X. LA REUNIÓN

1

Bill Denbrough coge un taxi

Estaba sonando el teléfono que lo arrancaba de un sueño demasiado profundo para soñar. Lo buscó a tientas, sin abrir los ojos, sin despertar sino a medias. Si hubiera dejado de sonar en ese momento, él habría podido volver a dormir sin pausa, tan fácil y simplemente como antes se deslizaba por las colinas nevadas del parque McCarron, en su Flexible Flyer. Uno corría con el trineo, se arrojaba en él y volaba hacia abajo como si fuera a la velocidad del sonido. De mayor ya no se puede hacer eso, podrías romperte las pelotas.

Sus dedos caminaron por el disco del teléfono, resbalaron y volvieron a trepar. Tuvo la vaga premonición de que sería Mike Hanlon; Mike Hanlon, que lo llamaba desde Derry diciéndole que debía volver, diciéndole que debía recordar, diciéndole que habían hecho una promesa, que Stan Uris les había cortado las palmas con un fragmento de botella y que todos habían hecho una promesa…

Pero todo eso ya había ocurrido.

Bill había llegado el día anterior, ya avanzada la tarde, muy poco antes de las seis, en realidad. Era de suponer que, si Mike lo había llamado el último, todos ellos habrían estado llegando a diversas horas; hasta era probable que alguno hubiera pasado allí la mayor parte del día. Por su parte, no había visto a ninguno, no sentía ninguna prisa por verlos. Después de registrarse en el hotel subió a su habitación y pidió que le subieran la comida allí; una vez que la tuvo ante sí, descubrió que no podía comer. Luego se había dejado caer en la cama para dormir sin sueños hasta ese momento.

Abrió un ojo y buscó torpemente el teléfono. Su mano cayó en la mesilla y él siguió tanteando mientras abría el otro ojo. Sentía la cabeza totalmente en blanco, totalmente desconectada, como si estuviera funcionando a pilas.

Por fin logró levantar el auricular. Se incorporó sobre un codo y se lo puso contra el oído.

—¿Sí?

—¿Bill?

Era la voz de Mike Hanlon; al menos, en eso había acertado. Una semana atrás no recordaba a Mike en absoluto, pero ahora bastaba una palabra para identificarlo. Era maravilloso…, pero de un modo aciago.

—Sí, Mike.

—Te he despertado, ¿no?

—Sí, pero no importa. —En la pared, sobre el televisor, había una pintura abismal de pescadores de langostas con impermeables amarillos y sombreros de lluvia tendiendo trampas. Al mirarlo, Bill recordó dónde estaba, en el «Town House» de Derry, el hotel de Main Street. Unos ochocientos metros más allá, cruzando la calle, estaba el parque Bassey, el puente de los Besos, el canal—. ¿Qué hora es, Mike?

—Diez menos cuarto.

—¿De qué día?

—Del treinta. —Mike parecía algo divertido.

—Sí. Claro.

—He organizado una pequeña reunión —dijo Mike. Sonaba tímido.

—¿Sí? —Bill sacó las piernas de la cama—. ¿Han llegado todos?

—Todos, menos Stan Uris —dijo Mike. De pronto había en su voz algo que no pudo interpretar—. La última fue Bev. Llegó anoche, ya tarde.

—¿Por qué dices que es la última, Mike? Stan podría aparecer hoy.

—Stan ha muerto, Bill.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Acaso el avión…?

—Nada de eso —dijo Mike—. Mira, si no te importa, creo que deberíamos esperar a estar juntos. Sería mejor contarlo a todos al mismo tiempo.

—¿Tiene algo que ver con esto?

—Sí, eso creo. —Mike hizo una breve pausa—. Estoy seguro.

Bill sintió el peso familiar del miedo que se instalaba otra vez en torno a su corazón. Entonces, ¿uno se acostumbraba tan pronto a eso? ¿O lo había llevado siempre consigo, sin sentirlo, sin pensar, como el hecho inevitable de su propia muerte?

Buscó sus cigarrillos, encendió uno y apagó la cerilla con la primera bocanada.

—¿Ayer no se reunió nadie?

—No…, no lo creo.

—Y tú aún no has visto a ninguno de nosotros.

—No, sólo os he hablado por teléfono.

—De acuerdo —dijo Bill—. ¿Dónde se hace la reunión?

—¿Recuerdas dónde estaba la vieja fundición?

—Por supuesto. En Pasture Road.

—Estás atrasado, viejo. Ahora se llama Mail Road. Tenemos la tercera galería comercial de este estado. «Cuarenta y ocho tiendas diferentes bajo un mismo techo, para su comodidad al comprar».

—Suena muy n-n-norteamericano, sí.

—¿Bill?

—¿Qué?

—¿Estás bien?

—Sí.

Pero su corazón palpitaba demasiado rápido y la punta del cigarrillo le temblaba un poquito. Había tartamudeado. Mike lo sabía. Hubo un momento de silencio. Luego Mike dijo:

—Pasando la galería hay un restaurante llamado Jade Oriental. Tienen salas privadas para grupos. Ayer reservé una. Podemos ocuparla toda la tarde, si queremos.

—¿Crees que podemos tardar tanto?

—No sé, en realidad.

—Si cojo un taxi, ¿sabrá dónde llevarme?

—Por supuesto.

—Bueno —dijo Bill y anotó el nombre del restaurante en el bloc que había junto al teléfono—. ¿Por qué allí?

—Porque es nuevo, supongo —dijo Mike, lentamente—. Me pareció…, no sé…

—¿Terreno neutral? —sugirió Bill.

—Sí, supongo que eso es.

—¿La comida es buena?

—No lo sé. ¿Cómo está tu apetito?

Bill soltó una bocanada de humo y algo que era a medias una risa, a medias una tos.

—No muy bien, viejo.

—Sí, ya te oigo —dijo Mike.

—¿A mediodía?

—Alrededor de la una, mejor. Dejemos que Beverly ronque un poco más.

Bill apagó el cigarrillo.

—¿Se casó?

Mike volvió a vacilar.

—Ya nos pondremos al día con todo —dijo.

—Como cuando uno vuelve a la reunión de la secundaria, diez años después, ¿no? —comentó Bill—. Hay que ver quién engordó, quién está calvo, quién tiene hij-j-jos.

—Ojalá fuera eso —dijo Mike.

—Sí, ojalá, Mikey, ojalá.

Colgó el teléfono. Se dio una larga ducha y pidió un desayuno que no deseaba. Apenas lo probó. No, su apetito no andaba nada bien, en verdad.

Bill llamó a la Compañía de Taxis Big Yellow y pidió que pasaran a recogerlo a la una menos cuarto pensando que quince minutos sería tiempo más que suficiente como para llegar a Pastare Road (le era totalmente imposible llamarlo Mail Road, aún después de ver, con sus propios ojos, la galería comercial). Pero había subestimado el embotellamiento de tráfico a la hora de comer… y lo mucho que Derry había crecido.

En 1958, Derry era sólo una pequeña ciudad con unos treinta mil habitantes entre los límites del municipio y otros siete mil, quizás, en los suburbios.

Ahora se había convertido en una ciudad importante, muy pequeña todavía, comparada con Londres o Nueva York, pero próspera, considerando el nivel de Maine, donde Portland, la ciudad más grande del estado, apenas podía jactarse de contar con trescientas mil almas.

Mientras el taxi avanzaba lentamente por Main Street («Ahora vamos sobre el canal —pensó Bill—; no se lo ve, pero está allí abajo, corriendo en la oscuridad») y luego tomaba Center, su primer pensamiento fue bastante predecible: cuánto había cambiado todo. Pero el pensamiento predecible vino acompañado de un profundo horror que nunca habría esperado. Recordaba su niñez como un tiempo nervioso, lleno de temores, no sólo por el verano de 1958, en que siete de ellos se habían enfrentado al terror, sino por la muerte de George, el profundo sueño en que sus padres parecían haber caído después de esa muerte, las burlas constantes por su tartamudez, Bowers, Huggins y Criss, que los perseguían continuamente tras la pelea a pedradas en Los Barrens

(Bowers, Huggins y Criss, oh, cielos. Bowers, Huggins y Criss, oh cielos)

y la simple sensación de que Derry era fría, de que Derry era dura, de que a Derry le importaba un cuerno si ellos vivían o morían y, mucho menos, si triunfaban o no sobre el Payaso Pennywise. Los habitantes de Derry llevaban mucho tiempo viviendo con Pennywise, con todos sus disfraces… y tal vez, de algún modo descabellado, habían llegado a comprenderlo. A tenerle simpatía, a necesitarlo. ¿A amarlo? Tal vez. Sí, tal vez eso también.

Entonces, ¿por qué ese horror?

Tal vez porque el cambio, de algún modo, parecía muy opaco. O porque Derry parecía haber perdido, para él, su rostro esencial.

El Teatro Bijou había desaparecido reemplazado por un aparcamiento (SÓLO PARA PERSONAS AUTORIZADAS, anunciaba el cartel sobre la rampa. LOS INTRUSOS SERÁN RETIRADOS POR LA GRÚA). El Shoboat y el comedor de Bailley, los locales vecinos, también habían desaparecido dejando lugar a una sucursal del Northern National Bank. De la endeble estructura de hormigón en bloque sobresalía un indicador digital que marcaba la hora y la temperatura en grados Fahrenheit y Celsius. La farmacia Center, cubil del señor Keene, el sitio donde Bill había comprado el medicamento para el asma de Eddie, tampoco estaba. El callejón de Richard se había convertido en un extraño híbrido llamado «minigalería». Cuando el taxi se detuvo ante un semáforo en rojo, Bill miró dentro y pudo ver una tienda de discos, una casa de productos dietéticos y un local de juguetes y juegos electrónicos que anunciaba una liquidación de piezas de Scalectrix.

El taxi reanudó la marcha con una sacudida.

—Vamos a tardar un rato —dijo el conductor—. Me gustaría que todos estos malditos bancos se perdieran a la hora del almuerzo. Perdone mi lengua, si usted es religioso.

—Está bien —dijo Bill. Fuera estaba muy nublado. En ese momento, unas cuantas gotas de lluvia golpearon el parabrisas. La radio murmuraba algo sobre un paciente fugado de un asilo para enfermos mentales, en alguna parte, que parecía ser muy peligroso, después siguió murmurando sobre los Red Sox que de peligrosos no tenían nada. Chaparrones aislados, después aclarando. Cuando Barry Manilow empezó a gemir por Mandy, que venía y daba sin tomar nada, el taxista apagó la radio de un manotazo.

—¿Cuándo los construyeron?

—¿Los bancos?

—Sí.

—A finales de los años sesenta o principios de los setenta, casi todos —dijo el taxista. Era un hombre grande de cuello enrojecido. Llevaba una cazadora a cuadros rojos y negros con una gorra de color naranja fosforescente plantada en la cabeza; tenía manchas de aceite de motor—. Consiguieron ese dinero para renovación y lo usaron para tirar todo abajo. Vinieron los bancos. Creo que eran los únicos que podían venir. Menuda porquería, ¿no? Renovación urbana, lo llaman. Renovación, una mierda, digo yo. Y perdone mi lengua, si usted es religioso. Se habló mucho de que iban a revitalizar el centro de la ciudad. ¡Ja, bonita revitalización! Tiraron casi todos los negocios de antes y pusieron un montón de bancos y aparcamientos. Y nadie encuentra un mísero sitio para aparcar. Habría que colgar a todo el Concejo Municipal de los cojones, eso es lo que habría que hacer. Menos a esa mujer, la Polock, que también es concejal. A ella habría que colgarla de las tetas. Pensándolo bien, creo que no tiene. Es más lisa que una tabla, la hija puta. Y perdone mi lengua, si usted es religioso.

—En realidad, soy religioso —dijo Bill, sonriente.

—Entonces le conviene bajarse de mi taxi y meterse en la iglesia, que joder —dijo el taxista.

Y los dos estallaron en una carcajada.

—¿Hace mucho que vive aquí? —preguntó Bill.

—Toda la vida. Nací en el Hospital Municipal y me echarán a pudrir en el cementerio de Monte Esperanza.

—Qué bien —comentó Bill.

—Psé, qué bien —dijo el taxista. Carraspeó, bajó la ventanilla y escupió al aire lluvioso un larguísimo gargajo verdoso. Su actitud, contradictoria, pero atractiva, casi picante, era de sombrío buen humor—. El que agarre eso no tendrá que comprar chicles por toda una semana, joder. Y perdone mi lengua si usted es religioso.

—No todo ha cambiado —dijo Bill. El deprimente desfile de bancos y parkings se iba deslizando hacia atrás a medida que ascendían por Center. Más allá de la colina y pasando por el First National Bank, empezaron a tomar cierta velocidad—. El Aladdin todavía está.

—Psé —reconoció el taxista—. Pero se salvó, por un pelo, se salvó. Los muy hijos de puta querían tirarlo abajo, también.

—¿Para hacer otro banco? —preguntó Bill.

Una parte de él descubría, divertida, que la otra parte se horrorizaba ante la idea. No podía creer que nadie en su sano juicio quisiera derribar esa majestuosa cúpula de placer, con su centelleante araña de cristal, sus curvas escalinatas y su elefantiásico telón que no se limitaba a abrirse cuando empezaba el espectáculo, sino que se elevaba en mágicos pliegues, pinzas y drapeados, todo iluminado desde abajo en fabulosos tonos de rojo, azul, amarillo y verde, mientras las poleas, arriba, gruñían y repiqueteaban. El Aladdin no —exclamaba esa horrorizada parte de él—. ¿Cómo pudieron siquiera pensar en derribar el Aladdin para hacer un BANCO?

—Claro, un banco —dijo el taxista—. Ha acertado, señor. Era el Mercantil de Penobscot el que le había echado el ojo, los muy bastardos (perdóneme la lengua, si es religioso) querían tirarlo abajo y hacer una «galería bancaria completa», como decían ellos. Ya tenían todos los papeles tramitados y el Aladdin estaba clausurado. Entonces un grupo de gente formó un comité, toda gente que vivía aquí desde hacía mucho, y presentaron peticiones, hicieron manifestaciones y gritaron hasta que hubo una asamblea pública. Y Hanlon les dio una buena patada en el culo a los degenerados esos del Mercantil.

El taxista parecía sumamente satisfecho.

—¿Hanlon? —preguntó Bill, sobresaltado—. ¿Mike Hanlon?

—Ayuh —afirmó el taxista. Se retorció por un momento para mirar a Bill, descubriendo una cara redonda y mofletuda, con gafas de carey que tenían viejas motas de pintura blanca en las patillas—. El bibliotecario. Un negro. ¿Lo conoce?

—Lo conocía —dijo Bill, recordando cómo había conocido a Mike, en julio de 1958.

Había sido por Bowers, Huggins y Criss, otra vez, por supuesto. Bowers, Huggins y Criss

(oh, cielos)

por todas partes, desempeñando su propio papel, como inconscientes grapas que los habían unido a los siete, más, más, mucho más.

—Jugábamos juntos, siendo niños —agregó—. Antes de que yo me fuese.

—Vaya, mire por dónde —dijo el taxista—. Qué pequeño es este mundo de mierda, perdone…

—… mi lengua si usted es religioso —terminó Bill, al unísono.

—Mire por dónde —repitió el taxista, cómodamente. Viajaron en silencio un rato, antes de que él dijera—: Ha cambiado mucho, Derry. Pero sí, muchas cosas siguen como antes. El «Town House», donde lo recogí. La torre-depósito en el Memorial Park. ¿Se acuerda de ese lugar, señor? Cuando éramos pequeños decíamos que ese lugar estaba hechizado.

—Lo recuerdo.

—Mire, allí está el hospital. ¿Lo reconoce?

A la derecha pasaba ahora el hospital Municipal de Derry. Detrás de él corría el Penobscot, hacia su encuentro con el Kenduskeag. Bajo el lluvioso cielo de primavera, el río tenía el color opaco del peltre. El hospital que Bill recordaba (un edificio de madera blanca, con dos alas y tres plantas) aún estaba allí, pero rodeado y empequeñecido por un complejo de edificios que sumaban quizás una docena. A la izquierda había un aparcamiento con más de quinientos coches según su cálculo.

—¡Por Dios, eso no es un hospital! ¡Parece el recinto de una universidad, coño! —exclamó Bill.

El conductor rió entre dientes.

—Como no soy religioso, le perdono su lengua. Sí, ya es casi tan grande como el de Bangor. Tienen laboratorio de radiología, centro de terapia, seiscientas habitaciones, lavandería propia y sabe Dios qué más. El viejo hospital sigue allí, pero ahora sólo como administración.

Bill sintió una extraña sensación de desdoblamiento, la misma que recordaba haber sentido al ver la primera película tridimensional: tratar de unir dos imágenes que no coincidían. Uno podía engañar la vista y el cerebro para que lo hicieran, pero podía terminar con un magnífico dolor de cabeza… y en ese momento sintió que le venía uno. La nueva Derry, sí. Pero la vieja Derry aún estaba allí, como el edificio de madera del hospital. La vieja Derry estaba casi toda sepultada bajo las construcciones nuevas… pero la vista se sentía irremediablemente atraída hacia ella…, la buscaba.

—Las vías del ferrocarril deben de haber desaparecido, ¿no? —preguntó Bill.

El taxista volvió a reír, encantado.

—Considerando que se marchó cuando era niño, señor, tiene buena memoria. —Bill pensó: «Si me hubieras visto la semana pasada, amigo mío…»—. Todavía están pero no quedan más que ruinas y vías herrumbradas. Ni siquiera los mercancías se detienen aquí. Un tío quería comprar el terreno para poner una especie de parque de diversiones, con tiro al blanco, canchas de minigolf, frontones para pelota, kartings y un local con juegos de video y qué sé yo qué más. Pero hubo no sé qué lío con los que tienen la tierra a su nombre. Supongo que si insiste va a ganar, pero por el momento está todo en los tribunales.

—Y el canal —murmuró Bill, cuando giraban hacia Pasture Road que, tal como Mike había dicho, estaba señalizado con un letrero verde que rezaba: MALL ROAD—. El canal todavía está aquí.

—Ayuh —dijo el taxista—. Creo que ése va a estar siempre.

Ahora Bill tenía a su izquierda la galería de Derry. Al pasar junto a ella volvió a sentir esa extraña sensación de desdoblamiento. En su infancia, todo eso había sido un largo campo lleno de pastos duros y gigantescos girasoles bamboleantes que marcaba el extremo nordeste de Los Barrens. Por atrás, hacia el oeste, estaban los bloques de Old Cape para gente de bajos recursos. Recordaba haber explorado ese campo con cuidado de no caer en el sótano abierto de la fundición Kitchener que había estallado el domingo de Pascua de 1906. Ese solar estaba lleno de reliquias que ellos habían desenterrado con el solemne interés de arqueólogos que investigaran ruinas egipcias: ladrillos, cazos, trozos de hierro con candados herrumbrosos, trozos de vidrio, botellas llenas de un engrudo que olía como el peor de los venenos. Allí cerca había pasado algo malo, también, en el foso de grava próximo al vertedero, pero aún no lo recordaba. Sólo recordaba un nombre, Patrick Humboldt, y que se relacionaba con una nevera. Y algo sobre un pájaro que había perseguido a Mike Hanlon. ¿Qué…?

Sacudió la cabeza. Fragmentos inconexos. Pajas al viento. Eso era todo.

El campo había desaparecido, junto con los restos de la fundición. Bill recordó súbitamente la gran chimenea de la fundición revestida de azulejos, ennegrecida de hollín en los últimos tres metros, tendida en la hierba alta como una tubería gigantesca. De algún modo, habían trepado para caminar por ella, con los brazos extendidos como equilibristas en la cuerda floja, riendo…

Sacudió la cabeza para expulsar el espejismo de la galería, un feo grupo de edificios con letreros que decían SEARS, J. C. PENNEY, WOOLWORTH, CVS, YORK STEAK HOUSE, LIBROS WALDEN y diez más. Había caminos que entraban a los aparcamientos y salían de ellos. La galería no se fue, porque no era un espejismo. La fundición Kitchener ya no existía, ni tampoco la hierba que crecía entre sus ruinas. La realidad era la galería, no los recuerdos.

Pero él, por algún motivo, no pudo creer eso.

—Bueno, aquí estamos, señor —dijo el taxista, entrando en el aparcamiento de un edificio que parecía una gran pagoda de plástico—. Un poco tarde, pero mejor tarde que nunca, ¿no?

—Claro que sí —dijo Bill, entregando un billete de cinco dólares al taxista—. Quédese con el cambio.

—¡A… la mierda! —exclamó el taxista—. Si necesita que alguien lo lleve, llame a Big Yellow y pregunte por Dave. Ése soy yo.

—Preguntaré por el taxista religioso —dijo Bill, sonriente—. El que ya tiene su terrenito elegido en Monte Esperanza.

—Eso —repuso Dave, riendo—. Que lo pase bien, señor.

—También usted, Dave.

Se detuvo por un momento bajo la lluvia ligera observando al taxi que se alejaba. Había olvidado hacer una pregunta más al taxista… tal vez a propósito. Su intención había sido preguntar a Dave si le gustaba vivir en Derry.

Bill Denbrough giró en redondo abruptamente y entró en el Jade Oriental. En el vestíbulo estaba Mike Hanlon, sentado en una silla de mimbre de respaldo ancho. Se levantó y Bill tuvo la sensación de que una honda irrealidad se abatía sobre él… atravesándolo. La sensación de desdoblamiento estaba allí otra vez, pero muy, muy empeorada.

Él recordaba a un chico de un metro cincuenta y siete, poco más o menos, delgado y ágil. Ante él tenía a un hombre que llegaba al metro setenta, muy delgado. La ropa parecía colgar de su cuerpo. Y las arrugas de su cara decían que estaba del lado oscuro de los cuarenta en vez de andar sólo por los treinta y ocho.

El espanto de Bill debió reflejársele en la cara, porque Mike dijo, en voz baja:

—Ya sé lo que parezco.

Bill enrojeció, diciendo:

—No es para tanto, Mike. Es que te recuerdo como eras cuando niño, nada más.

—¿Nada más?

—Pareces un poco cansado.

Estoy un poco cansado —dijo Mike—, pero ya me pasará. Supongo.

Entonces sonrió y la sonrisa le iluminó la cara. En ella, Bill vio al niño que había conocido veintisiete años antes. Así como el viejo hospital había sido ahogado por el hormigón armado y el vidrio, así el niño que Bill conociera había sido ahogado por los accesorios inevitables de la edad adulta. Tenía arrugas en la frente, surcos en las comisuras de la boca que le llegaban casi a la barbilla y el pelo se le estaba agrisando sobre las orejas. Pero así como el viejo hospital, aunque sofocado, seguía estando allí, así también estaba el niño que Bill conocía.

Mike alargó la mano, diciendo:

—Bienvenido a Derry, Gran Bill.

Bill, sin prestar atención a la mano, abrazó a Mike. Su amigo le devolvió el abrazo con fiereza y Bill sintió su pelo, rizado y duro, contra su propio hombro y el lado del cuello.

—Nosotros nos ocuparemos de lo que anda mal, Mike, sea lo que sea —dijo Bill. Oyó en su garganta el sonido áspero de las lágrimas, pero no le importó—. Ya lo derrotamos una vez. P-p-podemos hacerlo otra v-v-vez.

Mike se apartó de él, sujetándolo con los brazos estirados; aunque seguía sonriendo había demasiado brillo en sus ojos. Sacó un pañuelo y se los limpió.

—Claro, Bill —dijo—. Seguro.

—¿Quieren seguirme, caballeros? —preguntó la mujer.

Era una sonriente oriental que vestía un delicado kimono rosa con un dragón de cola enroscada. Llevaba el pelo oscuro recogido en un moño sobre la cabeza sujeto con peinetas de marfil.

—Podemos ir solos, Rose —dijo Mike.

—Muy bien, señor Hanlon. —Les sonrió a ambos—. Creo que les une una buena amistad.

—Creo que sí —dijo Mike—. Por aquí, Bill.

Lo condujo por un corredor en penumbras, más allá del comedor principal, hacia una puerta donde pendía una cortina de cuentas.

—¿Los otros…? —empezó Bill.

—Ya están todos aquí —dijo Mike—. Todos los que pudieron venir.

Bill vaciló ante la puerta por un momento, súbitamente asustado. No era lo desconocido lo que le asustaba, no era lo sobrenatural; era saber, simplemente, que medía treinta y siete centímetros más que en 1958 y que había perdido la mayor parte de su pelo. De pronto se sintió intranquilo, casi aterrorizado, ante la perspectiva de verlos a todos otra vez, con las caras de niño casi gastadas, casi sepultadas bajo el cambio, como el viejo hospital. Bancos erigidos dentro de cabezas donde, en otros tiempos, se elevaron mágicos palacios de imágenes.

Hemos crecido —pensó—. No pensamos que pasaría esto en aquel entonces. A nosotros no. Pero así fue y si entro será realidad. Ahora todos somos adultos.

Miró a Mike, súbitamente desconcertado y tímido.

—¿Qué aspecto tienen? —se oyó preguntar, con voz insegura—. Mike…, ¿qué aspecto tienen?

—Entra y lo sabrás —respondió Mike con amabilidad.

Y condujo a Bill al interior de la pequeña sala privada.

2

Bill Denbrough echa un vistazo

Quizá fue, simplemente, la penumbra de la habitación lo que provocó la ilusión que duró sólo un brevísimo instante, pero Bill se preguntaría, más tarde, si había sido una especie de mensaje dirigido estrictamente a él: que el destino también podía ser bondadoso.

En ese breve instante, él tuvo la sensación de que ninguno de ellos había crecido, de que sus amigos habían actuado como Peter Pan y aún eran niños.

Richie Tozier se había echado atrás en su silla, balanceándola contra la pared y estaba diciendo algo a Beverly Marsh, que tenía una mano sobre ahuecada la boca para disimular una risita. Richie tenía una sonrisa de bromista perfectamente familiar. Y allí estaba Eddie Kaspbrak, sentado a la izquierda de Beverly. En la mesa, frente a él, junto al vaso de agua, había un frasco de plástico con una especie de culata en la parte alta. Los accesorios eran más artísticos, pero la finalidad seguía siendo, obviamente, la misma: se trataba de un inhalador. Sentado a una cabecera de la mesa, observando al trío con expresión de ansiedad, diversión y concentración, estaba Ben Hanscom.

Bill descubrió que su mano se le iba a la cabeza y se dio cuenta, con melancólica diversión, que había estado a punto de frotarse la calva para ver si el pelo le había vuelto por arte de magia: ese pelo rojo, fino, que había empezado a perder antes de abandonar la universidad.

Eso quebró la burbuja: Richie no tenía gafas, notó, y pensó: «Probablemente lleva lentillas. Es lógico. Odiaba aquellas gafas». Las camisetas y los pantalones de pana que usaba en aquel entonces habían sido reemplazados por un traje que no era de confección, por cierto; Bill calculó que tenía ante sus ojos un trabajo a medida de novecientos dólares.

Beverly Marsh (si acaso seguía llamándose Marsh) se había convertido en una mujer de belleza deslumbradora. En vez de la despreocupada cola de caballo, lucía el pelo (que conservaba casi exactamente su tonalidad anterior) suelto sobre los hombros de su sencilla blusa blanca en un torrente de discreto color. En esa penumbra relumbraba como un lecho de brasas cubiertas de ceniza. A la luz del día, aunque fuera de un día nublado como aquél, se dijo Bill, lanzaría llamas. Y se descubrió tratando de imaginar cómo sería hundir las manos en esa cabellera. «La historia más vieja del mundo —se dijo—. Amo a mi esposa, pero ¡oh, criatura!».

Eddie (extraño, pero cierto) había llegado a parecerse un poco a Anthony Perkins. Su cara tenía arrugas prematuras (aunque en sus movimientos parecía más joven que Richie o Ben) y los anteojos de montura al aire lo envejecían aún más. Llevaba el pelo corto, peinado según el anticuado estilo de 1958 o 1960. Se había puesto una chillona chaqueta deportiva a cuadros que parecía sacada de una liquidación por cierre…, pero el reloj que llevaba en la muñeca era un Patek Philippe y en el dedo meñique de la mano derecha lucía un rubí. La piedra era demasiado grande, vulgar y ostentosa como para no ser auténtica.

El que había cambiado mucho era Ben y al mirarlo otra vez Bill sintió que la irrealidad lo asaltaba fácilmente. Su rostro era el mismo; su pelo, aunque encanecido y más largo, seguía peinado con la inusual raya a la derecha. Pero Ben había adelgazado. Se le veía muy cómodo en su silla con el sencillo chaleco de cuero abierto, mostrando la camisa de cambray azul. Llevaba vaqueros de línea recta, botas de cowboy y un cinturón ancho con hebilla de plata martillada. Esas prendas se adherían con desenvoltura a un cuerpo delgado, de caderas estrechas. En una muñeca llevaba una pulsera de eslabones gruesos no de oro sino de cobre. Adelgazó —se dijo Bill—. Es la sombra de lo que era, como quien dice… El viejo Ben adelgazó. Quién lo hubiera dicho.

Entre los seis reinó un momento de silencio que desafiaba cualquier descripción. Fue uno de los momentos más extraños en la vida de Bill Denbrough. Si bien Stan no estaba allí, había un séptimo comensal, sin lugar a dudas. Allí, en ese comedor privado, Bill sintió su presencia tan patente que estaba casi personificada, pero no bajo la forma de un esqueleto con túnica blanca y una guadaña al hombro. Era la zona en blanco en el mapa que se extendía entre 1958 y 1985, zona que algún explorador habría podido llamar «El Gran Desconocido». Bill se preguntó qué había allí, exactamente. Beverly Marsh, con una falda corta que mostraba la mayor parte de sus largas y delgadas piernas de potrillo; una Beverly Marsh con botitas a go-go, el pelo planchado y partido al medio. Richie Tozier llevando una pancarta que decía ACABAD CON LA GUERRA por un lado y FUERA ROTC DE LA UNIVERSIDAD por el otro. Ben Hanscom con casco, conduciendo una excavadora con la camisa suelta, mostrando un vientre cada vez menos prominente sobre el cinturón. ¿Era negra esa séptima criatura? No tenía relación alguna con H. Rap Brown ni con el Gran Maestre Flash; este tipo usaba simples camisas blancas y pantalones holgados y se sentaba a trabajar en una biblioteca de la Universidad de Maine, escribiendo estudios sobre el origen de las notas al pie de la página y las ventajas de tal sistema sobre tal otro para catalogar libros, mientras fuera había manifestaciones y Phil Ochs cantaba «Richard Nixon, búscate otro país», y morían hombres con el vientre abierto en aldeas cuyos nombres no podían pronunciar. Allí estaba, estudiosamente inclinado sobre su trabajo (Bill lo veía), sobrio y absorto, sabiendo que ser bibliotecario era acercarse más que ningún ser humano al asiento situado en la cumbre de la máquina de la eternidad. ¿Era él el séptimo? ¿O era un joven de pie frente al espejo, mirando cómo se le estiraba la frente, mirando el peine lleno de cabellos rojos, mirando un montón de cuadernos universitarios reflejados en el espejo, cuadernos que contenían el borrador completo y confuso de una novela titulada Joanna y que sería publicada un año más tarde?

Algo de todo eso, todo eso, nada de todo eso.

En realidad no importaba. El séptimo estaba allí y en ese momento todos lo sintieron… y tal vez comprendieron mejor que nunca el horrible poder de la cosa que los había atraído hasta allí. Eso vive —pensó Bill, helado bajo la ropa—. Ojos de tritón, cola de dragón. Mano de gloria… Fuera lo que fuese. Eso está aquí otra vez, en Derry. Eso.

Y de pronto sintió que Eso era el séptimo. Que Eso y el tiempo eran, de algún modo, intercambiables. Que Eso llevaba la cara de todos, además de las otras mil con que había aterrorizado y matado… Y la idea de que Eso pudiera ser ellos era la peor de todas. ¿Cuánto de nosotros quedó atrás, aquí? —pensó, con súbito terror—. ¿Cuánto de nosotros quedó en las cloacas y en las alcantarillas donde Eso vivía… y donde se alimentaba? ¿Es por eso que olvidamos? ¿Porque parte de nosotros nunca tuvo futuro, nunca creció, nunca salió de Derry? ¿Por eso?

No vio respuestas en sus caras. Sólo sus propias preguntas reflejadas.

Los pensamientos toman forma y pasan, en cuestión de segundos o milisegundos, y crean su propio marco cronológico. Todo eso pasó por la mente de Bill Denbrough en no más de cinco segundos.

Entonces Richie Tozier, recostado contra la pared, volvió a sonreír y dijo:

—Oh, cielos, miren esto: ¡Bill Denbrough ha adoptado la moda «Cúpula de Cromo»! ¿Cuánto hace que te enceras la cabeza, Gran Bill?

Y Bill, que no tenía idea de lo que iba a salirle, abrió la boca y se oyó decir:

—Vete a la mierda con el caballo que te trajo, Bocazas.

Hubo un momento de silencio… y luego el cuarto estalló en carcajadas. Bill se acercó para estrechar manos; aunque había algo horrible en lo que sentía, también existía algo consolador en eso: la sensación de haber vuelto para siempre al hogar.

3

Ben Hanscom adelgaza

Mike Hanlon pidió aperitivos y, como para compensar el silencio anterior, todo el mundo empezó a hablar al mismo tiempo. Beverly Marsh se llamaba ahora Beverly Rogan. Dijo estar casada con un hombre maravilloso, de Chicago, que le había transformado la vida y que, por obra de alguna magia benigna, había podido trastocar su simple talento para la costura en una próspera empresa de modas. Eddie Kaspbrak poseía una flota de limusinas en Nueva York.

—Mi mujer bien podría estar en la cama con Al Pacino, en este momento —dijo, con una mansa sonrisa, y el comedor volvió a llenarse de risas.

Todos conocían las carreras de Bill y Ben, pero Bill tuvo la sensación de que, hasta tiempos muy, pero muy recientes, no habían asociado personalmente sus nombres (el de Ben, como arquitecto, el suyo mismo como escritor) con personas que ellos hubieran conocido. Beverly llevaba en su cartera ejemplares de Joanna y Los rápidos negros y le pidió que se los autografiara. Él, al hacerlo, notó que ambos estaban en condiciones impecables, como si hubieran sido adquiridos en el quiosco del aeropuerto, al bajar del avión.

De modo parecido, Richie contó a Ben lo mucho que había admirado el centro de comunicaciones de la «BBC», en Londres…, pero en sus ojos había una especie de luz intrigada, como si no pudiera asociar ese edificio con ese hombre… o con el niño gordo y serio que les había enseñado el modo de inundar la mitad de Los Barrens con tablas viejas y una herrumbrosa portezuela de automóvil.

Richie era disc-jockey en California. Les dijo que lo conocían con el apodo de El hombre de las mil voces, y Bill gruñó.

—Por Dios, Richie, tus voces eran siempre espantosas.

—Los halagos no le servirán de nada, maestro —replicó Richie, altanero.

Cuando Beverly le preguntó si usaba lentillas, Richie dijo, en voz baja:

—Acércate más, nennnna, y mírame a los ojos.

Beverly lo hizo y lanzó una exclamación de deleite, mientras Richie inclinaba un poco la cabeza para que ella pudiera ver los bordes inferiores de las lentes blandas Hydromist.

—La biblioteca, ¿sigue igual? —preguntó Ben a Mike Hanlon.

Mike sacó su billetera y extrajo una instantánea de la biblioteca, tomada desde arriba. Lo hizo con el aire orgulloso de quien muestra fotos de sus hijos al preguntársele por su familia.

—La tomó un tipo desde un avión pequeño —dijo, mientras la fotografía pasaba de mano en mano—. He estado tratando de que el concejo municipal o algún donante particular nos proporcionen efectivo suficiente para ampliar esto y hacer un mural para la biblioteca infantil. Hasta el momento no ha habido suerte. Pero es una buena foto, ¿no?

Todos estuvieron de acuerdo. Ben la retuvo por más tiempo mirándola con fijeza. Por fin dio unos golpecitos sobre el corredor de vidrio que conectaba los dos edificios.

—¿Reconoces esto de alguna parte, Mike?

El bibliotecario sonrió.

—Es tu centro de comunicaciones —dijo, y los seis estallaron en una carcajada.

Llegaron los aperitivos. Todos se sentaron.

Volvió a caer aquel silencio súbito, incómodo y confuso. Se miraron mutuamente.

—Bueno —preguntó Beverly, con su voz dulce, ligeramente ronca—, ¿por qué brindamos?

—Por nosotros —dijo Richie, súbitamente.

Ya no sonreía. Sus ojos se fijaron en los de Bill. Entonces, con absoluta nitidez, Bill vio una imagen de sí mismo con Richie; en medio de Neibolt Street, desaparecido el payaso, el hombre-lobo o lo que fuera, ambos abrazados y llorando. Cuando levantó su copa, le temblaba la mano; parte de su bebida cayó en la servilleta.

Richie se levantó lentamente. Los otros, uno a uno, siguieron su ejemplo: primero Bill; después Ben y Eddie, Beverly y, por fin, Mike Hanlon.

—Por nosotros —dijo Richie. Su voz, como la mano de Bill, temblaba un poco—. Por el Club de los Perdedores de 1958.

—Los Perdedores —dijo Beverly, algo divertida.

—Por los Perdedores —repitió Eddie, pálido y envejecido tras los anteojos sin montura.

—Por los Perdedores —concordó Ben. Una sonrisa leve y dolorosa ponía un fantasma en las comisuras de su boca.

—Por los Perdedores —dijo Mike Hanlon, suavemente.

—Por los Perdedores —terminó Bill.

Entrechocaron las copas y bebieron.

Volvió a caer aquel silencio y en esa oportunidad Richie no lo quebró. Esa vez parecía necesario.

Se sentaron otra vez y Bill dijo:

—Bueno, Mike, suelta el rollo. Dinos qué ha estado pasando aquí y qué podemos hacer.

—Primero comamos —dijo Mike—. Después hablaremos.

Así que comieron… largamente y bien. Como en el chiste de los condenados a muerte, pensó Bill, pero sentía un apetito que no recordaba desde hacía siglos…, desde que era niño, se sintió tentado de pensar. La comida no era una maravilla, pero distaba mucho de ser mala y la había en abundancia. Los seis comenzaron a intercambiar parte de sus platos: costillas, moo goo gai pan, alas de pollo deliciosamente cocidas al vapor, rollitos de primavera, brotes de soja envueltos en tocino, tiras de carne ensartadas en palillos de madera.

Comenzaron con bandejas de pu-pu, y Richie, infantil, pero divertido, asó un poquito de cada cosa en el centro del fondue que compartía con Beverly.

—Me encanta flambear las cosas —dijo a Ben—. Comería mierda, siempre que me la flambearan a la vista.

—A lo mejor es lo que estás comiendo —comentó Bill.

Beverly rió con tantas ganas que se vio obligada a escupir un bocado en su servilleta.

—Oh, Dios, creo que voy a vomitar —dijo Richie, imitando exacta y fantasmagóricamente a Don Pardo.

Beverly rió aún más, hasta ponerse intensamente roja.

—Basta, Richie —dijo—. Te lo advierto.

—Acepto la advertencia —dijo Richie—. Que te aproveche, querida.

Rose les trajo personalmente el postre: una enorme tarta Alaska, que flambeó a la cabecera de la mesa, ocupada por Mike.

—Más flambé a la vista —dijo Richie, con la voz de quien hubiera muerto y se encontrara en el paraíso—. Ésta puede ser la mejor comida de mi vida.

—Oh, a no dudarlo —aseguró Rose, recatadamente.

—Si apago eso de un soplido, ¿se me concede el deseo? —le preguntó él.

—En el Jade Oriental, todos los deseos se conceden, señor.

La sonrisa de Richie vaciló bruscamente.

—Aplaudo la intención —dijo—, pero en verdad pongo en duda que sea cierto.

Demolieron, prácticamente, el postre. Cuando Bill se recostó hacia atrás, con la barriga tensa contra el cinturón, reparó en las copas acumuladas en la mesa. Parecía haber centenares. Sonrió un poquito cobrando conciencia de que, por su parte, había consumido dos martinis antes de la comida y sólo Dios sabía cuántas botellas de cerveza antes del postre. Los otros habían hecho otro tanto. En ese estado, hasta unos trozos de bolos fritos les habrían sabido bien. Sin embargo, no se sentía ebrio.

—Desde que era un chiquillo no comía así —dijo Ben. Lo miraron. Un leve rubor le tiñó las mejillas—. Literalmente. Ésta debe de ser la comida más abundante que he consumido desde que entré en el ciclo superior de la secundaria.

—¿Te pusiste a dieta? —preguntó Eddie.

—Sí —dijo Ben—. Según la dieta de libertad de Ben Hanscom.

—¿Cómo te decidiste? —preguntó Richie.

—Para qué contarlo. Es historia antigua… —Ben cambió de posición, incómodo.

—No puedo hablar por los otros —adujo Bill—, pero a mí me gustaría conocerla. Vamos, Ben, cuenta. ¿Cómo fue que Parva Calhoun se convirtió en el modelo fotográfico que tenemos ante nosotros?

Richie resopló un poquito.

—¡Parva, cierto! Lo había olvidado.

—No hay mucho que contar —dijo Ben—. En realidad, nada. Después de aquel verano de 1958, pasamos dos años más en Derry. Mi madre se quedó sin trabajo y tuvimos que irnos a Nebraska porque allá vivía una hermana de mi madre que se ofreció a hospedarnos hasta que saliéramos del paso. No fue muy agradable. Mi tía Jean era una maldita avara que se pasaba la vida diciéndole a uno cuál era su lugar en el gran plan de las cosas y qué suerte teníamos de que mi madre tuviera una hermana caritativa y qué suerte la nuestra de no vernos obligados a depender del subsidio de paro y todo ese tipo de cosas. Yo estaba tan gordo que le daba asco. No me daba tregua. «Ben, tendrías que hacer más ejercicio. Ben, te dará un ataque cardíaco antes de los cuarenta años si no bajas de peso. Considerando que en el mundo mueren de hambre tantos niños, Ben, tendría que darte vergüenza».

Hizo una pausa para beber un poco de agua.

—Lo curioso es que también sacaba a relucir a los niños muertos de hambre si yo no dejaba mi plato limpio.

Richie asintió, riendo.

—Bueno, el país estaba saliendo a duras penas de una recesión; mi madre tardó casi un año en encontrar trabajo permanente. Cuando abandonamos la casa de tía Jean, que vivía en La Vista, y conseguimos una en Omaha, yo había aumentado unos cuarenta kilos sobre lo que pesaba cuando me conocisteis. Creo que aumenté la mayor parte para mortificar a mi tía.

Eddie silbó.

—Eso significa que pesabas alrededor de…

—Alrededor de noventa y cinco kilos —completó Ben, seriamente—. Iba a la secundaria East Side, de Omaha, y las horas de educación física eran…, bueno, bastante desagradables. Los otros chicos me llamaban Toneles. Con eso os podéis hacer una idea.

»Las burlas se prolongaron unos siete meses. Un día, mientras nos vestíamos en el vestuario, después de la clase, dos o tres chicos comenzaron a… algo así como a darme palmadas en la barriga. Dijeron que era “batir grasa”. Muy pronto se agregaron otros dos o tres. Después, cuatro o cinco más. Y de pronto todos ellos estaban persiguiéndome por el vestuario y el pasillo, pegándome en la barriga, en el culo, en la espalda, en las piernas. Me asusté y empecé a gritar. Entonces ellos rieron como enloquecidos.

»Francamente —dijo, bajando la mirada para ordenar sus cubiertos—, fue la última vez que recuerdo haber pensado en Henry Bowers hasta que me llamó Mike, hace dos días. El muchacho que empezó todo eso era un campesino, con manos grandes, curtidas. Mientras todos me perseguían, recuerdo haber pensado que Henry acababa de regresar. Creo… no, estoy seguro de que fue entonces cuando caí presa del pánico.

»Me persiguieron por el pasillo, más allá de los vestidores donde los del equipo de fútbol guardaban sus cosas. Yo estaba desnudo y rojo como una langosta. Había perdido todo sentido de la dignidad o…, de mí mismo, no sé si me entendéis. De dónde estaba. Pedía ayuda a gritos. Y ellos me seguían, gritando: “¡Vamos a batir grasa, vamos a batir grasa!” Había un banco…

—No te obligues a contar todo esto —le dijo Beverly, de pronto. Se había puesto pálida como la ceniza. Estaba jugueteando con su vaso de agua y estuvo a punto de volcarlo.

—Deja que termine —dijo Bill.

Ben lo miró por un instante. Luego hizo un gesto de asentimiento.

—En el extremo del corredor había un banco. Caí sobre él y me golpeé la cabeza. Un minuto después estaban todos a mi alrededor. Y entonces se oyó una voz que decía: «Bueno, basta. A cambiarse todo el mundo».

»Era el entrenador que estaba en el marco de la puerta con su equipo azul de gimnasia y su camiseta blanca. Nadie hubiera podido decir cuánto tiempo llevaba allí. Todos lo miraron; algunos, sonriendo; otros, con cara de culpables; otros, inexpresivos. Y se fueron. Y yo rompí a llorar.

»El entrenador siguió allí, de pie en el umbral de la puerta que daba al gimnasio, observándome; observando a aquel chico gordo, desnudo, enrojecido por el batido de grasa, que lloraba en el suelo. Y por fin dijo: “Benny, ¿por qué no te callas, joder?”

»Para mí fue una sorpresa tan grande oír esa palabra en boca de un profesor que obedecí. Levanté la vista hacia él y él se acercó para sentarse en el banco. Se inclinó hacia mí; el silbato que le colgaba del cuello se balanceó y me golpeó en la frente. Por un segundo creí que iba a besarme o algo así; me eché hacia atrás, pero lo que hizo fue cogerme un pezón con cada mano y apretar. Después se frotó las palmas en los pantalones, como si hubiera tocado algo sucio.

»“¿Crees que voy a consolarte?”, me preguntó. “Pues no. A ellos los asqueas, y a mí también. Tenemos motivos diferentes, pero eso es porque ellos son chicos y yo no. Ellos no saben por qué los asqueas. Yo sí. Es porque te veo sepultar el buen cuerpo que Dios te ha dado en un saco de grasa. Eso es una estúpida autoindulgencia; me da ganas de vomitar. Y ahora vas a escucharme, Benny, porque no pienso repetírtelo. Tengo que encárgame del equipo de fútbol, del de baloncesto y del de atletismo; cuando tengo un rato libre, lo dedico al de natación. Así que voy a decírtelo una sola vez. Tú eres gordo de aquí arriba.” Y me palmeó la cabeza en el sitio donde me había golpeado su maldito silbato. “Los gordos son gordos de ahí. Si pones a dieta eso que tienes entre oreja y oreja, vas a adelgazar. Pero los tipos como tú no son capaces de eso.”

—¡Qué hijo de puta! —exclamó Beverly, indignada.

—Sí —reconoció Ben, sonriendo—. Pero él no sabía que eso era ser hijo de puta y tonto, además. Probablemente había visto sesenta veces esa película de Jack Webb, The D. I., y creía estar haciéndome un favor. Al final, resultó que sí. Porque en ese momento pensé algo. Pensé…

Apartó la vista, con el ceño fruncido…, y Bill tuvo la extraña sensación de saber lo que Ben iba a decir antes de que abriera la boca.

—Acabo de decirles que recuerdo haber pensado en Henry Bowers, por última vez, cuando los chicos me perseguían para batir grasa. Bueno, cuando el entrenador se levantó para irse fue la última vez que pensé en lo que habíamos hecho en el verano de 1958. Pensé…

Vaciló otra vez, mirando a cada uno por turnos, como si los estudiara. Luego prosiguió, con cautela:

—Pensé en lo bien que nos desenvolvíamos cuando estábamos juntos. Pensé en lo que habíamos hecho, en cómo lo hicimos y de pronto me di cuenta de que, si el entrenador hubiera tenido que enfrentarse a algo así, probablemente habría encanecido de inmediato y el corazón se le habría detenido en el pecho como un reloj viejo. No fui justo, por supuesto, pero él tampoco había sido justo conmigo. Lo que ocurrió fue muy sencillo…

—Te enfureciste —dijo Bill.

Ben sonrió.

—Sí, en efecto —dijo él—. Lo llamé: ¡Entrenador!

»Él se volvió a mirarme.

»“¿Usted dijo que adiestra al equipo de atletismo?”, le pregunté.

»“En efecto —dijo—, aunque eso no significa nada para ti.”

»“Pues, escúcheme, pedazo de estúpido mamón —le dije. Quedó boquiabierto y se le dilataron los ojos—. En marzo pienso estar en ese equipo de carrera. ¿Qué le parece?”

»“Creo que te conviene cerrar la boca antes de que te metas en muchos problemas”, me contestó.

»“Voy a echar por tierra todo lo que usted diga —le aseguré—. Voy a correr más que usted. Y entonces tendrá que disculparse.”

»Apretó los puños. Por un momento pensé que iba a darme una buena. Pero volvió a abrir las manos.

»“Sigue hablando, gordo —dijo, con suavidad—. Eres un bocazas, pero el día en que corras más que yo, renuncio a este puesto y vuelvo a la recogida de maíz.” Y se fue.

—¿Y adelgazaste? —preguntó Richie.

—Bueno, sí —respondió Ben—. Pero el entrenador se equivocaba. La cosa no empezaba en mi cabeza, sino con mi madre. Esa noche volví a casa y le dije que quería adelgazar. Terminamos discutiendo como locos y llorando, los dos. Ella sacó a relucir la historia de siempre: que yo no era gordo, en realidad, sino que era de huesos grandes, y que los chicos grandes que van a ser hombres grandes tienen que comer mucho para mantenerse. Creo que, para ella, era una especie de seguridad. La asustaba tener que criar sola a un varón. No tenía educación ni oficio en especial, salvo su voluntad de trabajar con ganas. Si podía servirme un segundo plato y mirar al otro lado de la mesa y verme robusto, sólido…

—Sentía que estaba ganando la batalla —sugirió Mike.

—Exacto. —Ben bebió el resto de su cerveza y se limpió un bigotito de espuma con el dorso de la mano—. Así que la peor de las guerras no la tuve con mi cabeza sino con mi madre. Ella no lo aceptaba; tardó meses en convencerse. No me achicaba la ropa ni quería comprarme ropa nueva. Por entonces, yo vivía corriendo, iba a todas partes a la carrera, a veces el corazón me palpitaba tanto que me sentía a punto de perder el conocimiento. La primera vez que corrí un kilómetro terminé vomitando y me desmayé. Después, durante un tiempo, sólo vomitaba. Y al cabo de varias semanas, tenía que sostenerme los pantalones para correr.

»Conseguí un reparto de diarios; corría con la bolsa colgada del cuello, rebotándome contra el pecho, mientras me sujetaba los pantalones. Mis camisas empezaban a parecer velas de lona. Y por la noche, cuando llegaba a casa y comía sólo la mitad de mi plato, mi madre rompía en lágrimas y decía que yo me estaba matando de hambre, que iba a morirme, que ya no la quería, que no me importaba lo mucho que trabajaba para mantenerme.

—Cielos —murmuró Richie, encendiendo un cigarrillo—. No sé cómo te las arreglaste, Ben.

—Recordando constantemente la cara del entrenador —dijo Ben—. Recordaba su expresión después de estrujarme los pezones en aquel pasillo. Así lo conseguí. Con el dinero que me pagaban por el reparto, me compré vaqueros nuevos y otra ropa; un viejo vecino me abrió otros agujeros en el pantalón; si mal no recuerdo, fueron cinco. Tal vez recordé otra ocasión en que tuve que comprarme vaqueros nuevos: cuando Henry me arrojó a Los Barrens y se me destrozaron.

—Sí —recordó Eddie, sonriendo—. Y me sugeriste lo del batido. ¿Recuerdas eso?

Ben asintió.

—Si me acordé de eso —prosiguió—, fue sólo por un instante; enseguida se borró. Por entonces, en la escuela, inicié el curso de salud y alimentación, y descubrí que se podía comer casi toda la verdura que se deseara sin aumentar de peso. Una noche mi madre preparó una ensalada de lechuga, espinaca cruda, trocitos de manzana y un sobrante de jamón. Nunca me ha gustado mucho esa comida de conejos, pero comí tres raciones y la alabé hasta cansarme.

»Eso ayudó mucho a solucionar el problema. A mi madre no le interesaba mucho lo que yo comiera, siempre que comiera mucho. Me sepultó en ensaladas. Pasé los tres años siguientes comiendo verdura. A veces tenía que mirarme al espejo para asegurarme de que no estuvieran creciéndome las orejas y los dientes de delante.

—¿Y qué pasó con el entrenador? —preguntó Eddie—. ¿Entraste en el equipo de atletismo? —Tocó su inhalador, como si la idea de correr se lo hubiera recordado.

—Oh, sí —dijo Ben—. Los cien y los doscientos metros. Por entonces, había perdido treinta kilos y crecido cinco centímetros, así que la gordura restante estaba mejor distribuida. El primer día de las pruebas para la selección gané los cien metros por seis largos; los doscientos, por ocho. Entonces me acerqué al entrenador, que de furioso habría podido masticar clavos y escupir grapas, y le dije: «Va siendo hora de que vuelva a cosechar maíz de pueblo en pueblo. ¿Cuándo regresa a Kansas?».

»Al principio no dijo nada; se limitó a echar el brazo atrás y plancharme de espaldas en el suelo. Después me dijo que saliera de allí. Que no quería a ninguna lengua larga como yo en su equipo de atletismo.

»“No correría para usted ni aunque me lo ordenara el presidente Kennedy —le dije, limpiándome la sangre de la comisura de la boca—. No voy a exigirle que cumpla con su palabra, sólo porque me puso en marcha… pero la próxima vez que coma mazorcas, acuérdese de mí.”

»Me dijo que, si no me iba de inmediato, me mataría a golpes. —Ben sonreía un poquito…, pero no había nada de agradable en esa sonrisa; tampoco nostalgia, por cierto—. Ésas fueron sus palabras textuales. Todo el mundo nos miraba, incluidos los chicos que habían perdido; parecían bastante avergonzados. Entonces dije: “Voy a decirle una cosa, entrenador: le perdono una, porque es un lamentable fracaso y ya está viejo para mejorar. Pero si llega a ponerme otra vez la mano encima, haré todo lo posible para que pierda este empleo. No sé si podré, pero puedo hacer el intento. Bajé de peso para poder disfrutar de cierta dignidad y vivir un poco más tranquilo. Son cosas por las que vale la pena luchar.”

Bill dijo:

—Todo eso suena estupendo, Ben…, pero mi alma de escritor se pregunta si un chico puede hablar así.

Ben asintió, aun sonriendo con esa sonrisa peculiar.

—Dudo que pueda, si no ha pasado por las cosas que vivimos nosotros. El caso es que yo las dije… y muy en serio.

Bill se quedó pensándolo. Al cabo, asintió.

—Tienes razón.

—El entrenador se echó hacia atrás con los brazos en jarras —dijo Ben—. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Nadie dijo nada. Me alejé y ésa fue la última vez que traté con el entrenador Woodleigh. Cuando mi preceptor me entregó el boletín de materias para el año siguiente, alguien había escrito a máquina la palabra dispensado junto a educación física y tenía las iniciales de él.

—¡Lo derrotaste! —exclamó Richie, sacudiendo los puños sobre la cabeza—. ¡Bravo, Ben!

Ben se encogió de hombros.

—Creo que, antes bien, derroté a una parte de mí mismo. El entrenador me puso en marcha, según creo… pero si me convencí de que podía hacerlo fue por pensar en vosotros. Y lo hice.

Ben volvió a encogerse de hombros, con un gesto encantador, pero Bill creyó ver finas gotas de sudor en la raíz de su pelo.

—Fin de las confesiones. Pero me vendría bien otra cerveza. Hablar da sed.

Mike llamó a la camarera.

Los seis terminaron pidiendo otra ronda y hablaron de asuntos intrascendentes hasta que llegaron las bebidas. Bill contempló su cerveza, observando las burbujas que trepaban por el vidrio. Le divertía y horrorizaba, a un tiempo, darse cuenta de que esperaba con ansias que otro comenzara a hablar de los años transcurridos: que Beverly les hablara de su maravilloso marido (aunque fuera aburrido, como lo son todos los hombres maravillosos), o que Richie Tozier rememorara incidentes divertidos en la emisora, o que Eddie Kaspbrack les contara cómo era, en verdad, Edward Kennedy, y cuánta propina dejaba Robert Redford… o tal vez ofreciera alguna teoría profunda sobre por qué Ben había podido adelgazar y él seguía prendido de su inhalador.

El hecho —pensó Bill— es que Mike empezará a hablar en cualquier momento y no estoy seguro de querer saber lo que va a decirnos. El hecho es que mi corazón está latiéndome un poquito demasiado rápido y que siento las manos un poquito demasiado frías. El hecho es que tengo veinticinco años más de lo que debería tener para que este miedo pudiese justificarse. Y lo mismo puede decirse de todos. Entonces… que alguien diga algo. Hablemos de nuestras carreras, de nuestros cónyuges, de lo que se siente al mirar a los antiguos compañeros de juego y darse cuenta de que uno también ha recibido sus buenos puñetazos en la nariz propinados por el tiempo mismo. Hablemos de sexo, de béisbol, del precio de la gasolina, del futuro de las naciones del Pacto de Varsovia. De cualquier cosa, menos de lo que nos trajo aquí. Que alguien diga algo.

Alguien habló. Fue Eddie Kaspbrak. Pero no habló de cómo era Edward Kennedy ni de cuánto dejaba Redford de propina, ni siquiera de por qué había tenido que seguir usando lo que Richie, en los viejos tiempos, solía llamar «el chupabofes de Eddie». Preguntó a Mike cuándo había muerto Stan Uris.

—Anteanoche. Cuando hice las llamadas.

—¿Tuvo algo que ver con…, con la razón por la que hemos venido?

—Podría pedir que se retirara la pregunta, ya que él no dejó nota, de modo que nadie puede saberlo seguro —respondió Mike—. Pero ocurrió casi inmediatamente después de mi llamada; por eso creo poder decir que sí.

—Se suicidó, ¿verdad? —dijo Beverly, inexpresiva—. Oh, Dios, pobre Stan…

Los otros estaban mirando a Mike, que terminó su cerveza y dijo:

—Se suicidó, sí. Al parecer, poco después de recibir mi llamada fue al baño, llenó la bañera, se metió dentro y se cortó las venas.

Bill miró alrededor de la mesa. De pronto parecía rodeada de rostros pálidos, espantados, nada de cuerpos, sólo esas caras, como círculos blancos. Como globos blancos, globos de luna, anclados allí por una antigua promesa que debería haber prescrito hacía mucho tiempo.

—¿Cómo te enteraste? —preguntó Richie—. ¿Salió en los periódicos de aquí?

—No. Desde hace algún tiempo estoy suscrito a los periódicos de las ciudades más próximas al sitio donde vive cada uno de vosotros. Y les he seguido el rastro.

—Yo, el espía —comentó Richie, agrio—. Gracias, Mike.

—Me correspondía —dijo Mike, simplemente.

—Pobre Stan —repitió Beverly. Parecía aturdida, como si no pudiera aceptar la noticia—. Pero aquella vez se portó con tanto valor, con tanta… decisión.

—La gente cambia —dijo Eddie.

—¿Te parece? —pregunto Bill—. Stan era… —Movió las manos sobre el mantel, tratando de hallar las palabras adecuadas—. Era una persona ordenada, de las que tienen sus libros separados en obras de ficción y no ficción… y por orden alfabético en cada caso, además. Recuerdo algo que dijo una vez. No recuerdo dónde estábamos ni qué hacíamos, pero creo que fue hacia el final de las cosas. Dijo que podía soportar el miedo, pero que detestaba estar sucio. Para mí, ésa era la esencia de Stan. Tal vez la llamada de Mike fue demasiado. Tal vez vio sólo dos opciones: conservar la vida y ensuciarse o morir limpio. Tal vez la gente no cambia tanto como pensamos. Quizá…, quizá sólo nos volvemos más rígidos.

Hubo un momento de silencio. Después Richie dijo:

—Bueno, Mike, ¿qué ha estado pasando en Derry? Cuéntanos.

—Puedo contaros una parte —dijo Mike—. Puedo contaros, por ejemplo, lo que está pasando ahora… y algunas cosas sobre vosotros mismos. Pero no puedo contar lo que pasó en el verano de 1958 y no creo que haga falta. A su debido tiempo, vosotros mismos lo recordaréis. Y creo que, si os dijera demasiado antes de que estuvierais mentalmente preparados para recordar, lo que pasó con Stan…

—¿Podría repetirse con nosotros? —preguntó Ben, serenamente.

Mike asintió.

—Sí. Eso es lo que temo, exactamente.

—Entonces cuéntanos lo que puedas, Mike.

—Está bien —dijo él—. Lo haré.

4

Los Perdedores obtienen la primicia

—Los asesinatos han vuelto a empezar —dijo Mike, directamente.

Levantó la mirada para pasearla por la mesa. Sus ojos se detuvieron en Bill.

—El primero de los «nuevos asesinatos», si se me permite esa horripilante presunción, comenzó en el puente de Main Street y terminó debajo de él. La víctima fue un homosexual algo aniñado, llamado Adrian Mellon. Padecía una grave afección asmática.

La mano de Eddie se movió subrepticiamente para tocar su inhalador.

—Ocurrió este verano, el 21 de julio, la última noche del Festival del Canal, que fue una especie de celebración, un…

—… un ritual de Derry —completó Bill, en voz baja. Sus largos dedos masajeaban lentamente las sienes. No era difícil adivinar que pensaba en su hermano George… George, que, casi con certeza, había abierto el camino en la última ocasión.

—Un acto ritual, sí —reconoció Mike, en voz baja.

Les contó rápidamente lo que había sucedido con Adrian Mellon, observando sin placer el modo en que ellos iban dilatando los ojos, más y más. Les habló de lo que había informado el News y de lo que no había dicho… incluyendo los testimonios de Don Hagarty y Christopher Unwin sobre cierto payaso que había estado bajo el puente, como el duende en la vieja fábula: un payaso que parecía un cruce entre Ronald McDonald y Bozo, según Hagarty.

—Era él —dijo Ben con voz ronca y descompuesta—. Era ese degenerado de Pennywise.

—Hay algo más —dijo Mike, mirando a Bill—. Uno de los oficiales encargados de la investigación, el que sacó a Adrian Mellon del canal, era un policía de la ciudad llamado Harold Gardener.

—Oh, cielos —murmuró Bill, con voz lacrimosa.

—¿Bill? —Beverly lo miró y le puso una mano en el brazo. Parecía llena de sorpresa y preocupación—. ¿Qué pasa, Bill?

—Harold tendría unos cinco años, por entonces —dijo Bill. Sus ojos aturdidos miraron a Mike, como pidiendo confirmación.

—Sí, exacto.

—¿Qué pasa, Bill? —preguntó Richie.

—Ha-ha-harold Gardener era hij-hij-hijo de Dave Gardener —dijo Bill—. Dave vivía cerca de casa, en aquel entonces, cuando m-m-murió George. Él fue el primero que encontró a Ge… Ge… a mi hermano y lo trajo a casa, envuelto en una c-c-colcha.

Guardaron silencio. Beverly se cubrió los ojos con la mano, por un instante.

—Todo concuerda demasiado bien, ¿verdad? —dijo Mike, finalmente.

—Sí —reconoció Bill, en voz baja—. Concuerda, ya lo creo.

—Como os dije, en estos años he seguido el rastro de cada uno de vosotros —prosiguió Mike—, pero sólo cuando ocurrió esto comprendí por qué lo hacía, me di cuenta de que había una finalidad real y concreta. Aun así me contuve; quería ver cómo se desarrollaban las cosas. No sé si os dais cuenta, pero necesitaba estar completamente seguro antes de… perturbar vuestra vida. Y no seguro en un noventa por ciento, ni siquiera en un noventa y cinco. Quería el ciento por ciento.

»En diciembre del año pasado, un niño de ocho años llamado Steven Johnson, apareció muerto en el Memorial Park. Al igual que Adrian Mellon, había sido horriblemente mutilado inmediatamente antes o inmediatamente después de su muerte, pero pudo haber muerto de puro miedo.

—¿Violado? —preguntó Eddie.

—No. Sólo mutilado.

—¿Cuántos, en total? —preguntó Eddie, aunque no parecía tener ganas de saberlo.

—Muchos —dijo Mike.

—¿Cuántos? —repitió Bill.

—Nueve. Hasta ahora.

—¡No puede ser! —exclamó Beverly—. ¡Habría salido en los periódicos…, en la televisión! Cuando ese policía loco mató a tantas mujeres en Castle Rock, Maine…, y todos esos niños que asesinaron en Atlanta…

—Sí, eso —dijo Mike—. He pensado mucho en eso. En realidad, es lo más parecido a lo que está pasando aquí, y Bev tiene razón: ese episodio fue noticia en todo el país. En algunos aspectos, la comparación con lo de Atlanta es lo que más me asusta de todo esto. El asesinato de nueve niños…, deberíamos tener aquí corresponsales de televisión, parapsicólogos falsos, periodistas de los principales diarios…, todo el circo informativo, en resumen.

—Y no es así —dijo Bill.

—No, no es así. Oh, el dominical Telegram, de Portland, publicó un artículo. Después de los dos últimos casos salió otro en el Globe de Boston. Y un programa de televisión que se grababa allí, ¡Buenos días!, lo mencionó en un bloque dedicado a asesinatos nunca resueltos, pero sólo de pasada… Ciertamente, el experto que mencionó los casos de Derry no parecía saber que hubiera existido una serie similar en 1958, ni otra en 1929.

»Hay algunos motivos ostensibles, por supuesto. Atlanta, Nueva York, Chicago, Detroit…, son ciudades de grandes medios y cuando en las ciudades de grandes medios ocurre algo, causa impacto. En Derry no hay una sola emisora de radio ni de televisión, a menos que se cuente la pequeña FM que llevan los departamentos de idiomas de la escuela secundaria. Tratándose de medios de difusión, Bangor ha copado este mercado.

—Exceptuando el Derry News —apuntó Eddie, y todos rieron.

—Pero todos sabemos que esto no concuerda con el modo en que funciona el mundo actual. En algún momento la historia debería haber cobrado difusión nacional. Pero no fue así. Y creo que el motivo es éste, simplemente: Eso no quiere.

—Eso —musitó Bill, casi para sus adentros.

—Eso —concordó Mike—. Si debemos dar un nombre a Eso, bien puede ser el que solíamos darle. He empezado a pensar que Eso, sea lo que fuere, está aquí desde hace tanto tiempo que se ha convertido en parte de Derry, tanto como la torre-depósito, el canal, el parque Bassey o la biblioteca. Sólo que Eso no es un detalle de la geografía exterior, ¿comprendéis? Tal vez lo fue en otros tiempos, pero ahora está… dentro. De algún modo, Eso se ha metido dentro. Es el único modo en que llego a comprender todas las cosas terribles que han ocurrido aquí, tanto las explicables como las que no tienen explicación alguna. En 1930 hubo un incendio en un club de negros llamado Black Spot. Un año antes, un grupo de delincuentes no muy brillantes fue eliminado a tiros en Canal Street, en plena tarde.

—La banda Bradley —dijo Bill—. Los apresó el FBI, ¿no?

—Eso es lo que se dice oficialmente, pero no es la verdad. Por lo que he podido averiguar (y daría cualquier cosa por creer que no fue así, porque amo a esta ciudad), la banda Bradley, sus siete miembros, murieron a manos de los buenos ciudadanos de Derry. Algún día lo contaré.

»Existió también la explosión de la fundición Kitchener durante una búsqueda de huevos de Pascua, en 1906. Hubo una horrible serie de mutilaciones a animales, ese mismo año, por la que finalmente detuvieron a Andrew Rhulin, el tío-abuelo de quien ahora dirige las granjas Rhulin. Al parecer, lo mataron a porrazos los tres agentes que debían detenerle. Ninguno de los agentes fue sometido a juicio.

Mike Hanlon sacó una pequeña libreta de un bolsillo interior y siguió hablando mientras la hojeaba, sin levantar la mirada:

—En 1877 hubo cuatro linchamientos dentro de los límites municipales. Uno de los ahorcados fue el predicador laico de la Iglesia metodista, quien, al parecer, ahogó a sus cuatro hijos en la bañera, como si fueran gatitos y después mató a su mujer de un tiro en la cabeza. Le puso el revólver en la mano para que pareciera suicidio, pero no engañó a nadie. Un año antes encontraron a cuatro leñadores en una cabaña, a orillas del Kenduskeag, literalmente hechos pedazos. En viejos diarios se habla de desapariciones de niños, de familias enteras, pero no figuran en ningún documento público. Y hay más y más. Pero con eso podéis haceros una idea.

—Me hago una idea, sí —dijo Ben—. Aquí pasa algo, pero debe quedar en privado.

Mike cerró la libreta, volvió a guardarla y los miró con seriedad.

—Si yo fuera agente de seguros en vez de bibliotecario, tal vez podría haceros un gráfico. Mostraría una tasa anormalmente alta de cuanto crimen violento conocemos, sin excluir la violación, el incesto, los robos de domicilios, los robos de coches, los malos tratos a mujeres y niños, los asaltos.

»En Texas hay una ciudad, de medianas dimensiones donde la tasa de crímenes violentos está muy por debajo de lo que cabría esperar en una población de ese tamaño y de composición racial mixta. Se ha atribuido la extraordinaria placidez de la gente que la habita a un elemento del agua, una especie de sedante natural. Aquí ocurre exactamente lo contrario. Derry es un lugar violento en cualquier época. Pero cada veintisiete años, aunque el ciclo nunca ha sido exacto, la violencia aumenta hasta un punto furioso… y nunca ha sido noticia de difusión nacional.

—Estás sugiriendo que aquí hay un cáncer en funcionamiento —dijo Beverly.

—En absoluto. El cáncer no tratado resulta invariablemente mortal. Derry no ha muerto, por el contrario, progresa… de un modo nada espectacular, que no llama la atención a la prensa, por supuesto. Es, simplemente, una pequeña ciudad, bastante próspera, en un estado relativamente despoblado, donde pasan cosas desagradables con demasiada frecuencia… y donde ocurren cosas siniestras cada veinticinco o veintisiete años.

—¿Eso es constante desde un principio? —preguntó Ben.

Mike asintió.

—Constante desde un principio: 1715-1716, 1740 a 1743 aproximadamente (ése debió de ser un mal período), 1769, etcétera. Hasta la actualidad. Tengo la sensación de que ha ido de mal en peor, tal vez porque al terminar cada ciclo hay más habitantes en Derry, tal vez por otros motivos. Y en 1958, el ciclo parece haber llegado a un final prematuro. De lo cual fuimos responsables.

Bill Denbrough se inclinó hacia adelante, súbitamente encendidos los ojos.

—¿Estás seguro de eso? ¿Seguro?

—Sí —dijo Mike—. Los otros ciclos, en su totalidad, llegaron al momento culminante en septiembre y después terminaron a lo grande. Hacia Navidad o hacía Pascua a lo sumo, la vida ya había recobrado más o menos su ritmo normal… En otras palabras, hubo períodos malos de catorce a veinte meses, cada veintisiete años. Pero el año malo que se inició cuando murió tu hermano en octubre de 1957, terminó abruptamente en agosto de 1958.

—¿Por qué? —preguntó Eddie, con ansiedad. Su respiración se había tornado más hueca. Bill recordó ese silbido agudo al inhalar y comprendió que pronto estaría prendido al viejo chupabofes—. ¿Qué hicimos?

La pregunta quedó colgando allí. Mike pareció estudiarla… y al fin sacudió la cabeza.

—Ya te acordarás —dijo—. A su debido tiempo, te acordarás.

—¿Y si no recordamos? —preguntó Ben.

—En ese caso, que Dios nos ayude a todos.

—Nueve niños muertos este año —dijo Richie—. ¡Cielos!

—Lisa Albrecht y Steve Johnson, a fines de 1984 —puntualizó Mike—. En febrero desapareció un chico llamado Dennis Torrio, de la escuela secundaria; su cadáver apareció a mediados de marzo, en Los Barrens, mutilado. A poca distancia encontraron esto.

Sacó una fotografía del mismo bolsillo en el que había guardado la libreta y la hizo circular. Beverly y Eddie le echaron una mirada, intrigados, pero Richie Tozier reaccionó violentamente dejándola caer como si quemara.

—¡Por Dios! ¡Por Dios, Mike!

Levantó la vista, con los ojos grandes y espantados. Un momento después pasó la fotografía a Bill.

El novelista la miró y tuvo la sensación de que el mundo flotaba alrededor en tonos grises. Por un momento experimentó la certeza de que iba a desmayarse. Oyó un gruñido y supo que lo había emitido él. Dejó caer la foto.

—¿Qué pasa? —oyó decir a Beverly—. ¿Qué significa eso, Bill?

—Es la foto escolar de mi hermano —dijo Bill, por fin—. Es Ge-Ge-Georgie. La foto de su álbum. La que se movió. La que me guiñó el ojo.

Volvieron a pasarla de mano en mano mientras Bill permanecía inmóvil a la cabecera de la mesa, perdida la vista en el espacio. Era la fotografía de una fotografía. Mostraba una maltratada instantánea puesta contra un fondo blanco. Labios sonrientes que descubrían dos agujeros donde nunca habían crecido dientes nuevos («A menos que crezcan en el ataúd», pensó Bill, estremecido). En el margen se leía: Compañeros de escuela 1957-1958.

—¿Apareció este año? —preguntó Beverly, otra vez. Como Mike asintiera, se volvió hacia Bill—. ¿Cuándo la viste por última vez?

Él se humedeció los labios y trató de hablar. No salió nada. Hizo otro intento mientras las palabras le resonaban en la cabeza, consciente de que volvía el tartamudeo. Luchó, luchó contra el terror.

—No he visto esa foto desde 1958. Esa primavera, el año en que George murió… Cuando traté de enseñársela a Richie, había de-desaparecido.

Hubo un jadeo angustiante que les hizo girar la cabeza. Eddie volvió a poner el inhalador en la mesa, algo azorado.

—¡Eddie Kaspbrak en marcha! —exclamó Richie, alegremente. De pronto, fantasmagórica, surgió de su boca la voz del locutor de noticieros cinematográficos—. En el día de la fecha, en Derry, toda una ciudad sale a presenciar el desfile de los asmáticos. El astro del espectáculo es el gran Ed Cabeza de Moco, conocido en toda Nueva Inglaterra como…

Se interrumpió abruptamente. Una mano se alzó hacia la cara, como para taparse los ojos. Bill pensó: «No, no es eso. No lo hace para taparse los ojos, sino para empujarse las gafas hacia arriba. Gafas que ya ni siquiera están allí. Oh, Dios bendito, ¿qué está pasando aquí?».

—Disculpa, Eddie —dijo Richie—. He sido cruel. No sé en qué diablos estaba pensando.

Y miró a los otros, desconcertado.

Mike Hanlon dijo:

—Me había prometido, al descubrirse el cadáver de Steven Johnson, que, si ocurría algo más, si se producía un solo caso que fuera evidente, haría esas llamadas. Y acabé demorando otros dos meses las llamadas. Era como si me hubiera hipnotizado lo que ocurría, la conciencia, la deliberación con que ocurría. La foto de George apareció junto a un tronco caído, a menos de tres metros del cadáver de Torrio. No estaba escondida. Por el contrario, se hubiera dicho que el asesino deseaba que fuera descubierta. Y estoy seguro de que así era.

—¿Cómo conseguiste la foto de la policía, Mike? —preguntó Ben—. Porque de eso se trata, ¿no?

—Sí, de eso se trata. En el departamento de policía hay un tío que no se opone a ganar un poco de dinero extra. Le pago veinte dólares por mes, todo lo que puedo permitirme; él me pasa los datos.

»El cuerpo de Dawn Roy apareció cuatro días después del de Torrio. En el parque McCarron. Trece años. Decapitada.

»Veintitrés de abril de este año. Adam Terrault. Dieciséis años. Se denunció su desaparición cuando no volvió a su casa tras el ensayo de la orquesta. Lo encontraron al día siguiente, a muy poca distancia del sendero que atraviesa la arboleda detrás de Broadway Oeste. También decapitado.

»Seis de mayo. Frederick Cowan. Dos años y medio. Apareció en el baño de la planta alta, ahogado en el inodoro.

—Oh, Mike —exclamó Beverly.

—Sí, horrible —repuso él, casi con furia—. ¿No crees que me doy cuenta?

—La policía —preguntó ella—, ¿está convencida de que no pudo ser…, bueno, una especie de accidente?

Mike sacudió la cabeza.

—La madre estaba tendiendo ropa en el patio trasero. Oyó el ruido de un forcejeo y un grito de su hijo. Corrió tanto como pudo. Mientras subía la escalera dice haber oído que el depósito del baño se vaciaba repetidas veces. Después, la risa de alguien. Dijo que no parecía humana.

—¿Y no vio a nadie? —preguntó Eddie.

—A su hijo —dijo Mike, simplemente—. Tenía la columna rota y el cráneo fracturado. La mampara de la ducha tenía el vidrio roto. Había sangre por todas partes. La madre está ahora en el Instituto de Salud Mental de Bangor. Mi…, mi informante policial dice que ha enloquecido.

—No me extraña, joder —dijo Richie con voz ronca—. ¿Quién tiene cigarrillos?

Beverly le dio uno. Richie lo encendió con mano temblorosa.

—La teoría policial es que el asesino entró por la puerta de la calle mientras la señora Cowan tendía ropa en el fondo. Después, mientras ella subía por la escalera de atrás, suponen que él saltó desde la ventana del baño al patio que ella acababa de abandonar. Pero la ventana es muy pequeña. A un niño de siete años le costaría pasar por allí. Y caería desde siete metros y medio a un patio de luces. A Rademacher no le gusta hablar de estas cosas y ningún periodista (ninguno del News, por cierto) lo ha presionado al respecto.

Mike tomó un sorbo de agua y pasó otra fotografía. Ésta no había sido tomada por la policía: era otra foto escolar. Mostraba a un niño sonriente, de unos trece años, quizá, vestido con sus mejores galas, con las manos pulcramente cruzadas en el regazo, pero con un destello travieso en los ojos. Era negro.

—Jeffrey Holly —dijo Mike—. El trece de mayo. Una semana después de que asesinaron al niño Cowan. Vientre desgarrado. Lo encontraron en el parque Bassey, junto al canal.

»Nueve días después, el veintidós de mayo, un niño de quinto curso, llamado John Feury, apareció muerto en Neibolt Street.

Eddie emitió un gritito agudo y tembloroso. Buscó a tientas su inhalador y lo hizo caer de la mesa. El artefacto rodó hasta Bill, que lo recogió. La cara de Eddie había tomado un color amarillo enfermizo. El aliento le silbaba fríamente en la garganta.

—¡Dadle algo de beber! —bramó Ben—. Que alguien le consiga…

Pero Eddie movió la cabeza. Accionó su inhalador contra la garganta y el pecho le dio una sacudida aceptando un trago de aire. Volvió a accionar el aparato otra vez y se reclinó en el asiento con los ojos entornados, jadeando.

—Ya pasará —jadeó—. Dadme un minuto y estaré con vosotros.

—¿Estás seguro, Eddie? —preguntó Beverly—. Quizá te convendría acostarte…

—Ya pasará —repitió él, quejumbroso—. Fue sólo… la impresión. Ya me comprendéis. La impresión. Me había olvidado completamente de Neibolt Street.

Nadie contestó. No hacía falta. Bill pensaba: «Uno cree haber llegado al límite de su capacidad y entonces Mike saca a relucir otro nombre y otro, como un brujo negro con el sombrero lleno de trucos malignos y uno cae otra vez de culo».

Era demasiado para que pudieran enfrentarlo todo de una vez, ese relato de inexplicable violencia, dirigida directamente, de algún modo, a las seis personas allí reunidas. Al menos, eso sugería la foto de George.

—A John Feury le faltaban ambas piernas —prosiguió Mike, suavemente—, pero el forense dice que se las arrancaron después de morir. Le falló el corazón. Parece haber muerto de miedo, literalmente. Lo encontró el cartero, que vio asomar una mano por debajo del porche…

—Fue en el número 29, ¿no? —preguntó Richie. Bill le echó una mirada rápida que Richie devolvió con un leve asentimiento antes de volverse otra vez hacia Mike—. Neibolt Street, 29.

—Oh, sí —dijo Mike con la misma serenidad—. Fue en el número 29. —Bebió otro poco de agua—. ¿Te sientes bien de veras, Eddie?

Eddie asintió. Su respiración se había aliviado.

—Rademacher hizo un arresto al día siguiente del descubrimiento del cadáver —dijo Mike—. Ese mismo día, casualmente, el News publicó en primera plana un artículo pidiendo su renuncia.

—¿Después de ocho asesinatos? —observó Ben—. Qué enérgicos.

Beverly quiso saber a quién habían arrestado.

—A un sujeto que vive en un pequeño cobertizo, por la carretera 7, casi en los límites del municipio de Newport. Una especie de ermitaño. Tenía la casucha techada con maderas robadas y quemaba leña para cocinar. Se llama Harold Earl. Probablemente no ve doscientos dólares en efectivo en todo el curso del año. Alguien que pasaba en coche lo vio de pie en su patio, mirando el cielo, el día en que descubrieron el cadáver de John Feury. Tenía la ropa cubierta de sangre.

—Entonces, tal vez… —comenzó Richie, esperanzado.

—Había tres venados descuartizados en su cobertizo —dijo Mike—. Había estado cazando furtivamente en Haven. La sangre que manchaba su ropa era de venado. Rademacher le preguntó si había matado a John Feury. Según informes, el detenido dijo: «Ayuh, sí, maté a mucha gente, casi todos durante la guerra». También dijo que, por la noche, había visto cosas en los bosques. A veces, luces azules que flotaban a pocos centímetros del suelo. Luces de cadáver, las llamó él. Y a varios Bigfoots.

»Lo enviaron al Instituto de Salud Mental de Bangor. Según el informe médico, casi no tiene hígado. Había estado bebiendo disolvente de pinturas…

—Oh, por Dios —susurró Beverly.

—… y es propenso a las alucinaciones. Se aferran a él. Hasta hace tres días, Rademacher aún seguía con su idea de que Earl era el sospechoso principal. Mandó que ocho tipos fueran a excavar alrededor del cobertizo, en busca de cabezas, pantallas de lámpara hechas con piel humana o sabe Dios qué.

Mike hizo una pausa, bajó la cabeza y luego prosiguió, con voz algo más ronca:

—Yo había estado esperando, pero cuando me enteré de este último, os llamé a todos. Ojalá lo hubiera hecho antes.

—Veamos —dijo Ben, abruptamente.

—La víctima fue otro niño de quinto curso. Compañero del niño Feury. Lo encontraron a la altura de Kansas Street, cerca del sitio donde Bill escondía su bicicleta cuando íbamos a Los Barrens. Se llamaba Jerry Bellwood. Estaba destrozado. Lo…, lo que quedaba de él apareció al pie de un muro de contención que levantaron a lo largo de Kansas Street, en casi toda su extensión, hace unos veinte años, para detener la erosión del suelo. La policía fotografió la sección de la pared donde hallaron a Bellwood menos de media hora después de retirar el cadáver. Aquí está la foto.

La entregó a Rich Tozier, que la pasó a Beverly después de echarle un vistazo. Ella la miró por un instante, hizo una mueca de espanto y la entregó a Eddie, quien la contempló por largo rato, absorto, antes de cederla a Ben. Ben la pasó a Bill tras una mirada muy rápida.

Unas letras de imprenta trazaban un camino inestable a lo largo del muro de cemento. Decían:

VOLVED A CASA VOLVED A CASA VOLVED A CASA

Bill miró a Mike con gesto sombrío. Hasta ese momento se había sentido desconcertado y con miedo; ahora experimentaba las primeras sacudidas del enfado. Se alegró de eso. No era muy bonito sentirse enfadado, pero era mejor que el espanto, mejor que el miserable miedo.

—¿Esto está escrito con lo que yo pienso?

—Sí —dijo Mike—. Sangre de Jerry Bellwood.

5

Richie recibe un abucheo

Mike había recogido sus fotografías. Tenía la impresión de que Bill podía pedirle la de George, pero él no lo hizo. Entonces las guardó en el bolsillo interior de su chaqueta y, cuando todas estuvieron fuera de la vista, el grupo, él incluido, experimentó una especie de alivio.

—Nueve niños —estaba diciendo Beverly—. No lo puedo creer. Es decir… lo creo, pero no puedo creerlo. ¿Nueve niños y nada? ¿Absolutamente nada?

—No exactamente —aclaró Mike—. La gente está furiosa y tiene miedo…, al menos eso parece. En realidad, es imposible saber quiénes sienten eso y quiénes fingen.

—¿Que fingen?

—¿Recuerdas, Beverly, que cuando éramos niños un hombre dobló su periódico y entró en su casa mientras tú le pedías ayuda a gritos?

Por un momento, algo pareció saltar a los ojos de la mujer; se la vio aterrorizada y consciente. Después, sólo desconcertada.

—No… ¿Cuándo ocurrió eso, Mike?

—No importa. Ya lo recordarás, cuando llegue el momento. Por ahora sólo puedo decir que, en Derry, todo parece estar como debería. Frente a tan horrenda cadena de asesinatos, la gente hace todo lo que uno espera de un pueblo, y muchas de esas cosas son las mismas que se hicieron mientras desaparecían niños y se encontraban sus cadáveres en 1958. La Comisión de Seguridad para los Niños ha vuelto a reunirse, sólo que esta vez lo hace en la escuela primaria municipal y no en la secundaria. Hay dieciséis detectives de la oficina de la fiscalía estatal en la ciudad y también un contingente de agentes del FBI; no sé cuántos son y no creo que Rademacher lo sepa, aunque habla mucho. Se ha vuelto a imponer el toque de queda…

—Ah, sí, el toque de queda. —Ben se frotaba lenta y deliberadamente el costado del cuello—. Eso sirvió de muchísimo en 1958, por lo que recuerdo.

—… y hay grupos de madres acompañantes, para que todos los escolares, desde el jardín de infancia hasta el octavo grado, vuelvan a su casa bien vigilados. El News ha recibido más de dos mil cartas, sólo en las últimas tres semanas, exigiendo una solución. Y, como cabía esperar, ha vuelto a iniciarse la emigración. Creo, a veces, que es el único modo de saber quiénes son sinceros en su deseo de que esto cese y quiénes no. Los sinceros se asustan y se van.

—¿La gente se está yendo, de verdad? —preguntó Richie.

—Pasa cada vez que el ciclo se pone en marcha. Es imposible saber cuántos se van, porque el ciclo no ha caído nunca en año de censo desde 1850, más o menos. Pero es un número considerable. Huyen como niños que descubrieran, al fin y al cabo, que la casa está embrujada de verdad.

—Volved a casa, volved a casa, volved a casa —musitó Beverly. Cuando apartó la vista de sus manos fue a Bill a quien miró, no a Mike—. Eso quería que nosotros volviéramos. ¿Por qué?

Tal vez quiere que todos estemos aquí —observó Mike crípticamente—. Puede querer venganza. Después de todo, una vez lo paramos en seco.

—Venganza o sólo poner las cosas en orden —dijo Bill.

Mike asintió.

—En la vida de todos vosotros también hay cosas que no están en orden, como sabréis. Ninguno de vosotros salió de Derry indemne, sin su marca. Todos vosotros olvidasteis lo que pasó aquí, y los recuerdos de aquel verano aún son sólo fragmentarios. Además, es curioso el hecho de que todos seáis ricos.

—Oh, vamos —protestó Richie—. No se puede decir que…

—Tranquilo, tranquilo —dijo Mike, levantando la mano con una leve sonrisa—. No estoy acusándoos de nada; sólo trato de poner las cartas sobre la mesa. Todos vosotros sois ricos, desde la óptica de un bibliotecario de ciudad pequeña que no llega a ganar once mil dólares al año, deducidos los impuestos, ¿comprendéis?

Rich encogió los hombros de su costoso traje, con aire incómodo. Ben parecía intensamente concentrado en desgarrar pequeñas tiras de los bordes de su servilleta. Nadie miraba directamente a Mike, salvo Bill.

—Ninguno de vosotros es multimillonario, realmente —continuó el bibliotecario—, pero disfrutáis de una situación más que holgada aun dentro de la clase media-alta norteamericana. Aquí estamos entre amigos, de modo que podéis confesar: si uno solo de vosotros declaró menos de noventa mil dólares en la declaración de renta de 1984, que levante la mano.

Todos se miraron entre sí, casi furtivamente, azorados, como parecen sentirse siempre los norteamericanos, por la desnuda realidad de su propio éxito, como si el dinero fuera huevos duros y la solvencia, los pedos que sobrevienen inevitablemente a una ración excesiva de ellos. Bill sintió calor en las mejillas, pero no pudo evitar que enrojecieran. Sólo por el primer borrador del guión de El desván le habían pagado diez mil más que la suma mencionada por Mike. Le habían prometido veinte mil dólares por cada uno de los manuscritos adicionales que pudiesen hacer falta en número de dos como máximo. Además, estaban los derechos de autor… y un suculento adelanto por dos libros que acababa de prometer por contrato. ¿Cuánto había declarado en 1984? Algo más de ochocientos mil dólares, ¿verdad? Una suma que llegaba a parecer casi monstruosa junto a las ganancias que Mike había declarado: apenas once mil anuales.

Conque eso te pagan por mantener el faro encendido, Mike, viejo amigo —pensó Bill—. ¡Por Dios, en algún momento habrías debido pedir un aumento!

Mike dijo:

—Bill Denbrough, novelista de éxito en una sociedad donde los novelistas son pocos, y menos aún los que pueden vivir de la profesión. Beverly Rogan, diseñadora de modas, actividad que cuenta con más interesados, pero con menos elegidos aún. Y ella es, de hecho, la más solicitada en toda la zona media del país, en la actualidad.

—Oh, no es por mí —dijo Beverly, emitiendo una risita nerviosa. Encendió otro cigarrillo con la colilla humeante del anterior—. Es por Tom. El éxito es de él. Sin él, yo todavía estaría cambiando forros a faldas viejas y levantando ruedas de faldas. No tengo el menor sentido empresarial, y hasta Tom lo dice. Es sólo… por Tom, como os digo. Y suerte.

Dio una sola y profunda calada a su cigarrillo y lo apagó.

—En mi humilde opinión, la dama eleva demasiadas protestas —observó Richie, astuto.

Ella giró rápidamente en el asiento y le clavó una mirada dura, algo ruborizada.

—¿Qué quieres decir con eso, Richie Tozier?

—¡No me pegue, s’orita Sca’lett! —exclamó Richie con su aguda y temblorosa Voz de Negrito.

Y en ese momento Bill vio, con fantasmagórica claridad, al niño que conociera; no era sólo una presencia sustituida, que acechara bajo el exterior adulto de Rich, sino una criatura casi más real que el hombre mismo.

—¡No me pegue! Deje que le traiga otro jarabe de menta, s’orita Sca’lett, pa’ que lo beba en el po’che, que está un poquito más fresco. ¡No azote a este pobre negrito!

—Eres incorregible, Richie —dijo Beverly, fríamente—. ¿Por qué no maduras?

Richie la miró; su sonrisa se desvanecía lentamente en la incertidumbre.

—Hasta que volví a esta ciudad, creía haberlo hecho —dijo.

—Tú, Rich —continuó Mike—, eres, quizás, el disc-jockey más cotizado del país. Tienes a Los Ángeles en la palma de la mano. Además, cuentas con dos programas de difusión nacional, uno de los cuales está entre los cuarenta de mayor audiencia, y otro llamado Los chiflados Cuarenta

—Ándate con cuidado, tonto —dijo Richie, con la gruñona voz de Mr. T, aunque estaba ruborizado—. Te voy a cambiar de lugar el frente y el dorso. Te haré cirugía cerebral con el puño. Te…

—Eddie —prosiguió Mike, sin prestarle atención—, tú tienes un próspero servicio de limusinas en una ciudad donde tienes que andar a codazos entre lujosos coches con chófer cuando cruzas la calle. En Nueva York van a la quiebra dos compañías de ésas por semana, pero a ti te va muy bien.

»Tú, Ben, eres, probablemente, el de mayor éxito entre los arquitectos jóvenes del mundo entero.

Ben abrió la boca, probablemente para protestar, pero volvió a cerrarla abruptamente.

Mike les sonrió, abriendo las manos en un gesto amplio.

—No quiero avergonzar a nadie, pero es preciso que las cartas estén sobre la mesa. Hay quienes triunfan jóvenes y hay quienes tienen éxito en trabajos muy especializados; si no hubiera quienes triunfan contra toda probabilidad, creo que todo el mundo renunciaría. Si se tratara sólo de uno o dos dentro del grupo podría pasar por coincidencia. Pero ocurre con todos vosotros, y eso incluye a Stan Uris, que era el contable más codiciado de Atlanta… y eso significa de todo el Sur. En mi opinión, ese éxito brota de lo que ocurrió aquí hace veintisiete años. Si todos hubierais estado expuestos al contacto con asbesto, en esa época, y todos tuvierais cáncer de pulmón, la correlación no sería menos evidente o persuasiva. ¿Alguno está en desacuerdo?

Los miró. Nadie dijo nada.

—Salvo tú —apuntó Bill—. ¿Qué pasó contigo, Mikey?

—¿No es obvio? —El bibliotecario sonrió—. Me quedé aquí.

—Mantuviste el faro encendido —dijo Ben. Bill se volvió a mirarlo, sobresaltado, pero el arquitecto miraba atentamente a Mike y no se dio cuenta—. Eso no me hace sentir muy bien, Mike. En realidad, me hace sentir como un gran aprovechado.

—Amén —concordó Beverly.

Mike sacudió la cabeza, paciente.

—No tenéis por qué sentiros culpables. ¿Creéis que fue por decisión propia que seguí en Derry? Así como tampoco fue por decisión propia que vosotros os marchasteis. Éramos pequeños, caramba. Por un motivo u otro, vuestros padres decidieron mudarse, y vosotros fuisteis parte del equipaje que ellos se llevaron. Mis padres se quedaron. Pero ¿la decisión fue de ellos, en realidad, de cualquiera de ellos? ¿Cómo se decidió quién se iría y quién se quedaría? ¿Fue cuestión de suerte, de fatalidad, de Eso, de Algún Otro? No sé. Pero no tuvo nada que ver con nosotros, los chicos. Así que no insistáis con eso.

—¿No estás… resentido? —preguntó Eddie, tímido.

—He estado demasiado ocupado como para juntar resentimiento —explicó Mike—. Pasé mucho tiempo observando y esperando. Observaba y esperaba aun antes de darme cuenta de que lo hacía, me parece, pero en los últimos cinco años, más o menos, he estado en una especie de alerta roja. Desde principios de año llevo un Diario. Y cuando uno escribe, piensa más… o tal vez más específicamente. Una de las cosas de las que me he estado ocupando es del carácter de Eso. Eso cambia; lo sabemos. Creo que también manipula, y deja su marca en la gente, sólo por la naturaleza de lo que es, tal como el olor de un zorrillo queda en la piel aun después de un largo baño, si ha vaciado su vejiga muy cerca de uno. Así como el saltamontes escupe su jugo en la palma del que lo toma en la mano.

Mike se desabotonó lentamente la camisa y abrió los bordes. Todos pudieron ver rosadas marcas de cicatrices en la suave piel parda de su pecho, entre las tetillas.

—Tal como las garras dejan cicatrices —agregó.

—El hombre-lobo —dijo Richie, casi gimiendo—. ¡Oh, cielos, Gran Bill, el hombre-lobo! Cuando volvimos a Neibolt Street…

—¿Qué? —preguntó Bill, como si lo hubieran sacado de un sueño—. ¿Qué, Richie?

—¿No te acuerdas?

—No. ¿Y tú?

—Casi… casi lo recordé… —Richie, entre confuso y asustado, guardó silencio.

—¿Quieres decir que esa cosa no es maligna? —preguntó Eddie a Mike, abruptamente. Miraba fijamente las cicatrices, como hipnotizado—. ¿Que es sólo parte del orden… natural?

—Eso no es parte del orden natural que comprendemos o aceptamos —dijo Mike, mientras volvía a abotonarse—, y no encuentro motivos para operar sobre cualquier otra base que la que está al alcance de nuestro entendimiento: que Eso mata, mata a los niños. Bill lo comprendió antes que ninguno de nosotros. ¿Recuerdas, Bill?

—Recuerdo que quería encontrarme con Eso para matarlo —dijo Bill. Por primera vez (y desde entonces ocurriría siempre) oyó que el pronombre adquiría rango de nombre propio en su propia voz—. Pero no tenía un punto de vista muy general sobre el asunto, no sé si me explico. Sólo quería matarlo porque Eso había matado a George.

—¿Todavía deseas lo mismo?

Bill lo pensó cuidadosamente, mirándose las manos abiertas sobre la mesa. Recordó a George con su impermeable amarillo, la capucha y el barquito de papel parafinado. Levantó la vista hacia Mike.

—M-m-más que nunca —dijo.

Mike asintió, como si fuera exactamente lo que esperaba.

—Eso dejó su marca en nosotros. Hizo sobre nosotros su voluntad, tal como ha hecho su voluntad con toda esta ciudad, un día sí, un día no, aún durante esos largos períodos en que duerme, hiberna o hace lo que sea, entre sus períodos más… vitales.

Mike levantó un dedo.

—Pero si obró su voluntad en nosotros, en algún punto, de algún modo, nosotros también le impusimos nuestra voluntad. Lo paramos antes de que hubiera terminado. Estoy seguro de que lo hicimos. ¿Lo debilitamos, lo herimos? ¿Estuvimos, en realidad, casi a punto de matarlo? Creo que sí. Creo que estuvimos tan cerca de matarlo que nos fuimos convencidos de haberlo hecho.

—Pero tú tampoco recuerdas esa parte, ¿verdad? —preguntó Ben.

—No. Recuerdo todo hasta el quince de agosto de 1958, con claridad casi perfecta. Pero desde entonces hasta el cuatro de septiembre, más o menos, cuando empezaron otra vez las clases, todo está en blanco absoluto. No se trata de que lo recuerde en parte o borrosamente: ha desaparecido por completo. Con una sola excepción: creo recordar que Bill gritaba algo de fuegos fatuos.

El brazo de Bill se sacudió convulsivamente. Golpeó contra una de las botellas vacías, que se estrelló en el piso como una bomba.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Beverly, levantándose a medias.

—No —dijo él con voz áspera y seca. Tenía carne de gallina en el brazo. Tenía la sensación de que le había crecido el cráneo, lo sentía

(los fuegos fatuos)

presionar contra la piel tensa de la cara, en palpitaciones incesantes.

—Voy a recoger los…

—No. Siéntate. —Quiso mirarla y no pudo. No podía aceptar los ojos de Mike.

—¿Te acuerdas de los fuegos fatuos, Bill? —preguntó Mike, suavemente.

—No —dijo él. Su boca estaba como cuando el dentista se entusiasma demasiado con la novocaína.

—Ya te acordarás.

—Ojalá no.

—De cualquier modo, así será —dijo Mike—. Pero por el momento… no. Yo tampoco. ¿Alguno de vosotros?

Uno por uno, todos negaron con la cabeza.

—Pero algo hicimos —observó Mike, en voz baja—. En cierto momento pudimos ejercer una especie de voluntad de grupo. En cierto momento alcanzamos un entendimiento especial, fuera consciente o inconsciente. —Se movió, inquieto—. Lástima que Stan no esté con nosotros. Tengo la sensación de que él, con su mente ordenada, podría haber tenido alguna idea.

—Tal vez la tuvo —dijo Beverly—. Y tal vez por eso se mató. Por comprender que, si existía algo de magia, no funcionaría entre adultos.

—Yo creo que puede funcionar —corrigió Mike—. Porque hay otra cosa que los seis tenemos en común. No sé si alguno de vosotros se ha dado cuenta.

A Bill le tocó entonces abrir la boca y volver a cerrarla.

—Venga —le instó el bibliotecario—. Tú sabes de qué se trata. Te lo leo en la cara.

—No estoy muy seguro de saberlo —replicó Bill—, pero creo que ninguno de nosotros tiene hijos. ¿E-e-es eso?

Hubo un momento de asombrado silencio.

—Sí —dijo Mike—. Así es.

—¡Por todos los santos del cielo! —exclamó Eddie, indignado—. ¿Qué tiene que ver eso con el precio de las habas en Perú? ¿De dónde sacaste la idea de que todo el mundo tiene, forzosamente, que tener hijos? ¡Eso es una locura!

—¿Tenéis hijos, tú y tu mujer? —preguntó Mike.

—Si has estado siguiéndonos el rastro como dices, sabes muy bien que no tenemos. Pero insisto en que eso no significa nada.

—¿Habéis tratado de tenerlos?

—No usamos anticonceptivos, si a eso te refieres. —Eddie hablaba con una dignidad extrañamente conmovedora, pero tenía las mejillas arreboladas—. Sucede que mi esposa tiene algunos… ¡Al diablo! Tiene un montón de kilos de más. Consultamos con un médico, y él nos dijo que mi esposa no podría tener hijos jamás si no bajaba de peso. ¿Somos criminales por eso?

—Tómatelo con calma, Eds —lo tranquilizó Richie, inclinándose hacia él.

—¡No me llames Eds y no se te ocurra pellizcarme las mejillas! —exclamó él, girando hacia Richie—. ¡Sabes que me revienta! ¡Siempre me reventó!

Richie retrocedió, parpadeando.

—¿Beverly? —preguntó Mike—. ¿Tú y Tom?

—No tenemos hijos —dijo—. Y tampoco usamos anticonceptivos. Tom quiere tener chicos… y yo también, por supuesto —agregó, apresurada, recorriendo a los presentes con la mirada. Bill se dijo que tenía los ojos demasiado brillantes, casi como los de una actriz que estuviera ofreciendo una buena representación—. Es que aún no han venido.

—¿Os hicisteis exámenes? —preguntó Ben.

—Oh, sí, por supuesto —respondió ella, con una risa ligera, casi temblorosa.

En uno de esos arrebatos de esclarecimiento que a veces experimentan quienes han sido dotados de curiosidad y penetración psicológica, Bill comprendió de pronto muchas cosas sobre Beverly y su marido, Tom alias el Hombre Más Grande del Mundo. Beverly se había sometido a los exámenes de fertilidad, pero lo más probable era que el Hombre Más Grande del Mundo se hubiera negado a considerar, siquiera por un momento, la posibilidad de que algo fallara en el esperma que se fabricaba en sus Bolsas Sagradas.

—¿Qué hay de ti y tu esposa, Gran Bill? —intervino Rich—. ¿Lo habéis intentado?

Todos lo miraron con curiosidad… porque estaba casado con una mujer a la que todos conocían. Audra no era la mejor actriz ni la mujer más adorada del mundo, pero sí la clase de celebridad que, de algún modo, había reemplazado al talento como moneda de cambio en la última mitad del siglo XX. Era una desconocida cuyo rostro adorable les era familiar. Beverly, en especial, parecía llena de curiosidad.

—Lo hemos intentado de vez en cuando, desde hace seis años —dijo Bill—. En los últimos ocho meses no, por la película que estamos filmando. Se titula Buhardilla.

—¿Sabes?, todos los días, de cinco y cuarto a cinco y media de la tarde, tenemos un programita de entretenimientos titulado Visitando a las estrellas —comentó Richie—. La semana pasada se ocuparon de esa famosa película, destacando lo del matrimonio que trabaja unido y todo eso. Mencionaron tu nombre y el de ella, ¿y puedes creer que no los relacioné contigo?

—Es curioso —dijo Bill—. El caso es que a Audra le pareció inoportuno quedar embarazada justo antes de pasarse diez semanas en actuaciones fatigosas, considerando que estaría descompuesta por las mañanas. Pero queremos tener hijos, sí. Y lo hemos intentado mucho.

—¿Os habéis hecho exámenes de fertilidad? —preguntó Ben.

—Ajá, hace cuatro años, en Nueva York. Los médicos descubrieron un pequeñísimo tumor benigno en el útero de Audra. Dijeron que era una suerte, pues, aunque no le habría impedido quedar embarazada, podría haber provocado un embarazo extrauterino. Pero tanto ella como yo somos fértiles.

Eddie repitió tercamente:

—Eso no demuestra nada.

—Pero es sugestivo —murmuró Ben.

—Y por tu parte, Ben —preguntó Bill—, ¿no ha habido ningún pequeño accidente? —Se llevó una sorpresa, desagradable y divertida a un tiempo, al descubrir que había estado a punto de llamarlo Parva.

—Nunca me casé, siempre he tenido cuidado y no ha habido ningún juicio por paternidad —dijo Ben—. Más allá de eso, no puedo asegurar nada.

—¿Queréis escuchar una historia divertida? —preguntó Richie, con Voz de Policía Irlandés.

Era una estupenda Voz de Policía Irlandés. «Has mejorado de un modo indecible, Richie —pensó Bill—. De chico no te salía, por mucho que lo intentaras. Sólo una vez… o dos… ¿cuándo

(los fuegos fatuos)

fue?».

—Y no olvides esta recomendación, mi querido amiguito.

De pronto, Ben Hanscom se tapó la nariz y exclamó, con aguda voz de niño:

—¡Bip-bip, Richie! ¡Bip-bip! ¡Bip-bip!

Al cabo de un momento, Eddie, riendo, se tapó la nariz y se unió a la broma. Beverly hizo lo mismo.

—¡Está bien, está bien! —protestó Richie, riendo también—. ¡Está bien, renuncio! ¡Por el amor de Dios!

—Oh, muchachos —dijo Eddie, derrumbándose en la silla, casi llorando de risa—. Esta vez te embromamos, Bocazas. Bravo, Ben.

Ben estaba sonriendo, pero parecía algo extrañado.

—Bip-bip —repitió Bev, riendo—. Me había olvidado completamente de eso. Te lo hacíamos a cada rato, Richie.

—Porque vosotros nunca supisteis apreciar el talento, eso es todo —replicó Richie, muy cómodo. Como en los viejos tiempos, se le podía hacer perder el equilibrio, pero era como uno de esos muñecos con base pesada: casi de inmediato volvía a levantarse—. Ésa fue una de tus pequeñas contribuciones al Club de los Fracasados, ¿verdad, Parva?

—Sí, eso creo.

—¡Qué hombre! —exclamó Richie, con voz estremecida de admiración. Y comenzó a hacer grandes reverencias sobre la mesa, casi metiendo la nariz en su taza de té cada vez que descendía—. ¡Qué hombre, caramba, qué hombre!

—Bip-bip, Richie —dijo Ben, solemne. De pronto estalló en una franca risa de barítono, muy diferente de su vacilante voz de la infancia—. Sigues siendo el mismo Correcaminos de siempre.

—Bueno, ¿queréis que os lo cuente o no? —preguntó Richie—. Por mi parte, me da igual. Abucheadme hasta cansaros. Yo sé resistir los ataques. Estáis hablando con el hombre que una vez entrevistó a Ozzy Osbourne.

—Cuenta —dijo Bill.

Echó un vistazo a Mike; se lo veía más feliz (o más relajado) desde el comienzo del almuerzo. ¿Era acaso porque veía el vínculo mutuo casi inconsciente que estaba produciéndose, ese fácil volver a los antiguos papeles que casi nunca se produce cuando se reúnen viejos amigos? Bill pensó que sí. Y pensó también: «Si existen ciertas condiciones previas para la fe en la magia que posibilita el uso de esa magia, tal vez esas condiciones previas se dispondrán solas, inevitablemente». El pensamiento no le resultó muy reconfortante. Le hizo sentirse atado a la nariz de un misil teledirigido.

Bip-bip, por cierto.

—Bueno —estaba diciendo Richie—, puedo hacer de esto una historia larga y triste o la versión para historietas, al estilo Lorenzo y Pepita. Pero me ajustaré a un término medio. Un año después de marcharme a California conocí a una muchacha, y los dos nos enamoramos. Comenzamos a vivir juntos. Al principio, ella tomaba la píldora, pero casi siempre la descomponía. Habló de conseguir un dispositivo intrauterino, pero a mí no me gustaba mucho la idea; los periódicos empezaban a publicar las primeras noticias de que podían no ser del todo inocuos.

»Habíamos hablado mucho de los hijos y teníamos bien decidido que no queríamos tenerlos, ni siquiera si llegábamos a legalizar la relación. Que era irresponsable traer niños a un mundo tan sucio, peligroso y superpoblado, bla-bla-bla, vamos a poner una bomba en el lavabo del Bank of America y después vendremos a fumar un poco de marihuana mientras hablamos de las diferencias entre el maoísmo y el trotskismo. No sé si me entendéis.

»O tal vez soy demasiado duro con nuestra posición de entonces. Joder, éramos jóvenes y razonablemente idealistas. La cuestión es que me hice cortar los cables, como dicen los de Beverly Hills, con su elegancia infaliblemente vulgar. No hubo ningún problema con la operación y no se produjeron efectos posteriores adversos. Porque suele haberlos, por si vosotros no lo sabéis. A un amigo mío se le hincharon las pelotas hasta el tamaño de neumáticos para Cadillac 1959. Yo iba a regalarle un par de tirantes con dos toneles para el cumpleaños, pero se le deshincharon antes.

—Muestra de tu acostumbrado tacto —comentó Bill.

Beverly volvió a reír. Richie le dedicó una sonrisa grande y sincera.

—Gracias por esas palabras de apoyo, Bill. En tu último, libro utilizaste doscientas seis veces la palabra «mierda». Las conté.

—Bip-bip, Bocazas —dijo Bill, solemne, y todos rieron.

A Bill le parecía casi imposible que, diez minutos antes, hubieran estado hablando de niños asesinados.

—Sigue, oh Richie —lo instó Ben—. El tiempo avanza, implacable.

—Sandy y yo vivimos juntos dos años y medio —prosiguió Richie—. Por dos veces estuvimos a punto de casarnos. Tal como resultaron las cosas, creo que nos ahorramos muchos dolores de cabeza y todo ese papeleo de los bienes conyugales al no complicar las cosas. Ella recibió un ofrecimiento para trabajar con una firma de abogados de Washington más o menos al mismo tiempo que a mí me ofrecían un programa de fin de semana en la «KLAD»; no era gran cosa, pero equivalía a tener un pie dentro. Ella me dijo que tenía ante sí una gran oportunidad y que yo debía ser un machista insensible, un verdadero cardo, si la retenía; más aun, ya estaba harta de California. Yo le dije que para mí también era una gran oportunidad. Así que nos tiramos los platos a la cabeza, y cuando se acabaron los platos, Sandy se fue.

»Un año después, decidí tratar de revertir la vasectomía. No tenía motivos valederos y sabía, por lo que había leído, que las probabilidades eran escasas. Pero no me importó.

—¿Tenías alguna pareja estable, por entonces? —preguntó Bill.

—No, y eso es lo más curioso. —Richie frunció el ceño—. Simplemente un día desperté con ese… no sé, ese antojo de hacerla revertir.

—Estabas loco, sin duda —intervino Eddie—. Anestesia general en vez de local, cirugía…, tal vez hasta una semana de hospitalización…

—Sí, el médico me dijo todo eso —respondió Richie—. Y yo le dije que, de cualquier modo, quería hacerlo. No sé por qué. El médico me advirtió que el período de recuperación sería doloroso y que el resultado, a lo sumo, era una posibilidad de cada dos. Dije que no me importaba y que cuándo me operaría, decidido a que, cuanto antes, mejor. Y él me dijo: «Refrénese, hijo. Primero quiero una muestra de esperma para asegurarme de que la operación sea necesaria». Yo le dije: «¡Pero bueno, si me hicieron ese examen después de la vasectomía, y estaba bien!». Él me dijo que, algunas veces, los vasos se reconectaban espontáneamente. «¡Mierda! Eso no me lo habían dicho», dije yo. Él me explicó que las posibilidades eran muy remotas, infinitesimales, pero antes de emprender una operación tan delicada teníamos que comprobarlas. Así que entré en el baño de caballeros, con un ejemplar de Playboy, y llené un tazón.

—Bip-bip, Richie —dijo Beverly.

—Sí, tienes razón —reconoció Richie—. Lo de Playboy es mentira. En los consultorios nunca hay revistas tan interesantes. La cuestión es que el médico me llamó, tres días después, para preguntarme qué quería recibir antes: la buena noticia o la mala.

»—Dame primero la buena —le dije.

»—La buena es que no hace falta ninguna operación —dijo él—. La mala es que si se ha acostado con alguien en los últimos dos o tres años, en cualquier momento puede caerle un juicio por paternidad.

»—¿Eso quiere decir lo que yo creo? —pregunté.

»—Eso quiere decir que usted no ha estado disparando con balas de fogueo en estos años. Hay millones de bailarines en su muestra de esperma. Por el momento, se le acabó el placer de montar a pelo sin preocupaciones, Richard.

»Le di las gracias y colgué. Después llamé a Sandy, a Washington.

»—¡Rich! —me dice.

De pronto, la voz de Richie se convirtió en la de esa chica a la que nadie conocía. No era una imitación, ni siquiera un parecido; era, antes bien, un retrato cantado.

—¡Qué maravilla oírte! ¿Sabes que me casé? —me dice.

»—Ah, qué bien. ¿Por qué no me avisaste? Te habría mandado una coctelera —le digo.

»Y ella: «Siempre tan gracioso».

»Y yo le dije: «Claro, siempre tan gracioso. A propósito, Sandy: por casualidad, no tuviste ningún chico después de mudarte a Washington, ¿no? ¿Ni siquiera alguna menstruación fuera de fecha o algo así?».

»—Eso no me parece nada divertido, Rich —dijo ella. Me di cuenta de que estaba por colgar, así que le conté lo ocurrido. Ella se echó a reír, sólo que esa vez lo hizo con ganas, como reíamos nosotros siete cuando alguien contaba un chiste. Cuando empezó a calmarse, le pregunté qué le parecía tan divertido.

»—Es estupendo. Esta vez el chiste te lo hicieron a ti —dijo—. ¡A Discos Tozier, por fin! ¿Cuántos bastardos has engendrado desde que me marché, Rich?

»—¿Eso significa que aún no has experimentado las alegrías de la maternidad? —le pregunté.

»—Espero para julio —me respondió—. ¿Alguna otra pregunta?

»—Sí. ¿Cuándo cambiaste de opinión sobre lo inmoral que es traer hijos a este mundo de mierda?

»—Cuando encontré un hombre que no era un mierda —respondió ella, y colgó.

Bill se echó a reír. Rió hasta que le corrieron las lágrimas por las mejillas.

—Sí —dijo Richie—. Creo que se apresuró a colgar para quedarse con la última palabra, pero hubiera podido quedarse todo el día con el auricular en la mano. Yo sé reconocer cuándo he perdido. Una semana después volví al consultorio del médico para preguntarle si podía aclararme un poco los porcentajes de regeneración espontánea. Dijo que había hablado al respecto con algunos de sus colegas. Según resultó, en los tres años transcurridos entre 1980 y 1982, se registraron veintitrés casos de regeneración espontánea. Seis de ellos resultaron, simplemente operaciones mal hechas. Otros seis, estafas ideadas para engordar la cuenta bancaria del médico. Por lo tanto, hubo once casos auténticos en tres años.

—¿Once entre cuántos? —preguntó Beverly.

—Entre veintiocho mil seiscientos dieciocho —especificó Richie, tranquilamente.

Se hizo el silencio en la mesa.

—Fijaos qué lotería me tocó —agregó él—. Y no resultó ningún hijo de eso. ¿No es para reírse, Eds?

Eddie comenzó terco:

—Eso no prueba…

—No —intervino Bill—, no prueba nada. Pero sugiere una relación, sin duda. Ahora bien, ¿qué vamos a hacer? ¿Lo has pensado, Mike?

—Claro que lo he pensado —dijo Mike—, pero no podía decidir nada mientras no nos reuniéramos a hablar, como lo hemos estado haciendo. No podía predecir el resultado de esta reunión antes de que se produjera.

Hizo una larga pausa, contemplándolos con aire pensativo.

—Tengo una idea —agregó—, pero antes de explicarla, creo que debemos resolver algo. ¿Vamos a actuar o no? ¿Vamos a tratar otra vez de matar a Eso? ¿O dividimos la cuenta del almuerzo entre seis y volvemos a lo que cada uno estaba haciendo?

—Parece que… —comenzó Beverly.

Pero Mike la miró sacudiendo la cabeza. Todavía no había terminado.

—Debéis comprender que nuestras posibilidades de triunfar son imprevisibles. Sé que no son buenas, así como sé que habrían sido algo mejores si Stan estuviera aquí. Buenas no, pero sí mejores. Como Stan no está, el círculo que formamos aquel día está roto. No creo que podamos destruir a Eso, ni siquiera alejarlo por un tiempo, como antes, si el círculo está roto. Creo que Eso nos matará, uno a uno, probablemente de modos horribles. Siendo niños formamos un círculo completo, de algún modo que tampoco ahora comprendo. Creo que, si decidimos actuar, tendremos que tratar de constituir un círculo más reducido. No sé si se puede. Creo que sería posible pensar que lo hemos formado, sólo para descubrir, cuando ya sea demasiado tarde…, bueno, que es demasiado tarde.

Mike volvió a mirarlos, con ojos hundidos y cansados.

—Por eso me parece mejor que votemos. Quedarse e intentarlo otra vez, o volver cada uno a su casa. Ésas son las opciones. Os hice venir por el poder de una antigua promesa, aun sin estar seguro de que la recordaríais, pero no puedo reteneros aquí sólo con eso. Los resultados serían peores.

Miró a Bill y en ese momento el escritor comprendió lo que sobrevendría. Sintió miedo, pero no pudo impedirlo. Luego, con el mismo alivio que quizás experimenta el suicida al sacar las manos del volante, en el coche a toda velocidad, para cubrirse los ojos, lo aceptó. Mike los había reunido allí. Mike les había explicado todo claramente… y ahora cedía el liderazgo. Depositaba el manto de jefe en la persona que lo había llevado en 1958.

—¿Qué opinas tú, Gran Bill? Formula la pregunta.

—Antes de hacerlo —dijo Bill—, quiero saber si todos la entendéis. Ibas a decir algo, Bev.

Ella sacudió la cabeza.

—Muy bien. Creo que la pregunta es ésta: ¿nos quedamos a luchar o nos olvidamos de todo? Los que queráis quedaros, levantad la mano.

Nadie se movió durante cinco segundos, tal vez. Bill recordó ciertas subastas presenciadas, en las que el precio de algún artículo subía repentinamente a la estratosfera y quienes no querían ofrecer se convertían en estatuas, temerosos de rascarse o de espantar una mosca por si el subastador tomaba el gesto por otros cinco o veinte mil.

Pensó en Georgie. Georgie, que nunca le había hecho mal a nadie, que sólo quería salir de la casa tras haber estado encerrado toda la semana. Georgie, con las mejillas enrojecidas, el barquito de papel en una mano, abrochándose el impermeable con la otra. Georgie, que le daba las gracias y le besaba la mejilla afiebrada. Gracias Bill. Es un barco muy bonito.

Sintió que la vieja cólera le subía. Pero en este momento era adulto, dotado de una perspectiva más amplia. Ya no era sólo por Georgie. Por su cabeza desfiló una horrible lista de nombres: Betty Ripsom, descubierta congelada en el suelo; Cheryl Lamonica, pescada en el Kenduskeag; Matthew Clements, arrancado de su triciclo; Verónica Grogan, de nueve años, encontrada en una cloaca; Steven Johnson, Lisa Albrecht, tantos otros… y sólo Dios sabía cuántos de los desaparecidos.

Levantó lentamente la mano y dijo:

—Matémoslo. Esta vez lo haremos de verdad.

Por un momento, su mano se exhibió allí, sola, como la mano del único chico, en toda la clase, que conoce la respuesta acertada, el que todos los alumnos detestan. Por fin, Richie suspiró y levantó la mano, diciendo:

—Qué diablos. No puede ser peor que entrevistar a Ozzy Osbourne.

Beverly levantó la mano. Había recobrado el color, pero en manchas intensas que le encendían los pómulos. Parecía a un tiempo muy exaltada y asustada a muerte.

Mike levantó la mano.

Ben lo imitó.

Eddie Kaspbrak se reclinó en la silla, como si quisiera fundirse con ella para desaparecer. Su rostro, flaco y de aspecto delicado, mostraba un miedo angustioso; miró a derecha e izquierda y, finalmente, a Bill. Por un momento, el escritor tuvo la seguridad de que Eddie echaría la silla atrás para levantarse y huir de la habitación sin mirar atrás. Pero levantó una mano y tomó su inhalador con la otra.

—¡Bien, Eds! —dijo Richie—. Apuesto a que esta vez vamos a disfrutar de unas cuantas risotadas.

—Bip-bip, Richie —respondió Eddie, con voz temblorosa.

6

Los fracasados comen el postre

—Bueno, Mike, ¿cuál era tu idea? —preguntó Bill.

Rose, la anfitriona, había roto el clima al entrar con un plato de galletas de la suerte. Recorrió con la vista a las seis personas, que mantenían la mano en alto con amable falta de curiosidad. Todos la bajaron deprisa. Nadie abrió la boca hasta que Rose volvió a retirarse.

—Es muy simple —dijo Mike—, pero también podría ser muy peligroso.

—Adelante —pidió Richie.

—Creo que, por el resto del día, deberíamos separarnos. Cada uno de nosotros debería volver al sitio que mejor recuerde de Derry… exceptuando Los Barrens, claro. No creo que ninguno de nosotros deba ir allí…, al menos por ahora. Consideradlo como una serie de giras turísticas a pie, si os parece.

—¿Cuál es el propósito, Mike?

—No estoy del todo seguro. Debéis comprender que me estoy guiando casi enteramente por la intuición.

—Pero tiene buen ritmo y se puede bailar al compás —dijo Richie.

Los otros sonrieron. Mike, no; lo que hizo fue asentir.

—Es una buena manera de expresarlo. Guiarse por la intuición es como escuchar un ritmo y seguirlo con el cuerpo. A los adultos nos resulta difícil usar la intuición; ése es el principal motivo por el que me parece conveniente hacerlo. Después de todo, los chicos funcionan a base de intuición el ochenta por ciento del tiempo, al menos hasta los catorce años.

—Te refieres a conectarnos otra vez a la situación —sugirió Eddie.

—Supongo que sí. Es una idea, nada más. Si no se os ocurre ningún lugar al que ir, dejad que los pies os lleven a cualquier parte. Esta noche nos reuniremos en la biblioteca para hablar de lo que haya pasado.

—Si es que algo pasa —dijo Ben.

—Oh, creo que algo pasará.

—¿Qué? —preguntó Bill.

Mike meneó la cabeza.

—No tengo ni idea. Pero creo que podría ser desagradable. Hasta es posible que alguno de nosotros no se presente en la biblioteca esta noche. Claro que no tengo motivos para decir eso… salvo la intuición, otra vez.

Eso fue recibido en silencio.

—¿Por qué solos? —preguntó Beverly, por fin—. Si vamos a hacer esto en grupo, ¿por qué quieres que empecemos solos, Mike? Sobre todo si resulta tan peligroso como tú piensas.

—Creo poder responder a eso —apuntó Bill.

—Hazlo, Bill —dijo Mike.

—Esto comenzó a solas para cada uno de nosotros —explicó Bill a Beverly—. No lo recuerdo todo… por el momento, pero eso sí. La foto de George, que se movía. La momia de Ben. El leproso que Eddie vio bajo el porche de Neibolt Street. Mike, que encontró sangre en la hierba, cerca del canal, en el parque Bassey. Y el pájaro…, hubo algo con un pájaro, ¿verdad, Mike?

El bibliotecario asintió, ceñudo.

—Un ave grande.

—Sí, pero no tan amistosa como la de Barrio Sésamo.

Richie carcajeó como enloquecido.

—¡El James Brown de Derry se apunta un tanto! Oh, cielos, qué bendición.

—Bip-bip, Richie —dijo Mike.

Y Richie calló.

—Para ti fue la voz en la tubería y la sangre que salió por el sumidero —prosiguió Bill, dirigiéndose a Beverly—. Para Richie…

Pero entonces se interrumpió, desconcertado.

—Parezco la excepción que confirma la regla, Gran Bill —dijo Richie—. La primera vez que entré en contacto con algo extraño, ese verano, fue en la habitación de George, contigo, cuando fuimos a mirar ese álbum de fotos. La fotografía de Center Street, junto al canal, que empezó a moverse. ¿Recuerdas?

—Sí —dijo Bill—. Pero ¿estás seguro de que no ocurrió nada antes de eso, Richie? ¿Absolutamente nada?

—Yo… —Algo centelleó en los ojos de Richie. Por fin dijo, lentamente—: Bueno, algo pasó el día en que Henry y sus amigos me persiguieron, antes de que terminaran las clases. Escapé por la sección de juguetes de Freese’s. Subí por el Centro Municipal y me senté en un banco del parque. Y allí creí ver…, pero fue sólo un sueño.

—¿Qué fue? —preguntó Beverly.

—Nada —dijo Richie, casi con brusquedad—. Un sueño, de veras. —Miró a Mike—. Pero no me molesta dar un paseo. Es un modo de pasar la tarde: recuerdos del viejo hogar.

—¿De acuerdo, entonces? —preguntó Bill.

Todos asintieron.

—Y nos reuniremos en la biblioteca, esta noche a las… ¿Qué hora sugieres, Mike?

—Las siete en punto. Si llegáis tarde, tocad el timbre. La biblioteca cierra a las siete en días laborables, hasta que empiezan las vacaciones escolares.

—A las siete, sea —dijo Bill, recorriéndolos sobriamente con la mirada—. Id con cuidado. Recordad que ninguno de nosotros sabe, en realidad, lo que está haciendo. Consideradlo una misión de reconocimiento. Si veis algo, no peleéis: huid.

—Soy amante, no guerrero —dijo Richie, con la soñadora voz de Michael Jackson.

—Bueno, si queremos hacerlo, es hora de ponerse en marcha —observó Ben. Una pequeña sonrisa le levantó la comisura izquierda de la boca, más amarga que divertida—. No tengo la menor idea en este momento, de dónde puedo ir, si Los Barrens están prohibidos. Para mí era el mejor lugar… en compañía de vosotros. —Sus ojos pasaron a Beverly, se detuvieron en ella por un instante y se apartaron otra vez—. No se me ocurre ningún otro lugar que tenga importancia. Probablemente pase un par de horas caminando, mirando edificios y mojándome los pies.

—Ya hallarás dónde ir, Parva —dijo Richie—. Puedes visitar alguno de los sitios donde comprabas comida y cargar combustible.

Ben se echó a reír.

—Mi capacidad ha disminuido mucho desde los once años. He comido tanto que tal vez tendréis que sacarme de aquí rodando.

—Bueno, estoy dispuesto —dijo Eddie.

—¡Un momento! —exclamó Beverly, cuando todos empezaban a retirar las sillas—. ¡Las galletas de la suerte! ¡No os olvidéis!

—Sí —dijo Richie—. Estoy viendo la mía: PRONTO TE COMERÁ UN MONSTRUO ENORME. QUE TE DIVIERTAS.

Mientras todos reían, Mike pasó la fuente de galletas a Richie, que cogió una y entregó el plato a su vecino. Bill notó que nadie abría la galleta esperando a que cada uno tuviera la suya. En el momento en que Beverly, aún sonriente, tomaba la suya, Bill sintió que se elevaba un grito a su garganta: «¡No! ¡No lo hagas! ¡Es parte de Eso déjala, no la abras!».

Pero era demasiado tarde. Beverly había roto su galleta, Ben estaba haciendo lo mismo, Eddie estaba cortando la suya con un tenedor. Un momento antes de que la sonrisa de Beverly se convirtiera en una mueca de horror, Bill tuvo tiempo de pensar: «Lo sabíamos, de algún modo. Lo sabíamos, porque nadie se limitó a morder la galleta, como se hace normalmente. De algún modo, una parte de nosotros sigue recordando… todo».

Y ese insensato conocimiento le resultó el más horripilante de todos; expresaba, con más elocuencia que Mike, hasta qué punto Eso había tocado a cada uno de ellos, de qué modo su toque aún surtía efecto.

De la galleta de Beverly brotaba sangre como de una arteria cortada. Le empapó la mano y corrió hasta el mantel blanco que cubría la mesa, manchándolo de un rojo brillante que se esparció en rosados dedos codiciosos.

Eddie Kaspbrak emitió un grito estrangulado y se apartó de la mesa, con un súbito revoltijo de brazos y piernas a punto de derribar su silla. Un bicho enorme, cuyo caparazón quitinoso era de un feo amarillo pardusco, estaba saliendo de su galleta como de un capullo. Sus ojos de obsidiana miraban ciegamente hacia delante. Mientras trepaba al plato de Eddie, las migas de la galleta cayeron de su lomo en una pequeña lluvia que Bill oyó con claridad; esa tarde, cuando decidiera dormir por un par de horas, ese ruido acosaría sus sueños. Al liberarse por completo, el bicho se frotó las patas traseras, emitiendo un zumbido seco, chirriante. Era una especie de grillo, terriblemente mutado. Avanzó torpemente hasta el borde del plato y cayó en el mantel, patas arriba.

—¡Oh, Dios! —logró decir Richie, con voz ahogada—. ¡Oh, Dios, Gran Bill, es un ojo, Dios bendito, es un ojo, un ojo, maldición…!

Bill giró bruscamente la cabeza y vio que Richie tenía la vista fija en su galleta de la suerte con una mueca de repulsión en la boca. Un trozo de la superficie glaseada había caído al mantel dejando al descubierto un agujero desde el cual un ojo humano miraba con vidriosa intensidad. Tenía migas de galletita esparcidas por el iris pardo, inexpresivo, y clavadas en la esclerótica.

Ben Hanscom arrojó la galleta. No fue un gesto calculado, sino la reacción sobresaltada de quien ha llevado una desagradable sorpresa. Mientras la galleta rodaba por la mesa, Bill vio dos dientes dentro de ella, oscurecidas las raíces con sangre seca. Repiqueteaban como semillas en una calabaza hueca.

Beverly estaba tomando aliento para gritar, con los ojos clavados en el grillo que había salido de la galleta de Eddie; el bicho pataleaba tendido en el mantel.

Bill se puso en movimiento, sin pensar, por mera reacción. Por intuición —pensó, mientras se arrojaba desde su asiento para plantar una mano sobre la boca de Beverly, un instante antes de que surgiera el grito—. Heme aquí actuando por pura intuición. Mike debería sentirse orgulloso de mí.

De la boca de Beverly no surgió un alarido, sino un estrangulado «¡Mmmf!».

Eddie estaba emitiendo esos ruidos sibilantes que Bill recordaba con tanta claridad. No era problema: un buen disparo de su viejo chupabofes lo dejaría en condiciones. Echó una mirada feroz a los otros, y lo que salió de su boca fue algo de aquel verano, algo imposiblemente arcaico y muy adecuado al caso:

—¡Punto en boca! ¡Todo el mundo punto en boca! ¡Ni una palabra! ¡Punto en boca!

Rich se pasó una mano por los labios. La tez de Mike había adquirido un sucio color grisáceo, pero asintió. Todos se apartaban de la mesa. Bill no había abierto su propia galletita, pero en ese momento vio que los costados se movían lentamente, abultándose para relajarse luego, una y otra vez.

—¡Mmmmff! —resopló otra vez Beverly, contra su mano. El aliento le hizo cosquillas en la palma.

—Punto en boca, Bev —recomendó él, retirando la mano.

Ella parecía toda ojos. Tenía la boca torcida.

—Bill, Bill… ¿Has visto…?

Sus ojos volvieron al grillo y se clavaron en él. El bicho parecía estar muriendo. Sus ojos rugosos le devolvieron la mirada, hasta que la muchacha empezó a gemir.

—Ba-ba-basta —ordenó él, ceñudo—. Vuelve a la mesa.

—No puedo, Bill. No puedo acercarme a ese…

—¡Puedes! ¡Es p-p-preciso!

Se oyeron pasos, rápidos y ligeros, que se acercaban por el breve pasillo, al otro lado de la cortina de cuentas. Bill miró a los otros.

—¡Todo el mundo a la mesa! ¡Hablad! ¡Como si no hubiera pasado nada!

Beverly lo miró con ojos suplicantes, pero Bill sacudió la cabeza. Tomó asiento y acercó su silla, tratando de no mirar la galleta que había en el plato. Se había hinchado como una ampolla inimaginable que se estuviera llenando de pus. Y aún palpitaba lentamente. Estuve a punto de morderla, pensó, vagamente.

Eddie volvió a usar su inhalador, enviando llovizna a sus pulmones con un ruido fino, largo, agudo.

—¿Y quién va a ganar el campeonato? —preguntó Bill, sonriendo como un demente.

En ese momento entró Rose, con una cortés interrogación en la cara. Por el rabillo del ojo, Bill vio que Bev había vuelto a la mesa. Buena chica, pensó.

—Creo que los Bears de Chicago lo tienen bien —dijo Mike.

—¿Está todo en orden? —preguntó Rose.

—M-muy bien —replicó Bill, señalando a Eddie con el pulgar—. Nuestro amigo tuvo un ataque de asma. Ya tomó su medicamento y está mucho mejor.

Rose miró a Eddie, preocupada.

—Mejor —jadeó Eddie.

—¿Quieren que despeje la mesa?

—Dentro de un momento —dijo Mike, ofreciéndole una sonrisa amplia y falsa.

—¿Disfrutaron de la comida? —Los ojos de la oriental volvieron a estudiar la mesa, con un fragmento de duda sobrepuesta a un profundo pozo de serenidad. No vio el grillo ni el ojo ni los dientes ni el modo en que la galleta de Bill parecía estar respirando. Su mirada pasó también sobre la mancha de sangre sin el menor problema.

—Todo estuvo muy bien —aseguró Beverly, sonriendo.

Fue una sonrisa más natural que la de Bill y la de Mike. Eso pareció tranquilizar a Rose, convenciéndola de que, si algo andaba mal allí, no era culpa de su servicio ni de su cocina. «La muchacha tiene mucha fibra», pensó Bill.

—¿Buenos presagios en las galletas de la suerte? —preguntó Rose.

—Bueno —respondió Richie—, no sé si los otros fueron buenos, pero el mío era un regalo para la vista.

Bill oyó un imperceptible crujido. Al bajar la vista a su plato, vio que una pata asomaba ciegamente de su galleta, rascando el plato.

Yo pude haber mordido eso, volvió a pensar. Pero mantuvo la sonrisa.

—Muy buenos —respondió.

Richie estaba observando el plato donde una gran mosca, de color gris oscuro, nacía lentamente de entre los restos de la galletita entre débiles zumbidos. De la galleta brotaba un engrudo viscoso, que se acumulaba en el mantel. Por fin se percibió un olor: el olor penetrante y espeso de las heridas infectadas.

—Bueno, si no puedo serles útil…

—No se preocupe —dijo Ben—. Muy buena comida. Muy… muy original.

—Los dejo, entonces —dijo ella, haciéndoles una reverencia entre las cuentas de la cortina.

Todavía se oía el tintineo cuando todos volvieron a apartarse de la mesa.

—¿Qué es? —preguntó Ben, con voz ronca, observando el plato de Bill.

—Una mosca —respondió el novelista—. Una mosca mutante. Cortesía de un escritor llamado George Langlahan, creo. Escribió un cuento llamado La mosca, con el cual hicieron una película. No fue muy buena, pero el cuento me dio un miedo espantoso. Eso ha vuelto a sus viejos trucos, sí. Últimamente he estado pensando mucho en ese asunto de la mosca, porque estaba planeando una novela. Pensaba llamarla Bichos de la carretera. Suena b-bastante estúpido, pero…

—Disculpad —dijo Beverly, distante—. Tengo que ir a vomitar.

Desapareció antes de que nadie pudiera levantarse.

Bill sacudió su servilleta y la arrojó sobre la mosca, que tenía el tamaño de una cría de gorrión. Una cosa tan grande no podría haber surgido de una galleta china, pero allí estaba. Zumbó dos veces bajo la servilleta y quedó en silencio.

—Cielos —musitó Eddie.

—Salgamos corriendo de aquí —dijo Mike—. Esperaremos a Beverly en el vestíbulo.

En el momento en que Beverly salía del tocador para señoras, los hombres se reunieron junto a la registradora. Ella parecía estar pálida, pero compuesta. Mike pagó la cuenta, besó a Rose en la mejilla y todos salieron a la tarde lluviosa.

—¿Esto no ha hecho que nadie cambie de idea? —preguntó Mike.

—Yo no —repuso Ben.

—Ni yo —dijo Eddie.

—¿De qué idea me hablas? —fue la respuesta de Richie.

Bill sacudió la cabeza y miró a Beverly.

—Me quedo —dijo ella—. Bill, ¿a qué te referías cuando dijiste que Eso había vuelto a sus viejos trucos?

—Estuve pensando en escribir un relato sobre bichos —dijo él—. Ese cuento de Langlahan se me había metido en las ideas. Y por eso vi una mosca. Lo tuyo fue sangre, Beverly. ¿Por qué tenías sangre en la mente?

—Probablemente por la que salió del sumidero —explicó Beverly, de inmediato—, en el baño de mi casa, cuando yo tenía once años.

Pero ¿era realmente por eso? No lo parecía. Lo que había surgido en su mente, al ver la sangre en sus dedos, había sido la huella ensangrentada que había dejado tras de sí, al pisar el frasco de perfume roto. Tom. Y

(Bevvie, a veces me preocupas mucho)

su padre.

—Tú también te encontraste con un bicho —dijo Bill a Eddie—. ¿Por qué?

—No era un simple bicho, sino un grillo. Tenemos grillos en el sótano. Una casa de doscientos mil dólares y no podemos deshacernos de los grillos. Por la noche nos vuelven locos. Un par de noches antes de que llamara Mike, tuve una pesadilla terrible. Soñé que despertaba en una cama llena de grillos. Traté de dispararles con mi inhalador, pero por más que lo apretaba no salían sino crujidos. Un momento antes de despertar descubrí que también el aparato estaba lleno de grillos.

—Pero la anfitriona no vio nada —dijo Ben, mirando a Beverly—. Tal como tus padres no vieron la sangre en el lavabo.

—Sí —reconoció ella.

Se miraron mutuamente bajo la fina lluvia primaveral.

Mike consultó su reloj.

—Dentro de veinte minutos pasa un autobús —dijo—. De lo contrario, puedo llevar a cuatro de vosotros en mi coche, si nos apretamos. También puedo llamar dos o tres taxis. Lo que queráis.

—Creo que iré caminando desde aquí —dijo Bill—. No sé a dónde voy, pero un poco de aire fresco me hará bien.

—Yo pediré un taxi —dijo Ben.

—Lo compartiré contigo, si me dejas en el centro —propuso Richie.

—Bueno. ¿Adónde vas?

Richie se encogió de hombros.

—Todavía no estoy seguro.

Los otros prefirieron esperar el autobús.

—Hasta las siete de la noche —les recordó Mike—. Id con cuidado, todos vosotros.

Todos asintieron, aunque Bill se preguntó hasta qué punto se podía hacer una promesa así cuando se lidiaba con enemigos desconocidos y tan formidables.

Iba a decirlo, pero observó la cara de sus amigos y comprendió que ya lo habían pensado.

Entonces echó a andar, levantando una mano en breve ademán de despedida. El aire neblinoso era agradable contra la cara. La caminata hasta el centro sería larga, pero no importaba. Tenía mucho en que pensar. Era una suerte que la reunión hubiera terminado y que empezara lo serio.