XVI. LA FRACTURA DE EDDIE

1

Cuando Richie termina, todos asienten con la cabeza. Y Eddie asiente como los demás, recordando con los demás. En ese momento, el dolor le corre súbitamente por el brazo izquierdo. ¿Corre? no: lo desgarra. Es como si alguien intentase afilar un serrucho mellado en ese hueso. Hace una mueca y busca en el bolsillo de su chaqueta; después de seleccionar al tacto entre varios frasquitos, saca el Excedrin. Traga dos tabletas con un sorbo de ginebra y zumo de ciruelas. El brazo le ha estado molestando a ratos durante todo el día. Al principio no le prestó atención pensando que eran los pinchazos de bursitis que le atacan cuando el tiempo está húmedo. Pero a mitad del relato de Richie un recuerdo nuevo cae en su sitio y comprende de dónde sale el dolor.

Ya no vamos por la senda del recuerdo —piensa—. Esto se está convirtiendo, cada vez más, en la autopista de Long Island.

Cinco años atrás, durante una revisión médica (Eddie se somete a una revisión médica cada seis semanas), el doctor le dijo sin darle importancia:

—Aquí tienes una vieja fractura. Ed. ¿Te caíste de algún árbol cuando eras niño?

—Algo así —reconoció Eddie, sin molestarse en aclarar al doctor Robbins que su madre hubiese caído redonda con una hemorragia cerebral si se hubiera enterado de que su Eddie trepaba a los árboles. En verdad, no podía recordar cómo se había roto ese brazo. No parecía importarle (aunque ahora se le ocurre que esa misma falta de interés era extraña en sí; después de todo, él es de los que dan importancia a cualquier estornudo, al menor cambio en el color de sus deposiciones). Pero era una fractura vieja, algo ocurrido hacía mucho tiempo en una niñez que apenas podía o quería recordar. Le molestaba un poco cuando tenía que conducir muchas horas en días de lluvia. Un par de aspirinas lo solucionaba enseguida. No tenía importancia.

Pero ahora no es sólo una irritación sin importancia. Es como si un demente estuviese afilando ese serrucho enmohecido, tocando melodías con sus huesos. Recuerda que así se sentía en el hospital, sobre todo a altas horas de la noche en los primeros días. Tendido en la cama, sudando de calor, esperaba a que la enfermera le trajese una píldora mientras las lágrimas le corrían por las mejillas hasta las orejas, pensando: es como si un loco estuviese afilando un serrucho allí dentro.

Si esto es la senda del recuerdo —piensa Eddie—, la cambiaría por un gran enema cerebral.

Sin darse cuenta de que va a hablar, dice:

—Fue Henry Bowers el que me fracturó el brazo. ¿Os acordáis de eso?

Mike asiente.

—Fue poco antes de que desapareciera Patrick Hockstetter. No recuerdo la fecha.

—Yo sí —asegura Eddie, secamente—. Fue el 20 de julio. La desaparición de Hockstetter se denunció… ¿Cuándo? ¿El veintitrés?

—El veintidós —corrige Beverly Rogan, aunque no les dice cómo está tan segura de la fecha.

Es porque vio a Eso llevarse a Hockstetter. Tampoco les dice lo que creía entonces y sigue creyendo: que Patrick Hockstetter estaba loco, tal vez más loco que Henry Bowers. Lo dirá luego, pero ahora le toca a Eddie. Y más tarde, probablemente, Ben narrará el punto culminante de aquellos acontecimientos de julio: la bala de plata que jamás se atrevieron a hacer. Una agenda de pesadilla como jamás la hubo. Pero esa exaltación descabellada no cede. ¿Desde cuándo no se sentía tan joven? Apenas puede quedarse quieta.

—El veinte de julio —musita Eddie, haciendo rodar su inhalador por la mesa, de una mano a la otra—. Tres o cuatro días después de aquel asunto del pozo de humo. Pasé el resto del verano con un yeso, ¿recordáis?

Richie se golpea la frente en un gesto que todos recuerdan de los viejos tiempos. Bill piensa, con una mezcla de diversión e intranquilidad, que Richie, por un momento, se ha parecido a Beaver Cleaver.

—¡Claro, por supuesto! Cuando fuimos a la casa de Neibolt Street estabas enyesado, ¿verdad? Y más tarde… en la oscuridad…

Pero Richie acaba por menear la cabeza, confundido.

—¿Qué, R-Richie? —pregunta Bill.

—Todavía no recuerdo esa parte —admite Richie—. ¿Y tú?

Bill mueve lentamente la cabeza.

—Ese día, Hockstetter estaba con ellos —dice Eddie—. Fue la última vez que lo vi con vida. Tal vez reemplazaba a Peter Gordon. Supongo que Bowers no quiso saber nada más con Peter después de verlo huir el día de la pelea a pedradas.

—Murieron todos, ¿no? —pregunta Beverly, sin alzar la voz—. Después de Jimmy Cullum, los únicos que murieron fueron los amigos de Henry Bowers… o sus ex amigos.

—Todos, menos Bowers —confirma Mike, mirando los globos atados a la microfilmadora—. Está en Juniper Hill, un asilo privado para enfermos mentales, en Augusta.

Bill pregunta:

—¿C-c-cómo fue que te romp-p-pieron el brazo, E-e-eddie?

—Tu tartamudez está empeorando, Gran Bill —observa Eddie, solemne, y termina su bebida de un solo trago.

—No importa —responde Bill—. Cu-cuenta.

—Cuenta— repite Beverly.

Y le apoya una mano ligera en el brazo. El dolor vuelve a estallar en ese punto.

—Bueno —dice Eddie. Se sirve otra copa, la estudia—. Un par de días después de salir del hospital fuisteis a casa y me enseñasteis aquellos balines de plata. ¿Te acuerdas, Bill?

Bill asiente.

Eddie mira a Beverly.

—Bill te preguntó si podrías dispararlos, llegado el caso…, porque tenías mejor puntería que nadie. Según creo, dijiste que no podrías…, que tendrías demasiado miedo. Y dijiste algo más, pero no recuerdo qué era. Es como si… —Eddie saca la lengua y se pellizca la punta, como si tuviese algo pegado allí. Richie y Ben sonríen—. ¿Era algo sobre Hockstetter?

—Sí —dice Beverly—. Lo contaré cuando termines. Sigue.

—Después de que os marchasteis, vino mi madre y discutimos como locos. Ella no quería que siguiera jugando con ninguno de vosotros. Y pudo haberse salido con la suya porque tenía un modo de convencerlo a uno…

Bill asiente otra vez. Se acuerda de la señora Kaspbrak, una mujer enorme, de extraña cara esquizofrénica, capaz de lucir pétrea, furiosa, angustiada y asustada, todo al mismo tiempo.

—Sí, habría podido salirse con la suya —dijo Eddie—. Pero pasó algo más, el mismo día en que Bowers me fracturó el brazo. Algo que me sacudió profundamente.

Emite una breve risa, pensando: Me sacudió profundamente, sí. ¿Es todo lo que se te ocurre decir? ¿De qué sirve hablar si no puedes decirles lo que sentiste en realidad? En un libro o en una película, lo que descubrí el día antes de que Bowers me fracturase el brazo me habría cambiado la vida para siempre y nada habría sido como fue… En un libro o en una película. Aquello me habría liberado. Yo no tendría ahora una maleta llena de píldoras en la habitación del hotel, ni estaría casado con Myra, ni tendría aquí este estúpido inhalador de mierda. En un libro o en una película. Porque…

De pronto, ante la vista de todos, el inhalador de Eddie rueda por la mesa sin que nadie lo impulse. Y mientras rueda, emita un sonido repiqueteante y seco, algo así como de maracas, de huesos…, algo así como una risa. Cuando llega al extremo opuesto, entre Richie y Ben, se arroja solo al aire y cae al suelo. Richie trata de sujetarlo, sobresaltado, pero Bill grita:

—¡N-n-no lo t-t-toques!

—¡Los globos! —chilla Ben y todos se vuelven.

Los globos atados a la microfilmadora rezan ahora: LOS MEDICAMENTOS PARA EL ASMA PROVOCAN CÁNCER. Debajo de la leyenda hay calaveras sonrientes.

Estallan con explosiones gemelas.

Eddie contempla esto con la boca abierta; la familiar sensación de ahogo empieza a apretarse en su pecho, como candados que se cerrasen.

Bill lo mira.

—¿Q-q-qué te dij-dijeron? ¿Quién fue?

Eddie se humedece los labios. Querría ir en busca de su inhalador, pero no se atreve. ¿Quién sabe qué puede contener ahora?

Piensa en ese día, el 20 de julio, el calor que hacía, el cheque que le había dado su madre firmado con blanco y el dólar correspondiente a su asignación.

—El señor Keene —dice y su voz suena lejana a sus propios oídos, carente de potencia—. Fue el señor Keene.

—No se puede decir que fuese el hombre más simpático de Derry —dice Mike.

Pero Eddie, perdido en sus pensamientos, apenas lo oye.

Sí, ese día hacía calor, pero el interior de la farmacia estaba fresco. Los ventiladores de madera giraban lentamente bajo el cielo raso; había un reconfortante olor a polvos y preparaciones. Ése era el sitio donde se vendía salud; ésa era la convicción de su madre, jamás formulada, pero comunicada con claridad. Con su reloj biológico puesto a las once y media, Eddie no sospechaba que ella pudiera equivocarse en eso ni en ninguna otra cosa.

Bueno, pero el señor Keene acabó con eso, piensa ahora, con una especie de dulce enfado.

Recuerda haberse detenido ante los comics haciendo girar lentamente el exhibidor por si había números nuevos de Batman, Superboy o El Hombre Elástico, sus favoritos. Ha entregado la lista de su madre y el cheque al señor Keene (ella lo envía a la farmacia como otras madres mandan a sus hijos al supermercado). El farmacéutico se encargará de preparar el paquete y escribir la cantidad en el cheque dando el recibo a Eddie para que ella pueda deducir la suma de su saldo bancario. Para Eddie, todo eso es rutina. Tres medicamentos diferentes para su madre más un frasco de Geritor porque, según le ha dicho ella, misteriosamente, «está lleno de hierro, Eddie, y las mujeres necesitamos más hierro que los hombres». También hay vitaminas para él, un frasco de elixir para niños del doctor Swett… y, por supuesto, su medicina para el asma.

Siempre es lo mismo. Más tarde se detendrá en el mercado de la avenida Costello, con su dólar, para comprar dos chupa-chups y una Pepsi. Chupará los chupa-chups, tomará el refresco y hará resonar el cambio en el bolsillo a lo largo de todo el trayecto de regreso a casa. Pero ese día fue diferente; ese día terminó con él en el hospital, lo cual era muy diferente, sí. Pero comenzó de modo diferente, cuando el señor Keene lo llamó. Porque, en vez de entregarle la bolsa blanca llena de medicamentos y el recibo, indicándole que guardase el papel en su bolsillo para no perderlo, el señor Keene lo mira, pensativo, y dice:

—Ven

2

a la oficina por un minuto, Eddie. Quiero hablar contigo.

Eddie lo miró apenas por un instante, parpadeando, algo asustado. Por la cabeza le cruzó la idea de que el señor Keene podía creer que él había estado robando. Junto a la puerta había un letrero que él siempre leía al entrar. Estaba escrito en acusadoras letras negras, tan grandes que hasta Richie Tozier podría leerlas sin gafas: ROBAR EN UNA TIENDA NO ES AVENTURA NI UNA TRAVESURA. ES UN DELITO PERSEGUIDO POR LA JUSTICIA.

Eddie nunca había robado nada, pero ese letrero siempre lo hacía sentir culpable, como si el señor Keene supiese de él algo que él mismo ignoraba.

Pero el farmacéutico lo confundió aún más al decir:

—¿Te apetece tomar un batido?

—Bueno…

—Oh, la casa invita. Siempre tomo uno en la oficina, más o menos a esta hora. Da energías, siempre que no tengas que cuidar tu peso y creo que ninguno de los dos tiene ese problema. Mi mujer dice que parezco un cordón. El que necesita vigilar el peso es tu amigo, el chico Hanscom. ¿Qué sabor prefieres, Eddie?

—Es que mi madre dijo que volviese a casa en cuanto…

—Me parece que a ti te gusta el chocolate. ¿Uno de chocolate?

Los ojos del señor Keene chisporroteaban, pero era un chisporroteo seco, como el del sol en la mica del desierto. Al menos, eso pensó Eddie, fanático de las novelas del Oeste.

—De acuerdo —cedió.

El gesto con que el farmacéutico se subió las gafas por la nariz lo puso nervioso. Se le veía inquieto, y complacido secretamente, todo al mismo tiempo. Eddie no quería ir a la oficina. No era sólo para tomar un batido. Nada de eso. Y fuese lo que fuese, Eddie tenía la sospecha de que no se trataba de buenas noticias.

A lo mejor va a decirme que tengo cáncer o algo así —pensó Eddie, descabelladamente—. Ese cáncer que ataca a los chinos. Leucemia. ¡Oh, Dios!

Oh, no seas estúpido —se contestó, tratando de hablarse, mentalmente, como, Bill el Tartaja. Bill el Tartaja había reemplazado al Llanero Solitario en la vida de Eddie. A pesar de que no hablaba bien, siempre parecía dominarlo todo—. Este tipo es farmacéutico, no médico, por lo que más quieras. Pero Eddie seguía nervioso.

El señor Keene había levantado la trampilla del mostrador y lo llamaba con un dedo huesudo. El chico lo siguió, reacio.

Ruby, la muchacha del mostrador, estaba sentada ante la registradora leyendo una revista de televisión.

—¿Quieres preparar dos batidos, Ruby? —le pidió el señor Keene—. Uno de chocolate y otro de café.

—Cómo no —dijo Ruby, marcando la página de la revista con un trozo de papel de aluminio.

—Llévalos al despacho.

—Cómo no.

—Ven, hijo, que no voy a morderte.

Y el señor Keene le guiñó un ojo, nada menos, dejando a Eddie completamente atónito.

Nunca, hasta entonces, había estado en la trastienda. Contempló con interés todos aquellos frascos, las botellas y las píldoras. De haber estado solo se habría quedado allí examinando el mortero con su mano, las balanzas y las pesas, los botes llenos de cápsulas. Pero el señor Keene lo empujó hacia adelante y cerró la puerta tras él con firmeza. Cuando ésta se cerró con un chasquido, Eddie sintió un ahogo de advertencia. Luchó contra él. En la bolsa de su madre había un inhalador nuevo; podría echarse una buena bocanada en cuanto saliese de allí.

En una esquina del escritorio había un frasco con gomitas de regaliz. El señor Keene le ofreció uno.

—No, gracias —dijo el chico, cortés.

El farmacéutico se sentó en la silla giratoria y tomó una. Después abrió un cajón y sacó algo que puso junto al frasco de gomitas de regaliz. Eddie se sintió recorrido por una verdadera alarma. Era un inhalador. El señor Keene se reclinó en la silla giratoria hasta que la cabeza quedó casi tocando el calendario de la pared. En la foto del calendario se veían más píldoras. Decía Squibb y…

… Y por un momento de pesadilla, cuando el señor Keene abrió la boca para hablar, Eddie recordó lo que le había pasado en la zapatería siendo niño: los gritos de su madre al ver que tenía el pie puesto en la máquina de rayos X. Por ese único momento de pesadilla, Eddie pensó que ese hombre iba a decirle: «Nueve de cada diez médicos, Eddie, coinciden en que el remedio para el asma provoca cáncer, como las máquinas de rayos X que había antes en las zapaterías. Probablemente ya lo tienes. Me pareció mejor que estuvieses informado».

Pero lo que el señor Keene dijo fue tan extraño que a Eddie no se le ocurrió ninguna respuesta. Se limitó a permanecer sentado en la recta silla de madera, frente al escritorio, como un idiota.

—Esto ya ha ido demasiado lejos.

Eddie abrió la boca y volvió a cerrarla.

—¿Qué edad tienes, Eddie? Once años, ¿verdad?

—Sí, señor —respondió el chico, débilmente.

Su respiración se iba tornando escasa. Aún no había comenzado a silbar como una cafetera (la expresión era de Richie, que solía decir: «Apaguen a Eddie, que ya hierve»), pero eso podía ocurrir en cualquier momento. Miró con nostalgia el inhalador. Como parecía hacer falta algún comentario, dijo:

—En noviembre cumplo doce.

El señor Keene asintió. Luego se inclinó hacia delante, como los farmacéuticos de los anuncios televisivos y cruzó los dedos. Sus gafas refulgían bajo la fuerte luz de los tubos fluorescentes.

—¿Sabes qué son los placebos, Eddie?

Eddie, nervioso, eligió lo que le pareció más aproximado:

—Son esas cosas que tienen las vacas, por donde sale la leche, ¿no?

El señor Keene se echó a reír y se meció en la silla.

—Pues, no —dijo, mientras Eddie se ruborizaba hasta las raíces del pelo. Ya sentía que el silbido se iba filtrando en su respiración—. Un placebo…

Lo interrumpieron dos golpecitos a la puerta. Ruby entró sin esperar autorización, con una anticuada copa de helado en cada mano.

—El de chocolate ha de ser para ti —dijo a Eddie con una amplia sonrisa.

Él se la devolvió lo mejor que pudo, pero su interés por los batidos de chocolate estaba en el punto más bajo de toda su historia personal. Se sentía asustado, con un susto que era, a un tiempo, vago y especifico. Así se asustaba cuando estaba sentado en la camilla del doctor Handor, en calzoncillos, esperando a que el médico entrara y sabiendo que su madre leía en la sala de espera (El poder del pensamiento positivo, de Peale, o Medicina popular, del doctor Vermont, casi seguro). Desprovisto de sus ropas, indefenso, él se sentía atrapado entre los dos.

Sorbió un poco de su batido, mientras Ruby salía. Apenas sintió el sabor.

El señor Keene esperó a que se cerrase la puerta y volvió a esbozar su sonrisa de sol sobre mica.

—Tranquilízate, Eddie, que no voy a morderte. Ni a hacerte daño.

Eddie asintió, porque el señor Keene era adulto y siempre había que dar la razón a los adultos, costase lo que costase (eso le había enseñado su madre). Por dentro pensaba: Oh, ya me han dicho esas mentiras. Era lo mismo que decía el médico cuando abría el esterilizador y dejaba escapar su atemorizante olor a alcohol. Era el olor de las inyecciones. Y éste era el olor de las mentiras. Todo se reducía a lo mismo: cuando los mayores decían que iba a ser sólo un pequeño pinchazo, que no dolía nada, eso significaba que iba a doler mucho.

Trató de tomar un poco más de batido, pero no sirvió de nada. Necesitaba todo el espacio de su estrecha garganta para aspirar un poco de aire. Echó un vistazo al inhalador que seguía en el secante, con ganas de pedirlo, pero no se atrevió. De pronto se le ocurrió algo extraño: tal vez el señor Keene sabía que él lo necesitaba y no se atrevía a pedirlo; tal vez el señor Keene lo estaba

(torturando)

tentando a cometer una fechoría. Menuda tontería, ¿no? Los adultos no jugaban así con los niños, y mucho menos un adulto que repartía salud. No podía ser. No había que pensar siquiera, en eso, porque sólo pensarlo requería un replanteamiento horrible del mundo, tal como Eddie lo entendía.

Pero allí estaba, allí estaba, tan cerca y tan lejos, como el agua junto a la mano del hombre que muere de sed en el desierto. Allí estaba, en el escritorio, bajo los ojos de mica sonriente del señor Keene.

Eddie deseaba, más que ninguna otra cosa, estar en Los Barrens, rodeado de sus amigos. La idea de que un monstruo, cualquier clase de monstruo, acechara bajo la ciudad donde él había nacido y crecido, utilizando las cloacas y los desagües para arrastrarse de un lado a otro, eso lo asustaba, y la idea de pelear contra ese monstruo, de enfrentarse a él, lo asustaba aún más. Pero esto era peor. ¿Cómo se puede luchar contra un adulto cuando dice que no va a doler y uno sabe que no es cierto? ¿Cómo se lucha contra un adulto que hace preguntas extrañas y dice cosas oscuramente ominosas, como «Esto ya ha ido demasiado lejos»?

Casi ociosamente, por la vía del pensamiento lateral, Eddie descubrió una de las grandes verdades de la infancia. Los verdaderos monstruos son los adultos, pensó. No fue gran cosa, no fue un pensamiento que surgiera con un relámpago de revelación ni que se anunciara con trompetas y campanas. Simplemente, vino y se fue, casi sepultado bajo un pensamiento más fuerte: Necesito mi inhalador y quiero salir de aquí.

—Relájate —insistió el señor Keene—. Lo peor de tu problema, Eddie, es que te pasas la vida muy tenso y eso te agrava el asma, por ejemplo. Mira esto.

El señor Keene abrió el cajón de su escritorio, revolvió adentro y sacó un globo. Expandiendo su estrecho pecho hasta donde pudo (la corbata se le bamboleaba como un bote en una ola suave), lo infló. El globo decía: FARMACIA DEL CENTRO. RECETAS, PREPARADOS. ARTÍCULOS FARMACÉUTICOS. El hombre pellizcó el cuello del globo de goma y lo sostuvo delante de sí.

—Imaginemos que esto es un pulmón —dijo—. Tu pulmón. Tendría que inflar dos, claro, pero sólo me queda uno.

—Señor Keene, ¿puedo tomar mi inhalador?

A Eddie empezaba a latirle la cabeza. Sentía que se le estaba cerrando la garganta. Su corazón estaba acelerado y la frente empezaba a cubrírsele de sudor. Su batido de chocolate seguía sobre el escritorio; la cereza se iba hundiendo poco a poco en un engrudo crema batida.

—Espera un minuto —dijo el farmacéutico—. Presta atención, Eddie, quiero ayudarte. Es hora de que alguien lo haga. Si Russ Handor no tiene suficiente valor, tendré que hacerlo yo. Tu pulmón es como este globo, pero está rodeado por una cobertura de músculos. Estos músculos son como los brazos de un hombre que hace funcionar un fuelle, ¿comprendes? Cuando una persona está sana, esos músculos ayudan a los pulmones a expandirse y contraerse con facilidad. Pero si el dueño de esos pulmones sanos está siempre rígido y nervioso, los músculos comienzan a trabajar en contra de los pulmones, en vez de hacerlo a favor de ellos. ¡Mira!

El señor Keene rodeó el globo con una mano huesuda y pecosa. Oprimió, y el globo se abultó junto a sus dedos. Eddie hizo una mueca, preparándose para el estallido. Simultáneamente, dejó de respirar por completo. Se inclinó sobre el escritorio y alargó la mano hacia el inhalador. Su hombro tiró la copa de batido, que se estrelló contra el suelo como una bomba.

Eddie apenas oyó el ruido. Estaba dando manotazos al inhalador, metiéndoselo en la boca, apretando el gatillo. Aspiró una sola vez, desgarrante, mientras sus pensamientos se convertían, como siempre, en una carrera de ratas: Por favor, mamá, me estoy ahogando, no puedo respirar, oh Dios, Dios bendito, no puedo respirar, no quiero morirme, por favor, oh, por favor…

La niebla del inhalador se condensó en las paredes henchidas de su garganta. Entonces pudo volver a respirar.

—Lo siento mucho —dijo, casi llorando—. Perdóneme por la copa. Puedo limpiar y pagarle… pero no se lo diga a mi madre, ¿eh? Perdone, señor Keene, pero no podía respirar…

Otra vez el doble golpecito a la puerta. Ruby asomó la cabeza.

—¿Algún proble…?

—Todo está bien —dijo el señor Keene, ásperamente—. Vete.

—Ay, bueno, disculpe —dijo Ruby, poniendo los ojos en blanco antes de cerrar la puerta.

A Eddie comenzaba a silbarle otra vez la respiración. Inhaló otra bocanada de la medicina y trató de disculparse otra vez. Sólo se interrumpió cuando notó que el farmacéutico le sonreía… con aquella peculiar sonrisa seca. Tenía las manos entrecruzadas contra el abdomen. El globo yacía sobre el escritorio. Eddie tuvo una idea; trató de reprimirla, pero no pudo. Por la expresión de aquel hombre se habría dicho que el ataque de asma le había sabido mejor que el batido.

—No te preocupes —dijo—. Ruby limpiará eso. Y si quieres que te sea sincero, me alegro de que hayas roto esa copa. Porque yo prometo no decir a tu madre que la rompiste, si tú me prometes no decirle nada sobre esta pequeña conversación.

—Oh, sí, lo prometo —se apresuró a decir Eddie.

—Muy bien, de acuerdo. Ya te sientes mucho mejor, ¿verdad?

Eddie asintió.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Bueno, porque… he tomado mi medicina.

Miró a ese hombre tal como miraba a la maestra, después de dar una respuesta de la que no se sentía muy seguro.

—Pero no tomaste ningún medicamento —dijo el señor Keene—. Lo que tomaste es un placebo. El placebo, Eddie, es algo que parece medicina y tiene gusto a medicina, pero no es medicina. El placebo no es un medicamento porque no tiene ingredientes activos. También podemos decir que es una medicina de un tipo muy especial. Para la cabeza. —El farmacéutico sonrió—. ¿Comprendes eso, Eddie? Medicina para la cabeza.

Eddie lo comprendía perfectamente. El señor Keene le estaba diciendo que estaba loco. Pero respondió, con los labios entumecidos.

—No, no lo comprendo.

—Deja que te cuente una pequeña anécdota —dijo el señor Keene—. En 1954 se hicieron en la Universidad de DePaul una serie de pruebas en enfermos de úlcera. A cien enfermos de úlcera se les dio píldoras diciéndoles que eran para curarle las úlceras; en realidad, cincuenta de esas personas tomaron placebos. Eran pastillas de azúcar, con una cobertura rosa. —El señor Keene emitió una risita extraña, aguda, la de quien describe una travesura y no un experimento—. De esos cien pacientes, noventa y tres dijeron experimentar una gran mejoría. Y ochenta y uno habían mejorado de verdad. ¿Qué te parece, Eddie? ¿Qué conclusión sacas de ese experimento?

—No lo sé —musitó Eddie, débilmente.

El señor Keene se dio solemnes golpecitos en la cabeza.

—Lo que yo pienso es que casi todas las enfermedades empiezan por aquí. Hace muchísimo tiempo que trabajo en esto; conozco los placebos desde muchos años antes que los médicos de la Universidad de DePaul hicieran ese estudio. Habitualmente son los viejos los que terminan tomando placebos. Los viejos o las viejas van al médico, convencidos de que están enfermos del corazón, de cáncer, de diabetes o alguna porquería así. Pero en muchísimos casos no es cierto. No se sienten bien porque son viejos, nada más. ¿Y qué hace el médico? ¿Puede decirles que son como relojes con los engranajes gastados? ¡Ja! No, a los médicos les gusta mucho cobrar por el trabajo.

Su cara lucía una expresión mezcla de sonrisa y mueca burlona. Eddie esperaba a que todo eso terminara, terminara, terminara. En la cabeza seguían resonándole unas palabras: No has tomado ningún medicamento.

—Los médicos no les dicen eso. Y yo tampoco. ¿Para qué? A veces, algún viejo se deja caer por aquí, con una receta en blanco que dice, directamente: Place bo o 25 gramos de cielo azul; así lo llamaba el viejo doctor Pearson.

El señor Keene carcajeó por un instante. Luego bebió un sorbo de su batido.

—Bueno, ¿qué hay de malo en eso? —preguntó a Eddie. Como el chico guardó silencio, él mismo dio la respuesta—. ¡No tiene nada de malo! ¡Nada! Al menos… en la mayoría de los casos.

»Los placebos son una bendición para los ancianos. Y hay otros casos: enfermos de cáncer, de afecciones cardiacas degenerativas, de cosas terribles que aún no comprendemos. ¡Algunos son chicos como tú, Eddie! En esos casos, si un placebo hace que el paciente se sienta mejor, ¿qué tiene de malo? ¿Le ves algo de malo, Eddie?

—No, señor —dijo Eddie.

Y clavó la vista en la salpicadura de batido, crema batida y vidrios rotos. En el medio estaba la cereza confitada como un testigo acusador en la escena del crimen. Con sólo mirar ese desastre se le volvía a oprimir el pecho.

—¡Entonces somos como Floreal y Pascual, pensamos igual! Hace cinco años, cuando Vernon Maitland tuvo cáncer de esófago (un cáncer muy, pero muy doloroso) y a los médicos se les acabó todo lo que podían darle para el dolor, yo fui al hospital con un frasco de píldoras de azúcar. Era un amigo muy querido, ¿sabes? Y le dije: «Mira, Vernon, estas píldoras son calmantes que están en la fase experimental. El médico no sabe que te las he traído, así que, por amor de Dios, no le digas nada. A lo mejor no dan resultado, pero yo creo que sí. Toma sólo una al día y sólo si el dolor es muy agudo». Él me las agradeció con lágrimas en los ojos. De veras, Eddie. ¡Y le dieron resultado! ¡Sí! Eran sólo píldoras de azúcar, pero le calmaron el dolor… porque el dolor está aquí.

Y el farmacéutico, solemne, se dio otras palmaditas la cabeza.

Eddie dijo:

—Mi medicamento hace efecto.

—Lo sé —dijo el señor Keene, con una enloquecedora sonrisa de adulto complaciente—. Te alivia el pecho porque te alivia la cabeza. El Hydrox, Eddie, es agua con una pizca de alcanfor, para darle gusto a medicina.

—No —dijo Eddie.

Su pecho volvía a silbar.

El señor Keene recogió con la cuchara parte del helado semiderretido, se lo llevó a la boca y se limpió cuidadosamente la barbilla con el pañuelo mientras Eddie volvía a usar el inhalador.

—Tengo que irme —dijo el chico.

—Espera a que termine, por favor.

—¡No! Me quiero ir. Ya ha cobrado. Ahora me quiero ir.

—Espera a que termine —indicó el señor Keene, tan autoritario que Eddie volvió a sentarse.

A veces, los adultos eran odiosos con todo su poder. Muy odiosos.

—Parte del problema consiste en que tu médico, Russ Handor, es débil. Y parte del problema es que tu madre ha decidido que estás enfermo. Tú, Eddie, estás atrapado en medio.

—No estoy loco —susurró Eddie.

La silla del señor Keene chirrió como un grillo monstruoso.

—¿Qué?

—¡Digo que no estoy loco! —gritó Eddie.

Inmediatamente le subió a la cara un rubor angustiado.

El señor Keene sonrió. Piensa lo que quieras —decía esa sonrisa—. Piensa lo que quieras, que yo tengo mi propia opinión.

—Lo que estoy diciendo, Eddie, es que no estás físicamente enfermo. Tus pulmones no tienen asma. Es tu mente la que está enferma de asma.

—Lo que usted quiere decir es que estoy loco.

El señor Keene se inclinó hacia delante, mirándolo con intensidad por encima de sus manos cruzadas.

—No sé —dijo, con suavidad—. ¿Estás loco o no?

—¡Es mentira! —exclamó Eddie, sorprendido de que las palabras le surgieran del pecho con tanta fuerza. Pensaba en Bill, en cómo reaccionaría Bill ante semejantes acusaciones. Bill sabría qué decir, con tartamudez o no. Bill sabía ser valiente—. ¡Todo eso es mentira! ¡Tengo asma, claro que sí!

—Sí —dijo el señor Keene. Su sonrisa seca se había convertido en una extraña sonrisa de esqueleto—. Pero, ¿de dónde la sacaste, Eddie?

La mente de Eddie daba vueltas y vueltas. Se sentía enfermo, sí, muy enfermo.

—Hace cuatro años, en 1954, el año en que se efectuaron las pruebas en DePaul, por casualidad el doctor Handor empezó a recetarte ese Hidrox. Eso quiere decir hidrógeno y oxígeno, los dos componentes del agua. Desde entonces vengo aviniéndome a ese engaño, pero no quiero seguir adelante. Tu medicamento para el asma funciona sobre tu mente y no sobre tu cuerpo. Tu asma es resultado de una tensión nerviosa del diafragma, ordenada por tu mente… o por tu madre. Tú no estás enfermo.

Se hizo un terrible silencio.

Eddie, sentado en la silla, sentía que la mente le daba vueltas. Por un momento consideró la posibilidad de que ese hombre estuviese diciendo la verdad, pero no podía enfrentarse a las ramificaciones de semejante idea. Sin embargo, ¿qué interés podría tener el señor Keene en mentir sobre algo tan grave?

El señor Keene se sentó, con su sonrisa de desierto, brillante, seca, sin corazón.

Sí que tengo asma, tengo asma. El día en que Henry Bowers me pegó en la nariz, el día en que Bill y yo tratábamos de hacer el dique en Los Barrens, estuve a punto de morir. ¿Tengo que pensar en mi mente… estaba inventando todo eso? Pero ¿qué interés puede tener este hombre en mentir?

Sólo años más tarde, en la biblioteca, se haría Eddie una pregunta aún más terrible: ¿Qué interés tenía en decirme la verdad?

Vagamente le oyó decir:

—Te he estado vigilando, Eddie. Te he dicho todo esto porque ya estás en edad de comprender, pero también porque he visto que, por fin, tienes amigos. Son buenos amigos, ¿verdad?

—Sí —dijo Eddie.

El farmacéutico inclinó la silla hacia atrás, haciéndola crujir otra vez como un grillo, y cerró un ojo. Podía ser un guiño o no.

—Y apostaría a que tu madre no los mira con buenos ojos, ¿verdad?

—Le caen bien, sí —protestó Eddie, pensando en las cosas cortantes que su madre había dicho de Richie Tozier (Dice palabrotas… y por su aliento me doy cuenta de que fuma, Eddie), su despectiva recomendación de que no prestase dinero a Stan Uris porque era judío, su antipatía abierta hacia Bill Denbrough y «ese gordo»—. Le gustan mucho —repitió.

—¿De veras? —repuso el señor Keene, todavía sonriendo—. Bueno, puede que tenga razón, puede que no la tenga. Pero al menos tienes amigos, Eddie. Quizá te convenga discutir con ellos este problema tuyo. Esta… debilidad de la mente. Y escuchar qué te dicen ellos.

Eddie no respondió. Le parecía mejor terminar con esa conversación. Y estaba seguro de que, si no salía pronto de allí, terminaría llorando.

—¡Bueno! —concluyó el señor Keene, levantándose—. Creo que con esto hemos terminado, Eddie. Si te he puesto nervioso, lo siento. Sólo he cumplido con lo que considero mi deber. Y…

Antes de que pudiese decir una palabra más, Eddie arrebató su inhalador y la bolsa de medicamentos. Huyó. Uno de sus pies resbaló en el helado y estuvo a punto de caer. Un segundo después salía a toda carrera de la farmacia, a pesar de su aliento sibilante. Ruby miró sobre su revista, boquiabierta.

Detrás de él creyó percibir la presencia del señor Keene, de pie en la puerta de su despacho, observando su poco garbosa retirada sobre el mostrador de los medicamentos: delgado, pulcro, pensativo y sonriente. Sonriente con esa seca sonrisa de desierto.

Se detuvo en la triple esquina de Kansas, Main y Center, para tomar otra bocanada de su inhalador, sentado en el muro bajo, junto a la parada del autobús; ya tenía la garganta completamente embarrada por ese gusto medicinal

(sólo agua, con un poco de alcanfor)

y pensó que, si se veía obligado a usarlo una vez más, vomitaría hasta las tripas.

Lo guardó en su bolsillo y se dedicó a contemplar el tráfico que subía por Main y bajaba por Up-Mile Hill. Trató de no pensar. El sol le castigaba la cabeza, caliente y cegador. Cada coche que pasaba le arrojaba dardos de reflejo a los ojos; en las sienes nacía un dolor de cabeza. No podía encontrar el modo de seguir enfadado con el señor Keene, pero no le costó en absoluto sentir mucha pena por Eddie Kaspbrak. Se sentía realmente apenado por Eddie Kaspbrak. Probablemente, Bill Denbrough no perdía tiempo sintiendo pena por sí mismo pero, Eddie no podía remediarlo.

Por encima de todos, quería hacer exactamente lo que le había sugerido el señor Keene: bajar a Los Barrens y contar todo a sus amigos para ver qué decían ellos, para ver qué respuestas tenían. Pero no podía hacer eso. Su madre lo esperaba pronto en casa con los medicamentos.

(tu mente… o tu madre)

Y si no llegaba a tiempo

(tu madre ha decidido que estás enfermo)

habría problemas. Ella daría por sentado que había estado con Bill, Richie o «ese chico judío», como llamaba a Stan (insistiendo en que no tenía prejuicios, pero «había que poner las cartas sobre la mesa», frase que utilizaba para referirse a la verdad en situaciones difíciles). De pie en esa esquina, mientras intentaba desesperadamente ordenar sus desmandados pensamientos, Eddie adivinó lo que ella diría si llegaba a enterarse de que otro de sus amigos era negro y de que en grupo había una chica, una chica a la que ya le estaban creciendo los pechos.

Echó a andar lentamente hacia Up-Mile Hill detestando la perspectiva de subir esa cuesta con semejante calor. Probablemente se podría freír un huevo en la acera. Por primera vez sintió ganas de que empezasen las clases, de iniciar un nuevo curso, de entenderse con las peculiaridades de otra maestra. De que terminara ese verano espantoso.

Se detuvo a mitad de la cuesta, no lejos del sitio donde Bill Denbrough redescubría a Silver, su bicicleta, veintisiete años después, y sacó su inhalador del bolsillo. HidrOx Pulverizador —rezaba la etiqueta—. Adminístrese a discreción.

Algo más encajó en su sitio. Adminístrese a discreción. Aunque era sólo un niño que ni siquiera sabía limpiarse el culo (así decía su madre, a veces, cuando ponía las cartas sobre la mesa), hasta un chico de once años sabía que un medicamento de verdad no se «administra a discreción». Los medicamentos de verdad pueden matar si uno los consume como le viene en gana. Probablemente, hasta la simple aspirina podía matar de ese modo.

Miró fijamente el inhalador sin prestar atención a la anciana que lo miraba con curiosidad mientras bajaba la cuesta rumbo a Main Street con su bolsa de las compras. Se sentía traicionado y por un momento estuvo a punto de arrojar el frasco de plástico a la alcantarilla. Mejor aún, podría arrojarlo por la boca de la cloaca. ¡Claro! ¿Por qué no? Que se lo quedara Eso, en sus túneles y sus cloacas chorreantes. ¡Ahí tienes un pla-ce-bo, monstruo de mil caras! Emitió una risa histérica y estuvo a punto de seguir el impulso, pero al cabo se impuso el hábito. Volvió a guardar el inhalador en el bolsillo y siguió caminando, oyendo apenas el ocasional bocinazo o el zumbido del autobús del parque Bassey. Estaba igualmente lejos de saber que muy pronto descubriría cómo era el dolor, el dolor de verdad.

3

Cuando salió del mercado de la avenida Costello, veinticinco minutos después, con una Pepsi en la derecha y dos chupa-chups en la izquierda, Eddie se llevó la desagradable sorpresa de descubrir a Henry Bowers, Victor Criss, Moose Sadler y Patrick Hockstetter arrodillados en la acera, a la izquierda de la pequeña tienda. Por un momento, Eddie pensó que estaban jugando a algo; después vio que habían reunido el dinero de todos en la camisa de Victor. A un lado, en descuidado montón, estaban los textos para los cursos de recuperación.

En un día cualquiera, Eddie se habría evaporado silenciosamente volviendo a la tienda para preguntar al señor Gedreau si podía salir por la puerta trasera. Pero aquél no era un día cualquiera. Eddie quedó petrificado en donde estaba, con una mano en la puerta llena de anuncios de cigarrillos y la otra aferrando la bolsa del supermercado y la de la farmacia.

Victor Criss lo vio y dio un codazo a Henry. Henry levantó la vista. Lo mismo hizo Patrick Hockstetter. Moose, cuya transmisión era más lenta, siguió contando monedas por unos cinco segundos, antes de que el súbito silencio penetrara en él. Entonces, él también alzó los ojos.

Henry se levantó, sacudiéndose el polvo del mono. Tenía entablillada la nariz y su voz había adquirido un tono nasal, como sirena de niebla.

—Vaya, por todos los diablos —comentó—, uno de los tirapiedras. ¿Dónde dejaste a tus amigos, capullo? ¿Están adentro?

Eddie sacudió torpemente la cabeza antes de darse cuenta de que acababa de cometer otro error. La sonrisa de Henry se ensanchó.

—Bueno, me parece muy bien —dijo—. No me molesta atraparlos uno a uno. Ven aquí, capullo.

Victor se puso a su lado; Patrick Hockstetter los siguió sonriendo del modo vacuo y porcino que Eddie le conocía de la escuela. Moose aún se estaba incorporando.

—Ven aquí, gilipollas —repitió Henry—. Vamos a hablar de piedras, ¿quieres?

Aunque ya era demasiado tarde, Eddie decidió que sería mejor volver a la tienda. Allí había un adulto. Pero en el momento en que retrocedía, Henry salió disparado y lo sujetó. Le tiró del brazo, con fuerza, y su sonrisa se convirtió en una mueca. Le arrancó la mano de la puerta. Eddie se vio arrastrado hasta la calle; se habría estrellado de cabeza en la grava, al pie de los peldaños, si Victor no lo hubiera sujetado rudamente por las axilas. Luego lo empujó. Eddie logró conservar el equilibrio, pero sólo dando dos grandes vueltas de molino con los brazos. Los cuatro chicos lo rodearon desde unos tres metros de distancia; Henry, algo más adelante, sonreía. El pelo se le erguía en un remolino, sobre la nuca.

Algo más atrás, a su izquierda, estaba Patrick Hockstetter, un chico realmente escalofriante. Eddie no lo había visto en compañía de nadie antes de aquel día. Era un poco gordo; la barriga le colgaba un poco sobre el cinturón, que tenía una gran hebilla metálica. Su cara, perfectamente redonda, parecía siempre pálida como la crema, pero en ese momento estaba algo quemada por el sol. La quemadura se acentuaba en la nariz, que se le estaba pelando, pero se alargaba hacia fuera sobre las mejillas, como alas. En la escuela, a Patrick le gustaba matar moscas con su regla de plástico verde; después las ponía en la caja de los lápices. A veces enseñaba su colección de moscas a algún chico nuevo, en los recreos; en esas ocasiones, sus labios gruesos sonreían y sus ojos, verdegrisáceos, permanecían sobrios y pensativos. Nunca hablaba cuando enseñaba sus moscas muertas, fuese cual fuese el comentario del chico nuevo. Y en ese momento, su cara tenía la misma expresión.

—¿Cómo te va, Tirapiedras? —preguntó Henry, cruzando la distancia que los separaba—. ¿Has traído con qué tirar?

—Déjame en paz —dijo Eddie, con voz temblorosa.

—Déjame en paz —le imitó Henry, agitando las manos en un simulacro de terror. Victor soltó la risa—. ¿Y si no te dejo, Tirapiedras? ¿Eh?

Su mano salió disparada, increíblemente rápida, y explotó contra la mejilla de Eddie con el ruido de un tiro. La cabeza del chico cayó hacia atrás. El ojo izquierdo empezó a lagrimearle.

—Dentro están mis amigos —dijo.

—Dentro están mis amigos —se burló Patrick Hockstetter—. ¡Oooh! ¡Oooh!

Y comenzó a describir un círculo hacia la derecha de Eddie.

El chico quiso girar en esa dirección, pero la mano de Henry voló otra vez, golpeándole la otra mejilla.

No llores —se dijo—, eso es lo que ellos quieren, pero no lo hagas, Eddie. Bill no lloraría. No llores tú tamp…

Victor dio un paso adelante y le aplicó un empujón en medio del pecho. El niño dio un paso atrás y cayó despatarrado sobre Patrick, que se había agazapado detrás de sus pies. Cayó sordamente a la grava raspándose los brazos. Se oyó un ¡guffff!: el aliento acababa de escapársele.

Un momento después tenía a Henry Bowers encima, inmovilizándole los brazos con las rodillas y el cuerpo con el trasero.

—¿Tienes con qué tirar, Tirapiedras? —le espetó.

Eddie se asustó más ante la luz demencial que le veía entre los ojos que por el dolor de los brazos o la imposibilidad de respirar. Henry estaba chiflado. A muy poca distancia, Patrick reía entre dientes.

—¿Quieres tirar piedras? ¿Eh? ¡Aquí tienes piedras! ¡Toma!

Henry recogió un puñado de grava y se la plantó en la cara, frotándosela en la piel, cortándole las mejillas, los párpados, los labios. El chico abrió la boca y gritó a todo pulmón:

—¿Quieres piedras? Pues toma. ¡Toma piedras, Tirapiedras! ¿Quieres más? ¡Bueno, bueno, bueno!

La grava se le metía por la fuerza en la boca abierta, lacerándole las encías, rechinando contra sus dientes. Sintió saltar chispas de sus empastes. Gritó otra vez y escupió grava.

—¿Quieres más piedras? ¿Otro poquito? ¿Qué te parece…?

—¡Basta! ¡A ver, vosotros! ¡Basta! ¡Tú, chico! ¡Déjalo! ¡Ahora mismo! ¿Me oyes? ¡Deja a ese chico!

Eddie, por entre sus párpados medio cerrados y llenos de lágrimas, vio que una mano grande bajaba a sujetar el cuello de Henry por la camisa y el tirante del mono. La mano dio un tirón, apartando a Henry, que aterrizó en la grava y se levantó. Eddie se puso de pie con más lentitud; su levantador parecía momentáneamente descompuesto. Jadeando, escupió trozos de grava ensangrentada.

Era el señor Gedreau, con su largo delantal blanco, y parecía furioso. Su cara no revelaba miedo alguno, aunque Henry le llevaba más de cinco centímetros y unos veinte kilos, probablemente. No revelaba miedo porque era adulto y Henry, sólo un niño. Pero esta vez, pensó Eddie, esa diferencia no significaba nada. El señor Gedreau no comprendía. No se daba cuenta de que Henry estaba loco.

—Salid de aquí —dijo el señor Gedreau, avanzando hacia Henry hasta ponerse frente a aquel chico de cara resentida—. Marchaos y no volváis nunca más. No me gustan los matones. Y no me gusta ver que se junten cuatro contra uno. ¿Qué dirían vuestras madres?

Repasó a los otros con su mirada furiosa, acalorada. Moose y Victor bajaron la vista y la clavaron en sus zapatillas, Patrick se limitó a mirar a través del señor Gedreau, con sus ojos vacuos. El hombre volvió a dirigirse a Henry. Apenas había dicho:

—Tomad vuestras bicicletas y…

Cuando Henry le aplicó un buen empujón.

Una expresión de sorpresa, que habría sido cómica en cualquier otra circunstancia, se esparció sobre la cara del señor Gedreau, que voló hacia atrás, escupiendo grava por los talones. Cayó sentado en los escalones que llevaban a la puerta de su tienda.

—Maldito hijo de… —comenzó.

La sombra de Henry cayó sobre él.

—Vuelva dentro —dijo.

—Pero…

Y esa vez el señor Gedreau se interrumpió solo. Por fin había visto aquella luz en los ojos de Henry. Se levantó apresuradamente, haciendo flamear su delantal, y subió los peldaños tan rápido como pudo; tropezó en el penúltimo y tuvo que apoyar una rodilla en el suelo. De inmediato estuvo de pie, pero ese tropezón, por breve que fuese, le robó cuanto quedaba de su autoridad de adulto.

Ya arriba, giró en redondo para gritar:

—¡Voy a llamar a la policía!

Henry hizo ademán de arrojarse contra él y el señor Gedreau se echó hacia atrás. Eddie comprendió que eso era el fin. Por increíble, por inconcebible que pareciese, allí no había protección para él. Era hora de irse.

Mientras Henry de pie ante los peldaños, fulminaba con la vista al señor Gedreau y los otros permanecían petrificados (hasta horrorizados, exceptuando a Patrick) por ese súbito y triunfal desafío a la autoridad de los adultos, Eddie vio su oportunidad. Giró en redondo y puso pies en polvorosa.

Iba ya por la mitad de la manzana cuando Henry se volvió, echando chispas por los ojos.

—¡Atrapadlo! —aulló.

Con asma o sin ella, Eddie corrió como nunca. En algunos tramos, hasta de varios metros, tuvo la sensación de que sus zapatos no habían tocado la acera. Y por algunos segundos hasta albergó la embriagadora idea de que podría escapar.

De pronto, justo antes de que llegase a Kansas Street, donde quizá habría estado a salvo, un niño en triciclo salió pedaleando de un jardín cruzándosele por delante. Eddie trató de desviarse, pero a la velocidad que llevaba habría hecho mejor tratando de saltar por encima de la criatura. (El niño se llamaba Richard Cowan; ya adulto y casado, engendraría a un niño bautizado Frederick Cowan que moriría ahogado en un inodoro y parcialmente comido por algo que surgiría del artefacto, en forma de humo negro, para tomar una forma inconcebible).

Uno de los pies de Eddie quedó atrapado en el soporte posterior del triciclo. Richard Cowan apenas se balanceó, pero Eddie salió volando. Cayó con el hombro contra la acera, resbalando tres metros y despellejándose codos y rodillas. Mientras intentaba levantarse, Henry Bowers cayó sobre él como una bala de cañón planchándolo contra el suelo. La nariz del chico sufrió un breve encontronazo con el cemento. Voló sangre.

Henry giró de costado, como un paracaidista y en un segundo estuvo en pie. Tomó a Eddie por la nuca y la muñeca derecha. Su aliento, resonante en la nariz hinchada y cubierta de vendas, era cálido, húmedo.

—¿Quieres piedras, Tirapiedras? ¡Claro, qué joder! —Dio un tirón a la muñeca de Eddie, subiéndosela por la espalda, y el chico emitió un chillido—. Piedras para el Tirapiedras, sí. —Y le retorció la muñeca un poco más.

Eddie aulló. Detrás de él estaban acercándose los otros. También oyó que el niño del triciclo empezaba a llorar. Ya somos dos, pequeño, pensó. Y a pesar del dolor, a pesar de las lágrimas y el miedo, rebuznó de risa, como un borrico.

—¿Te parece divertido? —preguntó Henry, súbitamente desconcertado en vez de furioso—. ¿Esto te resulta divertido?

¿Era posible que se lo oyera también asustado? Años más tarde, Eddie se diría que sí, que Henry había hablado como si estuviese asustado.

Eddie intentó zafar la muñeca de entre las manos de Henry. Estaba húmeda de sudor y hubiese podido soltarse. Tal vez por eso Henry la retorció con más fuerza que antes. Eddie oyó un crujido en su brazo, como el de una rama de invierno que cediese bajo el hielo acumulado. El dolor que rodó desde ese brazo fracturado fue gris y enorme. Chilló, pero el sonido le pareció lejano. El mundo estaba perdiendo color. Cuando Henry lo soltó, dándole un empujón, tuvo la sensación de flotar hasta la acera. Le llevó mucho tiempo llegar hasta el cemento. Tuvo oportunidad de echar una buena mirada a cada una de las grietas, de admirar el modo en que el sol brillaba en las motas de mica, de reparar en los restos de una viejísima rayuela dibujada con tiza rosada. Por un instante cambió de forma y se pareció a una tortuga.

En ese momento podría haberse desmayado, pero cayó sobre el brazo fracturado y el nuevo dolor fue agudo, brillante, caliente, terrible. Sintió que los extremos astillados de los huesos rechinaban entre sí. Se mordió la lengua, sacándose sangre otra vez. Rodó hasta quedar de espaldas y vio que Henry, Victor, Moose y Patrick estaban de pie ante él. Parecían imposiblemente altos, como deudos que miraran el interior de una sepultura.

—¿Te ha gustado, Tirapiedras? —preguntó Henry. Su voz llegaba desde lejos, flotando entre nubes de dolor—. ¿Te va la marcha, Tirapiedras? ¿Te ha gustado mi trabajito?

Patrick Hockstetter rió como las niñas.

—Tu padre está loco —se oyó decir Eddie—. Y tú también.

La sonrisa de Henry se borró tan inmediatamente como si alguien le hubiera dado una bofetada. Levantó el pie para asestar una patada… y en ese momento sonó una sirena en la tarde calurosa, callada. Henry se detuvo. Victor y Moose miraron alrededor, inquietos.

—Mejor nos vamos, Henry —propuso Moose.

—Yo sí me voy, ahora mismo —afirmó Victor.

¡Qué lejanas sonaban sus voces! Como los globos del payaso. Parecían flotar. Victor huyó hacia la biblioteca, cortando por el parque McCarron para salir de la calle.

Henry vaciló aún por un instante; quizá esperaba que el coche de la policía estuviera ocupado en otra cosa y lo dejara seguir con lo suyo. Pero la sirena sonó otra vez, más cercana.

—Tienes suerte, caraculo —dijo.

Y siguió a Victor, acompañado por Moose.

Patrick Hockstetter se quedó un momento.

—Aquí te dejo un regalito —susurró, con su voz grave y ronca. Aspiró hondo y escupió una gran flema verde a la cara sudorosa y ensangrentada de Eddie. Splat—. No te lo comas todo de una vez, si no quieres —dijo Patrick, esbozando su sonrisa inquietante—. Deja un poco para después.

Giró lentamente y desapareció también.

Eddie trató de limpiarse la flema con el brazo sano, pero hasta ese pequeño movimiento volvió a encender el dolor.

Cuando saliste hacia la farmacia no habrías imaginado que terminarías en la avenida Costello, con un brazo roto y los mocos de Patrick Hockstetter corriéndote por la cara, ¿verdad? Ni siquiera pudiste tomarte la Pepsi. La vida está llena de sorpresas, ¿verdad?

Increíblemente, volvió a reír. Fue una risa débil, que le provocó dolor en el brazo, pero le hizo bien. Y notó algo más: no tenía asma. Su respiración era perfecta, al menos por el momento. Menos mal, porque jamás habría podido sacar su inhalador, aunque lo intentara mil años.

La sirena ya estaba muy cerca; aullaba y aullaba Eddie cerró los ojos y vio rojo bajo los párpados. Después, el rojo se convirtió en negro; una sombra había caído sobre él. Era el niño del triciclo.

—¿Estás bien? —preguntó el niño.

—¿Te parece que estoy bien?

—No, me parece que estás jodido —dijo el niño.

Y se alejó pedaleando. Cantaba algo sobre un granjero.

Eddie empezó a reír como un tonto. Ya estaba allí el coche de policía; le llegó el chirriar de sus frenos. Se descubrió alentando la vaga esperanza de que viniera con el señor Nell, aunque sabía que el señor Nell no era de la motorizada.

¿De qué demonios te ríes?

No lo sabía. Tampoco sabía por qué, en medio de tanto dolor, sentía un alivio tan intenso. Tal vez porque aún estaba vivo, sin haber sufrido sino la fractura de un brazo, porque aún quedaban trozos para recoger. Se conformó con eso. Pero años más tarde, sentado en la biblioteca de Derry, con un vaso de ginebra y zumo de ciruelas ante él, a mano el inhalador, dijo a los otros que en su alivio había algo más: había tenido edad suficiente para sentir ese algo más pero no para definirlo.

Creo que fue el primer dolor verdadero de mi vida —diría a los otros—. Y no se pareció en nada a lo que yo suponía. No acabó conmigo como persona. Creo… que me dio una base de comparación. Descubrí que se podía existir dentro del dolor, a pesar del dolor.

Eddie giró débilmente la cabeza a la derecha y vio grandes neumáticos Firestone, tapacubos cromados y luces azules que palpitaban. Oyó entonces la voz del señor Nell, densamente irlandesa, increíblemente irlandesa. Se parecía más a la voz de policía irlandés que a la voz del verdadero señor Nell… pero tal vez era efecto de la distancia.

—¡Jesús, María y José! ¡Es el chico Kaspbrak!

En ese momento, Eddie se alejó flotando.

4

Y, con una sola excepción, se quedó lejos por largo rato.

En la ambulancia tuvo un breve período de conciencia. Vio al señor Nell sentado frente a él, tomando un trago de su botellita parda, mientras leía una novela barata llamada Yo, jurado. La chica de la portada tenía los pechos más grandes que Eddie hubiese visto en su vida. Sus ojos se desviaron hacia el conductor. El hombre lo miró de reojo, con una gran sonrisa libidinosa; su lívida piel tenía pintura de grasa y talco; sus ojos brillaban como monedas nuevas. Era Pennywise.

—Señor Nell —susurró Eddie.

El policía levantó la vista con una sonrisa.

—¿Cómo te sientes, hijo?

—… chófer… chófer…

—Sí, llegaremos enseguida —dijo el señor Nell y le entregó la botellita parda—. Prueba esto. Te sentirás mejor.

Eddie bebió aquello que tenía gusto a fuego líquido. Tosió y eso le hizo doler el brazo. Miró hacia adelante y vio otra vez al chófer. Era sólo un tipo cualquiera, con el pelo cortado a lo militar. No era el payaso.

Volvió a desmayarse.

Mucho después fue la sala de urgencias y una enfermera que le limpiaba la sangre, el polvo, la flema y la grava con un paño frío. Ardía, pero también era maravilloso. Oyó que su madre gritaba afuera. Trató de decir a la enfermera que no la dejara entrar, pero no pudo pronunciar palabra, por mucho que lo intentó.

—¡… si está muriendo quiero saberlo! —aullaba su madre—. ¿Me oye? Tengo derecho a saberlo y tengo derecho a verlo. ¡Puedo entablarle juicio a este hospital! ¡Conozco muchos abogados! ¡Entre mis mejores amigos hay más de un abogado!

—No trates de hablar —dijo la enfermera a Eddie.

Era joven y él sintió que sus pechos le apretaban el brazo. Por un momento tuvo la loca idea de que la enfermera era Beverly Marsh. Después volvió a perder la conciencia.

Cuando la recobró, su madre estaba en la habitación, hablando con el doctor Handor a un kilómetro por minuto. Sonia Kaspbrak era una mujer enorme. Sus piernas, enfundadas en las medias, parecían troncos, pero troncos suaves. Estaba muy pálida, exceptuando las fogosas manchas del maquillaje.

—Mamá… —balbuceó Eddie—, bien… Estoy bien…

—¡No es cierto, no es cierto! —gimió la señora Kaspbrak, retorciéndose las manos.

Eddie oyó que sus nudillos crujían. Empezó a sentir que se le acortaba el aliento al verla en ese estado. ¡Cómo la había hecho sufrir esa última aventura suya! Quiso decirle que se lo tomara con calma si no quería tener una crisis cardiaca, pero no pudo. Tenía la garganta demasiado seca.

—No estás bien. Has tenido un accidente grave, muy grave. Pero te pondrás bien, te lo prometo, Eddie, te pondrás bien aunque tenga que traer a todos los especialistas del país. Oh, Eddie…, Eddie…, tu brazo, pobrecito…

Rompió en sonoros sollozos. Eddie vio que la enfermera, la que le había lavado la cara, la miraba sin mucha simpatía.

Mientras se desarrollaba el aria, el doctor Handor no hacía más que tartamudear:

—Sonia… Sonia, por favor… ¿Sonia…?

Era un hombrecito flaco, laxo, cuyo bigotito no crecía muy recto y, además, estaba mal recortado, más largo a la izquierda que a la derecha. Parecía nervioso. Eddie recordó lo que el señor Keene le había dicho esa mañana y sintió cierta compasión por el médico.

Por fin, Russ Handor reunió fuerzas para decir:

—Si no puede dominarse, Sonia, tendrá que salir de la habitación.

Ella giró en redondo haciéndolo retroceder.

—¡Ni me hable de eso! ¡No se atreva a sugerírmelo, siquiera! ¡El que yace aquí, agonizando, es MI HIJO! ¡Mi propio hijo yace aquí, en su lecho de dolor!

Eddie recobró el uso de su voz y los dejó atónitos:

—Quiero que te vayas, mamá. Si me van a hacer algo que me haga gritar y eso creo, te sentirás mejor si no estás aquí.

Ella se volvió a mirarlo, atónita… y dolorida. Ante esa expresión, el chico sintió que su pecho se apretaba otra vez, inexorablemente.

—¡Nada de eso! —exclamó ella—. ¡Cómo se te ocurre decir algo tan horrible, Eddie! ¡Estás delirando! No sabes lo que estás diciendo, es la única explicación.

—Mire, no sé cuál es la explicación ni me interesa —dijo la enfermera—. Pero sí sé que aquí estamos, sin hacer nada, cuando deberíamos estar arreglando el brazo de su hijo.

—¿Pretende sugerir…? —empezó Sonia elevando la voz hacia la nota aguda y penetrante que usaba en sus momentos de peor inquietud.

—Sonia, por favor —dijo el doctor Handor—, no es lugar para discutir. Ayudemos a Eddie.

La mujer retrocedió, pero sus ojos centelleantes (los de una madre osa a quien le amenazan el vástago) prometieron a la enfermera que más tarde habría problemas. Posiblemente, hasta una denuncia. Luego sus ojos se humedecieron, extinguiendo las chispas o, por lo menos, ocultándolas. Tomó la mano sana de su hijo y la estrechó con tanta fuerza que le arrancó una mueca de dolor.

—Es grave, pero pronto te pondrás bien —dijo—, muy pronto. Te lo prometo.

—Claro, mamá —jadeó Eddie—. ¿Me puedes dar mi inhalador?

—Por supuesto. —Sonia Kaspbrak miró triunfalmente a la enfermera, como si se le absolviera de alguna acusación criminal—. Mi hijo tiene asma —dijo—. Es grave, pero él se las arregla maravillosamente.

—Qué bien —manifestó la enfermera, secamente.

La madre manipuló el inhalador para que él pudiese aspirar. Un momento después, el médico estaba palpando el brazo roto. Lo hizo con tanta suavidad como le era posible, pero aun así el dolor fue horrible. Eddie tenía ganas de gritar, pero apretó los dientes para contenerse. Temía que, si gritaba, su madre hiciese lo mismo. El sudor le asomó a la frente, en gruesas gotas claras.

—¡Le están haciendo daño! —exclamó la señora Kaspbrak—. ¡Estoy segura! ¡No hay ninguna necesidad! ¡Basta! ¡No tiene por qué hacerle daño! ¡Es un niño muy delicado para soportar ese tipo de dolores!

Eddie vio que la enfermera clavaba una mirada airada en la cara preocupada del doctor Handor. Y vio la muda conversación que transcurría entre ellos. Saque a esta mujer de aquí, doctor. Y en los ojos sombríos de él: No puedo. No me atrevo.

Dentro del dolor había una gran claridad (si bien, Eddie no habría deseado experimentarla con frecuencia; el precio era demasiado alto). En esa conversación sin palabras, Eddie aceptó todo lo que el señor Keene le había dicho. Su inhalador estaba lleno de agua alcanforada. El asma no estaba en su pecho sino en su cabeza. De un modo u otro tendría que medirse con esa verdad…

Miró a su madre y la vio nítidamente en su dolor: cada flor de su vestido estampado, las manchas de sudor bajo los brazos, allí donde la transpiración había empapado la tela, las rozaduras de sus zapatos. Vio lo pequeños que eran sus ojos entre las bolsas de piel. Y entonces se le ocurrió una idea espantosa: esos ojos eran casi tan depredadores como los del leproso que había salido del sótano, en Neibolt Street. Aquí vengo, todo está bien… De nada te servirá correr, Eddie…

El doctor Handor apoyó suavemente las manos alrededor de su brazo roto y oprimió. El dolor fue un estallido.

Eddie se alejó flotando.

5

Le dieron un líquido a beber y el médico vendó la fractura. Le oyó decirle a su madre que era una fractura simple, «como la que se hace cualquier chico al caerse de un árbol». Y la madre de Eddie respondió, furiosa: «¡Eddie no trepa a los árboles! ¡Ahora quiero saber la verdad! ¿Está grave, sí o no?».

Después, la enfermera le dio una píldora. Sintió sus pechos contra el hombro y esa presión le resultó reconfortante. Aun entre la niebla se dio cuenta de que la enfermera estaba enfadada y creyó decir: «Ella no es el leproso, por favor, no penséis eso; sólo me come porque me ama». Pero tal vez no dijo nada, porque la cara furiosa de la enfermera no cambió.

Tuvo la vaga impresión de que lo llevaban por un corredor en una silla de ruedas, y que la voz de su madre se borraba hacia atrás.

—¿Qué quiere decir con eso de que hay horario de visitas? ¡A mí no me hable de horario de visitas! ¡Se trata de mi hijo!

Se borraba. Eddie se alegró de que ella se borrase, se alegró de estar borrándose él mismo. El dolor había desaparecido; con él, la claridad. No quería pensar. Quería dejarse ir. Sabía que su brazo izquierdo estaba muy pesado. Se preguntó si lo habían enyesado. No recordaba si lo habían enyesado o no. Oyó vagamente algunas radios en distintas habitaciones, vio a pacientes que parecían fantasmas con sus batas de hospital caminando por los amplios pasillos. Y hacía calor…, mucho calor. Cuando lo llevaron a su habitación, vio que el sol descendía como un furioso borbotón de sangre anaranjada. Y pensó, incoherente: Como un gran botón de payaso.

—Ven, Eddie —dijo una voz—, puedes caminar.

Y descubrió que podía. Lo acostaron entre sábanas frescas y bien planchadas. La voz le dijo que, por la noche, tendría algunos dolores, pero que no debía pedir calmantes a menos que fueran muy fuertes. Eddie preguntó si podía tomar un poco de agua. Se la trajeron con una paja que tenía un acordeón en medio para que pudiese doblarlo. Estaba fresca y le hizo bien. La bebió toda.

Por la noche tuvo dolores bastante fuertes. Despierto en la cama, sostenía el timbre en la mano izquierda, pero sin apretarlo. Fuera había una tormenta eléctrica; cuando se encendían los relámpagos, de color blanco azulado, él apartaba la cara de la ventana, temeroso de ver un monstruo cuya cara sonriente se grabase en el cielo, en ese fuego eléctrico.

Por fin pudo dormir. Y al dormir tuvo un sueño. En él vio a Bill, Ben, Richie, Stan, Mike y Bev, sus amigos, que llegaban al hospital en bicicleta (Bill llevaba a Richie en Silver). Le sorprendió ver que Beverly lucía un hermoso vestido, de un hermoso color verde, como el color del Caribe en las fotos de National Geographic. No recordaba haberla visto nunca con vestido: sólo con vaqueros, pantalones con estribo y conjuntos para la escuela compuestos de faldas y blusas; las blusas solían ser blancas y de cuello redondo; las faldas, pardas, tableadas y largas hasta la mitad de la pantorrilla, para que no se le viesen las rodillas rasguñadas.

En su sueño los vio llegar en horario de visita, a las dos de la tarde. Su madre, que estaba esperando con paciencia desde las once, les gritaba tan fuerte que todos se volvían a mirarla.

¡Si tenéis idea de entrar allí, estáis muy equivocados!, la oyó gritar. Y el payaso, que había estado sentado todo ese tiempo en la sala de espera, pero en un rincón, con una revista frente a la cara, se levantó de un salto y fingió que aplaudía, palmoteando rápidamente con las manos enguantadas de blanco. Dio una voltereta, bailó e hizo un giro sobre las manos, mientras la señora Kaspbrak desataba su cólera contra los Perdedores y ellos se iban ocultando, uno a uno, detrás de Bill. Bill se limitaba a mantenerse erguido, pálido, aunque exteriormente tranquilo, con las manos bien escondidas en los bolsillos del vaquero tal vez para que nadie, ni siquiera el propio Bill, pudiera ver si temblaban… Nadie vio al payaso, salvo Eddie…, aunque un bebé, que dormía apaciblemente en brazos de su madre, despertó con un llanto potente.

¡Bastante daño habéis hecho ya! —vociferó la madre de Eddie—. ¡Yo sé quiénes fueron esos chicos! Tienen problemas en la escuela y hasta con la policía. El hecho de que esos chicos estén enemistados con vosotros no es motivo para que se ensañen con Eddie. Se lo he dicho y él está de acuerdo. Me encargó que os dijese que os marchéis, que ha terminado con vosotros y no quiere veros nunca más. ¡No quiere saber nada más de esa supuesta amistad! ¡Con ninguno de vosotros! Ya sabía yo que lo meteríais en problemas, y aquí están los resultados: ¡mi Eddie en el hospital! Un chico tan delicado como él…

El payaso dio otra vuelta en el aire, saltó y se irguió sobre las manos. Su sonrisa era bastante auténtica y en su sueño Eddie comprendió que eso era lo que el maldito buscaba, por supuesto: una buena cuña para meter entre ellos, para separarlos y aniquilar cualquier posibilidad de acción concertada. En una especie de sucio éxtasis, dio un doble salto mortal y besó burlonamente la mejilla de la madre.

E-e-esos chi-chicos que le hic…, comenzó Bill.

¡No me contestes! —chilló la señora Kaspbrak—. ¡Cómo tienes el descaro de contestarme! ¡He dicho que Eddie no tiene nada más que ver con vosotros!

Entonces entró un interno corriendo y dijo a la madre de Eddie que guardara silencio o tendría que marcharse. El payaso empezó a evaporarse y en el proceso fue cambiando. Eddie vio al leproso, a la momia, al pájaro; vio al hombre-lobo y a un vampiro cuyos dientes eran hojas de afeitar dispuestas en ángulos curiosos, como espejos de feria; vio a Frankenstein, a la bestia y a otra cosa, parecida a una valva carnosa que se abría y se cerraba como una boca; vio diez o doce cosas más, o cien. Pero antes de que el payaso desapareciese por completo, vio lo más horrible de todo: la cara de su madre.

¡No! —trató de gritar—. ¡No! ¡No! ¡Ella no! ¡Mamá no!

Pero nadie se volvió, nadie lo oyó. Y en los últimos instantes de su sueño se dio cuenta, con un horror frío, lleno de gusanos, que no podían oírle. Él había muerto. Eso lo había matado. Estaba muerto. Era un fantasma.

6

El agridulce triunfo de Sonia Kaspbrak, que había expulsado a los supuestos amigos de su hijo, se evaporó en cuanto pisó la habitación privada de Eddie, a la tarde siguiente, el 21 de julio. No habría podido decir exactamente por qué esa sensación de triunfo debía evaporarse así o por qué la reemplazaba un temor descentrado. Había algo en la pálida cara de su hijo que no estaba borrosa de dolor o aflicción; tenía, en cambio, una expresión que ella no recordaba haberle visto hasta entonces. Algo penetrante, alerta, decidido.

La confrontación entre los amigos y la madre de Eddie no se había producido en la sala de espera, como en el sueño de Eddie. Ella estaba segura de que irían a visitarlo, esos «amigos», que seguramente estaban enseñándole a fumar a pesar de su asma; esos «amigos» que lo dominaban de un modo insano, a tal punto que él no hablaba sino de ellos cuando llegaba a casa; esos «amigos» que le habían hecho fracturar un brazo. Había contado todo eso a la señora Van Prett, su vecina.

—Ha llegado el momento —dijo, ceñuda— de poner las cartas sobre la mesa.

La señora Van Prett, que tenía un cutis horrible y siempre estaba dispuesta a asentir ansiosa, casi patéticamente, a cuanto Sonia dijese, en ese caso había tenido la temeridad de estar en desacuerdo.

—Más bien debería alegrarse de que ese chico haya hecho algunos amigos —le dijo, mientras tendían la ropa lavada, en el fresco del amanecer, antes de salir a trabajar (eso había sido durante la primera semana de julio)—. Está más seguro con otros chicos, señora Kaspbrak, ¿no le parece? Con todo lo que está pasando en esta ciudad y todos esos pobrecitos asesinados…

La única respuesta de la señora Kaspbrak había sido un resoplido furioso; en realidad, no se le había ocurrido ninguna respuesta verbal adecuada, aunque más tarde pensó diez o doce, algunas extremadamente cortantes. Cuando la señora Van Prett pasó a verla, esa noche, bastante preocupada, para saber si Sonia la acompañaría al mercado, como de costumbre, ella le había respondido que prefería quedarse en casa a descansar.

Bueno, era de esperar que la Van Prett estuviese satisfecha. Ahora se daría cuenta de que ese maniático sexual que mataba a los niños no era el único peligro en Derry, ese verano. Allí estaba su hijo, en su lecho de dolor, que tal vez no pudiese volver a utilizar el brazo derecho; ella había sabido de casos así, y a veces, Dios no lo quisiera, alguna astilla suelta de la fractura entraba en la corriente sanguínea, llegaba al corazón y lo perforaba. Oh, por supuesto que Dios no permitiría semejante cosa, pero ella había sabido de casos así y eso significaba que Dios podía permitir que pasaran esas cosas. En algunos casos.

Por eso se quedó en el largo y sombreado porche delantero del hospital, segura de que ellos se presentarían, fríamente decidida a poner fin a esa supuesta «amistad», esa camaradería que terminaba con brazos fracturados y lechos de dolor, de una vez por todas.

Al fin vinieron, tal como ella esperaba. Descubrió, con horror, que uno de ellos era un negro. Claro que ella no tenía nada contra los negros; los negros tenían todo el derecho de ir adonde quisieran, en los autobuses del Sur y de comer en los restaurantes de blancos y no había que obligarlos a sentarse en butacas separadas en los cines, a menos que molestaran a

(las mujeres blancas)

la gente blanca. Pero también creía con firmeza en lo que ella denominaba «teoría de los pájaros»: los mirlos volaban con otros mirlos, no con los petirrojos. Los grajos anidaban con otros grajos y no se mezclaban con los ruiseñores o las alondras. A cada uno lo suyo, era su lema. Cuando vio a Mike Hanlon, que se acercaba pedaleando entre los otros, como si estuviese en su sitio, su resolución creció, junto con la furia y el horror. Pensó como si Eddie estuviese allí y pudiera escucharla: No me habías dicho que uno de tus amigos era negro.

Bueno, pensó veinte minutos después, al entrar en la habitación del hospital donde yacía su hijo con el brazo metido en un yeso enorme atado al pecho (se le encogía el corazón con solo mirarlo), los había echado de allí bien pronto. Y ninguno de ellos, excepto el chico de Denbrough, el de la tartamudez, tan horrible, había tenido el valor de contestarle. La chica, fuera quien fuese, le había clavado una mirada brillante, con esos ojos de jade, decididamente callejeros (seguro que vivía en la parte baja de Main Street o en algún lugar todavía peor), pero había tenido la prudencia de no abrir la boca. Si se hubiese atrevido siquiera a decir «ay», Sonia le habría dicho, bien clarito, qué clase de chicas juegan con los varones. Y no quería que su hijo tuviese nada que ver con ese tipo de chicas.

Los otros se habían limitado a mirarse los zapatos. Era lo que cabía esperar. Cuando ella terminó de hablar, todos subieron a las bicicletas y se marcharon. El chico Denbrough llevaba al tal Tozier en el cestillo de una bicicleta enorme, de aspecto peligroso. La señora Kaspbrak se estremeció preguntándose cuántas veces habría ido su propio Eddie en ese artefacto, arriesgando los huesos y la vida.

Lo hice por ti, Eddie —pensó, mientras entraba en el hospital, con la cabeza erguida—. Te sentirás algo desilusionado, al principio. Es natural. Pero los padres saben más que sus hijos. Si dios hizo a los padres fue para que guiasen, instruyesen… y protegiesen. Después de la primera desilusión, él comprendería. Y el alivio que ella experimentaba era, por supuesto, por Eddie y no por ella. Cabía sentirse aliviada cuando una salvaba a su hijo de las malas compañías.

Sólo que al entrar, su alivió se trocó en nuevas inquietudes con sólo ver la cara de Eddie. No estaba durmiendo, como ella esperaba. En vez de una somnolencia de drogas, de la que despertaría desorientado, aturdido y psicológicamente vulnerable, lucía una expresión alerta, vigilante, muy distinta de su mirada suave y vacilante de costumbre. Aunque Sonia no lo sabía, Eddie, como Ben Hanscom, era del tipo de niños que mira rápidamente a la cara, como para saber qué clima emocional se está gestando allí y aparta la vista de inmediato. Pero ahora la miraba con insistencia (Tal vez sea por los medicamentos —pensó—, seguro que es eso; tendré que consultar al doctor Handor sobre sus medicamentos), y fue ella quien se vio obligada a apartar la vista. Es como si me estuviese esperando, pensó. Ese pensamiento habría debido hacerla feliz, pues un niño que espera a su madre ha de ser una de las creaciones favoritas del Señor.

—Has echado a mis amigos.

Las palabras surgieron inexpresivas y firmes, sin dudas ni interrogaciones.

Ella se echó atrás, casi culpable. Por cierto, la primera idea que le cruzó por la mente fue de culpabilidad: ¿Cómo lo sabe? ¡No puede estar enterado! Inmediatamente se puso furiosa consigo misma (y con él) por pensar así. Así que le sonrió.

—¿Cómo nos sentimos hoy, Eddie?

Ésa era la reacción correcta. Alguien, algún tonto, tal vez esa enfermera incompetente y antipática del día anterior, había ido con el cuento. Alguien.

—¿Cómo nos sentimos? —preguntó otra vez al no obtener respuesta.

Pensó que el chico no la había oído. En ninguno de sus libros de medicina había leído que un hueso fracturado afectase al oído, pero era posible. Cualquier cosa era posible.

Eddie siguió sin responder.

La madre entró un poco más en la habitación detestando esa sensación tímida de su interior, desconfiando de ella, porque nunca se había sentido tímida ni vacilante junto a Eddie. También sintió enfado, aunque apenas naciente. ¿Qué derecho tenía su hijo a hacerla sentir así, después de todo lo que se había sacrificado por él?

—Estuve hablando con el doctor Handor y él me asegura que vas a quedar perfectamente bien —dijo Sonia, sentándose en una silla junto a la cama—. Claro que, si se presenta el menor problema, iremos a ver a un especialista de Portland. Hasta de Boston, si hace falta.

Sonrió, como si otorgase un gran favor. Eddie no le devolvió la sonrisa. Y seguía sin responder.

—¿Me oyes, Eddie?

—Has echado a mis amigos —repitió él.

—Sí —reconoció ella abandonando todo fingimiento. También dos podían jugar a aquel juego. Le devolvió la mirada.

Pero entonces ocurrió algo terrible: los ojos de Eddie parecieron… crecer de algún modo. Las motas grises de su iris parecían moverse, como nubes de tormenta. Sonia cobró súbita conciencia de que el chico no estaba encaprichado ni con un berrinche ni nada de eso. Estaba furioso con ella… y Sonia, de pronto, tuvo miedo, porque en esa habitación parecía haber algo más, aparte de su hijo. Bajó la vista y abrió torpemente su bolso en busca de un pañuelo.

—Sí, los eché —dijo. Descubrió que su voz sonaba fuerte y decidida… mientras no lo mirara—. Has sufrido una herida grave, Eddie. No necesitas visitas, por el momento, descontando la de tu madre. Y no necesitas visitas como ellos en tu vida. Si no hubiese sido por ellos ahora estarías en casa viendo televisión o construyendo tu coche de cartón en el garaje.

El sueño de Eddie era construir un coche de cartón y llevarlo a Bangor. Si ganaba allí, se le concedería un viaje, con todos los gastos pagados, a Akron, Ohio, para el Derby Nacional de esos vehículos construidos con cajas de naranja. Sonia estaba dispuesta a dejarlo seguir adelante con ese sueño, siempre y cuando le pareciese que la realización de ese coche era sólo eso: un sueño. Ciertamente, no tenía intenciones de permitir que Eddie arriesgara la vida en un artefacto tan peligroso, ni en Derry ni en Bangor ni en Akron. Pero, tal como su propia madre había dicho tantas veces, lo que se ignora no hace daño. (Su madre también había tenido por costumbre repetir: «Hay que decir la verdad a cualquier costo», pero tratándose de recordar aforismos, Sonia, como casi todo el mundo, seleccionaba mucho).

—No fueron mis amigos los que me rompieron el brazo —dijo Eddie, con la misma voz inexpresiva—. Anoche se lo dije al doctor Handor y también al señor Nell, esta mañana. El que me rompió el brazo fue Henry Bowers. Había otros chicos con él, pero fue Henry. Si yo hubiese estado con mis amigos no me habría pasado nada. Me pasó esto por estar solo.

Eso recordó a Sonia el comentario de la señora Van Prett sobre la conveniencia de tener amigos y le devolvió una furia de tigre. Levantó bruscamente la cabeza.

—¡Eso no interesa y tú lo sabes muy bien! ¿Acaso crees que tu madre nació ayer? Sé muy bien por qué ese chico Bowers te rompió el brazo. Ese policía irlandés estuvo también en casa. Ese matón te rompió el brazo porque tú y tus «amigos» lo fastidiasteis de algún modo. ¿Y crees que eso habría pasado si me hubieses hecho caso cuando te dije que no te tratases con ellos, para empezar?

—No. Creo que habría pasado algo aún peor —dijo Eddie.

—¿Bromeas?

—Estoy hablando en serio. —Sonia sintió que de su hijo surgían oleadas de potencia—. Bill y mis amigos van a volver, mamá. Eso es algo de lo que estoy seguro. Y cuando vuelvan, tú no vas a echarlos. No vas a decirles ni una palabra. Son mis amigos y no vas a robarme a mis amigos sólo porque te dé miedo quedarte sola.

Ella lo miró fijamente, horrorizada, aterrorizada. Los ojos se le llenaron de lágrimas que le cayeron por las mejillas mojando el polvo que las cubría.

—Conque ahora le hablas así a tu madre —observó, entre sollozos—. Supongo que así les hablan tus «amigos» a sus padres. Supongo que lo aprendiste de ellos.

Se sentía a salvo en las lágrimas. Habitualmente, cuando ella lloraba, Eddie lloraba también. Era una treta sucia, tal vez, pero ¿había tretas sucias cuando se trataba de proteger a un hijo? Difícilmente.

Levantó la vista bañada en lágrimas sintiéndose inexpresablemente triste, traicionada y segura. Eddie no podría resistir ese torrente de lágrimas y pesar. Su cara perdería esa expresión fría y alerta. Tal vez su respiración comenzara a silbar un poquito, segura de que la lucha había terminado y de que ella había conseguido otra victoria… por él, por supuesto. Todo por él.

La horrorizó tanto ver la misma expresión en su rostro —en todo caso, se había acentuado— que su voz se cortó en medio de un sollozo. Había tristeza bajo su expresión, pero hasta aquello atemorizaba: parecía una tristeza adulta. Y el solo imaginar a Eddie como adulto le hacía aletear un pajarito de pánico dentro de la mente. Así se sentía en las raras ocasiones en que se preguntaba qué sería de ella si Eddie no quería ir a la Escuela de Comercio de Derry o a la Universidad de Maine, en Orono o Husson en Bangor, de modo que pudiese volver a casa todos los días después de clases. ¿Qué pasaría si se enamoraba de una chica y quería casarse? ¿Qué lugar tengo yo en todo eso? —gritaba la aterrorizada voz de pájaro, cuando se le ocurrían esos pensamientos extraños, casi de pesadilla—. ¿Cuál sería mi lugar en una vida así? ¡Te quiero, Eddie, te quiero! Te quiero y te cuido. Tú no sabes cocinar, cambiar las sábanas ni lavar la ropa. ¿Para qué, si yo hago todo eso por ti? ¡Lo hago porque te quiero!

Y él dijo:

—Te quiero, mamá. Pero también quiero a mis amigos. Y creo…, creo que estás llorando a propósito.

—Cómo me haces sufrir, Eddie —susurró ella.

Y las lágrimas duplicaron la carita pálida, la triplicaron. Si sus lágrimas de un momento antes habían sido calculadas, ésas no lo eran. A su modo, peculiarmente, ella era dura; había acompañado a su marido a la tumba sin derrumbarse; había conseguido empleo a pesar de la Depresión, había criado a su hijo y, cuando fue preciso, también luchó por él. Y ésas eran las primeras lágrimas totalmente involuntarias, no calculadas, que vertía en muchos años, tal vez desde que Eddie había enfermado de bronquitis, a los cinco años, haciéndole temer que muriese en su lecho de dolor por la fiebre que tenía. Ahora lloraba por esa expresión terriblemente adulta, alienada, de su rostro. Tenía miedo por él, pero también, de algún modo, tenía miedo de él. La asustaba esa aura que parecía rodearlo, que parecía exigirle algo.

—No me obligues a elegir entre tú y mis amigos, mamá —dijo Eddie. Su voz era inestable, tensa, pero dominada—. No sería justo.

—¡Es que son malos amigos, Eddie! —exclamó ella, casi frenética—. ¡Lo sé, lo siento con todo mi corazón! ¡No te darán más que dolores y pesares!

Lo más horrible era que, en verdad, eso era lo que sentía; una parte de ella lo intuía en los ojos del chico Denbrough que la había mirado con las manos en los bolsillos, centelleante el pelo rojo bajo el sol de verano. Sus ojos eran tan serios, extraños y distantes… como los de Eddie en ese momento.

¿Y no había visto en torno de él la misma aura que ahora lucía Eddie? ¿La misma, pero más fuerte? Pensó que sí.

—Mamá…

Se levantó tan deprisa que estuvo a punto de tumbar la silla.

—Volveré al anochecer —dijo—. Es el «shock», el accidente, el dolor, todo eso lo que te hace hablar así. Lo sé. Estás… estás… —A tientas, encontró el texto original en la confusión de su mente—: Has tenido un mal accidente pero te vas a poner bien. Y entonces te darás cuenta de que tengo razón, Eddie. Son malos amigos. No son como nosotros. No te convienen. Piénsalo bien y pregúntate si alguna vez tu madre te ha dado un mal consejo. Piénsalo y…

¡Estoy huyendo! —pensó, con dolorido espanto—. ¡Estoy huyendo de mi propio hijo! Oh, Dios, por favor, no lo permitas…

—Mamá.

Por un momento estuvo a punto de huir, de cualquier modo, ya asustada por él, oh, sí, porque no era sólo Eddie. Sentía a los otros en él: a sus «amigos» y a algo más, algo que estaba aún más allá de ellos. Y tuvo miedo de que eso le lanzara un destello. Era como si su hijo estuviese poseído por algo, por una fiebre espantosa, como había ocurrido con la bronquitis a los cinco años.

Hizo una pausa con la mano en el pomo de la puerta. No quería escuchar lo que él iba a decirle. Y cuando el chico lo dijo fue tan inesperado que ella tardó un momento en comprender. La comprensión cayó como un saco de cemento. Por un instante temió desmayarse.

Eddie dijo:

—El señor Keene dijo que mi medicamento para el asma es sólo agua.

—¿Qué, qué? —Sonia volvió los ojos flamígeros hacia él.

—Sólo agua. Con un agregado para darle gusto a medicina. Dijo que era un pla-ce-bo.

—¡Es mentira! ¡Eso es una absoluta mentira! No me explico por qué te ha dicho semejante mentira. Pero hay otras farmacias en Derry. Y voy a…

—He tenido tiempo de pensarlo —continuó Eddie, suave e implacable, sin dejar de mirarla a los ojos—, y creo que ha dicho la verdad.

—¡Te digo que no, Eddie! —El pánico había vuelto, aleteando.

—Creo que debe ser verdad. De lo contrario habría alguna advertencia en el frasco. Algo así como que es peligroso tomar demasiado. Aunque…

—¡Eddie, no quiero oír una palabra más! —dijo ella, tapándose los oídos con las manos—. No estás…, no estás normal y eso es todo.

—Aunque sea algo que se puede comprar sin receta, siempre le ponen instrucciones especiales —prosiguió él, sin levantar la voz. Posó en ella sus ojos grises y Sonia no pudo apartar la vista—. Hasta cuando se trata del jarabe para la tos… o de tu Geritol.

Hizo una pausa. Sonia dejó caer las manos; era demasiado esfuerzo mantenerlas sobre las orejas. Parecían muy pesadas.

—Y se me ocurre… que tú lo sabías, mamá.

—¡Eddie! —Fue casi un gemido.

—Porque —prosiguió él, como si ella no hubiese abierto la boca, concentrado en el problema, con el entrecejo fruncido—, porque vosotros, los padres, tenéis que saber de medicamentos. Utilizo ese inhalador cinco o seis veces al día. Y tú no me permitirías utilizarlo tanto si pensaras que podría… hacerme daño. Porque tu misión es protegerme, como siempre dices. Entonces… ¿lo sabías, mamá? ¿Sabías que era sólo agua?

Ella no dijo nada. Le temblaban los labios. Sintió que toda su cara temblaba. Ya no lloraba. Se sentía demasiado asustada como para llorar.

—Porque si lo sabías —prosiguió Eddie, siempre con el entrecejo fruncido—, si sabías eso, me gustaría saber por qué. Me imagino algunas cosas, pero no me explico que mi madre quisiera hacerme creer que el agua era medicamento… o que yo tenía asma aquí —se señaló el pecho—, cuando el señor Keene dice que sólo tengo asma aquí. —Y se señaló la cabeza.

Ella pensó explicárselo todo inmediatamente. Se lo explicaría con tranquilidad y lógica. Su miedo de que él muriera, a los cinco años, que casi la había vuelto loca, porque había perdido a Frank sólo dos años antes. Su idea de que sólo se podía proteger a un hijo vigilándolo y amándolo, atendiéndolo como se atiende un jardín, fertilizando, sacando las hierbas y, a veces, podando, por mucho que doliera. Le diría que a veces era mejor para un niño (sobre todo tratándose de un niño delicado como Eddie) pensar que estaba enfermo en vez de ponerse enfermo de verdad. Y concluiría hablándole de la mortal estupidez de los médicos, del maravilloso poder del amor; le diría que él tenía asma porque ella lo sabía, sin importar lo que opinaran los médicos ni lo que le dieran para eso. Le diría que se podía hacer medicamentos con algo más que las sustancias de un farmacéutico malicioso. Eso es medicamento —le diría—, porque el amor de tu madre lo convierte en medicina y de ese modo, por todo el tiempo que quieras y me dejes, puedo hacerlo. Es un poder que Dios da a las madres amantes y abnegadas. Por favor, Eddie, corazón, cariño mío, debes creerme.

Al final no dijo nada. Su miedo era demasiado grande.

—Pero tal vez no haga falta que hablemos de esto —siguió Eddie—. El señor Keene puede haber estado bromeando. A veces, los mayores…, ya sabes, gustan de hacernos bromas a los niños. Porque los chicos nos creemos casi cualquier cosa. Es cruel hacernos eso, pero a veces los grandes nos lo hacen.

—Sí —dijo Sonia Kaspbrak, ansiosa—. A muchos les gusta bromear y a veces se portan como estúpidos…, crueles… y… y…

—Así que voy a seguir esperando a Bill y a mis otros amigos —dijo Eddie—, y seguiré usando mi medicamento para el asma. Me parece lo mejor, ¿no?

Sólo entonces, siendo ya demasiado tarde, ella comprendió lo limpia, lo cruelmente que había caído en la trampa. Lo que él estaba haciendo era casi extorsión, pero ¿qué alternativa cabía? Quiso preguntarle cómo podía ser tan calculador, tan dado a la manipulación. Abrió la boca para preguntarlo… y la cerró otra vez. Con toda probabilidad, con ese humor él podía contestarle.

Pero ella sabía una cosa, sí, una cosa era segura: jamás volvería a poner un pie en la farmacia del entrometido señor Parker Keene.

La voz de Eddie, ya extrañamente tímida, interrumpió sus pensamientos:

—¿Mamá?

Ella lo abrazó, pero con cuidado para no dañarle el brazo fracturado (ni desprender cualquier fragmento óseo que pudiera iniciar una maligna carrera hacia el corazón; ¿qué madre podía matar a su hijo con amor?) y Eddie le devolvió el abrazo.

7

Por lo que a Eddie concernía, su madre se fue justo a tiempo. Durante la horrible confrontación con ella había sentido que el aliento se le amontonaba más y más en los pulmones y en la garganta, quieto, sin retirada, rancio y audaz, amenazando con envenenarlo.

Resistió hasta que la puerta se hubo cerrado tras ella; entonces empezó a jadear. El aire agrio subía y bajaba por su garganta cerrada como un fuelle caliente. Echó mano de su inhalador; eso le hizo doler el brazo, pero no le importó. Lanzó una buena ráfaga hacia su garganta y aspiró profundamente el sabor a alcanfor, pensando: ¿Qué importa que sea un pla-ce-bo? Las palabras no tienen importancia si el asunto funciona.

Se dejó caer sobre las almohadas, con los ojos cerrados, respirando libremente por primera vez desde que ella había entrado. Estaba asustado, muy asustado. Las cosas que le había dicho, el modo en que había actuado… tenía la impresión de no haber sido él mismo, como si una fuerza obrase a través de él… Y su madre también la había sentido; él lo había visto en sus ojos y en sus labios estremecidos. Nada le decía que esa potencia fuera maligna, pero su enorme fuerza lo asustaba. Era como subir a un juego de feria realmente peligroso y darse cuenta de que uno no podía bajar hasta que todo terminara, pasara lo que pasara.

No podemos echarnos atrás —pensó Eddie, sintiendo el peso caliente del yeso que le envolvía el brazo roto—. Nadie volverá a su casa hasta que esto termine. Pero por Dios, que asustado estoy. —Y comprendió que el verdadero motivo por el que no se había dejado separar de sus amigos era algo que jamás habría podido decir a su madre—: No puedo enfrentarme solo a esto.

Luego sollozó un poquito y se dejó caer en un sueño inquieto. Soñó con una oscuridad en la que funcionaba una maquinaria, una maquinaria de bombeo.

8

Esa noche, cuando Bill y el resto de los Perdedores volvieron al hospital, amenazaba lluvia. Eddie no se sorprendió al verlos entrar en fila india. Estaba seguro de que volverían.

Había hecho calor durante todo el día. Más adelante, todos estarían de acuerdo en que esa tercera semana de julio había sido la más calurosa de un verano excepcionalmente cálido. Las nubes de tormenta empezaron a acumularse a eso de las cuatro, purpúreas y colosales, preñadas de lluvia, cargadas de rayos. La gente hacía sus recados a paso rápido, con cierta intranquilidad, con un ojo puesto en el cielo. Casi todos decían que llovería a cántaros a la hora de la cena, lavando parte de la densa humedad del ambiente. Los parques y plazas de Derry, poco poblados durante todo el verano, quedaron totalmente desiertos alrededor de las seis. La lluvia se demoraba; los columpios pendían, inmóviles y sin sombra, en una luz extrañamente amarilla. Los truenos resonaban, gruesos; eso, el ladrido de un perro y el grave murmullo del tráfico en Main Street eran los únicos ruidos que llegaban por la ventana de Eddie. Hasta que aparecieron los Perdedores.

Bill fue el primero, seguido de Richie. Beverly y Stan entraron después; luego, Mike. Ben fue el último, sumamente incómodo con su jersey blanco de cuello alto.

Se acercaron a su cama con aire solemne. Ni siquiera Richie sonreía.

Las caras —pensó Eddie, fascinado—. ¡Por el amor de Dios, esas caras!

Estaba viendo en ellos lo que su madre había visto en él esa misma tarde. Una extraña combinación de poder y desolación. La luz amarilla de la tormenta les daba un aspecto fantasmal, distante, sombrío.

Estamos pasando —pensó Eddie—. Pasamos a algo nuevo; estamos en la frontera. Pero ¿qué hay al otro lado? ¿Adónde vamos? ¿Adónde?

—Ho-o-ola, E-e-edie —dijo Bill—. ¿C-c-cómo estás?

—Muy bien, Gran Bill —le respondió tratando de sonreír.

—Menudo día, ayer —comentó Mike.

Detrás de su voz resonaban los truenos. Ni el velador ni la lámpara del cielo raso estaban encendidas y todos parecían desvanecerse y volver a aparecer en esa luz amoratada. Eddie imaginó esa misma luz cayendo sobre todo Derry, en el parque McCarron, entrando por los agujeros del techo del Puente de los Besos, dando al Kenduskeag un aspecto de vidrio empañado. Pensó en los columpios que permanecían inmóviles, en ángulos muertos, detrás de la escuela, mientras las nubes se amontonaban, cada vez más altas. Pensó en esa luz amarilla y atronadora y en el silencio, como si toda la ciudad estuviese dormida… o muerta.

—Sí —dijo—, menudo día.

—M-m-mis vi-viejos irán al ci-ci-cine p-p-pasado ma-mañana por la nnnoche —dijo Bill—. C-c-cambia la p-p-programación. Entttonces aprovecharemos p-p-para ha-a-acer los b-b-b…

—Balines de plata —dijo Richie.

—¿Pero no íbamos…?

—Es mejor así —dijo Ben, serenamente—. Sigo creyendo que podríamos haber hecho balas, pero no basta con creer. Si fuésemos adultos…, entonces…

—Oh, sí, el mundo sería una joyita si fuésemos adultos —comentó Beverly—. Los adultos pueden hacer lo que les da la gana, ¿no? Cualquier cosa, y siempre sale bien. —Emitió una risa nerviosa y desigual—. Bill quiere que yo dispare contra Eso. ¿Te lo imaginas, Eddie? Yo, campeona de tiro al blanco.

—No sé de qué me estáis hablando —dijo Eddie.

Pero tenía la impresión de saberlo. Al menos, se estaba haciendo una idea. Ben se lo explicó. Fundirían uno de sus dólares de plata para hacer dos balines, algo más pequeños que cojinetes. Y después, si de veras había un hombre-lobo residiendo en el 29 de Neibolt Street, Beverly le plantaría un balín de plata en la cabeza con el tirachinas de Bill. Adiós, hombre-lobo. Y si acertaban en cuanto a que se trataba de un único monstruo con muchas caras, adiós, Eso.

La cara de Eddie debió tomar alguna expresión, porque Richie se echó a reír con un gesto de asentimiento.

—Ya imagino lo que sientes, tío. Yo también tuve la impresión de que Bill había perdido la chaveta cuando empezó a hablar de usar el tirachinas y no la pistola de su padre. Pero esta tarde… —Se interrumpió para carraspear. Lo que iba a decir era: Esta tarde, después de que tu madre nos echó… Eso, obviamente, no servía—. Esta tarde fuimos al vertedero y Bill llevó su Bullseye. Mira. —Sacó del bolsillo una lata achatada que había contenido trozos de piña. En el medio tenía un agujero mellado, de cinco centímetros de diámetro—. Esto lo hizo Beverly con una piedra, desde seis metros de distancia. A mi modo de ver, es como un disparo de calibre 38. El Bocazas está convencido. Y cuando el Bocazas queda convencido, no hay más que hablar.

—Una cosa es matar latas —dijo Beverly—, y otra son… las cosas vivas. Tendrías qué hacerlo tú, Bill. De veras.

—N-no —dijo Bill—. Pro-probamos todos. Ya v-v-viste có-cómo re-resultttó…

—¿Cómo? —quiso saber Eddie.

Bill lo explicó, lenta y entrecortadamente, mientras Beverly miraba por la ventana, con los labios blancos de tan apretados. Por motivos que ella misma no podía explicarse, sentía algo más que miedo: estaba profundamente avergonzada por lo que había ocurrido ese día. Camino del hospital había vuelto a discutir, apasionadamente, para que tratasen de hacer las balas, después de todo… no porque estuviese más segura que Bill o Richie del resultado que podían dar llegado el momento, sino porque, si algo pasaba en aquella casa, el arma estaría en manos de

(Bill)

otro.

Pero contra los hechos no se podía discutir. Cada uno de ellos había tomado diez piedras que arrojó con la Bullseye contra diez latas puestas a seis metros de distancia. Richie había acertado a una de las diez y sólo rozándola; Ben, a dos; Bill, a cuatro; Mike, a cinco.

Beverly, disparando casi como al azar, como si no tomase puntería, había derribado nueve de las diez latas acertándoles directamente en el centro. La última cayó, tocada en el borde.

—P-pp-pero pri-primero ha-a-ay que ha-hacer los ba-ba-balines.

—¿Pasado mañana por la noche? Para entonces ya habré salido de aquí —dijo Eddie.

Su madre protestaría ante la idea…, pero difícilmente protestaría mucho después de lo ocurrido esa tarde.

—¿Te duele el brazo? —preguntó Beverly.

Llevaba un vestido rosa (no era el mismo que él había visto en su sueño; tal vez se lo había cambiado después de ser echada por su madre), al que había aplicado flores pequeñas. Y medias de seda o nylon; se la veía muy adulta, pero también muy infantil, como a una niña que jugase a vestirse de gala. Su expresión era soñadora y distante. Eddie pensó: Apostaría a que es así cuando duerme.

—No mucho —dijo.

Hablaron un rato intercalando sus voces con los truenos. Eddie no les preguntó qué había pasado más temprano, esa tarde, y ninguno de ellos lo mencionó. Richie sacó su yo-yo, lo puso a dormir una o dos veces y volvió a guardarlo.

La conversación decayó. En una de las pausas se produjo un breve chasquido que desvió la atención de Eddie. Bill tenía algo en la mano y por un momento el paciente sintió que el corazón se le aceleraba, alarmado. Por ese breve instante pensó que se trataba de una navaja. Pero cuando Stan encendió la luz del cielo raso, dispersando la penumbra, vio que sólo se trataba de un bolígrafo. Bajo aquella luz, todos volvían a parecer naturales, reales, simplemente sus amigos.

—Se me ocurrió que debíamos firmarte el yeso —dijo Bill.

Sus ojos miraban a Eddie muy de frente.

Pero no se trata de eso —pensó el chico de pronto, con súbita y alarmante claridad—. Es un contrato. Es un contrato, Gran Bill, ¿verdad? O lo más aproximado que haremos jamás. Sintió miedo… y después vergüenza y enfado contra sí mismo. Si se hubiese roto el brazo antes del verano, ¿quién le habría firmado el yeso? ¿Quién, aparte de su madre y, quizá, el doctor Handor? ¿Las tías de Haven?

Ellos eran sus amigos y su madre se equivocaba: no eran malos amigos. Tal vez —pensó— no existen los buenos y los malos amigos; tal vez sólo hay amigos, gente que nos apoya cuando sufrimos y que nos ayuda a no sentirnos tan solos. Tal vez siempre vale la pena sentir miedo por ellos, y esperanzas, y vivir por ellos. Tal vez también valga la pena morir por ellos, si así debe ser. No hay buenos amigos, no hay malos amigos, Sólo hay personas con las que uno quiere estar, necesita estar; gente que ha construido su casa en nuestro corazón.

—Bueno —dijo, algo ronco—, eso sería estupendo, Gran Bill.

Bill se inclinó solemnemente sobre la cama para escribir su nombre en el gran yeso que envolvía el brazo roto de Eddie con letras grandes e inclinadas. Richie firmó con un ademán florido. La letra de Ben era tan estrecha como amplio él e inclinada hacia atrás; cada una parecía a punto de caer al menor empujón. Mike Hanlon firmó con trazos grandes y torpes porque era zurdo y el ángulo no le favorecía; puso su nombre sobre el codo de Eddie y lo envolvió con un círculo. Cuando Beverly se inclinó sobre la cama, Eddie percibió un perfume floral y ligero. Ella firmó con caligrafía redondeada, según el método Palmer. Stan fue el último; sus letras eran pequeñas y apretadas entre sí; dejó su nombre junto a la muñeca de Eddie.

Después, todos dieron un paso atrás, como si tomaran conciencia de lo que habían hecho. Fuera, el trueno volvió a murmurar densamente. Un relámpago bañó la fachada de madera con una luz breve y tartamudeante.

—¿Listo? —preguntó Eddie.

Bill asintió.

—V-v-ven a mi ca-ca-casa de-después de cenar, p-p-p-pasado mañ-ñana, si pu-pu-puedes, ¿eh?

Eddie asintió. El tema quedó cerrado.

Hubo otro período de conversaciones inconexas, casi armadas al azar. Una parte se la llevó el asunto que dominaba el interés de Derry en ese mes de julio: el juicio a Richard Macklin por el asesinato de su hijastro Dorsey y la desaparición de Eddie Corcoran, el hermano mayor del pequeño difunto. Macklin tardaría aún dos días en derrumbarse y confesar, llorando, en el banquillo de los testigos. Pero los Perdedores estaban de acuerdo en que ese hombre no debía de tener nada que ver con la desaparición del chico: probablemente éste había huido… o Eso se había encargado de él.

El grupo se retiró a eso de las siete menos cuarto. La lluvia aún no había caído. Continuó amenazando hasta mucho después de que la madre de Eddie hiciera su segunda visita (se fue horrorizada por las firmas del yeso y aún más horrorizada por la decisión de su hijo de abandonar el hospital al día siguiente; ella había imaginado una semana o más de absoluto reposo para que los extremos de la fractura pudieran «asentarse», según dijo).

Por fin, las nubes de tormenta se abrieron y flotaron con el viento. No había caído una sola gota sobre Derry. La humedad siguió elevada; la gente, esa noche, durmió en porches, prados y sacos de dormir puestos en los sembrados de las granjas.

La lluvia cayó al día siguiente, poco después de que Beverly viera algo terrible de lo cual fue víctima Patrick Hockstetter.