XIII. LA APOCALÍPTICA BATALLA A PEDRADAS

1

Bill es el primero en llegar. Se sienta en una de las sillas de respaldo alto, junto a la puerta de la sala de lectura, y observa a Mike que atiende a los últimos lectores de la noche: una anciana con un montón de novelas baratas de terror, un hombre con un enorme tomo histórico sobre la guerra civil, y un chico escuálido que espera para retirar una novela cuya etiqueta adhesiva indica un plazo de siete días. Bill nota, sin sorpresa, que es suya, la última publicada. Siente que la sorpresa está más allá de él, el don de encontrarse con lo no buscado, una realidad en la que se creía y que ha resultado ser un sueño apenas, después de todo.

Una muchacha bonita, con falda escocesa sujeta con un gran alfiler de gancho dorado (Cielos —piensa Bill—, hacía años que no veía una de ésas. ¿Se estarán poniendo otra vez de moda?), saca fotocopias con un ojo puesto en el gran reloj de péndulo, tras el escritorio de control. Los sonidos son suaves y consoladores como los de cualquier biblioteca: roces y chirridos de zapatos en el linóleo rojo y negro del suelo, el incesante tic tac del reloj que deja caer secos segundos; el ronroneo gatuno de la fotocopiadora.

El chico retira su novela de William Denbrough y se acerca a la muchacha en el momento en que ella termina y empieza a arreglar sus papeles.

—Puedes dejar esas copias en el escritorio, Mary —dice Mike—. Yo me encargo de guardarlas.

Ella le brinda una sonrisa agradecida.

—Gracias, señor Hanlon.

—Buenas noches. Buenas noches, Billy. Id a casa directamente.

—¡Si no te andas con cuidado… te agarrará… el hombre… del saco! —canturrea el chico escuálido, mientras desliza un brazo posesivo por la cintura de la chica.

—Bueno, no creo que tenga ningún interés en dos fulanos tan feos como vosotros —dice Mike—, pero id con cuidado de todos modos.

—Sí, señor Hanlon —responde Mary, bastante seria, mientras da un ligero puñetazo al hombro del chico—. Vamos, feo —dice riendo.

Al hacer eso, deja de ser una quinceañera bonita y mansamente deseable para convertirse en la niña de once años, con aspecto de potrillo, pero no tan desgarbada, que fue Beverly Marsh. Cuándo pasan junto a Bill, se siente estremecido ante su belleza… y tiene miedo; querría acercarse al chico y decirle, con severidad, que vaya a su casa por calles bien iluminadas y no se vuelva si alguien le habla.

No se puede tener cuidado con un patinete, señor, dice una voz fantasmal dentro de su cabeza. Y Bill esboza una melancólica sonrisa de adulto.

Observa al chico, que abre la puerta para que pase su amiguita. Salen al vestíbulo y se acercan un poco más. Bill apostaría sus derechos de autor sobre el libro que ese tal Billy lleva bajo el brazo a que le ha robado un beso antes de abrirle la puerta exterior. Y si no lo hiciste, jódete por tonto, Billy, macho —piensa—. Ahora llévala a su casa sana y salva. ¡Por el amor de Dios, llévala a su casa sana y salva!

Mike le llama.

—Enseguida estaré contigo, Gran Bill. En cuanto haya archivado esto.

Bill hace un gesto de asentimiento y cruza las piernas. La bolsa de papel que tiene en el regazo crepita un poco. Dentro hay una botellita de whisky; tal vez no haya deseado nunca una copa con tantas ganas como en estos momentos. Mike podrá darles agua, al menos, aunque no hielo. Y tal como se siente en ese momento, muy poca agua le bastará.

Piensa en Silver, apoyada en la pared del garaje, en la casa de Mike. Y desde allí sus pensamientos avanzan naturalmente hasta el día en que se reunieron todos en Los Barrens (todos, menos Mike) y cada uno volvió a contar su historia; leprosos bajo los porches, momias que caminaban en el hielo, sangre en los sumideros y niños muertos en la torre-depósito; fotos que se movían y hombres-lobo que perseguían a los niños por calles desiertas.

Aquel día, antes del 4 de julio, se habían adentrado en Los Barrens. Ahora lo recuerda. En la ciudad hacía calor, pero estaba fresco en la sombra enmarañada de la ribera oriental del Kenduskeag. Recuerda que había uno de esos cilindros de cemento, a poca distancia; murmuraba para sus adentros, tal como la fotocopiadora había murmurado para la bonita quinceañera hace un momento. Bill recuerda eso, y recuerda también que, una vez contadas todas las historias, los otros lo miraron.

Buscaban que él les dijera qué hacer a continuación, cómo proceder, y él, simplemente, no lo sabía. El no saberlo le produjo una especie de desesperación.

En este momento, al mirar la sombra de Mike, estirada y grande en la pared de madera oscura, le sobreviene una súbita certeza: si no lo supo en aquella oportunidad fue porque el grupo no estaba completo aún, aquel 3 de julio por la tarde. La integración se cumplió más tarde, en el foso de grava abandonada detrás del vertedero, por donde se podía salir de Los Barrens trepando fácilmente por cualquiera de los dos lados: la calle Kansas o la Merit. En realidad, en el sitio exacto donde estaba ahora la elevación de la ruta interestatal. El foso de grava no tenía nombre; era viejo; sus costados desmigajados estaban llenos de hierbas y matojos. Allí aún había municiones de sobra, más que suficientes para una apocalíptica batalla a pedradas.

Pero antes de eso, en la ribera del Kenduskeag, él no había sabido qué decir. ¿Qué pretendían que dijera? ¿Qué quería decir él? Recuerda haber mirado todas las caras, una a una: la de Ben, la de Bev, la de Eddie, la de Stan, la de Richie. Y recuerda música. Little Richard. «Juomp-bomp-a-lomp-bomp…».

Música a bajo volumen. Y dardos de luz en sus ojos. Recuerda los dardos de luz porque…

2

Richie había colgado su radio de transistores en la rama más baja del árbol contra el cual estaba recostado. Aunque se habían puesto a la sombra, el sol rebotaba en la superficie del Kenduskeag, caía en el cromado de la radio y, desde allí, en los ojos de Bill.

—S-s-saca eso, R-R-Richie —dijo Bill—. Me v-v-va a dejar ci-ciego.

—Sí, Gran Bill —repuso Richie de inmediato, sin ninguna salida graciosa.

Y bajó la radio de la rama. Además, la apagó, y Bill lamentó que lo hubiera hecho. El silencio, roto sólo por el agua ondulante y el vago zumbido de la maquina que bombeaba aguas residuales, parecía muy estridente. Todos los ojos lo observaban. Él quiso decirles que miraran a otra parte. ¿Por quién lo tomaban? ¿Por un bicho raro?

Pero no pudo decir eso, por supuesto, porque ellos no hacían sino esperar a que él les dijese qué hacer. Habían descubierto algo espantoso y necesitaban que él les dijese cómo actuar. ¿Por qué yo?, habría querido gritarles. Pero no lo hizo porque también sabía eso. Era porque, le gustara o no, había sido designado para ese puesto. Porque era el de las ideas, porque había perdido un hermano por culpa de Eso, fuera lo que fuese. Pero, por sobre todas las cosas, porque se había convertido, de un modo oscuro que jamás comprendería por completo, en el Gran Bill.

Echó una mirada a Beverly y apartó rápidamente la vista de la serena confianza que encontró en sus ojos. Cuando miraba a Beverly sentía algo raro en la boca del estómago. Algo así como polillas.

—No p-p-podemos ir a la p-p-policía —dijo, por fin. Su voz sonó demasiado áspera ante sus propios oídos; demasiado alta—. Tampoco podemos recurrir a nuestros p-p-pa-padres. A menos que… —Miró a Richie con aire esperanzado—. ¿Q-q-qué me di-dices de tu madre y tu padre, cuatro-ojos? P-p-parecen bastante pa-pasables.

—Mi buen amigo —dijo Richie, con la voz de Toodles, el mayordomo—, es evidente que no posee conocimiento alguno sobre mis progenitores. Ellos…

—Habla como la gente, Richie —dijo Eddie, desde su sitio, junto a Ben.

Estaba sentado junto a Ben por una simple razón: ese chico le hacía sombra. Su rostro lucía pequeño, enjuto y preocupado como el de un anciano. Tenía el inhalador en la mano derecha.

—Dirían que soy candidato a ocupar una camisa de fuerza —dijo Richie.

Ese día llevaba un par de gafas viejas. La víspera, un amigo de Henry Bowers, llamado Gard Jagermeyer, se le había acercado por detrás, en el momento en que Richie había salido de la heladería con un barquillo de pistacho, gritando «Tú te quedas», mientras lo golpeaba con todas sus fuerzas en la espalda con los puños entrelazados. Ese tal Jagermeyer pesaba unos dieciocho kilos más que Richie. Lo arrojó a la alcantarilla haciéndole volar las gafas y el barquillo. Así se había roto el cristal izquierdo: la madre estaba furiosa y había prestado muy poco oído a las explicaciones del chico.

—Yo sólo sé que actúas a tontas y a locas —le había dicho—. Francamente, Richie, ¿crees que tenemos un árbol de gafas del que podemos arrancar un par nuevo cada vez que rompes las viejas?

—Pero, mamá, ese chico me empujó vino por atrás, y era grande y me empujó…

Por entonces, Richie estaba al borde de las lágrimas. Esa imposibilidad de explicarse ante su madre lo hacía sufrir mucho más que verse arrojado a la alcantarilla por Gard Jagermeyer, un tío tan estúpido que ni siquiera se habían molestado en enviarlo a los cursos de verano.

—No quiero oír una palabra más —dijo Maggie Tozier, secamente—. Pero la próxima vez que veas llegar a tu padre extenuado, después de trabajar hasta muy tarde por tercera vez consecutiva, piensa un poco, Richie. Hazme el favor: piensa.

—Pero, mamá…

—Basta, he dicho.

La voz de la madre sonó seca y definitiva; peor aún, parecía a punto de llorar. Salió del cuarto y el televisor se encendió a demasiado volumen. Richie se quedó solo, miserablemente sentado ante la mesa de la cocina.

Fue ese recuerdo lo que hizo que Richie volviera a sacudir la cabeza.

—Mis padres son buenas personas, pero jamás creerían algo así.

—¿Y o-o-otros chi-chicos?

Miraron en derredor, recordaría Bill, años más tarde, como buscando a alguien que no estaba allí.

—¿Quién? —preguntó Stan, vacilante—. No sé de nadie que me merezca confianza.

—De cu-cu-cualquier modo… —dijo Bill, con voz afligida.

Y calló un breve silencio, mientras él pensaba qué decir.

3

Interrogado al respecto, Ben Hanscom habría dicho que Henry Bowers lo odiaba más que a los otros Perdedores por lo que había ocurrido aquel día en Los Barrens, al caer ambos desde Kansas Street y por lo que había ocurrido el día en que él, con Richie y Beverly, habían escapado desde el Aladdin, pero, también y sobre todo, porque, al no permitirle copiar de su examen, había hecho que lo enviaran a los cursos de verano provocando la ira de su padre, Butch Bowers, que tenía fama de loco.

Ante la misma pregunta, Richie Tozier habría dicho que Henry lo odiaba a él como a nadie por el día en que había escapado, por la gran tienda de Fresse, de él y de sus otros mosqueteros.

Stan Uris habría dicho que él era el más odiado por Henry, por ser judío. (Estaba en el tercer curso, y Henry, que ya cursaba quinto, le había lavado la cara con nieve hasta hacérsela sangrar mientras él gritaba, histérico de dolor y de miedo).

Bill Denbrough creía merecer todo el odio de Henry por ser flaco y tartamudo y por vestir bien. («¡P-p-pero m-m-miren a ese ma-ma-maldito ma-ma-marica!», había gritado Henry, en cierta fiesta escolar, al verlo aparecer con corbata. Antes de terminar el día, la corbata había sido arrancada de un tirón y arrojada a un árbol de Charter Street).

En realidad, odiaba a los cuatro, pero el habitante de Derry que merecía el primer puesto en la lista de odios de Henry no figuraba en el Club de los Perdedores, aquel 3 de julio. Era un niño negro llamado Michael Hanlon, quien vivía a cuatrocientos metros de la granja de Los Bowers.

El padre de Henry, que merecía plenamente su fama de loco, era Oscar Butch Bowers. Butch Bowers asociaba su declinación financiera, física y mental a la familia Hanlon en general y al padre de Mike en particular. Will Hanlon, según decía siempre a sus pocos amigos y a su hijo, lo había hecho encerrar en la cárcel al morir todos sus pollos.

—Para cobrar el seguro, por supuesto —decía mirando a su público, desafiándolo a negarlo—. Hizo que algunos de sus amigos mintieran para apoyarlo. Y por culpa suya tuve que vender mi Mercury.

—¿Quién lo respaldó, papá? —había preguntado Henry, que tenía ocho años, ardiendo ante la injusticia sufrida por su padre. Para sus adentros pensaba que, cuando fuese mayor, buscaría a esos mentirosos, los llenaría de miel y los plantaría en hormigueros, como en esas películas del oeste que pasaban en el Bijou los sábados por la tarde.

Como su hijo era auditorio incansable (aunque, de habérsele preguntado, él habría respondido que así debía ser), Bowers llenaba sus oídos con una letanía de odio y mala suerte. Explicaba a su hijo que, aunque todos los negros eran estúpidos, algunos eran también astutos y que, en el fondo, odiaban a los hombres blancos y que querían «hacérselo a las blancas». Tal vez no lo había hecho sólo por el seguro, después de todo, decía Butch; tal vez Hanlon había decidido echarle la culpa de la muerte de esos pollos porque Butch era quien tenía el puesto de venta más próximo a la carretera. Lo había hecho, de todos modos, tan seguro como que la mierda se pega a las mantas. Y después había conseguido que unos cuantos negrófilos de la ciudad lo respaldaran y amenazaran a Butch con meterlo en la cárcel si no le pagaba.

—¿Y por qué no? —preguntaba Butch a su silencioso hijo, de ojos redondos y cuello sucio—. ¿Por qué no? Después de todo, yo sólo peleé por este país contra los japoneses. Como nosotros había muchos, pero él era el único negro del condado.

Al asunto de los pollos había seguido un incidente tras otro: a su tractor se le había roto el eje; se le rompió el arado bueno en el sembrado norte; le salió en el cuello un grano que se infectó, hubo que abrirlo y, tras una nueva infección, extirparlo quirúrgicamente; el negro empezó a usar su dinero mal habido para bajar sus precios haciendo que Butch perdiera clientela.

Aquello era una letanía incesante en los oídos de Henry: el negro, el negro, el negro. Todo era culpa del negro. El negro tenía una bonita casa blanca, con dos plantas y caldera de petróleo, mientras que Butch, con su mujer y su hijo, vivían en un cobertizo de papel alquitranado, o poco más. Cuando la granja dejó de dar dinero suficiente y Butch tuvo que ir a trabajar en los bosques por una temporada, fue por culpa del negro. Cuando se les secó el pozo, en 1956, fue por culpa del negro.

Meses después, Henry, que tenía diez años, empezó a alimentar a Mr. Chips, el perro de Mike, con huesos de caldo y bolsas de patatas fritas. Llegó el momento en que Mr. Chips sacudía la cola y acudía corriendo cuando él lo llamaba. Cuando el perro estuvo bien habituado a Henry y sus bocados, recibió medio kilo de carne picada llena de insecticida. Había encontrado el veneno en el cobertizo de atrás y con los ahorros de tres semanas, compró la carne en la carnicería de Costello.

Mr. Chips comió la mitad de la carne envenenada, se detuvo.

—Anda, termina con eso, negro piojoso —lo instó Henry.

Mr. Chips meneó la cola. Como Henry lo había llamado así desde un principio, consideraba que ése era su segundo nombre. Cuando empezaron los dolores, Henry sacó un trozo de soga y ató el perro a un haya, para que no pudiera correr a su casa. Luego se sentó en una roca plana, calentada por el sol, con la barbilla, apoyada en las manos, para ver cómo agonizaba al animal. Tardó mucho en morir, pero a Henry le pareció tiempo bien empleado. Al final, Mr. Chips tuvo convulsiones; por entre los dientes le caía una espuma verde.

—¿Te gusta, negro piojoso? —preguntó Henry. El perro, al oír su voz, levantó sus ojos moribundos y trató de menear la cola—. ¿Te ha gustado el almuerzo, perro de mierda?

Una vez el perro estuvo muerto, Henry le quitó la soga y volvió a su casa, a contar a su padre lo que había hecho. Por aquel entonces, Oscar Bowers estaba rematadamente loco; un año después, su esposa lo abandonaría después de recibir una paliza que estuvo a punto de matarla. Henry sentía por su padre el mismo miedo y, a veces, lo odiaba espantosamente, pero también lo amaba. Y esa tarde, después de contarle lo que había hecho, sintió que, por fin, había hallado la clave para lograr el afecto de su padre, porque Butch le dio en la espalda unas palmadas tan fuertes que el chico estuvo a punto de caer, lo llevó a la sala y le sirvió una cerveza. Era la primera vez que Henry tomaba cerveza y por el resto de su vida asociaría su sabor con emociones positivas: victoria y amor.

—Brindemos por un trabajo bien hecho —había dicho el demente padre de Henry.

Entrechocaron sus botellas pardas y bebieron todo su contenido. Hasta donde Henry podía asegurarlo, los negros nunca descubrieron quién había matado al perro, pero debían tener sus sospechas. Ojalá las tuvieran.

Los del Club de Perdedores conocían a Mike de vista; al ser el único niño negro de la ciudad, habría sido extraño que no lo conocieran. Pero eso era todo, porque Mike no iba a la escuela municipal. Como su madre era bautista devota, lo enviaban a la escuela religiosa de Neibolt Street. Entre las lecciones de geografía, lectura y aritmética, había lecciones bíblicas y análisis de temas tales como «El significado de los diez mandamientos en un mundo sin Dios», y coloquios sobre cómo tratar los problemas morales de cada día (si uno veía a un compañero robar algo en una tienda, por ejemplo, u oía que un maestro pronunciaba el nombre de Dios en vano).

Para Mike, la escuela religiosa estaba bien. A veces sospechaba, aunque de un modo muy vago, que se estaba perdiendo algunas cosas, tal vez una comunicación más amplia con la gente de su edad, pero estaba dispuesto a esperar al instituto para llegar a ellas. La perspectiva lo ponía un poco nervioso, porque su piel era parda, pero sus padres recibían buen trato de la gente de la ciudad, hasta donde él podía apreciar y Mike estaba convencido de que, si él trataba bien a los otros, a él se lo trataría de la misma manera.

La excepción a esa regla era, por supuesto, Henry Bowers.

Aunque trataba de demostrarlo lo menos, posible, Mike vivía aterrorizado por él. En 1958, Mike era delgado y de buena contextura, más alto que Stan Uris, pero menos que Bill Denbrough. Era rápido y ágil, lo cual lo había salvado de varias palizas a manos de Henry. Además, por supuesto, iban a distintas escuelas. Gracias a eso y a la diferencia de edad, sus caminos convergían rara vez. Mike se tomaba muchas molestias para que así fuese. Por eso, la ironía consistía en que, aunque Henry le odiaba más que a ningún otro chico de Derry, lo había acosado menos que a los otros.

Oh, tenía sus marcas, desde luego. Tras la muerte del perro, en la primavera, Henry saltó de entre los arbustos mientras Mike caminaba hacia la ciudad para ir a la biblioteca. Se acercaba el fin de marzo y hubiera podido ir en bicicleta porque hacía bastante calor, pero en aquellos tiempos Witcham Street terminaba en tierra más allá de la casa de los Bowers; por lo tanto, en aquella temporada era un pantano donde las bicicletas no servían para nada.

—Hola, negro —había dicho Henry saliendo de entre los matojos con una gran sonrisa.

Mike retrocedió dirigiendo rápidas miradas cautelosas a derecha e izquierda por si hubiera una posibilidad de huir. Sabía que, si lograba eludir a Henry, podría sacarle buena ventaja. Henry era grande y fuerte, pero también lento.

—Voy a hacerme un muñeco de alquitrán —dijo Henry, avanzando hacia él—. No eres tan negro como hace falta, pero yo me encargo de eso.

Mike desvió los ojos a la izquierda y torció el cuerpo en esa dirección. Henry cayó en la trampa y se arrojó hacia allí, tan rápida y pronunciadamente que no pudo echarse atrás. Mike, invirtiendo el movimiento con dulce y natural celeridad, echó a correr hacia la derecha (en el instituto integraría el equipo de fútbol; una fractura de pierna le impediría cubrir el récord de puntos anotados). Habría escapado con facilidad de no ser por el barro: Estaba resbaladizo y Mike cayó de rodillas. Antes de que pudiera levantarse, Henry caía sobre él.

¡Neggronegggroneeegro! —gritó Henry, en una especie de éxtasis religioso, mientras lo hacía rodar.

El barro subió por su espalda y por el fondillo de sus pantalones. Sintió que se le metía en los zapatos. Pero sólo empezó a llorar cuando Henry le untó la cara de lodo tapándole las fosas nasales.

—¡Ahora sí que eres negro! —aulló Henry, alegremente, mientras le frotaba el pelo con barro—. ¡Ahora eres negro de verdad! —Desgarró su chaqueta de popelina y la camiseta que llevaba debajo y le plantó una cataplasma oscura en el ombligo—. ¡Ahora eres más negro que la medianoche en un pozo de mina! —vociferó, triunfal, mientras aplicaba tapones de barro a sus orejas. Luego se echó atrás, con las manos enlodadas colgando del cinturón, y chilló—: ¡Yo maté a tu perro, negro!

Pero, Mike no lo oyó por el barro que tenía en las orejas y por sus propios sollozos aterrorizados.

Por fin, Henry pateó un último terrón pegajoso contra él y se volvió para caminar hacia su casa sin mirar atrás. Pocos momentos después, Mike se levantó e hizo otro tanto, aún llorando.

Por supuesto, su madre se puso furiosa; quería que Will Hanlon llamara al comisario Borton para que fuera a casa de los Bowers antes del anochecer.

—No es la primera vez que persigue a Mikey —le oyó decir el chico, sentado en la bañera, mientras sus padres hablaban en la cocina. Era su segundo baño; el agua del primero se había puesto negra casi en el instante en que se sumergió en ella. La madre, en su cólera, había vuelto a su denso dialecto tejano, que al chico le era apenas comprensible—. ¡Mándale la policía, Will Hanlon! ¡El perro y la criatura! Les mandas a la policía, ¿me entiendes?

Will entendió, pero no hizo lo que su esposa le pedía. Al cabo de un rato, cuando ella se hubo tranquilizado (por entonces era de noche y Mike dormía desde hacía dos horas) él le recordó la realidad de la vida. El comisario Borton no era el viejo Sullivan. Si Borton hubiera ocupado ese puesto en la época del incidente con los pollos, Will jamás habría conseguido sus doscientos dólares. Algunos hombres apoyaban; otros, no. Borton era de estos últimos. En realidad, era un veleta.

—No es la primera vez que Mike tiene problemas con ese chico, sí —dijo a Jessica—. Pero no los tiene graves porque se cuida de Henry Bowers. Esto servirá para que ponga aún más cuidado.

—Entonces, ¿vas a permitir que se salgan con la suya?

—Supongo que Bowers ha contado a su hijo muchas mentiras sobre lo que le pasó conmigo —dijo Will—. Por eso el chico nos odia a los tres, y porque el padre le ha dicho también que hay que odiar a los negros. Todo se remonta a eso. No puedo cambiar el hecho de que nuestro hijo es negro, así como no puedo decirte que Henry Bowers será el último en odiarlo por el color de su piel. Tendrá que entenderse con eso por el resto de su vida, como me ha pasado a mí y como te ha pasado a ti. Hasta en esa escuela cristiana a la que te empeñaste en que fuese, la maestra les dijo que los negros no eran tan buenos como los blancos porque Cam, hijo de Noé, miró a su padre cuando estaba desnudo y borracho, mientras los otros dos hijos apartaron la vista. Por eso los hijos de Cam fueron condenados a ser siempre taladores de bosques y acarreadores de agua, les dijo. Y según Mikey, lo miraba directamente a él mientras contaba la historia.

Jessica miró a su marido, muda y angustiada. Cayeron dos lágrimas, una de cada ojo, que resbalaron lentamente por su cara.

—¿No hay forma de salvarse de esto, jamás?

La respuesta fue bondadosa, pero implacable; en aquellos tiempos, las mujeres tenían fe en sus maridos y Jessica no había recibido motivos para dudar de su Will.

—No. No hay modo de salvarse de que nos traten de negros, ni ahora ni en el mundo que se nos ha dado para vivir. Los negros campesinos de Maine siguen siendo negros. A veces pienso que, si volví a Derry, es porque no había mejor lugar para recordarlo. Pero voy a hablar con nuestro hijo.

Al día siguiente se llevó a Mike al granero. Will se sentó en el yugo de su arado y dio unas palmaditas a su lado, para que Mike lo imitara.

—Te conviene mantenerte lejos de Henry Bowers —le dijo.

Mike asintió.

—Su padre está loco.

Mike volvió a asentir. Había oído hablar de eso en la ciudad y sus pocos encuentros con el señor Bowers reforzaban esa idea.

—Y no quiero decir que esté un poco chiflado —prosiguió Will, encendiendo un cigarrillo liado por él, mientras miraba a su hijo—. Está a tres pasos del loquero. Así volvió de la guerra.

—Creo que Henry también está loco —dijo Mike.

Su voz sonaba baja, pero firme, y eso fortaleció el corazón del padre. Sin embargo, aunque su vida incluía incidentes tales como haber estado a punto de morir quemado vivo en una improvisada taberna llamada Black Spot, no podía creer que un chico como Henry estuviera loco.

—Bueno, presta demasiada atención a su padre, pero eso es natural —dijo.

Sin embargo, su hijo estaba mucho más cerca de la verdad. Henry Bowers, ya por asociación constante con su padre o por otro motivo, algo interno, estaba enloqueciendo, lenta pero seguramente.

—No quiero que vivas huyendo —dijo Will— pero por el hecho de ser negro tendrás que aguantar muchas cosas. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, papá —dijo Mike, pensando en Bob Gautier, un compañero de escuela.

Bob había tratado de explicarle que lo de negro no podía ser un insulto porque su padre lo decía constantemente. Más aún, afirmaba Bob, gravemente, debía de ser un elogio, porque en la pelea que transmitieron por televisión, el viernes por la noche, su padre había dicho, de un luchador que, después de una gran paliza, seguía de pie: «Tiene la cabeza más dura que un negro». «Y mi papá es tan cristiano como tu papá», había concluido el chico. Mike recordaba que, al mirar aquella cara blanca, enjuta y severa, rodeada por la piel del capuchón, no había sentido rabia, sino una terrible tristeza que le daba ganas de llorar. En la cara de Bob veía franqueza y buenas intenciones, pero su sensación era de soledad, de distancia, de un gran vacío sibilante entre él y el otro chico.

—Veo que me entiendes —dijo Will, revolviéndole el pelo—. Y, en resumen, tienes que mirar muy bien dónde pisas. Tienes que preguntarte si Henry Bowers vale la pena. ¿Vale la pena?

—No —dijo Mike—. No, no la vale.

Pasaría un tiempo antes de que cambiara de idea. Eso ocurrió, en realidad, el 3 de julio de 1958.

4

Mientras Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins, Peter Gordon y un chico de la secundaria medio retrasado que se llamaba Steve Sadler (a quien conocían por el apodo de Moose, por el personaje de Archie y sus amigos), perseguían al sofocado Mike Hanlon por las vías del ferrocarril en dirección a Los Barrens, distantes unos seiscientos metros, Bill y el resto de los Perdedores seguían sentados en la ribera del Kenduskeag, estudiando aquel problema de pesadilla.

—C-c-creo que sé dó-dónde está —dijo Bill, rompiendo por fin el silencio.

—En las cloacas —agregó Stan.

Y todos dieron un respingo, ante un ruido súbito y áspero. Eddie, con una sonrisa de culpabilidad, volvió a dejar el inhalador en su regazo.

Bill asintió.

—Ha-hace unas cuantas n-noches p-p-pregunté a mi pa-pa-dre co-cómo eran las c-c-cloacas.

—Toda esta zona era, originariamente, un pantano —explicó Zack a su hijo—, y los fundadores de la ciudad se las arreglaron para edificar lo que ahora es el centro en la peor parte posible. La sección del canal que corre bajo las calles Main y Center para salir en el parque Bassey es sólo un desagüe que contiene al Kenduskeag. La mayor parte del año, esos desagües están casi vacíos, pero, son importantes cuando se producen inundaciones… —Hizo una pausa, pensando, quizá, que durante la inundación del otoño anterior había perdido a su hijo menor—. A causa de las bombas —concluyó.

—¿Q-q-qué bombas? —preguntó Bill, girando la cabeza sin siquiera darse cuenta. Cuando tartamudeaba en ciertos sonidos, solía despedir saliva sin notarlo.

—Las bombas de drenaje —dijo su padre—. Están en Los Barrens. Son tubos de cemento que sobresalen casi un metro del suelo.

—B-b-ben Ha-hanscom les dice a-a-agujeros Mo-Morlock —dijo Bill, sonriendo.

Zack le devolvió la sonrisa…, pero era apenas una sombra de sus sonrisas de antes. Estaban en el taller, donde Zack hacía clavijas para sillas sin mayor interés

—En realidad, son sólo bombas de sumidero —explicó—. Están puestas en cilindros, a unos tres metros de profundidad y bombean el agua residual y la de escurrimiento cuando la inclinación de la tierra se nivela o asciende un poquito. La maquinaria es vieja: habría que cambiarla, pero cuando el municipio pide fondos, el concejo siempre dice que no hay. Si me hubieran dado veinticinco centavos por cada vez que he debido meterme allí abajo, hundido hasta las rodillas en excrementos, para rebobinar alguno de esos motores… Pero no tienes por qué oír hablar de estas cosas, Bill. ¿Por qué no vas a mirar la tele? Creo que dan algo bueno.

—Pe-pe-pero me int-interesa —dijo Bill, y no sólo por haber llegado a la conclusión de que había algo terrible bajo Derry, en algún lugar.

—¿Para qué quieres saber sobre las bombas de cloaca? —preguntó Zack.

—U-un inf-informe para la e-e-escuela —dijo Bill, descabelladamente.

—¡Pero si las clases ya terminaron!

—P-p-para el año q-q-que viene.

—Bueno, es un tema muy aburrido —dijo Zack—. Lo más probable es que tu maestro te suspenda por hacerlo dormir. Mira, éste es el Kenduskeag. —Dibujó una línea recta en la leve capa de aserrín que cubría el banco de carpintero—. Aquí están Los Barrens. Ahora bien, como el centro es más bajo que las zonas residenciales, como las calles Kansas, Old Cape o Broadway Oeste, casi todas las aguas residuales del centro deben ser bombeadas para que lleguen al río. Las aguas residuales de las casas bajan en Los Barrens por cuenta propia, ¿ves?

—S-s-sí —dijo Bill, acercándose para mirar las líneas hasta que su hombro quedó contra el brazo de su padre.

—Algún día se prohibirá esto de bombear al río desechos sin procesar y entonces se acabará todo esto. Por el momento, tenemos bombas en ésos… ¿cómo les llama tu amigo?

—Agujeros Morlock —dijo Bill, sin tartamudear en absoluto. Ni él ni su padre se dieron cuenta.

—Sí. Para eso son las bombas de los agujeros Morlock, como te decía, y funcionan bastante bien, salvo cuando llueve demasiado y se desbordan los arroyos. Porque, aunque los desagües de gravedad y las cloacas con bombas deberían ser sistemas separados, en realidad se entrecruzan por toda la zona. ¿Lo ves? —Dibujó una serie de cruces que irradiaban desde la línea que representaba al Kenduskeag. Bill asintió—. Bueno, lo único que necesitas saber sobre desagües es que el agua va donde puede. Cuando sube mucho, comienza a llenar los desagües, además de las cloacas. Cuando el agua de los desagües sube al punto de llegar a esas bombas, se producen cortocircuitos. Eso me complica la vida, porque a mí me toca arreglarlas.

—¿Q-q-qué tam-tamaño t-t-tienen las c-cloacas y los des-desagües, papá?

—¿Te refieres al diámetro?

Bill asintió.

—Las cloacas principales pueden tener hasta un metro ochenta de diámetro. Las secundarias, que vienen de las zonas residenciales, un metro veinte, uno y medio, calculo; tal vez las haya algo más grandes. Y te voy a decir una cosa, Billy, y repítesela a tus amigos: no entréis nunca en esos tubos, ni para jugar ni por una prenda ni por motivo alguno.

—¿Por qué?

—Desde 1885, más o menos, hubo diez o doce gobiernos diferentes que las fueron construyendo. Durante la Depresión se instaló todo un sistema secundario de drenaje y otro terciario de cloacas; por entonces había mucho dinero para obras públicas. Pero los tíos que se encargaron de esos proyectos murieron en la Segunda Guerra Mundial y, unos cinco años después, el departamento de aguas descubrió que los planos habían desaparecido en su mayor parte. Unos cuatro kilos de planos desaparecieron sin dejar rastro entre 1937 y 1950. Eso quiere decir que nadie sabe a dónde van esas malditas tuberías ni por qué.

»Mientras funcionan, a nadie le importa. Cuando dejan de funcionar, el departamento de aguas envía a tres o cuatro pobres tíos que deben descubrir qué bomba se estropeó o dónde está el atascamiento. Y cuando bajan, más les vale prepararse. Está oscuro, huele mal y hay ratas. Todos son buenos motivos para no meterse, pero hay otro más importante: que uno puede perderse. No sería la primera vez.

Perdidos debajo de Derry. Perdidos en las cloacas. Perdidos en la oscuridad. La idea era tan horrible, tan escalofriante, que Bill enmudeció por un momento. Luego dijo:

—Pero ¿nunca ma-ma-mandaron a alguien para que hiciera un mapa…?

—Tengo que terminar estas clavijas —dijo Zack abruptamente, volviéndole la espalda—. Ve a ver qué echan por la tele.

—Pe-pe-pero, pa-papá…

—Anda, Bill.

Y Bill sintió otra vez la frialdad. Esa frialdad convertía las cenas en una especie de tortura mientras su padre hojeaba publicaciones especializadas en electricidad (quería conseguir un ascenso para el año siguiente) y su madre leía sus interminables novelas de misterio británicas: Marsh, Sayers, Innes, Allingham. Comiendo en esa frialdad, la comida perdía su sabor; era como comer cenas congeladas que nunca habían visto el horno. A veces, después, subía a su dormitorio y se tendía en la cama sujetando su contraído estómago y pensaba: Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los espectros. Pensaba en eso cada vez más desde la muerte de Georgie, aunque hacía dos años que su madre le había enseñado el trabalenguas. En su mente había tornado un sentido de talismán: el día en que pudiese acercarse a su madre y pronunciar esa frase sin tartamudear ni detenerse, mirándola a los ojos, la frialdad se disiparía y a ella se le iluminarían los ojos y lo abrazaría, diciendo: «¡Magnífico, Billy! ¡Qué bien, qué bien!».

Naturalmente, no había contado eso a nadie. No habrían podido arrancárselo ni arrastrándolo con caballos salvajes; ni el potro ni el látigo le habrían hecho renunciar a esa fantasía secreta que guardaba en el centro mismo de su corazón. Si llegaba a pronunciar esa frase, la que ella le había enseñado como por casualidad, una mañana de sábado, mientras él y Georgie veían dibujos animados en la tele, eso sería como el beso que había despertado a la Bella Durmiente de su frío sueño para volverla al cálido mundo del amor del Príncipe Azul.

Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los espectros.

Tampoco lo contó a sus amigos aquel 3 de julio. En cambio, les explicó lo que su padre le había dicho sobre los sistemas cloacales y de desagüe de Derry. Era un niño al que las invenciones le surgían fácil y naturalmente (a veces, con más facilidad que la verdad); por lo tanto, la escena que pintó fue muy diferente de la que había servido de marco a la conversación: él y su padre, dijo, habían estado viendo la tele y tomando café juntos.

—¿Tu padre te deja tomar café? —preguntó Eddie.

—P-p-por sup-supuesto.

—Oh —exclamó Eddie—. Mi madre no me deja. Dice que la cafeína es peligrosa. —Hizo una pausa—. Pero ella toma a montones.

—Mi padre me deja tomar café, si quiero —dijo Beverly—. Pero si supiera que fumo, me mataría.

—¿Por qué estáis tan seguros de que está en las cloacas? —preguntó Richie, mirando alternativamente a Bill y a Stan Uris.

—P-p-porque t-t-todo apunta allí —dijo Bill—. L-l-las voces que oyó Be-be-beverly ve-venían del sumidero. Y la s-s-sangre. C-cuando el pa-payaso nos p-p-persiguió, esos b-botones naranja estaban junto a una b-b-boca de a-alcantarilla. Y Ge-georgie…

—No era un payaso, Gran Bill —dijo Richie—. Ya te lo he dicho. Ya sé que parece una locura, pero era un hombre-lobo. —Miró a los otros, a la defensiva—. Lo juro. Yo lo vi.

Bill dijo:

Para ti fue un hom-b-b-bre-l-l-lobo.

—¿Eh?

—¿N-no te das c-c-cuenta? Ti viste un homb-bre-l-l-lobo por la pe-película que d-d-dieron en el A-a-aladdin.

—No entiendo.

—Creo que yo sí —apuntó Ben, en voz baja.

—F-f-fui a la bi-biblioteca y lo b-b-busqué —insistió Bill—. Creo que es un gl-gl… —Hizo una pausa, forzando la garganta, y lo escupió—: Glamour.

—¿Clamor? —preguntó Eddie, dubitativo.

G-g-glamour —corrigió Bill—. Con G de g-g-gato.

Les habló de lo que decía la enciclopedia sobre el tema y sobre un capítulo que había leído en cierto libro llamado La verdad de la noche. El glamour, les dijo, era el nombre gaélico de la criatura que estaba asolando Derry; otras razas y otras culturas tenían nombres diferentes para designarlo, pero todos significaban lo mismo. Los indios de las llanuras lo llamaban manitú; a veces tomaba la forma de un puma, un alce o un águila. Esos mismos indios creían que, a veces, el espíritu de un manitú podía entrar en una persona; en esos casos, ellos podían dar a las nubes la forma de los animales que daban nombre a sus casas. Los himalayos le llamaban tallus o taelus; era un ser mágico y maligno que podía leer los pensamientos y asumir la forma de aquello que uno más temía. En Europa central se lo había llamado eylak, hermano del vurderlak o vampiro. En Francia era le loup-garou, «el que cambia de piel», concepto torpemente traducido por hombre-lobo. Pero Bill les dijo que le loup-garou (que él pronunciaba «le lup-garú») podía convertirse en cualquier cosa: en lobo, halcón, oveja y hasta en bicho.

—¿Y alguno de esos libros decía cómo vencer a un glamour? —preguntó Beverly.

Bill hizo un gesto de asentimiento, pero no parecía muy esperanzado.

—Los him-himalayos tenían un ri-ri-rito para de-de-deshacerse de e-e-él, pero es as-asqueroso.

Lo miraron. No querían oírlo, pero era preciso.

—Ses-se llamaba ri-rito de Ch-Chüd —dijo Bill, y pasó a explicarlo.

El santón de los himalayos rastreaba al taelus. El taelus sacaba la lengua. Entonces uno hacía lo mismo. Se superponían las lenguas y los dos mordían con fuerza, hasta quedar como injertados, ojo contra ojo.

—Ay, tengo ganas de vomitar —dijo Beverly, rodando en la tierra.

Ben le dio una palmadita vacilante en la espalda; luego miró alrededor para ver si alguno se había dado cuenta. Nadie; los otros miraban a Bill, hipnotizados.

—¿Y entonces? —preguntó Eddie.

—B-b-bueno, pa-parece una l-l-locura, pero el libro d-d-dice que entonces empezaban a c-c-contar chi-chistes y adivinanzas.

¿Qué? —exclamó Stan.

Bill asintió, con la cara del periodista que desea hacer saber, sin decirlo directamente, que no es él quien fabrica la noticia, que se limita a transmitirla.

—A-Así. Pri-primero el monstruo, el t-t-taelus, c-cuenta uno; des-después el santón, y así, p-p-por tu-turnos…

Beverly volvió a sentarse, con las rodillas contra el pecho y las manos cruzadas a la altura de las pantorrillas.

—No me explico cómo pueden hablar con las lenguas… clavadas de ese modo.

Richie, inmediatamente, sacó la lengua, la sujetó con los dedos y entonó:

—¡Mi padre trabaja en un cagadero!

Eso los hizo reír a todos a carcajadas, aunque en el fondo era un chiste muy tonto.

—A-a-a lo m-mejor era por t-t-telepatía. P-p-pero s-si el hu-hu-humano reía pri-primero, a ppp-esar del do-do-do…

—¿Dolor? —preguntó Stan.

Bill asintió.

—… entonces el taelus lo ma-ma-mataba y se lo c-c-comía. El alma, supongo. P-p-pero si el ho-hombre hacía reír p-p-primero al t-taelus, él se tenía que ir lejos p-p-por ci-cien a-a-años.

—Y el libro, ¿no dice de dónde viene algo así? —preguntó Ben.

Bill negó con la cabeza.

—¿Te crees algo de todo eso? —preguntó Stan, como si quisiera burlarse, pero sin hallar fuerza mental ni moral para hacerlo.

Bill se encogió de hombros.

—C-c-c-casi lo c-creo.

Parecía a punto de decir algo más, pero meneó la cabeza y guardó silencio.

—Eso explica muchas cosas —dijo Eddie, lentamente—. El payaso, el leproso, el hombre-lobo… —Miró a Stan—. Y los niños muertos, también, supongo.

—Este trabajo es a medida para Richard Tozier —dijo Richie, con la voz de locutor de noticiero cinematográfico—. El hombre de los mil chistes y los seis mil acertijos.

—Si te lo encargáramos a ti, nos mataría a todos —dijo Ben—. Lentamente. Con gran sufrimiento.

Todos volvieron a reír.

—Bueno, pues entonces ¿qué hacemos? —inquirió Stan.

Una vez más, Bill sólo pudo mover la cabeza… y sintió que casi lo sabía. Stan se levantó.

—Vámonos a otra parte —dijo—. Se me está durmiendo el culo.

—A mí me gusta estar aquí —dijo Beverly—. Hay sombra y se está bien. —Echó un vistazo a Stan—. Supongo que quieres hacer cosas de críos, como ir al vertedero a romper botellas a pedradas.

—A mí me gusta romper botellas a pedradas —dijo Richie, levantándose junto con Stan—. Es que llevo dentro a un James Dean, nena. —Se levantó el cuello de la camisa y empezó a caminar a grandes pasos, como Dean en Rebelde sin causa—. Me hacen sufrir —dijo, con cara de malhumor, rascándose el pecho—. Ya entiendes, claro. Mis padres. La escuela. La so-cie-DAD. Todos. Son las presiones, nena. Es…

—Es una porquería —dijo Beverly, con un suspiro.

—Tengo algunos cohetes —dijo Stan.

Todos se olvidaron de los glamoures, los manitúes y la mala imitación de Richie al ver el paquete de cohetes que Stan acababa de sacar de su bolsillo. Hasta Bill quedó impresionado.

—P-por Dios, St-St-Stan, ¿de d-d-dónde los has sacado?

—Me los dio ese chico gordo con el que voy a la sinagoga algunas veces. Se los cambié por revistas de Superman y La pequeña Lulú.

—¡Vamos a hacerlos estallar! —exclamó Richie, feliz hasta la apoplejía—. Vamos a hacerlos estallar, Stanny, y no le diré a nadie que tú y tu papá mataron a Jesucristo, lo prometo, ¿qué te parece? Diré que tienes la nariz pequeña, Stanny. ¡Les diré que no estás circuncidado!

Ante eso, Beverly empezó a chillar de risa. Parecía estar muy cerca de la apoplejía, ella también, y se cubrió la cara con las manos. Bill rió. Eddie rió. Al cabo de un momento, hasta Stan los imitó. Esas risas flotaron sobre la ancha corriente del Kenduskeag, en aquella víspera del día de la Independencia; era un sonido de verano, brillante como rayos de sol rebotando en el agua. Ninguno de ellos vio los ojos naranja que los miraban fijamente desde un matorral de espinos y moras silvestres, a la izquierda. Esas zarzas cubrían la ribera a lo largo de diez metros. En el centro había un agujero Morlock. Era desde ese tubo de cemento sobresaliente que miraban aquellos ojos, del diámetro de barriles.

5

Si Mike tropezó con Henry Bowers y su no muy alegre banda aquel mismo día, fue por ser víspera del glorioso 4 de julio. La escuela religiosa tenía una banda en la que Mike tocaba el trombón. El día 4, la banda marcharía en el desfile anual tocando himnos y marchas. Era una ocasión que Mike esperaba ansiosamente desde hacía más de un mes.

Fue caminando al último ensayo porque su bicicleta tenía la cadena salida. Debía estar allí a las dos y media, pero salió de su casa a la una, porque quería limpiar su trombón, guardado en la sala de música, hasta que brillara. Aunque sus ejecuciones no eran mucho mejores que las voces de Richie, le gustaba el instrumento; cuando se sentía triste, media hora de trombonazos le animaba a la perfección. Llevaba en un bolsillo una lata de pulidor de metales y, colgando de la cadera, dos o tres trapos limpios. Nada más lejos de sus pensamientos que la existencia de Henry Bowers.

Si hubiera echado un vistazo atrás al aproximarse a Neibolt Street, todo habría cambiado, pues allí estaban Henry, Victor, Belch, Peter Gordon y Moose Sadler, detrás de él, a lo ancho de toda la carretera. Y si ellos hubieran salido de la casa de Bowers cinco minutos después, cuando Mike estuviese ya fuera de vista, tras la loma siguiente, la apocalíptica batalla a pedradas y todo lo que siguió habrían sucedido de otro modo o nada de todo eso habría pasado.

Pero fue el mismo Mike, años después, quien sugirió que ninguno de ellos, tal vez, era dueño de sus propios actos en los eventos de ese verano; que si la suerte y el libre albedrío hubieran desempeñado algún papel, había sido ínfimo. Señalaría varias coincidencias sospechosas en aquel almuerzo del reencuentro, pero había una, al menos, de la que él no tenía conciencia.

Aquel día, la reunión en Los Barrens se interrumpió cuando Stan Uris sacó los cohetes y el Club de los Perdedores se encaminó al vertedero para hacerlos estallar. Mientras tanto, Victor, Belch y los otros habían ido a la granja de los Bowers porque Henry tenía cohetes, buscapiés y M-80 (cuya posesión se convertiría en delito pocos años después). Los gamberros pensaban bajar a la carbonera del patio del ferrocarril para hacerlos estallar.

Ninguno de ellos, ni siquiera Belch, iba a la granja de los Bowers en circunstancias ordinarias, principalmente porque el padre de Henry estaba loco, pero también porque siempre terminaban ayudando a Henry con sus trabajos: arrancar hierbas, recoger interminablemente las piedras, cortar leña, cargar agua, enfardar heno y cosechar lo que estuviese maduro en ese momento. Esos chicos no eran alérgicos al trabajo exactamente, pero bastante tenían que hacer en sus propias casas sin necesidad de sudar por el chiflado de Butch, a quien no le importaba mucho quién recibiese sus golpes. Una vez había pegado a Victor Criss con un leño por dejar caer un cesto de tomates que llevaba al puesto de la carretera. Recibir un leñazo no era nada agradable, pero lo peor era que Butch Bowers había canturreado: «¡Voy a matar a todos los japoneses! ¡Voy a matar a todos los japoneses, qué joder!», mientras le pegaba.

Belch Huggins, tonto como era, había sabido expresarlo perfectamente al decir a Victor cierta vez, dos años antes: «Con los locos no se jode». Y Victor, riendo, había estado de acuerdo.

Pero el canto de sirena de esos cohetes había sido irresistible.

—Te propongo una cosa, Henry —dijo Victor, cuando Henry lo llamó, a las nueve de la mañana, para invitarlo—. Nos encontramos en la carbonera a eso de la una. ¿Qué te parece?

—Si vas a la carbonera a eso de la una no me encontrarás —respondió Henry—. Tengo demasiado que hacer. Si apareces a las tres, me encontrarás. Y el primer M-80 te estallará directamente en el culo, Vic.

Vic, tras una breve vacilación, accedió a ayudarlo.

Los otros también fueron. Entre los cinco, todos chicos corpulentos que trabajaron como esclavos, las tareas estuvieron terminadas en las primeras horas de la tarde. Cuando Henry preguntó a su padre si podía irse, Bowers se limitó a mover lánguidamente la mano. Ya se había instalado en el porche trasero para pasar la tarde con una botella de sidra junto a la mecedora y la radio portátil en la barandilla (esa tarde, los Red Sox jugaban con los Senators de Washington, perspectiva que habría dado escalofríos a cualquiera que no estuviera loco de atar). Cruzada sobre el regazo tenía una espada japonesa desenvainada, recuerdo de la guerra que, según contaba, había arrancado al cuerpo de un japonés moribundo, en la isla de Tarawa (en realidad, la había cambiado por seis botellas de cerveza y tres cigarrillos de marihuana, en Honolulu). En aquellos tiempos, Butch siempre sacaba su espada cuando bebía. Y como todos los chicos, incluido su propio hijo, estaban secretamente convencidos de que, tarde o temprano, atacaría a alguien con ella, lo mejor era poner distancia cuando aparecía en el regazo de Butch.

Los chicos acababan de salir a la carretera cuando Henry divisó a Mike Hanlon, allá delante.

—¡Es el negro! —dijo, con los ojos encendidos como los de un niño que espera la inminente llegada de Papá Noel.

—¿El negro? —Belch Huggins parecía desconcertado, porque muy rara vez veía a los Hanlon. De pronto, sus ojos turbios se iluminaron—. ¡Ah, el negro, sí! ¡Vamos a atraparlo, Henry!

Belch salió en un galope atronador. Los otros iban a seguirlo cuando Henry lo sujetó y tiró de él hacia atrás. Henry tenía más experiencia que sus compañeros tratándose de perseguir a Mike Hanlon; sabía que atraparlo no era cosa fácil. Ese negrito corría, sí.

—No nos ve. Caminemos rápido hasta que nos descubra. Así acortaremos la distancia.

Así lo hicieron. Para un observador habría podido ser divertido: los cinco parecían participantes en esa peculiar competencia olímpica del decathlón. La respetable tripa de Moose Sadler subía y bajaba bajo la remera. La cara de Belch iba cubierta de sudor y no tardó en ponerse roja. Pero la distancia entre ellos y Mike se acortaba: doscientos metros, ciento cincuenta, cien… Y hasta ese momento, el negrito sambo no había mirado hacia atrás. Se lo oía silbar.

—¿Qué le vas a hacer, Henry? —preguntó Victor Criss, en voz baja.

Parecía sólo interesado, pero en verdad estaba preocupado. En los últimos tiempos, Henry lo preocupaba cada vez más. No le molestaba que quisiera dar a Hanlon una paliza, desgarrarle la camisa o arrojar sus pantalones a la rama de un árbol, pero no estaba muy seguro de que fuera eso lo que Henry tenía pensado. Ese año habían tenido varios encuentros desagradables con los niñatos de la escuela primaria municipal a los que su amigo llamaba «las mierditas secas». Henry estaba acostumbrado a dominarlos y aterrorizarlos, pero desde marzo venían burlándolo una y otra vez. Habían perseguido a uno de ellos, Tozier, el cuatro-ojos, hasta Freese, sólo para perderlo cuando parecían tenerlo seguro. Y en el último día de clases, el chico Hanscom…

Pero a Victor no le gustaba pensar en eso.

Lo que le preocupaba era esto, simplemente: que Henry pudiera llegar DEMASIADO LEJOS. Qué era DEMASIADO LEJOS, prefería no pensarlo. Pero su intranquilo corazón planteaba la pregunta, de cualquier modo.

—Lo atraparemos y lo llevaremos a la carbonera —dijo Henry—. Tengo pensado ponerle un par de cohetes en los zapatos para ver si baila.

—Pero los M-80 no, Henry, ¿eh?

Si Henry pretendía algo así, Victor se largaría. Con un M-80 en cada zapato, ese negro perdería los pies, y eso si era llegar DEMASIADO LEJOS.

—De ésos tengo sólo cuatro —dijo Henry, sin apartar la vista de la espalda de Mike Hanlon. La distancia se había reducido a setenta y cinco metros, de modo que habló en voz baja—. ¿O te crees que voy a desperdiciar dos en un negro roñoso?

—No, Henry, claro.

—Le pondremos sólo un par de cohetes en los zapatos —dijo Henry—. Después lo dejaremos desnudo y arrojaremos la ropa a Los Barrens. A lo mejor, al ir a buscarla se enreda en hidra venenosa.

—También podemos revolcarlo en el carbón —dijo Belch. Sus ojos, antes opacos, estaban relucientes—. ¿Te parece bien, Henry? ¿No es bárbaro?

—Bárbaro, sí —respondió el otro, de un modo indiferente que a Victor no terminó de gustarle—. Lo revolcaremos en el carbón tal como lo revolqué en el barro la vez pasada. Y… —Henry sonrió, mostrando los dientes que ya empezaban a estropearse, aunque sólo tenía doce años—. Tengo que decirle algo. Creo que la vez pasada no me oyó.

—¿De qué se trata, Henry? —preguntó Peter. Peter Gordon sólo sentía interés y entusiasmo. Provenía de una de las «buenas familias» de Derry. Vivía en Broadway Oeste y, dentro de dos años, lo enviarían al instituto de Groton… por lo menos, eso creía él, aquel 3 de julio. Era más inteligente que Vic Criss pero como no llevaba mucho tiempo en el grupo, no se daba cuenta del modo en que Henry iba degenerando.

—Ya te enterarás —dijo Henry—. Ahora cállate, que nos estamos acercando.

Estaban a veinticinco metros de Mike. Henry iba a abrir la boca para ordenar el ataque cuando Moose Sadler disparó el primer cohete del día. Moose había comido tres platos de judías la noche anterior y el pedo sonó casi tan fuerte como un disparo.

Mike se volvió. Henry vio que dilataba los ojos.

—¡Cogedlo! —aulló.

Mike permaneció petrificado por un instante. Luego salió a toda carrera para salvar la vida.

6

Los Perdedores se abrieron paso entre los bambúes de Los Barrens en este orden: Bill, Richie; Beverly, que caminaba esbelta y bonita con sus vaqueros y su blusa blanca, sin mangas; Ben, que trataba de no bufar demasiado (aunque ese día hacia más de 27 grados, se había puesto una de sus sudaderas holgadas); Stan, y Eddie, que cerraba la marcha, con la boca de su inhalador asomando por el bolsillo delantero.

Bill había caído en una fantasía de «safari en la jungla», como solía ocurrir cuando caminaba por esa parte de Los Barrens. Las cañas, altas y blancas, limitaban la visibilidad al sendero que ellos habían abierto. La tierra era negra y elástica, con parches mojados que era preciso esquivar o pasar de un salto, si uno no quería embarrarse los zapatos. Los charcos de agua estancada tenían extraños colores desteñidos de arco iris. En el aire flotaba un hedor compuesto a medias por el vertedero y la vegetación podrida.

Bill se detuvo en un recodo del Kenduskeag y se volvió hacia Richie.

—T-t-tigre adelante, T-t-tozier.

Richie, con un gesto de asentimiento, giró hacia Beverly.

—Un tigre —susurró.

—Un tigre —repitió ella a Ben.

—¿Comehombres? —preguntó Ben, conteniendo el aliento para no jadear.

—Está cubierto de sangre —fue la respuesta.

—Tigre comehombres —murmuró Ben a Stan.

Y éste pasó la noticia a Eddie, cuyo flaco rostro estaba extático de entusiasmo.

Desaparecieron en el cañaveral dejando mágicamente desierto el sendero de tierra negra que lo recorría en curva. El tigre pasó frente a ellos y todos lo tuvieron casi a la vista: pesado, tal vez doscientos kilos, todo músculos que se movían con gracia y potencia bajo la seda de su pelaje a rayas. Casi vieron sus ojos verdes y las motas de sangre que le rodeaban el hocico después del último grupo de guerreros pigmeos que se había comido vivos.

Las cañas repiquetearon levemente, con un ruido a un tiempo musical y fantasmagórico, y todo volvió a quedar en silencio. Podría haber sido un soplo de la brisa estival… o el paso de un tigre africano, camino a la parte de Los Barrens que daba a Old Cape.

—Se ha ido —dijo Bill.

Soltó el aliento contenido y volvió al sendero. Los otros lo imitaron.

Richie era el único que estaba armado: mostró una pistola detonadora con la culata envuelta en cinta aislante y dijo, ceñudo:

—Si te hubieras apartado, Bill, habría podido abatirlo de un tiro.

Y se ajustó las gafas viejas al puente de la nariz con la boca del arma.

—Hay wa-wa-watusis por aquí —explicó Bill—. No puedes arries-arriesgarte a q-q-que se oiga el disparo. ¿Q-q-quieres que nos c-c-caigan encima?

—Ya —murmuró Richie, convencido.

Bill les indicó que siguieran con un ademán del brazo y todos volvieron a avanzar por el sendero que se estrechaba al terminar el cañaveral. Salieron a la ribera del Kenduskeag donde había una serie de piedras grandes para cruzar el río. Ben les había enseñado a colocarlas. Se cogía una piedra grande y se la dejaba caer en el agua; luego se buscaba otra y se la dejaba caer, estando de pie en la primera y así sucesivamente, hasta que se había cruzado el río (que allí, a esa altura del año, tenía sólo treinta centímetros de profundidad y mostraba bancos de arena en los bajíos) sin haberse mojado los pies. El truco era tan simple que parecía cosa de niños, pero a nadie se le había ocurrido hasta que Ben lo explicó. Tenía habilidad para ese tipo de cosas, pero lo demostraba sin hacer que uno se sintiera estúpido.

Bajaron por la orilla en fila india y empezaron a cruzar por los secos lomos de las piedras allí plantadas.

—¡Bill! —exclamó Beverly, con urgencia.

Él quedó inmediatamente petrificado, sin mirar atrás, con los brazos tendidos. El agua carcajeaba en derredor.

—¿Qué pasa?

—¡Allí hay pirañas! Hace dos días las vi comerse una vaca entera. El animal cayó y, un minuto después, sólo quedaban los huesos. ¡No vayas a caerte!

—Está bien —dijo Bill—. Con cuidado, hombres.

Avanzaron tambaleándose de piedra en piedra. En el momento en que Eddie Kaspbrak llegaba al medio, un tren de mercancías pasó por el terraplén y el súbito soplo de su silbato lo hizo vacilar, casi perdido el equilibrio. Miró el agua brillante y, por un momento, entre los destellos de sol que arrojaban dardos de luz a sus ojos, creyó ver las pirañas. No eran parte de la mentira que componía la fantasía selvática de Bill: de eso estaba seguro. Los peces que veía eran como grandes carpas, con feas mandíbulas de bagre. De entre los labios gruesos asomaban dentaduras de serrucho; al igual que las carpas, eran naranja. Tan naranja como los pompones que solían lucir los payasos en sus trajes.

Y nadaban en círculos en el agua poco profunda, dando dentelladas.

Eddie agitó los brazos. Me caigo —pensó—, me voy a caer y me comerán vivo.

En eso, Stanley Uris lo sujetó con firmeza por la muñeca y lo devolvió al centro de gravedad.

—Te salvaste por poco —dijo—. Si te hubieras caído, tu madre te habría dado una buena.

Por una vez, nada estaba tan lejos de la mente de Eddie como su madre. Los otros ya habían llegado a la ribera opuesta y contaban los vagones del tren. Eddie miró a Stan a los ojos, fijamente, como enloquecido. Después volvió la vista al agua. Vio una bolsa de patatas fritas que pasaba danzando, pero nada más. Miró otra vez a Stan.

—Stan, he visto…

—¿Qué?

Eddie sacudió la cabeza.

—Nada, supongo. Estoy sólo un poco

(pero estaban allí, si que estaban, yo los vi y me habrían comido vivo)

sobresaltado. El tigre, supongo. Sigamos.

Esa ribera occidental del Kenduskeag, la de Old Cape, era un pantano durante la estación lluviosa y el deshielo de primavera, pero no se habían producido lluvias fuertes en las últimas dos semanas y el barro se había secado formando una extraña superficie resquebrajada, de la que brotaban varios de esos cilindros de cemento, arrojando pequeñas sombras. A unos veinte metros de distancia, una tubería de cemento sobresalía sobre la corriente vertiendo un fino chorro de agua parda, de feo aspecto.

Ben dijo, en voz baja:

—Esto da miedo.

Y los otros asintieron.

Bill los condujo por la ribera seca hasta los densos matorrales, donde se oía el zumbido de los insectos. De vez en cuando, un fuerte batir de alas anunciaba el despegue de un pájaro. Una ardilla se les cruzó en el camino. Unos cinco minutos después, cuando se acercaban al pequeño barranco que custodiaba el lado ciego del vertedero, pasó una rata grande con un trozo de celofán prendido de los bigotes; cruzó frente a Bill y siguió en su carrera secreta por una microcósmica espesura que le pertenecía sólo a ella.

El olor del vertedero les llegaba ahora claro y penetrante. Una columna de humo negro se elevaba al cielo. La tierra, aún muy cubierta de vegetación, excepto el sendero estrecho, empezó a cubrirse de desechos. Bill llamaba a eso «caspa de vertedero», cosa que encantaba a Richie. Al oírlo por primera vez, había reído casi hasta las lágrimas. «Deberías anotarlo, gran Bill; es realmente buenísimo».

Trozos de papel, prendidos en las ramas, ondulaban y flameaban como estandartes baratos. Aquí se veía el destello plateado del sol estival, reflejado en varias latas que cubrían el fondo de un hoyo verde y enredado; allá, otros rayos, más cálidos, rebotaban en una botella de cerveza. Beverly divisó una muñeca de plástico, tan rosado que casi parecía hervido. Lo recogió, pero volvió a arrojarlo con un gritito al ver los escarabajos grisáceos que pululaban bajo su falda mohosa y por sus piernas podridas. Se frotó los dedos en el vaquero.

Subieron a lo más alto del barranco para mirar el vertedero.

—Oh, mierda —dijo Bill, hundiendo las manos en los bolsillos, mientras los otros se reunían alrededor.

Ese día estaban quemando el extremo norte, pero allí, en esa parte, estaba el encargado, (era Armando Fazio, «Mandy» para los amigos, hermano soltero del portero de la escuela municipal) arreglando la excavadora D-9 de la Segunda Guerra Mundial que usaba para amontonar la basura antes de quemarla. Se había sacado la camisa. La gran radio portátil, instalada bajo la lona que sombreaba el asiento, transmitía los prolegómenos del partido Red Sox - Senators.

—Por aquí no se puede bajar —reconoció Ben.

Mandy Fazio no era mala persona, pero cuando veía a algún chico en el vertedero, lo ahuyentaba de inmediato: por las ratas, por el veneno que sembraba periódicamente para disminuir su procreación, por la posibilidad de cortes, caídas y quemaduras…, pero, sobre todo, porque el vertedero no le parecía buen sitio para los niños.

«¡Qué buenos que sois! —gritaba a los chicos que iban al vertedero con sus rifles para disparar contra las botellas (las ratas o las gaviotas) o atraídos por la exótica fascinación de los hallazgos: se podía encontrar un juguete que aun funcionara, una silla remendable para un club infantil o un televisor viejo que aún tuviese el tubo intacto; cuando se lo rompía con una piedra, la explosión era muy satisfactoria—. ¡Qué buenos que sois! —aullaba Mandy, no porque estuviese furioso, sino porque era sordo, y no usaba audífono—. ¿No os enseñan vuestros padres a ser buenos? ¡Los niños buenos no juegan en el vertedero! ¡Id al parque! ¡Id a la biblioteca! ¡Id al centro municipal a jugar al hockey! ¡Sed buenos!».

—No —dijo Richie—. Parece que en el vertedero no se puede.

Se sentaron por un rato, para ver cómo trabajaba Mandy en su excavadora, con la esperanza de que se fuera, pero sin tomarla en serio; la presencia de la radio sugería que Mandy pensaba quedarse allí toda la tarde. Eso habría fastidiado al mismo Papa, pensó Bill, porque no había mejor sitio para disparar cohetes. Se los podía poner bajo envases de hojalata y ver cómo volaban por el aire, o encender las mechas y dejarlos caer en una botella, y de inmediato poner pies en polvorosa. Las botellas no siempre estallaban, pero habitualmente sí.

—Ojalá tuviésemos algunos cohetes M-80 —suspiró Richie, sin saber que muy pronto le arrojarían uno a la cabeza.

—Dice mi madre que la gente debe conformarse con lo que tiene —dijo Eddie, con tanta solemnidad que todos rieron.

Cuando pasó la risa, todos volvieron la vista hacia Bill.

Él pensó por un rato y dijo:

—C-c-conozco otro l-lugar. En el e-e-extremo de Los Ba-barrens, junto a las ví-vías del f-f-ferrocarril, hay un fo-foso de g-g-grava…

—¡Sí! —exclamó Stan, levantándose—. ¡Lo conozco! ¡Eres un genio, Bill!

—Allí sí que harán eco —dijo Beverly.

—Bueno, vamos —dijo Richie.

Y los seis, faltando uno para el número mágico, caminaron a lo largo del barranco que rodeaba el vertedero. Mandy Fazio levantó la vista y los vio recortados contra el cielo azul, como indios que salieran de cacería. Pensó darles un grito porque Los Barrens no eran buen lugar para los chicos, pero volvió a su trabajo. Por los menos, no estaban en su vertedero.

7

Mike Hanlon pasó corriendo junto a la escuela religiosa sin detenerse y voló por Neibolt Street hacia las vías del ferrocarril. En los ferrocarriles había un portero, pero el señor Gendron era muy viejo y aún más sordo que Mandy Fazio. Además, en verano le gustaba pasar la mayor parte del día durmiendo en el sótano, junto a la caldera silenciosa, tendido en una derrengada tumbona, con el Derry News en el regazo. Mike podía gastarse el puño y la voz golpeando la puerta y llamando al viejo para que le dejase entrar; Henry Bowers lo alcanzaría y le arrancaría la cabeza.

Así que siguió corriendo.

Pero no a ciegas; trataba de hacerlo con ritmo, dominando la respiración, sin exigirse a fondo. Henry, Belch y Moose Sadler no le ofrecían problemas. Aun cuando estaban frescos, corrían como búfalos heridos. Victor Criss y Peter Gordon, en cambio, eran mucho más veloces. Al pasar junto a la casa donde Bill y Richie habían visto al payaso (o al hombre-lobo), echó una mirada atrás y se alarmó al comprobar que Peter Gordon estaba reduciendo la distancia. Le sonreía alegremente, con una sonrisa deportiva y juguetona, y Mike pensó: ¿Sonreiría así si supiera lo que pasaría si me alcanzaran? ¿O cree que no harán sino tocarme, gritar ¡Tú la llevas!, y correr?

Al aparecer la verja con su letrero, PROPIEDAD PRIVADA - PROHIBIDA LA ENTRADA SO PENA DE PROCESO JUDICIAL, Mike se vio obligado a exigirse a fondo. No había dolor, su respiración era rápida, pero controlada, sabía, sin embargo, que empezaría a dolerle todo el cuerpo si tenía que mantener ese ritmo durante mucho tiempo.

La verja estaba abierta a medias. Echó una segunda mirada atrás y vio que había recuperado un poco de ventaja. Victor iba unos diez pasos más atrás que Peter; los otros, cuarenta o cincuenta metros más allá. Pero le bastó ese vistazo para notar la sombría furia en la cara de Henry.

Pasó por la abertura, giró en redondo y cerró la verja oyendo el chasquido del cerrojo. Un momento después, Peter Gordon se arrojaba contra el alambrado; un segundo más tarde, Victor Criss aparecía a su lado. A Peter se le había borrado la sonrisa, reemplazada por una expresión ceñuda. Buscó a manotazos el picaporte pero no lo había sino por dentro, por supuesto.

Increíblemente, dijo:

—Vamos, chico, abre la verja. Eso es jugar sucio.

—¿Y jugar limpio qué es? —jadeó Mike—. ¿Cinco contra uno?

—Juega limpio —repitió Peter, como si no lo hubiera oído.

Mike miró a Victor y lo notó preocupado. Iba a hablar, pero entonces los otros llegaron a la verja.

—¡Abre, negro! —bramó Henry, mientras empezaba a sacudir el alambrado con tal ferocidad que Peter lo miró, sorprendido—. ¡Abre! ¡Abre ahora mismo!

—No voy a abrir —dijo Mike, tranquilamente.

—¡Abre! —gritó Belch—. ¡Vamos, negro de mierda!

Mike se apartó de la verja; el corazón se le sacudía en el pecho. No recordaba haber tenido nunca tanto miedo, haber estado tan inquieto. Todos se alinearon contra la verja, gritándole; Mike nunca había imaginado que existieran tantos sinónimos de «negro». Reparó apenas en que Henry estaba sacando algo del bolsillo, que encendía un fósforo con la uña del pulgar… y de pronto una llama roja y redonda voló por sobre la alambrada. Se apartó por instinto en el momento en que el cohete estallaba a su izquierda, levantando polvo.

El ruido los acalló a todos por un momento; Mike los miraba, incrédulo, a través de la alambrada y ellos hacían otro tanto. Peter Gordon parecía completamente horrorizado; hasta Belch estaba aturdido.

Ahora le tienen miedo, pensó Mike, súbitamente. Y una voz nueva había dentro de él, quizá, por primera vez: una voz perturbadoramente adulta. «Tienen miedo pero eso no los detendrá. Tienes que escapar, Mikey, porque va a pasar algo. Quizá no todos querrán que pase; Victor no y tal vez Peter Gordon tampoco; pero pasará igual, porque Henry hará que pase. Vete, vete pronto».

Retrocedió dos o tres pasos más. Entonces, Henry Bowers dijo:

—El que mató a tu perro fui yo, negro.

Mike quedó petrificado, como si lo hubieran golpeado en el vientre con un bola de hierro. Miró a Henry Bowers a los ojos y comprendió que ese chico estaba diciendo la simple verdad: él había matado a Mr. Chips.

Ese momento de comprensión le pareció casi eterno; mientras miraba los ojos enloquecidos de Henry, rodeados de sudor, y su cara ennegrecida por la cólera, le pareció comprender muchas cosas por primera vez; la menor de ellas, que Henry estaba mucho más loco de lo que él había imaginado. Comprendió, sobre todas las cosas, que el mundo no era bueno. Fue eso, antes que la noticia en sí, lo que le arrancó el grito:

—¡Maldito cobarde hijo de puta!

Henry emitió un chillido de ira y atacó la alambrada subiendo como un mono, con fuerza brutal que resultaba aterrorizante. Mike aguardó un momento más, por ver si esa voz adulta que había hablado dentro de él decía la verdad. Y sí, decía la verdad, porque tras una pequeñísima vacilación, los otros también empezaron a trepar.

Mike giró en redondo y volvió a correr cruzando las vías del ferrocarril con la sombra acurrucada entre los pies. El mercancías que los Perdedores habían visto cruzar Los Barrens estaba ya muy lejos; no se oía sino la propia respiración de Mike y el tintineo musical de la alambrada. Henry y los otros iban trepando la cerca.

Mike cruzó un triple juego de vías arrojando cenizas con sus zapatillas, hacia atrás. Al cruzar el segundo grupo de rieles, tropezó; en su tobillo se encendió un breve dolor. Se levantó y siguió corriendo. Allá atrás se oyó un golpe seco: Henry había saltado desde lo alto de la alambrada.

—¡Ve preparando el culo, negro! —aulló.

El yo razonador de Mike había decidido que su única posibilidad estaba en Los Barrens. Si lograba llegar hasta allí podría esconderse entre los matojos, en los cañaverales… o, si las cosas llegaban a un punto desesperante, ocultarse en uno de esos tubos de drenaje para esperar a que todo pasara.

Podría hacer todo eso, tal vez…, pero en el pecho tenía una furiosa chispa sin relación alguna con su yo razonador. Comprendía que Henry lo persiguiera a la menor oportunidad, pero lo de Mr. Chips… matar a Mr. Chips¡Mi perro no era un negro, hijo de puta, cobarde de mierda!, pensaba Mike mientras corría y su desconcertada furia iba en aumento.

Luego oyó otra voz, la de su padre: No quiero que te pases la vida huyendo… En resumen, tienes que mirar muy bien dónde pisas. Tienes que preguntarte si Henry Bowers vale la pena…

Mike había estado corriendo en línea recta a través de las vías, rumbo a los cobertizos de almacenamiento. Detrás de ellos, otra alambrada separaba los terrenos del ferrocarril de Los Barrens. Había planeado escalar esa verja y saltar al otro lado, pero en lugar de hacerlo giró bruscamente a la derecha hacia el foso de grava.

El foso se había usado como carbonera hasta 1935, más o menos, a fin de aprovisionar los trenes que pasaban por Derry. Después vinieron las locomotoras Diesel y los trenes eléctricos. Por varios años desapareció el carbón (cuyos restos fueron robados por quienes tenían calderas a carbón). Un contratista local había excavado la grava existente, pero desde su quiebra, en 1955, el pozo estaba desierto. Un desvío de los rieles llegaba hasta allí y volvía a su origen, pero estaba opaco de herrumbre y lleno de hierbas duras entre los durmientes podridos. En el foso mismo crecían los pastos rivalizando con los girasoles por lograr espacio. Y entre la vegetación aún había abundante escoria de carbón.

Sin dejar de correr, Mike se quitó la camisa. Al llegar al borde del foso, miró atrás. Henry iba cruzando las vías con sus compañeros diseminados alrededor. Eso estaba bien, quizá.

Avanzando tan rápido como pudo, con la camisa a modo de bolsa. Mike recogió cinco o seis puñados de terrones duros. Luego volvió hacia la alambrada, balanceando la camisa por las mangas. En vez de trepar por la malla de alambre, apoyó la espalda contra ella y dejó caer el carbón, del que recogió dos trozos.

Henry no vio el carbón; sólo vio que el negro estaba atrapado contra la alambrada. Y corrió hacia él, chillando.

¡Ésta va por mi perro, hijo de puta! —gritó Mike, sin darse cuenta de que había comenzado a llorar.

Arrojó uno de los trozos, que voló en línea recta y golpeó a Henry en la frente con un fuerte ruido y rebotó en el aire. Henry cayó de rodillas y se llevó las manos a la cabeza. La sangre le brotó entre los dedos de inmediato, como por ensalmo.

Los otros se detuvieron, patinando, con idéntica incredulidad estampada en la cara. Henry soltó un agudo grito de dolor y volvió a levantarse, sin dejar de apretarse la cabeza. Mike le arrojó otro trozo de carbón, pero el chico lo esquivó y echó a andar hacia él. Cuando Mike arrojó un tercer trozo, Henry apartó una mano de la frente herida y desvió el proyectil con un gesto casi indiferente. Sonreía de oreja a oreja.

—¡Ah, qué sorpresa te vas a llevar! ¡Qué sorp…! ¡OH DIOS MÍO!

Quiso decir algo más, pero de la boca sólo le brotaban sonidos inarticulados, como gárgaras. Mike había arrojado otro trozo de carbón y éste lo había golpeado directamente en la garganta. Henry volvió a caer de rodillas. Peter Gordon quedó boquiabierto. Moose Sadler tenía la frente arrugada, como si tratara de resolver un difícil problema de matemáticas.

¿Vosotros a qué esperáis? —logró preguntar Henry. La sangre manaba entre sus dedos. Su voz sonaba mohosa y su acento, extranjero—. ¡Atrapadlo! ¡Atrapad a ese asqueroso negro!

Mike no esperó a comprobar si los otros obedecían o no. Dejó caer la camisa y saltó hacia la alambrada. Cuando empezaba a subir, sintió que unas manos ásperas le aferraban el pie. Al mirar hacia abajo, se encontró con la cara contraída de Henry Bowers manchada de sangre y carbón. Liberó su pie de un tirón dejando la zapatilla en manos de Henry. Impulsó la planta descalza contra la cara de Henry y oyó que algo crujía. El otro volvió a aullar y retrocedió, tambaleándose, con la mano contra la nariz que sangraba a chorros.

Otra mano, la de Belch Huggins, le tironeó por un instante de los vaqueros, pero logró liberarse. Pasó una pierna por el borde de la alambrada. Y entonces algo lo golpeó con fuerza cegadora en un lado de la cara. Algo caliente le goteaba por la mejilla. Otras cosas le golpearon en la cadera, en el antebrazo, en el muslo: le estaban arrojando sus propios proyectiles.

Se dejó colgar por un momento, sosteniéndose con las manos y luego cayó, rodando dos veces sobre sí mismo. Allí, el suelo cubierto de pastos duros iba en pendiente; tal vez eso le salvó la vista, hasta la vida: Henry se había acercado otra vez a la alambrada y acababa de arrojar uno de sus cuatro M-80. Estalló con un terrorífico ¡CRRRACK!, que levantó ecos e hizo volar una amplia porción de pasto.

Mike, con los oídos resonantes, dio una voltereta y se levantó, tambaleándose. Ya estaba entre las hierbas altas, en el borde de Los Barrens. Se pasó una mano por la mejilla derecha y la retiró ensangrentada. Eso no lo preocupó mucho; no esperaba salir indemne de esa aventura.

Henry le arrojó un cohete, pero Mike lo vio llegar y lo esquivó sin dificultad.

—¡Vamos a atraparlo! —rugió Henry y empezó a trepar la cerca.

—Coño, Henry, no sé…

Para Peter Gordon, eso había llegado demasiado lejos; por primera vez se encontraba en una situación que, de pronto, se había vuelto salvaje. Las cosas no tenían que ponerse sangrientas, al menos para el bando propio, con las posibilidades tan cómodamente vueltas en favor de uno.

—Será mejor que lo sepas —dijo Henry mirando a Peter desde la mitad de la alambrada. Colgaba allí como una araña con forma humana. Sus ojos doloridos se clavaron en el compañero; la sangre los enmarcaba por ambos lados. La patada de Mike le había roto la nariz, aunque Henry no lo descubriría sino algo después—. Será mejor que lo sepas si no quieres que vaya por ti, mamón.

Los otros empezaron a subir la alambrada; Peter y Victor, con cierta reticencia; Belch y Moose, con tan pocas ganas como antes.

Mike no esperó más. Giró en redondo y corrió hacia la maleza. Henry vociferaba:

—¡Ya te cogeré, negro! ¡Ya te cogeré!

8

Los Perdedores habían llegado al otro lado del foso de grava, que era apenas una enorme depresión en la tierra cubierta de pastos, retirada tres años antes la última carga de grava. Todos se habían reunido alrededor de Stan para observar apreciativamente su paquete de cohetes. En ese momento se oyó la primera explosión. Eddie dio un salto, aún alterado por las pirañas que creía haber visto; no estaba seguro de cómo eran las pirañas de verdad, pero al menos estaba seguro de que no parecían grandes carpas con dientes.

—Tlanquilo, Eddie-san —dijo Richie, con su voz de coolí chino—. Sólo otlos niños tilando petaldos.

—E-e-eso da as-asco, Ri-richie —dijo Bill.

Los otros rieron.

—Tengo que insistir, Gran Bill —dijo Richie—. Siento que, si algún día llego a mejorar, podré conquistar tu amor.

Y arrojó besitos al aire. Bill le apuntó con un dedo. Ben y Eddie, juntos, sonreían.

De pronto, Stan Uris gorjeó una imitación de Paul Anka, espectralmente exacta:

Oh, I’m so young and you’re so old… This my darling I’ve been told…

—¡Sabe cantar! —chilló Richie con su voz de negrito esclavo—. ¡Dios bendito, este muchacho sabe cantar! —Y luego, con la voz de locutor de noticiero cinematográfico—: ¿Quiere firmar aquí, guapo, en la línea de puntos? —Richie rodeó con un brazo los hombros de Stan y lo favoreció con una gigantesca sonrisa—. Te haremos crecer el pelo, muchacho. Te daremos una gui-ta-rra. Te…

Bill le dio dos puñetazos en el brazo, uno tras otro, sin mucha fuerza. Todos estaban entusiasmados por la perspectiva de encender los cohetes.

—Abre los paquetes, Stan —dijo Beverly—. Tengo cerillas.

Todos volvieron a reunirse en círculo mientras Stan abría cuidadosamente el paquete de cohetes. La etiqueta negra tenía exóticas letras chinas y una sobria advertencia que hizo reír a Richie. «No lo sostenga en la mano después de encender la mecha», decía.

—Menos mal que lo advierten —comentó el chistoso—. Yo tenía la costumbre de retenerlos después de encender la mecha. Pensaba que era la forma de curarse esos molestos padrastros.

Con lentitud casi reverencial, Stan retiró el celofán rojo y ordenó los tubos de cartón, azules, rojos y verdes, en la palma de la mano. Las mechas estaban trenzadas.

—Voy a desenredar las… —empezó a decir.

Y entonces se oyó una explosión mucho más fuerte. El eco rodó lentamente por Los Barrens. Una nube de gaviotas se elevó desde el lado oriental del vertedero, entre grandes chillidos. Entonces todos saltaron. Stan dejó caer los cohetes y tuvo que levantarlos.

—¿Qué fue eso? ¿Dinamita? —preguntó Beverly, nerviosa.

Miraba a Bill, cabeza erguida y ojos dilatados. Nunca lo había visto tan hermoso… pero había algo demasiado alerta, demasiado tenso en la actitud de su cabeza. Era como el venado que olfatea un incendio.

—Creo que ha sido un M-80 —dijo Ben, tranquilamente—. El año pasado, el 4 de julio, en el parque unos chicos de la secundaria tenían dos. Los pusieron en un cubo de acero de la basura. Hicieron un ruido así.

—¿Y agujerearon el balde, Parva? —preguntó Richie

—No pero se abolló hacia afuera, como si dentro hubiera un enano que le hubiera dado un buena patada. Se fueron corriendo.

—La explosión fuerte sonó más cerca —comentó Eddie, mirando a Bill.

—Bueno, ¿vamos a encender éstos o no? —preguntó Stan. Había destrenzado diez o doce, antes de guardar pulcramente el resto en el papel encerado para usarlos después.

—Claro —dijo Richie.

—Gu-gu-guárdalos.

Todos miraron a Bill con aire interrogante, algo asustados, más por su tono abrupto que por sus palabras.

—Gu-gu-guárd-guárdalos —repitió Bill, con la cara contraída por el esfuerzo de pronunciar el vocablo—. V-v-va a p-p-pasar a-a-algo.

Eddie se pasó la lengua por los labios. Richie se ajustó las gafas al puente de la nariz sudorosa empujándolas con el pulgar. Ben se acercó a Beverly sin siquiera pensarlo.

Cuando Stan abría la boca para decir algo, se produjo otra explosión, más leve: otro cohete.

—Pi-piedras —ordenó Bill—. Pi-piedras. P-p-pro-proyectiles.

Y Bill empezó a recoger piedras metiéndolas en sus bolsillos hasta que estos quedaron abultados. Los otros lo miraban como si lo creyeran loco… y entonces Eddie sintió que se le cubría la frente de sudor. De pronto comprendió cómo era un ataque de malaria. Había sentido algo parecido el día en que él y Bill conocieron a Ben, el día en que Henry Bowers le había hecho sangrar la nariz. Pero eso era peor. Tal vez, eso anunciaba que Los Barrens se iban a convertir, por un rato, en Hiroshima.

Ben empezó a recoger piedras. Luego Richie, moviéndose con celeridad, ya sin hablar. Las gafas le resbalaron del todo y cayeron al suelo, tintineantes. Las plegó con aire distraído y se las guardó en la camisa.

—¿Por qué has hecho eso, Richie? —preguntó Beverly. Su voz sonaba débil, demasiado tensa.

—No sé, tesorito —dijo él. Y siguió juntando piedras.

—Beverly, tal vez sería mejor que…, eh…, volvieras al vertedero por un rato —dijo Ben, con las manos llenas de piedras.

—Me cago en el consejo —dijo ella—. Deja de joder, Ben Hanscom.

Y también ella se agachó para juntar proyectiles.

Stan los observaba, pensativo; estaban buscando piedras como granjeros lunáticos. Por fin empezó a imitarlos con los labios comprimidos en una línea fina y mojigata.

Eddie experimentó aquella familiar sensación de ahogo. Su garganta se estaba reduciendo a un pinchazo de alfiler.

Ahora no, maldición —pensó—. Ahora no, que mis amigos me necesitan. Como dijo Bev, me cago en eso.

Y también empezó a recoger piedras.

9

Henry Bowers había crecido demasiado y demasiado aprisa como para ser ágil o rápido en circunstancias ordinarias; pero esas circunstancias distaban mucho de lo ordinario. Estaba en un frenesí de dolor e ira que le prestaban un efímero genio físico, ajeno al pensamiento. Porque el pensamiento consciente había desaparecido; sentía la mente como si fuera un incendio de pastos al caer la tarde, totalmente roja y gris de humo. Partió tras Mike Hanlon como un toro tras el capote rojo.

Mike seguía un sendero rudimentario a lo largo del gran foso, senda que, a su debido tiempo, lo llevaría al vertedero. Pero Henry estaba demasiado enloquecido como para prestar atención a sutilezas tales como un sendero: avanzaba a saltos entre matorrales y espinos, en línea recta, sin sentir los diminutos cortes de las espinas ni las bofetadas de las ramas en la cara, el cuello y los brazos. Lo único que le interesaba era la cabeza rizada del negro que se iba acercando. Tenía uno de los M-80 en la mano derecha y una cerilla de madera en la izquierda. Cuando alcanzara al negro, la encendería, la acercaría a la mecha y metería el cohete en la bragueta de aquel negro.

Mike sabía que Henry iba ganando distancia y que los otros lo seguían de cerca. Trató de aumentar su velocidad, ya muy asustado; mantenía el pánico a raya sólo mediante un esfuerzo de voluntad. Al cruzar las vías se había torcido el tobillo; la lesión era más grave de lo que pareció en principio y ya estaba cojeando. El ruidoso avance de Henry le evocaba desagradables imágenes: era como ser perseguido por un perro asesino o un oso encolerizado.

Hacia delante, el sendero se ensanchó. Mike prácticamente cayó en el foso de grava. Rodó hasta el fondo, se puso de pie y ya había cruzado la mitad cuando se dio cuenta de que allí había otros chicos. Eran seis, dispuestos en línea recta y con expresiones extrañas. Sólo más tarde, cuando tuvo tiempo de ordenar sus pensamientos, comprendió lo que le resultó extraño en sus caras: parecía que lo estaban esperando.

—Ayudadme —logró decir, mientras cojeaba hacia ellos. Instintivamente, se dirigió al niño alto y pelirrojo—. Chicos… gamberros…

Fue entonces cuando Henry llegó al foso. Vio a los seis y se detuvo, patinando. Por un momento, su rostro quedó marcado por la incertidumbre. Miró hacia atrás, sobre el hombro, y vio a sus soldados. Cuando se volvió hacia los Perdedores (Mike estaba de pie, junto a Bill Denbrough, algo más atrás, jadeando) lo hizo con una enorme sonrisa.

—Te conozco, nene —dijo, mirando a Bill. Mudó la vista a Richie—. Y a ti también. ¿Dónde están tus cristales, cuatro-ojos? —Antes de que Richie pudiera contestar vio a Ben—. ¡Ah, hijo de puta! ¡El judío y el gordo también están aquí! ¿Ésa es tu novia, gordo?

Ben dio un saltito de miedo, como si le hubieran clavado un dedo.

En ese momento Peter Gordon se detuvo junto a Henry. Victor llegó y se le puso al otro lado; Belch y Moose Sadler llegaron los últimos y se colocaron junto a Peter y Victor. Los dos grupos quedaron frente a frente, en hileras casi formales.

Henry habló, jadeando con fuerza; su voz sonaba casi como la de un toro humano.

—Tengo que ajustar cuentas con muchos de vosotros, pero por hoy lo dejaremos así. Quiero a ese negro. Así que vosotros os largáis, mierditas secas.

—¡Ya habéis oído! —dijo Belch, muy vivaz.

—¡Él mató a mi perro! —gritó Mike, con voz aguda y rota—. ¡Él mismo lo dijo!

—Ven aquí ahora mismo —dijo Henry— y tal vez conserves el pellejo.

Mike temblaba, pero no se movió.

Bill dictaminó, suave y claramente:

—Los Barrens nos pertenecen. Salid vosotros d-de aq-aquí.

Henry abrió muy grandes los ojos, como si hubiera recibido un inesperado bofetón.

—¿Y quién me va a obligar? —preguntó—. ¿Tú, capullo?

—No-no-nosotros —tartamudeó Bill—. E-e-estamos hartos de a-a-aguantarte, B-b-bowers. Ve-vete.

—Pedazo de gilipollas tartamudo —dijo Henry.

Bajó la cabeza y se lanzo a la carga.

Bill tenía un puñado, de rocas; todos ellos tenían un puñado, salvo Mike y Beverly, que sólo había tomado una. Bill empezó a arrojarlas contra Henry, sin prisa, pero con fuerza y bastante puntería. La primera falló; la segunda golpeó bien en el hombro. Si la tercera hubiera fallado también, Henry habría podido alcanzar a Bill y arrojarlo al suelo. Pero no fue así: golpeó a Henry en medio de su cabeza gacha.

El chico lanzó un grito de sorprendido dolor y levantó la mirada… para recibir otros cuatro impactos: uno de Richie Tozier, en el pecho; otro de Eddie, que le dio en el omóplato; un tercero de Stan Uris, en la pantorrilla; la única piedra de Beverly le dio en el estómago.

Los miró, incrédulo. De un momento a otro, el aire se llenó de proyectiles sibilantes. Henry se echó hacia atrás con la misma expresión aturdida y llena de dolor.

—¡Vamos, chicos! —gritó—. ¡Ayudadme!

—Al at-ataque —dijo Bill, en voz baja.

Y se adelantó a toda velocidad, sin comprobar si su orden era obedecida o no.

Todos corrieron con él, atacando a pedradas, no sólo a Henry, sino a todos los otros. Los gamberros manoteaban en el suelo, recogiendo municiones pero no tuvieron mucho tiempo para hacerlo, porque las piedras llovían sobre ellos. Peter Gordon lanzó un grito al recibir en el pómulo una piedra lanzada por Ben que le hizo sangre. Retrocedió unos cuantos pasos y se detuvo. Arrojó una o dos piedras, vacilando…, pero acabó por huir. Eso ya era demasiado; en Broadway Oeste las cosas no se hacían así.

Henry tomó un puñado de proyectiles con un solo movimiento salvaje. Para fortuna de los Perdedores, la mayor parte eran guijarros. Lanzó uno de los más grandes contra Beverly y le provocó un corte en el brazo. Beverly gritó.

Ben, aullando, corrió hacia Henry Bowers, que se volvió a tiempo de verlo llegar, pero no para apartarse. Se vio sorprendido fuera de equilibrio. Por entonces, Ben pesaba sesenta y ocho kilos. El resultado fue implacable: Henry no cayó despatarrado: voló. Aterrizó de espaldas y siguió deslizándose. Ben corrió nuevamente hacia él, apenas consciente de un dolor floreciente, cálido en la oreja: Belch Huggins le había acertado con una piedra del tamaño de una pelota de golf.

Henry comenzaba a incorporarse sobre las rodillas, mareado, cuando Ben lo pateó con todas sus fuerzas; su pie, calzado con zapatillas, dio de lleno contra la cadera izquierda haciéndolo rodar de espaldas. Sus ojos lanzaron una llamarada hacia el gordo.

—¡A las chicas no se les arrojan piedras! —aulló Ben. No recordaba haberse sentido tan enfurecido en su vida—. ¡No sé…!

En eso vio una llama en la mano de Henry: estaba encendiendo una cerilla. La arrimó a la gruesa mecha del M-80 y arrojó el cohete a la cara de Ben. El chico, sin pensar, golpeó aquello con la palma de la mano, desviándolo como con un raquetazo y el M-80 volvió por donde había venido. Henry lo vio llegar, dilatando los ojos, y rodó para apartarse, entre gritos. El cohete estalló una fracción de segundo después, ennegreciendo la camisa de Henry por la espalda; parte de la tela voló por los aires.

Un momento después, Ben recibió un golpe de Moose Sadler que lo arrojó de rodillas. Su dentadura se cerró contra la lengua, arrancándole sangre. Parpadeó, aturdido. Moose venía hacia él, pero antes de que pudiera llegar, Bill se interpuso y lo cubrió de pedradas. Moose giró en redondo, aullando.

—¡Me has atacado por detrás, gallina! —gritaba enfurecido—. ¡Cobarde traidor!

Mientras se recuperaba para contraatacar, Richie apareció junto a Bill y empezó a disparar sus municiones contra Moose sin dejarse impresionar por la retórica del enemigo en cuanto a qué constituía o no un ataque de gallina; los había visto perseguir de a cinco a un solo chiquillo asustado y no le parecía que eso los pusiera a la altura del rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda. Una de sus pedradas partió la ceja izquierda del retardado. Moose aulló.

Eddie y Stan Uris se sumaron a Bill y Richie. Beverly también se acercó, sangrando por el brazo, pero con los ojos encendidos. Volaban las piedras. Belch Huggins gritó al recibir una en el codo y empezó a bailar torpemente, frotándose. Henry se puso de pie, con la camisa colgando en jirones, aunque la piel permanecía casi milagrosamente indemne. Antes de que pudiera volverse, Ben Hanscom hizo rebotar una piedra en su nuca y volvió a hacerle caer.

Fue Victor Criss quien más daño hizo a los Perdedores aquel día. En parte, porque tenía una puntería bastante buena, pero sobre todo, paradójicamente, porque participaba muy poco en el plano emocional. Cada vez sentía menos ganas de estar allí. Las batallas a pedradas podían tener graves consecuencias: fractura de cráneo, dientes rotos, ojos inutilizados. Pero ya que estaba en eso, estaba en eso y pensaba hacer su parte.

Esa frialdad le permitió tomarse treinta segundos más y recoger un puñado de piedras de buen tamaño. Arrojó una contra Eddie, mientras los Perdedores recomponían su línea, y le dio en el mentón. El chico cayó, llorando y manando sangre. Ben giró hacia él, pero Eddie ya se estaba poniendo de pie, con la sangre grotescamente colorida contra su piel pálida; sus ojos eran ranuras.

Victor disparó contra Richie y le dio en el pecho. La pedrada fue devuelta, pero Vic la esquivó con facilidad y arrojó una de costado contra Bill Denbrough. Bill echó la cabeza atrás, pero le faltó velocidad: la piedra le abrió un tajo en la mejilla.

Bill se volvió hacia Victor. Sus miradas se encontraron y el gamberro vio algo en los ojos del tartamudo que lo asustó como el mismo diablo. Absurdamente, en los labios le temblaron las palabras. «¡Me arrepiento!». Pero eso no era algo que uno dijera a un niño. A menos que uno estuviese dispuesto a que los propios compañeros lo pusieran negro a insultos.

Bill ya corría hacia él y Victor empezó a caminar en su dirección. En ese momento, como mediante una señal telepática, empezaron a arrojarse piedras, siempre acortando la distancia. En derredor, la lucha menguó, porque los otros empezaban a observarlos. Hasta Henry volvió la cabeza.

Victor esquivaba; Bill no se tomaba la molestia. Las piedras del adversario le daban en el pecho, el hombro, el estómago. Una le rozó en la oreja. Como si nada lo conmoviera, él seguía arrojando sus proyectiles con fuerza asesina. La tercera golpeó a Victor en la rodilla; hubo un ruidito seco, a rotura, y el chico dejó escapar un gruñido. Se había quedado sin municiones. A Bill le quedaba una piedra, suave y blanca, con trocitos de cuarzo, del tamaño de un huevo de pato. A Criss le pareció muy dura.

Bill estaba a menos de metro y medio.

—T-t-te largas de a-aquí ahora m-m-mismo —dijo—, si no q-q-quieres que tt-te ab-abra la c-c-cabeza. Y v-va en se-se-serio.

Victor lo miró a los ojos y comprendió que era verdad. Sin una palabra más, giró sobre sus talones y se alejó por donde Peter Gordon se había retirado.

Belch y Moose Sadler miraban alrededor, vacilantes. A Sadler le corría sangre por la comisura de la boca; por la cara de Belch corría un hilo rojo que manaba desde el cuero cabelludo.

Henry movía la boca, pero sin poder pronunciar palabra.

Bill se volvió hacia él.

—V-v-vete —dijo.

—¿Y si no me voy? —Henry trataba de sonar rudo, pero Bill detectó algo diferente en sus ojos. Estaba asustado y se iría. Eso habría debido dar a Bill una agradable sensación, hasta un aire triunfal, pero sólo le inspiró cansancio.

—S-s-si no t-t-te vas, se-seremos seis co-contra uno. Te p-p-podemos mandar al ho-o-ospital.

—Siete —dijo Mike Hanlon, sumándoseles. Llevaba una piedra grande como una pelota de tenis en cada mano—. Ponme a prueba, Bowers. Me encantaría.

—¡Maldito negro! —A Henry se le quebró la voz. Estaba al borde del llanto. Eso quitó a Belch y a Moose las pocas ganas de pelear que tenían. Ambos retrocedieron, dejando caer las piedras de las manos laxas. Belch miró en torno suyo, como si se preguntase dónde había ido a parar.

—Sal de nuestra zona —dijo Beverly.

—Cállate, coño sucio —dijo Henry—, put…

Cuatro piedras volaron de inmediato, golpeándolo en cuatro lugares diferentes. Henry dio un alarido y retrocedió a tropezones haciendo flamear los jirones de su camisa. Su vista pasó, de las caras ceñudas, ancianamente jóvenes de los chiquillos, a las frenéticas de Belch y Moose. Allí no encontraría ayuda, no encontraría nada en absoluto. Moose apartó la cara, azorado.

Henry se levantó, sollozando y sorbiendo por su nariz rota.

—Os voy a matar a todos —dijo.

De pronto corrió al sendero. Un momento después había desaparecido.

—Iros —dijo Bill, dirigiéndose a Belch—. Largaos de aq-q-quí. Y no v-v-volváis. Los Barrens son nuestros.

—Te vas a arrepentir de haber hecho esto a Henry, nene —dijo Belch—. Vamos, Moose.

Echaron a andar, con la cabeza gacha, sin mirar atrás.

Los siete chicos permanecieron en un semicírculo laxo, sangrando todos por alguna herida. La apocalíptica batalla a pedradas había durado menos de cuatro minutos, pero Bill tenía la sensación de haber combatido a lo largo de toda la Segunda Guerra Mundial, en ambos frentes, sin un solo permiso.

Los silbidos de Eddie, que forcejeaba por respirar, rompieron el silencio. Ben se acercó a él, pero los tres Twinkies y las cuatro galletitas de chocolate que había comido camino de Los Barrens empezaron a revolvérsele en el estómago. Siguió de largo y corrió hacia los matorrales, donde vomitó tan silenciosamente y en privado como le fue posible.

Fueron Richie y Bev quienes auxiliaron a Eddie. Beverly le rodeó la cintura con un brazo, mientras Richie le sacaba el inhalador del bolsillo y decía:

—Muerde esto, Eddie.

Y Eddie aspiró con esfuerzo, entrecortadamente, mientras Richie accionaba el gatillo.

—Gracias —logró decir, al fin.

Ben salió de entre los matorrales, ruborizado, limpiándose la boca con la mano. Beverly se acercó para tomarle las dos.

—Gracias por defenderme —dijo.

El chico asintió, sin apartar la vista de sus zapatillas sucias.

—Lo mereces —dijo.

Uno a uno, todos se volvieron para observar a Mike, el de la piel oscura. Lo miraban con cautela, con atención, pensativos. Mike conocía esa curiosidad (no recordaba un instante en su vida en que no la hubiera despertado) y les devolvió la mirada con bastante franqueza.

Bill apartó la vista de él para volverse hacia Richie. Richie le sostuvo la mirada. Y Bill creyó oír un chasquido, o poco menos: alguna pieza definitiva entraba limpiamente en su sitio, dentro de una maquinaria cuya finalidad les era desconocida. Unas astillas de hielo le recorrieron la espalda. Ahora estamos todos reunidos, pensó. Y la idea era tan potente, tan correcta, que por un momento creyó haberla expresado en voz alta. Pero no había necesidad de tanto, por supuesto; la veía presente en los ojos de Richie, en los de Ben, en los de Eddie, en los de Beverly, en los de Stan.

Ahora estamos todos reunidos —volvió a pensar—. Oh, que Dios nos ayude. Ahora es cuando empezamos de verdad. Por favor, Dios mío, ayúdanos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Beverly.

—Mike Hanlon.

—¿Quieres hacer estallar algunos cohetes? —preguntó Stan.

Y la sonrisa de Mike fue respuesta suficiente.