XIV. EL ÁLBUM

1

Al final resulta que Bill no es el único, todos los demás han traído alcohol.

Bill tiene bourbon, Beverly tiene vodka y una caja de zumo de naranja, Richie ha llevado seis cervezas y Ben Hanscom una botella de Wild Turkey. Mike tiene también seis cervezas en su pequeña nevera de la sala de bibliotecarios.

Eddie Kaspbrack llega el último con una pequeña bolsa en sus manos.

—¿Qué llevas ahí, Eddie? —le pregunta Richie—. ¿Refrescos Za-Rex o Kool-Aid?

Con una sonrisa nerviosa, Eddie saca primero una botella de ginebra y luego otra de zumo de ciruela.

Cae un silencio como herido por un rayo y Richie dice finalmente:

—Que alguien llame a los loqueros. Eddie Kaspbrack por fin se desmadra.

—La ginebra con zumo de ciruela es muy saludable —replica Eddie a la defensiva.

Y todos rompen a reír y el sonido de su regocijo rebota como un eco en la biblioteca silenciosa corriendo a través del puente de cristal que une la biblioteca de los mayores con la de los niños.

—Lánzate de cabeza —dice Ben enjugándose los ojos llorosos—. Lánzate de cabeza, Eddie. Apuesto a que eso te hace mover la correspondencia.

Sonriendo, Eddie llena su vaso de cartón con tres cuartas partes de zumo de ciruela y luego añade sobriamente dos medidas de ginebra.

—Eddie, te quiero de verdad —dice Beverly y Eddie la mira perplejo, pero sonriente. Beverly dirige entonces sus ojos alrededor de la mesa—. Os quiero a todos.

—T-t-también to-todos te que-queremos —dice Bill.

—Sí, te queremos —dice Ben con los ojos algo dilatados y ríe—. Creo que todos nos queremos todavía. ¿Sabéis lo insólito que eso resulta?

Hay un instante de silencio. A Mike no le sorprende mucho ver que Richie ha vuelto a ponerse las gafas.

—Las lentillas empezaron a arderme y tuve que sacármelas —explica Richie, brevemente, ante su pregunta—. ¿Y si vamos al grano?

Todos miran a Bill, como en el foso de grava, y Mike piensa: Miran a Bill cuando necesitan un capitán, a Eddie cuando hace falta un navegante. Vamos al grano, qué frase endiablada. ¿Les cuento que los cadáveres recuperados no presentaban señales de haber sido violados ni mutilaciones, exactamente, sino que habían sido parcialmente comidos? ¿Les digo que tengo siete cascos de minero, de esos que tienen luces potentes en la parte delantera, guardados en mi casa, incluido uno para cierto tipo llamado Stan Uris, que no salió a escena, como decíamos en aquellos tiempos? ¿O bastará con decirles que vayan a acostarse y que duerman bien toda la noche, porque las cosas terminarán mañana, definitivamente, para Eso o para nosotros?

Tal vez no haga falta decir nada de todo eso y el motivo por el que no hace falta ya ha sido establecido: aún se quieren. Las cosas han cambiado en los últimos veintisiete años, pero eso, milagrosamente, sigue igual. Esa es, piensa Mike, nuestra única esperanza verdadera.

Lo único que resta, en realidad, es terminar de repasar las cosas, completar la tarea de ponerse al tanto, de ajustar el presente al pasado, para que la banda de experiencia forme una especie de rueda. Sí, eso es. La tarea de esta noche es hacer la rueda; mañana veremos si aún gira… como giró cuando expulsamos a los gamberros del foso de grava y de Los Barrens.

—¿Has recordado el resto? —pregunta Mike a Richie.

Richie traga un poco de cerveza y hace un gesto de negación.

—Recuerdo que nos contaste lo del pájaro… y lo de la chimenea. —Una sonrisa rompe su cara—. Me acordé de eso mientras caminaba hacia aquí, con Bevvie y Ben. Qué condenada película de horror fue aquello.

—Bip-bip, Richie —dice Beverly, sonriendo.

—Bueno, tú lo sabes —dice él, ajustándose las gafas en la nariz con un gesto fantasmagóricamente parecido al de los viejos tiempos. Mira a Mike y le guiña un ojo—. Tú y yo lo sabemos, ¿no, Mikey?

El bibliotecario deja escapar un resoplido de risa y asiente.

—¡Miss Sca’lett! ¡Miss Sca’lett! —chilla Richie, con su voz de negrito esclavo—. ¡En la chimenea hase mucho caló, Miss Sca’lett!

Bill dice, riendo:

—Otro triunfo de ingeniería y arquitectura, logrado por Ben Hanscom.

Beverly asiente.

—Cuando trajiste el álbum de tu padre a Los Barrens, Mike, estábamos excavando nuestra casita.

—¡Oh, cielos! —dice Bill, incorporándose súbitamente—. Y las fotos…

Richie asiente, ceñudo.

—Lo mismo que en el cuarto de Georgie. Sólo que esa vez las vimos todos.

Ben agrega:

—Yo me acordé de lo que hicimos con el cuarto de dólar de plata.

Todos lo miran.

—Di los otras tres a un amigo mío, antes de venir aquí —explica Ben, en voz baja—. Se los di para sus chicos. Recordaba que antes eran cuatro, pero no sabía qué había hecho con el otro. Ahora ya lo sé. —Mira a Bill—. Hicimos un balín con él, ¿verdad? Tú, yo y Richie. Al principio pensamos hacer una bala de plata…

—Tú estabas muy seguro de poder hacerla —afirma Richie—, pero al final…

—Nos a-acobardamos —concluye Bill, lentamente.

El recuerdo ha caído naturalmente en su lugar y él oye ese click suave, pero distinguible. Nos estamos aproximando, piensa.

Volvimos a Neibolt Street —dice Richie—. Todos.

—Me salvaste la vida, Gran Bill —recuerda Ben, súbitamente. Bill sacude la cabeza—. Sí que lo hiciste.

Y en esa oportunidad Bill no niega. Sospecha que tal vez lo hizo, aunque no recuerda cómo. ¿Y, sería él? Tal vez Beverly…, pero eso no está allí. Todavía no, al menos.

—Disculpadme un segundo —dice Mike—. Tengo cerveza en la nevera.

—Toma de la mía —invita Richie.

Hanlon no beber cerveza de blanco —replica Mike—. Y menos de la tuya, Bocazas.

—Bip-bip, Mikey —pronuncia Richie, solemne.

Y Mike va por su cerveza en una cálida oleada de risa general.

Enciende la luz de la salita de bibliotecarios, una habitación triste, con sillas raídas, una mesa de formica muy necesitada de limpieza y un tablón de anuncios cubierto de notas viejas, informaciones sobre sueldos y horarios y algunas caricaturas del New Yorker, ya amarillas y enroscadas en los bordes.

Al abrir la pequeña nevera, siente que el impacto se hunde en él hasta los huesos, blanco como el hielo, tal como el frío del invierno se hunde en uno hasta hacer dudar que pueda volver la primavera. Los globos, azules y naranja, salen en tropel, por docenas, como un ramillete para fiestas. Mike piensa, incoherente, en medio de su espanto: Sólo falta el coro infantil cantando Feliz cumpleaños. Pasan rozando su cara y se elevan hacia el techo. Mike trata de gritar, imposibilitado de emitir la voz, cuando ve lo que hay detrás de los globos, lo que Eso ha puesto en la nevera, junto a su cerveza, como para una merienda de medianoche, una vez sus indignos amigos hayan contado sus indignas anécdotas y vuelto a sus alojamientos, en esa ciudad que ya no es la de ellos.

Mike da un paso atrás llevándose las manos a la cara para dejar afuera la visión. Tropieza con una de las sillas y, a punto de caer, aparta las manos. Aún está allí: la cabeza degollada de Stan Uris, junto al pack de seis de Bud Light; no una cabeza de hombre, sino la de un niño de once años. Tiene la boca abierta en un alarido mudo, pero Mike no le ve los dientes, ni la lengua porque la boca está llena de plumas. Son plumas de color pardo, increíblemente grandes. Y él sabe muy bien de qué ave provienen. Oh, sí, claro que sí. Había visto al pájaro en mayo de 1958 y todos lo vieron a principios de agosto, ese mismo año. Años después, hablando con su padre moribundo, descubrió que Will Hanlon también lo había visto una vez, al escapar del incendio del Black Spot. La sangre del cuello desgarrado, al gotear, ha formado un charco espeso en el fondo de la nevera. Brilla como un rubí rojo oscuro bajo el implacable resplandor de la bombilla.

—Eh…, eh…, eh…

Pero Mike no puede emitir otro sonido que ése. Entonces la cabeza abre los ojos. Y son los ojos plateados y brillantes del payaso Pennywise. Los ojos giran en dirección a él; los labios empiezan a retorcerse alrededor de las plumas. Está tratando de hablar. Tal vez intenta pronunciar una profecía, como el oráculo del teatro griego.

—Me pareció mejor reunirme con vosotros, Mike, porque no podéis ganar sin mí. No podéis ganar sin mí y lo sabéis, ¿verdad? Podríais haber tenido alguna oportunidad si yo hubiese aparecido entero, pero mi cerebro, tan norteamericano, no soportó la tensión, no sé si me entiendes. Vosotros seis, sin mí no haréis más que soñar con los viejos tiempos y haceros matar. Por eso me pareció mejor asomar la cabeza para avisaros. Asomar la cabeza, ¿entiendes, Mikey? ¿Entiendes, viejo amigo? ¿Entiendes, negro, pedazo de porquería?

¡No eres real!, grita Mike. Pero no emite ningún sonido. Parece un televisor sin volumen.

Increíble, grotescamente, la cabeza le guiña un ojo.

—Soy real, muy real. Real como las gotas de lluvia. Y tú sabes de qué te estoy hablando, Mikey. Lo que vosotros seis estáis planeando es como despegar en un avión sin tren de aterrizaje. No tiene sentido subir si no se puede bajar, ¿verdad? Tampoco tiene sentido bajar si no se puede volver a subir. Nunca se te van a ocurrir los chistes y los acertijos que hacen falta. Nunca me harás reír, Mikey. Todos vosotros habéis olvidado lo que hay que hacer para convertir el alarido de terror en lo inverso. Bip-bip, Mikey. ¿Qué me dices? ¿Te acuerdas del pájaro? Nada más que un gorrión, pero ¡qué impresionante! ¿No? Grande como un edificio, grande como esos monstruos de las películas japonesas, tan tontas, que te asustaban cuando eras pequeño. Ya han pasado definitivamente los tiempos en que sabías cómo alejar ese pájaro de tu puerta, Mikey. Créeme. Si supieras usar la cabeza, te irías de aquí, saldrías de Derry, ahora mismo. Si no sabes usarla, acabará como la que ves aquí. El mensaje de hoy, para transitar el gran sendero de la vida, es: Úsala si no quieres perderla, mi buen amigo.

La cabeza rueda hasta quedar con el rostro hacia abajo (las plumas de la boca emiten un horrible crujido) y cae de la nevera. Golpea contra el suelo y rueda hacia él, como una horripilante pelota; el pelo pegoteado de sangre cambia de sitio con la cara sonriente, rueda hacia él, dejando un viscoso rastro de sangre y trocitos de pluma, mientras la boca sigue moviéndose alrededor de su coágulo de plumas.

—¡Bip-bip, Mikey! —chilla, mientras Mike retrocede como enloquecido con las manos tendidas hacia delante para protegerse—. Bip-bip, bip-bip, bip-bip, coño, bip.

De pronto se oye un súbito pop, como el de un corcho de plástico al escapar de una botella de champán barato. La cabeza desaparece. Era real —piensa Mike, enfermo—. No hubo nada sobrenatural en ese ruido; era el ruido del aire que vuelve a un espacio súbitamente vacío… Real, oh, Dios, real. Una fina red de gotitas rojas flota hacia arriba y vuelve a caer con un repiqueteo. Pero no hará falta limpiar el saloncito; Carole no verá nada cuando vuelva mañana, aunque tenga que ir pateando globos para llegar hasta el hornillo a prepararse el primer café de la mañana. Qué práctico. Y Mike ríe con estridencia.

Levanta la vista. Y sí, los globos siguen allí. Los azules dicen: LOS NEGROS DE DERRY SON UNOS PÁJAROS TONTOS. Los naranjas: LOS PERDEDORES SIGUEN PERDIENDO, PERO STANLEY URIS VA A LA CABEZA.

No tiene sentido subir si no se puede bajar, ha dicho la cabeza parlante. No tiene sentido bajar si no puedes volver a subir. Eso último le hace pensar otra vez en los cascos de minero. ¿Y es verdad? De pronto recuerda el primer día en que bajó a Los Barrens, tras la pelea a pedradas. Fue el 6 de julio, dos días después de haber marchado en el desfile de la Independencia…, dos días después de haber visto al payaso Pennywise en persona, por primera vez. Después de pasar aquel día en Los Barrens, escuchando sus anécdotas y después, vacilante, contando la propia, fue a su casa y preguntó a su padre si podía mirar su álbum de fotografías.

¿Por qué, a fin de cuentas, bajó a Los Barrens aquel 6 de julio? ¿Sabía entonces que los hallaría en ese lugar? Sí, por lo visto. No sabía sólo que estaban allí, sino dónde estaban. Recuerda que hablaban sobre una casita para el club. Pero a él le pareció que hablaban sobre eso por no hablar de otro tema que no sabían cómo abordar.

Mike levanta la vista hacia los globos. Ya no los ve, en realidad. Trata de recordar exactamente qué pasó ese día, ese día caluroso. De pronto le resulta muy importante recordar exactamente qué pasó, cada matiz de lo vivido, su estado anímico del momento.

Porque fue entonces cuando todo empezó a ocurrir. Hasta el momento, los otros habían estado hablando de matar a Eso, pero sin hacer ningún movimiento, ningún plan. Con la llegada de Mike, el círculo se cerró y la rueda empezó a girar. Algo más tarde, ese mismo día, Bill, Richie y Ben fueron a la biblioteca para iniciar una seria investigación sobre cierta idea que Bill tenía desde hacía un par de días, una semana, un mes. Todo comenzaba a…

—¿Mike? —llama Richie, desde la sala de ficheros, donde se han reunidos los otros—. ¿Te has muerto allí dentro?

Casi, piensa Mike, contemplando los globos, la sangre, las plumas que hay dentro de la nevera.

Y llama, a su vez.

—Será mejor que vengáis.

Oye el ruido de las sillas al correrse, el murmullo de voces. Percibe con claridad la voz de Richie:

—Oh, cielos, y ahora qué.

Y otro oído, dentro de su memoria, oye la voz de Richie decir otra cosa.

Y de pronto recuerda lo que ha estado buscando; más aún, comprende por qué parecía tan huidizo. La reacción de los otros, cuando él apareció en el claro, dentro de la parte más oscura y densa de Los Barrens, aquel día, fue… nada. Ni sorpresa ni preguntas sobre cómo los había encontrado. Nada. Ben comía un Twinkie, recuerda. Beverly y Richie estaban fumando, Bill, tendido en el suelo, con las manos bajo la nuca, contemplaba el cielo. Eddie y Stan miraban con aire dubitativo una serie de cordeles y estacas que delimitaban un cuadrado de suelo, de un metro y medio de lado, aproximadamente.

Ni sorpresa ni preguntas, nada. Simplemente, apareció y fue aceptado. Era como si, sin siquiera saberlo, lo hubiesen estado esperando. Y con ese tercer oído, el oído de la memoria, oye la voz del negrito esclavo, como un rato antes: Por Diosito, Miss Clawdy, aquí viene

2

otra vez ese negrito. Caramba, pe’o qué está pasando en estos Ye’mos. Pe’o mire ese pelo motoso, Gran Bill…

Bill no se molestó en volverse; siguió contemplando, soñador, las gordas nubes de verano que marchaban por el cielo. Estaba prestando toda su atención a una cuestión muy importante. De cualquier modo, Richie no se ofendió por ese desinterés y siguió bromeando:

—Todo ese pelo motoso me da gana de tomá otro jarabe de menta. Lo viá tomá en la galería, que está un poquito má fresca.

—Bip-bip, Richie —dijo Ben, tras un bocado al Twinkie.

Beverly se echó a reír.

—Hola —saludó Mike, inseguro.

El corazón le latía con demasiada fuerza, pero estaba decidido a seguir adelante con eso. Tenía que darles las gracias y el padre le había enseñado a pagar siempre lo que se debía… cuanto antes, para que no aumentasen los intereses.

Stan volvió la cabeza.

—Hola —dijo. Enseguida volvió a mirar el cuadro delimitado en el centro de aquel claro—. ¿Estás seguro de que va a resultar, Ben?

—Seguro —dijo Ben—. Hola Mike.

—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Beverly—. Me quedan dos.

—No gracias. —Mike aspiró hondo y dijo—: Por cierto, quería darles otra vez las gracias por la ayuda del otro día. Esos tíos me iban a descalabrar de verdad. Y siento mucho que hayáis salido lastimados.

Bill restó importancia al asunto con un gesto de la mano.

—N-no te p-p-preocupes. La-la han tenido c-c-con nos-nosotros todo el año. —De pronto se incorporó, mirando a Mike con deslumbrado interés—. ¿T-te p-p-puedo hacer una p-pregunta?

—Claro que sí. —Mike se sentó con recelo. No era la primera vez que oía uno de esos prefacios. El chico Denbrough iba a preguntarle qué se sentía al ser negro.

Pero Bill preguntó otra cosa:

—Cuando L-l-larsen an-anotó ese t-t-tanto en la s-s-serie mundial, hace dos años, ¿cre-crees q-q-que fue s-s-sólo por su-suerte?

Richie dio una intensa calada a su cigarrillo y empezó a toser. Beverly le palmeó la espalda, de buen humor.

—Apenas empiezas, Richie. Ya aprenderás.

—Creo que se va a derrumbar, Ben —observó Eddie, preocupado, mirando el cuadro del cordel—. No creo que me entusiasme mucho la idea de quedar enterrado vivo.

—No vas a quedar enterrado vivo —dijo Ben—. En todo caso, puedes chupar ese maldito inhalador hasta que te saquen.

Para Stanley Uris, aquello resultó divertidísimo. Se reclinó sobre un codo con la cara hacia arriba y rió hasta que Eddie le dio un puntapié en la pantorrilla ordenándole que se callara.

—Sólo suerte —dijo Mike, por fin—. Un tanto así es más suerte que otra cosa.

—E-e-eso —convino Bill.

Mike esperó más preguntas, pero Bill parecía satisfecho. Volvió a tenderse, con las manos entrelazadas bajo la nuca y siguió estudiando las nubes que pasaban.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Mike, mirando el cuadrado que formaba el cordel entre las estacas.

—Oh, esto es la gran idea de Ben para esta semana— dijo Richie—. La última vez inundó Los Barrens, eso fue muy divertido, pero esto será sensacional. Este mes se trata de la operación «Hágase su propia casita». El mes que viene…

—N-n-no tienes p-p-por qué burlarte de B-b-ben —dijo Bill, siempre mirando al cielo—, quedará muy bien.

—Por el amor de Dios, Bill, sólo era una broma, nada más.

—A-a-a-a-a veces bro-bromeas demmmasiado, Ri-Richie.

El otro aceptó el reproche en silencio.

—Sigo sin entender —dijo Mike.

—Bueno, es muy simple —explicó Ben—. Ellos querían hacer una casita en un árbol. Se podía, pero la gente tiene la mala costumbre de romperse los huesos cuando se cae de la rama.

—Cuqui, cuqui, dame tus huesos —dijo Stan.

Y rió, mientras los otros lo miraban, desconcertados. Stan no tenía mucho sentido del humor y el que tenía resultaba bastante extraño.

—Usted se estar volviendo loco, señorrrr —dijo Richie, a lo Pancho Villa—. Es el calorrrr y las cucarachas, sí.

—Bueno —siguió Ben—, lo que vamos a hacer es excavar un metro y medio en el cuadrado que he delimitado aquí. No podemos ir mucho más abajo o nos encontraremos con la capa de agua, me parece. Por aquí está muy cerca de la superficie. Después entablonamos los costados para estar seguros de que no va a derrumbarse.

Echó una mirada significativa a Eddie, pero el otro seguía preocupado.

—¿Y después? —preguntó Mike, interesado.

—Después ponemos una tapa arriba.

—¿Eh?

—Ponemos tablas sobre el agujero. Se puede instalar una puerta-trampa o algo así, para poder entrar y salir. Hasta ventanas, si queremos.

—Ne-necesitamos b-b-bisagras —apuntó Bill, siempre mirando las nubes.

—Las podemos comprar en la ferretería de Reynolds —dijo Ben.

—¿T-t-todos te-tenéis a-a-asignaciones?

—Yo tengo cinco dólares —dijo Beverly—. Los ahorré cuidando niños.

De inmediato, Richie empezó a arrastrarse hacia ella.

—Te amo, Bevvie —dijo, mirándola con ojos melancólicos—. ¿Quieres casarte conmigo? Viviremos en una cabaña entre los pinos…

—¿Queée? —preguntó Beverly, mientras Ben los observaba con una extraña mezcla de ansiedad, diversión e interés.

—En una piraña entre los canos —dijo Richie—. Con cinco dólares alcanza, tesoro. Tú y yo, con el bebé, somos tres.

Beverly, ruborizada, rió un poco y se apartó de él.

—Co-co-compartimos gastos —dijo Bill—. P-p-por eso t-t-tenemos un c-club.

—Y después de poner la trampilla —prosiguió Ben—, aplicamos una cola especial que se llama Tangle Track y pegamos el césped. Podemos cubrirla con hojarasca. Podríamos estar ahí abajo y la gente (Henry Bowers, por ejemplo) pasaría por arriba sin darse cuenta de nada.

—¿Se te ocurrió a ti? —preguntó Mike—. ¡Jolín, es estupendo!

Ben sonrió. Le había llegado el turno de ruborizarse. Bill se incorporó súbitamente para mirar a Mike.

—¿Q-q-quieres par-participar?

—Oh…, claro —respondió Mike.

Los otros intercambiaron una mirada, Mike la sintió, además de verla. Somos siete, pensó. Y se estremeció sin motivo aparente.

—¿Cuándo vais a abrir el agujero?

—M-m-muy p-pronto —dijo Bill.

Y Mike supo (lo supo) que no se refería sólo a la casita subterránea. Ben también lo supo. Y Richie y Beverly y Eddie. Stan Uris había dejado de sonreír.

—V-v-vamos a in-iniciar el p-p-proyecto muy pro-pronto.

Entonces se hizo una pausa y Mike cobró súbita conciencia de dos cosas: querían decirle algo… y él no estaba muy seguro de querer saberlo. Ben había recogido un palito y hacía garabatos en el polvo, sin sentido; el pelo le ocultaba la cara. Richie se mordisqueaba las uñas, ya melladas. Sólo Bill lo miraba de frente.

—¿Pasa algo? —preguntó Mike, intranquilo.

Bill habló con mucha lentitud:

—E-esto es un c-c-club. Pu-puedes e-e-entrar, pero t-t-tienes que gu-guardar n-n-nuestros se-se-se-cretos.

—¿Como el de la casita, quieres decir? —preguntó Mike, más intranquilo que nunca—. Bueno, por supuesto que sí…

—Tenemos otro secreto, chico —dijo Richie, sin mirarlo—. Y Gran Bill dice que este verano nos incumbe algo más importante que hacer casitas subterráneas.

—Y tiene razón —agregó Ben.

Se oyó un jadeo sibilante y súbito. Mike dio un respingo. Era sólo Eddie, que acababa de aplicarse su inhalador. Miró a Mike como pidiendo disculpas, se encogió de hombros e hizo un gesto afirmativo.

—Bueno —dijo Mike, por fin—, no me tengáis en suspenso. Contadme.

Bill miraba a los otros.

—¿Hay a-a-alguien que no l-l-lo qui-quiera en el c-c-club?

Nadie respondió. Nadie levantó la mano.

—¿Q-q-quién se lo d-d-dice?

Otra larga pausa. Esa vez Bill no la interrumpió. Por fin, Beverly miró a Mike con un suspiro.

—Los chicos asesinados —dijo—. Sabemos quién los mató. Y no es humano.

3

Se lo dijeron, uno a uno. Le contaron lo del payaso en el hielo, lo del leproso bajo el porche, lo de la sangre y las voces que surgían del sumidero, lo de los niños muertos de la torre-depósito. Richie le contó lo que había ocurrido cuando él y Bill habían vuelto a Neibolt Street. Bill fue el último en hablar, revelando lo de la foto que se había movido y la otra, aquella en la que él había metido la mano. Terminó explicando que Eso había matado a su hermano Georgie y que el Club de los Perdedores estaba decidido a acabar con el monstruo… fuera lo que fuese.

Mientras volvía a su casa, más tarde, Mike pensó que habría debido escuchar con incredulidad, transformada en horror, y acabar por huir a toda prisa, sin mirar atrás, convencido de que estaba siendo objeto de una broma a manos de chicos blancos a quienes no les gustaban los negros o de que estaba en presencia de seis auténticos lunáticos a quienes la demencia se les había contagiado por el contacto, así como todo un curso podía pescar una gripe virulenta.

Pero no huyo, porque a pesar del horror, sentía un extraño consuelo. Consuelo y algo más, algo más elemental: la sensación de haber echado raíces. Somos siete, volvió a pensar, cuando Bill terminó de hablar.

Abrió la boca, sin saber qué iba a decir.

—He visto el payaso —fue lo que dijo.

—¿Qué? —preguntaron Richie y Stan, al unísono.

Beverly giró la cabeza tan deprisa que su coleta pasó del hombro izquierdo al derecho.

—Lo vi el día de la Independencia —agregó Mike, lentamente, hablando sobre todo con Bill. Los ojos del pelirrojo, agudos y totalmente concentrados, permanecían clavados en los suyos, exigiéndole que continuara—. Sí, el 4 de julio…

Se interrumpió momentáneamente, pensando: Pero yo lo conocía. Lo conocía, porque no fue esa la primera vez que lo vi. Y no fue tampoco la primera vez que vi algo…, algo extraño.

Pensó entonces en el pájaro. Era la primera vez que se permitía pensar en él (como no fuera en sus pesadillas) desde el mes de mayo. Había creído que estaba enloqueciendo. Era un alivio descubrir que no era así…, pero ese alivio daba miedo. Se humedeció los labios.

—Sigue —dijo Bev, impaciente—. Date prisa.

—Bueno, yo estaba en el desfile. Yo…

—Te vi —interrumpió Eddie—. Tocabas el saxofón.

—En realidad, es un trombón —dijo Mike—. Toco en la banda de la escuela de Neibolt. Como os decía, vi al payaso. Estaba repartiendo globos entre los chicos, en la triple esquina del centro. Era tal como dicen Ben y Bill: traje plateado, botones naranja, maquillaje blanco en la cara, gran sonrisa roja. No sé si era lápiz de labios o maquillaje, pero parecía sangre.

Los otros hacían gestos de asentimiento, entusiasmados, pero sólo Bill lo miraba con extrema atención.

—¿M-Mechones de pelo n-n-naranja? —preguntó, representándolos en su propia cabeza con los dedos, sin darse cuenta.

Mike asintió.

—Al verlo así… me asusté. Y mientras yo lo miraba, él se volvió y me saludó con la mano, como si me leyera la mente o los sentimientos, como vosotros queráis. Y eso…, bueno, me asustó aún más. En ese momento no sabía por qué, pero me asusté tanto que, por un par de segundos, no pude seguir tocando el trombón. Se me secó la saliva en la boca y sentí…

Echó un vistazo a Beverly. Ahora lo recordaba todo con claridad: el sol, que de pronto le había parecido intolerable, deslumbrante sobre el bronce del instrumento y el cromo de los automóviles; la música, demasiado alta; el cielo, demasiado azul. El payaso había levantado una mano enguantada en blanco (la otra estaba llena de cordeles de globos) agitándola lentamente, demasiado roja y ancha su sonrisa sangrienta, como un grito invertido. Recordó que le había ardido la piel de los testículos, que de pronto había sentido los intestinos flojos y calientes, como si pudiera descargar en cualquier momento un montón de caca en sus pantalones. Pero no podía decir esas cosas delante de Beverly. Esas cosas no se decían delante de las chicas, aunque fueran el tipo de chicas que podían oír cosas como «puta» o «joder».

—Tuve miedo —concluyó, sintiendo que eso era demasiado flojo, pero sin saber cómo expresar el resto.

Pero todos estaban asintiendo, cómo si comprendieran, y él experimentó un alivio indescriptible. De algún modo, ese payaso que lo miraba, esbozando su sonrisa roja, meneando la mano enguantada…, eso había sido peor que la persecución de Henry Bowers y sus compinches. Muchísimo peor.

—Luego quedó atrás —prosiguió Mike—. Marchamos por la cuesta de Main Street. Y volví a verlo, entregando globos a los chicos. Sólo que muchos no querían aceptarlos. Los más pequeños lloraban. No pude explicarme cómo había podido llegar allí tan rápido. Para mis adentros pensé que había dos, ¿entendéis? Dos, vestidos del mismo modo. Un equipo. Pero entonces se volvió y me saludó otra vez. Y me di cuenta de que era el mismo. El mismo hombre.

—No es un hombre —dijo Richie.

Beverly se estremeció. Bill la rodeó con un brazo por un instante y ella lo miró con gratitud.

—Me saludó con la mano… y me guiñó el ojo. Como si tuviésemos un secreto entre los dos. O como… A lo mejor sabía que yo lo había reconocido.

Bill dejó caer el brazo que rodeaba los hombros de Beverly.

—¿Q-q-que lo rec-reconociste?

—Creo que sí —dijo Mike—. Tengo que comprobar algo antes de asegurarlo. Mi padre tiene algunas fotos. Las colecciona. Vosotros jugáis mucho aquí abajo, ¿no?

—Claro —dijo Ben—. Por eso estamos haciendo una casita.

Mike asintió.

—Voy a ver si no me equivoco. En todo caso, puedo traer las fotos.

—¿F-f-fotos viejas?

—Sí.

—¿Y q-q-qué más?

Mike Hanlon abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Miró a los otros, inseguro.

—Vais a decir que estoy loco. O que miento.

—¿T-t-te pa-parece que n-n-nosotros est-estamos locos?

Mike sacudió la cabeza.

—Puedes estar seguro —dijo Eddie—. Yo tengo un montón de cosas que me andan mal, pero no estoy chiflado… creo.

—No —aseguró Mike—. No creo que estéis chiflados.

—B-b-bueno, no-nosotros t-t-tampoco creemos que e-e-estés ch-ch-ch… loco —dijo Bill.

Mike los miró a todos, carraspeó y dijo:

—Vi un pájaro. Hace dos o tres meses. Vi un pájaro.

Stan Uris preguntó:

—¿Qué clase de pájaro?

Mike, más reacio que nunca, describió:

—Se parecía a un gorrión, más o menos, pero también a un petirrojo. Tenía el pecho naranja.

—Bueno, ¿y qué tiene de raro un pájaro? —preguntó Ben—. En Derry hay muchos pájaros.

Pero se sentía intranquilo; le bastó con mirar a Stan para saber que el chico estaba recordando lo que había ocurrido en la torre-depósito y cómo él había impedido que acabase de ocurrir, fuera lo que fuese, gritando nombres de pájaros. Pero se olvidó de todo cuando Mike volvió a hablar.

—Ese pájaro era más grande que una rulot —dijo.

Contempló sus caras espantadas, sorprendidas, esperando que rieran, pero no fue así. Stan parecía haber recibido un ladrillazo. Se había puesto tan pálido que su piel tenía el color de la opaca luz de invierno.

—Es verdad, lo juro —dijo Mike—. Era un pájaro gigantesco, como esos prehistóricos que aparecen en las películas de monstruos.

—Sí, como en La garra gigante —dijo Richie.

—Pero no parecía prehistórico —dijo Mike—. Tampoco era como ésos, cómo se llaman, de las leyendas griegas y romanas.

—¿Los roc-roc-rocs? —sugirió Bill.

—Eso. Tampoco era como ésos. Era sólo una combinación de petirrojo y gorrión, los dos pájaros más comunes del mundo. —Y Mike rió, algo desesperadamente.

—¿D-d-dónde…? —comenzó Bill.

—Cuéntanos —intervino Beverly, simplemente.

Después de tomarse un momento para ordenar sus ideas, Mike lo hizo. Y al contarlo, mientras veía aquellas caras que se iban tornando preocupadas, temerosas, pero no incrédulas ni despectivas, sintió que un peso increíble le liberaba el pecho. Como le había ocurrido a Ben con su momia o a Eddie con su leproso y a Stan con los chicos ahogados, había visto algo que habría vuelto loco a un adulto, no sólo de terror, sino por la fuerza colosal de una irrealidad demasiado grande como para descartarla con una explicación o, a falta de explicación racional, dejarla a un lado. La luz del amor divino había quemado la cara de Elías, según Mike había leído; pero al ocurrir eso, Elías era anciano y tal vez eso cambiaba las cosas. ¿Acaso no había en la Biblia otro fulano, apenas más que un chico, que había detenido a un ángel?

Después de presenciar aquello, Mike había seguido adelante con su vida, integrando el recuerdo en su visión del mundo. Como aún era bastante niño, su punto de vista era bastante amplio. De cualquier modo, lo ocurrido aquel día era como un fantasma en los rincones más oscuros de su mente. A veces, en sus sueños, huía de ese pájaro grotesco que imprimía su sombra sobre él, desde lo alto. De esos sueños recordaba algunos; otros, no, pero allí estaban, sombras con movimiento propio.

Y lo poco que había olvidado, lo mucho que eso lo afligía, era visible, quizá, sólo de una manera: en el alivio que experimentaba al compartirlo con los otros. En ese momento comprendió que, por primera vez, se permitía pensar plenamente en eso desde aquel amanecer junto al canal, la mañana en que vio aquellos extraños surcos… y la sangre.

4

Mike contó la historia del pájaro de la fundición y de cómo había corrido al interior de la chimenea para escapar de él. Más tarde, tres de los Perdedores (Ben, Richie y Bill) fueron a la biblioteca pública. Ben y Richie vigilaban por si aparecían Bowers y compañía, pero Bill sólo miraba la acera con ceño fruncido, perdido en sus pensamientos. Una hora después de su relato, Mike se había separado de ellos diciendo que su padre le necesitaba en casa a las cuatro para cosechar guisantes. Beverly tenía que hacer algunos recados y preparar la cena para su padre. Tanto Eddie como Stan tenían sus propias obligaciones. Pero antes de separarse hasta el día siguiente, empezaron a excavar lo que sería (si Ben no se equivocaba) la casita subterránea. Para Bill (y para todos, según sospechaba), la primera palada de tierra había sido casi un acto simbólico. Estaban en marcha. Fuera lo que fuese aquello que se esperaba de ellos como grupo, como unidad, estaban en marcha.

Ben preguntó a Bill si daba crédito a la historia de Mike Hanlon. En ese momento pasaban junto al centro cívico y la biblioteca estaba allí cerca: un cuerpo de piedra, cómodamente sombreado por olmos centenarios, libres de la plaga que, más adelante, los haría ralear.

—Sí —dijo Bill—. C-c-creo que e-es verdad. Co-cosa de l-l-locos, pero v-v-verdad. ¿Y tú, Ri-Ri-Richie?

Richie asintió.

—Sí. Preferiría pensar que es mentira, no sé si me entendéis, pero lo creo. ¿Recordáis lo que dijo sobre la lengua del pájaro?

Bill y Ben asintieron. Pompones naranja en la lengua.

—Ésa es la cuestión —apuntó Richie—. Es como los villanos de los cómics, como Lex Luthor, el Acertijo o ésos. Siempre deja una señal característica.

Bill asintió, pensativo. Era, en verdad, como los villanos de los cómics. ¿Porque ellos lo veían así? ¿Porque pensaban en Eso de ese modo? Sí, tal vez sí. Era cosa de chicos, pero, al parecer, en eso se basaba ese monstruo: en cosas de chicos.

Cruzaron la calle hacia la acera de la biblioteca.

—P-p-pregunté a St-Stan si a-a-alguna vez oyó hab-hablar de un p-p-pájaro así —dijo Bill—. No ne-ne-necesariam-m-mente grande, p-p-pero re-re-re…

—¿Real? —sugirió Richie.

Bill asintió.

—D-d-dice que p-p-podría haber un pa-pájaro c-c-como ése en Su-Sudamérica o en A-África, p-p-pero por aqquí no.

—Entonces, ¿él no lo creyó? —preguntó Ben.

—S-s-sí lo cre-creyó —dijo Bill.

Y entonces les contó lo que Stan había sugerido a Bill, mientras caminaban juntos hacia el sitio en que habían dejado la bicicleta. Stan tenía la idea de que nadie más podía haber visto ese pájaro antes de que Mike les contara la anécdota. Otra cosa sí, tal vez, pero el pájaro no, porque el pájaro era el monstruo personal de Mike Hanlon. Pero de pronto…, jolín, de pronto el pájaro era propiedad de todo el Club de los Perdedores, ¿no? Cualquiera de ellos podía verlo. Tal vez no fuera exactamente el mismo; a Bill podría parecerle un cuervo; a Richie, un halcón; a Beverly, un águila dorada, al modo de ver de Stan. Pero Eso podía ser un pájaro para todos ellos a partir de ese momento. Bill respondió que, si era verdad, cualquiera de ellos podría ver al leproso, a la momia o, posiblemente, a los chicos muertos.

—Eso significa que deberíamos hacer algo muy pronto, si vamos a hacer algo —replicó Stan—. Eso sabe…

—¿Q-q-qué? —preguntó Bill, ásperamente—. T-t-todo lo q-que nos-nosotros s-sabemos.

—Mira, tío, si Eso sabe tanto, estamos listos —fue la respuesta de Stan—. Pero puedes estar bien seguro de que sabe que conocemos su existencia. Creo que tratará de atraparnos. ¿Todavía piensas en lo que hablamos ayer?

—Sí.

—Ojalá pudiese ir contigo.

—I-i-irán Ben y Ri-Richie. Ben es muy in-intelig-gente. Y Ri-Ri-Richie también, c-c-cuando no b-b-bromea.

Ahora, de pie ante la biblioteca, Richie preguntó a Bill qué tenía pensado, exactamente. Bill se lo explicó, hablando lentamente para no tartamudear demasiado. La idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía dos semanas, pero había hecho falta la historia de Mike sobre el pájaro para cristalizarla.

¿Qué se hace para eliminar a un pájaro?

Bueno, pegarle un tiro es bastante definitivo.

¿Qué se hace para eliminar a un monstruo?

Bueno, las películas sugerían que pegarle un tiro con una bala de plata era bastante definitivo.

Ben y Richie escucharon todo eso con mucho respeto. Después, Richie preguntó:

—¿De dónde se sacan las balas de plata, Gran Bill? ¿Las pides por correo?

—M-m-muy gra-gracioso. T-t-tenemos que hac-hacerla.

—¿Cómo?

—Creo que para averiguar eso hemos venido a la biblioteca.

Richie asintió y se subió las gafas al puente de la nariz. Detrás de los cristales, sus ojos lucían agudos y pensativos… pero cargados de dudas, según le pareció a Bill. Él también las tenía. Al menos, no se leían en esos ojos ganas de hacer el tonto y ése era un paso adelante.

—¿Estás pensando en la Walther de tu padre? —preguntó Richie—. ¿La que llevamos a Neibolt Street?

—Sí —contestó Bill.

—Aunque pudiésemos hacer balas de plata —dijo Richie—, ¿de dónde sacaríamos la plata?

—Yo me encargo de eso —repuso Ben, serenamente.

—Bueno… está bien. Dejaremos eso por cuenta de Parva. ¿Y después? ¿Vamos otra vez a Neibolt Street?

Bill asintió.

—O-o-otra vez. Y le vo-vo-volamos los s-s-sesos.

Se demoraron por un momento, mirándose con solemnidad, y entraron en la biblioteca.

5

—¡Jesús, María y José, otra vez ese tipo negro! —exclamó Richie, con la voz de policía irlandés.

Había pasado una semana; promediaba julio y la casita subterránea estaba casi lista.

—¡Pero muy buenos días, señor O’Hanlon, señor! Y muy, pero muy buen día promete ser, bueno como una patata en brote, como decía mi anciana ma…

—Que yo sepa, lo de muy buenos días se dice sólo hasta el mediodía, Richie —observó Ben, asomándose por el agujero—. Y el mediodía pasó hace dos horas.

Había estado, con Richie, poniendo el entablonado en los flancos del agujero. Ben se había quitado la sudadera porque hacía calor y el trabajo era pesado. Su camiseta estaba agrisada de sudor y se le pegaba a los michelines. Parecía prestar muy poca atención a su aspecto, pero Mike supuso que, si hubiese oído llegar a Beverly, habría estado dentro de su abultada sudadera en menos tiempo del que se necesita para un suspiro de amor.

—No seas tan puntilloso. Pareces Stan, el galán —dijo Richie.

Había salido del agujero cinco minutos antes porque, según dijo, era hora de una pausa para fumar.

—¿No dijiste que no tenías más cigarrillos? —se había extrañado Ben.

—No tengo, pero el principio no cambia.

Mike venía con el álbum de fotos de su padre bajo el brazo.

—¿Dónde están los otros? —preguntó.

Sabía que Bill no podía estar lejos porque había dejado su propia bicicleta bajo el puente, muy cerca de Silver.

—Eddie y Bill fueron al vertedero hace media hora para recoger más tablas —dijo Richie—. Stanny y Bev fueron a la ferretería de Reynolds para conseguir bisagras. No sé qué estará haciendo Parva allá abajo, pero no creo que sea nada bueno. Ese chico necesita que lo vigilen, ¿sabes? A propósito: si todavía quieres pertenecer al club, tienes que pagar veintitrés centavos. Tu parte de las bisagras.

Mike pasó el álbum del brazo izquierdo al derecho para excavar en sus bolsillos. Contó veintitrés centavos (lo cual dejó un total de diez en sus arcas) y los entregó a Richie. Luego caminó hasta el borde del agujero para mirar el interior.

Pero, en realidad, ya no era un agujero. Los costados estaban pulcramente cortados a escuadra y cubiertos de tablas. Eran tablas distintas entre sí, pero Ben, Bill y Stan se habían encargado de darles el mismo tamaño con herramientas tomadas del taller de Zack Denbrough (y Bill había cuidado muy bien de que todas volviesen al taller noche a noche, en las mismas condiciones en que habían sido cogidas). Ben y Beverly habían clavado travesaños entre los soportes. El agujero seguía poniendo algo nervioso a Eddie, pero así era su temperamento. A un lado habían amontonado cuidadosamente los cuadrados de césped que, más adelante, pegarían a la trampilla.

—Parece que sabéis lo que hacéis —comentó Mike.

—Por supuesto —dijo Ben, señalando el álbum—. ¿Qué has traído?

—Un álbum de Derry. Mi padre colecciona fotos viejas y recortes sobre la ciudad. Es su afición. El otro día estaba hojeándolo… Os dije que creía haber visto antes a ese payaso. Y era cierto. Estaba aquí. Por eso lo traje.

Le dio demasiada vergüenza agregar que no se había atrevido a pedir permiso a su padre. Temía las preguntas a las que pudiese llevar esa petición y por eso lo había cogido como un ladrón mientras el padre plantaba patatas en el sembrado oeste y la madre tendía la ropa en el patio trasero.

—Se me ocurrió que vosotros debíais echarle un vistazo —agregó.

—Bueno, a ver —dijo Richie.

—Preferiría esperar a que estuvieseis todos reunidos. Sería mejor.

—Bueno. —En realidad, Richie no tenía muchas ganas de seguir viendo fotos de Derry ni en ése ni en ningún otro álbum, después de lo que había pasado en la habitación de Georgie—. ¿Quieres ayudarnos a terminar el entablado?

—Por supuesto.

Mike dejó cuidadosamente el álbum en el suelo, bastante lejos del agujero, para que no se ensuciase con tierra, y tomó la pala de Ben.

—Cava aquí —indicó Ben, mostrando el punto a Mike—, más o menos treinta centímetros. Después yo pongo una tabla y la sostengo contra el lado mientras tú vuelves a echar la tierra.

—Bien pensado, hombre —dijo Richie, sabiamente, sentado en el borde de la excavación, balanceando las zapatillas adentro.

—Y a ti, ¿qué te pasa? —preguntó Mike.

—Tengo un hueso en la pierna —respondió Richie, tranquilamente.

—¿Cómo anda tu proyecto con Bill? —Mike se detuvo el tiempo suficiente para quitarse la camisa y empezó a cavar. Allí abajo hacía calor; los grillos zumbaban, soñolientos, como relojes estivales en la espesura.

—Bueno, no tan mal… —dijo Richie, y Mike creyó ver que lanzaba a Ben una leve mirada de advertencia—… supongo.

—¿Por qué no enciendes la radio, Richie? —preguntó Ben.

Deslizó una tabla en el agujero que Mike había cavado y la sostuvo allí. La radio a transistores de Richie estaba colgada por la correa en su sitio de costumbre, en la rama gruesa de un arbusto cercano.

—Tiene las pilas gastadas —dijo Richie—. Di mis últimos veinticinco centavos para las bisagras, ¿recuerdas? Qué cruel, Parva, qué cruel. Después de todo lo que he hecho por ti. Además, desde aquí sólo capto la WABI, que pasa rock de maricas.

—¿Qué? —se extrañó Mike.

—Parva cree que Tommy Sands y Pat Boone hacen rock and-roll, pero eso es porque está loco. Elvis hace rock and roll. Ernie K. Doe hace rock and roll. Carl Perkins hace rock and roll. Bobby Darin. Buddy Holly. Ahoh Peggy… my Peggy. Su-uh-oh…

Por favor, Richie —dijo Ben.

—Y también —dijo Mike, reclinándose sobre la pala— Fats Domino, Chuck Berry, Little Richard, Shep y los Limelights, LaVerne Baker, Frankie Lymon y los Teenagers, Hank Ballard y los Midnighters, los Coasters, Isley Brothers, los Crest, los Chords, Stick McGhee…

Lo estaban mirando tan sorprendidos que Mike se echó a reír.

—Después de Little Richard te perdí el rastro —dijo Richie.

Little Richard le gustaba, pero su héroe secreto, ese verano, era Jerry Lee Lewis. Por casualidad, su madre había entrado en la sala mientras actuaba Jerry Lee en Bandas de América. Fue en el momento en que Jerry Lee trepaba al piano y lo tocaba en posición invertida, con el pelo colgándole sobre la cara. Cantaba High School Confidential. Por un momento, Richie creyó que su madre se desmayaría. No fue así, pero quedó tan traumatizada por el espectáculo que esa noche, durante la cena, habló de enviar a Richie a uno de esos campamentos de estilo militar por el resto del verano. Ahora Richie sacudía su pelo sobre los ojos y comenzaba a cantar: Come on baby all the cats are at the high school…

Ben empezó a tambalearse en el fondo del agujero, apretándose la barriga como si tuviese ganas de vomitar. Mike se apretó la nariz, pero reía tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué pasa? —preguntó Richie—. ¿Y a vosotros qué os duele? ¡Eso fue estupendo! ¡Lo digo muy en serio!

—Oh, Dios —dijo Mike. Reía tanto que apenas podía hablar—. Eso no tenía precio. De veras. Impagable.

—Los negros no saben apreciar lo bueno —dijo Richie—. Creo que hasta la Biblia lo dice.

—Tu madre —dijo Mike, riendo más que nunca.

Cuando Richie, tras un franco desconcierto, le preguntó qué quería decir con eso, Mike se sentó en el suelo con un golpe seco y se meció atrás y adelante, aullando de risa y apretándose el vientre.

—A lo mejor piensas que estoy envidioso —dijo Richie—. A lo mejor piensas que me gustaría ser negro.

Entonces también Ben cayó al suelo, riendo como un loco. Todo el cuerpo le ondulaba de un modo alarmante. Sus ojos se dilataron.

—Basta, Richie —balbuceó—. Me voy a cagar en los pantalones. Si no paras, me vas a ma… matar.

—Pero no quiero ser negro —dijo Richie—. ¿A quién le gusta ponerse pantalones rosa, vivir en Boston y comprar pizza en porciones? Yo quiero ser judío, como Stan. Quiero tener una casa de empeños para vender navajas y guitarras usadas.

Ben y Mike estaban aullando de risa. Sus carcajadas resonaron en la garganta verde y selvática que recibía el errado nombre de Barrens, haciendo que los pájaros alzasen vuelo y que las ardillas quedasen momentáneamente petrificadas en las ramas. Era un sonido joven, penetrante, vivo, vital, espontáneo y libre. Casi todos los seres vivos, al alcance de ese sonido, reaccionaron de algún modo, pero lo que había salido de un ancho desagüe de cemento hacia el Kenduskeag no era algo vivo. La tarde anterior había estallado una súbita y violenta tormenta eléctrica sin que la futura sede del club se viese muy afectada, pues, una vez iniciadas las excavaciones, Ben cubría el agujero con un trozo de tela alquitranada que Eddie escamoteó de la tienda de Wally; olía a pintura, pero servía. Por dos o tres horas, los desagües de Derry se habían llenado de torrentosas aguas. Y ese torrente había empujado ese desagradable equipaje a la luz del sol para que lo hallasen las moscas.

Era el cadáver de un niño de nueve años, llamado Jimmy Cullum. Exceptuando la nariz, le faltaba la cara, convertida en una masa batida y sin facciones. La carne viva tenía pozos profundos y negros que tal vez sólo Stan Uris habría reconocido como lo que eran: picotazos. Picotazos dejados por un pico muy grande.

El agua rebullía sobre los lodosos pantalones chinos de Jimmy Cullum; sus manos blancas flotaban como peces muertos. También tenían picotazos, aunque no tantos. Su camisa de algodón se inflaba y volvía a caer, una y otra vez, como un fuelle.

Bill y Eddie, cargados de tablas escamoteadas en el vertedero, cruzaron el Kenduskeag por las piedras, a menos de cuarenta metros del cadáver. Oyeron las risas de Richie, Ben y Mike y, sonriendo un poquito, pasaron apresuradamente junto al inadvertido despojo de Jimmy Cullum, para averiguar qué los divertía tanto.

6

Aún estaban riendo cuando Bill y Eddie aparecieron en el claro, sudorosos bajo la carga de madera. Hasta Eddie, habitualmente pálido como un queso, tenía algo de color en la cara. Dejaron caer las tablas nuevas en el montón, casi acabado, mientras Ben salía del agujero para inspeccionarlas.

—¡Buen trabajo! —dijo—. ¡Bien! ¡Estupendo!

Bill cayó al suelo.

—¿P-p-puedo suf-sufrir ahora mi i-i-infarto o es-espero un p-p-poco más?

—Espera un poco más —dijo Ben, distraído.

Había llevado a Los Barrens algunas herramientas propias y estaba revisando con cuidado las tablas recién traídas para arrancar clavos y retirar tornillos. Descartó una porque estaba astillada. Al golpear otra con los nudillos, descubrió un sonido hueco en tres lugares y la descartó. Eddie se sentó en un montón de tierra para observarlo. Mientras se daba un disparo de inhalador, Ben arrancó un clavo herrumbrado con el extremo bifurcado de su martillo. El clavo chilló como un desagradable animal al que hubiesen dado un pisotón.

—Si te cortas con un clavo herrumbrado te puede dar tétanos —informó Eddie a Ben.

—¿Si? —dijo Richie—. ¿Y qué son los tétanos? Parece enfermedad de mujeres.

—No seas idiota —explicó Eddie—. No tiene nada que ver con las tetas. Son unos microbios especiales que crecen en la herrumbre, ¿sabes? Si te cortas, se te meten dentro del cuerpo y… eh… te comen los nervios —continuó Eddie, con un rubor aún más oscuro, dando otro gatillazo a su inhalador.

—Caramba —exclamó Richie, impresionado—. ¿Y es grave?

—Seguro. Primero la mandíbula se te pone tan rígida que no puedes abrir la boca, ni siquiera para comer. Tienen que abrirte un agujero en la mejilla y te dan líquidos por un tubo.

—Oh, vaya —dijo Mike, irguiéndose en el agujero, con los ojos muy abiertos, mostrando las córneas muy blancas en la cara oscura—. ¿Seguro?

—Me lo dijo mi madre —repuso Eddie—. Después se te cierra la garganta, no puedes comer más y te mueres de hambre.

Imaginaron ese horror en silencio.

—No hay cura —agregó Eddie.

Más silencio.

—Por eso —concluyó Eddie, enérgico—, siempre tengo mucho cuidado con los clavos herrumbrados y esa clase de porquerías. Una vez tuvieron que darme una inyección contra el tétanos y me dolió mucho.

—Entonces —preguntó Richie—, ¿para qué vas al vertedero a traer toda esta porquería?

Eddie echó una breve mirada a Bill, que estaba contemplando la casita, y en esa mirada había todo el amor y la veneración necesarias para responder a semejante pregunta. Pero además dijo, suavemente:

—Algunas cosas hay que hacerlas aunque sea peligroso. Es la primera cosa importante que descubrí sin que me la dijese mi madre.

Siguió otro silencio, pero no incómodo. Por fin, Ben volvió a sacar clavos oxidados. Al cabo de un rato, Mike Hanlon se acercó a ayudarle.

La radio de Richie, privada de su voz (al menos hasta que el dueño cobrara su asignación o encontrase un césped que cortar), se balanceaba en la rama baja, a impulsos de una leve brisa. Bill tuvo tiempo de reflexionar en lo extraño que era todo eso, extraño y perfecto: que los siete estuviesen en Derry ese verano. Algunos de los chicos que él conocía estaban de viaje, visitando a parientes, de vacaciones en Disneylandia o en Cape Cod, en el caso de un compañero, en un lugar increíblemente distante, a juzgar por el nombre, que era, evocativamente, Gstaad. Había chicos en los campamentos de la iglesia, en los de los boy-scouts, en campamentos de ricos donde se aprendía a nadar y a jugar a golf, donde se aprendía a decir: «¡Eh, muy buena!» y no «Vete al diablo», cuando el adversario, jugando a tenis, hacía un saque perfecto. Eran chicos cuyos padres se los habían llevado LEJOS, simplemente. Bill lo comprendía bien. Sabía que algunos chicos querían irse LEJOS, asustados por el coco que acechaba en Derry, ese verano, pero lo más probable era que fuesen los padres los más asustados por ese hombre del saco. Muchos de los que pensaban tomarse las vacaciones en casa, decidían súbitamente irse LEJOS

(¿Gstaad? ¿Eso quedaba en Suecia, en Argentina, en España?)

en cambio. Era un poco como durante la epidemia de polio de 1956, en que cuatro chicos, tras haber nadado en el estanque del monumento O’Brian, se habían contagiado la enfermedad. Los adultos (palabra que Bill asociaba completamente con padre y madre) habían decidido entonces, como ahora; que LEJOS era mejor. Más seguro. Todos los que pudieron se habían ido. Bill comprendía ese LEJOS. Podía maravillarse ante una palabra tan fabulosa como Gstaad, pero esa maravilla era triste consuelo comparado con el deseo: Gstaad era LEJOS; Derry era el deseo.

Y ninguno de nosotros se ha ido LEJOS —pensó, observando a Ben y a Mike, que sacaban los clavos de las tablas usadas, y a Eddie, que se alejaba hacia los matorrales para echar una meada (había que hacerlo cuanto antes, para evitar problemas en la vejiga, había dicho a Bill, cierta vez, pero también era preciso cuidarse de la hiedra venenosa, porque a nadie le gustaba tener eso en el pito)—. Todos estamos aquí, en Derry. No fuimos a campamentos ni a visitar parientes ni de vacaciones. No nos fuimos LEJOS. Todos estamos aquí. Presentes y a las órdenes.

—Allá hay una puerta —dijo Eddie, al volver, subiéndose el cierre de la bragueta.

—Espero que te la hayas sacudido, Eds —advirtió Richie—. Si no te la sacudes siempre, puedes pescar un cáncer. Me lo dijo mi madre.

Eddie pareció sobresaltado y algo afligido. Enseguida vio la sonrisa de Richie y lo fulminó (o trató de hacerlo) con una mirada que expresaba: «Qué puede esperarse de un mocoso». Luego dijo:

—Es demasiado grande. Pero Bill dijo que entre todos, podríamos.

—Claro que nunca puedes sacudírtela del todo —prosiguió Richie—. ¿Quieres saber qué me dijo una vez un sabio, Eds?

—No —dijo Eddie—, y no quiero que me sigas llamando Eds, Richie. De veras te lo digo. Yo no te digo Dick, así que…

—Este sabio me dijo: «Lo confirmó Aristóteles, lo había dicho Platón: las dos últimas gotas siempre van al pantalón». Y por eso hay tanto cáncer en el mundo, mi querido Eddie.

—Si hay tanto cáncer en el mundo es porque los idiotas como tú y Beverly Marsh fumáis cigarrillos —dijo Eddie.

—Beverly no es idiota —replicó Ben, muy severo—. Presta atención a lo que dices, bocazas.

—Bip-bip, ch-chicos —dijo Bill—. Y hablando de Bev-Bev-Beverly, es bastante fu-fu-fuerte. Podría a-a-ayudarnos con esa p-p-puerta.

Ben preguntó qué clase de puerta era.

—D-d-de caoba me pa-parece.

—¡No me digáis que alguien tiró a la basura una puerta de caoba! —exclamó Ben, sorprendido, aunque no demasiado.

—La gente es capaz de tirar cualquier cosa —aseguró Mike—. Cada vez que voy a ese vertedero me dan ganas de morirme. De veras.

—Sí —concordó Ben—. Muchas de esas cosas podrían arreglarse con facilidad. Y como dice mi madre, en la China y en Sudamérica hay gente que no tiene nada.

—Aquí mismo, en Maine, hay gente que no tiene nada, bonito —dijo Richie, ceñudo.

—¿Q-q-qué es e-e-esto? —preguntó Bill, reparando en el álbum.

Mike se lo explicó, prometiendo mostrarles la foto del payaso cuando Stan y Beverly volvieran con las bisagras.

Bill y Richie intercambiaron una mirada.

—¿Qué pasa? —preguntó Mike—. ¿Es por lo que pasó en la habitación de tu hermano, Bill?

—S-s-sí —murmuró el otro y guardó silencio.

Se turnaron para trabajar en el agujero hasta que Stan y Beverly volvieron con sendas bolsas de papel llenas de bisagras. Mientras Mike hablaba, Ben, con las piernas cruzadas al estilo sastre, preparó unas ventanas sin vidrios que podían abrirse y cerrarse, en dos de las tablas largas. Tal vez sólo Bill prestó atención a la fácil celeridad con que movía los dedos; eran hábiles y sabían lo que hacían, como dedos de cirujano. Bill los admiró.

—Dice mi padre que algunas de estas ilustraciones tienen más de cien años —comentó Mike, con el álbum en el regazo—. Él las compra en esas subastas que la gente hace en los patios o en tiendas de segunda mano. A veces las compra o las intercambia con otros coleccionistas. Hay estereocopios: se ponen dos imágenes iguales en una tarjeta larga; después, si uno las mira con una cosa que parece un alargavista, ve una sola imagen, pero en tres dimensiones. Como Museo de cera o El monstruo de la laguna negra.

—¿Y para qué quiere todo eso? —preguntó Beverly. Llevaba puestos unos vaqueros comunes, pero les había hecho algo divertido a la altura de los bajos, con una tela de color intenso en los últimos veinte centímetros cómo si fuesen los pantalones de un marinero caprichoso.

—Sí —dijo Eddie—. En general, Derry es bastante aburrida.

—Bueno, no sé, pero creo que es porque mi padre no nació aquí —dijo Mike, algo tímido—. Es como…, no sé, como si todo fuese nuevo para él. O como cuando uno llega al cine en medio de la película, ¿entendéis?

—Cla-claro —dijo Bill—. Uno q-q-quiere ver el pri-el principio.

—Eso. En Derry hay mucha historia. A mí me gusta. Y creo que una parte tiene que ver con ése… ése… con Eso, si se le puede llamar así.

Miró a Bill, que asintió, pensativo.

—Después de desfilar, el 4 de julio, estuve mirando el álbum porque estaba seguro de haber visto antes a ese payaso. Bien seguro. Y mirad.

Abrió el libro, lo hojeó y lo entregó a Ben, que estaba sentado a su derecha.

—¡N-n-no toquéis las pá-las páginas! —dijo Bill.

Había tanta ansiedad en su voz que todos dieron un respingo. Tenía muy apretada la mano que se había cortado con el álbum de George. Richie notó que mantenía el puño cerrado en un nudo protector.

—Bill tiene razón —dijo. Y esa voz apagada, tan diferente de la habitual, los convenció—. Tened cuidado, es como dice Stan. Si nosotros lo vimos, vosotros también podríais verlo.

Sentirlo —corrigió Bill, ceñudo.

El álbum pasó de mano en mano; todos los sostenían con cautela, por los bordes, como si fuese dinamita.

Volvió a manos de Mike, que lo abrió por una de las primeras páginas.

—Dice mi padre que no hay modo de saber de cuándo es ésta, pero tal vez la hicieron a principios o a mediados del siglo XVIII —contó—. Un tipo a quien le arregló una sierra giratoria, le dio una caja de libros e ilustraciones viejos. Ésta estaba allí. Él dice que tal vez vale cuarenta dólares, o más.

Era una xilografía del tamaño de una postal grande. Bill se sintió aliviado al ver que el padre de Mike había protegido sus fotos con una lámina plástica. Mientras la contemplaba, fascinado, pensó: Ahí está. Lo estoy viendo. De verdad. Ésa es la cara del enemigo.

La xilografía mostraba a un tipo extraño, haciendo malabarismos con bolos, en medio de una calle enlodada. Había unas cuantas casas a cada lado de la calle y algunas cabañas; Bill supuso que eran tiendas o puestos de intercambio. Aquello no se parecía en nada a Derry, exceptuando el canal, que sí estaba allí, pulcramente adoquinado por ambos lados. En el fondo, arriba, un par de mulas tiraba de una barcaza.

Alrededor del malabarista había cinco o seis chicos. Uno de ellos lucía un sombrero de paja. Otro tenía un aro y el palito para hacerlo rodar, pero no era como los que cualquiera podía comprar ahora en una tienda de juguetes, sino que estaba hecho con la rama de un árbol; Bill reparó en los nudos que indicaban los sitios donde se habían arrancado ramitas menores. Esto no fue hecho en Taiwán ni en Corea, pensó, fascinado con ese niño que habría podido ser él, si hubiese nacido cuatro o cinco generaciones antes.

El malabarista esbozaba una enorme sonrisa. No llevaba maquillaje (aunque Bill tuvo la impresión de que toda su cara era maquillaje) y era calvo, excepto dos mechones que le brotaban como cuernos sobre las orejas. Bill reconoció, sin dificultad, al payaso. Hace doscientos años, por los menos, pensó, con un arrebato de terror, enojo y entusiasmo. Veintisiete años después, sentado en la biblioteca pública de Derry, recordaría aquel primer vistazo al álbum de Will Hanlon y la sensación de entonces: la del cazador que encuentra el rastro fresco de un viejo tigre asesino. Doscientos años…, cuánto tiempo, y sólo Dios sabe por cuánto más… Eso le llevó a preguntarse cuánto tiempo llevaba en Derry el espíritu de Pennywise…, pero prefirió no insistir con ese pensamiento.

—¡Dame, Bill! —estaba diciendo Richie.

Pero Bill retuvo el álbum por un momento más mirando fijamente los bolos, seguro de que empezarían a moverse, a subir y a bajar. Los chicos aplaudirían, riendo (aunque tal vez no todos; algunos lanzarían un grito y echarían a correr); las mulas arrastrarían la barcaza más allá de la xilografía.

No ocurrió nada. Pasó el álbum a Richie.

Cuando el álbum volvió a sus manos, Mike pasó algunas páginas más, buscando.

—Aquí está —dijo—. Ésta es de 1856, cuatro años antes de que Lincoln fuese elegido presidente.

El álbum volvió a pasar de mano en mano. Era una ilustración a color, algo así como una caricatura; mostraba a un grupo de beodos, de pie delante de un bar, mientras un político gordo, de grandes patillas, declamaba desde una tabla puesta entre dos toneles con una espumosa jarra de cerveza en la mano. La tabla que lo sostenía se arqueaba notablemente bajo su peso. A cierta distancia, un grupo de mujeres con sombreritos miraba con disgusto ese espectáculo donde se mezclaban lo payasesco y lo intemperante. Bajo la ilustración, una leyenda decía: EN DERRY LA POLÍTICA DA SED, DICE EL SENADOR GARNER.

—Dice papá que este tipo de ilustraciones eran muy comunes unos veinte años antes de la guerra civil —comentó Mike—. La gente se las enviaba como si fuesen postales. Supongo que eran como algunos chistes de Mad.

—Sá-sá-sátira —dijo Bill.

—Eso —repuso Mike—. Pero ahora mirad esta esquina.

La ilustración se parecía a las de Mad en otro sentido: en que tenía múltiples detalles y pequeños chistes secundarios. Un gordo sonriente vertía un vaso de cerveza en la boca de un perro con manchas. Una mujer se había caído sentada en un charco de barro. Dos pilluelos de la calle estaban clavando fósforos de azufre en las suelas de un próspero comerciante. Una niña colgaba de un olmo, meciéndose boca abajo y mostrando las bombachas. A pesar de ese desconcertante enredo de detalles, a nadie le hizo falta que Mike señalase al payaso. Vestido con un traje a cuadros de colores chillones, jugaba al trile con cáscaras de nuez entre un grupo de leñadores borrachos. Estaba guiñando el ojo a un leñador que, a juzgar por su expresión boquiabierta, acababa de elegir la cáscara incorrecta. El payaso recibía una moneda de su mano.

—Él, otra vez —dijo Ben—. ¿Cien años después?

—Más o menos —respondió Mike—. Y aquí hay otra de 1891.

Era un recorte de la primera plana del Derry News. ¡HURRA!, proclamaba el titular, exuberante. ¡SE INAUGURA LA FUNDICIÓN! Abajo: La ciudad hace un picnic de gala. La foto mostraba la ceremonia de inauguración de la Fundición Kitchener; su estilo recordó a Bill los grabados de Currier e Ives que su madre tenía en el comedor, aunque ése no era tan pulido. Un tipo vestido con traje de calle sostenía un enorme par de tijeras abiertas junto a la cinta ante la vista de unas quinientas personas. A la izquierda había un payaso (el payaso), dando tumbos para divertir a un grupo de niños. El artista lo había captado cabeza abajo, con lo cual su sonrisa se convertía en un grito.

Pasó rápidamente el álbum a Richie.

La foto siguiente llevaba una leyenda al pie, de mano de Will Hanlon: 1933: Derogación en Derry. Aunque ninguno de los chicos sabía gran cosa sobre la ley Volstead o su derogación, la foto aclaraba los hechos sobresalientes. Ilustraba el bar de Wally, en la Manzana del Infierno. La taberna estaba, literalmente, llena hasta las vigas de hombres que llevaban camisas blancas con el cuello abierto, sombreros de paja, camisas de leñador, camisetas o trajes de banquero. Todos ellos levantaban victoriosamente vasos y botellas. En las ventanas se leían dos grandes letreros: ¡FELIZ REGRESO, JUAN GINEBRA! y ESTA NOCHE CERVEZA GRATIS. El payaso, vestido a la manera de los grandes elegantes (zapatos blancos, polainas y pantalones de pistolero), tenía el pie apoyado en el estribo de un coche y bebía champán servido en un zapato de tacón alto.

—1945 —dijo Mike.

Otra vez el Derry News. El titular: JAPÓN SE RINDE. ¡GRACIAS A DIOS, TODO HA TERMINADO! Un desfile avanzaba zigzagueando a lo largo de Main Street, rumbo a Up-Mile Hill. Y allí estaba el payaso, en el fondo, con su traje plateado de grandes botones, petrificado en la matriz de puntitos que componían la foto impresa, como si sugiriera (al menos, así lo pensó Bill) que nada había terminado, que nadie se había rendido, que nadie había ganado, que el sálvese quien pueda seguía siendo norma y costumbre; como si sugiriese, en definitiva, que todo seguía perdido.

Bill sintió frío, sequedad y miedo.

De pronto, los puntos de la imagen desaparecieron. La foto empezó a moverse.

—Eso es lo que… —balbuceó Mike.

—M-m-mirad —dijo Bill. La palabra cayó de su boca como un cubito de hielo medio derretido—. ¡Mirad to-to-todos!

Todos se agruparon para mirar.

—¡Oh, Dios mío! —susurró Beverly, sobrecogida.

—¡Es lo mismo! —exclamó Richie, casi vociferando, mientras golpeaba a Bill en la espalda, preso de la excitación. Miró la cara blanca y ojerosa de Eddie, la petrificada de Stan Uris—. ¡Lo mismo que vimos en la habitación de George! Exactamente lo que…

—Chist —susurró Ben—. Escuchad. —Y luego, casi sollozando—: Se los oye… Oh, Dios, se los oye.

Y en el silencio, roto sólo por el leve paso de la brisa estival, comprobaron que era cierto. La banda estaba tocando una marcha militar, debilitada y metálica por efecto de la distancia…, del paso del tiempo…, de lo que fuese. Los vítores de la multitud eran como el ruido que surge de una radio mal sintonizada. Había chasquidos, como hechos con los dedos.

—Cohetes —susurró Beverly, frotándose los ojos con dedos temblorosos—. Ésos son cohetes.

Nadie contestó. Miraban la foto, con los ojos devorándose la cara.

El desfile serpenteó hacia ellos, pero antes de que los integrantes llegasen al primer plano, el punto en que habrían debido salir de la imagen a un mundo trece años posterior, desaparecían de la vista, como en una especie de curva desconocida. Primero, los veteranos de la primera guerra; después los boy-scouts, el cuerpo de enfermeros, la banda de la iglesia, y finalmente, los veteranos de la Segunda Guerra Mundial que habían vuelto a Derry, con la banda del instituto cerrando el desfile. La multitud se movía y cambiaba de sitio. De las ventanas caían nubes de serpentina y confetti. El payaso bailoteaba por los lados haciendo cabriolas, imitando un saludo militar o fingiendo apuntar con un fusil. Y Bill notó, por primera vez que la gente le volvía la espalda, pero no como si lo viesen, en realidad, sino como si percibiesen una ráfaga de viento o un olor desagradable.

Uno de los niños lo vio y se echó atrás.

Ben alargó la mano hacia la foto, tal como había hecho Bill en la habitación de George.

—¡N-n-n-no! —gritó Bill.

—Creo que no hay problema, Bill —dijo Ben—. Mira. —Apoyó la mano sobre la película plástica que protegía la foto. Después de un instante la retiró—. Pero si retiras esa cubierta…

Beverly soltó un alarido. El payaso, al retirar Ben la mano, había dejado de hacer cabriolas y muecas. Corrió hacia ellos, parloteando y riendo con su boca ensangrentada. Bill se encogió hacia atrás, pero retuvo el álbum, pensando que desaparecería de la vista, como había ocurrido con todo el desfile, los boy-scouts, la banda y el descapotable que llevaba a Miss Derry 1945.

Pero el payaso no desapareció a lo largo de esa curva que parecía definir el borde de una antigua existencia. Saltó, en cambio, con audaz y ágil gracia a un poste de alumbrado, erguido en el primer plano a la izquierda. Trepó por él… y de pronto apretó la cara contra la dura hoja plástica. Beverly volvió a gritar, esa vez imitada por Eddie, aunque el aullido del chico fue más débil y sofocado. El plástico se abultó hacia fuera. Más tarde, todos aseguraron que habían visto lo mismo. La roja nariz del payaso quedó achatada, como cualquier nariz contra el vidrio de una ventana.

¡Os voy a matar a todos! —gritaba el payaso, riendo—. ¡Tratad de detenerme y ya veréis! ¡Primero os vuelvo locos y después os mato! ¡No podéis detenerme! ¡Soy el hombrecito de jengibre! ¡Soy el hombre-lobo adolescente!

Y por un momento fue, en verdad, el hombre lobo adolescente; la cara del licántropo, plateada por la luna, los miraba con los blancos dientes descubiertos.

¡No podéis detenerme porque soy el leproso!

La cara del leproso, acosada, descarnada, llena de llagas podridas, los miró con los ojos del muerto viviente.

¡No podéis detenerme porque soy la momia!

Apareció la cara de la momia, anciana y cubierta de estériles grietas. Antiguos vendajes se solidificaban sobre la piel. Ben apartó la vista, pálido como un requesón, con la mano aplastada contra el cuello y la oreja.

¡No podéis detenerme porque soy los niños muertos!

—¡NO! —vociferó Stan Uris.

Sus ojos se dilataron sobre dos medialunas de piel amoratada, carne de susto, pensó Bill, sin saber por qué; doce años más tarde usaría el término en una novela, sin la menor idea de dónde lo había sacado, tomándola como los escritores toman la palabra exacta en el momento exacto, sencillamente como, un regalo del exterior

(otro espacio)

de donde vienen, a veces, las palabras acertadas.

Stan le quitó el álbum de las manos y lo cerró con violencia. Lo mantuvo firmemente cerrado con ambas manos, sobresalientes los tendones de las muñecas y los brazos. Miraba en derredor, con ojos casi dementes.

—No —dijo, precipitadamente—. No, no, no.

De pronto, Bill descubrió que le preocupaba más esa reiterada negativa de Stan que el payaso. Y comprendió que ésa era la reacción buscada por el monstruo, porque…

Tal vez porque Eso nos tiene miedo…, en verdad tiene miedo por primera vez en su larguísima vida.

Cogió a Stan y lo sacudió dos veces, con fuerza, sujetándolo por los hombros. Al chico le castañetearon los dientes; dejó caer el álbum. Mike lo recogió para apartarlo apresuradamente; después de lo que había visto no le gustaba tocarlo, pero era de su padre y comprendía, por intuición, que Will jamás vería allí lo que él había visto.

—No —dijo Stan, suavemente.

—Sí —dijo Bill.

—No —repitió Stan.

—Sí. T-t-todos…

—No.

—L-l-lo vi-vimos, Stan —insistió Bill, mirando a los otros.

—Sí —dijo Ben.

—Sí —dijo Richie.

—Sí —dijo Mike—. Oh, Dios mío, sí.

—Sí —dijo Bev.

—Sí —jadeó también Eddie, con la garganta cada vez más cerrada.

Bill miró a Stan, exigiéndole con los ojos que le sostuviera la mirada.

—N-n-no te de-dejes at-atrapar, tío —dijo—. T-t-tú también lo viste.

¡No quería verlo! —gimió Stan. El sudor le cubría la frente con un brillo grasoso.

—P-p-pe-pero lo-lo viste.

Stan miró a los otros, uno a uno, y se pasó la mano por el pelo corto con un largo suspiro tembloroso. Sus ojos parecieron despejarse de esa locura que tanto preocupara a Bill.

—Sí —dijo—. Sí, está bien. Sí. ¿Era eso lo que querías? Sí.

Bill pensó: Todavía estamos juntos. Eso no nos detuvo. Todavía podemos matarlo. Podemos matarlo… si somos valientes.

Miró a su alrededor y vio, en cada par de ojos, cierta medida de la misma historia. No era tan grave como la de Stan, pero allí estaba.

—S-S-Sí —dijo y sonrió al niño judío. Al cabo de un instante, Stan le devolvió la sonrisa. Su cara se liberó, en parte, de esa horrible expresión de espanto—. Eso e-e-era lo que yo que-quería, id-id-diota.

—Bip-bip, Dumbo —dijo Stan.

Y todos rieron. Con una risa chillona, histérica, pero mejor que no reír, pensó Bill.

—Va-va-vamos —dijo Bill, porque alguien tenía que decir algo—. Te-terminemos la c-c-casita. ¿Q-q-qué os pa-parece?

Leyó la gratitud en los ojos de todos y se alegró por ellos… pero esa gratitud no aliviaba en nada su propio espanto. En realidad, había en ella algo que le daba deseos de odiarlos. ¿Acaso jamás podría expresar su propio terror porque no cedieran los frágiles vínculos que los convertían en una sola cosa? Y ni siquiera era justo pensar eso, ¿verdad? Porque él estaba utilizándolos, por lo menos hasta cierto punto. Utilizaba a sus amigos, arriesgaba la vida de todos para ajustar las cuentas por la muerte de su hermano. ¿Y no había más que eso, en el fondo? Había más. Porque George estaba muerto. Y Bill sospechaba que, si era posible cobrar venganza, sólo era posible hacerlo por cuenta de los vivos. Entonces, ¿qué papel estaba jugando él? ¿El de una mierdita seca, armada de una espada de lata que trataba de parecerse al rey Arturo?

Jo, macho —gruñó, para sus adentros—. Si en esta clase de cosas deben pensar los adultos, prefiero no crecer.

Su resolución se mantenía firme, pero era una resolución amarga.

Muy amarga.