Al terminar, Eddie se sirve otra copa con una mano no del todo firme. Mira a Beverly y dice:
—Tú viste a Eso, ¿verdad? Lo viste coger a Patrick Hockstetter, el día después de que todos me firmaron el yeso.
Los otros se inclinan hacia adelante.
Beverly se echa el pelo hacia atrás, en una nube rojiza. Por debajo, su rostro luce extraordinariamente pálido. Saca a tientas otro cigarrillo del paquete, el último, y acciona su encendedor. Parece incapaz de guiar la llama hasta la punta del cigarrillo. Al cabo de un momento, Bill le sujeta la muñeca con firmeza, aunque sin apretar y aplica la llama al lugar debido. Beverly le dirige una mirada agradecida y exhala una nube de humo azul grisáceo.
—Sí —dice—. Aquello ocurrió ante mi vista.
Y se estremece.
—Él estaba lo-lo-loco —dice Bill. Y piensa: El solo hecho de que Henry fuese con un chiflado como Patrick Hockstetter al avanzar el verano… es revelador, ¿no? O Henry estaba perdiendo parte de su encanto, de su atractivo, o su propia demencia había progresado tanto que el chico Hockstetter le parecía normal. Ambas cosas llevan a lo mismo: la creciente… ¿degeneración, la llamaríamos?, de Henry. ¿Sirve esa palabra? Sí, teniendo en cuenta lo que le sucedió y dónde terminó.
Hay otra cosa que apoya esa idea, se dice Bill, pero todavía la recuerda apenas vagamente. Él, Richie y Beverly bajaron al local de Tracker Hermanos a principios de agosto; los cursos de verano que habían mantenido a Henry más o menos lejos de ellos estaban a punto de terminar. ¿Y Victor Criss no había ido a hablarles? Sí, en efecto. Por entonces las cosas se acercaban rápidamente a su fin y Bill piensa que todos los chicos de Derry lo presentían; más que nadie, los Perdedores y el grupo de Henry. Pero eso había sido después.
—Oh, sí, en eso tienes razón —dice Beverly, secamente—. Patrick Hockstetter estaba chiflado. Ninguna de las chicas quería sentarse a su lado en la escuela. Una estaba tranquilamente sentada, haciendo sus tareas y de pronto sentía una mano… casi tan liviana como una pluma, pero caliente y sudorosa. Carnosa. —Traga saliva y su garganta emite un pequeño chasquido. Los otros la observan con solemnidad, alrededor de la mesa—. Una la sentía en el costado o sobre el pecho. Claro que ninguna de nosotras tenía mucho pecho por aquel entonces. Pero a Patrick no parecía interesarle eso… Una sentía ese… contacto y se apartaba con un movimiento brusco, volviéndose. Y allí estaba Patrick, sonriente, con sus grandes labios gomosos. Tenía una caja para lápices…
—Llena de moscas —dice Richie bruscamente—. Ya sé. Las mataba con una regla grande, verde, y las guardaba en su caja de lápices. Hasta recuerdo cómo era esa caja: roja, con una tapa de plástico con ondas blancas que se abría deslizándose.
Eddie asiente.
—Una se apartaba. Y él, con una gran sonrisa, solía abrir la caja de lápices para que uno pudiese ver esas moscas muertas —prosigue Beverly—. Y lo peor, lo más horrible, era el modo en que sonreía, siempre sin decir nada. La señora Douglas lo sabía, porque Greta Bowie lo había delatado, y creo que también Sally Mueller dijo algo, una vez. Pero… creo que la señora Douglas también le tenía miedo.
Ben se mece hacia atrás, sobre las patas traseras de la silla, con las manos entrelazadas detrás del cuello. Beverly no puede creer que esté tan delgado.
—Estoy seguro de que tienes razón —dice él.
—¿Q-q-qué le p-pasó, Be-beverly? —pregunta Bill.
Ella vuelve a tragar saliva, tratando de luchar contra el poder de pesadilla de lo que vio aquel día, en Los Barrens. Iba con sus patines atados y colgados del cuello sintiendo todavía una punzada en la rodilla que se había golpeado al caer en el pasaje Saint Crispin, otra de las cortas calles arboladas que terminaban, sin salida, allí donde la tierra descendía —y desciende— abruptamente hacia Los Barrens. Recuerda (oh, qué claros y potentes son esos recuerdos cuando vienen) que llevaba puestos unos pantaloncitos cortos, demasiado cortos, en realidad, porque apenas le cubrían el elástico de las bragas. En el último año transcurrido había cobrado mayor conciencia de su cuerpo; en los últimos seis meses, mejor dicho, a medida que sus curvas se acentuaban y se tornaban más femeninas. Uno de los motivos de esa mayor consciencia era el espejo, por supuesto, pero no el principal; el principal era que su padre parecía más áspero, en los últimos tiempos; tendía más a abofetearla, hasta a pegarle con el puño. Parecía inquieto, casi enjaulado, y ella se ponía cada vez más nerviosa cuando lo tenía cerca. Era como si entre los dos provocasen, cierto olor, un olor que no existía cuando ella estaba sola en el apartamento, un olor que no había existido antes, antes de ese verano. Y cuando mamá no estaba todo era peor. Si había un olor, cierto olor, él también debía percibirlo, porque Bev lo veía cada vez menos; en parte, porque su grupo jugaba a los bolos en el verano; en parte, porque él estaba ayudando a su amigo Joe Tammerly a arreglar coches… Pero Beverly sospechaba que también era por ese olor, el que provocaban cuando estaban juntos, sin ninguna intención por parte de ellos, pero tan inevitable como el sudor en verano.
La imagen de los pájaros, cientos y miles de pájaros que descienden hacia los tejados, los cables telefónicos, las antenas de televisión, vuelve a interponerse.
—Y hiedra venenosa —dice en voz alta.
—¿Q-q-qué? —pregunta Bill.
—Algo sobre la hiedra venenosa —repite ella, lentamente, mirándolo—. Pero era Eso. Sólo parecía hiedra venenosa. ¿Mike…?
—No importa —dice Mike—. Ya te vendrá. Cuéntanos lo que ya recuerdes, Bev.
Recuerdo los pantalones cortos, azules —les diría—, y lo desteñidos que estaban; cómo me apretaban a la altura del trasero y las caderas. Tenía medio paquete de Lucky Strike en un bolsillo y el Bullseye en el otro…
—¿Recuerdas el Bullseye? —pregunta a Richie.
Pero asienten todos.
—Me lo dio Bill —prosigue ella—. Yo no quería, pero… él… —Sonríe a Bill, algo débilmente—. Al Gran Bill no se le podía decir que no, eso era todo. Así que lo tomé. Y por eso estaba sola aquel día. Para practicar. Aún no creía tener valor para utilizarlo, llegado el caso. Pero… aquel día lo utilicé. Fue preciso. Maté a uno de ellos… a una parte de Eso. Fue terrible. Aun ahora me cuesta pensar en eso. Y uno de los otros me atrapó. Mirad.
Levanta el brazo y lo vuelve para que todos puedan ver una cicatriz hundida en la parte más redonda del antebrazo. Parece producida por la presión de un objeto circular y caliente, del tamaño de un habano. Al mirarla, Mike Hanlon siente un escalofrío. Es una de las partes de la historia que, al igual que el involuntario diálogo íntimo de Eddie con Keene, ha sospechado sin tener confirmación.
—En cierto aspecto tenías razón, Richie —dice—. Ese Bullseye era un arma asesina. Me daba miedo, pero también me gustaba.
Richie ríe y le da una palmada en la espalda.
—Mierda, siempre lo supe, falda tonta —afirma.
—¿Sí? ¿De veras?
—Sí, de veras. Me lo decían tus ojos, Bevvie.
—Es que parecía un juguete, pero era de verdad. Con aquel tirachinas se podían abrir agujeros en las cosas.
—Y aquel día abriste un agujero en cierta cosa —musita Ben.
Ella asiente.
—¿Fue a Patrick a quien…?
—¡No, por Dios! —exclama ella—. Fue al otro… esperad. —Apaga su cigarrillo, bebe un sorbo y logra sosegarse. Bueno, no del todo, pero por el momento, según sospecha, no logrará nada mejor—. Yo había estado patinando. Me caí y me di un buen golpe. Entonces decidí bajar a Los Barrens para practicar. Primero fui a la casita, para ver si estabais allí. No había nadie. Sólo aquel olor a humo. ¿Recordáis lo que tardamos en sacar el olor?
Todos asienten, sonriendo.
—Nunca logramos sacarlo del todo —dice Ben.
—Luego eché a andar hacia el vertedero —prosigue ella—, porque allí era donde hacíamos… las pruebas, creo que las llamabais. Allí había muchas cosas para probar puntería. Hasta ratas, quizá. —Hace una pausa. Su frente se ha cubierto de una fina niebla de sudor—. En realidad, yo quería tirar contra las ratas —dice, por fin—. Contra algo vivo. Contra las gaviotas, no; sabía que no podría matar a una gaviota. Pero una rata… Quería intentarlo.
»Me alegro de haber ido desde Kansas y no desde Old Cape, porque allí, en el terraplén del ferrocarril, no había dónde esconderse. Me habrían visto enseguida y sólo Dios sabe lo que podría haber pasado.
—¿Qui-qui-quiénes te habrían visto?
—Ellos. Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins y Patrick Hockstetter. Estaban en el vertedero y…
De pronto los sorprende a todos con una risa de niña; sus mejillas enrojecen. Ríe hasta que los ojos se le llenan de lágrimas.
—Vamos, Bev —dice Richie—. Coño, cuéntanos el chiste.
—Oh, era un chiste, sí —reconoce ella—. Era un chiste, pero creo que me habrían matado si me hubiesen visto.
—¡Ahora me acuerdo! —exclama Ben, y él también se echa a reír—. Recuerdo que nos lo contaste.
Beverly, riendo como una loca, dice:
—Se habían bajado los pantalones y estaban tirándose pedos.
Hay un instante de pasmado silencio. Después, todos sueltan la carcajada. El sonido retumba en la biblioteca.
Mientras piensa cómo contarles la muerte de Patrick Hockstetter, lo primero que enfoca su atención es el aspecto del vertedero cuando uno llegaba por Kansas Street; era como entrar en un extraño cinturón de asteroides. Había un camino de tierra, con huellas profundas (en realidad, era una carretera de la ciudad que hasta tenía nombre: Old Lyme), que iba desde Kansas Street hasta el vertedero, la única calle que llegaba a Los Barrens; la utilizaban los camiones recolectores de residuos. Beverly caminó cerca de Old Lyme, pero sin pisarla, porque se había vuelto más cautelosa (como todos ellos, probablemente) desde la fractura sufrida por Eddie. Sobre todo, cuando estaba sola.
Avanzó por entre densas matas, esquivando un matorral de hiedra venenosa, cubierto de hojas aceitosas y rojizas, oliendo la podredumbre ahumada del vertedero, oyendo las gaviotas. A su izquierda, por ocasionales aperturas en el follaje, se veía Old Lyme.
Los otros la miran, esperando. Ella hurga en su paquete de cigarrillos y lo encuentra vacío. Richie, sin decir palabra, le pasa uno de los suyos.
Ella lo enciende, mira alrededor y dice:
—Caminar hacia el vertedero desde Kansas Street era, hasta cierto punto, como
entrar en un extraño cinturón de asteroides. El cinturón de basuroides. Al principio no había sino matorrales que brotaban del suelo esponjoso. De pronto, uno veía el primer basuroide: una lata oxidada o una botella de gaseosa, llena de bichos atraídos por los restos dulzones de la bebida. Después, un brillante destello de sol, despedido por un trozo de papel de aluminio que colgaba de un árbol. Se podía ver algún somier (o tropezar con él, si uno no andaba con cuidado) o algún hueso llevado por algún perro para mascar hasta el aburrimiento.
El vertedero en sí no era tan feo; por el contrario, tenía cierto interés, pensó Beverly. Lo horrible (lo que daba un poco de miedo) era el modo en que se había extendido, creando aquel cinturón de basuroides.
Ya estaba cerca. Los árboles eran más grandes, casi todos abetos, y los matorrales iban raleando. Las gaviotas graznaban con sus voces agudas y quejosas; el aire estaba denso con el olor a quemado.
De pronto, a la derecha de Beverly, inclinada contra la base de un árbol, apareció una herrumbrada nevera Amana. Beverly le echó un vistazo, recordando vagamente al policía que había ido a darles una charla en tercer grado. Les había dicho que algunas cosas desechadas como las neveras, eran peligrosas; algunos niños solían meterse dentro para jugar al escondite, por ejemplo, y allí podían morir asfixiados. Aunque para qué iba una a esconderse en una mugrienta…
Se oyó un grito, tan cerca que le hizo dar un salto, seguido por risas. Beverly sonrió. Después de todo, estaban allí. Habían dejado la casita por el olor a humo y estaban allí, tal vez rompiendo botellas a pedradas o recogiendo desperdicios.
Empezó a apretar el paso olvidando la raspadura de su rodilla en su ansiedad por verlos…, por verlo a él, el de pelo rojo tan parecido al suyo, por si le sonreía con esa sonrisa unilateral, que tanto la emocionaba. Se sabía demasiado joven como para amar a un chico; a su edad no se podían tener sino «enamoramientos», pero aun así amaba a Bill. Y apretó el paso, balanceando pesadamente los patines en el hombro, mientras la goma del Bullseye marcaba un ritmo suave contra su nalga izquierda.
Estuvo a punto de salirles al encuentro antes de darse cuenta de que no se trataba de su grupo, sino del de Bowers.
Salió de entre los matorrales. El lado más empinado del vertedero estaba a unos setenta metros de distancia; una centelleante avalancha de basura yacía contra la pendiente del foso de grava. A la izquierda estaba la topadora de Mandy Fazio. Mucho más cerca, frente a sí, vio varios coches abandonados. A finales de mes se los recogía para enviarlos a Portland como chatarra, pero ese día había diez o doce, algunos sin ruedas, otros de lado, uno o dos volcados sobre el techo, como perros muertos. Estaban dispuestos en dos hileras. Beverly caminó por el pasillo escarpado, sembrado de desechos, entre los viejos automóviles, como una novia punk de años futuros, preguntándose ociosamente si podría romper algún parabrisas con el Bullseye. Uno de los bolsillos del pantaloncito azul estaba abultado por las municiones que usaba para practicar.
Las voces y las risas provenían de cierto sitio, detrás de los coches abandonados y a la izquierda, en el borde del vertedero propiamente dicho. Beverly caminó alrededor del último, un Studebaker al que le faltaba toda la parte delantera. El grito de saludo murió en sus labios. La mano que había levantado para agitar no cayó al lado, exactamente: pareció marchitarse.
Su primer azorado pensamiento, furiosamente sorprendido, fue: Oh, por Dios, ¿por qué están desnudos?
A eso siguió un medroso reconocimiento. Quedó petrificada frente al Studebaker, con la sombra pegada a los talones de sus zapatillas. Por un momento quedó totalmente a la vista de los gamberros; si cualquiera de los cuatro hubiese levantado la vista desde el círculo que formaban, así en cuclillas, no habría dejado de verla: una chica de estatura más que mediana, con un par de patines al hombro, boquiabierta, escarlata y sangrando por la rodilla.
Antes de volar a ocultarse tras el Studebaker vio que, después de todo, no estaban completamente desnudos; tenían puesta la camisa; se habían limitado a bajarse los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos como si tuvieran que hacer «caquita» (en su espanto, la mente de Beverly había vuelto automáticamente al diminutivo eufemismo que utilizaba cuando apenas era más que un bebé). Pero ¿dónde se había visto que cuatro chicos hicieran «caquita» al mismo tiempo?
Ya fuera de la vista, su primera idea fue escapar, escapar cuanto antes. El corazón le palpitaba con fuerza y sentía los músculos pesados de adrenalina. Miró alrededor, fijándose en lo que no le había llamado la atención al llegar, segura de que aquellas voces pertenecían a sus amigos. La hilera de coches abandonados, a su izquierda, era bastante escasa; los automóviles no estaban puestos flanco contra flanco, como estarían una semana antes de que viniese el chatarrero. Había estado expuesta a la vista de los chicos varias veces, hasta llegar a donde estaba. Si retrocedía, quedaría expuesta otra vez, y entonces podrían verla.
Además, sentía una especie de curiosidad vergonzosa: ¿qué diablos podrían estar haciendo?
Con mucho cuidado, los espió por detrás del Studebaker.
Henry y Victor Criss estaban más o menos frente a ella. Patrick Hockstetter, a la izquierda de Henry. Belch Huggins estaba de espaldas a ella. Beverly observó que su culo era extremadamente grande y velludo; una risita medio histérica le borboteó súbitamente en la garganta, como el gas en un vaso de soda. Tuvo que apretarse la boca con ambas manos y desaparecer otra vez detrás del Studebaker, luchando por contener la risa.
Tienes que salir de aquí, Beverly. Si te atrapan…
Volvió a mirar por entre los coches abandonados, siempre apretándose la boca con las manos. El espacio libre tenía, tal vez, tres metros de ancho y estaba sembrado de latas, trocitos de vidrio y hierba dura. Si llegaba a hacer un solo ruido podían oírla…, sobre todo si aflojaban la atención en lo que tan concentrados los tenía, fuese lo que fuese. Al pensar en lo despreocupada que había sido su caminata hasta allí, a la chica se le heló la sangre. Además…
¿Qué cuernos estaban haciendo?
Espió otra vez y en esa oportunidad aparecieron mejor los detalles. A poca distancia había un descuidado montón de libros y papeles. Eso significaba que acababan de salir de las clases de recuperación. Y como Henry y Victor estaban de frente, pudo verles sus cosas. Eran las primeras cosas que veía en su vida, descontando las fotografías de un librito sucio que Brenda Arrowsmith le había mostrado el año anterior; y en esas ilustraciones no se veía gran cosa. Bev observó que parecían tubitos colgados entre las piernas. El de Henry era pequeño y lampiño, pero Victor lo tenía bastante grande y cubierto con una nube de vello negro.
Bill tiene una así, pensó. Y de pronto tuvo la sensación de que el cuerpo entero se le cubría de rubor; el calor la recorrió en una oleada que la dejó mareada, débil, casi enferma. En ese momento sintió algo muy parecido a lo que había experimentado Ben Hanscom el último día de clases al mirar su brazalete de tobillo que centelleaba al sol…, pero él no había sufrido ese terror entremezclado.
Lanzó otra mirada atrás. El sendero entre los coches, que conducía al refugio de Los Barrens, parecía mucho más largo. Le dio miedo moverse. Si ellos sabían que ella había visto sus cosas probablemente le harían daño. Y no sólo un poquito. Le harían mucho daño.
Belch Huggins aulló de pronto, haciéndole dar un respingo. Henry chilló:
—¡Como noventa centímetros! ¡En serio, Belch, eran noventa centímetros! ¿No es cierto, Vic?
Vic se declaró de acuerdo y todos rieron.
Beverly intentó otra mirada por detrás del Studebaker.
Patrick Hockstetter se había levantado a medias, de modo que tenía el culo casi metido bajo la cara de Henry. El otro tenía un objeto plateado y reluciente. Ella tardó un momento en darse cuenta de que se trataba de un encendedor.
—¿No dijiste que tenías uno en marcha? —protestó Henry.
—Y lo tengo —aseguró Patrick—. Ya te diré cuándo… ¡Prepárate! ¡Ya viene! ¡Aho… ahora!
Henry abrió el encendedor. En ese momento se oyó el inconfundible ruido a ruptura de un buen pedo. No había forma de equivocarse, porque Beverly lo oía con bastante frecuencia en su propia casa, sobre todo los sábados por la noche, después de las salchichas con judías. El candidato seguro era su padre. En el momento en que Patrick expelía y Henry accionaba el encendedor, ella vio algo que la dejó boquiabierta: del trasero de Patrick parecía brotar directamente un chorro de llama azul, como la llama piloto de un calentador de gas.
Los chicos volvieron a bramar de risa, mientras Beverly se retiraba tras el coche protector, ahogando otra vez locas risitas. Si reía no era porque aquello la divirtiera. Era divertido, en cierto modo, sí, pero sobre todo reía por una mezcla de profunda repulsión y espanto. Porque no conocía otro modo de medirse con lo que acababan de ver. Eso tenía alguna relación con las cosas de los chicos, pero no llegaba a ser el todo, ni siquiera la mayor parte de lo que sentía. Después de todo, sabía que los chicos tenían esas cosas; aquello podía considerarse como un vistazo de confirmación. Pero lo que estaban haciendo parecía tan extraño, ridículo y, al mismo tiempo, tan mortalmente primitivo, que se descubrió, a pesar de su acceso de hilaridad, buscando a tientas el centro de sí misma, con cierta desesperación.
Basta —pensó, como si ésa fuera la respuesta—. Basta, te van a oír, así que basta ya, Bevvie.
Pero eso era imposible. Todo lo que podía hacer era reír sin usar las cuerdas vocales para que la carcajada brotase de ella bajo la forma de resoplidos casi inaudibles, con las manos pegadas a la boca y las mejillas como manzanas, los ojos anegados en lágrimas.
—¡Joder, eso duele! —aulló Victor.
—¡Tres metros y medio! —vociferó Henry—. ¡Lo juro por la memoria de mi madre! ¡Tres metros y medio, tíos!
—¡Me importa una mierda! ¡Aunque fueran seis metros! ¡Me has quemado el culo! —bramó Victor.
Hubo más risas… Beverly, aún tratando de ahogar sus propias carcajadas detrás del coche, pensó en una película que había visto por televisión, con John Hall. Se trataba de una tribu de la selva que tenía un rito secreto. Quien lo veía era sacrificado a su dios, que era un gran ídolo de piedra. Eso no le impidió seguir riendo, pero dio a sus resoplidos un matiz casi frenético. Cada vez se parecían más a alaridos silenciosos. Le dolía el estómago. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Si Henry, Victor, Belch y Patrick Hockstetter acabaron encendiéndose pedos en el vertedero, aquella calurosa tarde de julio, fue a causa de Rena Davenport.
Henry conocía las consecuencias de consumir grandes cantidades de alubias asadas. Ese efecto estaba muy bien expresado en la breve estrofa que le había enseñado su padre cuando aún llevaba pantalones cortos: «¡Oh, las alubias y los cohetes! Cuantas más comes, más ruido metes. Más ruido metes, más apetito. Y ya estás listo para otro platito».
Rena Davenport y su padre se cortejaban desde hacía casi ocho años. Ella era gorda, cuarentona y, por lo general, mugrienta. Henry imaginaba que algunas veces se acostaba con su padre, aunque no lograba hacerse una idea de cómo alguien podía aplastar su cuerpo contra el de Rena Davenport.
El orgullo de Rena eran sus alubias. Las dejaba en remojo durante la noche del sábado y las horneaba a fuego lento durante todo el domingo. A Henry no le disgustaban (después de todo, eran algo para llevarse a la boca y masticar), pero después de ocho años, cualquier cosa perdía su encanto.
Y Rena no se conformaba con hacer sólo un poco: preparaba alubias a montones. Los domingos al anochecer, cuando aparecía con su DeSoto verde (tenía un bebé de goma, desnudo, colgado del retrovisor, como si fuera el linchado más joven del mundo), solía traer un cubo de hierro galvanizado en el asiento trasero lleno de alubias humeantes. Esa noche comían los tres; Rena, siempre elogiando su propia mano para la cocina, mientras el loco de Butch gruñía y mojaba el pan en el jugo o le ordenaba callarse si transmitían un partido por radio y Henry se limitaba a comer, mirando por la ventana, perdido en sus pensamientos. Ante un plato de aquellas alubias dominicales había concebido la idea de envenenar al perro de Mike Hanlon. A la noche siguiente, Butch recalentaba otro poco. El martes y el miércoles, Henry llevaba un envase de Tupperware lleno de alubias para comer en la escuela. Hacia el jueves, viernes a más tardar, ni Henry ni su padre podían probar una sola más. Los dos dormitorios de la casa olían a pedos rancios a pesar de las ventanas abiertas. Entonces Butch tomaba los restos y los mezclaba con otros sobrantes de comida para alimentar a Bip y Bop, los dos cerdos. Con toda probabilidad, Rena aparecería al domingo siguiente con otro cubo humeante y el ciclo volvería a empezar.
Aquella mañana, Henry había puesto una enorme ración de alubias en su mochila. Las comieron entre los cuatro, a mediodía, sentados en el patio bajo la sombra de un gran olmo, hasta casi reventar.
Fue Patrick quien sugirió que fuesen al vertedero donde estarían solos en la tarde calurosa. Cuando llegaron, las alubias estaban haciendo su buen efecto.
Poco a poco, Beverly volvió a dominarse. Sabía que era preciso salir de allí; en todo caso, la retirada era menos peligrosa que estar en las cercanías. Ellos estaban concentrados en lo que estaban haciendo y, si lo malo llegaba a peor, les llevaría una buena ventaja. En el fondo de su mente había decidido también que, si lo peor llegaba a terrible, unos cuantos disparos con el Bullseye podrían frenarlos.
Estaba a punto de escabullirse cuando Victor dijo:
—Tengo que marcharme, Henry. Mi padre quiere que lo ayude a cosechar maíz.
—Oh, diablos —protestó Henry—. No se va a morir si no vas.
—Es que está furioso conmigo. Por lo del otro día.
—Si no sabe apreciar una broma, que se joda.
Beverly prestó más atención suponiendo que se referían a la gresca que acabó con la fractura de Eddie.
—En serio. Tengo que irme.
—Lo que pasa es que le duele el culo —dijo Patrick.
—Vigila esa boca, capullo —protestó Victor—. A ver si te crece.
—Yo también tengo que marcharme —dijo Belch.
—Qué, ¿tu padre también quiere que le ayudes a cosechar maíz? —preguntó Henry, enojado. Eso, a su modo de ver, debía ser un chiste, porque el padre de Belch había muerto.
—No, pero tengo trabajo. Reparto el Weekly Shopper. Y esta noche me toca.
—¿Qué coño es eso del Weekly Shopper? —preguntó Henry, ya inquieto además de enfadado.
—Es un trabajo —explicó Belch, con paciencia—. Con eso gano dinero.
Henry emitió un ruido de disgusto. Beverly se arriesgó a echar otra mirada. Victor y Belch seguían de pie, abrochándose los pantalones. Henry y Patrick proseguían en cuclillas con los pantalones caídos. En la mano de Henry relumbraba el encendedor.
—No te habrás acobardado tu también, ¿verdad? —preguntó a Patrick.
—No —aseguró Patrick.
—¿Tú no tienes que cosechar maíz ni repartir porquerías?
—No.
—Bueno —dijo Belch, vacilando—, hasta luego, Henry.
—Seguro —dijo Henry y escupió junto a los zapatos de Belch.
Vic y Belch echaron a andar hacia las dos hileras de coches abandonados… hacia el Studebaker tras el cual se agazapaba Beverly. Al principio, ella se limitó a acurrucarse, petrificada de terror, como un conejo. Después se deslizó por el lado izquierdo y retrocedió hacia el coche siguiente, un maltratado Ford que no tenía portezuelas. Por un momento se detuvo y miró a ambos lados, oyendo cómo se aproximaban los chicos. Vaciló, con la boca algodonosa y la espalda ardiéndole de sudor; una parte de su mente se preguntaba cómo quedaría con un yeso como el de Eddie y las firmas de los Perdedores inscritas en él. Después se lanzó al interior del Ford, por el lado del pasajero. Se enroscó en la mugrienta alfombra del suelo haciéndose tan pequeña como pudo. Allí hacía un calor espantoso; había un fuerte olor a polvo, tapizado podrido y antiquísimas cagarrutas de rata. Tuvo que esforzarse mucho para no estornudar o toser. Oyó las voces bajas de Belch y Victor que pasaban a poca distancia, conversando. Luego desaparecieron.
Estornudó tres veces, rápidamente y en silencio, apretando los labios y tapándose la nariz.
Probablemente podría irse si andaba con cuidado. Lo mejor era pasarse al lado del conductor, escurrirse por el espacio libre y evaporarse. Pero el horror de verse casi descubierta la había dejado sin valor, al menos por el momento. Se sentía más segura allí, en el Ford. Además, ahora que Victor y Belch no estaban, los otros dos también se irían pronto. Entonces ella podría volver a la casita. Había perdido todo interés en practicar con el tirachinas.
Además, tenías ganas de orinar.
Vamos, daos prisa, iros de una vez, por favor…
Un instante después oyó el aullido de Patrick, mezclado de risa y dolor.
—¡Uno ochenta! —vociferó Henry—. ¡Parecía un auténtico lanzallamas! ¡Lo juro por Dios!
Luego, silencio por un rato. El sudor corría por la espalda de la chica. El sol entraba por el parabrisas resquebrajado pegándole en el cuello. Su vejiga estaba tensa.
Henry gritó con tanta potencia que Beverly, casi adormecida, a pesar de la incomodidad, estuvo a punto de gritar también:
—¡No seas gilipollas, Hockstetter! ¡Me has quemado el culo! ¿Qué estás haciendo con ese encendedor?
—Tres metros —informó Patrick, con una risita aguda, cuyo solo sonido inspiró a Bev un asco frío, como si hubiese visto una oruga en su ensalada—. Tres metros cuanto menos, Henry. Azul intenso. Tres metros, cuanto menos. ¡Lo juro!
—Dame eso —gruñó Henry.
Vamos, vamos, estúpidos, iros, iros…
Cuando Patrick volvió a hablar, su voz sonó tan baja que Bev apenas pudo oírla. Si hubiese habido la más leve brisa, el sonido no le habría llegado.
—Quiero enseñarte algo —dijo.
—¿Qué coño dices?
—Algo —insistió Patrick. Hizo una pausa—. Es bueno.
—¿Qué es?
Entonces se hizo el silencio.
No quiero mirar. No quiero ver lo que están haciendo. Además podrían verme, seguramente me verán, porque hoy ya has gastado toda tu buena suerte, queridita. Así que te quedas aquí, quietecita, y nada de mirar…
Pero la curiosidad se impuso a la prudencia. Había algo extraño en ese silencio, algo que daba un poco de miedo. Ella levantó la cabeza, centímetro a centímetro, hasta poder mirar por el parabrisas nublado y roto. No había peligro de que la viesen, porque los dos chicos estaban concentrados en lo que Patrick hacía. Ella no entendía lo que estaba viendo, pero adivinó que era algo horrible. Claro que no cabía esperar otra cosa de ese Patrick, tan chiflado.
Tenía una mano entre los muslos de Henry y la otra entre los suyos. Con una masajeaba la cosa de Henry; con la otra, la suya. Pero no era exactamente masajear… La estrujaba; tiraba de ella y la dejaba volver a caer.
¿Qué hace?, se preguntó Beverly, horrorizada.
No lo sabía seguro, pero eso le dio miedo. No había tenido tanto miedo desde que su lavabo había vomitado sangre salpicándolo todo. Una parte de ella, muy honda, le gritaba que, si ellos descubrían que los había visto hacer eso, no se limitarían a hacerle daño; tal vez la matarían.
Aun así, no podía apartar la vista.
Vio que la cosa de Patrick se había puesto un poquito más larga, pero no mucho; aún le colgaba entre las piernas como una serpiente sin espinazo. La de Henry, en cambio, había crecido de un modo asombroso. Se levantaba, tiesa y dura, casi hasta tocarle el ombligo. La mano de Patrick subía y bajaba, subía y bajaba, deteniéndose a veces para estrujar o para hacer cosquillas en ese saco extraño y pesado que Henry tenía debajo de su cosa.
Son los huevos —pensó Beverly—. ¿Y los chicos tienen que andar siempre con eso? Por Dios, yo me volvería loca. —Otra parte de su mente susurró—: Bill también tiene. Y su cerebro, por cuenta propia, se imaginó sosteniéndolos en la mano ahuecada, probando su textura… Esa sensación quemante volvió a recorrerla encendiendo un furioso rubor.
Henry miraba la mano de Patrick como si estuviese hipnotizado. A su lado estaba el encendedor, reflejando el sol caliente.
—¿Quieres que me la meta en la boca? —preguntó Patrick. Sus grandes labios de hígado sonrieron, complacientes.
—¿Eh? —preguntó Henry, como arrancado de algún profundo sueño.
—Que si quieres, me la pongo en la boca. A mí no me imp…
La mano de Henry salió como el rayo, medio cerrada, sin llegar a formar el puño. Patrick cayó despatarrado y su cabeza dio un golpe seco contra la grava. Beverly volvió a arrojarse de cabeza al suelo del coche, con el corazón acelerado en el pecho apretando los dientes para contener un gemido. Henry, después de tirar a Patrick, se había vuelto. Por un momento, antes de que ella bajase la cabeza para convertirse en un ovillo, le pareció que sus ojos habían cruzado una mirada con los de Henry.
Dios mío, que haya tenido el sol de frente —rogó—. Dios mío, perdóname por haber espiado. Por favor, Dios mío…
Se produjo una pausa torturante. La blusa blanca se le pegaba al cuerpo por obra del sudor. En los brazos tostados le brillaban gotitas como perlas de cultivo. La vejiga le latía dolorosamente. Muy pronto se mojaría los pantalones. Esperó que la cara furiosa y demente de Henry apareciese en la abertura donde habría debido estar la portezuela. Tenía que ocurrir. ¿Cómo era posible que él no la hubiese visto? La sacaría a tirones de allí y le…
En eso se le ocurrió una idea nueva, aún más terrible. Una vez más tuvo que luchar penosamente para no orinarse encima. ¿Y si él quería hacerle algo con su cosa? ¿Y si quería que ella la pusiera en alguna parte suya? Ella sabía, claro, dónde había que ponerla, como si el conocimiento le hubiera surgido repentinamente en la mente. Pensó que, si Henry trataba de poner su cosa allí, se volvería loca.
No, Dios mío, por favor, que no me haya visto, por favor, ¿eh?
En ese momento le llegó la voz de Henry, aumentando su horror porque sonaba mucho más cerca.
—No me gustan esas cosas de maricas.
Desde más lejos, la voz de Patrick:
—Sí que te gustó.
—¡No me gustó! —gritó Henry—. ¡Y si le dices a alguien que me gustó, te mato, degenerado de mierda!
—Se te puso dura —apuntó Patrick. Por la voz, estaba sonriendo, cosa que no extrañaba a Beverly. Patrick estaba loco, tal vez más loco que Henry, y los locos no le tienen miedo a nada—. Yo lo vi.
Unos pasos crujieron en la grava, cada vez más cerca. Beverly levantó la vista con los ojos dilatados. Por el viejo parabrisas del Ford vio la nuca de Henry. Estaba mirando a Patrick, pero si se volvía…
—Si se lo dices a alguien, diré que eres marica —amenazó Henry—. Y luego te mataré.
—No me asustas, Henry —dijo Patrick, riendo—. Pero a lo mejor no digo nada, si me das un dólar.
Henry cambió de posición, intranquilo, y se volvió un poquito. Beverly ya no veía su nuca, sino un cuarto de su perfil. Por favor, Dios mío, por favor, Dios mío, rogó, incoherente, mientras la vejiga le palpitaba más y más.
—Si lo dices —dijo Henry con voz baja y decidida—, yo contaré lo que has estado haciendo con los gatos. Y con los perros. Contaré lo de tu nevera. ¿Sabes qué pasará, Hockstetter? Vendrán a llevarte al asilo. A un buen manicomio.
Silencio de Patrick.
Henry tamborileó con los dedos en el capó del Ford.
—¿Me oyes?
—Te oigo. —La voz de Patrick sonaba ahora resentida. Resentida y un poco asustada. Pero estalló—: ¡Te gustó! ¡Se te puso dura! ¡Nunca he visto ninguna tan dura!
—Sí, supongo que has visto muchas, pedazo de marica asqueroso. Pero acuérdate de lo que dije sobre la nevera. Tu nevera. Y si te veo otra vez cerca de mí, te arranco la cabeza.
Más silencio de Patrick.
Henry se alejó. Beverly giró la cabeza y lo vio pasar junto al volante del Ford. Si él hubiese mirado hacia su izquierda, siquiera un poquito, la habría descubierto. Pero no miró. Un momento después, sus pasos se alejaban por donde Victor y Belch habían desaparecido.
Sólo quedaba Patrick.
Beverly esperó, pero nada ocurría. Pasaron cinco minutos. Su necesidad de orinar ya era desesperante. Podría contenerse por dos o tres minutos, pero no más. Y la ponía nerviosa no saber con seguridad dónde estaba Patrick.
Volvió a espiar por el parabrisas y lo vio sentado allí. Henry se había dejado el encendedor. Patrick había guardado sus libros en la pequeña mochila de lona que le colgaba del cuello como si fuese un vendedor de periódicos, pero aún tenía los pantalones y los calzoncillos caídos alrededor de los pies. Estaba jugando con el encendedor. Hacía girar la rueda, provocaba una llama casi invisible en el fulgor del día, cerraba la tapa y volvía a empezar. Parecía casi hipnotizado. Una línea de sangre le corría desde la comisura de la boca hasta el mentón. Los labios se le estaban hinchando por el lado derecho, pero él parecía no darse cuenta. Una vez más, Beverly sintió asco. Patrick estaba loco, claro que sí; nunca en su vida había tenido tantas ganas de alejarse de alguien.
Moviéndose con mucho cuidado, reptó por debajo del volante, sacó los pies a tierra y se deslizó por detrás del Ford. Luego echó a correr por el mismo camino por donde había venido. Cuando estuvo entre los pinos, detrás de los coches abandonados, echó un vistazo sobre el hombro. Allí no había nadie. El vertedero dormitaba al sol. Sintió que las vendas de tensión se le aflojaba en el pecho y el estómago, dejando sólo la urgencia de orinar, tan grande que ya la descomponía.
Caminó apresuradamente unos pasos más y se apartó del sendero, a la derecha. Tuvo los shorts desabotonados casi antes de que la maleza hubiese vuelto a cerrarse tras ella. Echó una mirada para asegurarse de que no hubiese hiedra venenosa y se agachó, sujetándose de un tronco para no caer.
Mientras estaba subiéndose los pantaloncitos, oyó que unos pasos se acercaban desde el vertedero. Los matorrales sólo le permitieron ver un destello de loneta azul y el cuadriculado de una camisa escolar. Era Patrick. Volvió a agacharse esperando que él pasara rumbo a Kansas Street. Tenía más confianza en esa nueva posición. El escondite era bueno, ya no tenía necesidad de orinar y Patrick estaba perdido en su propio mundo demencial. Cuando el chico desapareciese, ella retrocedería para dirigirse al club de los Perdedores.
Pero Patrick no pasó de largo. Se detuvo en el sendero, casi frente a ella, para mirar la herrumbrada nevera Amana.
Beverly podía observar a Patrick por un resquicio de los matorrales sin demasiado riesgo para sí misma. Ahora que se había aliviado, volvía la curiosidad. Y si Patrick, por casualidad, la descubría, ella estaba segura de correr más deprisa. El muchacho no era tan gordo como Ben, pero sí regordete. Sacó el tirachinas del bolsillo, por si acaso, y puso cinco o seis municiones en el bolsillo de la pechera. Loco o no, un buen disparo a la rodilla lo detendría de inmediato.
Se acordaba muy bien de esa nevera. Las había a montones en el vertedero, pero de pronto se dio cuenta de que era la única que Mandy Fazio no había desarmado, ya arrancándole el cierre con pinzas, ya retirando la puerta por completo.
Patrick comenzó a tatarear y a mecerse delante del viejo artefacto. Beverly sintió que la recorría otro escalofrío. Era como los tipos de las películas de terror, cuando trataban de convocar a un muerto para que saliera de la cripta.
¿Qué se traía entre manos?
Si ella lo hubiera sabido, si hubiera sabido lo que iba a ocurrir cuando Patrick hubiera terminado su rito particular y abriera la puerta enmohecida, habría salido corriendo tan deprisa como pudieran llevarla sus pies.
Nadie, ni siquiera Mike Hanlon, tenía la menor idea de lo demente que estaba Patrick Hockstetter, en realidad. Tenía doce años y era hijo de un vendedor de pinturas. Su madre era una católica devota, que moriría de cáncer de mama en 1962, cuatro años después de que Patrick fuera consumido por la oscura entidad que existía en Derry y debajo de ella.
Su coeficiente de inteligencia, aunque bajo, estaba dentro de lo normal; el chico había repetido ya dos cursos: primero y tercero. Ese año estaba asistiendo a las clases de verano para no repetir también quinto. Sus maestros lo tenían por alumno apático (así lo habían anotado varios, en las seis líneas escasas que el boletín de la escuela municipal reservaba para COMENTARIO DEL PROFESOR) y también bastante perturbador (cosa que ninguno anotó, porque sus sensaciones eran demasiado vagas y difusas como para expresarlas en seis líneas, ni siquiera en sesenta). Si hubiera nacido diez años después, algún asesor habría podido derivarlo a un psicólogo infantil, que quizás (o quizás no, puesto que Patrick era mucho más astuto que lo que indicaba su deslucido coeficiente intelectual) habría captado las aterradoras profundidades ocultas tras esa fofa y pálida cara de luna.
Era un sociópata. Tal vez, en ese caluroso julio de 1958, había llegado ya a ser un psicópata completo. No recordaba haber creído nunca que las otras personas, cualquier otra criatura viviente, en realidad, fuesen «reales». Creía ser, por su parte, una criatura auténtica, probablemente la única del universo, pero no estaba seguro de que esa autenticidad lo convirtiese en «real». No tenía, exactamente, la sensación de hacer daño ni la de sufrir daño alguno, como lo demostraba su indiferencia ante el golpe que Henry le había aplicado en la boca, allá en el vertedero. Pero, si bien la realidad era, para él, un concepto sin significado alguno, comprendía a la perfección el concepto de «reglas». Y, aunque todas sus profesoras lo encontraban extraño (tanto la señora Douglas, en quinto curso, cómo la señora Weems, en tercero, estaban enteradas de la existencia de aquella caja llena de moscas y aunque ninguna de las dos ignoraba sus implicaciones, cada una debía luchar con veinte o veintiocho alumnos más, cada uno con sus propios problemas), ninguna tuvo con él problemas serios de disciplina. A veces entregaba los exámenes totalmente en blanco; a veces, con un enorme y decorativo signo de interrogación. La señora Douglas había descubierto también que era mejor mantenerlo lejos de las niñas, porque tenía manos romanas y dedos rusos. Pero era tranquilo, tan tranquilo que, a veces, se lo habría podido tomar por un gran terrón de arcilla, torpemente modelado con forma de niño. Era fácil ignorar a Patrick, quien fracasaba en silencio, cuando una tenía que lidiar con niños como Henry Bowers y Victor Criss, activamente revoltosos e insolentes, capaces de robar el dinero de la merienda o de dañar las instalaciones escolares a la menor oportunidad, o con criaturas como la mal bautizada Elizabeth Taylor, una epiléptica cuyas neuronas funcionaban sólo esporádicamente, a quien había que convencer de que no se recogiera el vestido en el patio para exhibir sus bragas nuevas. En otras palabras, la Escuela Municipal de Derry era el típico carnaval pedagógico, un circo con tantas pistas que el mismo Pennywise habría pasado inadvertido.
Por cierto, ninguna de las maestras (ni sus padres) sospechaban que a los cinco años, Patrick había asesinado a su hermanito, Avery, un bebé.
A Patrick no le había gustado que su madre trajera a Avery del hospital. No le importaba (así pensó en un principio, al menos) que sus padres tuvieran dos hijos, cinco o cincuenta, siempre que los otros no alteraran su propia rutina. Pero descubrió que Avery la alteraba. Las comidas se servían tarde. El bebé lloraba por las noches y lo despertaba. Sus padres parecían estar siempre rondando la cuna; con frecuencia, cuando él trataba de llamarles la atención, le resultaba imposible. Fue una de las pocas veces en su vida en que Patrick se asustó. Se le ocurrió que, si sus padres lo habían traído a él mismo del hospital y él era «real», entonces Avery también podía serlo. Hasta era posible que, cuando Avery pudiera caminar y hablar, llevar al padre el ejemplar del Derry News y entregar a su madre los moldes de hacer pan, ambos decidieran deshacerse totalmente de Patrick. No le daba miedo que quisieran más a Avery (aunque era obvio que lo querían más, efectivamente, y es probable que en ese caso el juicio no lo engañara). Lo que le importaba era que: 1) las reglas habían cambiado o estaban siendo infringidas desde la llegada de Avery; 2) Avery podía ser real, y 3) era posible que lo expulsaran para favorecer a Avery.
Una tarde, a eso de las dos y media, Patrick entró en la habitación de su hermanito, poco después de que el autobús escolar lo dejase en la puerta de la calle, tras recogerlo en el parvulario. Era enero; afuera comenzaba a nevar. Un viento potente ululaba en el parque McCarron, sacudiendo las heladas ventanas del piso alto. La madre dormía en su habitación. Avery había estado inquieto durante toda la noche. Su padre estaba trabajando. El bebé dormía boca abajo, con la cabeza vuelta hacia un lado.
Patrick, inexpresiva su cara de luna, giró la cabeza del bebé hasta apretarle la carita contra la almohada. Avery hizo un ruidito de sofocación y la movió hacia un lado. Patrick observó eso y se quedó pensando, mientras la nieve se fundía en sus botas amarillas y formaba un charco en el suelo. Tal vez pasaron cinco minutos (pensar rápidamente no era la especialidad del chico). Luego volvió a poner la cara de Avery contra la almohada y la sujetó allí por un momento. El bebé se agitó bajo su mano, forcejeando, pero sus forcejeos eran débiles. Patrick lo soltó. Avery volvió a poner la cara de lado, emitió un llantito resoplante y siguió durmiendo. El viento envió una ráfaga, haciendo repiquetear las ventanas. Patrick esperó, por si ese gritito hubiera despertado a su madre. No fue así.
Se sentía invadido por un gran entusiasmo. El mundo se presentaba ante sus ojos con claridad, por primera vez. Su equipo emotivo era gravemente defectuoso y, en esos pocos momentos, experimentó lo que podía sentir una persona totalmente daltónica si, con una inyección, pudiera percibir los colores por un instante… o lo que un drogadicto en el momento en que la droga pone su cerebro en órbita. Aquello era algo nuevo, cuya existencia no había sospechado hasta entonces.
Con mucha suavidad, volvió a poner a Avery de cara contra la almohada. En esa oportunidad, cuando el bebé forcejeó, él no lo dejó en libertad. Apretó la cara con más firmeza contra la almohada. Avery emitió gritos ahogados, y él comprendió que estaba despierto. Tenía la vaga idea de que, si lo soltaba, ese niño podría denunciarlo a su madre. Lo sostuvo. El bebé forcejeó. Patrick siguió apretándole la cabeza contra la almohada. El bebé soltó un flato. Patrick siguió sujetándolo. Al fin no hubo más movimientos. Él lo sujetó por cinco minutos más, sintiendo que el entusiasmo llegaba a su cima y comenzaba a mermar poco a poco; la inyección iba perdiendo efecto, el mundo volvía a ser gris, la droga maduraba en la somnolencia acostumbrada.
Patrick bajó la escalera y se sirvió un vaso de leche, con un plato lleno de galletas. La madre bajó media hora después, diciendo que no lo había oído llegar. Estaba tan cansada… (Ya no te cansarás más, mami —pensó Patrick—; no te preocupes, yo me he encargado de eso). Se sentó junto a él, comió una de sus galletas y le preguntó cómo le había ido en la escuela. Él respondió que bien y le mostró su dibujo de una casa con un árbol. El papel estaba cubierto de garabatos sin sentido, hechos con cera negra y marrón. La madre dijo que estaba muy bonito. Patrick llevaba todos los días los mismos garabatos negros y marrones. A veces decía que eran un pavo; a veces, un árbol de Navidad; a veces, un niño. La madre siempre le decía que estaba muy bonito… aunque, en una parte de sí tan profunda que ella apenas conocía su existencia, se preocupaba. Había algo inquietante en la oscura igualdad de esos grandes garabatos negros y marrones.
No descubrió la muerte de Avery hasta cerca de las cinco. Hasta entonces había supuesto, simplemente, que el bebé estaba durmiendo una siesta muy larga. Por entonces, Patrick estaba viendo los dibujos animados en el pequeño televisor, y siguió viendo la televisión durante todo el alboroto que se produjo a continuación. Estaban dando Helicóptero de rescate cuando llegó la señora Henley desde la casa vecina (su madre tenía el cadáver del bebé ante la puerta abierta de la cocina, gritando a todo pulmón, con la ciega esperanza de que el aire frío lo reviviera; Patrick tuvo frío y sacó un suéter del armario). Había empezado Patrulla de caminos, su favorita, cuando el señor Hockstetter volvió del trabajo. Cuando llegó el médico acababa de empezar Dimensión desconocida. «¿Quién sabe qué extrañas cosas puede contener este universo?», especulaba Truman Bradley, mientras la madre de Patrick chillaba y se debatía entre los brazos de su esposo, en la cocina. El médico observó la profunda calma de Patrick, su mirada sin interrogantes, y supuso que estaba en estado de shock. Quiso que tomara una píldora. A Patrick no le importó.
Diagnosticaron una muerte por asfixia accidental. En años posteriores, esa fatalidad hubiera despertado dudas, pues se desviaba del síndrome observado habitualmente en las muertes infantiles. Pero, cuando ocurrió, la muerte fue registrada y el bebé sepultado. Patrick se sintió gratificado al comprobar que las cosas volvían al orden y sus comidas llegaban nuevamente en hora.
En la locura de aquella tarde y la noche siguiente (gente que entraba y salía, portazos, las luces de la ambulancia en la pared, los gritos de la señora Hockstetter, que se negaba a dejarse consolar) sólo el padre de Patrick estuvo a punto de descubrir la verdad. Estaba de pie junto a la cuna vacía, unos veinte minutos después de retirado el cadáver; simplemente estaba allí, sin poder convencerse de que hubiera ocurrido todo eso. Al mirar hacia abajo, vio un par de huellas en el suelo de madera. Habían sido dejadas por la nieve que se fundió de las botas amarillas de Patrick. Al mirarlas, un pensamiento horrible se elevó por un instante en su cerebro, como gas venenoso de un profundo pozo de mina. Su mano subió lentamente hasta su boca, mientras los ojos se agrandaban. En su mente comenzó a formarse una imagen. Antes de que pudiera cobrar nitidez, él abandonó el cuarto, cerrando la puerta tras de sí, con tanta fuerza que se astilló el marco.
Nunca hizo pregunta alguna a Patrick.
Patrick nunca volvió a hacer nada parecido, aunque no habría sido incapaz de repetirlo, si se hubiera presentado la oportunidad. No sentía remordimientos ni tenía pesadillas. Con el correr del tiempo, sin embargo, fue cobrando conciencia de lo que le habría pasado si lo hubieran descubierto. Había reglas. Si uno no las respetaba, le ocurrían cosas desagradables… si a uno lo pescaban desobedeciéndolas. A uno podían encerrarlo o sentarlo en la silla eléctrica.
Pero el recuerdo de aquel entusiasmo, aquella sensación de color y calidez, era demasiado poderosa, demasiado maravillosa, para renunciar por completo a ella. Patrick mataba moscas. Al principio se limitaba a aplastarlas con el matamoscas de su madre; más adelante descubrió que podía matarlas eficazmente con una regla de plástico. También descubrió la diversión del papel cazamoscas. Se podía comprar una larga cinta pegajosa en el mercado de la avenida Costello, por sólo dos centavos. A veces, Patrick pasaba hasta dos horas en el garaje, observando a las moscas que aterrizaban y forcejeaban por liberarse, las miraba con la boca abierta y los ojos polvorientos encendidos por ese raro entusiasmo; el sudor le corría por la cara redonda y el cuerpo gordo. Patrick mataba escarabajos, pero cuando era posible los capturaba con vida. A veces robaba una aguja larga del alfiletero de su madre, clavaba con ella a un escarabajo y se sentaba en el jardín, cruzado de piernas, para ver cómo moría. En esas ocasiones, su expresión era la de un niño leyendo un libro muy interesante. Cierta vez había descubierto a un gato atropellado que agonizaba contra la acera de Main Street; se sentó a observarlo hasta que una anciana lo vio empujar con el pie a la pobre bestia gemebunda. Entonces le pegó con la escoba que estaba usando para barrer su acera, gritándole: «¡Vete a tu casa! ¿Estás loco o qué?». Patrick volvió a su casa sin enfadarse con la anciana. Lo habían pillado faltando a las reglas, eso era todo.
Por fin, el año anterior (ni a Mike Hanlon ni a ninguno de los otros les habría sorprendido, a esa altura, saber que había sido el mismo día en que George Denbrough fuera asesinado) Patrick había descubierto la herrumbrada nevera Amana en el vertedero.
Al igual que Bev, había oído la advertencia sobre esos artefactos abandonados, en los que treinta millones de estúpidos se ahogaban año a año. Patrick pasó largo rato mirando la nevera, jugando ociosamente con las manos en el bolsillo. Había vuelto ese entusiasmo, más fuerte que nunca, exceptuando el momento en que arregló lo de Avery. El entusiasmo volvía porque en los gélidos pero humeantes páramos que componían su mente, Patrick Hockstetter había tenido una idea.
Una semana después, los Luce, que vivían a tres puertas de los Hockstetter, notaron la falta de Bobby, el gato. Los chicos de Luce, que habían jugado con él desde siempre, pasaron horas buscándolo en todo el vecindario. Hasta reunieron sus ahorros para sacar un aviso en la columna de «Hallazgos y Extravíos» del Derry News. En vano. Si alguien hubiera visto a Patrick ese día, más gordo que nunca con su chaqueta de invierno, olorosa a naftalina, cargado con una caja de cartón duro, tampoco habría sospechado nada.
Unos diez días después del de Acción de Gracias, los Engstrom, que vivían en la misma manzana que los Hockstetter, casi directamente atrás, perdieron a su cachorro de cocker. Otras familias perdieron gatos y perros en los siete u ocho meses siguientes. Por supuesto, Patrick se había apoderado de todos ellos, por no mencionar a diez o doce animales callejeros que merodeaban por la Manzana del Infierno.
Los puso en la nevera próxima al vertedero, uno a uno. Cada vez que llevaba otro animal, con el corazón atronándole en el pecho, los ojos calientes y acuosos de entusiasmo, temía que Mandy Fazio hubiera retirado el cerrojo del aparato o hecho saltar las bisagras con su maza. Pero Mandy nunca la tocó. Tal vez ignoraba que estaba allí; tal vez la fuerza de voluntad de Patrick lo mantenía lejos…, o quizá era obra de alguna otra potencia.
El que más duró fue el cocker de los Engstrom. A pesar del intenso frío, aún estaba vivo cuando Patrick volvió por tercera vez, en otros tantos días, aunque ya había perdido toda su energía. Cuando lo sacó de la caja de cartón para ponerlo por primera vez en la nevera, el animal meneó la cola y le lamió cariñosamente las manos. Un día después, el cachorro había estado a punto de escapársele. Patrick tuvo que perseguirlo casi hasta el vertedero antes de poder arrojarse sobre él y sujetarlo por una pata trasera. El cachorro lo había mordido con sus afilados dientecillos. A Patrick no le importó. A pesar de los mordiscos, llevó al cocker nuevamente a la nevera. Tuvo una erección al meterlo dentro. Eso no era raro.
Al segundo día, el cachorro trató de escapar otra vez, pero se movía con mucha mayor lentitud. Patrick lo metió a empujones, cerró la herrumbrada puerta y se apoyó contra ella. Oía que el perrito rascaba la puerta y gemía.
—Vamos, perrito —dijo Patrick Hockstetter, con los ojos cerrados y la respiración acelerada—. Vamos, perrito.
Al tercer día, al abrirse la puerta, el cachorro sólo pudo girar sus ojos hacia la cara de Patrick. Sus costados palpitaban rápidamente. Un día después, el cocker estaba muerto, con una corona de espuma congelada alrededor del hocico. Patrick, al verla, pensó en un helado de coco; rió con todas sus ganas mientras retiraba el cadáver congelado para arrojarlo entre las matas.
Ese verano, la provisión de víctimas (que Patrick consideraba, si acaso las tenía en cuenta, como «animales de experimentación») había mermado mucho. Dejando a un lado la cuestión de la realidad, tenía muy bien desarrollado el instinto de autoconservación y una intuición exquisita. Sospechaba que sospechaban de él. No sabía de seguro quién: ¿el señor Engstrom? Tal vez. El señor Engstrom se había vuelto a mirarlo con expresión pensativa, un día de esa primavera, en la tienda donde estaba comprando cigarrillos y donde Patrick esperaba para comprar el pan. ¿La señora Josephs? Quizá; a veces se sentaba ante la ventana de su sala con un telescopio y, según la señora Hockstetter, era «una entrometida». ¿El señor Jacubois, que tenía una insignia de la Sociedad Protectora de Animales en el parachoques del coche? ¿El señor Nell? ¿Otra persona? Patrick no lo sabía con seguridad, pero la intuición le decía que alguien sospechaba de él, y él nunca discutía con su intuición. Se limitó a atrapar algunos animales vagabundos entre los derruidos inquilinatos de la Manzana del Infierno, eligiendo sólo los que parecían muy flacos o enfermos, pero eso fue todo.
Sin embargo, descubrió que la nevera había adquirido un extraño poder sobre él. Comenzó a dibujarla en la escuela, cuando estaba aburrido. A veces soñaba con ella y la veía enorme, de unos veinte metros de alto, sepulcro blanqueado, poderosa cripta helada bajo el gélido claro de luna. En esos sueños, la gigantesca puerta se abría. Unos ojos enormes lo miraban fijamente. Entonces despertaba, sudando frío. De cualquier modo, no pudo renunciar del todo a las alegrías del artefacto.
Ese día había descubierto, por fin, quién sospechaba de él: Bowers. Al saber que Henry Bowers conocía el secreto de su cámara de eliminación, Patrick sintió algo tan parecido al pánico como le era posible experimentar. En realidad no era muy parecido, pero de cualquier manera, esa inquietud mental le resultó opresiva y desagradable. Henry lo sabía. Sabía que Patrick, a veces, desobedecía las reglas.
La última víctima había sido una paloma que descubrió dos días antes, en Jackson Street. La paloma había sido golpeada por un coche y no podía volar. Patrick fue a su casa, sacó la caja del garaje y puso a la paloma dentro. El ave le picoteó varias veces el dorso de la mano, dejándole huellas ensangrentadas. A él no le importó. Cuando abrió la nevera, al día siguiente, su víctima estaba bien muerta, pero él no retiró el cadáver. Ahora, teniendo en cuenta la amenaza de Henry, Patrick decidió que le convenía deshacerse de esos restos cuanto antes. Tal vez hasta llevara un cubo de agua y algunos trapos para limpiar el interior de la nevera, que no olía muy bien. Si Henry decía algo y el señor Nell bajaba a investigar, tal vez se diera cuenta de que algo (varios algos, en realidad) había muerto allí dentro.
Si Henry se chiva —pensó Patrick, de pie en el pinar, contemplando la herrumbrada Amana—, yo diré que él le quebró el brazo a Eddie Kaspbrak. —Claro que, probablemente, eso ya se sabía, nadie podía probar nada porque todos ellos habían declarado que habían pasado ese día jugando en la casa de Henry y el padre de Henry, el loco, los había respaldado—. Pero si él se chiva, yo me chivo. Una cosa por otra.
Eso ya no importaba. Lo que correspondía era deshacerse de la paloma. Dejaría abierta la puerta de la nevera y después volvería con trapos y agua para limpiar. Bien.
Patrick abrió la puerta que daba a su propia muerte.
Al principio quedó sólo desconcertado, sin poder captar lo que estaba viendo. Para él no tenía sentido alguno. No había contexto. Se limitó a mirar fijamente, con la cabeza inclinada a un lado y los ojos muy grandes.
La paloma no era sino un esqueleto rodeado por un montón de plumas. En el cadáver no quedaba carne alguna. Y alrededor, pegados a las paredes interiores de la nevera, colgando del congelador, balanceándose de las rejillas, había decenas de cosas color carne que parecían grandes moluscos. Patrick vio que apenas se movían, aleteando, como en una brisa. Pero no había brisa. Frunció el ceño.
De pronto, una de aquellas cosas-moluscos desplegó alas de insecto. Antes de que Patrick pudiese captar el simple hecho, el ser había volado por el espacio abierto entre la nevera y el brazo izquierdo de Patrick. Lo golpeó allí con un sonido hueco. Hubo un instante de ardor que pasó enseguida. Patrick sentía el brazo como siempre…, pero la carne pálida de aquella especie de molusco se puso rosa y luego, con súbita brusquedad, roja.
Aunque Patrick no tenía miedo a casi nada, en el sentido que habitualmente se da a la palabra (es difícil temer a las cosas que no son reales), había una cosa que lo llenaba de asco y repulsión. A los siete años, cierto cálido día de agosto, había descubierto, al salir del lago Brewster, que tenía cuatro o cinco sanguijuelas aferradas a su estómago y sus piernas. Gritó hasta quedar ronco, mientras su padre se las arrancaba.
Ahora, en un mortífero arrebato de inspiración, comprendió que aquello eran extrañas sanguijuelas voladoras. Habían infestado su nevera.
Patrick empezó a aullar mientras golpeaba aquella cosa pegada a su brazo, ya hinchada hasta alcanzar casi el tamaño de una pelota de tenis. Al tercer golpe, la cosa se abrió con un repugnante scutt. La sangre, su sangre, le chorreó desde el codo a la muñeca, pero la cabeza del bicho, una especie de gelatina sin ojos, seguía prendida. En cierto modo, era como la estrecha cabeza de un pájaro que terminaba en una estructura similar al pico; pero ese pico no era plano ni puntiagudo, sino tubular y romo, como la trompa del mosquito. Y esa trompa estaba hundida en el brazo de Patrick.
Sin dejar de gritar, hizo una pinza con los dedos para arrancarse esa cosa reventada. El pico se desprendió limpiamente seguida de un flujo de sangre mezclado con un líquido blanco amarillento, como pus. Había dejado en su brazo un agujero del tamaño de una moneda, aunque indoloro.
Y el bicho, aunque reventado, seguía retorciéndose y buscando en sus dedos.
Patrick lo arrojó, giró sobre sus talones… y más sanguijuelas salieron volando de la nevera y cayeron mientras él buscaba el tirador de la nevera. Se le posaron en las manos, en los brazos, en el cuello. Una lo tocó en la frente. Cuando Patrick levantó la mano para quitársela, vio otras cuatro bajo sus dedos; temblaban apenas, mientras se iban poniendo de color rosa.
No había dolor… pero sí una horrible sensación de drenaje. Aullando, girando sobre sí, golpeándose la cabeza y el cuello con las manos llenas de sanguijuelas, Patrick Hockstetter pensaba: Esto no es real, sólo un mal sueño, no te preocupes, no es real, nada es real…
Pero la sangre que brotaba de las sanguijuelas reventadas parecía muy real, igual que el zumbido de sus alas… y su propio terror.
Una de ellas se metió debajo de su camisa y se le adhirió al pecho. Mientras le pegaba frenéticamente, observando la mancha de sangre que se esparcía sobre ese lugar, otra cayó en su ojo derecho. Patrick lo cerró, pero no sirvió de nada: sintió el breve ardor al hundirse la trompa en su párpado para chuparle el fluido del globo ocular. Patrick sintió que el ojo se derrumbaba dentro de la cuenca. Aulló otra vez. Una sanguijuela aprovechó para entrar en su boca y anidar en su lengua.
Todo era casi indoloro.
Patrick avanzó a tropezones, agitando los brazos por el sendero que llevaba al depósito de coches viejos. Los parásitos le colgaban de todo el cuerpo. Algunos chuparon hasta llenarse y reventaron como globos. Cuando eso ocurría con los más grandes, bañaban a Patrick con un chorro de su propia sangre. La sanguijuela que tenía en la boca se iba hinchando; abrió las mandíbulas, pues su único pensamiento coherente era que no debía reventar allí, no debía, no debía.
Pero reventó allí. Patrick despidió un chorro de sangre y carne de parásito como si fuera un vómito. Cayó en la mezcla de polvo y grava y rodó sobre sí, siempre gritando. Poco a poco, el ruido de sus propios aullidos se fue borrando, como si se alejase.
Un momento antes de perder el sentido, vio que una silueta salía desde atrás del último coche abandonado. Al principio, Patrick pensó que era un hombre, tal vez Mandy Fazio. Estaba salvado. Pero al acercarse la silueta, vio que su cara era como cera derretida. A veces empezaba a endurecerse y se parecía a algo —o a alguien—, pero enseguida volvía a desdibujarse, como si no lograse decidir quién o qué deseaba ser.
—Hola y adiós —dijo una voz burbujeante, por debajo del sebo derretido de sus facciones. Patrick trató de aullar otra vez. No quería morir. Por ser la única persona «real», no podía morir. Si moría, todos los habitantes del mundo morirían con él.
La forma humana se apoderó de sus brazos, incrustados de sanguijuelas, y empezó a arrastrarlo hacia Los Barrens. La mochila llena de libros, manchada de sangre, iba dando tumbos tras él, aún enredada a su cuello. Patrick, que seguía tratando de gritar, perdió la conciencia.
Despertó sólo una vez: fue cuando, en algún infierno oscuro, maloliente, mojado, donde no brillaba luz alguna, ni un solo rayo de luz, Eso comenzó a alimentarse.
En un principio, Beverly no comprendió muy bien lo que estaba viendo ni lo que pasaba. Sólo sabía que Patrick Hockstetter había empezado a debatirse, a bailar, a dar gritos. Se levantó con cautela, sosteniendo el tirachinas en una mano y dos de las municiones en la otra. La voz de Patrick seguía oyéndose por el camino, chillando a todo pulmón. En ese momento Beverly fue, de pies a cabeza, la encantadora mujer en que se convertiría; si Ben Hanscom hubiera estado allí para verla en ese momento, tal vez su corazón no lo habría resistido.
Estaba erguida en toda su estatura, con la cabeza inclinada a la izquierda, los ojos dilatados y el pelo peinado en dos trenzas que había rematado con dos pequeñas cintas de terciopelo rojo. Su postura era de concentración absoluta, felina, como de lince. Había apoyado el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo girando el torso a medias, como si fuera a correr tras Patrick. El pantaloncito desteñido dejaba asomar el borde de sus bragas amarillas. Más abajo se estiraban las piernas ya suavemente musculosas, bellas a pesar de las costras, los moretones y las manchas de polvo.
Es una trampa. Te ha visto, sabe que probablemente no puede alcanzarte en una carrera y por eso trata de que te acerques. ¡No lo hagas, Bevvie!
Pero otra parte de ella encontraba demasiado dolor, demasiado miedo en esos alaridos. Quería ver qué le había pasado a Patrick con más claridad, si algo había pasado. Había querido, sobre todo, entrar en Los Barrens por un camino diferente para no presenciar esa locura.
Los gritos de Patrick cesaron. Un momento después, Beverly oyó que alguien hablaba…, pero comprendió que eso tenía que ser su propia imaginación. Oyó la voz de su padre, que decía: «Hola y adiós». Su padre no estaba siquiera en Derry ese día. Había salido hacia Brunswick a las ocho, con Joe Tammerly, para recoger un camión. Sacudió la cabeza como para despejarla. La voz no volvió a dejarse oír. Había sido su imaginación, obviamente.
Salió de entre los matorrales al sendero, lista para correr en cuanto viera a Patrick abalanzarse sobre ella; sus reacciones se centraron sobre gatillos tan sensibles como bigotes de gato. Miró el sendero y sus ojos se dilataron. Allí había sangre. Mucha sangre.
Sangre artificial —insistió su mente—. Por cuarenta y nueve centavos puedes comprar un frasco en la tienda de Dahlie. ¡Ten cuidado, Bevvie!
Se arrodilló para tocar la sangre con los dedos y la examinó con atención. No era falsa.
Entonces sintió un destello caliente en el brazo izquierdo, justo por debajo del codo. Echó un vistazo y vio algo que, al principio, tomó por un abrojo. No, no podía ser un abrojo. Los abrojos no se retuercen ni aletean. Esa cosa estaba viva. Un momento después notó que la estaba picando. Lo golpeó con el dorso de la mano derecha, y la cosa estalló, salpicando sangre. Bev retrocedió un paso, preparándose para gritar ahora que todo había terminado… y entonces vio que aquello no había terminado en absoluto. La cabeza informe de aquella cosa seguía clavada en su carne.
Con un chillido de asco y miedo, tiró de ella y vio salir la trompa de su brazo, como una daga pequeña, chorreando sangre. Entonces comprendió qué era la sangre del sendero, oh, sí, y sus ojos volaron a la nevera.
La puerta se había cerrado otra vez, pero varios de los parásitos estaban fuera reptando torpemente sobre el esmaltado blanco, herrumbroso. Ante la vista de Beverly, uno de ellos desplegó sus alas membranosas, como de mosca, y zumbó hacia ella.
La chica actuó sin pensar: cargó una de las municiones de acero en la taza del Bullseye y tiró del elástico hacia atrás. Al flexionar los músculos del brazo izquierdo, vio que la sangre brotaba a borbotones del orificio que aquello había dejado en su brazo. Soltó la goma, de cualquier modo, apuntando inconscientemente a la bestia voladora.
¡Mierda fallé!, pensó en el momento en que el proyectil salía disparado como un fragmento de luz parpadeante bajo el sol neblinoso. Más tarde diría a los otros Perdedores que estaba segura de haber fallado, así como el jugador de bolos sabe que su tiro ha sido malo en cuanto la bola abandona sus dedos. Pero entonces vio que el proyectil describía una curva. Sucedió en una fracción de segundo, pero la impresión fue muy clara: había descrito una curva. Golpeó a la cosa voladora, convirtiéndola en pasta. Una lluvia de gotitas amarillentas cayó sobre el sendero.
Beverly retrocedió lentamente, con los ojos dilatados y los labios estremecidos, la cara bañada de un blanco grisáceo, espantada. Mantenía la vista clavada en la puerta de la nevera por si alguna de esas otras cosas la olfateaba o percibía su presencia. Pero los parásitos se limitaron a arrastrarse lentamente, como moscas de otoño aturdidas por el frío.
Por fin giró en redondo y echó a correr.
El pánico latía oscuramente en sus pensamientos, pero no cedió del todo. Llevaba el tirachinas en la mano izquierda y, de vez en cuando, miraba por encima del hombro. Aún había sangre salpicando el sendero y las hojas de los matorrales, como si Patrick hubiese avanzado en zigzag al correr.
Beverly irrumpió otra vez en la zona de los coches abandonados. Delante de ella había un charco de sangre más ancho que apenas comenzaba a absorber la tierra pedregosa. El suelo parecía removido, con marcas oscuras trazadas en la blanca superficie polvorienta. Como si hubiese habido lucha en ese sitio. Dos surcos, separados por cuarenta o cincuenta centímetros, se alejaban de allí.
Beverly se detuvo, jadeando. Echó una mirada a su brazo y comprobó, aliviada, que el flujo de sangre iba menguando, aunque tenía chorreaduras hasta la palma de la mano. Empezaba a sentir dolor, una palpitación sorda y pareja, como se siente en la boca una hora después de la visita al dentista, cuando empieza a pasar el efecto de la novocaína.
Volvió a mirar atrás y, al no ver nada, se dedicó a estudiar aquellos surcos que se apartaban de los coches abandonados y del vertedero para perderse en Los Barrens.
Esas cosas estaban en la nevera. Seguramente se lanzaron todas sobre él; basta con ver toda esta sangre. Llegó hasta aquí y luego
(hola y adiós)
pasó algo más. ¿Qué?
Tenía mucho miedo de saberlo. Las sanguijuelas eran una parte de Eso y habían llevado a Patrick hacia otra parte de Eso, tal como se lleva a un venado enloquecido de pánico hacia el matadero.
¡Vete de aquí! ¡Vete, Bevvie!
Pero siguió los surcos cavados en la tierra apretando el Bullseye en la mano sudorosa.
¡Por lo menos, ve en busca de los otros!
Iré… dentro de un momento.
Siguió caminando. Seguía los surcos por una superficie que se inclinaba hacia abajo, cada vez más blanda. Los siguió otra vez hasta el follaje denso. Una cigarra chirriaba, estridente; de pronto quedó en silencio. Los mosquitos le aterrizaban en el brazo surcado de sangre. Los apartó a manotazos, mordiéndose el labio inferior.
Allá delante había algo en el suelo. Lo recogió para mirarlo. Era una billetera hecha a mano de las que hacían los chicos en el curso de manualidades del Centro Cívico. Sólo que, obviamente, el autor de ésa no era muy buen artesano: las puntadas de plástico ya se estaban soltando y el compartimiento para billetes flameaba como boca floja. En el monedero había una moneda de veinticinco centavos. La billetera sólo contenía, aparte de eso, una credencial de la biblioteca, extendida a nombre de Patrick Hockstetter. Beverly arrojó la billetera a un lado, tal como estaba, y se limpió los dedos en los pantaloncitos.
Quince metros más allá encontró una zapatilla. La maleza era ya demasiado densa y no le permitía seguir la huella de los surcos, pero no hacía falta ser rastreador para distinguir las salpicaduras de sangre.
El rastro descendía, serpenteante, por un soto empinado. Bev perdió pie y resbaló; los espinos la arañaron. Unas líneas de sangre fresca aparecieron en la parte alta del muslo. Ahora respiraba aceleradamente; el pelo, sudoroso, se le pegaba al cráneo.
Las manchas de sangre llegaban hasta uno de los difusos senderos abiertos en Los Barrens con el Kenduskeag a poca distancia. Allí estaba la otra zapatilla de Patrick, con los cordones ensangrentados.
Beverly se aproximó al río con el Bullseye medio estirado. Los surcos habían reaparecido, ahora menos profundos. Eso es porque perdió las zapatillas, se dijo ella.
Caminó por el último recodo del camino y se encontró frente al río. Los surcos bajaban hasta la orilla y, por fin, llegaban hasta uno de esos cilindros de cemento: una de las estaciones de bombeo. Allí se interrumpían. La tapa de hierro que coronaba ese cilindro estaba un poco entreabierta.
Al inclinarse hacia ella para mirar abajo, una gruesa y monstruosa risita brotó súbitamente del interior.
Eso fue demasiado. El pánico que venía amenazándola descendió, por fin. Beverly giró en redondo y huyó hacia el claro, hacia la casita, con el brazo ensangrentado protegiéndose la cara de las ramas que la fustigaban.
A veces yo también me preocupo, papá —pensó, descabelladamente—. A veces me preocupo MUCHO.
Cuatro horas después, todos los Perdedores, con excepción de Eddie, se agazapaban entre los matorrales, cerca del sitio donde Beverly, escondida, había visto a Patrick Hockstetter abrir la nevera. El cielo se había cubierto de nubes tormentosas; en el aire había otra vez olor a lluvia. Bill sostenía el extremo de la larga cuerda. Los seis habían reunido sus monedas para comprar la cuerda y un botiquín de primeros auxilios para Beverly. Bill había aplicado cuidadosamente un parche de gasa al agujero sanguinolento del brazo.
—D-d-di a tus pa-padres q-q-que te rasp-p-paste pat-pat-patinando —recomendó.
—¡Mis patines! —recordó Beverly, horrorizada. Los había olvidado por completo.
—Ahí están —señaló Ben.
Yacían tirados a poca distancia. La chica corrió a buscarlos antes de que ninguno de ellos pudiera ofrecerse. Acababa de recordar que los había dejado a un lado antes de orinar, y no quería que los otros se acercaran a ese sitio.
Bill, en persona, ató un extremo de la cuerda al tirador de la nevera; todos lo acompañaron cautelosamente, en grupo, listos para huir a la menor señal de movimiento. Bev había ofrecido devolverle el tirachinas, pero él insistió en que se lo quedase. Nada se movió. Aunque el suelo frente al artefacto estaba manchado de sangre, los parásitos se habían ido.
—Podríamos traer al comisario Borton, al señor Nell y a otros cien policías, sin que sirviese de nada —comentó Stan Uris, amargamente.
—No verían un pimiento —concordó Richie—. ¿Cómo está tu brazo?
—Duele. —Ella hizo una pausa, miró a Bill, a Richie y otra vez a Bill—. ¿Creéis que mis padres verían ese agujero que tengo?
—N-n-no creo —musitó Bill—. Prep-prep-p-paraos para co-co-correr. V-v-voy a at-t-tar esto.
Pasó el extremo de la soga por el tirador cromado, lleno de herrumbre, con el cuidado de quien desactiva una sombra. Ató un nudo flojo y retrocedió soltando cuerda. Cuando hubo cubierto cierta distancia, dedicó a los otros una sonrisa temblorosa.
—Uff —dijo—. M-m-menos mal. Ya e-e-está.
Ya a una distancia prudencial (eso cabía esperar) de la nevera, Bill les repitió que estuviesen preparados para huir. Un trueno resonó directamente arriba haciéndoles dar un salto. Comenzaban a caer las primeras gotas.
Bill tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. El nudo flojo se soltó, pero no antes de haber abierto la puerta de la nevera. Del interior cayó una avalancha de pompones naranja. Stan Uris emitió un gruñido de dolor. Los otros se limitaron a mirar, boquiabiertos.
La lluvia se tornó más fuerte. Los relámpagos soltaban latigazos allá arriba, intimidándolos. En el momento en que la puerta se abría por completo, restalló un rayo azul purpúreo.
Richie fue el primero en ver aquello y gritó con voz aguda, herida. Bill soltó una exclamación de furia y miedo. Los otros guardaron silencio.
En el lado interior de la puerta, en letras de sangre ya seca, se leían estas palabras:
BASTA YA O LOS MATO.
ES UN CONSEJO DEL AMIGO
PENNYWISE
A la lluvia torrencial se agregó el granizo. La puerta de la nevera se mecía, estremecida, en el fuerte viento, mientras la leyenda empezaba a chorrear tomando el ominoso aspecto de un anuncio para películas de terror.
Bev no se dio cuenta de que Bill se había levantado hasta que lo vio avanzar hacia la nevera, sacudiendo los puños. El agua le chorreaba por la cara, pegándole la camisa a la espalda.
—¡Te vamos a m-m-matar! —vociferó.
Los truenos rugían, entre relámpagos tan poderosos que la chica llegaba a percibir su olor. A poca distancia de ellos se oyó el sonido resquebrajado de un árbol que caía.
—¡Vuelve aquí, Bill! —chillaba Richie—. ¡Vuelve, tío!
Empezó a levantarse, pero Ben lo bajó nuevamente de un tirón.
—¡Tú mataste a mi hermano George! ¡Hijo de puta! ¡Degenerado! ¡Bastardo! ¡Quiero verte la cara! ¡Sal si eres valiente!
El granizo cayó a cántaros, fustigándolos aun a través de los arbustos que los protegían. Beverly levantó el brazo para protegerse la cara. En las mejillas chorreantes de Ben habían aparecido manchas rojas.
—¡Bill! ¡Vuelve! —gritó ella, desesperada.
Un trueno más ahogó su voz, rodando por Los Barrens, por debajo de las nubes negras.
—¡Quiero verte la cara, maldito hijo de puta!
Bill pateaba con furia el montón de pompones que habían salido de la nevera. Giró en redondo y empezó a caminar hacia el grupo con la cabeza gacha, como si no sintiera el granizo, aunque a esa altura cubría el suelo como si fuera nieve.
Avanzó torpemente entre las matas. Stan tuvo que sujetarlo por el brazo para evitar que se metiera entre las zarzas. Lloraba.
—Ya vale, Bill —dijo Ben, rodeándolo con un brazo torpe.
—Sí, no te preocupes —agregó Richie—. No vamos a echarnos atrás. —Miró a los otros, salvajes los ojos en la cara mojada—. ¿Alguien quiere echarse atrás?
Todos sacudieron la cabeza.
Bill levantó la vista secándose los ojos. Estaban todos empapados de pies a cabeza; parecían una camada de cachorros después de vadear un río.
—Eso n-n-nos ti-ti-tiene m-m-miedo —aseguró—. L-l-lo intuyo. P-Puedo jurarlo.
Beverly asintió, sobria.
—Me parece que tienes razón.
—Ayu-yu-yudadme —pidió Bill—. P-p-por favor. A-a-ayudadme.
—Te ayudaremos —dijo Beverly.
Y tomó a Bill entre sus brazos. Nunca había imaginado lo fácil que sería rodearlo con los brazos, lo delgado que era. Sintió el corazón de Bill palpitando contra la camisa; lo sintió junto al suyo. Y pensó que ningún contacto le había parecido nunca tan dulce, tan intenso.
Richie los abarcó a ambos con sus brazos y apoyó la cabeza en el hombro de Beverly. Ben hizo lo mismo por el lado apuesto. Stan Uris abrazó a Richie y a Ben. Mike, después de una breve vacilación, deslizó un brazo por la cintura de Beverly y el otro por los hombros estremecidos de Bill. Y así permanecieron, estrechándose, mientras el granizo se convertía en lluvia torrencial, tan densa que parecía una nueva atmósfera. Truenos y relámpagos resonaban en lo alto. Nadie hablaba. Beverly mantenía los ojos cerrados con fuerza, Se quedaron bajo la lluvia, amontonados, abrazándose y escuchando el ruido del agua en los matorrales. Eso era lo que Beverly recordaba mejor: el ruido de la lluvia y el silencio compartido. Y un vago dolor porque Eddie no estaba allí, con ellos.
Recordaba esos detalles.
Y recordaba haberse sentido muy joven, muy fuerte.