El incendio del Black Spot se produjo a finales del otoño de 1930. Hasta donde he podido determinar, aquel siniestro, del que mi padre escapó a duras penas, finalizó el ciclo de asesinatos y desapariciones correspondiente a los años 1929-1930, así como la explosión de la fundición puso fin a otro ciclo, unos veinticinco años antes. Es como si hiciera falta un monstruoso sacrificio al terminar cada ciclo para aquietar la terrible potencia que aquí opera, sea… para poner Eso a dormir durante otro cuarto de siglo más o menos.
Pero si hace falta semejante sacrificio para finalizar cada ciclo, se diría que hace falta un acontecimiento similar para iniciarlo.
Lo cual me conduce a la banda de Bradley.
Su ejecución se produjo en la triple intersección de las calles Canal, Main y Kansas (no lejos, en realidad, del sitio que figuraba en la fotografía que se movió a la vista de Bill y Richie, un día de junio de 1958). Ocurrió unos trece meses antes del incendio del Black Spot, en octubre de 1929, poco antes del derrumbe de la Bolsa.
Como en el caso del incendio del Black Spot, muchos residentes de Derry fingen no recordar lo que ocurrió ese día. O bien estaban fuera de la ciudad visitando a algún pariente. O bien dormían la siesta y no se enteraron de nada hasta que lo escucharon por radio, esa noche. O simplemente lo miran a uno a la cara y mienten.
Las anotaciones policiales de ese día indican que el comisario Sullivan no estaba siquiera en la ciudad. Claro que lo recuerdo —me dijo Aloysius Nell, desde una tumbona al sol en la terraza del asilo Paulson, de Bangor—. Era mi primer año en la policía. Cómo no voy a acordarme. Sullivan estaba en el oeste de Maine cazando aves. Cuando volvió, ya se los habían llevado, envueltos en sábanas. Más frenético que una gallina mojada se puso Jim Sullivan. Pero en un libro sobre pistoleros titulado Cartas sangrientas y malvados, hay una foto que muestra a un hombre sonriente junto al cadáver acribillado de Al Bradley, en el depósito de cadáveres; si ese hombre no es el comisario Sullivan, tiene que ser su hermano mellizo.
Fue el señor Keene quien, finalmente, me contó lo que considero la verdadera versión de la historia (Norbert Keene, propietario de la farmacia Center entre 1925 y 1975). Habló conmigo de buena gana, pero, al igual que el padre de Betty Ripsom, me hizo apagar la grabadora antes de soltar la lengua. Eso no cambiaba nada, porque todavía oigo su voz de papel: otro, cantante a capella en el maldito coro de esta ciudad.
—No hay motivos para que no te lo cuente —dijo—. Nadie va a publicar esa historia. Y si alguien lo hiciera, nadie la creería. —Me ofreció un anticuado frasco de boticario—. ¿Una gomita de regaliz? Recuerdo que preferías las rojas, Mikey.
Tomé una.
—¿Estuvo o no presente el comisario Sullivan aquel día?
El señor Keene, sonriendo, tomó una gomita de regaliz.
—Tienes tus dudas, ¿eh?
—Tengo mis dudas —asentí, mascando un trozo del regaliz rojo.
No había comido ninguno desde los tiempos en que, siendo niño, empujaba mis monedas sobre el mostrador hacia el señor Keene, por entonces mucho más joven y vital. Sabía tan bien como en aquella época.
—Eres demasiado joven para recordar el home run de Bobby Thomson para los Giants, en 1951 —dijo el señor Keene—. Por entonces tendrías apenas cuatro años. ¡Bueno! Algunos años después, el diario publicó un artículo sobre ese partido y parece que casi un millón de neoyorquinos aseguraron haber estado en el estadio ese día.
El señor Keene masticó su gomita de regaliz; un poco de saliva oscura chorreó desde la comisura de su boca. La limpió cuidadosamente con su pañuelo. Estábamos sentados en el despacho de la trastienda, pues aunque Norbert Keene tenía ochenta y cinco anos y llevaba diez jubilado, aún le llevaba los libros al nieto.
—¡En el caso de la banda de Bradley pasa exactamente lo contrario! —exclamó. Sonreía, pero no era una sonrisa simpática sino cínica, fríamente reminiscente—. En aquel entonces, en la parte más poblada de Derry vivían unas veinte mil personas. Las calles Main y Canal estaban pavimentadas desde hacía cuatro años, pero la calle Kansas aún era de tierra. En el verano, se levantaba polvo y en los meses de lluvia se convertía en un pantano. Al comenzar el verano, se aceitaba Up-Mile Hill, y todos los días de la Independencia el alcalde anunciaba que se iba a pavimentar la calle Kansas, pero no lo hicieron hasta 1942. Era…, pero ¿qué te estaba diciendo?
—En el centro de Derry vivían unas veinte mil personas —apunté.
—Ah, sí. Bueno, de esas veinte mil, la mitad o más ya habrán muerto, a estas alturas; cincuenta años es mucho tiempo y en Derry la gente tiende extrañamente a morir joven. Tal vez sea el aire. Pero de los que aún viven, no encontrarás más de diez o doce dispuestos a decirte que estaban en la ciudad el día en que la banda de Bradley se fue al infierno. Butch Rowden, el de la carnicería, ése confesaría, supongo. Tiene una fotografía en la pared en la que se ve uno de los coches, ni siquiera te das cuenta de que es un coche. Charlotte Littlefield te diría una o dos cosas si la cogieras por el lado bueno. Enseña en la secundaria y se acuerda de muchos detalles, aunque no tendría más de diez o doce años por aquel entonces. Carl Snow…, Aubrey Stacey…, Eben Stampnell… y ese viejo que pinta cuadros raros y se pasa la noche bebiendo en el bar de Wally; Pickman, creo que se llama. Ellos se acuerdan. Todos estaban allí.
Dejó apagar la voz vagamente mirando el trocito de goma de regaliz que tenía en la mano. Pensé en azuzarlo, pero decidí no hacerlo. Por fin continuó:
—Los otros, en su mayoría, te mentirían, como miente la gente al decir que estaba en el estadio cuando Bobby Thomson lanzó aquella pelota. Eso es lo que quería decirte. Pero la gente miente sobre aquello del estadio porque habría querido estar allí. En cambio, miente sobre lo que pasó en Derry aquel día porque habrían preferido no estar. ¿Me comprendes, hijito?
Asentí.
—¿Seguro que quieres saber el resto? —me preguntó el señor Keene—. Se te nota un poco nervioso, Mikey.
—No quiero —reconocí—, pero me parece mejor saberlo, de cualquier modo.
—Bien —aceptó el señor Keene mansamente.
Era mi día de evocaciones. Cuando volvió a ofrecerme el frasco de boticario, con las gomitas de regaliz, recordé súbitamente un programa de radio que solían escuchar mis padres cuando yo era pequeño: Mr. Keene, rastreador de personas perdidas.
—El comisario estaba aquí ese día, claro que sí. Se suponía que iría a cazar aves, pero cambió inmediatamente de idea cuando Lal Machen fue a decirle que esperaba a Al Bradley esa misma tarde.
—¿Cómo sabía Machen eso? —pregunté.
—Bueno, eso, en sí, es bastante revelador —dijo el señor Keene; aquella sonrisa cínica volvió a arrugarle la cara—. Bradley nunca llegó a enemigo público número uno en la lista del FBI, pero lo buscaban desde 1928, más o menos. Al Bradley y su hermano George asaltaron seis o siete bancos en el Medio Oeste y después secuestraron a un banquero para pedir rescate. Se pagaron los treinta mil dólares pedidos (una gran suma para aquellos tiempos), pero ellos, de todos modos, mataron al banquero.
»Por entonces, el Medio Oeste se había puesto demasiado peligroso para las bandas que operaban allí, así que Al, George y su camada de ratas huyeron al nordeste y alquilaron una finca grande por aquí, cerca del límite municipal de Newport, no lejos de donde están ahora las granjas Rhulin.
»Eso ocurrió en el verano de 1929, en julio, tal vez, o en agosto, quizá a principios de septiembre; no estoy seguro. Eran ocho: Al Bradley, George Bradley, Joe Conklin y su hermano Cal, un irlandés llamado Arthur Malloy, a quien apodaban Cegatón, porque era corto de vista pero no se ponía las gafas a menos que fuera absolutamente necesario, y Patrick Caudy, un jovencito de Chicago del que decían que era un loco asesino, pero bello como un Adonis. También había dos mujeres en la banda: Kitty Donahue, la concubina de George Bradley, y Marie Hauser, quien pertenecía a Caudy, aunque a veces pasaba de mano en mano, según lo que se contó después.
»Tenían una idea equivocada cuando llegaron aquí, hijito: creyeron que tan lejos de Indiana, estarían a salvo.
»Por un tiempo se quedaron quietos, pero al fin se aburrieron y decidieron salir de caza. Tenían armas de sobra, pero andaban escasos de municiones. Así que el siete de octubre vinieron todos a Derry en dos automóviles. Patrick Caudy llevó a las mujeres de compras mientras los otros iban a la tienda de deportes de Machen. Kitty Donahue compró un vestido en Freese’s; murió con él puesto dos días después.
»Lal Machen atendió personalmente al hombre. Lal murió en 1959. Era demasiado gordo. Pero con la vista no tenía ningún problema y reconoció a Al Bradley en cuanto lo vio entrar, según dijo. Creyó reconocer a algunos de los otros, pero sobre Malloy no estuvo seguro hasta que lo vio ponerse las gafas para mirar unos cuchillos.
»Al Bradley se acercó a él y le dijo:
»—Necesitaríamos algunas municiones.
»—Bueno —dice Lal—, han venido al mejor lugar para eso.
»Bradley le entregó un papel. Ese papel se ha perdido, por lo que sé, pero dijo Lal que dejaba frío a cualquiera. Querían quinientas balas calibre 38, ochocientas de calibre 45, sesenta de calibre 50, que ya no se fabrica más, municiones para escopeta y mil balas de calibre 22 para rifle corto y largo. Además, fíjate, seis mil balas para ametralladora calibre 45.
—¡Mierda! —exclamé.
El señor Keene volvió a su cínica sonrisa y me ofreció el frasco. Primero sacudí la cabeza, pero acabé por tomar otra gomita. Keene continuó:
—Bonita lista de compras, chicos —dice Lal.
»—Vamos, Al —dijo Cegatón Malloy—, ya te dije que aquí no íbamos a conseguir nada. Vamos a Bangor. Allá tampoco van a tener nada de esto, pero el paseo me vendrá bien.
»—Un momento —dice Lal, frío como un pescado—. No pienso perderme una venta como ésta para que la haga ese judío de Bangor. Puedo darles ahora mismo las del 22 y las de escopeta. En cuanto al resto podría tenérselo preparado… —Lal entrecerró los ojos y se dio nos golpecitos en el mentón, como si estuviera haciendo cálculos— pasado mañana. ¿Qué les parece?
»Bradley sonrió como para partirse la cara en dos y dijo que le parecía estupendo. Cal Conklin todavía prefería ir a Bangor, pero ganó la mayoría.
»—Si no está seguro de poder cumplir con el pedido —dijo Al Bradley a Lal—, dígalo ahora, porque soy buena persona, pero cuando me enfurezco no conviene ponérseme delante. ¿Me entiende?
»—Entiendo —dijo Lal—, y le voy a tener todo listo, señor… ¿Su nombre?
»—Rader —dijo Bradley—. Richard D. Rader, para servirle.
»Le tendió la mano y Lal se la estrechó con ganas, sin dejar de sonreír.
»—Realmente encantado, señor Rader.
»Cuando Bradley le preguntó a qué hora podría pasar con sus amigos para recoger la mercancía, Lal Machen les dijo que a las dos de la tarde, si les parecía bien. Asintieron y se fueron. Lal los observaba. Se reunieron en la acera con las dos mujeres y con Caudy. Lal reconoció también al chico.
»¿Y qué crees que hizo Lal, entonces? —preguntó el señor Keene, con los ojos brillantes—. ¿Llamar a la policía?
—Supongo que no —respondí—, teniendo en cuenta lo que ocurrió después. Por mi parte, no me habrían alcanzado las piernas para correr al teléfono.
—Bueno, tal vez si y tal vez no —replicó el señor Keene, con la misma sonrisa cínica y los mismos ojos brillantes.
Me estremecí, porque comprendí lo que pensaba… y él se dio cuenta de que yo lo comprendía. Una vez que algo gordo se pone en marcha, no se lo puede detener: sigue rodando hasta que encuentra una planicie prolongada que le haga perder el impulso. Si te pones delante, te aplasta… pero no se detiene.
—Tal vez sí y tal vez no —repitió el señor Keene—. Pero te diré lo que hizo Lal Machen. Por el resto de ese día y todo el día siguiente, cada vez que entraba un hombre, él le decía que la banda de Bradley había estado cazando por Newport y Derry con ametralladoras y que Bradley y los suyos volverían al día siguiente, a eso de las dos, para recoger sus municiones. Que él les había prometido darles todas las balas que quisieran y pensaba respetar su promesa.
—¿Cuántos? —Pregunté, hipnotizado por sus ojos centelleantes.
De pronto, el olor seco de esa trastienda —olor a medicamentos y polvos, a Musterole y a Vicks Vaporub y a jarabe Robitussin para el catarro— me resultó sofocante. Pero no podía irme, así como no podía suicidarme conteniendo la respiración.
—¿Quieres saber a cuántos les dio la noticia? —preguntó el señor Keene.
Asentí.
—No estoy seguro. No estaba allí, contando. Supongo que lo dijo a cuantos le parecieron de confianza.
—De confianza —musité, con voz algo ronca.
—Ayuh. Hombres de Derry, ¿comprendes? No había tantos que criasen vacas.
Se rió de su viejo chiste antes de proseguir
—Yo fui a su tienda a eso de las diez, al día siguiente de la visita de los Bradley. Me contó la historia y luego me preguntó en qué podía servirme. Iba sólo a retirar mi carrete de película revelado, pero después dije que también llevaría municiones para mi Winchester.
»—¿Vas a cazar, Norb? —me pregunta Lal, pasándome las balas.
»—Podría acabar con algunas plagas —dije y nos reímos.
El señor Keene rió palmoteándose el flaco muslo como si fuera el mejor chiste del mundo. Después se inclinó hacia delante y me dio una palmadita en la rodilla.
—La cuestión es, hijo, que la historia circuló todo lo necesario. Ya se sabe lo que pasa en los pueblos pequeños. Si eliges a la gente adecuada y le cuentas lo que quieres divulgar… ¿comprendes? ¿Quieres otra gomita de regaliz?
Tomé una con dedos entumecidos.
—Engordan —dijo el señor Keene, sonriendo. En ese momento lo vi viejo, infinitamente viejo, con los bifocales que le resbalaban por la nariz huesuda y la piel demasiado tensa en los pómulos como para arrugarse.
»Al día siguiente vine a la farmacia con mi rifle. Bob Tanner, el mejor ayudante que he tenido nunca, trajo la escopeta de su padre. A eso de las once, ese día, vino Gregory Cole para comprar bicarbonato y te aseguro que llevaba un Colt 45 encajado en el cinturón.
»—Te vas a volar los huevos con eso, Greg —le dije.
»—He venido desde Milford para esto, y llevo una resaca de la hostia —me dice Greg—. Creo que volarán un par de huevos, sí, pero no serán los míos.
»A eso de la una y media puse mi letrerito: SEA PACIENTE, POR FAVOR - VUELVO PRONTO. Tomé mi rifle y salí por atrás al callejón de Richard. Pregunté a Bob Tanner si quería acompañarme, pero dijo que prefería preparar la medicina para la señora Emerson y reunirse conmigo después. «Déjeme uno con vida, señor Keene», dijo, pero le contesté que no podía prometerle nada.
»En Canal Street apenas había tráfico: ni automóviles ni peatones. De vez en cuando pasaba algún camión de reparto, pero eso era todo. Vi a Jake Pinnette cruzar la calle con un rifle en cada mano. Se reunió con Andy Criss y ambos se sentaron en uno de los bancos que había junto al monumento a la guerra; ya sabes, donde el canal se hace subterráneo.
»Petie Vannes, Al Nell y Jimmy Gordon estaban sentados en los escalones del Palacio de Justicia comiendo sándwiches y fruta que habían llevado en una bolsa e intercambiaban bocadillos como los chicos en el colegio. Todos iban armados. Jimmy Gordon tenía un Springfield de la Gran Guerra más grande que él.
»Vi pasar a un chico rumbo a Up-Mile Hill; tal vez era Zack Denbrough, el padre de tu amiguito, el que se hizo escritor. Kenny Borton le grita desde la ventana de la sala de lectura, en el local de ciencia cristiana: “Te conviene salir de aquí, niño; va a haber tiroteo”. Zack echó un vistazo a su cara y salió como si se lo llevara el diablo.
»Había hombres por todas partes, armados, de pie en los portales, sentados en los peldaños asomados a las ventanas. Greg Cole estaba sentado en un portal con su 45 en el regazo y dos docenas de balas alineadas a su lado como si fueran soldados de juguete. Bruce Jagermeyer y el sueco, Olaf Theramenius, se habían ubicado bajo la marquesina del Bijou, a la sombra.
El señor Keene me miraba… miraba a través de mí. Sus ojos ya no brillaban: tenían la neblina del recuerdo, la suavidad que sólo se ve en la mirada del hombre cuando recuerda los mejores momentos de su vida: su primer home run, tal vez, o la primera trucha de buen tamaño que logró pescar o la primera vez que se acostó con una mujer bien dispuesta.
—Recuerdo haber oído el viento, hijito —dijo, soñador—. Recuerdo haber oído el viento y el reloj del Palacio de Justicia, que daba las dos. Bob Tanner apareció detrás de mí; yo estaba tan tenso que estuve a punto de volarle la cabeza.
»Él se limitó a hacerme un gesto tranquilizador y cruzó al almacén de Vannock arrastrando su sombra detrás de sí.
»Cualquiera habría dicho que al llegar las dos y diez sin que ocurriese nada y luego las dos y cuarto y luego las dos y veinte, la gente empezaría a marcharse, ¿no? Pero no fue así. Todo el mundo seguía en su sitio. Porque…
—Porque ustedes sabían que esa banda iba a aparecer, ¿verdad? —sugerí—. No cabía duda alguna.
Me dedicó una sonrisa luminosa como maestro complacido por la repuesta del alumno.
—¡Efectivamente! Nadie dijo nada. Nadie sugirió: «Bueno, esperemos hasta las dos y veinte y, si no aparecen, me vuelvo al trabajo». Seguíamos allí, en silencio. A eso de las dos y veinticinco de la tarde, dos automóviles bajaron por Up-Mile Hill y llegaron a la intersección; uno era rojo; el otro, azul oscuro; un Chevrolet y un La Salle. En el Chevrolet iban los hermanos Conklin, Patrick Caudy y Marie Hauser. En el La Salle, los Bradley, Malloy y Kitty Donahue.
»Empezaron a cruzar la intersección sin problemas. De pronto, Al Bradley clavó los frenos de ese coche tan de repente que Caudy estuvo a punto de chocar contra él. La calle estaba demasiado tranquila y Bradley lo notó. Era sólo un animal, pero no hace falta gran cosa para alertar a un animal que se ha visto perseguido por cuatro años, como una comadreja en el maizal.
»Abrió la puerta del La Salle y se irguió sobre el estribo, por un momento, para mirar alrededor. Después hizo un gesto con la mano a Caudy, indicándole que retrocediera. Caudy dijo: “¿Qué, jefe?” Lo oí con toda claridad; fue lo único que les oí decir aquel día. También recuerdo que había un destello de sol. Surgía de una polvera con espejo: la mujer de Hauser se estaba empolvando la nariz.
»Fue entonces cuando aparecieron Lal Machen y su ayudante, Biff Marlon. Salieron corriendo del negocio y Lal gritó: “¡Levante las manos, Bradley, están rodeados!” Antes de que Bradley pudiera apenas volver la cabeza, Lal empezó a disparar. Al principio tiraba como un loco, pero luego acertó al hombro del criminal. El clarete empezó a salir en el acto de aquel agujero. Bradley se sujetó de la portezuela y se arrojó al interior del coche. Puso la marcha. Y entonces todo el mundo empezó a disparar.
»Todo acabó en cuatro o cinco minutos, pero mientras tanto, pareció muchísimo más tiempo. Petie, Al y Jimmy Gordon, sentados en los escalones de los tribunales, disparaban contra la parte trasera del Chevrolet. Vi a Bob Tanner, con una rodilla en el suelo disparando como un loco. Jagermeyer y Theramenius, desde el teatro, acribillaban el flanco derecho del La Salle. Greg Cole estaba en la alcantarilla sujetando el 45 con ambas manos y apretando el gatillo frenéticamente.
»Serían cincuenta o sesenta los hombres que disparaban al mismo tiempo. Cuando todo terminó, Lal Machen extrajo treinta y seis balas de la pared de su tienda. Y eso fue tres días después. A esas alturas, todo el que deseaba un recuerdo había ido a escarbar en los ladrillos con una navajita. En lo peor de la escena, aquello parecía una batalla. Alrededor de Machen estallaron todos los vidrios de las ventanas.
»Bradley condujo el La Salle en semicírculo y no lo hizo con ninguna lentitud, por cierto, pero cuando terminó de dar la vuelta tenía las cuatro ruedas pinchadas, los faros delanteros rotos y el parabrisas hecho añicos. Malloy y George Bradley disparaban con revólver por las dos ventanillas traseras. Vi que Malloy recibía un balazo en el cuello; se le desgarró de punta a punta. Disparó dos veces más y quedó colgando de la ventanilla con los brazos afuera.
»Caudy trató de girar con el Chevrolet, pero sólo consiguió estrellarse contra la trasera del La Salle. Allí acabó todo, hijo, porque los parachoques se trabaron, quitándoles cualquier oportunidad de huir.
»Joe Conklin bajó el asiento trasero y se plantó en medio de la intersección con una pistola en cada mano. Disparaba contra Jake Pinnette y Andy Criss. Los dos cayeron del banco que ocupaban y aterrizaron en el pasto. Andy Criss gritaba: “¡Me han matado, me han matado!”, aunque ni siquiera tenía un rasguño. El otro tampoco.
»Joe Conklin tuvo tiempo de vaciar sus dos pistolas antes de que lo tocaran. Su chaqueta voló hacia atrás y sus pantalones se torcieron como si una mujer invisible les estuviera dando puntadas. El sombrero de paja que llevaba se le voló dejando ver su raya al medio. Mientras se ponía una de las pistolas bajo el brazo para cargar la otra. Alguien le disparó a las piernas y cayó. Kenny Borton dijo, más tarde, que había sido obra suya, pero no se puede asegurar nada. Pudo haber sido cualquiera.
»Cal, el hermano, de Conklin, bajó unos segundos después y cayó como una tonelada de ladrillos con un agujero en la cabeza.
»Después salió Marie Hauser. Tal vez trataba de rendirse; no sé. Todavía llevaba la polvera en la mano derecha. Creo que gritaba, pero a esas alturas no se oía nada porque llovían balas de todas partes. La polvera voló de su mano. Quiso volver al coche pero recibió un tiro en la cadera. De algún modo se las arregló para arrastrarse y meterse en el coche.
»Al Bradley pisó el acelerador del La Salle y logró moverlo de nuevo. Arrastró el Chevrolet dos o tres metros antes de que el parachoques se desprendiese.
»Los chicos seguían haciendo llover plomo. Todas las ventanillas habían reventado. Uno de los guardabarros estaba caído en la calle. Malloy colgaba de la ventanilla, muerto, pero los dos hermanos Bradley seguían con vida. George disparaba desde el asiento trasero. Junto a él estaba su mujer, muerta, con un balazo en el ojo.
»Al Bradley llegó a la intersección grande; su coche subió a la acera y allí se detuvo. Bajó y echó a correr por Canal Street. Lo acribillaron.
»Patrick Caudy bajó del Chevrolet; por un minuto pareció dispuesto a rendirse, pero sacó una 38 de la sobaquera y disparó tres veces, creo, sin apuntar; de pronto, su camisa voló en llamas. Se deslizó por el costado del Chevrolet, hasta quedar sentado en el estribo y disparó una vez más. Por lo que sé, fue ésa la única bala que hirió a alguien: rebotó en algo y rozó a Greg Cole en el dorso de la mano. Le dejó una cicatriz que él exhibía cuando estaba borracho; por fin, alguien (creo que Al Nell) se lo llevó aparte y le dijo que era mejor callarse lo que había pasado con la banda de Bradley.
»La Hauser bajó y esa vez no había dudas de que trataba de rendirse, porque llevaba las manos en alto. Quizá nadie tuvo intenciones de matarla, pero en ese momento había fuego cruzado y ella se metió en medio.
»George Bradley corrió hasta el banco del monumento antes de que alguien le hiciera puré la nuca con una escopeta. Cayó muerto, con los pantalones meados.
Casi sin darme cuenta de lo que hacía, tomé otra gomita de regaliz.
—Siguieron llenando de balas aquellos dos coches por un minuto más antes de que el fuego empezara a disminuir —dijo el señor Keene—. Cuando a los hombres se les aviva la sangre, la cosa tarda en enfriarse. Fue entonces cuando miré hacia atrás y vi al comisario Sullivan detrás de Neil y los otros, en los peldaños del Palacio de Justicia, disparando contra el Chevrolet con un Remington. Si alguien te dice que no estuvo allí, no le creas: aquí tienes a Norbert Keene que lo vio con estos ojos.
»Cuando cesó el fuego, esos coches ya no parecían coches, sino chatarra rodeada de vidrios. Los hombres comenzaron a acercarse. Nadie hablaba. Sólo se oía el viento y el crujir de los vidrios bajo los pies. Entonces empezaron a tomar fotos. Y debes recordar bien esto, hijito: cuando empiezan a tomar fotografías es porque se acabó la historia.
El señor Keene se meció en la silla, golpeando plácidamente las zapatillas contra el suelo sin dejar de mirarme.
—El Derry News no publicó nada de eso —fue cuanto pude decir.
»Los titulares de ese día rezaban: POLICÍA ESTATAL Y FBI ACABAN CON LA BANDA BRADLEY EN ENFRENTAMIENTO CALLEJERO, con un subtítulo: Apoyo de la policía local.
—Por supuesto que no —rió el señor Keene, encantado—. Vi al director Mack Laughlin plantar dos balas en el cuerpo de Joe Conklin, personalmente.
—Cielos —murmuré.
—¿No quieres otra gomita de regaliz, hijo?
—He comido de sobra. —Me humedecí los labios—. Señor Keene, ¿cómo pudo taparse algo de tanta magnitud?
—No se tapó —replicó él, francamente sorprendido—. Simplemente, nadie mencionó mucho el asunto. Y en realidad, ¿a quién le interesaba? Los que cayeron ese día no fueron el presidente Hoover y su señora. Fue lo mismo que matar a unos cuantos perros rabiosos capaces de morderte a la menor oportunidad.
—Pero ¿y las mujeres?
—Un par de rameras —dijo, indiferente—. Además, eso pasó en Derry, no en Nueva York ni en Chicago. El lugar, hijito, interesa tanto como lo que pasa. Por eso los titulares son más grandes cuando un terremoto mata a doce personas en Los Ángeles que cuando mata a tres mil en alguna remota comarca del Medio Este.
Además, eso pasó en Derry.
Lo he oído decir otras veces y supongo que, si continúo con esta investigación, lo oiré muchas veces más, interminablemente. Lo dicen como si hablaran con un retardado: con paciencia. Tal como uno contestaría: «Por la ley de gravedad», si alguien preguntara por qué estamos pegados al suelo, cuando caminamos. Lo dicen como si fuera una ley natural que cualquier hombre normal debería comprender. Y lo peor, por supuesto, es que sí, lo comprendo.
Tenía una última pregunta para Norbert Keene.
—¿Vio usted aquel día, una vez iniciada la refriega, a alguien que no conociese?
La respuesta del señor Keene fue tan pronta que mi temperatura sanguínea bajó diez grados… al menos, ésa fue mi sensación.
—¿Te refieres al payaso? ¿Cómo te enteraste, hijo?
—Oh, lo oí en alguna parte.
—Lo vi sólo por un instante. Una vez que las cosas se pusieron al rojo, estuve muy atento a lo mío, claro. Pero en cierto momento me volví y lo vi calle arriba, entre los suecos, bajo la marquesina del Bijou. No vestía de payaso ni nada de eso. Llevaba un mono de granjero y una camisa de algodón. Pero tenía la cara cubierta con esa pintura blanca que usan los payasos y una enorme sonrisa roja, pintada. Además, tenía mechones de pelo artificial, de color naranja. Bastante cómico.
»Lal Machen no lo vio. Pero Biff, sí. Sólo que Biff debió de confundirse, porque creyó verlo en una de las ventanas de un apartamento, a la izquierda. Y cuando hablé del asunto con Jimmy Gordon (lo mataron en Pearl Harbor, no sé si lo sabías; se hundió con su barco, el California, creo que era), dijo haber visto a ese tipo detrás del monumento a la guerra.
El señor Keene sacudió la cabeza, sonriendo un poquito.
—Es extraño, cómo se pone la gente en una cosa así y más extraño todavía lo que recuerdan cuando todo pasa. Puedes escuchar dieciséis relatos diferentes: no habrá dos que coincidan. Lo del arma que tenía ese payaso, por ejemplo…
—¿Qué arma? —inquirí—. ¿También él estaba disparando?
—Ayuh —dijo el señor Keene—. La única vez que lo vi, parecía tener un Winchester. Más tarde se me ocurrió que debió parecerme un Winchester porque ésa era el arma que yo tenía. Biff Marlow creyó verlo con un Remington porque era su propia arma. Y cuando interrogué a Jimmy, dijo que el tipo disparaba con un viejo Springfield, como el suyo. Curioso, ¿no?
—Curioso —logro balbucir—. Señor Keene…, ¿a ninguno de ustedes le extrañó ver allí a un payaso… y además vestido con un mono de granjero?
—Ayuh —dijo él—. Nos extrañó, sí, aunque no era gran cosa, como comprenderás. Imaginamos que sería alguien con ganas de participar, pero sin ser reconocido. Tal vez un miembro del Concejo Municipal; Horst Mueller o Trace Naugler, que por entonces era el alcalde. También pudo haber sido un profesional que quiso pasar inadvertido: un médico, un abogado. Yo no habría reconocido ni a mi propio padre en aquel revuelo.
Rió un poquito. Le pregunté dónde estaba la gracia.
—También existe la posibilidad de que fuera un payaso de verdad. En aquella época, la feria de Esty llegaba mucho antes que en la actualidad. La semana en que los Bradley encontraron su final, esa feria estaba en lo mejor. Allí había payasos. Tal vez alguno de ellos se enteró de que teníamos un carnaval propio y vino a participar.
Me sonrió secamente.
—Ya casi he terminado —dijo—, pero quiero contarte algo más, ya que pareces tan interesado y escuchas con tanta atención. Fue algo que Biff Marlow dijo quince o dieciséis años más tarde mientras tomábamos unas cervezas en Bangor. Lo dijo de repente, sin que tuviera nada que ver con lo que estábamos hablando. Dijo que ese payaso estaba asomado por la ventana a tal punto que habría debido caerse. No asomaba sólo la cabeza, los hombros y los brazos; Biff dijo que había sacado el cuerpo hasta las rodillas y que estaba suspendido en el aire, disparando contra los coches, con esa enorme sonrisa roja.
—Como si estuviera flotando —dije.
—Exacto —asintió el señor Keene—. Y Biff observó otra cosa, algo que lo inquietó por semanas enteras. Una de esas cosas que uno tiene en la punta de la lengua, pero no logra sacar; como un mosquito o un jején posado en la piel. Según dijo, finalmente se dio cuenta de lo que era una noche en que tuvo que levantarse para ir al baño. Mientras estaba allí, meando, sin pensar en nada en especial, se le ocurrió de pronto que el tiroteo había empezado a las dos y veinticinco de la tarde, a pleno sol. Pero el payaso no hacía sombra. No hacía ni un poquito de sombra.