podrían crecer, de algún modo, mientras que él sólo acumularía años) desaparecerían.

Los mataría a todos y entonces las voces, las que le hablaban desde dentro y la de la luna, lo dejarían en paz. Después de matarlos a todos, volvería a su casa y se sentaría en el porche trasero, con la espada japonesa de su padre cruzada en el regazo. Bebería una lata de cerveza. Escucharía la radio, también, pero no un partido de béisbol. El béisbol era cosa de viejos. Él escucharía rock and roll. Aunque Henry no lo sabía (de cualquier modo, no le habría importado), en ese único tema estaba de acuerdo con los Perdedores: el rock and roll era bueno. Tengo una polla en el granero, qué granero, cuál granero, mi granero. Entonces todo estaría bien. Todo estaría bien, todo sería lo máximo y cualquier cosa que ocurriese después no importaría. La voz se encargaría de todo; él lo presentía. Si uno cuidaba de Eso, Eso cuidaba de uno. Así habían sido siempre las cosas en Derry.

Pero había que acabar con esos niñatos, acabar pronto, acabar ese mismo día. Así se lo había dicho la voz.

Henry sacó del bolsillo la navaja nueva, la admiró, la hizo girar de un lado a otro apreciando los guiños del sol sobre la superficie cromada. Entonces Belch lo tomó del brazo, siseando:

—Mira eso, Henry. ¡Por todos los diablos! ¡Mira eso!

Henry miró y sintió que la clara luz del entendimiento rompía sobre él: una sección cuadrada del suelo se estaba levantando como por arte de magia dejando al descubierto una creciente tajada de sombras bajo ella. Por un momento sintió una sacudida de terror al pensar que allí podría estar el dueño de la voz… porque estaba seguro de que Eso vivía debajo de la ciudad. Entonces oyó el chirriar de la tierra en las bisagras y comprendió. Si no habían podido hallar la casa del árbol era porque no existía.

—Por Dios, estuvimos encima de ellos —gruñó Victor.

En cuanto apareció la cabeza de Ben en la escotilla cuadrada, en el centro del claro, Victor hizo ademán de lanzarse a la carga. Henry lo sujetó.

—¿No los vamos a agarrar, Henry? —preguntó Victor, mientras Ben salía.

—Los agarraremos —aseguró Henry, sin apartar los ojos de ese odiado gordo. Otro que pateaba las pelotas. Te voy a patear las pelotas tan arriba que vas a usarlas de pendientes, maldito gordo. Ya verás—. No te preocupes.

El gordo estaba ayudando a la putilla a salir del agujero. Ella miró a su alrededor y, por un momento, Henry tuvo la impresión de que le estaba mirando a los ojos. Pero su vista pasó de largo. Los dos hablaron en murmullos y luego se abrieron paso por la densa maleza. En un segundo habían desaparecido.

—Vamos —dijo Henry, cuando el ruido de las ramas rotas y movidas se redujo hasta hacerse casi inaudible—. Los seguiremos. Pero a distancia y en silencio. Quiero atraparlos a todos juntos.

Los tres cruzaron el claro, como soldados de patrulla, caminando agachados y mirando hacia todos lados. Belch se detuvo a observar la casita subterránea y sacudió la cabeza, admirado.

—Pero si estuve sentado encima de ellos —comentó.

Henry le hizo señas de que lo siguiera, impaciente.

Tomaron el sendero, porque así harían menos ruido. Estaban a medio camino hacia Kansas Street cuando la putita y el gordo, de la mano (ay qué bonito, ¿verdad?, pensó Henry, en éxtasis) emergieron casi directamente frente a ellos.

Por suerte, estaban de espaldas al grupo de Henry y ninguno de los dos se volvió. Henry, Victor y Belch quedaron petrificados. Luego se ocultaron entre las sombras, al lado del sendero. Pronto Ben y Beverly eran sólo dos camisas entrevistas por entre una maraña de matojos. Los tres reanudaron la persecución… cautelosamente. Henry volvió a sacar la navaja y

9

Henry consigue coche: 2.30 h.

oprimió el botón cromado del mando. La hoja salió bruscamente. La contempló, soñador, a la luz de la luna. Le gustaba el brillo de las estrellas en la hoja. No tenía idea de la hora porque la realidad iba y venía.

Un ruido se clavó en su conciencia y comenzó a crecer. Era un motor de automóvil. Se acercaba. Los ojos de Henry se ensancharon en la oscuridad. Apretó la navaja con más fuerza esperando a que el coche pasara.

No fue así. Se detuvo junto a la acera tras el seto del seminario, con el motor en marcha. Henry hizo una mueca (el vientre se le estaba poniendo duro como una tabla; la sangre que manaba lentamente entre sus dedos tenía la consistencia de la savia de arce justo antes de que uno retire los grifos del árbol a principios de la primavera) y se puso de rodillas para espiar por entre las ramas del seto. Vio los faros delanteros y la silueta de un coche. ¿Policía? Su mano apretó la navaja y se aflojó, apretó y aflojó.

Te envié un coche, Henry —susurró la voz—. Una especie de taxi. Después de todo, tienes que llegar pronto al «Town House». La noche avanza.

La voz emitió una de esas carcajadas sordas que sonaban a hueco y guardó silencio. Los únicos ruidos eran el canto de los grillos y el rumor regular del coche en marcha.

Se levantó torpemente y volvió al camino del seminario para echar una mirada al coche. No era de la Policía; no tenía luces en el techo y la forma no correspondía. La forma era… vieja.

Henry volvió a oír esa risita… o tal vez era sólo el viento.

Emergió de la sombra del seto, pasó a rastras bajo la cadena y volvió a incorporarse. Caminó hacia el coche detenido que existía en un mundo blanco y negro, como una instantánea Polaroid, de claro lunar e impenetrables sombras. Henry era un desastre: tenía la camisa negra de sangre y los vaqueros empapados hasta las rodillas. Su cara era una mancha blanca bajo el corte de pelo militar.

Llegó a la intersección del camino y la acera y echó un vistazo al coche tratando de discernir qué era ese bulto tras el volante. Pero fue el coche lo que reconoció primero: era el que su padre había jurado poseer algún día, un Plymouth Fury 1958, rojo y blanco. Henry sabía, por haberlo oído decir a su padre muchas veces, que el motor era un V-8 327, de 255 caballos de fuerza, capaz de salir a cien en sólo nueve segundos. Voy a tener un coche como ése y cuando muera pueden enterrarme con él, había dicho Butch, muchas veces. Claro que nunca tuvo el coche y el estado se hizo cargo de su entierro después de que Henry fuera llevado al manicomio, delirando y aullando que veía monstruos.

Si el que está adentro es él no creo poder soportarlo, pensó Henry, apretando la navaja, mientras se balanceaba como un borracho para poder ver el bulto tras el volante.

Entonces se abrió la puerta del pasajero, se encendió la luz interior y el conductor se volvió a mirarlo. Era Belch Huggins. Su cara era una ruina colgante. Le faltaba un ojo y tenía un agujero de podredumbre en la mejilla reseca por donde se le veían los dientes ennegrecidos. Llevaba, sobre la cabeza, la gorra de béisbol que tenía puesta el día de su muerte. Estaba vuelta hacia atrás, con la visera cubierta de moho verde agrisado.

—¡Belch! —exclamó Henry.

El tormento le corrió hacia arriba desde el vientre haciéndole gritar otra vez sin palabras.

Los labios muertos de Belch se estiraron en una sonrisa abriéndose en pliegues grises, desangrados. Tendió una mano retorcida hacia la portezuela abierta a modo de invitación.

Henry vaciló por un instante. Luego cruzó por delante del Fury dándose tiempo para tocar el emblema en forma de V, tal como hacía siempre cuando el padre lo llevaba a Bangor, al salón de ventas. Cuando llegó al otro lado, una mancha gris lo abrumó en una suave ola. Tuvo que sujetarse de la portezuela para no perder el equilibrio. Allí permaneció, con la cabeza gacha, aspirando en breves jadeos. Por fin el mundo volvió, al menos en parte, y pudo dejarse caer en el asiento. El dolor volvió a retorcerle las entrañas; otro poco de sangre fresca le cayó en la mano. Parecía gelatina caliente. Echó la cabeza hacia atrás y apretó los dientes haciendo sobresalir los tendones de su cuello. El dolor empezó a ceder, al menos en parte.

La puerta se cerró sola. La luz interior se apagó. Henry vio que una de las manos putrefactas de Belch accionaba la palanca de cambios poniendo el coche en movimiento. Los nudillos blancos brillaban a través de la carne podrida de sus dedos.

El Fury bajó por Kansas Street hacia Up-Mile Hill.

—¿Cómo estás, Belch? —se oyó decir Henry.

Era una estupidez, por supuesto. Belch no podía estar allí, los muertos no conducen coches. Pero no se le ocurrió otra cosa.

Belch no respondió. Su ojo único, hundido, estaba fijo en la carretera. Sus dientes relumbraban enfermizamente por el agujero de la mejilla. Henry notó, vagamente, que Belch olía bastante mal. En verdad, olía como un canasto de tomates que se hubiesen puesto blandos y acuosos.

De pronto se abrió la guantera golpeando a Henry en las rodillas. A la luz del interior vio una botella Texas Driver llena a medias. La sacó y, después de abrirla, tomó un buen trago. La bebida descendió como seda fresca y golpeó en su estómago como un estallido de lava. Henry se estremeció de pies a cabeza, gimiendo…, pero luego se sintió un poco mejor, algo más conectado con el mundo.

—Gracias.

Belch giró la cabeza hacia él. Sus tendones hacían ruido, como las puertas al girar sobre goznes herrumbrados. Lo miró por un momento, con su ojo único y muerto. Sólo entonces notó Henry que le faltaba casi toda la nariz. Al parecer, algo se había ensañado con él. Un perro, tal vez. Quizá ratas. Era más probable que fuesen ratas. Los túneles por donde habían perseguido a los mocosos, aquel día, estaban llenos de ratas.

Con la misma lentitud, la cabeza de Belch volvió a enfocar la carretera. Henry se alegró de eso. Eso de que Belch lo mirara así… no llegaba a entenderlo del todo. Había algo en ese ojo hundido: reproche, enfado, ¿qué?

Hay un chico muerto al volante de este coche.

Henry se miró el brazo y vio que tenía la carne de gallina. Tomó apresuradamente otro trago de la botella. Ese cayó con más suavidad y esparció su calor con más amplitud.

El Plymouth bajó por Up-Mile Hill y giró en la rotonda, en sentido inverso a las manecillas del reloj… sólo que a esa hora de la noche no había tráfico y todos los semáforos parpadeaban en amarillo salpicando las calles vacías y los edificios cerrados con incesantes pulsaciones luminosas. El silencio era tal, que Henry oyó el chasquido de los relés dentro de cada semáforo. ¿O era pura imaginación?

—Aquel día yo no tenía intenciones de dejarte allí, Belch —dijo—. Es decir… por si… lo pensaste.

Otra vez aquel alarido de tendones secos. Belch, mirándolo con ese ojo hundido y sus labios estirados en una sonrisa macabra, descubriendo las encías negras y agrisadas donde estaba brotando todo un jardín de musgo.

¿Qué clase de sonrisa es ésa? —se preguntó Henry mientras el coche ronroneaba sedosamente por Main Street, pasando junto al bar de Nan por un lado y al cine Aladdin por el otro—. ¿Es una sonrisa de perdón? ¿De viejos amigos? ¿O es el tipo de sonrisa que dice: Te la voy a dar, Henry, me vas a pagar el abandono en que nos dejaste a mí y a Vic? ¿Qué clase de sonrisa es?

—Tienes que comprender cómo eran las cosas —dijo Henry. Y se interrumpió.

¿Cómo habían sido las cosas? Todo estaba confuso en su mente, como los fragmentos de rompecabezas que arrojaban sobre las mesas en esos malditos salones de recreo de Juniper Hill. ¿Cómo habían sido las cosas, exactamente? Ellos habían seguido al gordo y a la putilla hasta Kansas Street; esperaron entre los matorrales mientras ellos trepaban hasta lo alto. Si hubiesen desaparecido de la vista, él, Victor y Belch habrían abandonado el escondite para ir tras ellos; dos eran mejor que nada y el resto llegaría a su debido tiempo.

Pero ellos no desaparecieron. Se recostaron contra la cerca, conversando, mientras vigilaban la calle. De vez en cuando echaban un vistazo al terraplén, pero Henry mantenía a sus dos soldados bien fuera de la vista.

Recordó que el cielo se había encapotado; las nubes llegaban desde el este; el aire se estaba espesando. Esa tarde llovería.

Y después, ¿qué pasó? ¿Qué…?

Una mano huesuda, callosa, le ciñó el brazo. Henry dejó escapar un grito. Se había estado dejando llevar otra vez hacia esos algodones grises, pero el horrible contacto de Belch y la daga de dolor en su estómago, provocada por un grito, lo hicieron reaccionar. Miró a su lado. La cara de Belch estaba a menos de cinco centímetros de la suya. Aspiró hondo e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho: el viejo Belch estaba pasado, por cierto. Henry volvió a pensar en tomates que se pudrían silenciosamente en algún rincón del cobertizo. Se le revolvió el estómago.

De pronto recordó el fin: el fin de Belch y Vic, por lo menos. Algo había salido de la oscuridad, cuando estaban en una excavación que tenía una reja arriba, preguntándose por dónde continuar. Algo… Henry no había podido decir qué era. Hasta que Victor gritó:

—¡Frankenstein! ¡Es Frankenstein!

Y así era; allí estaba el monstruo de Frankenstein, con tornillos en el cuello y una profunda cicatriz suturada a lo ancho de la frente, caminando con zapatos que parecían cubos para construcciones infantiles.

—¡Frankenstein! —gritaba Vic—. ¡Fran…!

Y en ese momento desapareció su cabeza. La cabeza de Vic voló por aquella excavación hasta golpear la piedra del otro lado, con un golpe seco, pegajoso, agrio. Los ojos amarillos y acuosos del monstruo se habían fijado en Henry, que quedó petrificado. Se le aflojó la vejiga y sintió que algo caliente le corría por las piernas.

El monstruo avanzó hacia él y Belch… Belch había…

—Mira, ya sé que salí corriendo —dijo Henry—. Hice mal, pero…, pero…

Belch se limitaba a mirarlo.

—Me perdí —susurró Henry, como para expresar que él también había sufrido lo suyo.

Sonaba flojo. Era como decir: Sí, ya sé que a ti te mataron, Belch, pero yo me clavé una espina horrible bajo la uña. Es que había sido espantoso, de veras, vagar en ese mundo de hedionda oscuridad por horas enteras. Recordó que, al final, había empezado a gritar. En cierto momento se había caído —una caída larga, vertiginosa, en la que tuvo tiempo de pensar: Oh, bueno, dentro de un minuto habré muerto y esto se habrá acabado, pero de pronto estuvo en una corriente de agua rápida. Bajo el canal, probablemente. Había salido a la luz del sol, ya escasa y avanzado con trabajo hasta la orilla, para salir del Kenduskeag a menos de cincuenta metros del sitio donde se ahogaría Adrian Mellon, veintiséis años después. Resbaló, cayó, se golpeó la cabeza y quedó desmayado. Al despertar ya había oscurecido. De algún modo se las ingenió para encontrar el camino hasta la carretera 2 donde hizo autostop para volver a su casa. Y allí lo había estado esperando la policía.

Pero ésos eran otros tiempos y esto era el presente. Belch se había puesto frente al monstruo de Frankenstein, que le arrancó el lado izquierdo de la cara hasta el cráneo; hasta allí había visto Henry, antes de huir. Pero allí estaba Belch, en ese momento, y le señalaba algo.

Estaban detenidos frente al hotel «Town House» y de pronto Henry comprendió a la perfección: el «Town House» era el único hotel de verdad que quedaba en Derry. En 1958 estaba también el Eastern Star al final de Exchange Street y el Descanso del Viajero, en Torrault Street. Ambos habían desaparecido en la renovación urbana (Henry estaba bien enterado de eso, porque leía el Derry News todos los días sin falta en Juniper Hill). Sólo quedaba el «Town House» y unos cuantos motelitos junto a la interestatal.

Allí deben estar ellos —se dijo—. Justo allí. Los que quedan. Durmiendo, soñando con ciruelas confitadas… o con cloacas, tal vez. Y yo me voy a encargar de ellos. Uno por uno.

Tomó otra vez la botella de Texas Driver y ahogó un resoplido. Sentía que la sangre volvía a caerle en el regazo y que el asiento estaba pegajoso debajo de él. Pero el alcohol mejoró las cosas; con el alcohol parecía que no importaba. Le habría venido bien un buen whisky, pero mejor esa porquería que nada.

—Mira —dijo a Belch—, discúlpame por haber huido. No sé qué me pasó. Por favor…, no te enfades.

Belch habló por primera y última vez, pero la voz no era su voz. La voz que surgió de su boca podrida era grave y poderosa. Daba terror. Henry gimió al oírla. Era la voz de la luna, la voz del payaso, la voz que había oído en sus sueños de desagües y cloacas donde el agua corría y corría.

—Cállate y mátalos —dijo la voz.

—Claro —gimió Henry—, si es lo que quiero hacer. No hay problema…

Dejó la botella en la guantera. Su cuello emitió un repiqueteo, como si tuviera dientes y entonces Henry vio un papel en el sitio de la botella. Lo sacó y lo desplegó dejando impresiones sanguinolentas en los bordes. En la parte superior se veía este logotipo, en intenso color escarlata:

¡UN MEMO DE PENNYWISE!

Debajo de eso, cuidadosamente escrito en letras de imprenta:

BILL DENBROUGH

311

BEN HANSCOM

404

EDDIE KASPBRAK

609

BEVERLY MARSH

518

RICHIE TOZIER

217

Los números de sus habitaciones. Eso era muy útil. Ahorraba tiempo.

—Gracias, Be…

Pero Belch había desaparecido. El asiento del conductor estaba vacío. Sólo quedaba la gorra de béisbol con incrustaciones de musgo en la visera. Y una materia viscosa en el pomo de la palanca de cambios.

Henry miró fijo, con el corazón latiéndole dolorosamente en la garganta… y creyó oír algo que se movía en el asiento trasero. Bajó a toda prisa y estuvo a punto de caer al suelo. Al retirarse, cuidó de pasar bien lejos del Fury.

Le costaba caminar; cada paso le tiraba del vientre. Pero llegó a la acera y allí se quedó contemplando ese edificio de ocho pisos que, junto con la biblioteca, el Aladdin y el seminario, era uno de los pocos que recordaba con claridad. Casi todas las luces de los pisos superiores estaban apagadas, pero los globos de vidrio escarchado que flanqueaban la entrada principal lanzaban un suave fulgor en la oscuridad rodeados de un halo de humedad por la niebla baja.

Henry avanzó trabajosamente entre ellos abriendo una de las puertas con un golpe de hombro.

En el vestíbulo reinaba el silencio de la madrugada. Cubría el suelo una alfombra turca, ya descolorida. El cielo raso era un inmenso mural ejecutado en paneles rectangulares que mostraba escenas de los tiempos de los pioneros. Había sofás muy mullidos, sillones y una gran estufa de leña, por entonces apagada y silenciosa, con un tronco de abedul sobre la parrilla. Era un tronco de verdad; allí no había gas porque la chimenea del «Town House» no era sólo un detalle del decorado. Asomaban plantas de los tiestos planos. Las puertas dobles de vidrio que daban al bar y al restaurante estaban cerradas. En algún despacho había un televisor encendido con el volumen bajo.

Avanzó a pasos torpes por el vestíbulo. Tenía sangre en los pantalones y en la camisa, sangre acumulada en los pliegues de sus manos, sangre en las mejillas y en la frente, como pintura de guerra. Los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas. Cualquiera que lo hubiese visto habría huido a toda carrera entre gritos de espanto. Pero no había nadie.

Las puertas del ascensor se abrieron en cuanto él oprimió el botón SUBIR. Miró el papel que tenía en la mano y los botones del tablero. Tras un momento de deliberación, oprimió el seis y las puertas se cerraron. Hubo un leve zumbido de maquinaria y el aparato empezó a subir.

Será mejor que empiece por arriba y vaya bajando.

Se apoyó contra la pared posterior, con los ojos entrecerrados. El zumbido del ascensor lo tranquilizaba. Como el zumbido de la maquinaria en las estaciones de bombeo. Ese día no dejaba de acudirle a la memoria. Todo parecía casi predeterminado, como si todos ellos se limitaran a representar sus papeles. Vic y el viejo Belch habían actuado… bueno, casi como si estuviesen drogados. Recordó…

El ascensor se detuvo con una sacudida que provocó nuevas oleadas de dolor en su estómago. Las puertas se abrieron. Henry salió al pasillo silencioso. Allí había más plantas, plantas colgantes, de frondas largas. No quiso tocar ninguna de esas hojas verdes, chorreantes; le recordaban demasiado a las cosas que había visto colgar allá abajo, en la oscuridad. Volvió a mirar el papel. Kaspbrak estaba en el 609. Henry echó a andar en esa dirección deslizando una mano por la pared para apoyarse con lo que fue dejando un rastro de sangre en el empapelado (ah, pero se apartaba cada vez que llegaba a una de esas plantas araña; no quería contacto alguno con ésas). Su respiración era ronca y seca.

Allí estaba. Henry sacó la navaja de su bolsillo, se humedeció los labios con la lengua y llamó a la puerta. Nada. Volvió a golpear, ya con más fuerza.

—¿Quién es?

Soñoliento. Mejor. Estaría en pijama, despierto sólo a medias. Y cuando abriera la puerta, Henry le clavaría la navaja directamente en la base del cuello, en ese hueco vulnerable que hay debajo de la nuez de Adán.

—El botones, señor —dijo Henry—. Traigo un mensaje de su mujer.

¿Estaría casado ese Kaspbrak? A lo mejor había dicho una estupidez. Esperó, fríamente alerta. Por fin oyó pasos, un arrastrar de zapatillas.

—¿De Myra?

Parecía alarmado. Mejor. Más alarmado estaría dentro de algunos segundos. Un pulso latía sin cesar en la sien derecha de Henry.

—Creo que sí, señor. No tiene ningún nombre. Sólo dice que es su esposa.

Hubo una pausa; luego un repiqueteo metálico, mientras Kaspbrak quitaba la cadena. Sonriente, Henry pulsó el botón de la navaja. Clic. La puso contra su mejilla, listo para actuar. Oyó que giraba el cerrojo. Un momento después hundiría la hoja en la garganta de ese pequeño imbécil. Esperó. Al abrirse la puerta, Eddie

10

Los Perdedores en grupo, 13.30 h.

vio que Stan y Richie salían del mercado de la avenida Costello, cada uno de ellos con un helado.

—¡Eh! —gritó—. ¡Eh, esperadme!

Se volvieron. Stan lo saludó con la mano. Eddie corrió para reunirse con ellos tan rápido como pudo. En verdad, no podía mucho porque tenía un brazo amurallado por el yeso y el tablero de parchís bajo el otro.

—¿Qué tal, Eddie? ¿Qué haces, chaval? —preguntó Richie, con su grandiosa voz de caballero sureño (ese que se parecía más al gallo Claudio que a ninguna otra cosa—. Ah, caramba… Ah, caramba… ¡El chaval tiene un brazo fracturado! Fíjate en esto, Stan: el chaval tiene un brazo fracturado. Ah, caramba. Haz un acto de humanidad y llévale ese tablero de parchís, pobre chaval.

—No me molesta, puedo llevarlo —dijo Eddie, algo sofocado—. ¿Me das un poco de tu helado?

—A tu madre no le parecería correcto, Eddie —observó Richie, melancólico. Empezó a lamer más rápido. Acababa de alcanzar la parte de chocolate del centro, su parte favorita—. ¡Por los gérmenes, chaval! Ah, caramba, ah, caramba… puedes pescar gérmenes si pones la boca donde la haya puesto otra persona.

—Me arriesgaré —decidió Eddie.

Richie, de mala gana, acercó su helado a la boca de Eddie… y lo retiró en cuanto el chico hubo dado un par de ávidas lametadas.

—Te doy el resto del mío, si quieres —ofreció Stan—. Todavía tengo el almuerzo en el estómago.

—Los judíos no comen mucho —dictaminó Richie—. Es parte de su religión.

Los tres iban caminando como buenos amigos hacia Kansas Street y Los Barrens. Derry parecía perdida en una profunda somnolencia de tarde calurosa. Casi todas las casas tenían las persianas bajas. Había juguetes abandonados en los jardines, como si sus propietarios hubieran sido llamados apresuradamente o puestos a dormir la siesta. Por el oeste retumbaban truenos.

—¿Es cierto? —preguntó Eddie a Stan.

—No. Richie te está tomando el pelo —dijo el chico—. Los judíos comemos tanto como cualquiera. —Señaló a Richie—. Como él.

—Mira que te portas mal con Stan —riñó Eddie al otro—. ¿Te gustaría que alguien inventara cosas sobre ti sólo porque eres católico?

—Oh, los católicos hacen muchas cosas raras —apuntó Richie—. Mi padre me dijo una vez que Hitler era católico, y Hitler mató a millones de judíos. ¿Verdad, Stan?

—Sí, creo que sí —dijo Stan. Parecía azorado.

—Mi madre se puso furiosa cuando mi padre me dijo eso —siguió Richie con una pequeña sonrisa reminiscente en la cara—. Completamente fu-rio-sa. Los católicos también tuvimos la Inquisición, eso que usaba el potro de tormento, arrancaban las uñas y todo eso. Supongo que todas las religiones son bastante raras.

—Yo creo lo mismo —dijo Stan, tranquilamente—. Nosotros no somos ortodoxos ni nada de eso. Es decir, comemos jamón y beicon. Apenas sé lo que significa ser judío. Nací en Derry y a veces vamos a la sinagoga de Bangor, en fechas como el Yom Kippur, pero… —Se encogió de hombros.

—¿Jamón? ¿Beicon? —Eddie estaba desconcertado. Él y su madre eran metodistas.

—Los judíos ortodoxos no comen esas cosas —explicó Stan—. La Torá dice algo sobre no comer nada que se arrastre por el lodo o camine por el fondo de las aguas. Se supone que el cerdo está prohibido y la langosta también. Pero mis padres los comen. Y yo también.

—Qué raro —dijo Eddie, estallando en una carcajada—. Nunca había sabido de una religión que te prohibiera comer cosas. Algún día te dirán qué clase de gasolina puedes comprar o no.

—Gasolina kosher —replicó Stan.

Y se rió solo. Ni Richie ni Eddie comprendieron la broma.

—Tienes que admitir, Stanny, que es bastante curioso —señaló Richie—. ¡Mira que no poder comer jamón sólo porque eres judío!

—¿Te parece? —comentó Stan—. ¿Tú comes carne los viernes?

—¡No, por Dios! —protestó Richie, espantado—. Los viernes no se puede comer carne, porque… —Sonrió un poquito—. Oh, bueno, ya entiendo lo que quieres decir.

—¿Es cierto que los católicos van al infierno si comen carne en viernes? —preguntó Eddie, fascinado. Ignoraba que, dos generaciones atrás, en su propia familia polaca había sido de devotos católicos polacos que no comían carne los viernes, así como no salían desnudos a la calle.

—Bueno, te lo explicaré, Eddie —dijo Richie—. No creo que Dios me envíe al horno sólo por olvidarme y comer un sándwich de mortadela un viernes, pero ¿para qué correr el riesgo? ¿Me explico?

—Sí, pero parece tan…

Tan estúpido, iba a decir. Pero entonces recordó algo que la señora Portleigh les había contado en la escuela dominical, cuando él era pequeño. Según la señora Portleigh, un niño malo había robado, cierta vez, un poco del pan de la comunión; cuando pasaron la bandeja, él lo cogió y lo guardó en el bolsillo. Lo llevó a su casa y lo arrojó en el inodoro para ver qué pasaba. De inmediato (según contaba la señora Portleigh a sus pequeños fieles), el agua del inodoro se tiñó de rojo brillante. Era la sangre de Cristo, decía ella, y había aparecido para demostrar a ese niño que había cometido algo muy malo llamado sacrilegio. De ese modo le advertía que, al arrojar el cuerpo de Cristo al inodoro, había puesto su alma inmortal en peligro de condenación.

Hasta ese momento, a Eddie le había gustado mucho la comunión, que sólo tomaba desde el año anterior. Los metodistas utilizaban zumo de uvas en vez de vino y representaban el cuerpo de Cristo con trozos de pan fresco. A él le agradaba la idea de tomar alimento y bebida como rito religioso. Pero tras el cuento de la señora Portleigh, su respeto religioso por el rito se oscureció convirtiéndose en algo más potente, algo horrible. El solo hecho de tomar el trozo de pan requería valor; siempre temía experimentar una descarga eléctrica o, peor aún, que el pan cambiara súbitamente de color en su mano, convertido en un coágulo de sangre y una voz descarnada comenzara a vociferar, en la iglesia: ¡Indigno, indigno, condenado al infierno! Con frecuencia, después de haber tomado la comunión, se le cerraba la garganta y empezaba a respirar con trabajo. Con impaciencia llena de pánico, esperaba a que acabara la bendición para correr al vestíbulo y usar su inhalador.

No debes ser tan tonto —se dijo, años después—. Eso era sólo un cuento. Y la señora Portleigh no era ninguna santa. Mamá dice que era divorciada y que jugaba a la ruleta en Bangor. Mamá dice que los verdaderos cristianos no apuestan, que dejan eso para los paganos y los católicos.

Todo era muy lógico, pero no le aliviaba la mente. El cuento del pan de la comunión que convirtió el agua del inodoro en sangre seguía preocupándolo, carcomiéndolo; hasta perdía el sueño. Una noche se le ocurrió que, si había un modo de dejar todo eso atrás, de una vez por todas, era tomar un trozo de ese pan, arrojarlo al inodoro y ver qué pasaba.

Pero ese experimento estaba muy fuera del alcance de su valor. Su mente racional no podía contra la siniestra imagen de la sangre que esparcía su nube acusadora y condenatoria en el agua. No podía contra el encantamiento mágico: Éste es mi cuerpo; toma y come; ésta es mi sangre, vertida por ti y por muchos otros.

No, nunca había hecho el experimento.

—Creo que todas las religiones son extrañas —dijo, por fin.

Pero poderosas —agregó su mente—, casi mágicas. ¿O eso también era blasfemia? Pensó en lo que había visto en Neibolt Street; por primera vez notaba un descabellado paralelo: después de todo, el hombre-lobo había salido del inodoro.

—Caray, parece que todo el mundo duerme —dijo Richie, arrojando el palito del helado a la alcantarilla—. ¿Alguna vez habéis visto tanta quietud? Se diría que todo el mundo fue a pasar el día a la playa.

—¡Eh, ch-ch-chicos! —gritó Bill Denbrough, desde atrás—. ¡E-e-esperad!

Eddie giró en redondo, encantado, como siempre, de oír la voz del Gran Bill. El chico venía pedaleando sobre Silver, por la esquina de la avenida Costello, ganando distancia con respecto a Mike, aunque la Shwinn de Mike era casi nueva.

—¡Hai-oh Silver! ¡ARRREEEE! —chilló Bill.

Y llegó hasta ellos a casi treinta kilómetros por hora entre el rugido de los naipes sujetos al guardabarros trasero. Pedaleó hacia atrás, aplicó los frenos y se deslizó admirablemente hacia el lado.

—¡Bill Tartaja! —dijo Richie—. ¿Cómo estás, chaval? Ah, caramba, ah, caramba. ¿Cómo estás, chaval?

—M-m-muy bien. ¿Hab-béis v-visto a Ben o a Be-Beverly?

Mike se reunió con ellos, con la cara cubierta de sudor.

—¿Me puedes decir qué velocidad alcanza esa bicicleta?

Bill se echó a reír.

—N-n-no lo sé. Es rá-rápida.

—No los he visto —respondió Richie—. Probablemente están allá abajo, cantando a dos voces. Shi-bum, chi-bum… iá-da-da-da-da-da-da…

Stan Uris fingió vomitar.

—Es pura envidia —dijo Richie a Mike—, porque los judíos no saben cantar.

—B-b-b-b…

—Bip-bip, Richie —le ayudó Richie.

Y todos rieron.

Echaron a andar hacia Los Barrens; Mike y Bill iban empujando sus bicicletas. Al principio la conversación fue animada, pero luego decayó. Eddie, mirando a Bill, le notó una expresión intranquila; se le ocurrió que también a él le estaba afectando tanto silencio. Richie lo había dicho en broma, pero en verdad parecía que todo Derry había ido a pasar el día a la playa, a cualquier parte. No circulaba un solo coche por la calle; no había una sola anciana que llevara su carrito de la compra lleno de provisiones.

—De veras que todo está demasiado tranquilo, ¿no? —se arriesgó a decir.

Pero Bill se limitó a contestar con un gesto afirmativo.

Cruzaron Kansas Street hacia el lado de Los Barrens. Entonces vieron a Ben y a Beverly que corrían hacia ellos, gritando. Eddie quedó espantado por el aspecto de Beverly, habitualmente tan pulcra y limpia, siempre con el pelo lavado y recogido en una cola de caballo. Estaba llena de manchas que parecían toda la suciedad del universo, con los ojos dilatados y enloquecidos, un arañazo en una mejilla, los vaqueros emplastados de basura y la blusa en jirones.

Ben venía tras ella, bufando, con el vientre bamboleante.

—No se puede ir a Los Barrens —jadeó Beverly—. Los chicos… Henry…, Victor…, están por allá abajo… La navaja…, tiene una navaja.

—T-t-tranquila —dijo Bill, haciéndose cargo de todo inmediatamente, como de costumbre, sin esfuerzo y casi sin darse cuenta.

Echó un vistazo a Ben, que llegaba a toda carrera con las mejillas encendidas y el voluminoso pecho muy agitado.

—Ella dice que Henry se ha vuelto loco, Gran Bill —dijo Ben.

—Al diablo, ¿eso quiere decir que antes era cuerdo? —preguntó Richie y escupió por entre los dientes.

—Cá-cá-cállate, Ri-Richie —dijo Bill. Volvió a fijar su atención en Beverly—. Cu-cuenta.

Eddie deslizó la mano en el bolsillo y tocó el inhalador. No sabía de qué se trataba todo eso, pero ya estaba seguro de que no era nada bueno.

Beverly, obligándose a hablar con toda la calma posible, logró contar una versión corregida de la historia; esa versión empezaba con Henry, Victor y Belch alcanzándola en la calle, omitiendo lo de su padre; eso la avergonzaba de un modo horrible.

Cuando terminó, Bill guardó silencio por un momento, con las manos en los bolsillos y el mentón gacho, el manillar de Silver apoyado contra el pecho. Los otros esperaban, echando frecuentes miradas a la barandilla que cerraba el borde del terraplén. Bill pensó por largo rato sin que nadie lo interrumpiera. De pronto, sin esfuerzo alguno, Eddie se dio cuenta de que ése podría ser el último acto. Eso era lo que hacía sentir el silencio del día, ¿no? La impresión de que toda la ciudad se había marchado dejando sólo las cáscaras de los edificios vacíos.

Richie estaba pensando en la foto del álbum de George que de pronto había cobrado vida.

Beverly pensaba en su padre, en su mirada vacía.

Mike pensaba en el pájaro.

Ben pensaba en la momia y en un olor a canela muerta.

Stan Uris pensaba en vaqueros negros y chorreantes, en manos blancas como papel arrugado, también chorreantes.

—Va-va-vamos —dijo Bill, por fin—. Bajemos.

—Bill… —dijo Ben, con cara preocupada—. Beverly dijo que Henry estaba realmente loco. Que tenía intención de matar…

—N-no es d-d-de e-ellos —dijo Bill, señalando la verde daga de Los Barrens, a la derecha y por debajo de ellos: las malezas, los bosquecitos, los cañaverales y el destello del agua—. N-no es prop-propiedad de e-e-ellos. —Miró a sus compañeros, ceñudo—. E-estoy cansado de q-q-que me as-asusten. En la pelea a pedradas los derrotamos y si hay que derrotarlos o-o-otra vez, l-l-lo haremos.

—Pero, Bill —dijo Eddie—, ¿y si no se trata sólo de ellos?

Bill se volvió hacia él y el chico quedó realmente impresionado al verlo tan cansado y ojeroso. En la cara de Bill había algo que lo asustaba, pero sólo mucho, mucho después, en su edad adulta, cuando se deslizaba hacia el sueño tras la reunión en la biblioteca, comprendió qué era ese algo: era la cara de un niño llevado al borde de la locura, la cara de un niño que no estaba, en último término, más cuerdo ni más al mando de sus propias decisiones que el propio Henry. Sin embargo, el Bill esencial estaba aún allí, mirando por esos ojos perseguidos, asustados: un Bill enfadado y decidido.

—¿Y? —dijo—, ¿Y q-q-qué, si n-n-no?

Nadie le respondió. Sonó un trueno, ya más cerca. Eddie miró el cielo y vio llegar nubes de tormenta por el oeste. Iba a llover «hierros de punta», como decía a veces su madre.

—A-a-ahora os di-d-diré qué v-v-vamos a hac-c-c-cer —manifestó Bill, mirándolos a todos—. Ninguno est-t-tá ob-obligado a ac-c-compañarme, si no q-q-quiere. C-c-cada uno d-d-decide.

—Yo te acompaño, Gran Bill —dijo Richie, en voz baja.

—Yo también —dijo Ben.

—Por supuesto —dijo Mike, encogiéndose de hombros.

Beverly y Stan estuvieron de acuerdo. Eddie fue el último.

—Me parece que tú no, Eddie —dijo Richie—. Tu brazo no parece estar… muy de maravillas.

Eddie miró a Bill.

—Q-q-quiero que v-v-venga —decidió Bill—. C-c-caminarás co-conmigo, E-Eddie. Yo t-t-te cuidaré.

—Gracias, Bill —repuso Eddie. Aquélla cara cansada, medio enloquecida, le parecía, de pronto, adorable; adorable y muy amada. Experimentó un vago asombro. Creo que moriría por él, si me lo pidiera. ¿Qué clase de poder es ése? Si sirve para que tengas una cara como la de Bill ahora, a lo mejor no es tan bonito tener ese poder.

—Sí, porque Bill tiene el arma decisiva —apuntó Richie—. La bomba odorífera.

Levantó el brazo izquierdo y sacudió la otra mano bajo el sobaco descubierto. Ben y Mike rieron un poquito. Eddie sonrió.

Resonó otra vez el trueno, esa vez tan cerca que todos dieron un salto y se amontonaron. Se estaba alzando viento que sacudía la basura junto a la acera. La primera nube oscura navegó contra el disco difuso del sol y las sombras de los chicos se derritieron. Era un viento frío que heló el sudor en el brazo sano de Eddie. Eddie se estremeció.

Bill miró a Stan y dijo algo peculiar:

—¿Has tr-raído tu li-libro de p-pájaros, Stan?

El chico se dio una palmadita en el bolsillo trasero. Bill volvió a mirar al grupo.

—Ba-bajemos —ordenó.

Descendieron por el terraplén en fila india, exceptuando a Bill, que lo hizo junto a Eddie, como había prometido. Dejó que Richie llevara a Silver, empujándola; cuando llegaron al fondo dejó la bicicleta en su lugar acostumbrado, bajo el puente. Luego todos formaron un grupo cerrado y avanzaron mirando alrededor.

La tormenta que se aproximaba no causó oscuridad, ni siquiera penumbra. Pero la cualidad de la luz había cambiado; las cosas se destacaban en una especie de relieve acerado, como en los sueños: sin sombras, claramente cinceladas. Eddie sintió horror y aprensión al comprender por qué ese tipo de luz le parecía familiar: era la misma que recordaba haber visto en la casa de Neibolt Street.

Un relámpago tatuó las nubes, tan fuerte que los hizo cerrar los ojos, frunciendo el rostro. Eddie se cubrió la cara con una mano y se descubrió contando: «Uno…, dos…, tres…». Y entonces se oyó el trueno, en un solo ladrido, como la explosión de un M-80. Todos apretaron más el grupo.

—Esta mañana no se pronosticaba lluvia —dijo Ben, intranquilo—. El diario anunciaba caluroso y seminublado.

Mike había estudiado el cielo cuando él y Bill habían salido de casa de los Denbrough después de comer. Allá arriba, las nubes eran veleros de fondos negros, altos y pesados que navegaban velozmente por la neblina azul que cubría el cielo de horizonte a horizonte.

—Viene muy rápido —comentó—. Nunca vi una tormenta tan rápida.

Como para confirmarlo, reventó otro trueno.

—V-v-vamos —dijo Bill—. Po-pongamos el p-p-parchís de E-E-Eddie en la ca-casita.

Echaron a andar por el sendero que habían abierto en las semanas transcurridas desde el incidente del dique. Bill y Eddie abrían la marcha, rozando con los hombros las anchas hojas verdes de los arbustos; los otros los seguían. El viento envió otra ráfaga que hizo susurrar los árboles y los matorrales. Más adelante, los bambúes repiqueteaban misteriosamente como tambores en una leyenda de la selva.

—¿Bill? —dijo Eddie, en voz baja.

—¿Qué?

—Yo creía que esto pasaba sólo en las películas, pero… —Rió un poco—. Tengo la sensación de que alguien está observándome.

—Oh, e-e-están allí, c-c-claro —dijo Bill.

Eddie miró a su alrededor, nervioso y apretó un poco más su tablero de parchís. Luego

11

La habitación de Eddie, 3.05 h.

abrió la puerta a un monstruo salido de una historieta de terror.

Ante sí tenía una aparición cubierta de sangre que sólo podía ser Henry Bowers. Parecía un cadáver vuelto de la tumba. Su cara era una helada máscara de brujo que representaba el odio y el asesinato. Tenía la mano derecha a la altura de la mejilla. Aun mientras Eddie abría mucho los ojos y comenzaba a tomar su primer aliento espantado, la mano se disparó hacia adelante haciendo centellear la hoja como si fuera de seda.

Sin pensar (no había tiempo; si se hubiese detenido a pensar habría muerto), Eddie dio un empujón a la puerta para cerrarla. El canto de la hoja dio contra el antebrazo de Henry desviando la trayectoria de la navaja que quedó a dos centímetros del cuello de Eddie.

Se oyó un crujido: el del brazo de Henry, apretado contra el marco. El hombre soltó un grito apagado y abrió la mano. La navaja cayó ruidosamente al suelo. Eddie le dio una patada arrojándola bajo el televisor.

Henry aplicó todo su peso contra la puerta. Pesaba unos cuarenta y cinco kilos más que Eddie, que se vio empujado hacia atrás como un muñeco hasta que sus rodillas chocaron contra la cama y cayó en ella. Henry entró en la habitación y cerró tras de sí echando el cerrojo, mientras su víctima se incorporaba con los ojos muy abiertos. La garganta ya empezaba a silbarle.

—Bueno, marica —dijo Henry.

Sus ojos bajaron momentáneamente al suelo buscando la navaja. No la vio. Eddie buscó a tientas en la mesita de noche y encontró una de las dos botellas de agua Perrier que había pedido antes. Era la que estaba llena; había bebido el contenido de la otra antes de ir a la biblioteca porque tenía los nervios destrozados y una fuerte acidez estomacal. El agua Perrier era muy buena para la digestión.

Cuando Henry, descartando la navaja perdida, echó a andar hacia él, Eddie manoteó por el cuello la botella verde, en forma de pera, y la estrelló contra el borde de la mesita. El agua mineral siseó en la superficie empapando casi todos los botes de píldoras que allí había.

Henry tenía la camisa y los pantalones pesados de sangre, fresca o medio seca. Su mano derecha pendía en un ángulo extraño.

—Grandísimo marica —dijo—. Ya te enseñaré yo a tirar piedras.

Se abalanzó sobre la cama y trató de agarrar a Eddie, que apenas comprendía lo que estaba ocurriendo. Sólo habían pasado cuarenta segundos desde que había abierto la puerta. Alzó la mano con el cuello de botella rota. El vidrio desgarró una lonja en la mejilla derecha de Henry y le perforó el ojo del mismo lado.

El demente soltó un grito afónico y se tambaleó hacia atrás. Un ojo pendía, suelto, en la cuenca, dejando escapar un fluido blanco amarillento. Su mejilla vertía sangre como una alegre fuente. El grito de Eddie sonó más potente. Se levantó de la cama y fue hacia Henry, quizá para ayudarlo (no estaba seguro), pero el herido volvió a arrojarse contra él. Eddie blandió la botella rota como si fuera una espada de esgrima; esa vez las puntas de vidrio verde penetraron profundamente en la mano izquierda de Henry aserrándole los dedos. Fluyó otra vez la sangre fresca. El loco emitió un sonido denso, ronco, casi como si se despejara la garganta y lanzó un manotazo. Eddie cayó hacia atrás y se golpeó contra el escritorio. Su brazo izquierdo quedó torcido a su espalda y recibió todo el peso de la caída. El dolor fue una llamarada súbita, mareante. Sintió que el hueso cedía a la altura de su vieja fractura y tuvo que apretar los dientes para contener el alarido.

Una sombra bloqueó la luz.

Henry Bowers estaba de pie ante él balanceándose atrás, hacia delante. Le fallaron las rodillas. Su mano izquierda goteaba sangre sobre la pechera de la bata que Eddie se había puesto.

El caído, al ver que las rodillas de Bowers se desencajaban del todo, apoyó contra el cuerpo el fragmento de botella con las puntas hacia arriba y la tapa contra su esternón. Henry cayó como un árbol, ensartándose en el vidrio. Eddie sintió que se le rompía en la mano; un nuevo relámpago de dolor rechinante le estremeció el brazo izquierdo, todavía torcido bajo el cuerpo. Algo caliente cayó sobre él en una cascada; tanto podía ser de Henry como la suya propia.

Bowers se retorcía como una trucha en tierra. Sus zapatos marcaron un ritmo casi sincopado en la alfombra. Eddie percibió su aliento hediondo. Lo vio ponerse rígido y rodar sobre sí con la botella grotescamente asomada en su parte media, la tapa hacia el techo, como si hubiera brotado allí.

Gug —dijo Henry.

Nada más. Clavó la vista en el techo. Eddie pensó que había muerto.

Luchando contra las oleadas de vértigo que trataban de cubrirlo y mantenerlo en el suelo, se incorporó sobre las rodillas y logró ponerse de pie. Se renovó el dolor de su brazo roto, que se balanceaba delante del cuerpo, y eso le despejó un poco la cabeza. Sibilante, luchando por respirar, avanzó hacia la mesita de noche. Recogió su inhalador, que estaba en un charco de agua gasificada; se lo llevó a la boca y apretó el gatillo. El sabor lo hizo estremecer, pero tomó otra bocanada. Después miró el cadáver tendido en la alfombra. ¿Era posible que ése fuera Henry? Lo era, sin duda. Envejecido, con más gris que negro en el pelo cortado a lo militar, ya gordo, pálido y fofo, pero era Henry. Y estaba muerto. Por fin, Henry…

Gug —dijo Henry repentinamente y se incorporó.

Sus manos se alzaron en zarpazos, como buscando asideros que sólo él podía ver. El ojo vaciado goteaba; el párpado inferior sobresalía sobre la mejilla como por un extraño embarazo. Miró en torno a sí, vio a Eddie acurrucado contra la pared y trató de levantarse.

Abrió la boca y despidió un torrente de sangre. Henry volvió a caer.

Con el corazón a toda marcha, Eddie manoteó el teléfono y no logró sino arrojarlo a la cama. Lo puso precipitadamente en su sitio y marcó el 0. El teléfono sonó una y otra vez.

Vamos —pensó Eddie—, qué están haciendo allá abajo, ¿rascándose? ¡Vamos, por favor, contestad ese maldito teléfono!

Sonaba y sonaba. Eddie no apartaba la vista de Henry temiendo que tratara de levantarse en cualquier momento. Cuánta sangre, por Dios, cuánta sangre.

—Recepción —dijo una voz soñolienta y resentida.

—Llame a la habitación del señor Denbrough —pidió Eddie—. Es urgente.

Con el otro oído estaba atento a las habitaciones contiguas. ¿Habrían hecho mucho ruido? ¿Y si alguien llamaba a la puerta para preguntar si tenía algún problema?

—¿Está seguro de que quiere llamar a esta hora? —preguntó el empleado—. Son las tres y diez de la madrugada.

—¡Sí, quiero llamar! —respondió Eddie, casi a gritos.

La mano que sostenía el auricular temblaba convulsivamente. En el otro brazo cantaba todo un nido de avispas. ¿Henry se había movido otra vez? No, seguro que no.

—De acuerdo —dijo el empleado—. No se ponga nervioso, amigo.

Se oyó un chasquido; luego, el áspero zumbar de un teléfono interno.

Vamos, Bill, vamos, ati…

De repente se le ocurrió un pensamiento horriblemente posible: ¿Y si Henry había visitado antes a Bill? ¿O a Richie? ¿A Ben, a Bev? ¿Y si Henry había hecho una visita a la biblioteca? Tenía que haber estado antes en otra parte; si alguien no hubiera ablandado a Henry, habría sido Eddie quien yaciera muerto en el suelo con una navaja brotándole del pecho, tal como la botella brotaba de su vientre. ¿Y si Henry había visitado primero a todos los otros, sorprendiéndolos medio dormidos, como a él? ¿Y si todos estaban muertos? Esa idea era tan horrible que Eddie tuvo ganas de aullar.

—Por favor, Bill —susurró—, por favor, contesta.

Alguien levantó el teléfono. La voz de Bill, extrañamente cautelosa, dijo:

—¿Ho-o-ola?

—Bill —dijo Eddie, casi balbuceando—. Bill, gracias a Dios.

—¿Eddie? —La voz de Bill se tornó momentáneamente débil; hablaba con otra persona; le estaba diciendo quién llamaba—. ¿Qué p-p-pasa, Eddie?

—Henry Bowers. —Eddie volvió a mirar el cadáver. ¿Había cambiado de posición? Esa vez no le fue tan fácil convencerse de que seguía igual—. Estuvo aquí… y lo he matado, Bill. Tenía una navaja. Creo… —Bajó la voz—. Creo que es la misma navaja de aquel día. El día en que bajamos a las cloacas. ¿Recuerdas?

—Re-recuerdo —dijo Bill, lúgubre—. Escúchame, Eddie. Quiero que…

12

Los Barrens, 13.55 h.

… v-v-vayas a de-decirle a B-b-en que v-v-venga.

—De acuerdo —respondió Eddie.

Y se quedó atrás de inmediato. Ya se estaban aproximando al claro. Retumbaban los truenos en el cielo cubierto, los matorrales suspiraban a impulsos de la brisa, cada vez más fuerte.

Ben se reunió con él cuando llegaba al claro. La trampilla del club estaba abierta; era un imposible cuadrado de negrura dentro del verde. El ruido del río sonaba muy claro y Bill tuvo, de pronto, una certeza descabellada: que estaba percibiendo ese sonido, experimentando ese lugar, por última vez en toda su infancia. Aspiró muy hondo oliendo la tierra, el aire y el hollín distante del vertedero que echaba humo como un volcán malhumorado, no decidido a entrar en erupción. Vio una bandada de pájaros que pasaba junto al puente del ferrocarril, rumbo a Old Cape. Levantó la vista hacia las nubes hirvientes.

—¿Qué pasa? —preguntó Ben.

—¿P-p-por qué n-no tratan d-de cog-gernos? —preguntó Bill—. E-están a-a-a-aquí. E-e-eddie est-estaba en lo ci-cierto. L-l-lo siento.

—Sí —confirmó Ben—. A lo mejor son tan estúpidos que creen que vamos a volver a la casita. Entonces nos tendrían atrapados.

—P-p-puede ser —dijo Bill.

Y se sintió súbitamente furioso, impotente por su tartamudez. Eso le impedía hablar deprisa. Tal vez, de cualquier modo, no habría podido decir lo que deseaba: que le parecía poder ver las cosas con los ojos de Henry Bowers; que él y Henry, aunque en bandos opuestos, peones dominados por fuerzas adversarias, habían llegado a intimar.

Henry quería que ellos presentaran pelea.

Eso quería que ellos presentaran pelea.

Y perecieran.

Una helada explosión de luz blanca pareció llenarle la cabeza. Serían víctimas del asesino que acechaba en Derry desde la muerte de George, los siete. Tal vez los cadáveres aparecieran, tal vez no. Todo dependía de que Eso pudiera o quisiera defender a Henry… y, en menor grado, a Belch y a Victor. Sí. Para el mundo exterior, para el resto de esta ciudad, seremos víctimas del asesino. Y es correcto, aunque parezca curioso; es correcto. Eso quiere que muramos. Henry es la herramienta para conseguirlo, para que Eso no tenga que dar la cara. Creo que yo seré el primero, Beverly y Richie podrían mantener unidos a los otros o Mike, pero Stan está asustado y Ben lo mismo, aunque me parece que él es más fuerte que Stan. Y Eddie tiene un brazo fracturado. ¿Por qué los traje aquí abajo? Cielos, ¿por qué?

—¿Bill? —inquirió Ben, ansioso.

Los otros se reunieron con ellos junto a la casita. Volvió a estallar un trueno; los matorrales susurraban con más intensidad. Los cañaverales repiqueteaban en la mortecina luz de la tormenta.

—Bill…

—Ahora, Richie.

—¡Chist!

Los otros, intranquilos, guardaron silencio bajo su mirada ardorosa, como perseguida por fantasmas. Bill miraba fijamente los matorrales, el sendero que serpenteaba por entre ellos rumbo a Kansas Street. De pronto, su mente subió otro punto como hacia un plano superior. Ya no tartamudeaba en su cerebro; era como si sus pensamientos volaran llevados por una loca intuición… como si todo viniera a él.

George en un extremo. Yo y mis amigos en el otro. Y entonces todo cesará

(otra vez)

otra vez, sí, otra vez, porque esto ha ocurrido antes y siempre debe haber un sacrificio al final, alguna cosa terrible que le ponga fin, no sé cómo sé todo esto pero lo sé… y ellos…, ellos…

—Permiten q-q-que pase —murmuró Bill, mirando con ojos muy abiertos aquel sendero que parecía una cola de cerdo—. Se-se-seguro.

—¿Bill? —preguntó Bev, suplicante.

Tenía a Stan a un lado, menudo y pulcro, con su camisa azul y sus pantalones chinos. Al otro, a Mike, que miraba a Bill intensamente, como si le leyera los pensamientos.

Todos permiten que pase, siempre es así y la cosa se acalla, todo sigue, Eso… Eso…

(duerme)

Duerme…, o hiberna como un oso…, y luego todo vuelve a empezar, y ellos lo saben…, la gente sabe…, sabe que debe ser así para que ESO pueda existir.

—L-l-l…

¡Oh Dios por favor por favor golpea exhausto el poste por favor déjame decir esto tosco y recto e insiste oh, Dios oh Jesús OH POR FAVOR NECESITO HABLAR!

—Os tra-traje aq-aquí p-p-porque n-no hay ni-ni-ningún l-lugar s-s-s-seguro —dijo. La saliva se le escapaba de los labios; se la limpió con el dorso de la mano—. D-d-d-Derry es Eso. ¿C-comprendéis? —Los fulminó con la mirada; ellos se apartaron un poco ante esos ojos brillantes, aterrorizados—. D-D… ¡Derry es Eso! P-podemos ir a c-c-cualquier pa-parte… c-c-cuando E-E-Eso n-n-nos atr-rape, n-nadie v-v-verá nnnada, na-na-nadie oirá nad-nada, na-nadie se d-d-dará cu-cu-cuenta. —Los miró, casi suplicante—. ¿C-c-comp-comprendéis cómo es? S-s-ssólo nos qu-queda t-t-tratar de te-te-terminar con l-l-lo que emp-empezamos.

Beverly vio al señor Ross levantarse y, mirándola, plegar su diario para entrar, sencillamente, en la casa. Nadie verá nada, nadie oirá nada, nadie se dará cuenta. Y mi padre

(quítate los pantalones)

había querido matarla.

Mike recordó su almuerzo con Bill. La madre de su amigo, perdida en su propio mundo de sueños, como si no viera a ninguno de los dos, se había quedado leyendo una novela de Henry James mientras los chicos hacían sándwiches para devorarlos de pie ante la mesa. Richie recordó la casa de Stan, limpia, pero completamente desierta. Stan se había llevado una pequeña sorpresa pues su madre casi siempre estaba en casa a la hora del almuerzo y, en las pocas ocasiones en que se ausentaba, no olvidaba dejar una nota diciendo a dónde podría buscarla. Faltaba el coche; eso era todo. «Probablemente fue de compras con su amiga Debora», comentó Stan, con el ceño algo fruncido mientras se dedicaba a preparar sándwiches de huevo. Richie lo había olvidado hasta ese momento. Eddie pensó en su madre, que lo había visto salir con su tablero de parchís sin repetir ninguna de las advertencias acostumbradas: «Ten cuidado, Eddie, busca refugio si llueve, no vayas a jugar brusco, Eddie». No le había preguntado si llevaba el inhalador, no le había indicado a qué hora debía regresar a casa ni lo había prevenido contra «esos chicos rudos con los que vas». Simplemente había seguido mirando su telenovela como si él no existiera.

Como si él no existiera.

Una versión del mismo pensamiento pasó por la mente de los seis: en algún momento, entre la mañana y la hora del almuerzo, habían dejado de existir convertido en simples fantasmas.

Fantasmas.

—Bill —dijo Stan, ásperamente—, ¿y si cruzamos? ¿Por Old Cape?

Bill meneó la cabeza.

—N-n-no creo. Q-q-qued-quedaríamos at-t-t-trapados en el ba-bambú…, el p-p-pantano… o hab-habría p-p-pirañas de v-v-verdad en el K-K-kend-d-d-duskeag… O a-a-algo a-así.

Cada uno imaginó el mismo fin a su modo. Ben vio arbustos que, de pronto, se convertían en plantas carnívoras. Beverly vio sanguijuelas voladoras, como las que habían salido de aquella vieja nevera. Stan vio que la tierra lodosa del cañaveral vomitaba los cadáveres vivientes de niños atrapados en la famosa ciénaga. Mike Hanlon imaginó pequeños reptiles con horribles dientes aserrados que brotaban súbitamente por la grieta de un árbol hendido, atacándolos para hacerlos pedazos. Richie vio el Ojo Reptante que caía sobre ellos desde el puente de ferrocarril. Y Eddie imaginó al grupo trepando por el terraplén de Old Cape, sólo para encontrarse, al llegar a la cima, con el leproso cuya piel floja hervía de escarabajos y gusanos.

—Si pudiéramos salir de la ciudad… —murmuró Richie.

Hizo una mueca dolorida, mientras un trueno le gritaba su furiosa negativa desde el cielo. Llovió otro poco. Por el momento, apenas eran chubascos, pero pronto se iniciaría algo más serio, verdaderos torrentes. La calinosa paz del día ya había desaparecido por completo, como si nunca hubiera existido.

—Si pudiéramos salir de esta maldita ciudad —concluyó—, estaríamos a salvo.

Beverly empezó a decir:

—Bip-b…

Y una roca surgió de entre los matorrales alcanzando a Mike en un costado de la cabeza. El chico retrocedió, tambaleándose, manando sangre por su densa gorra de motas. Habría caído si Bill no lo hubiera sujetado.

—¡Ya te enseñaré yo a tirar piedras! —La voz de Henry llegó hasta ellos, burlona.

Bill vio que los otros miraban alrededor con ojos desorbitados, listos para huir en seis direcciones diferentes. Si lo hacían, aquello era cosa terminada.

—¡B-b-ben!

Ben lo miró.

—Tenemos que huir, Bill. Están…

Otras dos piedras salieron lanzadas de los matorrales. Una golpeó a Stan en el muslo, arrancándole un grito, más de sorpresa que de dolor. Beverly esquivó la segunda piedra, que rebotó en el suelo y pasó por la trampilla.

—¿Re-recuerdas e-e-el pr-primer día que e-e-estuviste aq-quí —gritó Bill para hacerse oír por encima del trueno—, cuc-cuándo t-terminaron las cla-cla-clases?

—¡Bill! —gritó Richie.

Bill lo silenció con un ademán de la mano; sus ojos permanecían fijos en Ben, como clavándolo en su sitio.

—Claro —dijo Ben, tratando, angustiado, de mirar a todas partes al mismo tiempo.

Los arbustos ondulaban ya salvajemente, casi como por impulso de un oleaje.

—El de-de-desagüe —dijo Bill—. La e-e-est-estación de b-bombeo. P-por ahí deb-debemos en-entrar. ¡Llévanos!

—Pero…

—¡Llé-llévanos!

De entre los arbustos surgió una fusilada de piedras. Por un momento, Bill vio la cara de Victor Criss, como asustada, drogada y ávida, todo a un tiempo. De inmediato, una piedra le golpeó en el pómulo, entonces le tocó a Mike sostener a Bill para que no cayera. Por un momento no pudo ver claro. Sentía la mejilla entumecida. Por fin recuperó la sensibilidad en dolorosos latidos y sintió que la sangre le corría por la cara. Se limpió la mejilla, haciendo una mueca al tocar el doloroso bulto que se estaba levantando allí. Miró la sangre y se limpió las manos en los vaqueros. El viento fresco le enredó el pelo.

—¡Así aprenderás a tirar piedras, jodido tartamudo! —gritó Henry, medio riendo.

—¡Ll-llé-llévanos! —chilló Bill.

Ahora comprendía por qué había enviado a Eddie en busca de Ben. Era a esa estación de bombeo adonde tenía que ir, esa misma y sólo Ben sabía exactamente cuál era; había varias en ambas riberas del Kenduskeag a intervalos irregulares.

—¡É-é-ése es el lug-lugar! ¡La ent-entrada! ¡El m-m-modo de lle-llegar a Eso!

—¡Bill, no puedes saber semejante cosa! —gritó Beverly.

Él vociferó, furioso:

—¡Lo sé!

Ben tardó un instante, humedeciéndose los labios, con la vista fija en Bill. Por fin partió a toda carrera por el claro encaminándose al río. Un relámpago brillante cruzó el cielo, blanco y purpúreo, seguido por un trueno desgarrado que hizo vacilar a Bill sobre sus pies. Un fragmento de piedra del tamaño de un puño pasó junto a su nariz y dio contra las nalgas de Ben. El chico chilló de dolor y se llevó la mano al trasero.

—¡Toma ya, gordo! —gritó Henry, con la misma voz entre risueña y vociferante. Los arbustos susurraron. Henry apareció en el momento en que la lluvia dejaba de amenazar para convertirse en un verdadero diluvio. El agua le corría por el pelo muy corto entrándole en los ojos, bañándole las mejillas. Su sonrisa mostraba todos los dientes—. Así aprenderás a tirar p…

Mike había encontrado uno de los pedazos de madera que habían sobrado al hacer la trampilla. Arrojado con fuerza, dio dos vueltas en el aire y golpeó a Henry en la frente. El chico soltó un grito dándose una palmada en ese sitio como quien ha tenido una idea brillante, y cayó sentado.

—¡Co-co-corred! —aulló Bill—. ¡Se-se-seguid a B-b-ben!

Más manoteos y tropezones entre los matorrales. Mientras el resto de los Perdedores corría tras Ben Hanscom, aparecieron Victor y Belch. Henry se levantó y los tres iniciaron la persecución.

Aún más adelante, cuando Ben hubo recordado el resto del día, de la carrera entre los matorrales sólo conservaba una serie de imágenes confusas. Recordaba ramas sobrecargadas de hojas chorreantes que le golpeaban la cara duchándolo con agua fría; recordaba que los truenos y los relámpagos parecían interminables. Y recordó también que los gritos de Henry, ordenándole volver y pelear, parecían mezclarse con el ruido del Kenduskeag al que se acercaban. Cada vez que aminoraba la marcha, Bill le daba una palmada en la espalda para obligarlo a darse prisa.

¿Y si no la encuentro? ¿Y si no puedo hallar esa estación de bombeo en especial?

El aliento le desgarraba los pulmones, calientes y con sabor a sangre. Una punzada se le estaba hundiendo en el costado. Sus nalgas cantaban allí donde había golpeado la piedra. Beverly había dicho que Henry y sus amigos querían matarlos, y ahora Ben le creía, sí, sin duda.

Llegaron a la orilla del Kenduskeag tan repentinamente que él estuvo a punto de caer por el borde. Logró no perder el equilibrio, pero el terraplén, socavado por la inundación de primavera, se derrumbó y lo hizo rodar, de cualquier modo, hasta el borde de la corriente precipitada. La camisa se le enroscó hasta el cuello dejando que el lodo se le pegara a la piel.

Bill cayó sobre él y lo levantó de un tirón. Los otros lo siguieron, asomando entre los arbustos que cubrían el terraplén. Richie y Eddie fueron los últimos. Richie sostenía al enyesado por la cintura; las gafas se sostenían precariamente en la punta de la nariz.

—¿Ad-ad-adónde? —gritó Bill.

Ben miró a izquierda y derecha, consciente de que el tiempo era criminalmente corto. El río ya parecía más crecido y el cielo, oscurecido por la lluvia, le había dado un peligroso gris pizarra. Sus orillas estaban sofocadas por la maleza y por árboles achaparrados, que bailaban al compás del viento. Oyó que Eddie sollozaba, tratando de respirar.

—¿Ad-ad-adónde?

—No lo s… —comenzó.

Y entonces vio el árbol inclinado y el hueco abierto abajo por la erosión. Allí se había escondido aquella primera vez. Después de dormitar sin darse cuenta, había oído las voces de Bill y Eddie. Y después habían llegado los gamberros. Vamos, chicos, era un diquecito de mierda.

—¡Por allí! —gritó.

Se encendió otro rayo y entonces Ben pudo oírlo: era un zumbido, como el de un transformador Lionel sobrecargado. Cayó en el árbol. Unos fuegos blanquiazulados chisporrotearon en la base retorcida reduciéndola a astillas y palillos de dientes para gigantes. El árbol cayó hacia el río con un estruendo ensordecedor levantando una alta llovizna. Ben aspiró bruscamente, horrorizado, oliendo algo caliente y demencial. Una centella subió por el tronco del árbol caído, pareció cobrar más brillo y se apagó. Estalló un trueno, no ya sobre ellos sino alrededor, como si se encontraran en el centro mismo de la tormenta. La lluvia caía en torrentes.

Bill lo golpeó en la espalda arrancándolo de esa deslumbrada contemplación de las cosas.

—¡Va-va-vamos!

Ben obedeció chapoteando a lo largo del río con el pelo en los ojos. Llegó al árbol (la pequeña cueva entre las raíces había sido aniquilada) y trepó por él clavando los pies en la corteza húmeda, que le despellejó manos y brazos.

Bill y Richie auparon a Eddie a viva fuerza. Ben lo sujetó cuando caía al otro lado. Los dos rodaron por el suelo y Eddie dio un grito.

—¿Estás bien? —preguntó Ben, a todo pulmón.

—Creo que sí —fue la respuesta.

Eddie se levantó y cogió su inhalador, pero se le escurrió de la mano. Ben lo atrapó en el aire. Su amigo, con una mirada agradecida, se lo llevó a la boca para tomar un resuello.

Richie pasó también. Le siguieron Stan y Mike. Bill subió a Beverly al tronco para que Ben y Richie la sostuviesen por el otro lado. La niña cayó con el pelo aplastado contra la cabeza y los vaqueros azules ya negros.

Bill fue el último. Subió al tronco y pasó las piernas al otro lado. Entonces vio que Henry y los otros dos venían chapoteando hacia ellos. Al deslizarse al suelo por el lado opuesto, gritó:

—¡Pi-pi-piedras! ¡Tirad piedras!

Las había en abundancia allí en la ribera y el tronco caído constituía una barricada perfecta. En un par de segundos, los siete estaban arrojando piedras contra Henry y sus amigos, que ya estaban muy cerca del árbol. Era como disparar a quemarropa. El enemigo tuvo que retirarse chillando de dolor y de ira, golpeados en la cara, el pecho, los brazos y las piernas.

—¿Por qué no nos enseñáis a tirar piedras? —los desafió Richie, mientras arrojaba una del tamaño de un huevo hacia Victor. Dio contra su hombro y rebotó casi verticalmente. El matón dio un grito—. ¡Uau! ¡Ven a enseñarnos, chaval, que aquí aprendemos rápido!

—¡Yiiiiaaaaaá! —aulló Mike—. ¿Os gusta? ¿Os gusta esto?

La respuesta no fue gran cosa. Los gamberros retrocedieron hasta estar fuera del alcance y se arracimaron. Un momento después, trepaban el terraplén, resbalando y tropezando en la tierra húmeda que ya estaba perforada por pequeños arroyuelos, sosteniéndose de las ramas para no caer.

Desaparecieron entre los matorrales.

—Van a dar un rodeo para alcanzarnos por detrás, Gran Bill —señaló Richie, ajustándose las gafas.

—N-n-no imp-importa —dijo Bill—. Si-sigue, B-B-ben.

Ben trotó a lo largo del terraplén. Se detuvo temiendo que Henry y los otros surgieran ante sus narices en cualquier momento y vio la estación de bombeo veinte metros más adelante. Los otros lo siguieron hasta allí. Había otros cilindros en la ribera opuesta; uno estaba bastante cerca; el otro, cuarenta metros corriente arriba. Esos dos estaban arrojando torrentes de agua lodosa al Kenduskeag, pero del caño que sobresalía en la ribera, debajo del que tenían delante, sólo caía un chorrito. Y tampoco zumbaba. Ben se dio cuenta de que la maquinaria de bombeo estaba estropeada.

Miró a Bill, pensativo… y algo asustado.

Bill miraba a Richie, a Stan, a Mike.

—T-t-tenemos que sa-sa-sacar la t-t-tapa —dijo—. Ay-yu-Ayudadme.

La tapa de hierro tenía asas, pero la lluvia las había hecho resbaladizas; además, era increíblemente pesada. Ben se puso junto a Bill que corrió un poquito las manos para abrirle espacio. El chico oía que el agua goteaba dentro con un ruido desagradable, lleno de ecos, como el del agua que cae en un pozo.

—¡Y-ya! —gritó Bill.

Los cinco tiraron al unísono y la tapa se movió con un desagradable chirrido.

Beverly se puso junto a Richie. Eddie aplicó su brazo sano.

—Uno, dos, tres, ¡empujad! —ordenó Richie.

La tapa chirrió un poco más, deslizándose del cilindro, y dejó al descubierto una media luna de oscuridad.

—Uno, dos, tres, ¡empujad!

La media luna creció.

—Uno, dos, tres, ¡empujad!

Ben empujó hasta que aparecieron puntos rojos en su visión.

—¡Apartaos! —gritó Mike—. ¡Allá va!

Se apartaron mientras la gran tapa circular perdía el equilibrio y caía. Cavó un tajo en la tierra mojada y aterrizó invertida, dejando escurrir los escarabajos de su cara inferior que se refugiaron en el pasto.

—Ajj —dijo Eddie.

Bill echó un vistazo al interior. Había peldaños de hierro que descendían a un estanque circular de agua negra cuya superficie estaba poceada por la lluvia. La silenciosa bomba cavilaba en medio de todo eso, semisumergida. Bill vio que el agua fluía hacia la estación de bombeo desde la boca de la tubería de entrada. Con una sensación de oquedad en las entrañas, pensó: Y por aquí tenemos que entrar. Por aquí.

—E-e-eddie, su-sujétate a m-m-mí.

Eddie lo miró, sin comprender.

—Aúp-aúpate. T-t-te sost-t-tienes con el bra-con el brazo sano.

E hizo una demostración. Eddie comprendió, pero se mostró reacio.

—Rápido —le espetó Bill—. ¡Ya v-v-vienen!

Eddie rodeó el cuello de Bill. Stan y Mike lo impulsaron hacia arriba para que pudiera ceñir las piernas a la cintura de su amigo. Cuando Bill se introdujo, torpemente, por la boca del cilindro, Ben notó que Eddie tenía los ojos fuertemente cerrados.

Sobre el ruido de la lluvia se oía otro: ramas azotadas, tronquitos rotos, voces. Henry, Victor y Belch. La carga de la caballería más fea del mundo.

Bill aferró el tosco borde del cilindro y se dejó caer tanteando cuidadosamente cada peldaño. Estaban resbaladizos. Eddie estaba ahogándolo. Resultaba una demostración bastante gráfica de lo que debía de ser el asma.

—Tengo miedo —susurró Eddie.

—Yo-yo también.

Soltó el borde de cemento y se sujetó del primer peldaño. Aunque Eddie lo asfixiaba y parecía haber aumentado veinte kilos, se detuvo un momento para mirar Los Barrens, el Kenduskeag, las nubes lanzadas a toda velocidad. Una voz interior (sin miedo, firme) le indicaba que mirase bien por si jamás volvía a ver el mundo de arriba.

Miró. Luego inició el descenso con Eddie aferrado a su espalda.

—No puedo más —balbuceó Eddie.

—Ya f-f-falta poco.

Uno de los pies de Bill tocó agua helada. Buscó el peldaño siguiente y lo encontró. Había otro más. Después terminaba la escalerilla. Quedó hundido hasta la rodilla en el agua, junto a la bomba.

Miró hacia la boca del cilindro. Estaba unos tres metros por encima de su cabeza. Los otros, agrupados alrededor de ella, miraban hacia abajo.

—¡Ba-ba-bajad! —gritó—. ¡De-de uno en uno! ¡Daos pr-risa!

Beverly fue la primera. Stan la siguió. Después bajaron los otros. Richie, el último, esperó para ver el avance de Henry y sus amigos. Por el ruido que hacían, se le ocurrió que pasarían algo más a la izquierda, no tanto como para que el resultado cambiase.

En ese momento, Victor aulló:

—¡Henry! ¡Allá! ¡Tozier!

Henry los vio correr en su dirección. Victor iba adelante, pero Henry le dio un empujón tal que lo arrojó de rodillas. Llevaba un arma blanca, sí, una navaja bastante grande de la que caían gotas de agua.

Richie miró hacia el interior del cilindro. Ben y Stan estaban ayudando a Mike a abandonar la escalerilla. Él también franqueó el borde. Henry, al comprender lo que estaba haciendo, le gritó. Richie, con una risa salvaje, plantó la mano izquierda en la articulación del brazo derecho y levantó el puño hacia arriba en el gesto que quizá sea el más antiguo del mundo. Para asegurarse de que Henry comprendiera bien, levantó el dedo medio.

—¡Morirás ahí abajo! —aulló Henry.

—¡Demuéstralo! —desafió Richie, riendo. Estaba aterrorizado ante la perspectiva de bajar por esa garganta de cemento, pero no podía dejar de reír. Y trompeteó con la voz de policía irlandés—: ¡Jesús, María y José! ¡La suerte de los irlandeses no se acaba nunca, mi buen amigo!

Henry resbaló en la hierba mojada y cayó sobre el trasero, espatarrado, a seis metros de donde estaba Richie con el pie en el primer peldaño y el torso fuera.

—¡Eh, talón de plátano! —gritó, delirante de triunfo, antes de bajar velozmente por la escalerilla.

Estuvo a punto de caer por lo resbaladizo de esos peldaños, pero Bill y Mike lo sujetaron. Se encontró hundido en el agua hasta las rodillas; los otros formaban un círculo alrededor de la bomba. Temblaba de pies a cabeza; estremecimientos fríos y calientes se perseguían por su espalda. Y aún no podía dejar de reír.

—Si lo hubieses visto, Gran Bill, más torpe que nunca… No puede abandonar esa maldita costumbre de…

La cabeza de Henry apareció en la abertura circular, llena de arañazos y magulladuras. Sus ojos echaban chispas.

—¡Mamones! —bramó—. ¡Ahora bajo! Ahora veréis lo que es bueno.

Pasó una pierna por el borde y buscó con el pie el primer peldaño. Al encontrarlo, pasó la otra.

Bill, en voz bien alta, ordenó:

—Cu-cu-cuando esté b-b-bastante ce-cerca, lo ag-ag-agarramos entrrre to-todos. L-lo t-t-tiramos abajo y lo hu-hundimos. ¿En-n-ntendi-dido?

—Entendido, jefe —dijo Richie y le hizo el saludo militar con una mano temblorosa.

—Entendido —dijo Ben.

Stan hizo un guiño a Eddie, que no entendía lo que estaba pasando… salvo, tal vez, que Richie se había vuelto loco. Reía como chiflado mientras Henry Bowers, el temido Henry Bowers, bajaba para matarlos a todos como a ratas en un barril.

—¡Todos listos para atraparlo, Bill! —gritó Stan.

Henry quedó petrificado en el tercer peldaño. Miró a los Perdedores por encima del hombro. Por primera vez, su cara parecía expresar dudas.

Y de pronto Eddie comprendió: si bajaban, tendrían que hacerlo de uno en uno. Había demasiada altura para descolgarse de un salto, sobre todo considerando que aterrizarían sobre la maquinaria de bombeo. Y allí estaban los siete, esperando, en un círculo cerrado.

—Ba-ba-baja, He-Henry —invitó Bill, simpático—. ¿A q-q-qué esp-esperas?

—Claro —gorjeó Richie—. ¿No te gusta pegarles a los más pequeños? Baja, Henry.

—Estamos esperando, Henry —agregó Bev dulcemente—. No creo que te guste, cuando llegues abajo, pero si quieres, baja.

—A menos que seas un gallina —agregó Ben. Y empezó a cloquear.

Richie lo imitó inmediatamente. Un momento después, todos cloqueaban. Aquel cacareo burlón reverberó entre las paredes húmedas y chorreantes. Henry los miraba con la navaja aferrada en la mano izquierda y la cara del color de los ladrillos viejos. Aguantó unos treinta segundos y volvió a subir. Los Perdedores lo despidieron con silbidos e insultos.

—B-b-bueno —dijo Bill, en voz baja—. Va-vamos p-por e-e-esa tu-tu-tubería. Pronto.

—¿Por qué? —preguntó Beverly.

Bill se ahorró el esfuerzo de explicárselo porque Henry reapareció en el borde del cilindro y dejó caer una piedra del tamaño de un balón de fútbol. Beverly soltó un alarido y Stan empujó a Eddie contra el muro circular con un grito ahogado. La roca golpeó contra la herrumbrada maquinaria produciendo un sonido musical. Rebotó a la izquierda y chocó contra el muro de cemento, pasando a un palmo de Eddie. Un fragmento de cemento se le clavó dolorosamente en la mejilla. Por fin, la piedra cayó en el agua con un chapoteo.

—¡Rá-rá-rápido! —gritó Bill, otra vez, y todos se arracimaron contra la tubería de ingreso. Medía un metro y medio de diámetro, aproximadamente. Bill hizo que todos entraran uno a uno (una vaga imagen circense: todos los payasos amontonados en un coche pequeñito, pasó por su conciencia en un destello meteórico; años más tarde usaría esa misma imagen en un libro titulado Los rápidos negros). Fue el último en subir después de haber esquivado otra piedra. Ante la vista del grupo cayeron más proyectiles que rebotaron contra la bomba en ángulos extraños.

Cuando las piedras dejaron de caer, Bill miró hacia fuera y vio que Henry bajaba otra vez por la escalerilla a toda prisa.

—¡Cogedlo! —gritó a los otros.

Richie, Ben y Mike asomaron tras él. Richie saltó a buena altura y sujetó a Henry por el tobillo. El matón, soltando una maldición, sacudió la pierna como si tratase de sacudirse un perrito de dientes afilados. Richie se cogió de un peldaño para subir un poco más y logró hundir los dientes en el tobillo de Henry. El otro dio un grito y subió deprisa. Uno de sus mocasines cayó al agua, hundiéndose en el acto.

—¡Me ha mordido! —gritaba Henry—. ¡Ese malnacido me ha mordido!

—Sí, y para tu suerte en primavera me pusieron la antitetánica —contestó Richie.

—¡Aplastadlos! —ordenó Henry, delirante—. ¡Hacedlos puré, devolvedlos a la edad de piedra, aplastadles los sesos!

Volaron más piedras. Los chicos retrocedieron velozmente hacia la tubería. Mike recibió un cascote en el brazo y se lo apretó con fuerza haciendo una mueca de dolor hasta que el ardor fue cediendo.

—Estamos empatados —observó Ben—. Ellos no pueden bajar y nosotros no podemos subir.

—E-e-es que no deb-debemos subir —apuntó Bill, en voz baja— y todos vosotros lo sabéis. S-s-s-se su-su-supone que no sald-d-dremos de a-a-aquí.

Todos lo miraron, doloridos de ojos, temerosos. Nadie dijo nada.

La voz de Henry, disfrazando la ira de burla, flotó hacia abajo:

—¡Podemos esperar todo el día, niñatos!

Beverly había girado en redondo y estaba mirando hacia el interior de la tubería. La luz se perdía muy pronto y no se distinguía demasiado. Se trataba de un túnel de hormigón lleno hasta la tercera parte de agua precipitada. Notó que ahora llegaba más arriba que cuando habían entrado. Eso se debía a que, por no funcionar la bomba, sólo parte del agua caía al Kenduskeag. Sintió una punzada de claustrofobia en la garganta que le convirtió la carne en una especie de franela. Si el agua seguía ascendiendo, todos se ahogarían.

—¿Es preciso, Bill?

Él se encogió de hombros. Eso lo decía todo. Sí, era preciso. ¿Qué remedio cabía? ¿Dejarse matar en Los Barrens por Henry, Victor y Belch? ¿O por alguna otra cosa, tal vez peor, en la ciudad? Ella comprendió, por fin, La idea; los hombros de Bill no habían tartamudeado al encogerse. Era mejor ir en busca de Eso. De frente, como en una película de vaqueros. Era más limpio, más valiente.

Richie dijo:

—¿Cómo se llamaba ese rito del que nos hablaste, Gran Bill? El que leíste en el libro de la biblioteca.

—Ch-Ch-Chüd —dijo Bill, sonriendo.

—Chüd —asintió Richie—. Uno muerde la lengua de Eso y Eso te muerde la tuya. ¿No es así?

—S-s-sí.

—Y después se cuentan chistes.

Bill asintió.

—Qué curioso —comentó Richie, mirando hacia la larga tubería—. No se me ocurre ninguno.

—A mí tampoco —dijo Ben.

Sentía un miedo pesado en el pecho, casi sofocante. Lo único que le impedía sentarse en el agua para llorar como un bebé o volverse, simplemente, loco, era la presencia tranquila y segura de Bill… y Beverly. Preferiría morir antes que revelar ante Beverly lo asustado que estaba.

—¿Sabes adónde lleva esta tubería? —preguntó Stan a Bill.

El chico negó con la cabeza

—¿Sabes cómo encontrar a Eso?

Bill volvió a negar con la cabeza.

—Cuando estemos cerca nos daremos cuenta —dijo Richie, súbitamente. Aspiró hondo, estremecido—. Si hay que hacerlo, vamos de una vez.

Bill asintió.

—Yo i-i-iré delante. Después, Eddie. Ben-Ben. B-b-bev. St-a-an, el G-galán. M-M-Mike. Tú atrás, Ri-Richie. C-ca-cada u-u-uno con la m-mano en el ho-o-ombro del q-que v-v-va d-delante. Está o-o-oscuro.

—¿Vais a salir de una puta vez? —chilló Henry Bowers, desde arriba.

—Por alguna parte saldremos —murmuró Richie—, supongo.

Formaron como una procesión de ciegos. Bill echó una mirada hacia atrás, para confirmar que cada uno tuviese una mano en el hombro del precedente. Luego, agachando un poco la cabeza contra la fuerza de la corriente, inició la marcha en la oscuridad por donde se había ido, casi un año antes, el barquito de papel que había hecho para su hermano.