XV. EL POZO DE HUMO

1

Richie Tozier se sube las gafas al puente de la nariz (el gesto ya le resulta perfectamente familiar, aunque lleva veinte años usando lentillas) y piensa, algo sorprendido, que la atmósfera de la habitación ha cambiado mientras Mike recordaba el incidente con el pájaro, en la fundición, el álbum de su padre y la foto que se había movido.

Richie había sentido que allí crecía una energía loca, exaltante. Había tomado cocaína nueve o diez veces, en los dos últimos años (casi siempre en las fiestas, porque uno no quiere tener cocaína en su casa cuando se es un gran disc-jockey) y la sensación se parecía un poco a eso, aunque no exactamente. Ésta era más pura, más honda. Creía reconocer la sensación de su niñez, cuando la sentía a diario y acababa por considerarla algo natural. Suponía que, si de niño había pensado alguna vez en esa profunda fuente de energía (aunque no recordaba haberlo hecho), debía haberla considerado, simplemente, un hecho de la vida, algo que siempre estaría allí, como el color de sus ojos o sus horribles dedos de los pies, en forma de martillo.

Pero no había resultado así. La energía que uno derrocha siendo niño, la energía que uno cree inagotable, se escapa entre los dieciocho y los veintidós años reemplazada por algo mucho menos brillante, tan falso como la exaltación de la cocaína: decisión, metas, cualquiera de los términos que propone la Cámara de Comercio. No era nada notable porque no aparecía de un momento al otro, con un estallido. Y eso es lo que daba miedo, pensó Richie. El hecho de que uno no deja súbitamente de ser niño, con un fuerte ruido de explosión, como si estallasen esos globos de payaso. El chico que llevábamos dentro se escurre poco a poco, tal como el aire de un neumático pinchado. Y un día, al mirarnos al espejo, nos encontramos con la imagen de un adulto. Uno podía seguir llevando vaqueros y asistiendo a los conciertos de rock; uno podía teñirse el pelo, pero la cara del espejo seguía siendo cara de adulto. Tal vez todo ocurría mientras dormíamos, como la visita de los ratones que se llevaban los dientes de leche.

No —piensa—, los dientes no… los años.

Ríe en voz alta ante la estúpida extravagancia de esa imagen y, cuando Beverly lo interroga con la vista, descarta la cuestión con un gesto de la mano.

—Nada, nena —dice—. Sólo estaba pensando.

Pero esa energía ha vuelto. No, no ha vuelto del todo, al menos, todavía no, pero está volviendo. Y no sólo a él; siente cómo va llenando la habitación. Mike luce bien por primera vez desde que todos se reunieron para ese horrible almuerzo. Cuando Richie entró en el vestíbulo y vio a Mike allí, sentado con Ben y Eddie, pensó, espantado. Ese hombre se está volviendo loco, tal vez se prepara para suicidarse. Pero ahora esa expresión ha desaparecido. No porque esté sublimada: ha desaparecido, en verdad. Richie, allí sentado, vio cómo se borraban los restos, mientras revivía la experiencia del pájaro y el álbum. Está energetizado. Y lo mismo ocurre con los otros. Se nota en la cara, en la voz, en el gesto de cada uno.

Eddie se sirve otra medida de ginebra con zumo de ciruelas. Bill bebe un poco de whisky y Mike abre otra lata de cerveza. Beverly echa un vistazo a los globos que Bill ha atado a la microfilmadora y acaba, apresuradamente, su tercer vodka con naranja. Todos han estado bebiendo con entusiasmo, pero ninguno está ebrio. Richie no sabe de dónde sale la energía que siente, pero no es del licor.

LOS NEGROS DE DERRY SON UNOS PÁJAROS TONTOS: azul.

LOS PERDEDORES SIGUEN PERDIENDO, PERO STANLEY URIS SE HA PUESTO A LA CABEZA: naranja.

Por Dios —piensa Richie, abriendo otra cerveza—, bastante malo es que Eso pueda transformarse en cualquier monstruo, a voluntad, y bastante malo es que pueda alimentarse de nuestros temores. Pero además, resulta ser un chistoso aficionado a los juegos de palabras.

Es Eddie quien rompe el silencio.

¿Hasta dónde creéis que Eso sabe lo que está pasando aquí? —pregunta.

—Estaba aquí, ¿no? —observa Ben.

—No creo que eso quiera decir gran cosa —responde Eddie.

Bill asiente.

Ésas son sólo imágenes —dice—. No estoy seguro de que Eso pueda vernos ni saber lo que hacemos. Uno puede ver al locutor de televisión, pero él a nosotros no.

—Esos globos no son sólo imágenes —dice Beverly, señalándolos con el pulgar—. Son reales.

—Eso no es cierto —interviene Richie y todos lo miran—. Las imágenes son reales. Estoy seguro. Son…

Y de pronto, otra cosa cae en su sitio, algo nuevo; cae en su sitio con una fuerza tan firme que él se cubre las orejas con las manos. Sus ojos se ensanchan detrás de las gafas.

—¡Oh, Dios mío! —grita súbitamente.

Busca a tientas la mesa y se levanta a medias, pero vuelve a caer en la silla con un golpe sordo, como si no tuviera huesos. Derrama su lata de cerveza al tratar de cogerla, la recoge y bebe el resto. Mira a Mike, mientras los otros lo observan, sorprendidos y preocupados.

—¡El ardor! —dice, casi gritando—. ¡El ardor en los ojos! ¡Mike! El ardor que sentía en los ojos…

Mike asiente con la cabeza, sonriendo sombríamente.

¿Ri-Richie? —inquiere Bill—. ¿Q-q-qué pasa?

Pero Richie apenas lo oye. La fuerza del recuerdo se abate sobre él como una marea, dándole frío y calor, alternativamente. De pronto comprende por qué esos recuerdos han vuelto uno a uno. Si hubiese recordado todo al mismo tiempo, esa fuerza habría sido como un cañonazo psicológico disparado a dos centímetros de su sien: le habría hecho volar la cabeza.

¡Lo vimos llegar! —dice a Mike—. Tú y yo vimos cómo llegaba Eso, ¿verdad? ¿O fui sólo yo? —Toma a Mike de la mano, que está apoyada en la mesa—. ¿Tú también lo viste, Mike? ¿El incendio forestal, el cráter?

—Lo vi —confirma Mike, en voz baja, estrechando la mano de Richie.

El otro cierra los ojos por un instante, pensando que jamás ha sentido un alivio tan cálido y poderoso en toda su vida, ni siquiera cuando el jet de Los Ángeles a San Francisco patinó en la pista y se detuvo a un lado sin que nadie saliese siquiera herido, sin más que algunas maletas caídas. Él había saltado al tobogán de emergencia y había ayudado a una mujer, que se había torcido el tobillo. La mujer reía, repitiendo: «No puedo creer que no haya muerto, no puedo creerlo». Richie, que la llevaba casi en vilo con un brazo, mientras hacía señas con el otro a los bomberos, dijo: «Bueno, le diré que está muerta. Está muerta. ¿Se siente mejor ahora?». Los dos rieron como locos, pero era una carcajada de alivio. Este alivio, sin embargo, es mayor.

—¿De qué habláis vosotros dos? —pregunta Eddie, mirándolos alternativamente.

Richie mira a Mike, pero el bibliotecario sacude la cabeza.

—Dilo tú, Richie. Yo ya he hablado bastante por hoy.

—Vosotros no lo sabéis o tal vez no lo recordáis, porque salisteis —les dice Richie—. Mikey y yo fuimos los últimos indios que se quedaron en el agujero de humo.

—El agujero de humo —musita Bill. Sus ojos están lejanos y azules.

—El ardor de mis ojos —dice Richie—, bajo las lentillas. Lo sentí por primera vez después de que Mike me telefoneó a California. En ese momento no supe qué era, pero ahora sí. Era humo; humo de veintisiete años atrás. —Mira a Mike—. ¿Psicológico, dirías? ¿Psicosomático? ¿Algo surgido del subconsciente?

—Yo no diría eso —responde Mike, en voz baja—. Lo que sentiste fue tan real como esos globos, como la cabeza que vi en la nevera o como el cadáver de Tony Tracker que vio Eddie. Cuéntales, Richie.

—Fue cuatro o cinco días después de que Mike llevara el álbum de su padre a Los Barrens. Un día de mediados de julio, creo. La casita ya estaba terminada. Pero… lo de la chimenea fue idea tuya, Parva. La sacaste de un libro.

Ben asiente, sonriendo un poquito.

Richie piensa: Ese día estaba muy nublado. No había brisa. Truenos en el aire. Como aquel día, un mes después, en que formamos un circulo, de pie en el arroyo y Stan nos cortó la mano con un trozo de botella. El aire estaba inmóvil, como si esperase que ocurriera algo. Más tarde, Bill dijo que por eso aquello se había puesto insoportable enseguida: porque no había brisa.

El 17 de julio. Sí, ése fue el día del pozo de humo. El 17 de julio de 1958. Casi un mes después de que terminaron las clases y se formó el núcleo de los Perdedores (Bill, Eddie y Ben) allá en Los Barrens. Dejadme ver el parte meteorológico de aquel día de hace casi veintisiete años —pensó Richie—, y os diré lo que decía antes de leerlo: Richie Tozier, alias el Gran Mentalista. «Cálido, húmedo, probabilidad de tormenta. Y cuidado con las visiones que pueden sorprenderos mientras estáis en el agujero del humo».

Aquello ocurrió dos días después de ser descubierto el cadáver de Jimmy Cullum, un día después de que el señor Nell volviera a Los Barrens y se sentara directamente sobre la casita sin saber de su existencia, porque por entonces le habían puesto la trampilla y el mismo Ben había dirigido minuciosamente la aplicación del pegamento y los panes de césped. A menos que uno se pusiera en cuatro patas y gateara por ahí, no tenía la menor idea de que hubiese algo. Como la represa, la casita de Ben había sido un éxito rotundo, pero el señor Nell no tenía noticias de ella.

Los interrogó con cautela, oficialmente, registrando las respuestas en su libretita negra, pero ellos tenían poco que decirle, al menos con respecto a Jimmy Cullum. Y el señor Nell se fue otra vez, tras recordarles, una vez más, que no debían jugar solos en Los Barrens… jamás. Richie supone que el señor Nell les habría ordenado, simplemente, salir de allí, si algún policía hubiese creído que Jimmy Cullum (o cualquiera de los otros) había muerto en Los Barrens. Pero la policía estaba bien informada: debido al sistema de cloacas y desagües, ése era, simplemente, el sitio al que los restos iban a parar.

El señor Nell había aparecido el día 16, sí, un día también caluroso y húmedo, pero soleado. El 17, el cielo estuvo cubierto.

—¿Nos cuentas o no Richie? —pregunta Bev. Sonríe un poquito, con los labios plenos y rosados, los ojos encendidos.

—Es que no sé por dónde empezar —dice Richie.

Se quita las gafas, las limpia con la camisa y, de pronto, sabe por dónde. Por el momento en que la tierra se abrió ante sus pies y los de Bill. Ellos sabían dónde estaba la casita, por supuesto, pero aun así lo asustó el ver que la tierra se abría súbitamente en una ranura de oscuridad.

Recuerda que Bill lo llevó en Silver hasta el sitio acostumbrado de Kansas Street y escondió su bicicleta bajo el puentecito. Recuerda que los dos caminaron por el sendero hacia el claro; a veces tenían que apartarse porque la maleza era muy densa. Era pleno verano y Los Barrens estaban en el apogeo de su fertilidad. Recuerda haber dado manotazos a los mosquitos que zumbaban, enloquecedoramente, cerca de sus oídos. Hasta recuerda que Bill dijo (oh, qué claramente lo recuerda ahora, no como si hubiese ocurrido ayer, sino como si estuviese diciendo ahora mismo):

—Qué-qué-quédate quieto un s-s-s…

2

—segundo, Ri-Richie. Tienes uno enorme en el cuello.

—Oh, cielos —dijo Richie, que odiaba a los mosquitos. Bien miradas las cosas, eran como vampiros diminutos—. Mátalo, Gran Bill.

Bill dio una palmada en el cuello de Richie.

—¡Ay!

—M-m-mira.

Bill puso la mano frente a la cara de su amigo. En el centro de una mancha de sangre irregular había un cadáver de mosquito aplastado. Mi sangre —pensó Richie—, vertida por vosotros y por muchos más.

—Ajjj —protestó

—N-n-no te preocupes. El muy m-m-maldito no v-v-volverá a joder a nadie más.

Siguieron caminando, dando manotazos a los mosquitos y espantando nubes de jejenes atraídos por algo en el olor de su sudor, algo que, años más tarde, sería identificado como, «feromonas», fueran lo que fuesen.

—Bill, ¿cuándo vas a contar a los otros lo de las balas de plata? —preguntó Richie, al acercarse al claro. En ese caso, «los otros» significaba Bev, Eddie, Mike y Stan, aunque este último debía de tener una buena idea de lo que ellos estaban estudiando en la biblioteca pública. Stan era inteligente, demasiado, pensaba Richie, a veces. El día en que Mike llevó el álbum de su padre a Los Barrens, Stan había estado a punto de volverse loco. En realidad, Richie quedó medio convencido de que no volvería a ver a Stan y que el Club de los Perdedores se convertiría en sexteto (palabra que a Richie le gustaba usar con frecuencia, aunque la acentuaba en la primera sílaba). Pero el chico había vuelto al día siguiente y Richie lo respetaba aún más por eso—. ¿Se lo contarás hoy?

—Ho-o-oy no —dijo Bill.

—Crees que no dará resultado, ¿verdad?

Bill se encogió de hombros. Richie, que quizá entendía a Bill Denbrough como nadie lo conocería hasta la llegada de Audra Phillips, intuyó todo lo que su amigo habría dicho de no ser por el bloqueo de su impedimento verbal: que sólo en los comics se veía a los chicos haciendo balas de plata. En suma, era pura idiotez. Idiotez peligrosa. Podrían intentarlo, sí. Hasta era posible que Ben Hanscom lo consiguiera, sí. En una película daría resultado, sí. Pero…

—¿Y entonces?

—Tengo una idea —dijo Bill—. Más sencilla. Pero solo si Be-be… Beverly…

—¿Si Beverly qué?

—De-dejémoslo a-a-así.

Y Bill no quiso decir nada más al respecto.

Llegaron al claro. Si uno miraba con atención, podía notar que la hierba, en ese sitio, tenía un aspecto algo apelmazado… algo usado. Hasta podía pensarse que había algo artificial en la distribución de hojas secas y agujas de pino sobre la hierba. Bill recogió una envoltura de caramelos (de Ben, casi con toda certeza) y se la guardó distraídamente en el bolsillo.

Los chicos cruzaron hasta el centro del claro… y un fragmento de suelo, de unos veinticinco centímetros por cinco de anchura, giró hacia arriba con un sucio chirrido de bisagras descubriendo un párpado, negro. De esa negrura asomaron dos ojos que provocaron a Richie un momentáneo escalofrío. Pero eran sólo los ojos de Eddie Kaspbrak. Y fue Eddie, a quien visitaría en el hospital una semana después, quien entonó, con voz hueca:

—¿Quién camina, trip-trap, por mi puente?

Abajo, risitas y el fulgor de una linterna.

—Policías rurales, señorrr —respondió Richie, con la voz de Pancho Villa, mientras se retorcía un invisible bigote.

—¿Ah, sí? —inquirió Beverly, desde abajo—. ¡Documentación!

—¿Documentación? —exclamo Richie, encantado—. ¡No necesitamos ninguna documentación, qué joder!

—Vete al infierno, Pancho —respondió Eddie, cerrando bruscamente el gran párpado.

Abajo hubo más risitas apagadas.

—¡Salid con las manos en alto! —ordenó Bill, con grave y autoritaria voz de adulto. Comenzó a pasearse por la trampilla de la casita, cubierta de hierba. El suelo cedía elásticamente a cada paso, pero sólo un poco porque la construcción era buena—. ¡No tenéis ninguna posibilidad! —bramó, imaginándose como el temerario Joe Friday de la policía de Los Ángeles[21]—. ¡Salid de ahí, vagabundos, o entraremos a tiro limpio!

Para dar énfasis a su amenaza, dio un salto sobre el mismo sitio. Abajo sonaron gritos y risas. Bill sonreía, sin darse cuenta de que Richie lo observaba con aire sabio, no como un chico mira a otro, sino, por un breve momento, como un adulto mira a un chico.

No sabe que no siempre lo hace, pensó.

—Déjalos entrar, Ben, antes de que rompan el techo —dijo Bev.

Un momento después se abrió una trampilla, como la escotilla de un submarino. Ben se asomó por ella, ruborizado, y Richie comprendió que había estado sentado junto a Beverly.

Bill y Richie, se dejaron caer por la escotilla y Ben volvió a cerrar. Allí estaban todos, cómodamente sentados contra las paredes de madera, con las piernas recogidas; las caras apenas eran visibles a la luz de la linterna.

—¿Q-q-qué hay de nuevo? —preguntó Bill.

—Poca cosa —dijo Ben. En verdad, estaba sentado junto a Beverly y su rostro lucía tan feliz como arrebatado—. Estábamos…

—Cuéntales, Ben —interrumpió Eddie—. ¡Cuéntales la historia y veremos qué opinan!

Richie se sentó entre Mike y Ben, rodeando sus rodillas con las manos entrelazadas. Allí abajo hacía un fresco delicioso… y había un secreto delicioso. Siguiendo el rayo de la linterna, que pasaba de cara a cara, olvidó momentáneamente lo que tanto lo había asombrado un minuto antes.

—¿De qué estáis hablando?

—Oh, Ben estaba contándonos cierta ceremonia de los indios —dijo Bev—. Pero Stan tiene razón, Eddie: te haría nada bien para el asma.

—A lo mejor no me hace nada —replicó Eddie (y Richie notó que el chico, para crédito suyo, sólo parecía levemente inquieto)—. Habitualmente, me pasa sólo cuando me pongo nervioso. Y me gustaría probar.

—¿P-p-probar q-q-qué? —preguntó Bill.

—La ceremonia del pozo de humo —dijo Eddie.

—¿Y e-e-eso qué es?

El rayo de la linterna de Ben derivó hacia arriba y Richie lo siguió con los ojos. Vagaba sin sentido por el techo de madera de la casita mientras Ben les explicaba. Cruzó los paneles astillados de la puerta de caoba que tres días antes habían traído entre los siete desde el vertedero. Había sido justo el día antes de que se descubriera el cadáver de Jimmy Cullum. Lo único que Richie recordaba de Jimmy Cullum, un chiquillo tranquilo que también usaba gafas, era que le gustaba jugar al escondite en los días de lluvia. Ya no volverá a jugar, pensó Richie, algo estremecido. En la penumbra, nadie notó el estremecimiento, pero Mike Hanlon, que estaba sentado junto a él, hombro contra hombro, le echó una mirada de curiosidad.

—Bueno, la semana pasada saque un libro de la biblioteca —estaba diciendo Ben—. Se llamaba Espíritus de las grandes llanuras y trataba de las tribus indias que vivían en el Oeste, hace ciento cincuenta años. Payutes, pauníes, kiowas, otoes y comanches. El libro era muy interesante. Me encantaría ir a la zona donde ellos vivieron, alguna vez: Iowa, Nebraska, Colorado, Utah…

—Cálmate y cuenta lo de la ceremonia del pozo de humo —ordenó Beverly dándole un codazo.

—Sí, enseguida —dijo él

Richie se dijo que habría dado la misma respuesta si Beverly le hubiese dado un codazo, ordenando: «Ahora bébete el veneno, ¿quieres?».

—Casi todos esos indios tenían una ceremonia especial y nuestra casita me hizo pensar en ella. Cuando querían tomar una decisión importante, ya fuese ir tras los rebaños de búfalos, buscar agua fresca o iniciar una guerra contra sus enemigos, cavaban un agujero grande en el suelo y lo cubrían completamente de ramas, dejando una pequeña ventilación.

—El po-po-pozo de humo —dijo Bill.

—La celeridad de tu mente no deja de asombrarme, Gran Bill —dijo Richie, muy serio—. Deberías presentarte a los programas de preguntas y respuestas de la televisión. Estoy seguro de que ganarías una fortuna.

Bill hizo ademán de atacarlo y Richie retrocedió, dándose un buen golpe con el entablado.

—¡Ay!

—T-t-te lo, me-mereces —dijo Bill.

—Te mataré, maldito gringo —repuso Richie—. No necesitamos ninguna do…

—¿Queréis dejarlo? —protestó Beverly—. Esto es muy interesante.

Y favoreció a Ben con una mirada tan cálida que Richie temió ver salir una voluta de humo de las orejas del gordo.

—Bu-bu-bueno, Ben —dijo Bill—. S-s-sigue.

—Está bien —graznó Ben. Tuvo que carraspear para seguir hablando—. Cuando el pozo de humo estaba terminado, encendían fuego en el fondo usando leña verde para conseguir una fogata bien humeante. Después, todos los bravos bajaban a sentarse alrededor del fuego. El lugar se llenaba de humo. El libro dice que era una ceremonia religiosa, pero también era una especie de certamen, ¿sabéis? Al cabo de medio día, la mayor parte de los bravos salían de allí, porque no podían seguir soportando el humo, sólo quedaban dos o tres. Y se suponía que ésos tenían visiones.

—Claro. Y si yo respirara humo por cinco o seis horas, probablemente también tendría visiones —dijo Mike y todos rieron.

—Supuestamente, las visiones indicaban a la tribu qué debía hacer —dijo Ben—. No sé si esta parte es cierta o no, pero el libro dice que casi siempre las visiones eran acertadas.

Se hizo un silencio. Richie miraba a Bill, consciente de que todos estaban mirando a Bill. Y tuvo la sensación, una vez más, de que la historia de Ben sobre el pozo de humo no era, simplemente, algo que uno lee en un libro y quiere probar, como un experimento químico o un truco de magia. Sabía, todos lo sabían. Tal vez Ben lo sabía mejor que nadie: eso era algo que debían hacer.

Se suponía que ésos tenían visiones… Casi siempre las visiones eran acertadas.

Richie pensó: Apostaría a que, si se lo preguntamos, Parva nos dirá que ese libro le vino a las manos, prácticamente solo, como si alguien hubiese querido que él leyese ese libro en especial y nos hablase de la ceremonia. Porque aquí tenemos una tribu, ¿no? Sí. Nosotros. Y sí, creo que necesitamos saber qué va a pasar ahora..

Ese pensamiento llevó a otro. Esto, ¿tenía que suceder? Desde el momento en que Ben tuvo la idea de hacer una casita subterránea en vez de hacerla en un árbol, ¿esto tenía que suceder? ¿Qué parte de todo esto estamos pensando por nuestra cuenta y que parte piensa otra mente por nosotros?

En cierto modo, esa idea habría debido resultarle casi consoladora. Era agradable imaginar que alguien más grande, más inteligente que uno, estaba pensando por uno, como los adultos que planeaban la comida, compraban la ropa y distribuían el tiempo para los chicos. Richie estaba convencido de que la fuerza que los había reunido, la fuerza que había usado a Ben como mensajero para darles la idea del pozo de humo, esa fuerza no era la misma que estaba matando a los chicos. Era una especie de contrafuerza, opuesta a la otra…

(oh bueno, bien puedes decirlo)

Eso. Pero de cualquier modo, no le gustó esa sensación de no tener control sobre sus propios actos, de ser controlado, de ser dirigido.

Todos miraron a Bill esperando saber qué opinaba.

—P-p-pues —dijo— pa-pa-parece pe-perfecto.

Beverly suspiró. Stan se movió, incómodo. Eso fue todo.

—Pe-pe-perfecto —repitió Bill, mirándose las manos. Tal vez fue sólo el inquieto haz de la linterna o su propia imaginación, pero Richie creyó verlo un poco pálido y muy asustado, aunque sonreía—. T-t-tal vez una vi-visión nos diga qué p-p-podemos ha-a-acer con un-nuestro p-p-problema.

Y si alguien tiene una visión —pensó Richie—, ése será Bill. Pero en eso se equivocaba.

—Bueno —dijo Ben—, probablemente sólo servía para los indios, pero podría ser interesante probar.

—Sí, probablemente nos desmayemos todos por el humo y muramos aquí dentro —dijo Stan, lúgubre—. Eso sería muy interesante, sí.

—¿No quieres intentarlo, Stan? —preguntó Eddie.

—Bueno, más o menos —reconoció Stan, suspirando—. Creo que vosotros me estáis volviendo loco, ¿sabéis? —Miró a Bill—. ¿Cuándo?

Bill dijo:

—N-n-no hay me-mejor mommmmento que el pre-presente, ¿n-n-no?

Hubo un silencio confuso y pensativo. Luego Richie se levantó, abriendo la trampilla con los brazos estirados, para dejar entrar la luz mortecina de aquel sereno día de verano.

—Tengo mi hachita —dijo Ben, siguiéndolo—. ¿Quién me ayuda a cortar leña verde?

Al final lo ayudaron todos.

3

Prepararse les llevó una hora. Cortaron cuatro o cinco brazadas de ramas verdes, pequeñas, de las que Ben retiró todas las hojas.

—Van a ahumar, ya lo creo —dijo—. Ni siquiera estoy seguro de que podamos encender el fuego con ellas.

Beverly y Richie bajaron a la ribera del Kenduskeag para recoger una serie de piedras de buen tamaño usando la chaqueta de Eddie (la madre siempre le hacía salir con chaqueta, por mucho calor que hiciese, diciendo que podía llover; si uno tenía una chaqueta para ponerse, no se empapaba). Mientras llevaban las piedras a la casita, Richie comentó:

—Tú no puedes hacer esto, Bev. Eres niña. Ben dijo que eran los bravos los que bajaban al pozo de humo, no las squaws.

Beverly hizo una pausa, mirándolo con mezcla de irritación y regocijo. De la cola de caballo le había escapado un mechón. Sacó el labio inferior para apartárselo de la frente con un soplido.

—Cuando quieras, Richie, te desafío a pelear. Puedo tumbarte cuando me dé la gana, y lo sabes.

—¡Eso no impo’ta, Miss Sca’lett! —exclamó Richie, mirándola con ojos saltones—. ¡Es niña y niña será! ¡No es guerrero indio!

—Pues seré guerrera india, entonces —afirmó Beverly—. Y ahora, ¿llevamos estas piedras a la casita o quieres que te las tire a la cabeza hasta romperte el culo?

—¡Cielo santo, Miss Sca’lett, yo no tengo el culo en la cabeza! —chilló Richie.

Beverly rió tanto que dejó caer el extremo de la chaqueta y todas las piedras se desparramaron. No cesó de reñirle mientras las recogían. Richie, mientras tanto, bromeaba y chillaba con muchas voces, maravillándose, para sus adentros, de lo hermosa que ella era.

Aunque no había dicho en serio lo de excluirla del pozo de humo por su sexo, Bill Denbrough pareció apoyar esa opinión.

Beverly se enfrentó a él con los brazos en jarras y las mejillas arrebatadas por la furia.

—¡Puedes meterte esa opinión ya sabes dónde, Bill el Tartaja! Yo también estoy metida en esto. ¿O ya no participo en este podrido club?

Bill, con paciencia, dijo:

—L-l-las cosas n-n-no son a-a-así, B-B-Bev, y tú lo s-s-sabes. A-a-alguien ti-tiene que e-e-estar fuera.

—¿Por qué?

Bill trató de explicarse, pero allí estaba otra vez el bloqueo oral. Miró a Eddie como pidiendo ayuda.

—Es por lo que dijo Stan —apuntó Eddie, serenamente—. Lo del humo. Bill dice que realmente podría ocurrir que todos nos desmayásemos aquí abajo. Y moriríamos. Dice Bill que es lo que pasa en casi todos los incendios: la gente no se quema, muere asfixiada por el humo.

Beverly giró hacia Eddie.

—Bueno, está bien. ¿Él quiere que alguien se quede arriba por si hay problemas?

El chico asintió, angustiado.

—¿Por qué no te quedas tú, que tienes asma?

Eddie no dijo nada. Beverly se volvió hacia Bill, mientras los otros, con las manos en los bolsillos, se miraban los zapatos.

—Lo que pasa es que soy mujer, ¿no es cierto? Es eso. ¿verdad?

—Bebe, be, be…

—No hace falta que hables —le espetó ella—. Mueve la cabeza. Sí o no. Tu cabeza no tartamudea. ¿Es porque soy mujer o no?

Bill, contra su voluntad, asintió con la cabeza.

Ella lo miró por un instante, con los labios estremecidos. Richie creyó que estaba por llorar, pero lo que hizo fue estallar súbitamente.

—¡Bueno, vete a la mierda! —Giró sobre sus talones para mirar a los otros, que retrocedieron ante esos ojos, tan ardientes que parecían radiactivos—. ¡Iros todos a la mierda si pensáis eso! —Volvió a mirar a Bill y comenzó a hablar muy deprisa castigándolo con palabras—. Esto no es un juego de niños, como el pilla-pilla, los pistoleros o el escondite, y tú lo sabes, Bill. Se espera de nosotros que lo hagamos. Es parte del asunto. Y a mí no vas a dejarme afuera sólo por ser mujer. ¿Entiendes bien? Te conviene entenderlo si no quieres que me vaya ahora mismo. Y si me voy, me voy para siempre. Para siempre, ¿entendido?

Se interrumpió. Bill la miraba. Parecía haber recobrado la calma, pero Richie sintió miedo. Si alguna oportunidad tenían de ganar, de hallar el modo de aniquilar aquello que había matado a Georgie Denbrough y a los otros chicos, de matar a Eso, la posibilidad estaba en peligro. Siete —pensó Richie—. Es el número mágico. Tenemos que ser siete. Así debe ser.

Un pájaro graznó en alguna parte. Se interrumpió. Volvió a graznar.

—E-e-está bien —dijo Bill, y Richie soltó el aliento que contenía—. Pe-pe-pero a-a-alguien tendrá que que-que-quedarse a-a-aarriba. ¿Quién?

Richie pensó que Eddie y Stan se ofrecerían como voluntarios. Pero Eddie no dijo nada. Stan, pálido y pensativo, guardó silencio. Mike tenía los pulgares enganchados en el cinturón y no movía sino los ojos.

—V-a-va-vamos —insistió Bill.

Richie se dio cuenta de que ya nadie fingía. El apasionado discurso de Bev y la cara de Bill, seria, demasiado envejecida, se habían encargado de eso. El intento era parte del asunto, tal vez tan peligroso como la expedición que él y Bill habían hecho a la casa de Neibolt Street. Todos lo sabían… pero nadie se echaba atrás. De pronto se sintió orgulloso de sus compañeros y orgulloso de estar con ellos. Después de tantos años de ser excluido, finalmente lo incluían. Por fin, lo incluían.. No sabía si seguían siendo perdedores o no, pero si sabía que estaban juntos. Eran amigos. Muy buenos amigos, joder. Richie se quitó las gafas y las frotó vigorosamente con los faldones de la camisa.

—Ya sé cómo hacer esto —dijo Bev.

Sacó del bolsillo una caja de cerillas. En la parte delantera había fotos de las candidatas de ese año al título de Miss Rheingold, tan diminutas que hacía falta una lupa para verlas bien. Beverly encendió una cerilla y la apagó de un soplido. Después arrancó otras seis y les agregó la cerilla quemada. Les dio la espalda por un momento y, cuando volvió a mirarlos, los siete extremos blancos de las siete cerillas sobresalían de su puño cerrado.

—Elige —dijo a Bill, presentándole el puño—. El que saque la cerilla quemada se queda arriba para sacar al resto por si los otros se marean.

Bill la miró de frente.

—¿A-a-así quieres que lo ha-a-a-agamos?

Entonces ella le sonrió y esa sonrisa dio fulgor a su cara.

—Sí, grandísimo tonto, así es como lo quiero. ¿A ti que te parece?

—T-t-t-te amo, B-b-bev —dijo.

A las mejillas de la chica subió el color, como una llama apresurada.

Bill pareció no darse cuenta. Estudiaba los cabos de cerilla que asomaban del puño apretado y al fin eligió uno. La cabeza estaba azul, sin quemar. Ella se volvió hacia Ben y le ofreció los seis restantes.

—Yo también te amo —dijo Ben, ronco. Tenía la cara como una ciruela y parecía al borde de un ataque. Pero nadie se rió. En algún lugar muy profundo de Los Barrens, el pájaro volvió a graznar. Stan ha de saber qué pájaro es, pensó Richie.

—Gracias —respondió ella, sonriendo.

Ben eligió una cerilla. Su cabeza estaba intacta.

A continuación, los ofreció a Eddie, que sonrió. Era una sonrisa tímida, increíblemente dulce, vulnerable hasta partir el corazón.

—Creo que yo también te amo, Bev —dijo.

Y eligió una cerilla al azar. Su cabeza estaba azul.

Beverly presentó los cuatro cabos restantes a Richie.

—¡La amo, Miss Sca’lett! —vociferó Richie, a todo pulmón, e hizo exagerados gestos de beso con los labios.

Beverly se limitó a mirarlo con una leve sonrisa y al chico le atacó una súbita vergüenza.

—Te amo de verdad, Bev —dijo, y le tocó el pelo—. Eres estupenda.

—Gracias.

Richie tomó una cerilla y la miró, seguro de haber sacado la quemada. Pero no era así. Bev se volvió hacia Stan.

—Te amo —dijo Stan, mientras retiraba una de las cerillas de su puño. Sin quemar.

—Quedamos tú y yo, Mike —observó ella, ofreciéndole las dos cerillas restantes.

Él dio un paso adelante.

—No te conozco tanto como para amarte —dijo—, pero te amo, de cualquier modo. Tratándose de gritar, podrías darle lecciones a mi madre.

Todos rieron y Mike tomó una cerilla. Su cabeza también estaba intacta.

—Pa-pa-parece q-q-que te to-toca a ti, Bev, desp-p-pués de todo —comentó Bill.

Beverly, con cara de disgusto (tanto lío para nada), abrió la mano.

La cabeza de la cerilla restante también estaba azul y sin quemar.

—Hi-i-ciste tra-trampa —acusó Bill.

—No, no hice trampa. —La voz de la chica no era de protesta y enfado, como cabía esperar, sino de aturdida sorpresa—. Juro por Dios que no lo hice.

Y les mostró la palma. Todos vieron la débil marca de hollín de la cerilla quemada.

—¡Te lo juro por mi madre, Bill!

El chico, la miró por un momento y acabó por asentir. Por tácito acuerdo, todos le entregaron sus cerillas. Eran siete, con las cabezas intactas. Stan y Eddie empezaron a gatear por el suelo, pero no encontraron ninguna cerilla quemada.

No hice nada —dijo Beverly, sin dirigirse a nadie en especial.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Richie.

—B-b-bajamos to-todos —dijo Bill—. A-a-así de-debe ser.

—¿Y si todos nos desmayamos? —preguntó Eddie.

Bill miró otra vez a la chica.

—S-s-si Bev di-dice la v-v-verdad y asssí es, no pasará na-na-nada.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Stan.

—L-l-lo sé.

El pájaro volvió a graznar.

4

Ben y Richie bajaron primero para que los otros les entregasen las piedras una a una. Richie se las pasaba a Ben, que fue formando un pequeño círculo de piedras en medio del suelo de tierra.

—Bueno —dijo—. Ya basta.

Entonces bajaron los otros, cada uno con un puñado de ramitas verdes. Bill fue el último, cerró la trampilla y abrió el estrecho ventanuco.

—L-l-listo —dijo—. Ya está el p-p-pozo de hu-de humo. ¿Te-te-tenemos yesca?

—Utiliza esto si quieres —dijo Mike, sacando del bolsillo una maltratada revista de Archie—. Ya la leí.

Bill arrancó las páginas una a una con lentitud y gravedad. Los otros se sentaron contra las paredes, rodilla con rodilla y hombro con hombro, observando sin decir nada. La tensión era densa y reinaba el silencio.

Bill puso ramitas pequeñas y astillas sobre el papel. Luego miró a Beverly.

—T-t-tú ti-tienes cerillas —dijo.

Ella encendió una; fue una llama diminuta y amarilla en la penumbra.

—Lo más probable es que esa porquería no encienda, de cualquier modo —dijo, con voz algo inestable, mientras acercaba la llama al papel, en varios lados.

Cuando la cerilla ardió hasta cerca de sus dedos, la arrojó al medio.

Las llamas se encendieron, amarillas, crepitantes, recortando en nítido relieve cada una de las caras. En ese momento, Richie no tuvo dificultad en creer la historia de indios contada por Ben; así debía haber sido en los viejos tiempos, cuando la idea de los hombres blancos era sólo un rumor o una leyenda para aquellos indios que perseguían rebaños de búfalos tan grandes que cubrían los campos, de horizonte a horizonte, haciendo temblar la tierra como durante un terremoto. En ese momento, Richie pudo imaginar a aquellos indios, kiowas, pauníes o lo que fueran, contemplando las llamas que se hundían en la leña verde como llagas calientes, oyendo el leve sisear de la savia que brotaba de la madera húmeda, esperando que descendiese la visión.

Sí. Allí sentado, en ese instante, lo creía todo… y al mirar aquellas caras sombrías, fijas en las llamas y en las páginas chamuscadas del comic, comprendió que ellos también lo creían.

Las ramas se estaban encendiendo. El recinto empezó a llenarse de humo. Una parte, blanca como las señales de humo de las películas, escapaba por la chimenea. Pero como el aire estaba inmóvil en el exterior, sin crear corriente, la mayor parte permaneció allí. Tenía un olor acre que irritaba los ojos y hacía picar la garganta. Richie oyó que Eddie tosía dos veces con un ruido seco, como el de dos tablas que se golpearan. Luego quedó otra vez en silencio. Él no debería estar aquí, pensó. Pero en otra parte parecían pensar distinto.

Bill arrojó otro puñado de ramitas verdes al fuego y preguntó, con voz débil, muy poco parecida a la suya habitual:

—¿A-a-alguien ti-tiene v-v-visiones?

—Sí: me veo salir volando de aquí —dijo Stan Uris.

Beverly se echó a reír, pero su risa se convirtió en un ataque de tos y acabó ahogándose.

Richie apoyó la cabeza contra la pared y levantó la mirada hacia la chimenea: un estrecho rectángulo de luz amarilla. Pensó en la estatua de Paul Bunyan, aquel día de marzo. Pero eso había sido sólo un espejismo, una alucinación, una

(visión)

—El humo me está matando —dijo Ben—. ¡Uf!

—Vete —murmuró Richie, sin apartar los ojos de la chimenea.

Tenía la sensación de que estaba dominando la situación. Se sentía como si hubiese adelgazado cinco kilos. Y la casita, sin duda alguna, se había vuelto más grande. Sobre eso estaba muy seguro. Al principio, la gorda pierna izquierda de Ben Hanscom había estado apretada contra la suya y el huesudo codo de Bill se le hundía en el brazo derecho. Ahora, ninguno de los dos lo tocaba. Echó un vistazo perezoso a derecha e izquierda para verificar sus percepciones. Eran correctas. Ben estaba a unos treinta centímetros. Bill, a su derecha, aún más lejos.

—Este lugar se ha agrandado, amigos y vecinos —dijo.

Aspiró más profundamente y tosió con fuerza. Dolía, dolía en el fondo del pecho, como duele la tos cuando uno ha tenido una gripe. Por un rato pensó que jamás se le pasaría, que seguiría tosiendo hasta que tuvieran que sacarlo. Siempre que ellos puedan, pensó, pero la idea era demasiado difusa como para asustarle.

De pronto, Bill le dio unas fuertes palmadas en la espalda y la tos remitió.

—No lo sabes, pero no siempre lo haces —dijo Richie.

No miraba a Bill, sino a la chimenea. ¡Qué brillante parecía! Cuando cerraba los ojos podía ver el rectángulo, flotando en la oscuridad, pero ya no blanco, sino en verde.

—¿D-d-de qué hab-hablas? —preguntó Bill.

—De tu tartamudez. —Hizo una pausa, consciente de que algún otro estaba tosiendo, sin saber quién—. Deberías ser tú quien hiciese las voces, Gran Bill, no yo. Porque tú…

Las toses se hicieron más fuertes. De pronto, la casita se inundó de luz, tan súbita y brillante que Richie entornó los ojos. Distinguió apenas la silueta de Stan Uris que salía a duras penas, trepando.

—Lo siento —logró decir el chico, entre toses espasmódicas—. Lo siento; pero no puedo.

—No importa —se oyó decir Richie—. No necesitamos ninguna documentación para joder.

Su voz sonaba como si saliera de un cuerpo ajeno.

Un momento después se cerró la trampilla, pero el aire fresco que había entrado le despejó un poco la cabeza. Antes de que Ben se moviera un poco para llenar el espacio que Stan había dejado vacío, Richie cobró conciencia de que su pierna volvía a presionar contra la de él. ¿De dónde había sacado la idea de que la casita se había agrandado?

Mike Hanlon arrojó más palitos al fuego. Richie volvió a respirar a bocanadas cortas mirando el ventanuco. No tenía idea del tiempo que pasaba, pero experimentaba la vaga sensación de que, aparte del humo, la casita se estaba convirtiendo en algo cálido y agradable.

Miró alrededor buscando a sus amigos. Costaba verlos porque estaban envueltos en sombras, humo y una luz estival aún blanca. Bev tenía la cabeza reclinada contra el entablado, las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Las lágrimas le corrían por las mejillas hacia los lóbulos de las orejas. Bill, con las piernas cruzadas, apoyaba la barbilla en el pecho. Ben…

Pero de pronto, Ben se levantó y empujó la trampilla.

—Allá va Ben —dijo Mike. Estaba sentado a lo indio, frente a Richie, y tenía los ojos rojos como los de una comadreja.

Otra vez los asaltó una relativa frescura. El aire se renovó al escapar humo por la trampilla. Ben iba tosiendo y haciendo arcadas. Salió con ayuda de Stan. Antes de que ninguno pudiera cerrar la trampilla, Eddie se levantó trabajosamente, mortalmente pálido salvo los dos parches amoratados bajo los ojos que le llegaban a los pómulos. Buscó a débiles manotazos el borde de la escotilla y habría caído de no ser por Ben, que le cogió una mano y Stan que le sujetó la otra.

—Perdón —logró decir el chico, en un susurro sibilante, antes de que lo sacaran a tirones.

La trampilla volvió a cerrarse con un golpe.

Hubo un período largo y tranquilo. El humo se acumuló hasta formar una densa niebla dentro de la casita. Esto parece niebla londinense, Watson, pensó Richie. Por un momento se vio como Sherlock Holmes (un Sherlock muy parecido a Basil Rathbone, totalmente blanco y negro), se vio avanzar decididamente por Baker Street. Moriarty estaba a alguna distancia, lo esperaba un coche de alquiler y algo estaba en marcha.

El pensamiento fue asombrosamente claro y sólido. Casi parecía tener peso, como si no fuese un pequeño sueño de bolsillo como los que tenía constantemente (Batea Tozier para los Bosox, allá va, sube, sube… ¡Ha desaparecido! Home run, Tozier… ¡Y acaba de romper todos los récords!) sino algo casi real.

Aún le quedaba humor suficiente como para pensar que, si de todo eso no sacaba más que una visión de Basil Rathbone en el papel de Sherlock Holmes, toda esa cuestión de las visiones tenía más fama de la que merecía.

Claro que no es Moriarty el que está allí. Es Eso…, algún Eso…, y es real. Es…

Entonces volvió a abrirse la trampilla. Beverly forcejeaba por salir, entre toses secas, con una mano cubriéndole la boca. Ben la tomó por una mano y Stan por el brazo. Medio a tirones, medio forcejeando por su cuenta, desapareció.

—E-e-es cierto que se ag-se agrandó —dijo Bill.

Richie miró alrededor. Vio el círculo de piedras en donde ardía el fuego, despidiendo nubes de humo. Al otro lado estaba Mike, sentado con las piernas cruzadas como un tótem tallado en caoba; lo miraba fijamente a través del fuego, con los ojos enrojecidos por el humo. Sólo que Mike estaba a más de veinte metros. Y Bill, más lejos aún, a su derecha. La casita subterránea tenía, en ese momento, las dimensiones de un salón de baile.

—No importa —dijo Mike—. Va a venir muy pronto. Algo viene.

—S-s-sí —reconoció Bill—. Pe-e-e-pero yo… —Empezó a toser. Trató de dominarse, pero la tos empeoró hasta convertirse en un repiqueteo seco.

Vagamente, Richie lo vio levantarse tambaleante, y arrojarse hacia la trampilla.

—Bu-bu-buena: su-su…

Y desapareció arrastrado por los otros.

—Parece que sólo quedamos tú y yo, viejo Mikey —dijo Richie. Entonces él también empezó a toser—. Estaba seguro de que sería Bill…

La tos empeoró. Se dobló en tos tosiendo en seco sin poder recobrar el aliento. Le palpitaba la cabeza como a martillazos, como un rábano lleno de sangre. Sus ojos lagrimeaban detrás de los cristales.

Desde lejos, le llegó la voz de Mike.

—Sube si es necesario, Richie. No te marees. No vayas a matarte.

Levantó una mano hacia Mike y la agitó

(ninguna documentación, qué joder)

en un gesto de negación. Poco a poco fue dominando la tos. Mike tenía razón. Algo estaba por ocurrir y ocurriría pronto. Y él deseaba estar allí cuando así fuera.

Reclinó la cabeza hacia atrás y clavó otra vez la vista en el ventanuco. El ataque de tos lo había dejado algo mareado, como si flotara en un almohadón de aire. La sensación era agradable. Siguió aspirando poco a poco, pensando: Algún día seré una estrella del rock-and-roll. Sí, eso es. Seré famoso. Grabaré discos y haré películas. Tendré una chaqueta deportiva negra y zapatos blancos. Y un Cadillac amarillo. Y cuando vuelva a Derry todos se morderán los codos, hasta Bowers. ¿Qué importa que lleve gafas? Buddy Holly también lleva gafas. Cantaré hasta ponerme azul y bailaré hasta ponerme negro. Seré la primera estrella del rock-and-roll nacida en Maine. Y…

El pensamiento se fue a la deriva. No importaba. Descubrió que ya no necesitaba respirar superficialmente. Sus pulmones se habían adaptado y podía aspirar tanto humo como quisiera. Tal vez era de Venus.

Mike arrojó más palitos al fuego. Para no ser menos, Richie arrojó otro puñado.

—¿Cómo te sientes, Rich? —preguntó Mike.

Richie sonrió.

—Mejor. Casi bien. ¿Y tú?

Mike asintió, devolviéndole la sonrisa.

—Me siento bien. ¿Has tenido algún pensamiento raro?

—Sí. Por un minuto me creí Sherlock Holmes. Después pensé que podía bailar como los Dovells. Tienes los ojos tan rojos que no se puede creer. ¿Lo sabías?

—Tú también. Parecemos un par de comadrejas en la madriguera.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Quieres decir «está bien»?

—Está bien. ¿Quieres decir que tienes la palabra?

—La tengo, Mikey.

—Sí, está bien.

Se sonrieron mutuamente. Entonces Richie dejó que su cabeza cayera hacia atrás, contra la pared, y miró el ventanuco. Al poco rato, empezó a divagar perdiéndose en la distancia… No, en la distancia, no. Hacia arriba. Estaba derivando hacia arriba. Como

(flotamos aquí abajo todos)

un globo.

—¿E-e-estáis bi-bien, vos-vosotros?

La voz de Bill bajaba por la chimenea. Llegaba desde Venus. Preocupada. Richie sintió que caía dentro de sí mismo con un golpe seco.

—Todo está bien —dijo, oyendo su voz lejana, irritada—. Todo está bien, te dijimos que todo está bien, Bill, cállate, déjanos coger la palabra, queremos decir que tenemos

(el mundo)

la palabra.

La casita era más grande que nunca y ahora tenía el suelo de madera encerada. El humo era espeso como niebla marítima; costaba ver el fuego. ¡Qué suelo, Dios! Era grande como un salón de baile en una comedía musical de la Metro. Mike lo miraba desde el otro lado, una silueta casi perdida en la niebla.

¿Vienes, viejo Mikey?

Estoy aquí contigo, Richie.

¿Todavía quieres decir «está bien»?

Sí… pero tómame de la mano…, ¿puedes tomarme de la mano?

Creo que sí.

Richie alargó la mano y, aunque Mike estaba al otro lado de ese enorme salón, sintió que aquellos dedos fuertes, pardos, se cerraban alrededor de su muñeca. Oh, y qué bueno era eso, qué agradable contacto, qué agradable encontrar deseo en el consuelo, consuelo en el deseo, encontrar sustancia en el humo y humo en la sustancia…

Inclinó la cabeza hacia atrás y miró el ventanuco, tan blanco y pequeño. Ya estaba mucho más arriba. Kilómetros más arriba, como un tragaluz venusino.

Estaba ocurriendo. Empezaba a flotar. Bueno, allá vamos, pensó, y empezó a elevarse aprisa, más aprisa, por entre el humo, la niebla, la llovizna, lo que fuera.

5

Ya no estaban adentro.

Los dos se encontraron de pie, juntos, en medio de Los Barrens, y estaba anocheciendo.

Eran Los Barrens y Richie lo sabía, pero todo era distinto. El follaje se veía más denso, salvajemente voluptuoso. Había plantas que él no había visto en su vida y comprendió que algunas de las cosas que tomó por árboles eran, en realidad, helechos gigantescos. Se oía correr agua, pero con mucha más potencia de la normal; aquello no parecía la perezosa corriente del Kenduskeag, sino el río Colorado en el Gran Cañón.

Además, hacía calor. En Maine solía hacer bastante calor durante el verano y la humedad era tal que uno, a veces, se sentía pegajoso al meterse en cama. Pero allí hacía más calor y humedad de la que Richie había experimentado en su vida. Una niebla baja, ahumada y densa, llenaba los huecos de la tierra y se enroscaba a las piernas de los chicos. Tenía un olor fino y acre que se parecía al del humo de leña verde.

Él y Mike empezaron a caminar hacia el ruido de agua sin decir palabra, abriéndose paso entre el extraño follaje. De algunos árboles colgaban lianas gruesas como sogas que parecían hamacas. Richie oyó cómo algo corría precipitadamente entre la maleza. Parecía un animal más grande que un venado.

Richie se detuvo el tiempo suficiente para mirar alrededor, girando en círculo para estudiar el horizonte. Sabía dónde habría debido estar el grueso cilindro blanco de la torre-depósito, pero no estaba allí. Tampoco el puente de ferrocarril que cruzaba hasta los patios de maniobras, en el extremo de Neibolt Street, ni las construcciones de Old Cape. Allí donde debía estar Old Cape sólo había barrancos bajos, salientes rocosas y grandes piedras entre gigantescos helechos y árboles.

Arriba se oyó un aleteo. Los chicos agacharon la cabeza en el momento en que pasaba un escuadrón de murciélagos, los más grandes que Richie había visto en su vida, y por un momento se aterrorizó, aún más que mientras huía con Bill en Silver perseguidos ambos por el hombre-lobo. El silencio y el carácter extraño de ese lugar eran terribles, pero su espantosa familiaridad era aún peor.

No hay por qué asustarse —se dijo—. Recuerda que es sólo un sueño, una visión, como quieras llamarla. Yo y el viejo Mikey estamos, en realidad, en la casita del club, envueltos en humo. Muy pronto, Gran Bill se pondrá nervioso porque no respondemos. Entonces él y Ben bajarán a sacarnos. Esto es solo de mentirijillas, como dice Conway Twitty.

Pero vio que un murciélago tenía un ala tan desgarrada que por ella se veía brillar el sol neblinoso, y cuando pasaron debajo de un helecho gigante vio una gorda oruga amarilla que cruzaba una ancha fronda dejando caer su sombra hacia atrás. En el cuerpo de la oruga saltaban diminutos insectos negros. Si eso era un sueño, era el más nítido que había tenido en su vida.

Caminaron hacia el ruido del agua y, en aquella espesa niebla que les llegaba a las rodillas, Richie no sabía si sus pies tocaban el suelo o no. Llegaron a un sitio en que tanto la niebla como el suelo se interrumpían. Él miró, estupefacto. Aquél no era el Kenduskeag… y sin embargo lo era. La corriente hervía en un curso estrecho, cortado en la misma roca. Al otro lado se veía un corte de siglos en capas de piedra: rojas, naranja, rojas otra vez. No se podía cruzar ese arroyo pisando unas cuantas piedras. Hubiese hecho falta un puente de cuerdas y uno se daba cuenta de que, si caía en el agua, sería barrido de inmediato. El ruido del torrente sonaba a furia tonta y amarga y mientras Richie caminaba, boquiabierto, vio, que un pez de plata rosada daba un salto en un arco imposible tratando de alcanzar a los insectos que formaban móviles nube sobre la superficie del agua. Volvió a caer, con un chapoteo, dando a Richie el tiempo suficiente para registrar su presencia y darse cuenta de que en su vida había visto un pez como ése, ni siquiera en los libros.

Las aves formaban bandadas en el cielo, chillando con aspereza. No una docena ni dos docenas: por un momento los pájaros oscurecieron tanto el cielo que borraron el sol. Otra bestia pasó a toda velocidad por entre los matorrales. Y varias más. Richie giró en redondo, con el corazón palpitándole dolorosamente en el pecho, y vio algo similar a un antílope que pasaba como un relámpago rumbo al sudeste.

Algo va a pasar y ellos lo saben.

Las aves desaparecieron. Probablemente habían aterrizado en masa, más al sur. Otro animal pasó ruidosamente junto a ellos… y otro más. Después se hizo el silencio, exceptuando el incesante rumor del Kenduskeag. Ese silencio tenía una cualidad de espera, una cualidad preñada que a Richie no le gustó. Sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y buscó a tientas la mano de Mike.

¿Sabes dónde estamos? —preguntó, a gritos—. ¿Tienes la palabra?

¡Sí, por Dios! —gritó Mike—. ¡La tengo! ¡Esto es el pasado! ¡Richie! ¡El pasado!

Richie asintió. El pasado, como había una vez, en tiempos remotos, cuando todos vivíamos en la selva y nadie vivía en otra parte. Estaban en Los Barrens tal como habían sido sabe Dios cuántos miles de años atrás. Estaban en algún pasado imposible de imaginar, antes de la edad de hielo, cuando Nueva Inglaterra era tan tropical como hoy lo es Sudamérica… si aún existía el hoy. Volvió a echar un vistazo, nervioso; casi esperaba ver la cabeza de un brontosaurio, contra el cielo, mirándolos, con la boca llena de barro y plantas arrancadas o un tigre dientes de sable que los acechara desde la espesura.

Pero sólo existía ese silencio, como el que reina cinco o diez minutos antes de que estalle una encarnizada tormenta eléctrica, cuando los relámpagos purpúreos se acumulan en el cielo y la luz toma un extraño color amarillo amoratado, cuando el viento cesa por completo y uno percibe un aroma denso, como el de baterías de automóvil sobrecargadas.

Estamos en el pasado, hace un millón de años, tal vez, o diez millones, u ochenta millones, pero aquí estamos y algo va a pasar. No sé qué, pero algo va a pasar y tengo miedo quiero que esto termine quiero volver y Bill por favor Bill por favor sácanos es como si hubiéramos caído en alguna película por favor ayúdanos…

La mano de Mike estrechó la suya y él notó entonces que el silencio se había roto. Se sentía una vibración grave que se percibía contra la piel, en vez de contra los tímpanos, haciendo zumbar los diminutos huesos que conducían el sonido. Fue en constante aumento. No tenía tono; simplemente, era

(la palabra en el principio era la palabra el mundo el)

un sonido sin melodía, sin alma. Buscó a tientas el árbol que tenían cerca y, al tocarlo con la mano encerrando la curva del tronco, percibió la vibración atrapada dentro. En ese mismo instante, comprendió que podía sentirlo en los pies, un latido firme que subía por los tobillos hasta las rodillas convirtiendo sus músculos en diapasones.

Crecía. Crecía.

Venía del cielo. Contra su voluntad, pero sin poder evitarlo, Richie levantó la cara. El sol era una moneda fundida que quemaba un círculo en la capa de nubes bajas, rodeada por un fantasmal halo de humedad. Abajo, ese tajo verde y fértil que eran Los Barrens permanecía en completo silencio. Richie creyó comprender qué era aquella visión: estaban por presenciar el advenimiento de Eso.

La vibración adquirió voz: un rugido resonante que fue creciendo hasta aturdir. Richie se cubrió los oídos con las manos y gritó, pero no oyó su propio grito. Mike Hanlon, a su lado, estaba haciendo lo mismo y Richie vio que sangraba un poco por la nariz.

Al oeste, las nubes se encendieron con un capullo de fuego rojo. Avanzó hacia ellos, dejando un rastro y fue ensanchándose de arteria a arroyo, a río de ominoso color y entonces, cuando un objeto ardiente cayó atravesando la capa de nubes, llegó el viento. Era caliente y chamuscante, lleno de humo; sofocaba. La cosa del cielo era gigantesca, como una cabeza de cerilla encendida, cuyo fulgor casi impedía mirarla. De ella se desprendían arcos de electricidad, látigos azules que dejaban truenos a su paso.

¡Una nave espacial! —vociferó Richie, cayendo de rodillas, cubriéndose los ojos con las manos—. Oh, Dios mío, es una nave espacial.

Pero estaba convencido (y así lo diría a los otros después, dentro de sus posibilidades) de que no era una nave espacial, aunque debía haber cruzado el espacio para llegar. Aquello que había descendido en aquel día remoto, fuera lo que fuese, había llegado desde un lugar más lejano que otra estrella u otra galaxia, y si la primera idea que acudió a su mente fue nave espacial fue, quizá, porque su mente no tuvo otro modo de expresar lo que sus ojos veían.

Entonces se produjo una explosión, un rugido al que siguió un fuerte choque resonante que los arrojó al suelo. Esa vez fue Mike quien buscó a tientas la mano de Richie. Hubo otra explosión. Richie abrió los ojos y vio un resplandor de fuego y una columna de humo que se elevaba hasta el cielo.

¡Eso! —gritó a Mike, ya en éxtasis de terror. Nunca en su vida —ni antes ni después— había experimentado ni experimentaría emoción alguna tan intensa, tan abrumadora. ¡Eso! ¡Eso! ¡Eso!

Mike lo levantó a tirones. Ambos corrieron por la alta ribera del Kenduskeag joven sin darse cuenta de lo cerca que estaban de la pendiente. Mike tropezó y cayó de rodillas. Luego le tocó a Richie el turno de caer, raspándose la pantorrilla y desgarrándose los pantalones. Se había levantado viento y llevaba hacia ellos el olor de la selva incendiada. El humo se fue tornando más espeso. Richie cobró vaga conciencia de que él y Mike ya no corrían solos. Los animales habían vuelto a ponerse en marcha; huían del humo, del fuego, de la muerte. Huían, tal vez, de Eso. Del recién llegado a su mundo.

Richie empezó a toser. Oyó que también Mike, a su lado, tosía. El humo era más denso; lavaba los verdes, los grises, los rojos del día. Mike volvió a caer y Richie perdió su mano. La buscó a tientas y no pudo hallarla.

¡Mike! —aulló, presa del pánico, tosiendo—. Mike, ¿dónde estás? ¡Mike! ¡Mike!

Pero Mike había desaparecido. No estaba por ninguna parte.

—¡richie! ¡richie! ¡richie!

(¡¡GUAC!!)

—¡richie! ¡richie! ¡richie!, ¿estás

6

bien?

Parpadeó, abriendo los ojos, y vio a Beverly arrodillada a su lado, limpiándole la boca con un pañuelo. Los otros (Bill, Eddie, Stan y Ben) estaban tras ella, solemnes y asustados. A Richie le dolía espantosamente la cara. Trató de hablar, pero sólo emitió un graznido. Trató de carraspear y estuvo a punto de lanzar un vómito. Sentía los pulmones y la garganta como si alguien se los hubiese forrado de humo.

Por fin logró preguntar:

—¿Me diste una bofetada, Beverly?

—Fue lo único que se me ocurrió —dijo ella.

Guac —murmuró Richie.

—Me pareció que no reaccionabas —explicó ella.

Y de pronto rompió a llorar.

Richie le dio unas torpes palmaditas en el hombro y Bill le apoyó una mano en el hombro. Ella, de inmediato, estiró la suya, se la tomó y la apretó con fuerza.

Richie consiguió incorporarse. El mundo empezó a nadar entre las olas. Cuando todo se asentó, vio a Mike apoyado contra un árbol cercano, aturdido y ceniciento.

—¿Vomitó? —preguntó Richie a Bev.

Ella asintió, sin dejar de llorar. Él adoptó su voz de policía irlandés, aunque vacilante, para preguntar:

—¿Te he ensuciado, querida?

Bev se echó a reír entre sollozos y sacudió la cabeza.

—Te puse de lado. Temía que… q-q-que te aho-ahogaras con el…

Y empezó a llorar con más intensidad.

—N-n-no es justo —protestó Bill, siempre sosteniéndole la mano—. Aq-q-quí el tart-t-tamudo soy y-y-yo.

—No está mal, Gran Bill —comentó Richie.

Trató de levantarse y volvió a caer sentado. El mundo seguía moviéndose. Tosió otra vez y apartó la cara, notando que iba a vomitar sólo un momento antes de que ocurriese. Arrojó una mezcla de espuma verde y saliva espesa que brotó en hilillos. Cerrando los ojos con fuerza, graznó:

—¿Alguien quiere merendar?

—Oh, qué mierda —gritó Ben, asqueado y riendo al mismo tiempo.

—A mí me parece que es vómito —corrigió Richie, aunque sin abrir los ojos—. La mierda suele salir por el otro extremo, al menos en mi caso. No sé cómo será en el tuyo, Parva.

Cuando, por fin, pudo abrir los ojos, vio la casita del club a unos veinte metros, con su ventanuco y la trampilla bien abierta. De ambas brotaba humo, que ya iba menguando.

Richie pudo ponerse, al fin, de pie. Por un momento creyó que iba a vomitar otra vez, a desmayarse, o ambas cosas al mismo tiempo.

Guac —murmuró, mientras el mundo daba tumbos frente a sus ojos. Cuando pasó la sensación, se acercó a Mike. El chico tenía aún los ojos colorados de una comadreja; por la humedad de sus pantalones, Richie calculó que también había tomado el ascensor estomacal.

—Lo has hecho bastante bien, para ser blanco —croó Mike, dándole un débil puñetazo en el hombro.

Richie no supo qué decir…, situación de exquisita rareza.

Bill se acercó, seguido por los otros.

—¿Tú nos sacaste? —preguntó Richie.

—C-c-con Be-Ben. Est-estabais gri-gri-gritando. L-l-los dos. P-p-pero…

Miró a Ben.

—Debió ser por el humo, Bill —dijo el gordo. Pero en su voz no había convicción alguna.

Richie, con voz inexpresiva, preguntó:

—¿Eso significa lo que me temo?

Bill se encogió de hombros.

—¿Q-q-qué, Ri-richie?

Mike respondió por él.

—Al principio no nos visteis allí, ¿verdad? Bajasteis porque nos oísteis gritar, pero al principio no estábamos.

—Había demasiado humo —adujo Ben—. Oíros gritar así daba miedo. Pero esos gritos sonaban…, bueno…

—M-m-muy le-le-lejos —concluyó Bill.

Con mucho tartamudeo, les contó que, al bajar con Ben, no habían visto a ninguno de los dos. Avanzaban a tientas con el humo, asustadísimos, temiendo que Richie y Mike pudiesen morir asfixiados si no los sacaban de inmediato. Por fin, Bill había encontrado una mano: la de Richie. Le había dado un estirón «de t-t-todos los dem-m-monios» y Richie había salido bruscamente de la penumbra, apenas consciente. Al volverse, Bill vio que Ben tenía aferrado a Mike en un abrazo de oso. Los dos tosían. Ben había arrojado a Mike hacia fuera, por la trampilla.

El gordo escuchaba, asintiendo.

—No hacía otra cosa que dar manotazos, no sé si me entendéis. Andaba estirando la mano como si quisiera saludar a todo el mundo. Y tú me la tomaste, Mike. Fue una suerte que lo hicieses en ese momento porque creo que estabas casi inconsciente.

—Por la forma en que habláis, se diría que la casita es mucho más grande de lo que es —observó Richie—. Tiene apenas metro y medio de lado.

Hubo un momento de silencio, mientras todos miraban a Bill, que tenía el entrecejo fruncido. Por fin dijo:

—Era m-m-más gra-grande. ¿Ve-ve-verdad, B-b-ben?

Ben se encogió de hombros.

—Me parece que sí. A menos que fuese por el humo.

—No fue por el humo —aclaró Richie—. Antes de que pasara aquello, antes de que saliésemos, recuerdo haber pensado que estaba tan grande como los salones de baile de las películas. Apenas veía a Mike contra la pared opuesta.

—¿Antes de que salieseis? —advirtió Beverly.

—Bueno… quise decir… como si…

Ella aferró a Richie por el brazo.

—Ocurrió, ¿verdad? ¡Ocurrió! Tuviste una visión, como en el libro de Ben. —Le refulgía la cara—. ¡Ha ocurrido!

Richie se miró la ropa. Después se fijó en la de Mike. El negro tenía el pantalón de pana desgarrado en una rodilla; él, un agujero en las dos perneras del vaquero por donde se veían las despellejaduras sangrantes de sus rodillas.

—Si eso era una visión, no quiero ninguna otra —aseguró—. No sé como habrán sido las cosas con este señor, pero yo no tenía ningún agujero en el pantalón cuando bajé. Son prácticamente nuevos. Mi madre me va a dar una buena.

—¿Qué paso? —preguntaron Ben y Eddie, al mismo tiempo.

Richie intercambió una mirada con Mike. Luego dijo:

—Bevvie, ¿tienes algún cigarrillo?

Tenía dos envueltos en un trozo de papel, Richie cogió uno, pero la primera calada lo hizo toser tanto que lo devolvió.

—No puedo —dijo—. Perdón.

—Era el pasado —dijo Mike.

—Me cago en eso —corrigió Richie—. No era simplemente el pasado. Era mucho más atrás que eso.

—Sí, cierto. Estábamos en Los Barrens, pero el Kenduskeag corría en torrente. Y era hondo. Todo parecía muy selvático, joder. Perdona, Bevvie. Y había peces. Creo que salmones.

—Mi p-p-padre di-dice que no h-a-ay pesca en el K-k-kendusk-k-keag desde hace mu-mu-muchísimo tiempo. P-p-por las clo-cloacas.

—Pues esto era hace muchísimo tiempo, sí —aclaró Richie. Los miró a todos, con aire inseguro—. Creo que era hace un millón de años, por lo menos.

Un apabullado silencio siguió a esa aseveración. Beverly lo rompió, diciendo:

—Pero, ¿qué pasó?

Richie sentía las palabras en la garganta, pero era preciso forcejear para sacarlas. Era casi como volver a vomitar.

—Vimos cuando llegó Eso —dijo por fin—. Creo que era Eso.

—Cielos —se asombró Stan—. Oh, cielos.

Hubo un áspero siseo. Eddie acababa de usar el inhalador.

—Cayó del cielo —dijo Mike—. No quiero volver a ver algo así en toda mi vida. Ardía con tanta fuerza que no se lo podía mirar. Y arrojaba electricidad y provocaba truenos. El ruido… —Sacudió la cabeza, mirando a Richie—. Era como el fin del mundo. Y cuando golpeó contra la tierra inició un incendio forestal. Eso fue al final.

—¿Era una nave espacial? —preguntó Ben.

—Sí —dijo Richie.

—No —dijo Mike.

Se miraron.

—Bueno, creo que sí —dijo Mike y al mismo tiempo Richie dijo:

—No, no era una nave espacial, pero…

Volvieron a interrumpirse, mientras los otros los miraban, perplejos.

—Cuéntalo tú —pidió Richie a Mike—. Creo que tratamos de decir lo mismo, pero no nos entienden.

Mike tosió dentro del puño y levantó la vista hacia los otros, casi como pidiendo disculpas.

—Es que no sé cómo explicarlo —dijo.

—Tra-tra-trata —ordenó Bill, ansioso.

—Cayó del cielo —repitió Mike—, pero no era una nave espacial, exactamente. Tampoco un meteorito. Era como el Arca de la Alianza que figura en la Biblia, con el Espíritu de Dios dentro… Sólo que Eso no era Dios. Con sólo sentirlo, verlo llegar, uno sabía que Eso era malo, que tenía malas intenciones.

Los miró.

Richie asintió.

—Vino de… afuera. Tengo esa sensación. De afuera.

—¿Afuera de dónde, Richie? —preguntó Eddie.

—Afuera de todo. Y cuando bajó… hizo el agujero más grande que podéis imaginar. Convirtió esta gran colina en una rosquilla, más o menos. Aterrizó justo donde está ahora el centro de Derry. ¿Entendéis?

Beverly dejó caer el cigarrillo a medio fumar y lo aplastó bajo un zapato.

Mike dijo:

—Siempre ha estado aquí, desde el principio del tiempo…, desde antes de que hubiese hombres en cualquier parte, a menos que hubiese unos pocos en África, por ejemplo, descolgándose de los árboles y viviendo en cuevas. El cráter ya no existe; probablemente la edad de hielo profundizó este valle, cambió algunas cosas y rellenó el cráter. Pero Eso estaba aquí, dormido, tal vez, esperando a que se derritiera el hielo, a que llegara la gente.

—Por eso usa las cloacas y los desagües —señaló Richie—. Para él han de ser como carreteras.

—¿Y no visteis cómo era? —preguntó Stan Uris, abruptamente y con voz algo ronca.

Ellos menearon la cabeza.

—¿Podemos derrotarlo? —preguntó Eddie, en medio del silencio—. ¿Se puede derrotar a algo como Eso?

Nadie respondió.