Ben Hanscom inicia la retirada
Richie Tozier bajó del taxi en la triple intersección de las calles Kansas, Center y Main. Ben lo despidió en lo alto de Up Mile Hill. El conductor era el «hombre religioso» de Bill, pero ni Richie ni Ben lo sabían: Dave había caído en un moroso silencio. Ben habría podido bajarse con Richie, pero le pareció mejor que cada uno iniciara el paseo a solas.
De pie en la esquina de Kansas y Daltrey, Ben contempló al taxi que se perdía en el tráfico, con las manos hundidas en los bolsillos, tratando de quitarse de la mente el horrible final del almuerzo. No pudo; sus pensamientos insistían en volver a esa mosca gris oscuro que había salido de la galleta de Bill, con sus alas venosas pegadas al lomo. Trataba de apartar de su mente esa imagen enfermiza y creía haberlo conseguido, sólo para descubrir, cinco minutos después, que su mente estaba otra vez en lo mismo.
Estoy tratando de justificarla de algún modo, pensó, dando a la expresión, no el sentido moral, sino el matemático. Los edificios se construyen observando ciertas leyes naturales; las leyes naturales pueden expresarse en ecuaciones; las ecuaciones deben justificarse. ¿Dónde estaba la justificación de lo ocurrido menos de media hora antes?
Déjalo —se dijo, no por primera vez—. Si no puedes justificarlo, déjalo.
Muy buen consejo; el problema consistía en que no podía seguirlo. Recordó que, un día después de haber visto a la momia en el canal congelado, su vida había seguido como de costumbre; el niño sabia que eso había estado muy cerca de atraparlo, pero su vida seguía: fue a la escuela, hizo su examen de aritmética, visitó la biblioteca al salir de clase y comió con su buen apetito habitual. Simplemente había incorporado a su vida lo que había visto en el canal y si había estado a punto de morir en sus manos… Bueno, los chicos estaban siempre al borde de la muerte. Cruzaban la calle a toda carrera y chapoteaban en el lago, hasta descubrir, súbitamente, que ya no hacían pie; caían de las barras para aterrizar sobre el culo, y de los árboles, directamente de cabeza.
En ese momento, de pie bajo la leve llovizna, frente a la Ferretería Trustwhorty que en 1958 había sido casa de empeño (Frati Hermanos, recordó Ben; los escaparates estaban siempre llenos de pistolas, rifles, navajas de afeitar y guitarras colgadas, como animales exóticos), se le ocurrió que los chicos eran más capaces cuando se trataba de casi-morir; también para incorporar lo inexplicable a la vida. Creían, implícitamente, en el mundo invisible. Los milagros, tanto los blancos como los negros, debían ser tomados en consideración, oh, sí, por cierto, pero no detenían el mundo, bajo ningún concepto. A los diez años, una súbita conmoción de belleza o de terror no estaba reñida con dos buenas salchichas con queso a la hora del almuerzo.
Pero cuando uno crecía, todo eso cambiaba. Uno ya no permanecía despierto en la cama, seguro de que algo acechaba en el ropero o rascaba la ventana…, pero cuando algo pasaba de verdad, algo más allá de la explicación racional, los circuitos se sobrecargaban, los axones y las dendritas se recalentaban. Uno empezaba a retorcerse y hacía cosas raras con los nervios. No podía incorporar lo ocurrido a la experiencia vital. No lo digería. Su mente insistía en volver a Eso, tocándolo ligeramente con las zarpas, como el gatito con un ovillo de hilo, hasta que, llegado el momento, se volvía loco o llegaba a un punto en el que ya era imposible seguir funcionando.
Y si tal cosa ocurre —pensó Ben—, Eso me habrá atrapado. A todos nosotros. Estaremos listos.
Echó a andar por Kansas Street, sin conciencia de estar dirigiéndose a ningún lugar en especial. Y de pronto pensó: ¿Qué hicimos con el dólar de plata?
Aún no lo recordaba.
El dólar de plata, Ben… Beverly te salvó la vida con él. Tal vez a todos… y especialmente a Bill. Eso estuvo a punto de destriparme antes de que Beverly… ¿hiciera qué cosa? ¿Y cómo pudo dar resultado? Ella lo hizo retroceder y todos la ayudamos pero ¿cómo?
De pronto, una palabra acudió a él, una palabra que no tenía ningún significado pero que le erizó la piel: Chüd.
Bajó la mirada a la acera y, por un momento, vio la forma de una tortuga dibujada con tiza; el mundo pareció arremolinarse ante sus ojos. Los cerró con fuerza y, cuando volvió a abrirlos, vio que no era una tortuga: sólo una rayuela medio borrada por la lluvia.
Chüd.
¿Qué significaba eso?
—No sé —dijo en voz alta.
Cuando miró en derredor, apresuradamente, por si alguien lo hubiera oído hablar consigo mismo, vio que había salido de Kansas Street y que estaba en la avenida Costello. Durante la comida, había dicho a los otros que sólo en Los Barrens se había sentido feliz, siendo niño… pero eso no era del todo cierto, ¿no? Existía otro lugar. Por casualidad había llegado a ese otro lugar: la Biblioteca Pública de Derry.
Se detuvo frente a ella durante unos minutos con las manos todavía en los bolsillos. No había cambiado; admiró su línea tanto como lo había hecho de niño. Como tantos edificios de piedra que han sido bien diseñados, lograba confundir con sus contradicciones al ojo observador: su solidez de roca se equilibraba, de algún modo, con la delicadeza de sus arcos y sus columnas esbeltas. Su aspecto era, a un tiempo, achaparrado y seguro como un Banco y limpiamente grácil (bueno, era grácil, si, comparado con otros edificios de la ciudad, sobre todo los erigidos a principios del siglo. Sus ventanas, entrecruzadas por finas barras de hierro, tenían una redondeada gracia). Esas contradicciones la salvaban de la fealdad. A Ben no le sorprendió del todo experimentar una oleada de amor por ese sitio.
En la avenida Costello no había grandes cambios. Mirando a su alrededor, distinguió el Centro Comunitario de Derry. Se descubrió preguntándose si el mercado de la avenida Costello estaría aún en el punto donde la avenida, que era circular, se unía con Kansas Street.
Cruzó el prado de la biblioteca notando apenas que estaba mojándose las botas de cuero, para echar un vistazo a ese pasaje vidriado que comunicaba la biblioteca de los adultos con la infantil. Tampoco, había sufrido cambios; desde allí, casi bajo las ramas de un sauce llorón, vio pasar a varias personas, en ambos sentidos. Lo invadió el viejo deleite; entonces olvidó de verdad lo que había pasado al terminar la comida. Recordaba haber ido a ese mismo lugar, cuando niño, en invierno, avanzando con la nieve hasta la cadera, para quedarse allí durante unos quince minutos. Iba cuando estaba oscureciendo, recordó, y también entonces eran los contrastes los que lo llevaban a ese sitio y lo retenían allí, con las puntas de los dedos entumecidas y la nieve derritiéndose dentro de sus botas de goma, mientras el mundo se ponía purpúreo con las tempranas sombras del invierno y el cielo tomaba, al este, el color de la ceniza; al oeste, el de las brasas. Hacía frío, tal vez doce o trece grados bajo cero, más aún si soplaba el viento de los helados Barrens, como ocurría con frecuencia.
Pero allí, a menos de cuarenta metros de donde él estaba, la gente iba y venía en mangas de camisa. Allí, a menos de cuarenta metros, había un camino-tubo de luz brillante, blanca, arrojada por tubos fluorescentes. Los niños pasaban juntos, riendo; los novios de la secundaria iban de la mano (y la bibliotecaria los obligaba a soltarse cada vez que los veía). Era algo mágico, con una magia que él, con su corta edad, no había sabido atribuir a cosas tan mundanas como la energía eléctrica y la calefacción a petróleo. La magia era ese reluciente cilindro de luz y vida que conectaba esos dos edificios oscuros como una cuerda de seguridad; la magia era observar a la gente que pasaba por él, cruzando el oscuro terreno nevado, a salvo de la oscuridad y el frío. Eso les daba un aspecto amable, divino.
Tarde o temprano, él seguía caminando (como ahora) y rodeaba el edificio hasta la puerta principal (como ahora), pero siempre se detenía a mirar hacia atrás una vez (como ahora) antes de que el abultado hombro de piedra de la biblioteca para adultos le ocultara ese delicado cordón umbilical.
Melancólicamente divertido por el sordo dolor de la nostalgia que le rodeaba el corazón, Ben subió los peldaños hasta la puerta de la biblioteca para adultos; se detuvo por un momento en la estrecha galería, justo detrás de las columnas, siempre tan alta y fresca, por caluroso que fuera el día. Después abrió la puerta con sus herrajes y una ranura para introducir libros y entró en el silencio.
La fuerza de los recuerdos estuvo a punto de aturdirlo por un instante al encontrarse bajo la mansa luz de los globos luminosos. No era una fuerza física, como un golpe en la mandíbula o una bofetada. Era, antes bien, esa extraña sensación de que el tiempo se dobla sobre sí mismo, la sensación de algo ya vivido. Ben la había experimentado anteriormente, pero nunca con una fuerza tan desorientadora. Durante el par de segundos que estuvo junto a la puerta, se sintió literalmente perdido en el tiempo, sin estar seguro de su edad. ¿Tenía treinta, ocho, u once años?
Allí reinaba la misma quietud, quebrada sólo por algún susurro ocasional, el golpe seco de un bibliotecario sellando libros o avisos de vencimiento de préstamos, el discreto murmullo de las páginas al volverse. Amó la calidad de la luz como la había amado entonces. Entraba en diagonal por las altas ventanas, gris como ala de paloma en esa tarde lluviosa: una luz que tenía algo de soñolienta y perezosa.
Cruzó el suelo de linóleo rojo y negro cuyo diseño estaba borrado casi por completo, tratando, como en aquellos tiempos, de silenciar el ruido de sus pasos. La biblioteca para adultos se elevaba en una cúpula central, donde se amplificaban todos los sonidos.
Vio que las escaleras de hierro en caracol que llevaban a las estanterías aún estaban allí, una a cada lado del escritorio principal que tenía forma de herradura. Pero también vio un diminuto ascensor en forma de jaula que había sido agregado en algún momento de los veinticinco años transcurridos desde que él se fuese con su madre. Fue un alivio, en cierto modo; hundía una cuña en esa sofocante sensación de cosa ya vivida.
Se sintió como un invasor al cruzar el amplio espacio, como un espía de otro país. Esperaba que, en cualquier momento, la bibliotecaria sentada ante el escritorio levantara la vista, lo mirara y le diera el alto, con voz clara y sonora, que haría trizas la concentración de todos los lectores para centrarla en él. ¡Eh, usted! Sí, a usted le hablo. ¿Qué hace aquí? ¡No tiene nada que hacer aquí! ¡Usted es de Afuera! ¡Es de Antes! ¡Salga de aquí ahora mismo, antes de que llame a la Policía!
La bibliotecaria levantó la vista, sí; era una joven bonita; por un momento absurdo, Ben tuvo la sensación de que la fantasía iba a hacerse realidad cuando aquellos ojos celestes tocaron los de él, el corazón se le subió a la garganta. Pero los ojos siguieron de largo, indiferentes, y Ben pudo volver a caminar. Si era un espía, no lo habían descubierto.
Pasó bajo el caracol de una de aquellas escaleras de hierro forjado, angostas y empinadas casi hasta el suicidio, para buscar el corredor que llevaba a la biblioteca infantil. Notó, divertido (y sólo después de haberlo hecho) que había cruzado otro camino de su antigua conducta: acababa de mirar hacia arriba, esperando, como cuando era niño, ver a alguna muchacha con faldas que bajara por esos escalones. Recordaba (ahora sí podía recordar) que cierto día, sin motivo alguno, a los ocho o nueve años, había mirado hacia arriba, directamente bajo la falda de una bonita estudiante de secundaria; sus ojos se toparon con una prenda interior de color rosa. Así como el súbito destello del sol en el brazalete que Beverly Marsh llevaba en el tobillo había arrojado una flecha de algo más primitivo que el amor y el afecto hacia su corazón, aquel último día de clases de 1958, así también le había afectado la visión de la braguita rosa. Recordaba haberse sentado ante una mesa de la biblioteca infantil para pensar en ese inesperado espectáculo durante veinte minutos, quizá, calientes las mejillas y la frente, con un libro sobre historia de los trenes abierto ante él, sin leer. Su pene era una dura ramita dentro de los pantalones, una rama que había hundido sus raíces hasta el vientre. Se imaginó casado con ella, en una casita de las afueras y disfrutando de placeres que no comprendía en absoluto.
Los sentimientos habían pasado, con tanta brusquedad como habían aparecido, pero nunca más pudo pasar bajo la escalera sin mirar hacia arriba. No volvió a ver nada tan interesante o conmovedor (cierta vez, una gorda que bajaba con lento cuidado, de la cual apartó la vista apresuradamente, avergonzado, como un violador), pero el hábito persistió. Y ahora, ya adulto, acababa de repetirlo.
Caminó lentamente por el corredor acristalado notando otros cambios. Había carteles amarillos que rezaban: A LA OPEP LE ENCANTA QUE USTED MALGASTE ENERGÍA ELÉCTRICA. ¡AHORRE UN VATIO!, pegados sobre los interruptores. Cuando entró en ese mundo a escala reducida, de mesas y sillas de madera blanca, ese mundo donde las fuentes de agua estaban a un metro veinte de altura, vio que las fotos enmarcadas no eran las de Dwight Eisenhower y Richard Nixon, sino las de Ronald Reagan y George Bush.
Pero…
Esa sensación de cosa ya vivida volvió a abatirse sobre él. Quedó indefenso y en esa oportunidad sintió el aturdido horror del hombre que, tras media hora de chapotear inútilmente, descubre que la costa no se acerca, que se está ahogando.
Era la hora de los cuentos. En el rincón, un grupo de diez o doce pequeños había formado un semicírculo de sillas diminutas y escuchaba.
—¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente? —leyó la bibliotecaria, con el tono grave y gruñón del duende del cuento.
Y Ben pensó: Cuando levante la cabeza veré que es la señorita Davies, sí, será la señorita Davies y no habrá envejecido un solo día.
Pero cuando ella levantó la cabeza, Ben vio a una mujer mucho más joven de lo que había sido la señorita Davies, aun en aquel entonces.
Algunos de los niños se taparon la boca para reír, pero otros se limitaron a observarla; sus ojos revelaban la fascinación eterna del cuento de hadas: ¿sería derrotado el monstruo… o comería?
—Soy yo, Billy el cabrito, quien camina, trip-trap, sobre tu puente —prosiguió la bibliotecaria.
Y Ben, pálido, pasó a su lado.
¿Cómo puede ser el mismo cuento? El mismísimo cuento. ¿Voy a creer que se trata sólo de una coincidencia? Pues no lo creo… ¡Maldita sea, no lo creo!
Se inclinó hacia la fuente de agua. Tuvo que agacharse tanto como Richie cuando hacía sus reverencias orientales, diciendo: «Salami, salami…».
Debería hablar con alguien —pensó, presa del pánico—. Con Mike, con Bill, con alguien. ¿Será cierto que alguien está ligando pasado y presente o es sólo mi imaginación? Porque si es cierto, no estoy seguro de estar preparado para tanto. Yo…
Cuando miró hacia el escritorio, su corazón pareció detenerse en su pecho por un momento, antes de empezar a latir al doble de la velocidad habitual. El cartel era simple, directo… y familiar. Decía, simplemente:
RECUERDA EL TOQUE DE QUEDA
19 horas
POLICÍA DE DERRY
En ese instante, todo pareció aclararse para él. Todo volvió en un horrible destello de luz. Comprendió entonces que la votación hecha durante la comida era inútil. No había modo de retroceder, no hubieran podido. Estaban todos sobre un sendero tan predeterminado como el sendero de recuerdos que lo había hecho levantar la mirada al pasar bajo la escalera de caracol. Allí, en Derry, había un eco, un eco mortífero, y sólo cabía esperar que ese eco pudiera ser alterado a favor de ellos lo suficiente para que les permitiera escapar con vida.
—Cielos —murmuró, frotándose una mejilla con la palma de la mano.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor? —preguntó una voz a la altura de su codo.
Ben dio un pequeño respingo. Era una muchacha de unos diecisiete años, de pelo rubio oscuro, que llevaba recogido a los lados de la cabeza con hebillas rectas. Ayudante de bibliotecaria, por supuesto; también las había habido en 1958. Eran estudiantes de secundaria que ordenaban los libros en los estantes, enseñaban a los pequeños a usar el fichero, ayudaban con los deberes escolares y orientaban a los desconcertados estudiantes con las bibliografías y las notas al pie. Se les pagaba una miseria, pero siempre había jovencitas dispuestas a hacerlo, porque era un trabajo agradable.
Inmediatamente después, analizando con más atención la cara simpática, pero interrogante, de la chica, recordó que él ya no tenía nada que hacer allí: era un gigante en la tierra de los pequeños. Un intruso. Si en la biblioteca para adultos se había sentido incómodo por la posibilidad de que alguien lo mirara o le dirigiera la palabra, allí, en cambio, le resultaba un alivio. Para empezar, demostraba que él seguía siendo adulto. El hecho de que la muchacha, obviamente, no usara sujetador bajo su camisa vaquera, también lo alivió en vez de excitarlo: si necesitaba alguna prueba de que estaba en 1985 y no en 1958, la tenía en los visibles puntos de los pezones contra la tela de algodón.
—No, gracias —dijo. Luego, sin motivo, se oyó agregar—: Estaba buscando a mi hijo.
—¿Sí? ¿Cómo se llama? Tal vez lo haya visto. —La chica sonrió—. Conozco a casi todos los que vienen.
—Se llama Ben Hanscom —dijo él—. Pero no lo veo por aquí.
—Dígame cómo es y, si lo veo, le daré un mensaje.
Ben comenzaba a incomodarse y a lamentar haberse metido en eso.
—Bueno, es bastante gordito y se me parece un poco. Pero no se preocupe, señorita. Si lo ve, dígale que su padre estuvo aquí, camino de casa.
—Lo haré —dijo ella, sonriendo.
Pero la sonrisa no le llegó a los ojos y Ben comprendió súbitamente que ella no se había acercado a hablarle por simple cortesía ni por voluntad de ayudar. Era ayudante en la biblioteca infantil de una ciudad donde, en los últimos ocho meses, nueve niños habían sido asesinados. Viendo a un desconocido en ese mundo a escala reducida, donde los adultos rara vez entraban, como no fuera para dejar a sus hijos o para recogerlos, cualquiera sospechaba, naturalmente.
—Gracias —le dijo con una sonrisa que trató de ser tranquilizadora, y salió como si se lo llevara el diablo.
Volvió por el corredor a la biblioteca de adultos y se acercó al escritorio siguiendo un impulso que él mismo no comprendió. Pero se suponía que, por esa tarde, era preciso seguir los impulsos, ¿no? Seguir los impulsos y ver a dónde llevaban.
El letrero de identificación del escritorio decía que la bonita bibliotecaria se llamaba Carole Danner. Detrás de ella, Ben vio una puerta con un panel de vidrio opaco; sobre el vidrio se leía: MICHAEL HANLON - JEFE DE BIBLIOTECARIOS.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó la señorita Danner.
—Creo que sí —dijo Ben—. Es decir, eso espero. Me gustaría sacar un carnet.
—Muy bien —dijo ella, cogiendo un formulario—. ¿Está domiciliado en Derry?
—Actualmente, no.
—En ese caso, ¿cuál es su dirección?
—Carretera Rural Star, 2, Hemingford Home, Nebraska. —Hizo una breve pausa, algo divertido por la expresión de la mujer, y agregó el código postal—: cinco nueve tres cuatro uno.
—¿Es una broma, señor Hanscom?
—No, en absoluto.
—Entonces, ¿piensa mudarse a Derry?
—No, no lo tengo pensado.
—¿No le parece que es mucho viajar para llevarse un libro en préstamo? ¿No hay bibliotecas en Nebraska?
—Es algo sentimental —dijo Ben. En cualquier otro momento, le habría resultado embarazoso explicar eso a una desconocida, pero descubrió que no lo era—. Crecí en Derry, ¿sabe? He vuelto ahora por primera vez desde que era niño. Estaba paseando, observando los cambios y las cosas que siguen iguales. Y de pronto se me ocurrió que, por los diez años vividos aquí, entre los tres y los trece años, no tengo una sola cosa que me los recuerde. Ni siquiera una postal. Tenía unos dólares de plata, pero perdí uno de ellos y regalé el resto a un amigo. Supongo que quiero un recuerdo de mi niñez. Es tarde, pero, ¿acaso no dicen que es mejor tarde que nunca?
Carole Danner sonrió. Y su bonita cara se convirtió en hermosa.
—Me parece muy tierno —dijo—. Si quiere pasar diez o quince minutos observando la biblioteca, cuando vuelva al escritorio le tendré el carnet preparado.
—Supongo que debo pagar una tasa, por no ser de la ciudad y todo eso.
—Cuando era niño, ¿tenía carnet?
—Sí, claro. —Ben sonrió—. Exceptuando a mis amigos, creo que ese carnet de la biblioteca era lo más importante…
De pronto, una voz llamó, cortando el silencio de la biblioteca como un bisturí.
—Ben, ¿quieres subir aquí?
Ben giró en redondo, dando un respingo culpable, como hacen todos cuando alguien grita en una biblioteca. No vio a nadie que conociera… y un momento después se dio cuenta de que nadie había levantado la mirada; nadie daba señal de sorpresa o de fastidio. Los ancianos seguían leyendo sus periódicos y revistas. En las mesas del cuarto de referencias, dos estudiantes secundarias tenían la cabeza metida en una montaña de papeles y de fichas. Varios curiosos estudiaban las hileras de libros señalados con el cartel OBRAS DE FICCIÓN CONTEMPORÁNEAS / PRÉSTAMO A SIETE DÍAS. Un viejo, tocado con una ridícula gorra de chófer, la pipa fría apretada entre los dientes, seguía hojeando una carpeta de dibujos de Luis de Vargas.
Ben volvió a mirar a la joven, que lo observaba, intrigada.
—¿Le ocurre algo?
—No —dijo Ben, sonriente—. Me pareció oír algo. Creo que estoy más afectado por el viaje de lo que pensaba. ¿Qué me decía?
—En realidad, era usted el que estaba hablando. Pero yo estaba a punto de agregar que, si usted tenía carnet cuando residía aquí, su nombre todavía estará en los archivos. Ahora tenemos todo en microfilm. Creo que las cosas han cambiado un poco desde que usted era niño.
—Sí. En Derry han cambiado muchas cosas…, pero muchas otras parecen seguir igual.
—De cualquier modo, puedo buscarlo, y prepararle un carnet de renovación. Son gratuitos.
—Me parece estupendo —dijo Ben.
Antes de que pudiera agradecer, la voz volvió a romper el silencio sacramental de la biblioteca, ahora vociferando con ominosa alegría:
—¡Ven aquí arriba, Ben! ¡Sube, culo gordo! ¡Ven a ver tu vida, Ben Hanscom!
Ben carraspeó.
—Se lo agradezco —agregó.
—No hay de qué. —Ella lo miró inclinando la cabeza—. ¿Empieza a hacer calor afuera?
—Sí, un poco. ¿Por qué?
—Está…
—¡Fue Ben Hanscom! —aulló la voz. Venía desde arriba, desde las estanterías—. ¡Ben Hanscom mató a los niños! ¡Atrápenlo! ¡Sujétenlo!
—… transpirando —concluyó ella.
—¿De veras? —fue la estúpida réplica de Ben.
—Se la haré preparar de inmediato —prometió ella.
—Gracias.
La joven se encaminó hacia la vieja máquina de escribir que ocupaba la esquina de su escritorio.
Ben se alejó lentamente, con el corazón convertido en un tambor dentro del pecho. Sudaba, sí; sentía las gotas que le caían por la frente, por las axilas, enredándose en el vello del pecho. Al levantar la vista vio al payaso Pennywise de pie, en lo alto de la escalera izquierda. Lo miraba. Tenía la cara blanca de pintura grasienta; sus labios sangraban lápiz labial en una sonrisa de asesino. Las cuencas de sus ojos eran agujeros vacíos. Sostenía un manojo de globos en una mano y un libro en la otra.
No es un payaso —pensó Ben—. Es Eso. Aquí estoy, en medio de la Biblioteca Pública de Derry, en una tarde de primavera de 1985. Soy un hombre adulto y me veo cara a cara con la peor pesadilla de mi niñez. Estoy frente a frente con él.
—Sube, Ben —lo llamó Pennywise—. No te haré daño. ¡Tengo un libro para darte! Un libro… y un globo. ¡Sube!
Ben abrió la boca para contestar: Si crees que voy a subir estás loco. Y de pronto comprendió que, si lo hacía, todo el mundo lo miraría, todo el mundo pensaría: ¿Quién es ese loco?
—Oh, ya sé que no puedes responder —siguió Pennywise y soltó una risita—. Pero, casi te engañé, ¿verdad? «Disculpe, señor. ¿Tiene Tío Pepe en botella de litro…? ¿Sí…? Ah, ¿y por qué no lo deja salir, pobre viejo?». «Perdone, señora, ¿podría decirme si su nevera está andando…? ¿Sí…? Entonces le conviene vigilarla para que no se escape».
El payaso, allá arriba, echó la cabeza atrás con una carcajada chillona. Sus chillidos levantaron ecos en la cúpula, como una bandada de murciélagos negros. Ben tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no taparse los oídos con las manos.
—Vamos, sube, Ben —lo llamó Pennywise—. Quiero que hablemos, en terreno neutral. ¿Qué te parece?
No voy a subir —pensó Ben—. Cuando me acerque a ti, finalmente, no querrás verme, creo. Vamos a matarte.
El payaso volvió a bramar de risa.
—¿Matarme? ¿A mí? —Y de pronto, horriblemente, su voz fue la de Richie Tozier. No exactamente la de él, sino su Voz de Negrito—: ¡No me mate, amito, que vo’ a se’ un negro bueno! ¡No mate a este pobre negrito, amo Parva!
Luego, otra vez esa carcajada estridente.
Temblando, blanco el rostro, Ben cruzó el centro resonante de la biblioteca de adultos. Tenía la sensación de que iba a vomitar en cualquier momento. Se detuvo ante una estantería de libros y tomó uno al azar, con mano muy temblorosa. Sus dedos fríos hojearon el volumen.
—¡Ésta es tu única oportunidad, Parva! —clamó la voz, desde atrás y desde arriba—. Sal de la ciudad. Vete antes de que oscurezca. Esta noche estaré persiguiéndote… a ti y a los otros. Eres demasiado adulto para detenerme, Ben. Todos sois demasiado adultos. No conseguiréis más que haceros matar. Vete, Ben. ¿O quieres ver esto?
Ben giró lentamente, siempre con el libro en las manos heladas. No quería mirar, pero parecía tener una mano invisible bajo el mentón, levantándole la cabeza más y más.
El payaso había desaparecido. En los alto de la escalera izquierda estaba Drácula, pero no un Drácula de película (no era Bela Lugosi ni Christopher Lee ni Frank Langella ni Francis Lederer ni Reggie Nalder). Era un anciano, con la cara parecida a una raíz retorcida, mortalmente pálido; sus ojos eran rojos, purpúreos, del color de los coágulos de sangre. Cuando abrió la boca, dejó al descubierto un montón de hojas de afeitar, dispuestas en ángulos en sus encías; era como mirar un mortífero laberinto de espejos donde un solo paso en falso podría cortarlo a uno en dos.
—¡KIII-RUNCH! —aulló.
Y sus mandíbulas se cerraron. La sangre manó de su boca en una inundación rojo-negruzca. Algunos trozos de sus labios cortados cayeron sobre la seda blanca de su fina camisa deslizándose por la pechera; dejaban atrás sangrientas huellas de caracol.
—¿Qué vio Stan Uris antes de morir? —preguntó el vampiro a gritos, riendo por el agujero ensangrentado de su boca—. ¿Vio a Tío Pepe en botella de litro? ¿A David Crockett, rey de la frontera salvaje? ¿Qué vio, Ben? ¿Quieres verlo tú también? ¿Qué vio? ¿Qué vio?
Y otra vez la risa estridente. Ben comprendió que él también iba a gritar, sí, no había modo de contener el grito, iba a surgir. La sangre estaba goteando desde el descansillo de la escalera en una horrible ducha. Una gota había caído en la artrítica mano de un viejo que leía The Wall Street Journal. Le corría por los nudillos, sin que él la viera, sin que la sintiera.
Ben tomó aliento, seguro que a continuación vendría el grito, inconcebible en el silencio de esa lluviosa tarde primaveral, tan chocante como el corte de un cuchillo… o una boca llena de hojas de afeitar.
En cambio, lo que surgió en un torrente desigual, tembloroso, balbuceando y no gritando, como en plegaria, fueron estas palabras:
—Hicimos balines con él, por supuesto. Convertimos el dólar de plata en balines de plata.
El caballero de la gorra de chófer, que había estado estudiando los dibujos de Vargas, levantó ásperamente la vista.
—Tonterías —dijo.
Ahora sí, la gente levantó la mirada. Alguien chistó al viejo.
—Perdón —dijo Ben, en voz baja y temblorosa. Tenía la vaga conciencia de que el sudor le corría por la cara y de que tenía la camisa pegada al cuerpo—. Estaba pensando en voz alta…
—Tonterías —repitió el anciano caballero, levantando un poco el tono—. No se pueden hacer balas de plata con dólares de plata. Es un error. Cosa de historietas. El problema es la gravedad específica…
De pronto apareció la mujer, la señorita Danner.
—Tendrá que guardar silencio, señor Brockhill —dijo, con bastante amabilidad—. La gente está leyendo…
—Ese hombre está enfermo —dijo Brockhill, abruptamente, mientras volvía a su libro—. Dele una aspirina, Carole.
Carole Danner miró a Ben con expresión preocupada.
—¿De veras se siente mal, señor Hanscom? Sé que es una terrible descortesía decir esto, pero se le ve muy mal.
Ben dijo:
—Almorcé… comida china. No creo que me haya caído bien.
—Si quiere echarse, en la oficina del señor Hanlon hay un catre. Podría…
—No. Gracias, pero no.
Lo que deseaba no era tumbarse, sino salir volando de la biblioteca pública. Levantó la vista hacia el descansillo. El payaso había desaparecido. El vampiro había desaparecido. Pero había algo atado a la barandilla de hierro forjado que rodeaba el descansillo: un globo. Y en su abultada superficie se leía una frase: ¡QUE TE DIVIERTAS! ¡ESTA NOCHE MORIRÁS!
—Su carnet ya está listo —dijo ella, apoyándole una mano en el brazo—. ¿Todavía lo quiere?
—Sí, gracias —dijo Ben. Aspiró profunda, trémulamente—. Lamento mucho este problema.
—Espero que no sea botulismo —se alarmó ella.
—No daría resultado —dijo el señor Brockhill, sin levantar la vista de los dibujos ni quitarse la pipa apagada de la boca—. Invento de las malas novelas. Las balas saldrían a tumbos.
Y Ben, hablando otra vez sin saber lo que iba a decir, dijo:
—Eran balines, no balas. Enseguida nos dimos cuenta de que no podríamos hacer balas. Porque éramos niños. Yo tuve la idea de…
—¡Chissst! —dijo alguien, otra vez.
Brockhill clavó en Ben una mirada algo sobresaltada; parecía a punto de decir algo, pero volvió a sus dibujos.
Ya ante el escritorio, Carole Danner le entregó una pequeña tarjeta naranja que tenía, en la parte superior, un nombre impreso: BIBLIOTECA PÚBLICA DE DERRY. Ben, asombrado, se dio cuenta de que era su primer carnet de biblioteca en su vida adulta. El que tenía de niño había sido de color amarillo canario.
—¿Está seguro de que no necesita echarse, señor Hanscom?
—Me siento algo mejor, gracias.
—¿Seguro?
Él consiguió sonreír.
—Seguro.
—Sí, se lo ve un poco mejor —comentó ella.
Pero lo dijo con vacilación, como si comprendiera que era lo correcto, aun sin creerlo.
Un momento después, ella puso un libro bajo el aparato de microfilmación que se usaba en la actualidad para registrar los préstamos de volúmenes. Ben sintió un dejo de diversión casi histérica. Es el libro que tomé del estante cuando el payaso comenzó a hablar con la Voz del Negrito —se dijo—. Ella creyó que yo quería retirarlo. Acabo de retirar mi primer libro de la biblioteca de Derry, después de veinticinco años, y ni siquiera sé cómo se titula. Más aún, no me importa. Sólo quiero salir de aquí, ¿eh? Con eso basta.
—Gracias —dijo, poniéndose el libro bajo el brazo.
—No tiene nada que agradecer, señor Hanscom. ¿Seguro de que no quiere una aspirina?
—Seguro —dijo él. Y entonces vaciló—. Por casualidad, ¿no sabe qué fue de la señora Starrett? Barbara Starrett. Era jefa de la biblioteca infantil.
—Murió —dijo Carole Danner—. Hace tres años. Fue un ataque, por lo que tengo entendido. Una verdadera lástima, porque era relativamente joven… cincuenta y ocho o cincuenta y nueve años, creo. El señor Hanlon cerró la biblioteca por ese día.
—Oh —dijo Ben.
Sintió que un hueco se le abría en el corazón. Eso era lo que pasaba cuando uno volvía a su «antes era así», como dice la canción. Aunque la tarta estuviera recubierta de dulce, lo de dentro era amargo. La gente se había olvidado de uno, o se moría, o perdía el pelo y los dientes. A veces, uno descubría que hasta había perdido la cabeza. Oh, era grandioso estar vivo. Claro que sí.
—Lo siento —dijo ella—. Usted le tenía aprecio, ¿verdad?
—Todos los chicos queríamos a la señora Starrett —dijo Ben, alarmado al sentir las lágrimas aflorar.
—¿Se sien…?
Si vuelve a preguntarme si me siento bien, voy a gritar de verdad. O cualquier cosa parecida.
Echó un vistazo al reloj, y dijo:
—Tengo que darme prisa, de veras. Gracias por su amabilidad.
—Que se divierta, señor Hanscom.
Claro. Porque esta noche moriré.
Se despidió y volvió a cruzar la sala. El señor Brockhill le observó por un instante, atento, suspicaz.
Ben miró hacia el descansillo de la izquierda. El globo seguía flotando allí, atado con un cordel al hierro forjado. Pero la frase impresa en su curva decía:
¡YO MATÉ A BARBARA STARRETT!
EL PAYASO PENNYWISE
Apartó la vista, sintiendo en su garganta que el pulso volvía a precipitarse. Salió a la calle y se sorprendió al encontrarse con la luz del sol. Arriba, las nubes comenzaban a desenredarse; un cálido sol de mayo bajaba dando a la hierba un tono imposiblemente verde y fértil. Ben sintió que algo comenzaba a aflojarse en su corazón. Tuvo la sensación de que había dejado atrás, en la biblioteca, una carga insoportable…
Entonces miró el libro que había retirado inadvertidamente y sus dientes se apretaron con dolorosa fuerza. Era Bulldozer, de Stephen W. Meader, uno de los volúmenes que había retirado de la biblioteca el día en que se adentró en Los Barrens para huir de Henry Bowers y sus amigos.
Y hablando de Henry, la huella de su bota aún se veía en la cubierta.
Estremecido, torpe, le dio la vuelta. La biblioteca podía haber adoptado un sistema microfílmico, pero aún había un bolsillo en la tapa posterior con una tarjeta guardada dentro. En cada línea se veía un nombre escrito y el sello del bibliotecario, indicando la fecha en que debía ser devuelto. Ben leyó lo siguiente:
RETIRADO
FECHA DEVOLUCIÓN
Charles N. Brown
14 mayo 58
David Hartwell
1 junio 58
Joseph Brennan
17 junio 58
Y en la última línea de la tarjeta, su propia firma infantil, escrita con gruesos trazos de lápiz:
Benjamin Hanscom |
9 julio 58 |
Estampado sobre esa tarjeta, sobre la solapa del libro, en el grosor de las páginas, una y otra vez, en borrosa tinta roja que parecía sangre, se leía una sola palabra: Cancelado.
—Oh, Dios bendito —murmuró Ben. No sabía qué otra cosa decir; eso parecía cubrir toda la situación—. Oh, Dios bendito, Dios bendito.
Se detuvo a la nueva luz del sol, preguntándose, inesperadamente, qué le estaría pasando a los otros.
Eddie Kaspbrak toma un atajo
Eddie bajó del autobús en la esquina de Kansas Street con el pasaje Kossuth. Kossuth corría cuatrocientos metros colina abajo antes de cortarse abruptamente allí donde la tierra desmoronada se inclinaba hacia Los Barrens. No tenía la menor idea de por qué había escogido ese sitio para bajar del vehículo; el pasaje Kossuth no tenía ningún significado para él. Tampoco conocía a nadie en esa parte de la calle Kansas, en especial. Pero le parecía un lugar adecuado. No sabía más y a esa altura le pareció suficiente. Beverly había bajado del autobús, saludándolo brevemente con la mano, en una de las paradas de Main Street. Mike había vuelto a la biblioteca en su coche.
En ese momento, mientras contemplaba el Mercedes, pequeño y algo absurdo que se alejaba entre el tráfico, Eddie se preguntó qué estaba haciendo allí, exactamente: de pie en una oscura esquina de una oscura ciudad, a ochocientos kilómetros de Myra, que debía de estar preocupada hasta las lágrimas por su causa. De inmediato sintió un vértigo casi doloroso; se tocó el bolsillo de la chaqueta y recordó que había dejado el Dramamine en el hotel con el resto de sus fármacos. Pero tenía aspirinas. No había salido jamás sin aspirinas, así como no salía sin pantalones. Tragó un par en seco y echó a andar a lo largo de Kansas Street, pensando, vagamente, que podría ir a la Biblioteca Pública, o quizá, cruzar a la avenida Costello. Ya comenzaba a aclarar. Podía caminar hasta Broadway Oeste para admirar las viejas casas victorianas que se levantaban allí, en las dos únicas zonas residenciales de Derry que estaban dotadas de verdadera belleza. De niño lo había hecho algunas veces, caminar por Broadway Oeste con aire indiferente, como si fuera camino de otro lugar. Allí estaba la casa de los Mueller, cerca de la esquina de Witcham con Broadway Oeste: una mansión roja, con torrecillas a cada lado y seto al frente. Los Mueller tenían un jardinero que siempre lo miraba con ojos suspicaces cuando él pasaba por allí.
También estaba la casa de los Bowie, a cuatro puertas de distancia de la de los Mueller, en la misma acera. Probablemente era uno de los motivos por los que Greta Bowie y Sally Mueller eran tan amigas en la escuela primaria. Tenía tejado verde y torrecillas también, pero no cuadradas en la parte superior, como las de los Mueller, sino coronadas por extraños conos que parecían bonetes de cumpleaños. En el verano siempre había muebles de jardín en el prado lateral: una mesa con una bonita sombrilla amarilla, sillones de mimbre, un columpio de cuerda tendido entre dos árboles. En la parte trasera a veces jugaban a críquet. Al pasar, como por casualidad (como si fuera camino a otra parte), Eddie oía a veces el chasquido de las pelotas, risas y gruñidos, cuando a alguien «se le escapaba» la pelota. Una vez había visto a la misma Greta, con un vaso de limonada en una mano y el palo de críquet en la otra, delgada y bonita más allá de lo que cualquier poeta habría podido expresar; hasta sus hombros, quemados por el sol, parecían maravillosos a Eddie Kaspbrak, quien por entonces tenía nueve años. Iba detrás de su pelota, que se había «escapado», y así se puso a la vista de Eddie.
Ese día, el chico se enamoró un poquito de ella; el pelo rubio, brillante, caía hasta los hombros de su vestido con falda pantalón, de un azul fresco. Greta miró alrededor y, por un momento, Eddie pensó que lo había visto. Pero no era así, porque cuando él levantó la mano en un tímido saludo, ella no respondió a su gesto; se limitó a enviar su pelota otra vez hacia el césped trasero y corrió tras ella. Eddie siguió caminando, sin resentimiento por el saludo no correspondido (estaba convencido de que ella no lo había visto) ni por el hecho de que nunca lo invitaran a uno de esos partidos de críquet los sábados por la tarde. ¿Qué interés podría tener una chica tan hermosa como Greta Bowie en invitar a un chico como él, de pecho hundido, asmático y con cara de rata ahogada?
Sí —pensó, caminando sin rumbo fijo por Kansas Street—, debería haber ido a Broadway Oeste para contemplar otra vez aquellas casas… la de los Mueller, la de los Bowie, la del doctor Hale, la de los Tracker…
Ante ese último apellido, sus pensamientos se interrumpieron abruptamente, porque… ¡hablando del demonio!, allí estaba, frente al garaje de camiones de Tracker Hnos.
—Todavía sigue aquí —pensó Eddie, en voz alta y se echó a reír—. ¡Qué cabrón!
Phil y Tony Tracker, dos solterones de toda la vida, tenían en Broadway Oeste la casa más hermosa, probablemente, entre todas las de esa calle: una impecable mansión victoriana, con verdes prados y grandes canteros de flores que se alborotaban (a la manera ordenada de un jardín inglés) durante la primavera y el verano. Cada otoño se sellaba la carretera de entrada, para que estuviera siempre negra como un espejo oscuro. Las tejas del techo a varias aguas tenían el verde perfecto de la menta que coincidía casi con el del prado; a veces, la gente se detenía a fotografiar las ventanas de la buhardilla, muy antiguas y notables.
—Cuando dos hombres se toman el trabajo de mantener tan bien una casa, tienen que ser invertidos —había dicho una vez la madre de Eddie, con expresión gruñona, sin que el chico se atreviera a pedir aclaraciones.
El garaje de camiones era el polo opuesto de la casa. Era una estructura de ladrillos, de poca altura. Los ladrillos estaban viejos y en algunas partes se desmoronaban con su tono naranja sucio pasando a negro hollín en la parte inferior del edificio. Las ventanas estaban uniformemente mugrientas, excepto un pequeño círculo abierto en la parte baja de la ventana que correspondía a la oficina del gerente. Ese vidrio permanecía impecable gracias a los niños, porque el gerente tenía un almanaque de Playboy en su escritorio. Ninguno de los chicos que iban a jugar al béisbol en la parte trasera dejaba de detenerse a limpiar el vidrio con su guante para contemplar la modelo del mes.
El parque estaba rodeado por una extensión de gravilla por tres lados. Los camiones de larga distancia, con el letrero TRACKER HNOS. DERRY-NEWTON-PROVIDENCE-HARTFORD-NUEVA YORK pintado en el flanco, solían estar estacionados allí, en desordenada abundancia. A veces, armados, a veces sólo cabinas o remolques, silenciosamente erguidos sobre las ruedas traseras y los soportes.
Los hermanos Tracker mantenían los camiones en la parte trasera del edificio, dentro de lo posible, pues ambos eran fanáticos del béisbol y les gustaba que los chicos fueran a jugar allí. Phil Tracker conducía camiones, así que los chicos lo veían rara vez, pero Tony, hombre de enormes brazos y barriga haciendo juego, llevaba los libros y administraba. Eddie (que nunca jugaba porque la madre lo habría matado si él se hubiera atrevido a arriesgar sus delicados pulmones con el polvo, buscándose fracturas, conmociones cerebrales y Dios sabía qué cosas) se acostumbró a verlo allí. Era parte del verano; su voz constituía un elemento del juego. Tony Tracker, fantasmal a pesar de su corpulencia, con la camisa blanca centelleante entre la luz del crepúsculo y las luciérnagas, chillaba:
—¡Tienes que ponerte bajo la p’lota para atajarla, Rojo! ¡No apartes los ojos de esa p’lota, Mediometro! ¡No vas a pegarle nunca si no la miras! ¡Corre, Pata de Elefante! ¡Pon esas zapatillas en la cara del segunda base!
Nunca llamaba a nadie por su nombre. Era siempre: eh, Rojo; eh, Rubio; eh, Cuatroojos; eh, Mediometro. Y nunca decía pelota; siempre p’lota.
Eddie, sonriente, se acercó un poquito más… y entonces se evaporó su sonrisa. El largo edificio de ladrillos, donde se recibían las cargas, se reparaban los camiones y se almacenaba mercadería por poco tiempo, estaba en ese momento oscuro y silencioso. Crecían las hierbas por entre la grava y ya no había camiones en los patios laterales: sólo una cabina, herrumbrosa y opaca.
Al acercarse un poco más, distinguió un cartel de empresa inmobiliaria, SE VENDE, en la ventana.
Tracker Hermanos se fundió, se dijo, sorprendido ante la tristeza que le causaba la idea, como si alguien hubiera muerto. Entonces se alegró de no haber ido a Broadway Oeste. Si la empresa de transportes, que parecía eterna, se había acabado, ¿qué habría sido de esa calle por la que tanto le gustaba caminar de niño? Comprendió, intranquilo, que prefería no saberlo. No quería ver a Greta Bowie con el pelo encanecido y las caderas engrosadas por exceso de silla, de bebida y de comida. Era mejor, más seguro, mantenerse lejos.
Eso es lo que todos deberíamos haber hecho: mantenernos lejos. No tenemos nada que hacer aquí. Volver al sitio donde uno ha crecido es como hacer una de esas descabelladas pruebas de contorsionista: meterse los pies en la boca y tragarse a uno mismo, de algún modo, hasta que nada queda. No se puede hacer, y cualquiera en su sano juicio debería alegrarse de que no sea posible. De cualquier modo, ¿qué habrá sido de Tony y Phil Tracker?
En el caso de Tony, un ataque cardiaco, tal vez. Tenía unos treinta y cinco kilos de más. Y con el corazón había que tener cuidado. Los poetas escribían mucho sobre los corazones deshechos y Barry Manilow los nombraba en sus canciones; a Eddie le parecía bien (él y Myra tenían todos los discos de Barry Manilow), pero él, por su parte, prefería hacerse un buen electrocardiograma todos los años. Sí, seguro: el corazón de Tony habría renunciado a ese mal empleo. ¿Y Phil? Mala suerte en las carreteras, quizás. Eddie, que también se ganaba la vida conduciendo (antes, al menos; últimamente sólo conducía para los famosos y pasaba el resto de sus días conduciendo un escritorio) conocía bien la mala suerte que acecha en las rutas. El viejo Phil podía haber caído por un barranco, en Nueva Hampshire o en los bosques de Tainesville, al norte de Maine, ya por hielo en la carretera, ya por haberle fallado los frenos bajo la lluvia. Eso, o cualquiera de las cosas que se cantaban en las canciones country sobre camioneros. Conducir escritorios podía ser un trabajo solitario, pero Eddie, que había estado tras el volante más de una vez, con el inhalador en el tablero, reflejado fantasmagóricamente en el parabrisas (y un bote de píldoras en la guantera) sabía que la verdadera soledad era un borrón rojizo: el color de las luces traseras del coche que iba delante, reflejadas en el pavimento mojado por una lluvia torrencial.
—Oh, Dios, cómo pasa el tiempo —dijo Eddie Kaspbrak en un susurro suspirante. Ni siquiera se dio cuenta de que había hablado en voz alta.
Sintiéndose enternecido y triste al mismo tiempo (estado más común en él de lo que habría podido creer), rodeó el edificio. Sus costosos mocasines crujían en la grava. Por fin estuvo frente al terreno donde se jugaba al béisbol cuando él era niño… cuando, al parecer, el noventa por ciento del mundo estaba hecho de niños.
El lugar no había cambiado mucho, pero bastó un vistazo para convencerlo, sin lugar a dudas, de que ya no se jugaba allí; la tradición había muerto, simplemente, en algún momento de los años transcurridos, por sus propias razones.
En 1958, el rombo del terreno de juego no había estado demarcado por líneas de cal, sino por huellas abiertas por los pies al correr. No había bases, en realidad; los niños que iban a jugar allí (todos mayores que los perdedores, aunque Eddie recordó, en ese momento, que Stan Uris jugaba con ellos, de vez en cuando; como bateador era sólo pasable, pero corría mucho y tenía reflejos de ángel) tenían siempre cuatro trozos de lona sucia guardados bajo la plataforma de carga. Cuando se reunía un grupo suficiente, se retiraban esas lonas con aire de ceremonia; al adentrarse el crepúsculo al punto de impedir el juego, se las volvía a guardar con la misma ceremonia.
Eddie no vio rastros de las huellas abiertas. Los hierbajos crecían profusamente entre la grava. Aquí y allá se veían botellas de refrescos y cervezas, rotas y centelleantes. En los viejos tiempos, esos fragmentos de vidrio habrían sido retirados religiosamente. Lo único que permanecía igual era la alambrada de la parte trasera, de tres metros y medio, herrumbrada como sangre seca. Enmarcaba el cielo en muchas hileras de rombos.
Esto era territorio de home-run —pensó Eddie, divertido, con las manos en los bolsillos, ocupando el mismo sitio que había sido la meta, veintisiete años atrás—. Por encima de la alambrada y hacia Los Barrens. Eso se llamaba El Automático.
Rió con ganas y se volvió para mirar, nervioso, como si fuera un fantasma el que reía en voz alta, no un tipo bien vestido, de posición tan sólida como…, como…
Vamos, Eds —pareció susurrar la voz de Richie—. De sólido no tienes nada y en los últimos años las risadas han sido pocas y raras, ¿no?
—Sí, cierto —reconoció Eddie, en voz baja, mientras pateaba algunos guijarros.
En verdad, sólo había visto pasar dos pelotas sobre esa alambrada, ambas lanzadas por el mismo chico: Belch Huggins. Belch era enorme, casi hasta lo ridículo. A los doce años medía ya un metro ochenta y pesaba unos setenta y ocho kilos. Lo llamaban Belch (eructo), porque era capaz de eructar con asombrosa potencia y longitud. En sus mejores momentos parecía un cruce entre rana-toro con cigarra. A veces se golpeaba rápidamente la boca con la mano, mientras eructaba, emitiendo un sonido que parecía un grito indio, pero ronco.
Belch era enorme, sin llegar a gordo, recordó Eddie, pero se hubiera dicho que no era voluntad de Dios que un niño de doce años alcanzara tamaña corpulencia: si no hubiera muerto ese verano, habría llegado al metro noventa y cinco, por lo menos; tal vez habría aprendido, mientras tanto, cómo maniobrar con ese cuerpo descomunal por un mundo de personas más pequeñas. Quizás habría aprendido a moverse con desenvoltura. Pero a los doce años era torpe y perverso; no llegaba a ser retardado pero, casi lo parecía, por la falta de gracia de sus movimientos. No tenía, en absoluto, los ritmos naturales de Stanley; era como si su cuerpo no se hablara con su cerebro y existiera en su propio cosmos de truenos lentos. Eddie recordaba la tarde en que una pelota baja, lenta, larga, había sido lanzada directamente hacia la posición de Belch, en el campo exterior. Belch no necesitaba siquiera moverse. Permaneció mirando hacia arriba, con el guante levantado en un gesto casi sin objetivo y la pelota, en vez de hundirse en su guante, le pegó directamente en la coronilla, produciendo un hueco ¡bonk! Fue como si la hubieran arrojado, desde tres pisos de altura, contra el techo de un automóvil. Rebotó hasta alcanzar más de un metro de altura y bajó limpiamente al guante de Belch. Un desdichado, de nombre Owen Phillips, festejó con una carcajada aquel sonido hueco. Belch se acercó para patearle el culo con tanta fuerza, que el chico Phillips había corrido a su casa, aullando, con un agujero en los fondillos. Nadie más rió, al menos por fuera. Eddie se dijo que, si Richie Tozier hubiera estado allí, no habría podido evitarlo y Belch lo hubiera mandado al hospital.
Belch era igualmente lento como bateador; era fácil ganarle de mano y, si pegaba una, hasta el más torpe de los infielders se le adelantaba sin problemas. Pero cuando pegaba una, la enviaba muy, muy lejos. Las dos veces que Eddie vio a Belch enviar una pelota por encima de la cerca fueron dos maravillas. La primera nunca fue recobrada, aunque diez o doce chicos se pasearon largamente por el terraplén que se hundía en Los Barrens, buscándola.
La segunda sí, fue recobrada. La pelota pertenecía a otro chico de sexto curso (Eddie no recordaba su nombre, pero los otros le llamaban Estornudo porque siempre estaba resfriado) y había estado en uso por media primavera y medio verano de 1958. Como resultado, ya no era la creación esférica casi perfecta, de cuero blando y costura roja, que saliera de la caja; estaba rozada, con manchas de hierba y varios cortes. Sus costuras empezaban a aflojarse en un lado. Eddie, que solía recobrar las pelotas perdidas cuando el asma se lo permitía (disfrutando el indiferente «¡Gracias, flaco!» con que se la recibían los jugadores) sabía que pronto alguien traería un rollo de cinta engomada para emparcharla, a fin de que les sirviera por una semana más.
Pero antes de que llegara ese día, un muchacho de séptimo curso, con el extraño nombre de Stringer Dedham, arrojó hacia Belch Huggins una pelota con lo que él llamaba «cambio de velocidad». Belch calculó perfectamente el pitch (las pelotas lentas eran su especialidad) y bateó con tanta fuerza que la envejecida pelota de Estornudo perdió su cubierta, que cayó revoloteando a uno o dos metros de la segunda base, como, una polilla blanca, gigantesca. La pelota en sí continuó subiendo hacia un glorioso crepúsculo, desmadejándose. En el trayecto, mientras los chicos seguían su curso con maravillada mudez, pasó por encima del alambrado y continuó. Eddie recordaba que Stringer Dedham había dicho «¡A la mierr-da!», con voz pasmada de asombro. La pelota seguía, dibujando una senda en el cielo. Todos vieron el cordel que se iba soltando. Tal vez antes de que cayera, seis muchachos treparon por la alambrada. Eddie recordó que Tony Tracker, riendo como loco, había gritado:
—¡Ésa parecía salida del Yankee Stadium! ¿Me oís? ¡Del Yankee Stadium tendría que haber salido, joder!
Fue Peter Gordon quien encontró la pelota, no lejos del arroyo que el Club de los Perdedores cerraría con un dique, menos de tres semanas después. Lo que restaba no medía más de siete centímetros de diámetro, era una especie de torcido milagro que no se hubiera roto el cordel.
Por tácito acuerdo, los niños llevaron los restos de aquella pelota a Tony Tracker, quien la examinó sin decir palabra, rodeado de niños igualmente silenciosos. Visto desde lejos, el grupo parecía tener una solemnidad casi religiosa: la veneración de una reliquia. Belch Huggins ni siquiera corrió de base en base. Estaba entre los otros, como si no tuviera idea exacta de dónde estaba. Lo que Tony Tracker le devolvió, aquel día, era más pequeño que una pelota de tenis.
Eddie, perdido en esos recuerdos, caminó desde el sitio en donde había estado la meta, cruzando el montículo del pitcher (sólo que no era un montículo, sino una depresión sin grava) hasta salir del rombo. Se detuvo por un instante, sorprendido por el silencio; luego siguió caminando hasta la cerca. Estaba más herrumbrada que nunca y cubierta por una fea planta trepadora, pero seguía allí. Al otro lado se veía el descenso del suelo, agresivamente verde.
Los Barrens se parecían más que nunca a una selva. Por primera vez, Eddie se preguntó por qué llamaban Barrens (áridos) a una zona de vegetación tan enmarañada y selvática. ¿Por qué no llamarla La Espesura? ¿O La Jungla?
Barrens.
El sonido era ominoso, casi siniestro. Lo que conjuraba en la mente no era una maraña de arbustos y árboles tan densos que debían luchar por recibir un poco de sol, sino terrenos áridos y desiertos que se extendían interminablemente. Barrens. Mike había dicho que todos ellos eran yermos, y parecía cierto. Ni un sólo niño, entre los siete. Aun con la moda de la planificación familiar, resultaba un desafío a la ley de las probabilidades.
Dejó vagar los ojos a través del ruinoso campo en forma de diamante oyendo el ruido lejano de los coches de Kansas Street, el ruido lejano del agua corriendo y goteando allá abajo. Podía verla brillar en el sol de primavera como destellos de cristal. Los troncos de bambú aún estaban allí, en medio del verde. Más allá, en los terrenos cenagosos que bordeaban el Kenduskeag, había, supuestamente, arena movediza.
Allá abajo, en ese revoltijo, pasé los días más felices de mi niñez, pensó, estremecido.
Estaba por gritar sobre sus talones cuando algo le llamó la atención: un cilindro de cemento con una pesada tapa de acero. Agujeros Morlock los llamaba Ben, riendo con la boca pero no con los ojos. Llegaban casi a la cintura (si uno era niño) y en la tapa se leía DPTO. DE OBRAS PUBLICAS DE DERRY, en relieve metálico, formando un semicírculo. Y desde muy adentro se oía un zumbido. Algún tipo de maquinaria.
Agujeros Morlock.
Allí fuimos. En agosto. Al final. Entramos por uno de esos agujeros Morlock, como les decía Ben, en las cloacas, pero al cabo de un rato ya no eran cloacas. Eran…, eran…, ¿qué?
Allá abajo estaba Patrick Hockstetter. Antes de que Eso se lo llevara, Beverly le vio hacer algo malo, que la hizo reír, pero sabía que era malo. Tenía algo que ver con Henry Bowers, ¿no? Sí, creo que sí. Y…
Giró súbitamente en redondo y echó a andar hacia el abandonado garaje. No quería seguir contemplando Los Barrens. No le gustaban los pensamientos que conjuraban. Quería estar en su casa, con Myra. No quería estar allí. Él…
—¡Cógela, chico!
Giró hacia el sonido de la voz. Una especie de pelota venía sobre el alambrado, directamente hacia él. Rebotó en la grava. Eddie alargó una mano y la cogió. En su acto reflejo, el movimiento fue tan pulcro que resultó casi elegante.
Cuando miró lo que tenía en la mano, todo en él pareció aflojarse. En otros tiempos había sido una pelota de béisbol. Ahora era sólo una esfera envuelta en cordel porque la cubierta se había desprendido de un golpe. Se veía el cordel suelto, colgando, que pasaba sobre la cerca, como un hilo de telaraña, y desaparecía en Los Barrens.
Dios —pensó Eddie—. Dios, está aquí. Eso está aquí, conmigo, AHORA.
—Baja a jugar, Eddie —dijo la voz, al otro lado del alambrado.
Y Eddie reconoció, con horror próximo al desmayo, la voz de Belch Huggins, asesinado en los túneles, bajo Derry, en agosto de 1958. Allí estaba Belch, en persona, trepando por el terraplén al otro lado de la cerca.
Llevaba un uniforme de béisbol de los Yankees, lleno de hojas otoñales y manchado de verde. Era Belch, pero también el leproso, una criatura odiosamente levantada de la húmeda tumba en que había pasado largos años. La carne de su cara pesada pendía en hilachas y surcos pútridos. Tenía un ojo vaciado. En su pelo se agitaban cosas. Llevaba en una mano un guante de béisbol lleno de moho. Hundió los dedos putrefactos de la mano derecha en los rombos de la alambrada y, cuando los enroscó, Eddie oyó un horrible ruido de chapoteo que estuvo a punto de volverlo loco.
—Ésa podría haber salido del Yankee Stadium —dijo Belch, sonriendo. Un sapo, nocivamente blanco y pataleante, cayó de su boca al suelo—. ¿Me oyes? ¡Ésa podría haber salido del maldito estadio de los Yankees! Y a propósito, Eddie, ¿quieres que te la chupe? Lo hago por diez centavos. Qué diablos, te lo hago gratis.
La cara de Belch se transformó. La nariz bulbosa, como de gelatina, cayó hacia adentro, revelando dos canales de carne viva, los que Eddie había visto en sus sueños. Su pelo se hizo áspero, más retirado de las sienes y blanco como tela de araña. La piel podrida de la frente se desgarró, descubriendo el hueso blanco, cubierto de una sustancia mucosa, como los lentes empañados de un reflector. Belch había desaparecido; ahora estaba allí lo que había aparecido bajo el porche del 29 de Neibolt Street.
—Bobby cobra sólo diez —croó, mientras empezaba a trepar por el alambrado, dejando trozos de carne en los rombos de los hilos cruzados. La cerca tintineaba bajo su peso. Allí donde tocaba la enredadera, el verde se volvía negro—. Te lo hace donde estés. Cinco más por otra vez.
Eddie trató de gritar, pero no emitió sino un chirrido seco, sin sentido. Sus pulmones parecían la ocarina más vieja del mundo. Bajó la mirada a la pelota que tenía en la mano y, de pronto, el objeto empezó a exudar sangre por entre los cordeles. Las gotas cayeron a la grava y le salpicaron los mocasines.
La arrojó y dio dos pasos atrás, tambaleándose, con los ojos dilatados, frotándose las manos en la pechera de la camisa. El leproso había llegado a lo alto de la cerca. Su cabeza se balanceaba recortada contra el cielo: una silueta de pesadilla, como las máscaras de la noche de Brujas. Sacó la lengua: un metro de lengua, tal vez, que descendió por la cerca como una serpiente.
Estaba allí… y al segundo siguiente había desaparecido.
No se borró, como los fantasmas de película; simplemente, desapareció, en un guiño, de la existencia. Pero Eddie oyó un sonido que confirmaba su solidez esencial: un pop, como el de una botella de champán descorchada. Era el ruido del aire que se precipitaba a llenar el vacío, allí donde había estado el leproso.
Giró en redondo y echó a correr, pero no pudo avanzar tres metros antes de que cuatro formas tiesas surgieran de entre las sombras bajo la plataforma de carga. Al principio pensó que eran murciélagos y se cubrió la cabeza, gritando. Luego vio que eran cuadrados de lona, los mismos que los muchachos habían usado de bases para jugar allí.
Giraban y flameaban en el aire inmóvil; Eddie tuvo que agachar la cabeza para esquivar una. De pronto, a un tiempo, se asentaron en sus sitios de costumbre levantando pequeñas nubes de polvo: meta, primera base, segunda, tercera.
Jadeando, Eddie corrió más allá de la meta, con los labios contraídos y el rostro blanco como queso de crema.
¡WAC! El ruido de un bate al golpear una pelota fantasma. Y entonces…
Eddie se detuvo, con las piernas ya sin fuerzas y un gruñido en los labios. La tierra se abultaba en línea recta, desde la meta a la primera base, como si un topo gigantesco estuviera excavando rápidamente un túnel, apenas bajo la superficie de la tierra. A cada lado rodaba la grava. La forma bajo la tierra llegó a la base y la lona voló por el aire con tanta fuerza que emitió un chasquido como el que hacen los limpiabotas cuando se sientan bien y sacuden el paño. La tierra empezó a abultarse entre la primera y la segunda base, cada vez a más velocidad. La segunda base voló por el aire con un sonido similar. Apenas había vuelto a aposentarse cuando la forma subterránea había llegado a la tercera y corría hacia la meta.
También la meta voló, pero antes de que la lona pudiera descender, aquella cosa asomó de la tierra como un horrible regalo de cumpleaños. Y la cosa era Tony Tracker; su rostro era una calavera a la cual aún se aferraban algunos trozos de carne ennegrecida. Su camisa blanca era un amasijo de hebras podridas. Asomó de la tierra en la meta, hasta la cintura, meciéndose como un grotesco gusano.
—Puedes apretar ese bate todo lo que quieras —dijo Tony Tracker con voz arenosa, chirriante. Sus dientes sonreían con lunática familiaridad—. Da igual, Fuelle Pinchado; ya te atraparemos. A ti y a tus amigos. ¡Y jugaremos a la P’LOTA!
Eddie lanzó un chillido y retrocedió, tropezando. Había una mano en su hombro. La esquivó. La mano ejerció presión por un momento, antes de retirarse. Eddie se volvió. Era Greta Bowie. Estaba muerta. Le faltaba la mitad de la cara. En la roja carne restante reptaban los gusanos. Tenía un globo verde en una mano.
—Accidente de coche —dijo, con la mitad reconocible de la boca, y sonrió. La sonrisa provoco un indecible sonido de desgarramiento, y Eddie vio moverse tendones crudos, como terribles correas—. Yo tenía dieciocho años, Eddie. Borracha y llena de droga. Aquí estamos tus amigos, Eddie.
Él retrocedió apartándose de ella con las manos delante de la cara. Greta caminó hacia él. En sus piernas se había secado la sangre en largas salpicaduras. Llevaba mocasines.
Y en ese momento, detrás de ella, vio el horror definitivo: Patrick Hockstetter avanzaba hacia él, cruzando el terreno. También él lucía el equipo de los Yankees.
Eddie echó a correr. Greta le lanzó otro manotazo desgarrándole la camisa y salpicándole un liquido horrible detrás del cuello. Tony Tracker estaba saliendo de su cueva de topo humano. Patrick Hockstetter tropezaba y se tambaleaba. Eddie echó a correr sin saber de dónde sacaba aliento para hacerlo, pero corrió de todos modos. Y mientras corría vio unas palabras flotando frente a sí, las mismas que había visto impresas en el globo verde de Greta Bowie:
LOS MEDICAMENTOS PARA EL ASMA PRODUCEN
CÁNCER DE PULMÓN
CORTESÍA DE LA FARMACIA CENTER
Eddie corrió. Corrió y corrió. En algún momento cayó, totalmente desmayado, cerca del parque McCarron. Algunos chicos, al verlo, se apartaron de él porque parecía un borracho o podía tener alguna enfermedad extraña y, por lo que ellos sabían, hasta podía ser el asesino y hablaron de denunciarlo a la policía, pero al final no hicieron nada.
Beverly Rogan hace una visita
Beverly caminaba por Main Street, distraída, desde el «Town House» adonde había ido a ponerse un par de vaqueros y una blusa fruncida de color amarillo intenso. No iba pensando en el sitio adonde iba. En cambio, pensaba esto:
Tu pelo es fuego de invierno, rescoldo de enero. Allí arde también mi corazón. |
Lo había escondido en el último de sus cajones, bajo la ropa interior. Su madre podría encontrarlo, pero eso no importaba. Lo que importaba era que su padre nunca revisaba ese cajón. Si lo hubiera visto, la habría mirado con esos ojos brillantes, casi amistosos, paralizantes por completo, para preguntarle, casi cordialmente: «¿Has estado haciendo algo que no debieras, Bev? ¿Estuviste haciendo algo con un muchacho?». Dijera ella que sí o que no, habría un rápido par de golpes, tan rápidos y tan duros que, en un principio, ni siquiera dolerían; se tardaba unos segundos hasta que el vacío se disipaba y el dolor llenaba su sitio. Y entonces, la voz de su padre otra vez, casi cordial: «Me preocupas mucho, Beverly. Me preocupas muchísimo. Tienes que madurar, ¿no te parece?».
Bien podía ser que su padre siguiera viviendo allí, en Derry. Allí estaba la última vez que ella tuvo noticias suyas, pero de eso habían pasado… ¿cuántos años? ¿Diez? Por entonces, ni siquiera estaba casada con Tom. Había recibido una postal con la horrible estatua plástica de Paul Bunyan frente al Centro Municipal. Esa estatua había sido erigida en la década de los cincuenta. Era uno de los puntos destacados de su niñez, pero la tarjeta de su padre no despertó en ella nostalgias ni recuerdos; bien podría mostrar el Gateway Arch de Saint Louis o el Golden Gate de San Francisco.
«Espero que te vaya bien y seas buena chica —decía la tarjeta—. Me gustaría que me enviaras algo, si puedes, porque no tengo gran cosa. Te quiero, Bevvie. Papá».
La había querido, en verdad, y probablemente eso tenía mucho que ver con el modo en que ella se había enamorado de Bill Denbrough, tan desesperadamente, en aquel largo verano de 1958: de todos los chicos, Bill era el único que proyectaba una autoridad como la que ella asociaba a su padre…, pero era una autoridad distinta, una autoridad que escuchaba. Ni en los ojos ni en los actos de Bill se veía que él justificase la existencia de la autoridad con preocupaciones como las de su padre…, como si las personas fuesen mascotas a mimar y a disciplinar, todo a un tiempo.
Por la razón que fuese, al terminar aquella primera reunión como grupo completo en julio de aquel año, la reunión en la que Bill se había hecho cargo del grupo de un modo tan completo y sin esfuerzos, ella estaba locamente enamorada de él. Decir que era un deslumbramiento de colegiala era como definir el Rolls-Royce diciendo que era un vehículo de cuatro ruedas. Ella no reía como una tonta ni se ruborizaba al verlo; tampoco escribía su nombre con tiza en los árboles o en las paredes del Puente de los Besos. Simplemente vivía con su cara en el corazón, constantemente, con una especie de dolor dulce, perenne. Hubiera muerto por él.
Resultaba natural, posiblemente, que deseara ver en él al autor de ese poema de amor…, aunque nunca había llegado a convencerse de eso. No, ella había sabido quién era el autor del poema. Y más tarde, en algún momento, ¿no lo había reconocido el mismo chico que se lo había enviado? Sí, Ben se lo había dicho (aunque ahora no podría recordar, ni por todo el oro del mundo, en qué circunstancias lo había dicho en voz alta), y hasta ese momento había ocultado su amor tan discretamente como ella ocultaba el que sentía por Bill,
(pero tú se lo dijiste, Bevvie, le dijiste que lo amabas, sí)
para cualquiera que supiera mirar (y que fuera bondadoso) eso era evidente en el modo en que él dejaba siempre alguna distancia entre ambos, en su manera de aspirar súbitamente cuando ella le tocaba el brazo o la mano, en el hecho de que él se vistiera con más cuidado cuando sabía que iba a verla. Querido, gordo, dulce, Ben.
Ese difícil triángulo preadolescente había terminado de algún modo. Cómo había terminado, era otra de las cosas que aún no podía recordar. Tenía la sensación de que Ben había confesado haber escrito y enviado ese pequeño poema de amor. Que ella había dicho a Bill que lo amaba y que lo amaría eternamente. Y de algún modo, esas dos confesiones habían ayudado a salvar la vida de todos…, ¿o no? No lo recordaba. Esos recuerdos (o antes bien, recuerdos de recuerdos) eran como islas que no eran islas, en realidad, sino vértebras de una misma espina dorsal coralina, que asomaba sobre el nivel del agua, no separada, sino en una sola pieza. Sin embargo, cuando trataba de profundizar más para ver el resto, intervenía una imagen enloquecedora: la de los grajos que volvían a Nueva Inglaterra cada primavera atestando los cables telefónicos, los árboles y los tejados, llenando con sus disputas y sus chismorreos el aire del deshielo. Esa imagen acudía a ella una y otra vez, ajena y perturbadora como una onda de radio que cubriera la señal deseada.
Con súbita impresión, se dio cuenta de que estaba ante la lavandería automática donde ella, Stan Uris, Ben y Eddie habían lavado los trapos aquel día de junio: trapos manchados con una sangre que sólo ellos podían ver. Ahora las ventanas estaban empañadas con jabón; pegado a la puerta había un cartel escrito a mano: DUEÑO VENDE. Espiando entre las pinceladas de jabón, Beverly vio un local vacío con cuadrados de un amarillo más claro allí donde habían estado las máquinas de lavar.
Estoy yendo a casa, pensó, horrorizada, pero siguió caminando.
El vecindario no había cambiado mucho. Faltaban algunos árboles más: probablemente, olmos atacados por alguna enfermedad. Las casas lucían algo más abandonadas. Había más ventanas rotas que en su infancia. Algunos vidrios rotos habían sido reemplazados por cartón, otros no.
Y allí estaba ya, frente al 127 de Main Street, bajos. Aún seguía en el mismo sitio. La pintura blanca desconchada que ella recordaba se había convertido en pintura marrón desconchada durante los años transcurridos, pero la casa seguía siendo inconfundible. Allí estaba la ventana de lo que había sido su cocina; allí, la ventana de su habitación.
(¡Jim Doyon, sal inmediatamente de la calle! ¿Quieres que te atropelle un coche?)
Se estremeció cruzando los brazos contra el pecho, con los codos envueltos en las palmas.
Bien podría ser que papá aún viviera aquí. Oh, sí, él no pensaba cambiar de casa mientras pudiese evitarlo. No tienes más que acercarte, Beverly. Mira los buzones. Tres buzones para tres apartamentos, como en los viejos tiempos. Y si hay uno que diga MARSH, puedes tocar el timbre y muy pronto oirás un arrastrar de zapatillas por el pasillo, se abrirá la puerta y podrás ver al hombre cuyo esperma te hizo pelirroja, zurda y con habilidad para el dibujo. ¿Recuerdas qué habilidad tenía él para el dibujo? Podía dibujar lo que se le antojara. Cuando tenía ganas, claro. Y eso no ocurría con frecuencia. Creo que tenía demasiadas preocupaciones. Pero cuando tenía ganas, tú te sentabas por horas enteras a observar, mientras él dibujaba gatos, perros, caballos y vacas con un MUUUU saliéndole de la boca en un globito. Tú reías y él también reía. Y después él decía: «Ahora tú, Bevvie», y tú sostenías la pluma mientras él te guiaba la mano, y el gato, la vaca o el hombre sonriente salían bajo tus propios dedos, mientras olías su colonia para después de afeitar y el calor de su piel. Sube, Beverly. Toca el timbre. Saldrá y verás que es viejo, que tiene arrugas profundas en la cara y que sus dientes, los que queden, son amarillos. Te mirará diciendo caramba pero si es Bevvie, Bevvie ha venido a visitar a su viejo papá, pasa Bevvie, cuánto me alegro de verte. Me alegro, porque siempre me preocupas, Bevvie, me preocupas MUCHO.
Caminó lentamente por el sendero de entrada y las hierbas que crecían entre las resquebrajadas baldosas de cemento le rozaron los vaqueros. Miró atentamente las ventanas de la planta baja, pero estaban cubiertas por cortinas. Observó los buzones. Segundo piso, STARKWEATHERS. Primer piso, BURKE. Planta baja (perdió el aliento), MARSH.
Pero no voy a tocar el timbre. No quiero verlo. No voy a tocar el timbre.
¡Por fin una decisión firme! ¡La decisión que abriría las puertas a una vida plena y útil de decisiones firmes! ¡Volvió por el camino! ¡Volvió al centro! ¡Subió al hotel! ¡Hizo las maletas! ¡Tomó un taxi! ¡Un avión! ¡Dijo a Tom que desapareciera! ¡Vivió triunfalmente! ¡Murió feliz!
Tocó el timbre.
Oyó el campanilleo familiar en el salón, sones que siempre le habían parecido un nombre chino: Ching-Chong. Silencio. No hubo respuesta. Pasó el peso del cuerpo de un pie a otro; de pronto necesitaba orinar.
No hay nadie en casa —pensó, aliviada—. Ahora me puedo marchar.
Pero volvió a tocar: Chin-Chong. No hubo respuesta. Pensó en el encantador poemita de Ben y trató de recordar exactamente cuándo, cómo había confesado su autoría, y por qué, por un breve instante, lo había asociado a su primer período menstrual. ¿Acaso había tenido la primera regla a los once años? No, sin duda, aunque a mediados de invierno habían comenzado a crecerle dolorosamente los pechos. ¿Por qué…? Entonces, intrusa, surgió la imagen mental de miles de grajos en los cables telefónicos y los tejados, todos parloteando bajo el blanco cielo de primavera.
Ahora me marcharé. Ya he llamado dos veces; es suficiente.
Pero llamó otra vez.
¡Chin-Chong!
Entonces oyó que alguien se acercaba y el ruido era exactamente el que había imaginado: el cansado susurro de viejas zapatillas. Miró a su alrededor, aterrorizada, y estuvo a punto de salir disparada. ¿Podría bajar por el camino de cemento y doblar la esquina dejando pensar a su padre que había sido sólo una travesura de chicos? Eh, señor, ¿tiene Tío Pepe en botella…?
Dejó escapar el aliento con brusquedad y tuvo que tragar saliva. Porque lo que estaba a punto de brotar fue una risa de alivio. No era su padre, por cierto. De pie en el umbral, mirándola, había una mujer que ya se acercaba a los ochenta años. Tenía pelo largo y hermoso, casi completamente blanco, pero con vetas de oro purísimo. Tras los anteojos sin montura se veían ojos tan azules como el agua de los fiordos que, probablemente, habían despedido a sus antepasados. Llevaba un vestido de seda purpúrea, raído, pero aún digno. Su rostro arrugado era bondadoso.
—¿Sí, señorita?
—Disculpe —dijo Beverly. La necesidad de reír había pasado en un instante. Notó que la anciana lucia un camafeo en la garganta. Debía de ser marfil auténtico rodeado por una banda de oro tan fino que resultaba casi invisible—. Creo que me he equivocado de timbre. —O lo pulsé mal a propósito, susurró su mente—. Buscaba el apartamento de Marsh.
—¿Marsh? —La frente se cubrió de delicadas arrugas.
—Sí, verá…
—Aquí no hay ningún Marsh —dijo la anciana.
—Pero…
—A menos que… no se refiere a Alvin Marsh, ¿verdad?
—¡Sí! —dijo Beverly—. ¡Mi padre!
La mano de la anciana se elevó para tocar el camafeo. Miró a Beverly con más atención haciéndola sentir ridículamente joven, como si fuera una niña exploradora que iba a vender pastitas o etiquetas buscando donaciones para el equipo de fútbol. Entonces la anciana sonrió…, una sonrisa amable que era, sin embargo, triste.
—Caramba, parece que lo había perdido de vista, señorita. No me gusta ser la que le dé una mala noticia, justamente una desconocida, pero su padre murió hace cinco años.
—Pero… en el timbre…
Beverly miró otra vez y emitió una exclamación aturdida, que no llegaba a risa. En su agitación, en su certeza inconsciente, pero pétrea, de que su padre aún estaría allí, había confundido KERSH con MARSH.
—¿Usted es la señora Kersh? —preguntó, aturdida por la noticia sobre su padre, pero también sintiéndose estúpida por el error; la señora la tomaría por analfabeta o poco menos.
—En efecto —dijo la anciana.
—Y usted…, ¿conoció a mi padre?
—Muy poco —dijo la señora Kersh.
Su modo de hablar se parecía un poco al de Yoda en El imperio contraataca y Beverly tuvo nuevamente ganas de reír. ¿En qué otro momento había experimentado los mismos cambios bruscos de emociones? En verdad, no recordaba cuándo…, pero tenía el horrible presentimiento de que lo haría muy pronto.
—Él alquiló el apartamento de la planta baja antes que yo. Nos vimos por unos días, él yendo y yo viniendo. Se cambió a Roward Lane. ¿Conoce el pasaje?
—Sí —dijo Beverly.
Roward Lane se abría en esa misma calle, a cuatro manzanas de distancia; allí, los edificios de apartamentos eran más pequeños y aún más ruinosos.
—Yo solía verlo en el mercado de la avenida Costello, a veces —dijo la señora Kersh—; también en la lavandería, antes de que la cerraran. De vez en cuando cambiábamos unas palabras. Yo…, mujer, está muy pálida. Lo siento. Pase y le serviré un té.
—No se preocupe, sería demasiada molestia —dijo Beverly, débilmente.
Pero en realidad se sentía pálida, como un vidrio empañado a través del cual casi era imposible mirar. No le vendría mal un té y una silla.
—No es ninguna molestia —dijo la señora Kersh, cálidamente—. Es lo menos que puedo hacer, después de haberle dado una noticia tan desagradable.
Antes de que pudiera protestar, Beverly se encontró en su viejo apartamento, que ahora parecía mucho más pequeño, pero bastante seguro. Seguro, probablemente, porque casi todo estaba cambiado. En vez de la mesa de fórmica rosa con sus tres sillas, había una pequeña mesa redonda, no mucho más grande que una mesita rinconera, con flores de tela en un florero de arcilla. En vez de la vieja nevera Kelvinator, con su motor redondo encima (su padre vivía luchando con él para mantenerlo en funcionamiento), se veía una Frigidaire de color cobrizo. La cocina era pequeña, pero parecía eficiente. En las ventanas pendían cortinas azul intenso; detrás de los vidrios asomaban tiestos con flores. El suelo, de linóleo cuando ella era niña, había sido devuelto a la madera original que, tras muchas aplicaciones de cera, tenía un brillo maduro.
La señora Kersh apartó la vista de las hornallas donde estaba poniendo agua a calentar.
—¿Usted creció en esta casa?
—Sí —dijo Beverly—, pero ahora se la ve muy distinta, tan limpia y elegante… ¡Es una maravilla!
—Qué amable es —comentó la señora Kersh y la sonrisa la rejuveneció porque era radiante—. Tengo algo de dinero, ¿comprende? No es gran cosa, pero con mi jubilación vivo a gusto. Cuando era joven vivía en Suecia. Vine a este país en 1920, a los catorce años, sin dinero. Es la mejor manera de aprender el valor del dinero, ¿no le parece?
—Sí —dijo Bev.
—En el hospital, trabajaba —dijo la señora Kersh—. Muchos años, desde 1925 trabajé allí. Llegué a ecónoma en jefe. Todas las llaves tenía. Mi esposo invirtió nuestro dinero muy bien. Ahora he llegado a un pequeño puerto. Eche un vistazo a la casa, señorita, mientras hierve el agua.
—No, no podría…
—Por favor. Todavía me siento culpable. ¡Mire, si quiere!
Y ella miró. El cuarto de sus padres era ahora el de la señora Kersh y la diferencia era profunda. Parecía más luminoso y aireado. Una gran cómoda de cedro, con las iniciales R. G. grabadas en la madera, lanzaba al aire su suave aroma. La cama estaba cubierta por un gigantesco edredón estampado con mujeres sacando agua, pastores llevando al ganado, hombres apilando heno. Un edredón maravilloso.
La habitación de Bev se había convertido en salita de costura. Había allí una máquina Singer, con su mesa de hierro forjado bajo un par de lámparas sencillas y eficaces. En una pared colgaba un cuadro de Jesús; en otra, una foto de John F. Kennedy. Bajo el retrato de Kennedy había una hermosa vitrina llena de libros en vez de porcelana, sin haber perdido en el cambio.
Lo último que visitó fue el baño.
Lo habían redecorado en un color rosa, demasiado suave y agradable como para parecer chillón. Todos los artefactos eran nuevos, pero ella se aproximó al lavabo con la sensación de que la vieja pesadilla había vuelto a apresarla. Miraría por ese ojo negro y sin párpados, se iniciaría el susurro, y entonces la sangre…
Se inclinó sobre el lavabo captando un reflejo de su cara pálida y sus ojos oscurecidos en el espejo y miro hacia el interior del ojo esperando las voces, la risa, los quejidos, la sangre.
No hubiera podido decir cuánto tiempo pasó así, inclinada sobre el lavabo, esperando lo ocurrido veintisiete años atrás. Fue la voz de la señora Kersh la que le hizo reaccionar:
—¡El té, señorita!
Dio un respingo, rota la semihipnosis, y salió del baño. Si en algún lugar de ese desagüe había existido la magia negra, ya se había ido… o dormía.
—¡Oh, es muy amable de su parte!
La señora Kersh levantó la mirada con su sonrisa brillante.
—Oh, señorita, si supiera que pocas visitas recibo últimamente no diría eso. ¡Caramba, si más que esto le sirvo al hombre de Hidroeléctricas Bangor que viene a verificar el contador! ¡Lo estoy engordando!
En la mesa redonda de la cocina había tazas y platitos delicados de porcelana blanca con bordes azules. Había un plato de pastitas y pequeños trozos de tarta. Además de los dulces, una tetera de peltre despedía un suave vapor de agradable fragancia. Bev, divertida, pensó que sólo faltaba una cosa: los diminutos sándwiches descortezados, en tres tipos: queso crema y aceitunas, berros y ensalada de huevo.
—Siéntese —dijo la señora Kersh—. Siéntese, señorita, y yo serviré.
—No soy señorita —corrigió Beverly, levantando la mano izquierda para mostrar el anillo.
La señora Kersh sonrió con un gesto que decía: ¡Pss!
—A todas las chicas jóvenes y bonitas les digo señorita —aclaró—. Es costumbre. No se ofenda.
—No, en absoluto. —Pero Beverly, por algún motivo, experimentaba un deje de intranquilidad. En la sonrisa de la anciana, algo le había parecido un poquito… ¿desagradable? ¿Falso? ¿Alerta? Qué ridículo.
—Me encanta el modo en que ha arreglado la casa.
—¿Sí? —dijo la anciana, sirviendo el té.
La infusión parecía oscura, lodosa. Beverly no sentía muchos deseos de beberla… y de pronto se dijo que no quería estar allí.
Decía Marsh, en verdad, bajo el timbre, le susurró su mente, de súbito, y tuvo miedo.
La señora Kersh le pasó el té.
—Gracias —dijo Beverly. Aunque pareciera lodo, su aroma era maravilloso. Lo probó. Sabía bien. Deja de asustarte por cualquier cosa, se dijo—. Esa cómoda de cedro, en especial, es una pieza estupenda.
—¡Ah, es una antigüedad! —dijo la señora Kersh.
Y rió. Beverly notó que la belleza de la anciana tenía un solo defecto, bastante común en la zona del Norte: sus dientes eran muy feos; fuertes sí, pero feos, amarillos; los dos incisivos estaban cruzados. Los caninos parecían muy largos, casi colmillos.
Eran blancos; cuando abrió la puerta sonrió y tú misma notaste que eran muy blancos.
De pronto su miedo creció. De pronto sintió el deseo, la necesidad, de estar lejos de allí.
—¡Muy antiguo, sí! —exclamó la señora Kersh y bebió el contenido de su taza de un solo trago, con un súbito y sorprendente ruido de absorción. Miró a Beverly, le sonrió, y ella vio que sus ojos también habían cambiado. Las córneas eran amarillas, ancianas, surcadas por legañosas puntadas rojas. Su pelo era más ralo; la trenza parecía desnutrida, sin sus reflejos dorados, de un tono gris opaco.
—Muy antiguo —rememoró la señora Kersh sobre su taza vacía mirando astutamente a Beverly con sus ojos amarillentos. Sus dientes torcidos volvieron a aparecer en una sonrisa repulsivo, casi libidinosa—. Me acompañó desde la patria. ¿Las iniciales talladas, R. G.? ¿Las ha visto usted?
—Sí. —Su voz parecía provenir desde lejos. Una parte de su cerebro insistía: Si ella no se da cuenta de que has notado el cambio, tal vez no corras peligro, si ella no se da cuenta, no ve que…
—Mi padre —dijo ella, marcando mucho la P. Beverly vio que también el tono de su vestido había cambiado. Se había convertido en un negro escabroso, que se iba deshaciendo. El camafeo era un cráneo, cuya mandíbula colgaba en una mueca morbosa—. Se llamaba Robert Gray, más conocido por el apodo de Bob Gray, más conocido como Pennywise, el Payaso Bailarín. Aunque ése tampoco era su nombre. Pero a él le gustaban sus chistes.
Volvió a reír. Algunos dientes se le habían puesto tan negros como el vestido. Las arrugas de su piel eran más profundas. El rosa lechoso de su cutis se había convertido en un amarillento enfermizo. Sus dedos eran garras. Sonrió a Beverly.
—Coma algo, querida.
Su voz se había elevado media octava, pero en ese registro sonaba cascada, casi el ruido de una puerta de cripta que se balanceara sin sentido sobre goznes llenos de tierra negra.
—No, gracias —se oyó decir Beverly con la voz aguda de la criatura que piensa oh-me-tengo-que-ir. Las palabras no parecían originarse en su cerebro. Antes bien, brotaban de su boca y tenían que llegar hasta sus oídos para que ella tuviera conciencia de lo que había dicho.
—¿No? —preguntó la bruja, siempre sonriente.
Sus garras manotearon el plato. Empezó a meterse en la boca, con las dos manos, finas pastitas de melaza y delicados trozos de tarta. Sus horribles dientes desgarraban y mordían; sus uñas, largas y sucias, se clavaban en los dulces; las migas caían por la laja huesuda de su mentón. Su aliento tenía el olor de viejos cadáveres reventados por los gases de su propia descomposición. Su risa era un carcajeo mortífero. Su pelo era más ralo; aquí y allá dejaba ver el cuero cabelludo.
—Oh, a él le gustaban sus chistes, a mi padre. Esto es un chiste, señorita, por si le gustan: mi padre me parió, antes que mi madre. ¡Me cagó por el culo! ¡Ji, ji, ji!
—Tengo que irme —se oyó decir Beverly con la misma voz aguda y herida, la de una niña a la que se ha avergonzado cruelmente en su primera fiesta.
No había fuerza en sus piernas. Tuvo la vaga conciencia de que en su taza no había té sino mierda, mierda líquida, pequeño recuerdo de las cloacas que corrían bajo la ciudad. Y ella había bebido parte de eso; no mucho pero sí un sorbo, oh Dios, oh Dios, oh Jesús bendito, por favor, por favor…
La mujer estaba encogiéndose ante sus ojos. Enflaquecía. Ahora era una vieja con cara de manzana marchita que reía con una voz aguda y chillona, meciéndose.
—Oh, mi padre y yo somos una sola cosa —dijo—, sólo él, sólo yo. Y usted, querida, si es prudente huirá, volverá corriendo a su casa, a toda velocidad, porque quedarse será peor que morir. En Derry nadie muere de verdad. Usted ya lo sabía; ahora créalo.
Beverly, a cámara lenta, recogió sus piernas. Como desde fuera, se vio a si misma poniéndose de pie y retrocediendo de la mesa y de la bruja, en un tormento de horror e incredulidad. Por primera vez comprendía que esa pequeña mesa de comedor, tan pulcra, no era de roble oscuro sino de cobertura de chocolate. Aun ante sus ojos, la bruja, siempre riendo, con los ojos amarillentos y viejos astutamente desviados hacia el rincón, partió un trozo y se lo puso ávidamente en la trampa negra que era su boca.
Las tazas eran de barquillo blanco, cuidadosamente rodeado con cobertura teñida de azul. Los cuadros de Jesús y de John Kennedy eran creaciones de azúcar casi transparente. Mientras ella los observaba, Jesús le sacó la lengua y Kennedy le dedicó un guiño lascivo.
—¡Te estamos esperando! —aulló la bruja. Sus uñas se clavaron en la mesa trazando profundos surcos en la superficie de chocolate—. ¡Oh, sí, sí!
Las luces que pendían del techo eran glóbulos de caramelo. Bajó la mirada y vio que sus zapatos estaban dejando huellas en las tablas del suelo, que no eran tablas sino barras de chocolate. El olor a dulce era sofocante.
Oh, Dios, es el cuento de Hansel y Gretel. Es la bruja, la que siempre me daba miedo porque se comía a los niños…
—¡A ti y a tus amigos! —vociferó la bruja, riendo—. ¡A ti y a tus amigos! ¡En la jaula! ¡En la jaula hasta que el horno esté caliente!
Mientras ella bramaba de risa, Beverly corrió hacia la puerta, pero corría como en cámara lenta. La carcajada de la vieja se le arremolinaba alrededor de la cabeza, como una nube de murciélagos. Beverly chilló. El vestíbulo hedía a azúcar, chocolate y dulce de café, a horribles fresas sintéticas. El pomo de la puerta, imitación cristal cuando ella entró, era en ese momento un monstruoso diamante de azúcar.
—Me preocupas, Bevvie… Me preocupas mucho.
Giró en redondo, con el pelo rojo ondeando contra su cara. Su padre venía tambaleándose por el pasillo, con el vestido negro de la bruja y su camafeo de calavera; en la cara le pendía la carne deshecha, como masa blanda, negros los ojos como la obsidiana, las manos abriéndose y cerrándose, la boca sonriendo con baboso fervor.
—Te pegaba porque quería FOLLARTE, Bevvie, eso era lo único que yo quería. Quería FOLLARTE, quería COMERTE, quería comerte el conejito, quería chuparte el clítoris, ÑAM-ÑAM, Bevvie, ooohhh, ÑAM EN MI BARRIGA. Quería ponerte en una jaula… y calentar el horno… y sentirte el coño, tu coño gordito y cuando estuviese bien gordito, comer… comer… COMER…
Aullando, Beverly tiró del pegajoso pomo y huyó al porche decorado con praliné y suelo de chocolate duro. Lejos, vagamente, como, nadando en su campo visual, los coches iban y venían; una mujer salió de Costello’s empujando un carrito cargado de provisiones.
Tengo que salir de aquí —pensó, apenas coherente—. Allá fuera está la realidad, con que sólo pueda llegar a la acera…
—Correr no te servirá de nada, Bevvie —dijo su padre, riendo—. Hemos esperado mucho tiempo por esto. Nos vamos a divertir. Vamos a llenarnos la barriga.
Ella volvió a mirar hacia atrás. Su difunto padre ya no lucía el vestido negro de bruja sino el traje de payaso de grandes botones naranja. Y una gorra de mapache al estilo de 1958, cuando Fess Parker las popularizó con la película de Disney sobre David Crockett. En una mano sujetaba un manojo de globos. En la otra, la pierna de una criatura, como si fuera una pata de pollo. Cada globo tenía una leyenda escrita: ESO VINO DEL ESPACIO EXTERIOR.
—Di a tus amigos que soy el último de una raza agonizante —dijo, con aquella sonrisa hundida, mientras avanzaba a tropezones por los peldaños del porche, siguiéndola—. Único superviviente de un planeta moribundo. He venido a robar a todas las mujeres…, a violar a todos los hombres… y a aprender cómo se baila el twist.
Comenzó a retorcerse como un loco, con los globos en una mano, y la sangrante pierna amputada en la otra. El traje de payaso se retorcía y flameaba, pero Beverly no sentía el viento. Sus piernas se enredaron, haciéndola caer al pavimento con las manos tendidas para frenar el golpe. El impacto le subió hasta los hombros. La mujer que pasaba con el carrito de provisiones se detuvo a mirarla, dudando, pero luego apretó el paso.
El payaso se acercaba otra vez, arrojando a un lado la pierna amputada. La presa cayó al césped, con un ruido indescriptible. Beverly sólo permaneció un instante despatarrada en la acera, segura, en el fondo, de que despertaría pronto, de que eso no era real, de que era un sueño, sin duda…
Comprendió que no era así un momento antes de que las garras torcidas del payaso la tocaran. Era real; podía matarla. Tal como había matado a los niños.
—¡Los grajos conocen tu verdadero nombre! —le gritó de pronto.
Eso retrocedió y ella tuvo la impresión, por un instante, de que la sonrisa de sus labios, dentro de la gran sonrisa roja pintada alrededor, se convertía en una mueca de odio y dolor… y tal vez de miedo. Quizá fuera sólo su imaginación; por cierto, ella no tenía idea de por qué había dicho semejante locura, pero le dio un segundo de tiempo.
Estaba de pie y corriendo. Hubo un chirrido de frenos y una voz áspera, a un tiempo furiosa y asustada, chilló:
—¡Por qué no miras por dónde vas, pedazo de estúpida!
Tuvo una borrosa visión del camión de panadería que había estado a punto de atropellarla al lanzarse a la calle como el niño tras una pelota de goma. Un momento después estaba en la acera opuesta, jadeando, con una puntada quemante en el costado. El camión de la panadería siguió por Main Street.
El payaso había desaparecido. La pierna había desaparecido. La casa aún estaba allí, pero ruinosa y desierta, con las ventanas cerradas con tablas, resquebrajados los peldaños que llevaban al porche.
¿Estuve realmente allí o todo fue un sueño?
Pero tenía los vaqueros sucios, la blusa amarilla manchada de polvo, y chocolate en los dedos.
Se los frotó contra el vaquero y se alejó deprisa con el rostro acalorado y la espalda fría como hielo. Sus ojos parecían pulsar en las órbitas con el rápido golpeteo seco de su corazón.
No podemos derrotarlo. Sea Eso lo que sea, no podemos derrotarlo. Hasta quiere que lo intentemos. Eso quiere ajustar la vieja cuenta. No está contento con el empate, supongo. Tendríamos que huir de aquí…, irnos, simplemente.
Algo le rozó la pantorrilla, ligero como la zarpa de un gato.
Se lo sacudió con un pequeño chillido. Al bajar la mirada se echó hacia atrás con una mano contra la boca.
Era un globo, tan amarillo como su blusa. En eléctricas letras azules, se leía: EZO EZ, TEZORO.
Ante sus ojos, el globo se fue calle arriba, rebotando livianamente, arrastrado por la agradable brisa primaveral.
Richie Tozier se larga
Bueno, algo pasó el día en que Henry y sus amigos me persiguieron, antes de que terminaran las clases…
Richie iba caminando por Canal Street, más allá del parque Bassey. De pronto se detuvo con las manos en los bolsillos mirando hacia el Puente de los Besos, pero sin verlo del todo.
Escapé por la sección de juguetes de Freese’s.
Desde la descabellada conclusión de la comida caminaba sin sentido, tratando de aceptar las cosas horribles que contenían las galletitas de la suerte… o que parecían contener. Pensó que, con toda probabilidad, de ellas no había surgido nada. Aquello había sido una alucinación en masa provocada por todas las porquerías espeluznantes de las que habían estado hablando. La mejor prueba era que Rose no había visto nada de todo eso. Claro que los padres de Beverly tampoco habían visto la sangre salida del sumidero, pero eso no era lo mismo.
¿No? ¿Por qué?
—Porque ahora somos adultos —murmuró. Y descubrió que el pensamiento no tenía poder ni lógica; era como un estribillo de canción infantil, sin significado alguno.
Volvió a caminar.
Subí por el centro municipal y me senté en un banco del parque, por un rato. Y allí creí ver…
Se detuvo otra vez, con el entrecejo fruncido.
¿Qué cosa?
…pero fue sólo un sueño.
¿Lo fue? ¿Fue de veras un sueño?
Miró a la izquierda y vio el gran edificio de vidrio, ladrillo y acero, que tan moderno parecía a fines de los cincuenta y que ahora parecía antiguo y desvencijado.
Heme aquí —pensó—. Otra vez en el maldito centro de la ciudad. Escenario de esa otra alucinación. O sueño. O lo que fuera.
Los otros lo tenían por el payaso de la clase, el loco, y él había vuelto limpia y fácilmente al viejo papel. Ah, todos caemos limpia y fácilmente en nuestros viejos papeles, ¿no lo sabías? Lo mismo pasaba, seguramente, cuando se reunían los egresados de la secundaria, después de diez o veinte años: el comediante de la difusión, que había descubierto en la universidad su vocación por el sacerdocio, después de dos copas volvía casi automáticamente a sus chistes y bromas; el genio de la literatura, que había terminado al volante de un camión, se encontraba de pronto disertando sobre John Irving; el que había tocado con el conjunto Los Perros los sábados por la noche, antes de convertirse en profesor de matemáticas, aparecía de pronto en el escenario, con la orquesta, una guitarra al hombro, cantando una pieza de aquel entonces con alegre y alcohólica ferocidad. ¿Cómo decía la canción de Springsteen? No hay retirada, nena, ni rendición…, pero era más fácil creer en las canciones viejas después de tomar un par de copas o una buena dosis de hierba.
Pero, Richie creía que la alucinación estaba en la reversión y no en la vida actual. Bien podría ser que el niño fuera el padre del hombre, pero padres e hijos suelen tener aficiones muy diferentes y sólo un parecido pasajero. Son…
Pero dijiste adultos, y ahora suena a tontería; suena a cháchara hueca. ¿Por qué, Richie? ¿Por qué?
Porque Derry está más rara que nunca. Dejémoslo así, ¿quieres?
Porque las cosas no eran tan simples, por eso.
En su niñez había sido una máquina de decir sandeces, un cómico a veces vulgar, a veces divertido, porque era un modo de seguir viviendo sin que a uno lo mataran tíos como Henry Bowers y sin enloquecer del todo por aburrimiento y soledad. En ese momento se dio cuenta de que gran parte del problema había sido su propia mente, que habitualmente avanzaba a una velocidad diez o veinte veces superior a la de sus compañeros de clase. Ellos lo tenían por extraño, chiflado y hasta suicida, según la ocurrencia de que se tratara, pero tal vez había sido un simple caso de hiperactividad mental…, si podía ser simple el efecto de estar constantemente en hiperactividad mental.
De cualquier modo, era el tipo de cosas que uno llega a controlar después de un tiempo; uno llega a controlarlo si encuentra salidas para esa hiperactividad, por ejemplo: tipos como Kinki Briefcase o Buford Kissdrivel. Eso había descubierto Richie en los meses posteriores a su aparición, bastante casual, en la emisora de radio de la universidad. En su primera semana tras el micrófono había descubierto todo lo que siempre había deseado. Al principio no fue muy bueno; estaba demasiado entusiasmado como para ser bueno. Pero comprendió que tenía la posibilidad de ser, en ese trabajo, no simplemente bueno, sino grandioso y bastó esa noción para ponerlo en la luna llevado por una nube de euforia. Al mismo tiempo, comenzaba a comprender el gran principio que mueve al universo, al menos, esa parte del universo que se relaciona con las carreras y con el éxito: uno encuentra al tío loco que andaba corriendo por dentro de uno, arruinándole la vida; lo persigue hasta un rincón y lo atrapa. Pero no lo mata, ¡oh, no! La muerte es demasiado piadosa para bichos como ese pequeño bastardo. Se le pone un arnés y se empieza a arar. Una vez que uno lo tiene entre las varas, ese tipejo loco trabaja como un demonio. Y le proporciona a uno unas cuantas risadas, de vez en cuando. A eso se reducía todo, en realidad. Y con eso bastaba.
Él había sido divertido, claro que sí: una risa por minuto. Pero al final había dejado atrás las pesadillas que formaban el lado oscuro de todas esas risas. Al menos, eso creía. Hasta ese momento, momento en el que la palabra adulto dejaba, súbitamente, de tener sentido a sus propios oídos.
Y allí tenía algo más con que entenderse o al menos algo sobre lo que pensar: allí estaba la estatua, enorme y totalmente idiota, de Paul Bunyan, frente al Centro Municipal.
Debo ser la excepción que confirma la regla, Gran Bill.
¿Estás seguro de que no hubo nada, Richie? ¿Nada en absoluto?
Junto al Centro Municipal… creí ver…
Un dolor agudo le aguijoneó los ojos por segunda vez en el día. Levantó las manos para apretárselos con un quejido sobresaltado. Un segundo después, el dolor había desaparecido tan inesperadamente como había llegado. Pero también había olido algo, ¿no? Algo que no estaba allí, en realidad, pero sí algo que había estado allí, algo que le hacía pensar en
(estoy aquí contigo, Richie, sujeta mi mano, puedes sujetarte)
Mike Hanlon. Era humo lo que le había hecho arder los ojos y lagrimear. Veintisiete años antes había respirado ese humo; al final, sólo habían quedado allí Mike y él mismo y había visto…
Pero ya no estaba.
Dio un paso más hacia la estatua de plástico, tan sorprendido por su alegre vulgaridad como de niño se había sentido abrumado por su tamaño. El mítico Paul Bunyan medía seis metros de altura; la base le agregaba un metro ochenta adicional. Sonreía al tránsito de Canal Street desde el prado del Centro Municipal.
El Centro Municipal había sido edificado entre 1954 y 1955 para un equipo de baloncesto que nunca llegó a materializarse. Un año después, en 1956, el Concejo Municipal de Derry aprobó una asignación de fondos para la estatua. Fue un acalorado debate, tanto en las reuniones públicas del concejo como en las cartas de lectores al Derry News. Muchos pensaban que sería una estatua encantadora, que no dejaría de atraer al turismo. Otros consideraban que un Paul Bunyan de plástico sería horrible, de mal gusto e increíblemente vulgar. Según Richie recordaba, la profesora de artes visuales de la secundaria había escrito al News diciendo que, si llegaba a erigirse en Derry semejante monstruosidad, la haría volar. Richie, sonriendo, se preguntó si le habrían renovado el contrato.
La controversia (que él reconocía ahora como típica de ciudad pequeña, una tempestad en un vaso de agua) duró seis meses, aunque carecía de importancia, naturalmente, porque la estatua ya había sido comprada. Aún si el Concejo Municipal hubiera decidido algo tan aberrante (sobre todo, tratándose de Nueva Inglaterra) como no utilizar un objeto en el que se habla invertido dinero, ¿dónde cuernos iban a guardarla? Por fin, la estatua, moldeada en alguna planta de plásticos de Ohio, fue puesta en su lugar, aún envuelta en una lona tan grande que habría podido servir de vela a un clíper. Se la descubrió el 13 de mayo de 1957, sesquicentenario del municipio. Una facción emitió previsibles gemidos de ira; la otra, gemidos de embeleso igualmente previsibles.
Aquel día, al ser descubierto, Paul lucía un mono y una camisa a cuadros rojos y blancos. Su barba era espléndidamente negra, espléndidamente poblada, espléndidamente leñadora. Apoyada contra un hombro, llevaba su hacha de plástico, sin duda la mejor de todas las hachas de plástico; sonreía sin cesar a los cielos septentrionales que ese día eran tan azules como la piel de su famoso compañero; sin embargo, Babe no estaba presente en la ceremonia; el costo calculado de agregar a la estatua un buey azul se había considerado prohibitivo.
Los niños que asistieron a la ceremonia (había cientos, entre ellos Richie Tozier, de diez años, en compañía de su padre) quedaron totalmente encantados ante el gigante de plástico. Los padres levantaban a los más pequeños hasta el pedestal para tomarles fotos; después observaban, entre divertidos y temerosos, a los niños que trepaban y se arrastraban, riendo, sobre las enormes botas negras de Paul (corrección: las enormes botas negras de plástico).
Fue en marzo del año siguiente cuando Richie, exhausto y aterrorizado, acabó en uno de los bancos situados frente a la estatua, después de eludir, por estrechísimo margen, a los señores Bowers, Criss y Huggins en una persecución que partió desde la escuela primaria municipal, cruzando la mayor parte del centro de la ciudad. Por fin los había esquivado en el departamento de juguetería de Freese’s.
La sucursal de esa gran tienda era poca cosa, comparada con la de Bangor, pero Richie no estaba como para preocuparse por esas nimiedades; por entonces, era cuestión de encontrar cualquier puerto en la tormenta. Henry Bowers venía pisándole los talones y, por entonces, él empezaba a flaquear lastimosamente. Como último recurso, se zambulló en la puerta giratoria de la tienda. Henry, que parecía no entender las leyes físicas de ese artefacto, estuvo a punto de perder la punta de los dedos en un intento por atrapar a Richie, que pasaba al interior del negocio.
Voló por la escalera hacia abajo, con los faldones de la camisa ondeando, mientras la puerta giratoria dejaba oír una serie de ruidos casi tan fuertes como disparos televisados; comprendió que Larry, Moe y Curly[20] aún lo seguían. Mientras bajaba hacia el primer sótano, reía pero era sólo un efecto de los nervios: estaba tan aterrorizado como un conejo en una trampa. Esos tres chiflados tenían toda la intención de darle una buena paliza. (Richie no tenía idea de que, unas diez semanas después, consideraría a ese grupo y a Henry en especial, capaces de cualquier cosa cercana al asesinato; sin duda se habría puesto lívido de terror si hubiera previsto la apocalíptica pelea a pedradas de julio, momento en que hasta la última cláusula restrictiva desaparecería de su mente). Y el episodio era total, típicamente idiota.
Richie había entrado en el gimnasio con los otros niños de quinto curso en el momento en que un grupo de sexto, entre quienes Henry sobresalía como un buey entre las vacas, salía de él. Henry todavía estaba en quinto, pero hacía gimnasia con los del curso siguiente. Las tuberías del techo habían estado goteando otra vez, pero el señor Fazio aún no había tenido tiempo de poner su cartel de ¡CUIDADO! ¡SUELO MOJADO!, en su pequeño caballete. Henry resbaló en un charco y aterrizó de culo.
Antes de que Richie pudiera impedirlo, su boca traidora espetó:
—¡Bien, talón de plátano!
Hubo un estallido de risa, tanto entre los compañeros de Henry como entre los de Richie, pero la cara de Henry no reía al levantarse; tenía, eso sí, el color de los ladrillos recién horneados.
—Ya te arreglaré después, cuatro ojos —dijo y siguió caminando.
La carcajada cesó de inmediato. Los chicos presentes miraron a Richie como si ya estuviera muerto. Henry no se detuvo a comprobar las reacciones: se fue, simplemente, con la cabeza gacha, los codos enrojecidos por el golpe y los fondillos del pantalón mojados. Al contemplar ese sitio mojado, Richie sintió que su boca, suicidamente ingeniosa, volvía a abrirse…, pero en esa oportunidad la cerró con fuerza, tan rápidamente que estuvo a punto de amputarse la punta de la lengua con la guillotina de sus dientes.
Bueno, pero ya lo olvidará —se dijo, intranquilo, mientras se cambiaba—. Lo olvidará, claro. El viejo Henry no tiene tantos circuitos de memoria en funcionamiento. Probablemente, cada vez que echa una cagada tiene que releer el manual de instrucciones, ja-ja.
Ja-ja.
—Date por muerto, Bocazas —le dijo Vince Boogers Taliendo, mientras se cubría con el slip un miembro con forma y tamaño de un cacahuete anémico. Pero lo dijo con cierto respeto entristecido—. No te preocupes. Te llevaré flores.
—Córtate las orejas y lleva coliflores —replicó Richie, vivaz.
Y todos rieron, hasta el viejo Boogers Taliendo. ¿Por qué no? Bien podían reír. ¿Preocuparme yo? Todos estarían en casa viendo a Jimmy Dodd y los Mosqueteros, El club de Mickey Mouse o a Frankie Lymon cantando «No soy un delincuente juvenil» en Bandas de América, mientras Richie volaba por el departamento de lencería femenina hacia el de juguetes derramando sudor por la espalda hasta la raja del culo, con sus aterrorizadas pelotas tan subidas que parecían colgarle del ombligo. Oh, sí, bien podían reír. Ja, ja, jajá.
Henry no se olvidó. Richie había salido por la puerta del parvulario, por si acaso, pero Henry tenía apostado a Belch Huggins allí, también por si acaso. Ja, ja, ja-já.
Richie vio a Belch primero; de lo contrario no habría existido carrera alguna. Belch estaba mirando hacia el parque de Derry, con un cigarrillo apagado en una mano, mientras se despegaba soñadoramente del culo los fondillos del pantalón con la otra. Richie, palpitante el corazón, cruzó silenciosamente el patio. Había caminado casi una manzana por Charter Street cuando Belch giró la cabeza y lo vio. Llamó a gritos a Henry y Victor y desde entonces se prolongaba la persecución.
Cuando Richie llegó, al departamento de juguetes estaba total y horriblemente desierto. Ni siquiera quedaba allí algún vendedor retrasado, un bienvenido adulto que pusiera fin a la situación antes de que se les escapara de las manos. El chico oía ya la proximidad de los tres caballos del apocalipsis. Y ya no podía seguir corriendo. Cada inhalación le provocaba una intensa puntada en el flanco.
Su vista se fijó en una puerta que decía SALIDA DE EMERGENCIA SOLAMENTE. ALARMA CONECTADA. En su pecho se renovó la esperanza.
Corrió por el pasillo, atestado de Patos Donald en cajas de sorpresa, tanques del ejército norteamericano fabricados en Japón, pistolas de fulminante y robots a cuerda. Llegó a la puerta y golpeó la barra con todas sus fuerzas. La puerta se abrió dejando entrar el fresco aire de fines de invierno. La alarma se disparó con un relincho estridente. Inmediatamente, Richie giró hacia atrás y se dejó caer, a cuatro patas, en el siguiente pasillo. Desapareció de la vista antes de que la puerta volviera a cerrarse.
Henry, Belch y Victor irrumpieron en el departamento de juguetes en el momento en que la puerta se cerraba, con un chasquido, interrumpiendo la alarma. Corrieron hacia ella, Henry en cabeza, serio y decidido.
Por fin apareció un dependiente, a toda carrera. Llevaba un guardapolvo de nylon azul sobre la chaqueta a cuadros, de una fealdad insoportable y gafas tan rosas como ojos de conejo blanco. Richie le encontró parecido con Wally Cox en el papel del señor Peepers; tuvo que clausurar su boca traidora contra la carne del brazo, para impedir que soltara vendavales de exhausta risa.
—¡Eh, chicos! —exclamó el señor Peepers—. ¡No podéis salir por ahí! ¡Es una salida de emergencia! ¡Vosotros, eh! ¡A vosotros os hablo!
Victor le echó una mirada, algo nervioso, pero Henry y Belch no se apartaron de su camino, así que él acabó por seguirlos. La alarma volvió a bramar, esa vez por más tiempo, mientras ellos salían al callejón. Antes de que cesara de sonar, Richie estaba de pie y trotando otra vez hacia la sección de lencería.
—¡Haré que os prohíban la entrada a la tienda! —chilló el dependiente.
Richie, mirando sobre el hombro, usó su Voz de Abuelita Gruñona:
—¿Nunca le dijeron que es igualito al señor Peepers, joven?
Y así había escapado. Así había terminado a un kilómetro y medio de Freese’s frente al Centro Municipal… y, según sus devotas esperanzas, fuera de peligro. Al menos, por el momento. Estaba agotado. Se sentó en un banco, a la izquierda de la estatua de Paul Bunyan, buscando sólo un poco de paz para recomponerse. Dentro de poco se levantaría para volver a casa, pero por ahora le resultaba demasiado agradable estar así, sentado al sol de la tarde. El día se había iniciado frío, lluvioso y oscuro, pero ahora se podía creer que la primavera ya estaba en camino.
Más allá, en el mismo prado, se veía la marquesina del Centro Municipal, que en ese día de marzo ponía este mensaje en grandes letras azules, translúcidas:
¡CHICOS!
PRÓXIMAMENTE
¡EL ROCK AND ROLL SHOW DE ARNIE GINSBERG!
JERRY LEE LEWIS
THE PENGUINS
FRANKIE LYMON Y LOS TEENAGERS
GENE VINCENT Y LOS BLUE CAPS
FREDDY «BOOM-BOOM» CANNON
28 de marzo
¡UNA NOCHE DE SANO ENTRETENIMIENTO!
Era un espectáculo que Richie tenía muchas ganas de ver, pero sabía que no contaba con la menor posibilidad. Para su madre, una fiesta de sano entretenimiento no incluía a Jerry Lee Lewis diciendo a los jóvenes de América que tenemos una polla en el galpón, qué galpón, cuál galpón, mi galpón. Tampoco incluía a Freddy Cannon, cuya chica de Tallahassee tenía un chasis de alta fidelidad. Estaba dispuesta a admitir que, en sus tiempos de adolescente, se había dejado la garganta frente a Frank Sinatra, pero, tal como la madre de Bill Denbrough, no quería saber nada con el rock and roll. Chuck Berry la aterrorizaba; también declaraban que Richard Penniman, más conocido por sus votantes adolescentes con el apodo de Little Richard, le daba ganas de «ladrar como una gallina».
Frase de la que Richie nunca había pedido traducción.
Su padre era neutral con respecto al rock and roll, a él quizás, habría podido convencerlo, pero en el fondo Richie sabía que se impondrían los deseos de su madre, al menos, hasta que él tuviese dieciséis o diecisiete años. Y por entonces, según la firme convicción de su madre, la manía del rock habría quedado atrás.
Richie estaba seguro de que Danny y los Juniors tenían más razón que su madre al respecto: el rock and roll no moriría jamás. Por una parte, lo adoraba, aunque sus fuentes eran sólo dos: Bandas de América por el canal 7, por la tarde, y la WMEX de Boston por la noche, cuando el éter se aligeraba y la voz ronca, entusiasta, de Arnie Ginsberg ondulaba como la voz de un espíritu convocado en una sesión de espiritismo.
El ritmo no se limitaba a hacerle feliz: le hacía sentir más grande, más fuerte, más presente. Cuando Frankie Ford cantaba Sea Cruise o Eddie Cochran Summertime Blues, Richie se sentía realmente transportado de alegría. En esa música había potencia, una potencia que parecía pertenecer, por derecho propio, a todos los chicos flacuchos, gordos, feos, tímidos…, los perdedores del mundo. Se percibía en él un voltaje loco, frenético, que podía matar y exaltar. Idolatraba a Fats Domino (junto a quien el mismo Ben Hanscom parecía delgadito) y a Buddy Holly, que llevaba gafas como él mismo, y a Screaming Jay Hawkins, que en sus conciertos salía de un ataúd (así le habían contado), y a los Dovells, que bailaban tan bien como si fuesen negros.
Bueno, casi tan bien.
Algún día escucharía todo el rock and roll que se le antojase; estaba seguro de que el rock estaría esperándole cuando su madre cediese por fin. Pero eso no sucedería el 28 de marzo de 1958… ni en el 1959, ni…
Sus ojos se habían apartado vagamente de la marquesina y…, bueno…, seguramente se había quedado dormido. Era la única explicación que tenía sentido. Lo que ocurrió a continuación sólo ocurría en los sueños.
Y allí estaba otra vez Richie Tozier, después de haber conseguido todo el rock and roll que había deseado… y de descubrir, por suerte, que aún no le bastaba. Sus ojos subieron a la marquesina del Centro Municipal y leyeron, con un detestable don para encontrar lo no buscado, en las mismas letras azules:
14 de junio
¡HEAVY-METAL-MANÍA!
JUDAS PRIEST
IRON MAIDEN
ENTRADAS AQUÍ Y EN
TAQUILLAS AUTORIZADAS
En algún momento descartaron aquello del «sano entretenimiento», pero a mi modo de ver es la única diferencia, pensó Richie.
Y oyó a Danny y los Juniors, opacos y distantes, como voces oídas por un largo pasillo, surgidas de una radio barata: El rock and roll nunca morirá. Me lo tragaré hasta el final… Pasará a la historia. Espera y lo verás.
Richie volvió a mirar a Paul Bunyan, santo patrono de Derry, que había surgido a la existencia, según decían, porque allí se recogían los troncos cuando venían río abajo. En otros tiempos, llegada la primavera, tanto el Penobscot como el Kenduskeag estaban atestados de troncos, de un lado a otro, centelleantes las cortezas negras a la luz del sol. Si uno tenía los pies veloces, podía caminar desde la Manzana del Infierno hasta la taberna de Ramper, en Brewster (un lugar de tan mala reputación que se la llamaba «El cántaro de sangre») sin mojarse las botas más allá del tercer cruce de los cordones. Al menos, así se decía en los tiempos en que Richie era niño, y tal vez había un poco de Paul Bunyan en todos esos cuentos.
Oh, viejo Paul —pensó, mirando la estatua de plástico—. ¿En qué has andado desde que me fui? ¿Has hecho algún río nuevo al volver a casa cansado, arrastrando el hacha detrás de ti? ¿Has fabricado algún lago para meterte en el agua hasta el cuello? ¿Has asustado a algún chiquillo como me asustaste a mí, aquel día?
Ah, de pronto lo recordaba todo, así como se recuerda la palabra que uno tenía en la punta de la lengua.
Había estado sentado allí, bajo la madura luz de marzo, algo adormecido, pensando en volver a su casa para ver la última media hora de Bandas de América y de pronto recibió en la cara un golpe de aire caliente que le apartó el pelo de la frente. Cuando levantó la vista se encontró con la enorme cara plástica de Paul Bunyan frente a la suya, más grande que en una pantalla de cine: lo llenaba todo. El golpe de aire había sido causado por Paul al agacharse…, aunque ya no se parecía a Paul. La frente se había vuelto estrecha y ruda; de la nariz, roja como la de un borracho habitual, surgían mechones de pelo duro; sus ojos estaban inyectados en sangre y uno bizqueaba un poco.
El hacha ya no descansaba sobre su hombro. Paul estaba reclinado sobre su mango y la punta roma de la cabeza había cavado una trinchera en el cemento de la acera. Aún sonreía, pero su gesto no tenía ya nada de alegre. De entre sus gigantescos dientes amarillos surgía un olor como el de animalitos pudriéndose entre zarzas calientes…
—Te voy a comer —dijo el gigante, en voz baja y resonante. Era un ruido de piedras cayendo, unas sobre otras, durante un terremoto—. Si no me devuelves mi gallina, mi arpa y mis bolsas de oro, te voy a comer bien comido.
El aliento de esas palabras hizo que la camisa de Richie flameara como una vela en un huracán. Se encogió contra el banco, muy abiertos los ojos, el pelo erizado como plumas, envuelto en una ola de hedor a carroña.
El gigante empezó a reír. Apoyó las manos en el mango del hacha, como un jugador de béisbol lo habría hecho con su bate y la arrancó del agujero que había hecho en la acera. El hacha empezó a elevarse en el aire con un susurro grave, mortal. De pronto, Richie comprendió que el gigante tenía intenciones de partirlo por la mitad.
Pero sintió que no podía moverse; le invadía una especie de apatía. ¿Qué importaba? Se había adormecido; aquello era un sueño. En cualquier momento, algún automovilista haría sonar la bocina y él despertaría.
—Eso es —había tronado el gigante—: ¡Despertarás en el infierno!
Y en el último instante, cuando el hacha llegaba a lo más alto y quedaba allí, en equilibrio, Richie comprendió que no se trataba de un sueño. En todo caso, era un sueño que podía matar.
Tratando de gritar, pero sin poder emitir sonido alguno, rodó desde el banco a la grava que rodeaba la estatua, aunque ahora sólo quedaba de ella una base con dos enormes tornillos de acero, allí donde habían estado los pies. El sonido del hacha colmó el mundo con su insistente susurro. La sonrisa del gigante se había convertido en una mueca asesina. Sus labios descubrían las encías de plástico rojo, odiosamente rojo, reluciente.
La hoja del hacha golpeó el banco allí donde había estado Richie un momento antes. El borde era tan afilado que casi no se la oyó, pero el banco quedó instantáneamente partido en dos. Ambas mitades se separaron y cayeron a los lados; dentro de la pintura vede, la madera tenía un color blanco enfermizo.
Richie estaba de espaldas. Siempre tratando de gritar, se arrastró hacia atrás con los talones. La grava se le metió por el cuello de la camisa y el fondillo de los pantalones. Y allí estaba Paul, muy erguido ante él, mirándolo con ojos del tamaño de túneles. Allí estaba Paul, mirando al niñito que se acurrucaba contra la grava.
El gigante dio un paso hacia él. Richie sintió que la tierra se estremecía al golpe de la bota negra. La grava se levantó en una nube.
Richie rodó hasta quedar boca abajo y se levantó, tambaleante. Sus piernas intentaron correr antes de que hubiese recobrado el equilibrio y volvió a caer de plano sobre el vientre. Oyó el aliento que abandonaba sus pulmones en un soplo. El pelo le cayó sobre los ojos. El tráfico seguía corriendo por las calles Main y Canal, como todos los días, como si nada pasara, como si nadie, en esos coches, se diese cuenta de que Paul Bunyan había cobrado vida y bajado de su pedestal a fin de cometer un asesinato con un hacha que parecía una rulot.
Se borró la luz del sol. Richie yacía en un parche de sombra que tenía la silueta de un hombre.
Se arrastró de rodillas, estuvo a punto de caer de lado, logró levantarse y echó a correr. Corrió con las rodillas casi tocando el pecho y los codos sacudidos como pistones. Detrás de él se oía otra vez ese susurro espantoso, persistente, que no parecía sonido, en realidad, sino una presión sobre la piel, contra los tímpanos: suiiippp…
La tierra tembló. Los dientes de Richie se entrechocaron como platos en un terremoto. Richie no necesitaba volverse a mirar para saber que el hacha de Paul se había enterrado hasta el mango en la acera, a centímetros de sus pies.
Enloquecido, en su mente, oyó cantar a los Dovells: Oh the kids in Bristol are sharp as a pistol when they do the Bristol Stomp…
Salió de la sombra a la luz, nuevamente, y entonces empezó a reír. Era la misma risa exhausta que la había surgido al huir por las escaleras de la tienda. Jadeante, con esa punzada ardiente otra vez en el costado, se arriesgó, por fin, a mirar sobre el hombro.
Allá estaba la estatua de Paul Bunyan, de pie en su pedestal, como siempre, con el hacha al hombro y la cabeza levantada hacia el firmamento, con los labios entreabiertos en la sonrisa eterna, optimista del héroe mítico. El banco que su hacha había partido en dos estaba intacto, muchas gracias. La grava en la que el gigante había plantado su enorme pie permanecía rastrillada pulcramente, exceptuando el sitio en que Richie cayó mientras
(huía del gigante)
dormitaba. No había huellas, ni marcas del hacha en el cemento. No había sino un chico que había sido perseguido por otros chicos más grandes y que, por lo tanto, había tenido un pequeño (pero potente) sueño sobre un coloso homicida. El Henry Bowers tamaño super, como quien dice.
—Mierda —dijo Richie, con voz tenue y temblorosa. Después emitió una risa insegura.
Permaneció allí un rato más para ver si la estatua volvía a moverse (quizá le hiciese un guiño, quizá pasase el hacha de un hombro a otro, quizá bajase a atacarlo otra vez). Pero no pasó nada, por supuesto.
Por supuesto.
¿Qué, preocuparme yo? Ja, ja, jajá.
Un sueño. Nada más que eso.
Pero tal como había dicho Abraham Lincoln o Sócrates o alguien así, cada cosa a su tiempo. Era hora de volver a casa y tranquilizarse.
Y, si bien habría sido más rápido cortar por los terrenos del Centro Municipal, decidió no hacerlo. No quería acercarse otra vez a la estatua. Por lo tanto, siguió el camino más largo y, al caer la noche, ya había olvidado el incidente casi por completo.
Hasta ese momento.
He aquí un hombre —pensó—, he aquí un hombre vestido con las ropas más caras de Los Ángeles; con sus lentillas cómodamente adaptadas a los ojos; he aquí un hombre que recuerda el sueño de un niño, para quien una camisa de cuello cerrado y un par de zapatos con hebillas eran el colmo de la elegancia; he aquí un adulto que contempla la misma estatua. Y aquí estoy, viejo Paul, para decirte que no has cambiado nada, no has envejecido un solo día, grandísimo hijo de puta.
La antigua explicación aún resonaba en su mente: un sueño.
Si era necesario, podía creer en monstruos. Los monstruos no eran gran cosa. ¿Acaso no había transmitido por radio, más de una vez, los informativos referidos a gente como Idi Amin Dada y Jim Jones o ese tipo que había hecho volar a tanta gente en un restaurante? ¡Los monstruos eran cosa de todos los días! ¿A quién le hacía falta pagar una entrada de cine cuando salía más barato un diario y gratis un informativo radiofónico? Y quien puede creer en monstruos como Jim Jones, bien podía creer en la variedad propuesta por Mike Hanlon, al menos por un tiempo. Hasta podía decirse que Eso tenía su propio y lamentable encanto, pues venía del exterior y nadie era responsable de él. Rich podía creer en un monstruo con tantas caras como máscaras de goma en una tienda de novedades, al menos en teoría. Pero una estatua de plástico de seis metros que bajase de su pedestal y tratase de cortarlo a uno con un hacha de plástico… Eso ya era demasiado. Y tal como había dicho Abraham Lincoln, Sócrates o alguno de ésos, uno puede tragarse muchas cosas, pero otras no. No sólo porque…
Otra vez el agudo aguijonazo en los ojos, sin previo aviso, arrancándole un grito espantado. Ése fue peor: más hondo y más prolongado. Lo asustó a muerte. Se cubrió los ojos con las manos y buscó, instintivamente, el párpado inferior con la intención de sacarse las lentillas. Tal vez sea una especie de infección. ¡Pero cómo duele, por Dios!
Tiró de los párpados hacia abajo. Estaba listo para parpadear, con el gesto practicado que haría saltar las lentillas (y pasaría los quince minutos siguientes buscándolas a tientas entre la grava, pero a quién le importaba, si en ese momento sentía clavos en los ojos) cuando el dolor desapareció. No fue cediendo poco a poco: desapareció de un momento a otro. Sus ojos lagrimearon por un instante, nada más.
Bajó lentamente las manos, con el corazón galopándole en el pecho; estaba listo para quitárselas en el momento en que el dolor volviese a comenzar. No hizo falta. Y de pronto se descubrió pensando en la única película de terror que lo había asustado de verdad, cuando era niño, tal vez por todo lo que le habían fastidiado por sus gafas y por lo mucho que sufría en su vista. Esa película había sido The crawling eye con Forrest Tucker. No era muy buena. Los otros se habían desternillado, pero Richie no. Richie había quedado frío, blanco y mudo sin una sola de sus Voces a la que recurrir mientras ese ojo gelatinoso salía de la niebla londinense prefabricada en el plató, haciendo ondular sus tentáculos fibrosos. Algo malo, la visión de aquel ojo, en ella habían tomado cuerpo cien temores e inquietudes no del todo comprendidos. Una noche, poco después, había soñado que se miraba al espejo y sacaba un largo alfiler clavándolo lentamente en el iris negro de su ojo, sintiendo la resistencia entumecida y acuosa que se llenaba de sangre. Recordaba (ahora lo recordaba) que, al despertar, había encontrado la cama orinada. Y la mejor señal de lo horroroso que había sido el sueño era el hecho de no haberse avergonzado ante esa indiscreción nocturna: con alivio, había abrazado la tela mojada bendiciendo la realidad de su vista.
—Al cuerno —dijo Richie Tozier, en voz baja y no muy firme.
Y se levantó para irse.
Volvería al «Town House» para dormir una siesta. Si ésa era la calle del Recuerdo, prefería las autopistas de Los Ángeles en las horas punta. El dolor de sus ojos debía ser, solamente, un síntoma de su cansancio más la tensión de encontrarse con el pasado de improviso, en una sola tarde. Basta de golpes, basta de explorar. No le gustaba el modo en que su mente resbalaba de un tema a otro. Ya se había horrorizado bastante. Era hora de dormir un poco y tomar cierta distancia con respecto a las cosas.
Al levantarse, sus ojos fueron a la marquesina del Centro Municipal, una vez más. Y de inmediato perdió la fuerza de las piernas. Tuvo que sentarse otra vez. Dejándose caer.
RICHIE TOZIER, EL HOMBRE DE LAS MIL VOCES
VUELVE A DERRY, LA TIERRA DE LAS MIL DANZAS.
EN HONOR DE BOCAZAS,
EL CENTRO MUNICIPAL PRESENTA CON ORGULLO
EL ROCK-SHOW DE RICHIE TOZIER «TODOS MUERTOS»
BUDDY HOLLY RICHIE VALENS THE BING BOPPER
FRANKIE LYMON GENE VINCENT MARVIN GAYE
GRUPO
JIMI HENDRIX (primera guitarra)
JOHN LENNON (guitarra rítmica)
PHIL LINOTT (guitarra bajo)
KEITH MOON (batería)
VOCALISTA ESPECIALMENTE INVITADO: JIM MORRISON
¡BIENVENIDO A CASA, RICHIE!
¡TÚ TAMBIÉN ESTAS MUERTO!
Sintió como si alguien le hubiese quitado el aliento de un golpe… Y entonces oyó otra vez ese sonido, ese sonido que era casi una presión en la piel y los tímpanos, ese susurro homicida: suuuiiippp. Rodó del banco a la grava, pensando: Conque así es la sensación de cosa ya vivida; ahora ya lo sabes, no tendrás que preguntarlo nunca más…
Cayó sobre el hombro y rodó, levantando la vista hacia Paul Bunyan. Sólo que ya no era Paul Bunyan. Allí estaba, en cambio, el payaso, resplandeciente y evidente, fantástico y plástico, seis metros de colores brillantes, con el rostro pintado sobre una gola cósmica y cómica. Los pompones naranja, grandes como balones de baloncesto, corrían por la pechera de su traje plateado, fundidos en plástico. En vez de hacha, sostenía un enorme manojo de globos de plástico, en los que se leían dos inscripciones: PARA MÍ TODO SIGUE SIENDO ROCK AND ROLL y ROCK-SHOW DE RICHIE TOZIER «TODOS MUERTOS».
Se arrastró hacia atrás, con las palmas y los talones. La grava le entró por el fondillo de los pantalones. Sintió que se desgarraba una manga de su costosa chaqueta deportiva. Rodó sobre sí mismo, se puso de pie, tambaleante, miró hacia atrás. El payaso lo miraba. Sus ojos rodaban en las cuencas, húmedos.
—¿Lo he asustado, amigo? —tronó.
Y Richie oyó que su boca decía, sin relación alguna con su cerebro petrificado:
—Las emociones baratas, en el asiento trasero de mi coche, Bozo, eso es todo.
El payaso sonrió, asintiendo, como si no esperase otra cosa. Sus labios pintados de rojo se abrieron para mostrar unos dientes como colmillos, cada uno de los cuales terminaba en una punta de navaja.
—Podría cogerte ahora si quisiera —dijo—. Pero esto va a ser muy divertido.
—Para mí también —dijo la boca de Richie—. Y lo más divertido será cuando vayamos a arrancarte la cabeza, querido.
La sonrisa del payaso se ensanchó más aún. Levantó una mano, con su guante blanco, y Richie sintió que el viento provocado por el gesto le apartaba el pelo de la frente, como veintisiete años antes. El dedo índice lo señaló, grande como una viga.
Grande como una vi…, pensó Richie. Y entonces sintió de nuevo el dolor, hundiendo picas herrumbradas en la suave gelatina de sus ojos.
—Antes de mirar la paja en el ojo ajeno, fíjate en la viga que tienes en el propio —entonó el payaso, con voz vibrante.
Y Richie volvió a sentirse envuelto en el hedor dulzón de su aliento a carroña.
Levantó la vista y dio cinco o seis pasos apresurados hacia atrás. El payaso se estaba inclinando con las manos enguantadas apoyadas en las rodillas.
—¿Quieres jugar otro poco, Richie? ¿Qué te parece si te señalo el pito y te provoco un cáncer de próstata? También puedo apuntarte a la cabeza y dejarte un buen tumor cerebral…, pero la gente diría que no hice sino aumentar lo que ya estaba ahí. Puedo señalarte la boca y esa lengua estúpida se convertirá en un montón de pus chorreante. Puedo, Richie. ¿Quieres verlo?
Los ojos de Eso se estaban ensanchando, y en esas pupilas negras, grandes como balones, Richie vio la demencial oscuridad que debía existir detrás del universo; vio una asquerosa felicidad que lo llevaría a la locura. En ese momento comprendió que Eso podría hacer cualquiera de esas cosas y más.
Sin embargo, oyó su propia voz, aunque por entonces ya no era su voz, ni tampoco una de sus Voces creadas, pasadas o presentes. Era una Voz que nunca había oído, alta y orgullosa, chillona, que se hacía burla a sí misma. Una voz de negro viejo.
—Salme de ensima, payaso trompetero e’ sirco viejo —chilló y, de repente, se vio riendo otra vez—. Yo tengo el mango, la lengua y la polla pa’ mandar. Yo tengo el tiempo y la mina pa’ haser lo que quiera. Y si no te vas cagando, te vo’ a sacar la mierda a palo’. ¿Me oye’, cara pálida ‘e letrina?
Richie creyó notar que el payaso se encogía, pero no se detuvo a comprobarlo. Corrió con los codos convertidos en pistones y la chaqueta flameando detrás, sin importarle que el padre de un pequeño lo mirara con desconfianza, como a un loco. En realidad, amigo —pensó Richie—, creo que me he vuelto loco. Oh Dios, sí. Y ésa ha debido ser la peor imitación de la historia, pero de algún modo sirvió…
Y entonces la voz del payaso tronó tras él. El padre del pequeño no la oyó, pero el niño, frunció súbitamente el rostro y empezó a llorar. El padre lo estrechó contra el pecho, desconcertado. Richie, a pesar de su propio terror, observó por el rabillo del ojo ese pequeño espectáculo secundario. Mientras tanto, la voz del payaso sonaba, tal vez jubilosa, tal vez enojada:
Aquí abajo tenemos el ojo, Richie, ¿me oyes? El que se arrastra. Si no quieres volar, si no quieres despedirte, baja por debajo de esta ciudad y saluda al gran ojo. Baja y lo verás cuando quieras. Cuando quieras, ¿me oyes, Richie? Trae tu yo-yo. Haz que Beverly se ponga una falda ancha, con cuatro o cinco enaguas. Que se ponga el anillo del marido al cuello. Que Eddie se ponga los mocasines finos. ¡Vamos a jugar, Richie! ¡Y escucharemos todos, TODOS LOS ÉXITOS!
Al llegar a la acera, Richie se atrevió a mirar sobre el hombro, pero lo que vio no era en absoluto reconfortante. Paul Bunyan no había reaparecido. El payaso tampoco estaba. En lugar de ambos había una estatua de plástico de seis metros que representaba a Buddy Holly. Tenía una escarapela en una de las estrechas solapas de su chaqueta a cuadros. Rezaba: ROCK-SHOW «TODOS MUERTOS».
Una de las patillas de sus gafas estaba reparada con cinta adhesiva.
El pequeño lloraba histéricamente; el padre se lo llevaba rápidamente hacia el centro, en brazos, pero dio un amplio rodeo al pasar cerca de Richie.
Richie siguió caminando
(que las piernas no me fallen)
tratando de no pensar en
(escucharemos todos, TODOS LOS ÉXITOS)
lo que acababa de pasar. Sólo quería pensar en la monstruosa medida de whisky que tomaría en el bar del «Town House» antes de echarse a dormir la siesta.
La idea de una copa, una de la inofensiva variedad doméstica, lo hizo sentir mejor. Miró sobre el hombro una vez más y el hecho de que Paul Bunyan estuviera otra vez allí, sonriendo al cielo, con el hacha de plástico al hombro, lo hizo sentir mejor aún. Empezó a apretar el paso poniendo distancia entre él y la estatua. Hasta empezaba a pensar en que todo hubiera sido una alucinación cuando el dolor volvió a herirle los ojos, profundo e insoportable, haciéndole dar un grito ronco. Una chica bonita que iba caminando delante de él con la vista perdida en las nubes, soñadora, se volvió a mirarlo y, tras una momentánea vacilación, se acerco apresuradamente.
—¿Se siente bien, señor?
—Son mis lentillas —dijo él con voz tensa—, mis malditas lentillas. ¡Oh, Dios, cómo duele!
Levantó los dedos tan deprisa que estuvo a punto de metérselos en los ojos. Mientras bajaba los párpados, pensó: No voy a poder parpadear para sacármelos, eso es lo que va a pasar, no voy a poder y seguirá doliendo, doliendo, doliendo, hasta que me quede ciego, ciego, ci…
Pero un parpadeo bastó, como siempre. El mundo nítido y definido, donde los colores se mantenían dentro de los límites y las caras eran claras, obvias, cayó. En su lugar aparecieron grandes borrones de color pastel. Y aunque la chica lo ayudó a buscar en la acera durante casi quince minutos, ninguno de los dos pudo encontrar siquiera una de las lentillas.
En el fondo de su mente, Richie creyó oír la risa del payaso.
Bill Denbrough ve un fantasma
Esa tarde, Bill no vio a Pennywise…, pero sí vio un fantasma. Un fantasma de verdad. Así lo creyó entonces y ningún acontecimiento subsiguiente le hizo cambiar de opinión.
Había subido por Witcham Street y se detuvo un rato junto a la boca de tormenta donde George había encontrado su fin aquel lluvioso día de octubre de 1957. Se puso en cuclillas para mirar hacia dentro de aquella boca, abierta en la piedra del bordillo. El corazón le palpitaba, pero miró, de cualquier modo.
—Eh, ¿por qué no sales? —dijo, en voz baja.
Y tuvo la idea, no muy descabellada, de que su voz flotaba por pasillos oscuros y chorreantes sin apagarse, alimentándose de sus propios ecos, rebotando en las paredes de piedra musgosa y en la maquinaria, muerta desde hacía mucho tiempo. La sintió flotar sobre aguas quietas y sombrías, y tal vez repetirse simultáneamente desde cien desagües diferentes en otras partes de la ciudad.
—Si no sales, iremos a buscarte.
Esperó la respuesta, nervioso, agachado y con las manos entre los muslos, como, un catcher entre dos jugadas. No hubo contestación.
Iba a incorporarse cuando una sombra cayó sobre él.
Bill levantó la vista, ansioso, listo para cualquier cosa… pero, era sólo un niño, tal vez de diez u once años. Llevaba pantaloncitos desteñidos de boy scout que exhibían sus rodillas llenas de costras. Tenía un helado en una mano y en la otra una tabla de patinar de Fiberglas, casi tan maltratada como sus rodillas. El polo era naranja fosforescente. La tabla era verde fosforescente.
—¿Usted siempre habla con las cloacas, señor? —preguntó el niño.
—Sólo cuando estoy en Derry —dijo Bill.
Se miraron con solemnidad, por un momento, y luego rompieron a reír al mismo tiempo.
—Quiero hacerte una p-p-pregunta estúpida —dijo Bill.
—Diga.
—¿Has oído algo alguna vez en una de éstas?
El chico miró a Bill como si lo creyera chiflado.
—E-está bien —dijo él—, dejémoslo a-a-así.
Siguió caminando; se había alejado diez o doce pasos, colina arriba, con la vaga idea de echar un vistazo a su antigua casa, cuando el niño lo llamó:
—¿Señor?
Bill se volvió. Llevaba la americana deportiva enganchada en un dedo y echada sobre el hombro, el cuello desabrochado y la corbata floja. El niño lo observó con atención, como si lamentara su decisión de seguir hablando. Por fin se encogió de hombros, como si pensara: «Bah, al infierno».
—Sí.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Qué decía?
—No sé. Era un idioma extranjero. Lo oí en una de esas estaciones de bombeo, que hay en Los Barrens, esas que parecen tubos que salen del suelo.
—Sí, ya sé a qué te refieres. Lo que oíste, ¿era un chico?
—Al principio era un chico; después parecía un hombre. —El niño hizo una pausa—. Me dio un poco de miedo. Corrí a casa y se lo dije a mi padre. Él dijo que debía ser un eco o algo así, que venía por las tuberías desde alguna casa.
—¿Y crees que era eso?
El chico sonrió con simpatía.
—En mi Créase o no, de Ripley, leí que un tipo sacaba música de sus dientes. Música de radio. Sus empastes eran como radios pequeñitas. Creo que, si me creí eso, puedo creer cualquier cosa.
—A-ajá —dijo Bill—. Pero esto, ¿lo crees?
El chico sacudió la cabeza con desgana.
—¿Alguna vez volviste a oír esas voces?
—Una vez sí, cuando me estaba bañando —dijo el pequeño—. Era una voz de chica. Sólo lloraba. No decía nada. Cuando terminó me dio miedo sacar el tapón, porque me pareció que podía ahogarla, ¿me entiende?
Bill volvió a asentir.
El chico lo miraba con franqueza, los ojos brillantes y fascinados.
—¿Usted conoce esas voces, señor?
—Las oí —dijo Bill—. Hace mucho, mucho tiempo. ¿Conocías a alguno de los chi-chicos que han sido asesinados aquí, hijo?
Los ojos del niño perdieron el brillo y cobraron inquietud y cautela.
—Dice mi padre que no debo hablar con desconocidos. Dice que cualquiera podría ser el asesino.
Dio otro paso para alejarse de Bill, retirándose hacia la sombra del olmo donde él había estrellado su bicicleta veintisiete años atrás torciendo el manillar.
—Yo no, chico —le dijo él—. Estuve cuatro meses en Inglaterra. Llegué ayer.
—De cualquier modo no tengo que hablar con usted —insistió el chico.
—Me parece bien —convino Bill—. Estamos en un p-p-país libre.
Después de una pausa, el niño dijo:
—A veces jugaba con Johnny Feury. Era un buen chico. Lloré —concluyó, como sin dar importancia al asunto y se tragó el resto del polo. Como si acabara de acordarse, sacó la lengua, momentáneamente, de un naranja brillante, y se lamió el brazo.
—No te acerques a las cloacas ni a las alcantarillas —dijo Bill en voz baja—. Mantente lejos de lugares desiertos. Y de los patios del ferrocarril. Pero, sobre todo, no te acerques a las cloacas ni a las bocas de tormenta.
Los ojos del chico habían recobrado el brillo. Por un rato no dijo nada. Después:
—Señor, ¿quiere que le cuente algo divertido? —preguntó al fin.
—Claro.
—¿Usted vio esa película del tiburón que se comía a todo el mundo?
—La vio todo el mundo. Tiburón.
—Bueno, tengo un amigo que se llama Tommy Vicananza. No es muy inteligente. Tiene serrín en la cabeza, no sé si me entiende.
—Ya.
—Cree que vio a ese tiburón en el canal. Hace un par de semanas estaba solo en el parque Bassey y dice que vio una aleta. Que tenía dos metros y medio, tres metros… Dice que la aleta sola era así de grande, ¿se da cuenta? Y dice: «Fue el tiburón lo que mató a Johnny y a los otros chicos. Yo lo sé porque lo vi». Y yo le digo: «Vamos, Tommy, ese canal está tan contaminado que ni las mojarritas podrían vivir allí. Y vienes a decirme que viste al tiburón. Lo que pasa es que tienes serrín en la cabeza». Pero Tommy dice que lo vio levantarse en el agua, como hacia al final de la película; dice que trató de morderlo, pero que él se escapó a tiempo. Qué divertido, ¿no, señor?
—Muy divertido —dijo Bill.
—¿No es cierto que tiene serrín en la cabeza?
Bill vaciló.
—No te acerques tampoco al canal, hijo ¿me entiendes?
—Entonces, ¿usted se lo cree?
Bill vaciló de nuevo. Iba a encogerse de hombros, pero acabó haciendo una señal de asentimiento. El chico dejó escapar el aliento en un susurro grave, siseante, y bajó la cabeza como avergonzado.
—Sí. A veces creo que yo también tengo serrín en la cabeza.
—Te entiendo. —Bill se acercó al chico, que lo miró con solemnidad, sin apartarse—. Te estás destrozando las rodillas con esa tabla, hijo.
El niño se miró las rodillas llenas de costras y sonrió.
—Sí, creo que sí, a veces me caigo.
—¿Puedo probarla? —preguntó Bill, súbitamente.
El chico lo miró, boquiabierto; después se echó a reír.
—¡Qué divertido! —comentó—. Nunca vi a un mayor en una tabla de patinar.
—Te daré veinticinco centavos —dijo Bill.
—Dice mi papá…
—Que nunca aceptes dinero ni golosinas de desconocidos. Es un buen consejo. De cualquier modo, te daré ve-veinticinco centavos. ¿Qué te parece? Iré sólo hasta la esquina de la calle Jackson.
—Quédese con la pasta —dijo el chico, rompiendo a reír otra vez; era una risa alegre y sin complicaciones, fresca—. No la necesito. Tengo dos dólares. Prácticamente, soy rico. Pero eso es algo que quiero ver. Eso sí: si se rompe algo, no me eche la culpa a mí.
—No te preocupes —repuso Bill—. Estoy asegurado.
Hizo girar una de las ruedas de la tabla con el dedo; le gustó la veloz facilidad con que giraba: parecía haber un millón de cojinetes allí dentro. Sonaba bien y despertaba algo muy antiguo en el pecho de Bill. Un deseo caliente como la voluntad, encantador como el amor. Sonrió.
—¿Qué le parece? —preguntó el chico.
—Que me voy a matar de un golpe.
El chico rió otra vez.
Bill puso la tabla en la acera y apoyó un pie en ella. La hizo rodar atrás y adelante, probándola. El chico lo observaba. Mentalmente, Bill se vio viajando calle abajo, hacia la esquina de Jackson, en esa tabla verde aguacate, con la cabeza calva centelleando al sol y las rodillas flexionadas en esa frágil postura que adoptan los novatos del esquí la primera vez que salen a las cuestas. Esa postura indicaba que, mentalmente, ya se estaban cayendo. Sin duda alguna, el chico no usaría así la tabla. Sin duda alguna, volaría con ella
(como si se lo llevara el demonio)
como si no existiera el mañana.
La sensación agradable se le apagó en el pecho. Vio, con demasiada claridad, que la tabla huía bajo sus pies para seguir disparada calle abajo, sin estorbos, con su verde fosforescente, ese color que sólo a los chicos podía gustar. Se vio cayendo sentado, tal vez de espaldas. La imagen se borró lentamente dejando lugar a una habitación privada en el Hospital Municipal de Derry, como aquella donde habían visto a Eddie con el brazo fracturado. Bill Denbrough, con el torso enyesado y una pierna en tracción. Entra un médico, mira su gráfico, le echa un vistazo y dice: «Ha cometido dos faltas graves, señor Denbrough. La primera: conducción temeraria de una tabla de patinar. La segunda: olvidar que ya está cerca de los cuarenta años».
Se agachó, volvió a recoger la tabla y la devolvió a su dueño.
—Mejor no —dijo.
—Gallina —contestó el chico, no sin amabilidad.
Bill escondió los pulgares bajo los brazos y sacudió los codos, diciendo:
—Cloc-cloc-cloc…
El chico se echó a reír.
—Bueno, me tengo que ir a casa.
—Ten cuidado con eso —advirtió Bill.
—Con un patinete no se puede tener cuidado —respondió el chico, mirando a Bill como si ese adulto tuviera la cabeza llena de serrín.
—Cierto —dijo Bill—. Está bien, te entiendo. Pero no te acerques a las cloacas ni a los desagües. Y cuando salgas, hazlo siempre con tus amigos.
El chico asintió.
—Estoy cerca de mi casa.
También mi hermano estaba cerca de casa, pensó Bill. Y dijo:
—De cualquier modo, pasará pronto.
—¿Sí? —inquirió el muchachito.
—Creo que sí.
—Bueno. Hasta luego… ¡Gallina!
El chico puso un pie en la tabla y empujó con el otro. Una vez estuvo en movimiento, subió también el otro pie y salió calle abajo como un trueno, a una velocidad que Bill consideró suicida. Pero manejaba la tabla tal como él había supuesto: con garbosos e indiferentes movimientos de cadera. Bill sintió de pronto afecto por él, entusiasmo, el deseo de ser ese niño junto con un miedo casi sofocante. El chiquillo volaba como si no existieran la muerte y el envejecimiento. Parecía eterno e ineludible con sus pantaloncitos de boy scout y sus zapatillas raídas, sus tobillos desnudos y sucios, el pelo flotando hacia atrás.
¡Cuidado, hijo, que vas a pasar de largo en la esquina!, pensó Bill, alarmado. Pero el chico disparó sus caderas a la izquierda, como un bailarín de break-dance; los dedos de sus pies giraron sobre la tabla verde y, sin esfuerzo, giró zumbando hacia Jackson Street, dando por sentado que no habría allí nadie cerrando el paso.
No siempre será así, hijo, pensó Bill.
Siguió caminando hasta su vieja casa, pero no se detuvo; se limitó a aminorar el paso como quien vagabundea. En el prado había gente: una madre en una mecedora, con un bebé dormido en los brazos, contemplaba a dos niños, de ocho y diez años, aproximadamente, que jugaban al bádminton en el césped, aún mojado por la lluvia. El menor logró lanzar la pelota sobre la red y la mujer gritó:
—¡Bravo, Sean!
La casa aún estaba pintada de verde oscuro y tenía el mismo tragaluz sobre la puerta, pero los parterres de su madre habían desaparecido. También, por lo visto, las barras para gimnasia que su padre había levantado en el fondo, con caños viejos. Recordó que, un día, Georgie se había caído de lo más alto astillándose un diente. ¡Cómo había llorado!
Vio todo eso (lo viejo y lo nuevo) y pensó en acercarse a la mujer que tenía al bebé dormido en los brazos. Pensó decirle: «Hola, me llamo Bill Denbrough. En otros tiempos vivía en esta casa». La mujer diría: «Ah, qué bien». ¿Y qué más? ¿Podría preguntarle si en la viga de la buhardilla aún estaba la cara que él había tallado cuidadosamente, la que él y Georgie solían usar para probar puntería con los dardos? ¿Podría preguntarle si sus hijos dormían, a veces, en el porche trasero, en noches muy calurosas, hablando en voz baja mientras observaban la danza de los relámpagos en el horizonte? Tal vez podría hacer esas preguntas, pero era seguro que tartamudearía mucho si trataba de mostrarse simpático. Y en realidad, ¿quería las respuestas? Tras la muerte de Georgie, aquella casa se había vuelto fría. De cualquier modo, lo que él buscaba con su retorno a Derry, fuera lo que fuese, no estaba allí.
Así que siguió hasta la esquina y giró a la derecha, sin mirar atrás.
Pronto se encontró en Kansas Street rumbo al centro otra vez. Se detuvo por un rato ante la cerca que bordeaba la acera para contemplar Los Barrens. La cerca era la misma: madera desvencijada cuya pintura blanca se estaba borrando. Y Los Barrens parecían estar igual… más salvajes, tal vez. Las únicas diferencias visibles eran un largo puente que cruzaba sobre el enmarañado verdor (la extensión de la autopista) y la desaparición de la sucia humareda que siempre había indicado el sitio del vertedero municipal reemplazado por una moderna planta de procesamiento de desperdicios. Todo lo demás estaba tan igual como si él lo hubiera visto el verano anterior: hierbas y matojos que descendían hacia esa zona plana, pantanosa, ubicada a la izquierda y a densos bosquecillos de arbustos achaparrados a la izquierda. Vio los cañaverales que ellos llamaban bambúes, cuyos tallos plateados alcanzaban tres y cuatro metros de altura. Recordó que Richie, cierta vez, había tratado de fumar de eso, asegurando que era como lo que fumaban los músicos de jazz y que estimulaba. Sólo había conseguido ponerse enfermo.
Bill oía el rumor del agua que corría en múltiples arroyuelos, mientras el sol se reflejaba en la amplia extensión del Kenduskeag. Y el olor era el mismo, aun desaparecido el vertedero. El denso perfume de la vegetación, en lo más acentuado del crecimiento primaveral, no llegaba a disimular el hedor de los desechos humanos, leves, pero inconfundibles. Olor a corrupción: un vaho del mundo subterráneo.
Aquí es donde acabó todo aquella vez y donde acabará ahora —pensó con un estremecimiento—. Aquí dentro… bajo la ciudad.
Se detuvo por un rato convencido de que debía ver algo, alguna manifestación del mal que iban a combatir. No había nada. Oía correr el agua, un sonido lleno de vida, primaveral, que le hizo pensar en el dique construido allá abajo. Los árboles y los arbustos ondulaban ante la leve brisa. No había nada más. Ni señales. Siguió caminando, sacudiéndose el polvo blanco de las manos.
Continuó camino del centro, medio recordando, medio soñando, hasta que apareció otra criatura. Esa vez era una niña de unos diez años con pantalones de pana y blusa roja desteñida. Iba haciendo rebotar una pelota con una mano y en la otra llevaba una muñeca cogida por el pelo rubio.
—¡Oye! —dijo Bill.
Ella levantó la mirada.
—¿Qué?
—¿Cuál es la mejor tienda de Derry?
Ella lo pensó por un momento.
—¿Para mí o para cualquiera?
—Para ti —dijo Bill.
—Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano —dijo ella sin vacilar.
—¿Cómo has dicho?
—¿Eh?
—Preguntaba si eso era el nombre de una tienda.
—Por supuesto —replicó la niña, mirando a Bill como si lo creyera débil mental—. Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano. Mi madre dice que es un local de trastos viejos, pero a mí me gusta. Tienen cosas viejas. Discos que una ni conoce. Y postales. Tiene olor a buhardilla. Me tengo que ir. Adiós.
Siguió caminando sin mirar atrás haciendo rebotar su pelota y con la muñeca cogida por el pelo.
—¡Oye! —le gritó Bill.
Ella se volvió, con desparpajo.
—¿Cómo ha dicho?
—La tienda. ¿Dónde está?
—Siga recto. Está al pie de Up-Mile Hill.
Bill sintió que el pasado se plegaba sobre sí, se plegaba sobre él. No había sido su intención preguntar nada a la niña: la pregunta había salido de su boca como el corcho de una botella de champán.
Descendió por Up-Mile Hill rumbo al centro. Los depósitos y frigoríficos que recordaba desde su niñez (sombríos edificios de ladrillos, con ventanas sucias que rezumaban repulsivos olores de carne) habían desaparecido en su mayoría, si bien aún estaban allí el Armour y el Star. Pero Hemphill ya no existía; Eagle Beef y Kosher habían sido reemplazados por un Banco y una panadería. Y en el sitio anexo de Tracker Hermanos había un cartel con letras anticuadas que anunciaba como había anticipado la niña del muñeco: ROSA DE SEGUNDA MANO, ROPAS DE SEGUNDA MANO. Los ladrillos estaban pintados de un color amarillo que quizá había sido alegre, diez o doce años antes. Ahora se veía sucio, como el color que Audra llamaba «amarillo orina».
Bill se encaminó lentamente hacia allí mientras esa sensación de cosa ya vivida volvía a él. Más tarde diría a los otros que estaba seguro de cuál era el fantasma iba a ver antes de haberlo visto.
El escaparate de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano estaba peor que sucio: estaba mugriento. No se trataba de uno de esos locales de antigüedades del Este, con bonitas camitas talladas y armarios finos o vajilla vendida en la época de la Depresión iluminada por reflectores ocultos: eso era lo que su madre llamaba, con absoluto desdén, «una compraventa yanqui». Los artículos estaban desparramados en profusión, amontonados sin sentido aquí, allá y en todas partes. Había vestidos colgados de perchas, guitarras atadas del mástil como si fueran criminales ejecutados. Había una caja con discos de 45 revoluciones: DIEZ CENTAVOS CADA UNO, decía el letrero; DOCE POR UN DOLAR. ANDREWS SISTERS, PERRY COMO, JIMMY ROGERS, OTROS. Había conjuntos para niños y horribles zapatos con una tarjeta: USADOS PERO EN BUEN ESTADO, UN DOLAR UN PAR. Había dos televisores que parecían ciegos. Un tercero lanzaba imágenes legañosas de La tribu de los Brady a la calle. Una caja de libros viejos en ediciones baratas, casi todos sin tapa (DOS POR 0,25, DIEZ POR UN DOLAR, HAY MÁS ADENTRO, ALGUNOS PICANTES), descansaba sobre una radio grande, de sucia cubierta de plástico blanco, con un dial más grande que un despertador. Ramos de flores plásticas, en floreros sucios, decoraban una mesa de comedor astillada y llena de marcas.
Bill vio todas esas cosas como caótico fondo de lo que había atraído inmediatamente su mirada. La contempló con ojos grandes, incrédulos. La carne de gallina corría por su cuerpo, hacia arriba y hacia abajo. Sentía la frente caliente, las manos frías. Por un momento tuvo la impresión de que todas las puertas interiores se abrirían de par en par y lo recordaría todo.
Allí estaba Silver, en el escaparate de la derecha.
Aún le faltaba el soporte y la herrumbre había florecido en los guardabarros, pero la bocina seguía en su manillar, aunque el bulbo de goma estuviera marcado por los años y las grietas. La bocina en sí, que Bill había mantenido siempre bien lustrada, estaba opaca y llena de abolladuras. El cesto trasero, plano, que tantas veces sirvió de asiento a Richie, aún estaba en su sitio, pero torcido, colgando de un solo tornillo. Alguien había cubierto el asiento con falso cuero de tigre, ya tan raído que las rayas eran casi invisibles.
Silver.
Bill levantó una mano distraída para secarse las lágrimas que le resbalaban lentamente por las mejillas. Después de hacerlo mejor con el pañuelo, entró.
La atmósfera de Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano tenía el musgo de los años. Era, como había dicho la niña, un olor a buhardilla, pero no agradable como los olores de ciertas buhardillas. No era olor a aceite de lino primorosamente aplicado a mesas viejas ni a terciopelos y panas antiguas. Era olor a encuadernaciones podridas, a sucios plásticos cocinados por el sol del verano, a polvo y a cagarrutas de ratón.
Desde el televisor del escaparate La tribu de los Brady carcajeaba y gritaba. Con ella competía, desde algún sitio de la trastienda, la voz radiofónica de un discjockey que se identificaba como «tu amigo Bobby Russell», prometiendo el nuevo álbum de Prince a quien llamara por teléfono y pudiera dar el nombre del actor que había representado a Wally en Leave It to Beaver. Bill lo sabía: era un chico llamado Tony Dow, pero no tenía interés en ese disco. La radio estaba en un estante alto entre varias fotos del siglo XIX. Debajo estaba el propietario, un hombre cuarentón vestido con vaqueros modernos y camiseta de red. Llevaba el pelo alisado hacia atrás y estaba, más que flaco, consumido. Tenía los pies apoyados en el escritorio repleto de libros de contabilidad entre los que se imponía una vieja caja registradora. Estaba leyendo una novela en edición barata que, sin duda, nunca había sido nominada para el premio Pulitzer; se titulaba Los machos del andamio. En el suelo, frente al escritorio, había un poste de barbería con las bandas girando hacia arriba hasta el infinito. Su cable gastado serpenteaba por el suelo hasta un enchufe, como una serpiente cansada. Frente a él, la tarjeta decía: ¡ESPECIE EN EXTINCIÓN! 250 DÓLARES.
Cuando tintineó la campanilla instalada sobre la puerta, el hombre sentado tras el escritorio señaló la página del libro con un trozo de caja de fósforos y levantó la vista.
—¿En qué puedo servirle?
Bill abrió la boca para preguntar por la bicicleta del escaparate, pero antes de que pudiera hablar su mente se llenó con una sola frase, insistente, palabras que apartaron cualquier otro pensamiento:
Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los espectros.
¿Qué, por Dios?
(castiga)
—¿Busca algo en especial? —preguntó el propietario, con voz bastante cortés aunque miraba a Bill con atención.
Divertido a pesar de su inquietud, Bill pensó: Me mira como si pensara que he estado fumando algo de eso que usan los músicos de jazz para colocarse.
—Sí, tengo in-interés en e-e-e…
(el poste tosco y recto)
—… en ese po-po-poste…
—¿El poste de barbería?
Los ojos del propietario mostraban algo que Bill, aun en su confusión, recordaba y odiaba desde su niñez: la inquietud de la persona que debe escuchar a un tartamudo, la necesidad de precipitarse a terminar el pensamiento para que el pobre tío se calle. «¡Pero yo no tartamudeo! ¡Lo he superado! ¡NO TARTAMUDEO, MALDITA SEA!».
(e insiste, infausto)
Tenía las palabras tan claras en la mente como si alguien las estuviera pronunciando allí, como si fuera un hombre poseído por los demonios en los tiempos bíblicos: un hombre invadido por una presencia del exterior. Sin embargo, reconoció la voz y supo que era la suya. Sintió que el sudor le brotaba, caliente, en la cara.
—Podría hacerle
(ha visto los espectros)
una oferta por ese poste —estaba diciendo el propietario—. Para serle franco, a doscientos cincuenta no puedo venderlo. Se lo dejaría a ciento setenta y cinco, ¿qué le parece? Es la única antigüedad auténtica que tengo por aquí.
(poste)
—POSTE —repitió Bill, casi vociferando. El propietario retrocedió un paso—. No es el poste lo que me interesa.
—¿Se siente bien, señor? —preguntó el propietario.
Su tono solícito quedaba desmentido por la dura cautela de sus ojos. Bill notó que apartaba la mano izquierda del escritorio y comprendió, con un destello de algo que era, en realidad, razonamiento inductivo y no intuición, que había un cajón abierto fuera de su vista y que el hombre tenía la mano sobre alguna pistola. Quizá le preocupaban los asaltos; quizá tenía miedo, simplemente. Después de todo, su homosexualidad era evidente y ésa era la ciudad en que unos delincuentes juveniles habían dado a Adrian Mellon un baño mortal.
(castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insistente, infausto, que ha visto los espectros)
Eso alejaba cualquier otro pensamiento. Era como estar demente. ¿De dónde había salido?
(castiga)
Una y otra vez.
Con un esfuerzo súbito, Bill lo atacó. Lo hizo obligando a su cerebro a traducir la frase extraña al francés. Era lo mismo que le había ayudado a derrotar el tartamudeo en su adolescencia. Mientras las palabras marchaban por su conciencia, las iba cambiando… y de pronto sintió que se aflojaba la trampa del tartamudeo.
Se dio cuenta de que el propietario acababa de decir algo.
—¿C-c-cómo dice?
—Dije que, si piensa tener un ataque, tendrá que ser en la calle. No necesito esa clase de mierdas aquí dentro.
Bill aspiró profundamente.
—E-empecemos de nuevo —dijo—. Supongamos q-que acabo de e-entrar.
—De acuerdo —dijo el propietario, bastante amable—. Acaba de entrar. ¿Y ahora?
—Esa bicicleta del e-escaparate —dijo Bill—. ¿Cuánto pide por ella?
—Veinte dólares, aproximadamente. —El hombre parecía más tranquilo, pero su mano izquierda seguía sin aparecer—. Creo que antes era una Schwinn, pero ahora es un híbrido. —Midió a Bill con la vista—. Una bicicleta grande. Usted mismo podría usarla.
Bill se acordó de la tabla verde.
—Creo que ya no estoy en edad de a-andar en bicicleta.
El propietario se encogió de hombros y, por fin, subió la mano izquierda.
—¿Tiene hijos?
—U-un varón.
—¿De qué edad?
—D-de once.
—Es demasiado grande para un chico de once años.
—¿Acepta cheques de viajero?
—Mientras no sea por más de diez dólares por encima del importe de la compra.
—Puedo darle uno de veinte —dijo Bill—. ¿Me permite hacer una llamada telefónica?
—Si es local…
—Sí.
—Cuando guste.
Bill llamó a la biblioteca pública. Allí estaba Mike.
—¿De dónde llamas, Bill? —preguntó. E inmediatamente—. ¿Estás bien?
—Perfectamente. ¿Has visto a alguno de los otros?
—No. Nos veremos esta noche. —Hubo una breve pausa—. Eso espero. ¿En qué puedo ayudarte, Gran Bill?
—Acabo de comprar una bicicleta —dijo Bill, tranquilamente—. Quería saber si puedo llevarla a tu casa. ¿Tiene un garaje o algún sitio donde pueda guardarla?
Otro silencio.
—¿Mike? ¿Estás…?
—Aquí —respondió Mike—. ¿Es Silver?
Bill miró al propietario de la tienda. Había vuelto a su libro… o tal vez se limitaba a mirar la página mientras escuchaba con atención.
—Sí —dijo.
—¿Dónde estás?
—En un local llamado Rosa de Segunda Mano, Ropas de Segunda Mano.
—Está bien —dijo Mike—. Yo vivo en pasaje Palmer, sesenta y uno. Te convendría subir por Main…
—Sé llegar.
—Está bien, allí nos veremos. ¿Te gustaría cenar?
—Me encantaría. ¿Puedes dejar tu trabajo?
—No hay problema. Carole me reemplazará. —Mike volvió a vacilar—. Dice que hace una hora, antes de que yo volviera, vino un fulano y se fue como si fuera un muerto viviente. Por su descripción era Ben.
—¿Seguro?
—Sí. Y la bicicleta. Es parte del asunto, también, ¿no?
—No me extrañaría —dijo Bill, sin apartar la vista del propietario, que parecía absorto en su libro.
—Nos veremos en casa —dijo Mike—. No olvides: número sesenta y uno.
—Está bien. Gracias, Mike.
—No tienes por qué, Gran Bill.
Bill colgó. El propietario se apresuró a cerrar su libro.
—¿Ha encontrado dónde guardarla, amigo?
—Sí.
El escritor sacó sus cheques de viajero y firmó uno de veinte. El propietario examinó las dos firmas con un cuidado que, en circunstancias mentales menos distraídas, a Bill le habría parecido insultante. Por fin, el hombre garabateó una factura de venta y plantó el cheque de viajero en su vieja registradora. Se levantó con las manos en la parte baja de la espalda, estirándose, y se fue hacia el frente del local, zigzagueando entre las montañas de trastos viejos con una delicadeza distraída que a Bill le resultó fascinante.
Levantó la bicicleta, la hizo girar y la llevó hasta el espacio libre. Mientras Bill sujetaba el manillar para ayudarlo, otro estremecimiento lo fustigó, Silver. Silver. Otra vez. Tenía a Silver en sus manos y
(castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto espectros)
tuvo que desechar la idea por la fuerza porque lo hacía sentir mareado y raro.
—Esa rueda trasera está un poco baja —dijo el propietario.
En realidad, estaba plana como un crêpe. La delantera no, pero la cubierta, a fuerza de gastada, dejaba ver la tela.
—No hay problema —dijo Bill.
—¿Podrá llevarla desde aquí a pie?
Antes me arreglaba bien con ella; ahora no sé, pensó.
—Creo que sí. Gracias.
—Y si quiere hablar de ese poste de barbería, no deje de volver.
El propietario le sostuvo la puerta abierta. Bill sacó la bicicleta, tomó por la izquierda y echó a andar hacia Main Street. La gente miraba, entre divertida y curiosa, a aquel hombre calvo que llevaba una enorme bicicleta a pie, con la rueda trasera pinchada, pero Bill no prestó atención. Le maravillaba lo bien que sus manos adultas se ajustaban aún a las empuñaduras de goma. Recordó que siempre había tenido intención de anudar varias cintas plásticas de diferentes colores en el agujero de cada una para que flamearan al viento, pero nunca había llegado a hacerlo.
Se detuvo en la esquina de Main y Center ante una librería y apoyó la bicicleta contra el edificio, para quitarse la chaqueta. No era fácil llevar una bicicleta con una rueda pinchada y la tarde se había vuelto calurosa. Arrojó la chaqueta al cestillo y continuó.
La cadena está herrumbrada —pensó—. El que la tenía no se ocupaba mucho de ella.
(de esta cosa)
Se detuvo otra vez, con el entrecejo fruncido, tratando de recordar qué había sido de Silver. ¿La había vendido? ¿Regalado? ¿Perdido, tal vez? No recordaba. Pero volvió esa frase idiota
(el poste tosco y recto e insiste)
extraña y fuera de lugar como mecedora en campo de batalla, como tocadiscos en una estufa, como hilera de lápices en la acera.
Bill sacudió la cabeza. La frase se dispersó como el humo. Siguió empujando a Silver hacia la casa de Mike.
Mike Hanlon establece una relación
Pero antes preparó la cena: hamburguesas con cebolla y champiñones salteados, acompañadas con ensalada de espinaca. Por entonces, habían terminado de arreglar a Silver y estaban más que dispuestos a comer.
La casa era una pulcra vivienda al estilo Cape Cod, blanca, con detalles verdes. Cuando Bill apareció por el pasaje Palmer, Mike acababa de llegar, sentado tras el volante de un viejo Ford que tenía marcas de herrumbre en la carrocería y una rotura en la ventanilla posterior. Bill recordó entonces lo que el bibliotecario había señalado tan serenamente: de los miembros del Club de los Perdedores, los que habían abandonado Derry habían dejado de ser perdedores. Mike, por haber permanecido en la ciudad, se había quedado atrás.
Metió a Silver en el garaje de Mike, que tenía el suelo de tierra batida y todo tan ordenado como la casa. Las herramientas colgaban de sus respectivos clavos; las luces, con pantallas cónicas de lata, se parecían a las que iluminan las mesas de billar. Bill apoyó la bicicleta contra la pared y los dos la miraron por un rato sin decir nada, las manos en los bolsillos.
—Es Silver, sí —dijo Mike por fin—. Pensé que podías haberte equivocado, pero no. ¿Qué vas a hacer con ella?
—Ni puñetera idea. ¿Tienes un inflador de bicicletas?
—Sí, y también un equipo para emparchar. Esas cubiertas, ¿son sin cámara?
—Siempre lo fueron. —Bill se inclinó para estudiar la cubierta rota—. Sí, sin cámara.
—¿Quieres pedalear otra vez?
—N-ni pensarlo —respondió Bill, de inmediato—. Pero no me gusta verla así, inútil.
—Como te parezca, Gran Bill. Tú mandas.
Bill giró bruscamente la cabeza, pero Mike se había acercado a la pared del garaje y estaba sacando un inflador. De un armario sacó una cajita de lata que entregó a Bill. El escritor la observó con curiosidad: el equipo se parecía a los de su niñez: una pequeña caja de lata, de tapa brillante y granulada con la que se frotaba la goma alrededor del agujero antes de aplicar el parche. Parecía flamante; tenía aún una etiqueta adhesiva con el precio: 7,23. Bill creía recordar que, en su infancia, esos equipos se compraban por un dólar con veinticinco, a lo sumo.
—No me digas que tenías esto porque sí —dijo Bill. No era una pregunta.
—No —reconoció Mike—. Lo compré la semana pasada en las galerías, en realidad.
—¿Tienes bicicleta?
—No —dijo Mike, mirándolo a los ojos.
—Y compraste este equipo porque se te ocurrió.
—Fue un impulso —dijo Mike sin apartar sus ojos de Bill—. Me desperté pensando que podía hacerme falta. Y la idea siguió volviéndome durante todo el día. Así que… compré el equipo. Y ahora te viene bien.
—Ahora me viene bien —repitió Bill—. Pero, como dicen en los seriales de la tele, ¿qué significa todo esto, querido?
—Pregúntaselo a los otros —dijo Mike— esta noche.
—¿Los veremos allí? ¿Qué piensas tú?
—No sé, Gran Bill. —Mike hizo una pausa antes de agregar—: Existe la posibilidad de que no todos se presenten. Quizá uno o dos decidan desaparecer de la ciudad. O… —Se encogió de hombros.
—¿Y qué haremos si pasa eso?
—No sé —repitió Mike, señalando el equipo de emparchar—. Pagué siete pavos por eso. ¿Piensas usarlo o sólo mirarlo?
Bill sacó su chaqueta del cesto y la colgó cuidadosamente de una percha desocupada. Luego puso a Silver sobre el asiento y comenzó a hacer rodar un poco la rueda trasera. No le gustó el chirrido herrumbrado del eje y recordó el chasquido casi silencioso de la tabla de patinar del chico. Lo que le hace, falta es un poco de aceite 3-en-1 —pensó—. Y no le vendría mal engrasar también la cadena. Está mohosa… Y naipes. Le hacen falta naipes en los radios. Seguramente Mike tiene algunos. De los buenos, con cobertura de celuloide, de esos tan resbaladizos que, la primera vez, siempre terminan desparramados en el suelo en cuanto uno intenta barajarlos. Naipes, si, y alfileres para sujetarlos…
Se interrumpió, súbitamente helado.
Por el amor de Dios, ¿qué estás pensando?
—¿Algún problema, Bill? —preguntó Mike, suavemente.
—No, ninguno. —Sus dedos tocaron algo pequeño, redondo, duro. Metió las uñas abajo y tiró de aquello. De la cubierta se desprendió una pequeña chincheta—. Aquí está la culpable —dijo, y en su mente volvió a sonar, extraño, espontáneo y poderoso: Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto a los espectros. Pero esta vez a la voz, su voz, siguió la de su madre diciendo: Prueba otra vez, Billy. Estuviste muy cerca de decirlo bien.
Se estremeció.
(el poste)
Sacudió la cabeza. Ni siquiera ahora podría decir eso sin tartamudear, pensó. Y por un momento se sintió a punto de comprenderlo todo. De inmediato se le borró.
Abrió el equipo de emparchar y puso manos a la obra. Le llevó un rato solucionar el problema. Mientras tanto, Mike, apoyado contra la pared, bajo un rayo del sol tardío, con las mangas enrolladas y la corbata floja, silbaba una melodía que Bill identificó, finalmente, como She Blinded Me with Science.
Mientras esperaba a que se secara el pegamento, Bill (por hacer algo, según se dijo) aceitó la cadena, los ejes y el piñón. Eso no mejoraría el aspecto de Silver, pero, al menos desapareció el chirrido, lo cual lo satisfizo. De cualquier modo, esa bicicleta nunca habría ganado un concurso de belleza; su única virtud era volar como el rayo.
Por entonces, ya eran las cinco y media de la tarde y casi había olvidado la presencia de Mike, absorto como estaba en los pequeños y satisfactorios menesteres de mantenimiento. Por fin atornilló la boquilla del inflador a la válvula de la rueda trasera y vio engordar la cubierta; calculó a ojo la presión correcta y comprobó, complacido, que el parche resistía bien.
Cuando consideró que todo estaba en orden, desenroscó el inflador y, en el momento en que estaba por poner a la bicicleta sobre sus ruedas, oyó el rápido aleteo de unos naipes, a su espalda. Giró en redondo y estuvo a punto de tirar a Silver.
Mike estaba allí, de pie, con un mazo de cartas de dorso azul en una mano.
—¿Las quieres?
Bill soltó un suspiro largo y tembloroso.
—Supongo que también tienes alfileres, ¿verdad?
Mike sacó cuatro del bolsillo de su camisa y se los ofreció.
—Y las tenías por casualidad, ¿no?
—Más o menos —dijo Mike.
Bill tomó las cartas y trató de barajarlas, pero le temblaban las manos y se le escurrieron entre los dedos. Volaron por todas partes… pero sólo dos aterrizaron con la cara hacia arriba. Bill las miró y levantó los ojos hacia Mike. El bibliotecario tenía la vista clavada en los naipes esparcidos, boquiabierto.
Las dos cartas a la vista eran el as de espadas.
—Es imposible —dijo Mike—. Acabo de abrir ese mazo. Fíjate. —Señaló la lata para desperdicios, junto a la puerta, y Bill vio una envoltura de celofán—. ¿Cómo es posible que haya dos ases de espadas en un mazo?
Bill se inclinó para recogerlas.
—¿Cómo es posible que, de todo un mazo esparcido por el suelo, sólo dos caigan cara arriba? —agregó—. Ahí tienes una pregunta aún más…
Miró el dorso de los ases y se los mostró a su amigo. Uno era azul; el otro, rojo.
—Por Dios, Mike, ¿en qué nos has metido?
—¿Qué vas a hacer con ésas? —inquirió Mike, como si estuviera aturdido.
—Ponerlas en la bicicleta, por supuesto. —De pronto, Bill se echó a reír—. Eso es lo que se supone que haga, ¿no te parece? Si existen ciertas condiciones previas para emplear la magia, esas condiciones previas se presentarán inevitablemente por cuenta propia. ¿Me equivoco?
Mike no respondió. Se limitó a contemplar a su amigo mientras éste sujetaba las cartas a la rueda trasera de Silver. Le costó un poco porque aún le temblaban las manos, pero al fin terminó. Entonces, aspirando profundamente, hizo girar la rueda trasera. Los naipes golpetearon con fuerza contra los radios en el silencio del garaje.
—Vamos —dijo Mike—. Acompáñame, Gran Bill. Prepararé algo para comer.
Ya habían engullido las hamburguesas y en ese momento, fumando, contemplaban el crepúsculo en el patio trasero de Mike. Bill sacó su billetera, extrajo una tarjeta de presentación ajena y escribió en ella la frase que lo acosaba desde que vio a Silver en el escaparate de Rosa de segunda mano, Ropas de segunda mano. La mostró a Mike, que la leyó con atención, ahuecando los labios.
—¿Tiene algún sentido para ti? —preguntó Bill.
—Castiga, exhausto, el poste tosco y recto, e insiste, infausto, que ha visto los espectros. —Hizo un gesto de asentimiento—. Sí, ya sé qué es.
—Bueno, dímelo. ¿O vas a salirme otra vez con esa i-i-idiotez de que debo recordarlo solo?
—No —dijo Mike—, creo que en este caso no hay problema en decírtelo. Esa frase es un antiguo trabalenguas inglés que se convirtió en ejercicio de dicción para ceceosos y tartamudos. Aquel verano, el verano de 1958, tu madre insistía en que lo aprendieras. Tú solías andar por ahí, murmurándolo por lo bajo.
—¿Sí? —se extrañó Bill. Y luego agregó, lentamente, respondiendo a su propia pregunta—: Sí.
—Seguramente tenías muchos deseos de complacerla.
Bill, que súbitamente se sentía al borde del llanto, se limitó a asentir con la cabeza. No estaba en condiciones de hablar.
—Nunca lo conseguiste —dijo Mike—. Eso lo recuerdo. Te esforzabas como un loco, pero siempre se te enredaba la lengua.
—Sí que lo dije —contestó Bill—. Una vez, al menos.
—¿Cuándo?
Bill descargó el puño contra la mesa con tanta fuerza que le dolió.
—¡No lo recuerdo! —gritó.
Y luego, inexpresivo, repitió:
—No, no lo recuerdo.