En algún lugar del cielo del estado de Nueva York, en la tarde del 29 de mayo de 1985, Beverly Rogan empieza a reír otra vez. Sofoca la risa con ambas manos, temerosa de que alguien la crea loca, pero no puede contenerse.
En aquel entonces reíamos mucho —piensa. Es algo más, otra luz en la oscuridad—. Teníamos siempre miedo, pero no podíamos dejar de reír, tal como no puedo ahora.
El hombre sentado junto a ella es joven y guapo, de pelo largo. Le ha dirigido varias miradas apreciativas desde que el avión despegó de Milwaukee, a las dos y media (de eso hace casi dos horas y media, con una escala en Cleveland y otra en Filadelfia), pero ha respetado su evidente deseo de no conversar; después de algunos intentos de conversación, a los que ella respondió con cortesía, pero nada más, ha abierto su bolso para sacar una novela de Robert Ludlum.
Ahora la cierra, marcando la página con un dedo, y pregunta, algo preocupado:
—¿Se siente bien?
Ella asiente, tratando de ponerse seria, pero bufa una nueva carcajada. Él sonríe un poco, intrigado, interrogante.
—No es nada —dice ella, tratando de ponerse seria una vez más. Pero no sirve de nada; cuanto más lo intenta, más quiere su cara deshacerse en risas. Como en los viejos tiempos—. Es que, de buenas a primeras, me di cuenta de que no sabía en qué aerolínea estaba viajando. Sólo sé que tenía un pato grande en el lado…
Pero sólo el pensarlo es demasiado. Rompe en nuevos vendavales de alegres carcajadas. La gente la mira; hay algunos ceños fruncidos.
—Republic —dice él.
—¿Perdón?
—Está cruzando el aire a quinientos diez kilómetros por hora por cortesía de Republic Airlines. Figura en el folleto DDSC que tiene en el bolsillo del asiento.
—¿Qué es DDSC?
Él saca el folleto (que tiene, efectivamente, el logotipo de Republic en la portada); indica dónde están las salidas de emergencia, dónde los aparatos de flotación, cómo usar las máscaras de oxígeno, como asumir la posición de aterrizaje de emergencia.
—El folleto «Despídase de su Culo» —aclara y esta vez los dos estallan en una carcajada.
Sí que es guapo, piensa ella. Es un pensamiento fresco, despejado, de esos que se tienen al despertar, cuando una no tiene la mente sobrecargada. Viste un suéter y vaqueros desteñidos. Lleva el pelo, de color rubio oscuro, atado hacia atrás con un trozo de cuero crudo y eso recuerda a Beverly la cola de caballo que llevaba cuando era niña. Piensa: Seguro que tiene una hermosa polla de universitario cortés. Lo bastante larga como para divertirse, pero no tanto como para ser muy arrogante.
Vuelve a reír, totalmente incapaz de contenerse. Se da cuenta de que ni siquiera tiene pañuelo para enjugarse los ojos chorreantes y eso la hace reír aún más.
—Será mejor que se controle si no quiere que la azafata la expulse del avión —dice él, solemne.
Ella se limita a sacudir la cabeza, riendo; ya le duelen las costillas y el estómago.
Él le tiende un pañuelo blanco, limpio y ella lo usa. De algún modo, eso la ayuda a controlarse. No cesa enseguida, por cierto, pero su risa va menguando a pequeñas sacudidas y jadeos. De vez en cuando piensa en el gran pato sobre el flanco del avión y eructa otro torrente de risitas.
Al cabo de un momento, le devuelve el pañuelo.
—Gracias.
—Por Dios, señora, ¿qué le ha pasado en la mano? —El se la suelta por un momento, preocupado.
Beverly baja la vista y ve sus uñas desgarradas, las que se rompió hasta la cutícula al tumbar el tocador contra Tom. Ese recuerdo duele más que las uñas y acaba definitivamente con la risa. Retira la mano, pero con suavidad.
—Me la cogí con la puerta del coche, en el aeropuerto —dice, pensando en todas las mentiras que ha dicho para ocultar lo que Tom le hacía, en todas las mentiras que decía para disimular los moretones que le hacia su padre. ¿Es ésa la última vez, la última mentira? Qué maravilloso seria… casi demasiado como para creerlo. Piensa en un médico que acudiera a ver un caso de cáncer terminal y dijera: «Las radiografías muestran que el tumor se está reduciendo. No tenemos idea de por qué, pero así es».
—Ha de doler muchísimo —dice él.
—Tomé unas aspirinas. —Ella vuelve a abrir la revista proporcionada por la compañía, aunque él sabe, sin duda, que ya la ha hojeado dos veces.
—¿Adónde va?
Beverly cierra la revista, lo mira, sonríe.
—Usted es muy simpático, pero no quiero conversar. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dice él, devolviéndole la sonrisa—. Pero si quiere brindar por el pato del avión, cuando lleguemos a Boston, cuente conmigo.
—Gracias, pero debo tomar otro avión.
—Vaya, que mal me salió el horóscopo esta mañana —comenta él, mientras vuelve a abrir su novela—. Pero su risa es maravillosa. Podría enamorar a cualquiera.
Ella abre otra vez su revista, pero se descubre observando sus uñas rotas en vez de leer el artículo sobre los placeres de Nueva Orleáns. Bajo dos de ellas tiene ampollas de sangre purpúrea en su mente oye los gritos de Tom: «¡Te voy a matar, hija de puta!». Se estremece, helada. Hija de puta para Tom, hija de puta para las costureras que se afanaban antes de los desfiles importantes y recibían, a cambio, las iras de Beverly Rogan; hija de puta para su padre, mucho antes de que Tom o las indefensas costureras fueran parte de su vida.
Hija de puta.
Pedazo de puta.
Grandísima puta.
Cierra momentáneamente los ojos.
El pie, cortado por un fragmento de frasco de perfume, al huir de la habitación, le palpita más que los dedos. Kay le dio una tirita, un par de zapatos y un cheque por mil dólares que Beverly se apresuró a cobrar, a las nueve de la mañana, en el First Bank of Chicago.
Contra las protestas de Kay, Beverly libró un cheque suyo por mil dólares, en una simple hoja de papel para máquina.
—Cierta vez leí que tienen que pagar un cheque sin fijarse en qué papel está escrito —dijo a Kay. Su voz parecía surgir de otro sitio. Como de una radio en otra habitación—. Alguien cobró, una vez, un cheque firmado en una cápsula de descompresión. Lo leí en El libro de los récords, me parece. —Hizo una pausa y rió, intranquila. Kay la miraba con sobriedad, casi solemne—. Pero en tu lugar lo cobraría muy pronto, antes de que a Tom se le ocurra cancelar las cuentas.
Aunque no se siente cansada (sabe, sin embargo, que a esas alturas ha de estar funcionando a base de pura energía nerviosa y café negro) la noche anterior le parece algo soñado.
Recuerda haber sido seguida por tres adolescentes que la llamaban y silbaban, pero sin atreverse a abordarla. Recuerda su alivio al ver el blanco resplandor fluorescente de una tienda nocturna, volcado sobre las aceras, en una esquina. Recuerda que entró y dejó que el encargado, lleno de granos en la cara, le mirara la pechera de la blusa vieja, mientras lo convencía de que le prestara cuarenta centavos para el teléfono público. No fue difícil, considerando el espectáculo que estaba ofreciendo.
Llamó primero a Kay McCall marcando de memoria. El teléfono sonó diez o doce veces; empezaba a temer que Kay estuviera fuera de casa cuando su voz soñolienta murmuró:
—Que la excusa sea buena, quienquiera que sea —en el momento en Beverly iba a cortar.
—Soy Bev, Kay —dijo, vacilando. Luego se lanzó de lleno—. Necesito ayuda.
Hubo un silencio momentáneo. Por fin Kay volvió a hablar. Ahora parecía totalmente despierta.
—¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
—Estoy en una tienda nocturna, en la esquina de Streyland Avenue y no sé qué otra calle. Yo… acabo de abandonar a Tom, Kay.
Su amiga, rápida, enfática y excitada:
—¡Bien! ¡Por fin! ¡Albricias! Iré a buscarte. ¡Ese hijo de puta! ¡Ese mierda! Iré a buscarte en el Mercedes, ¡qué joder! ¡Con bombos y platillos!
—Voy a tomar un taxi —dijo Bev, sosteniendo los otros veinte centavos en la mano sudorosa. En el espejo redondo de la pared posterior veía que el empleado le miraba el trasero con profunda y soñadora concentración—. Pero tendrás que pagarme el taxi cuando llegue. No tengo dinero. Ni un centavo.
—Le daré cinco dólares de propina —exclamó Kay—. ¡Me has dado la mejor noticia desde que Nixon presentó la renuncia! Ven corriendo, mujer, y… —Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz seria, tan llena de bondad y amor que Beverly se sintió a punto de llorar—. Gracias a Dios que te decidiste, Bev. Lo digo en serio. Gracias a Dios.
Kay McCall, una ex diseñadora que se casó rica, se divorció más rica aún y descubrió el feminismo en 1972, unos tres años antes de que Beverly la conociera. En el momento culminante de su controvertida popularidad, se la acusó de haber abrazado el feminismo después de usar leyes arcaicas y machistas para sacar a su esposo, un industrial, hasta el último centavo de lo que la ley permitía.
—¡Tonterías! —había asegurado Kay a Beverly, cierta vez—. Los que dicen eso nunca se acostaron con Sam Chacowicz. Unas cosquillas, dos sacudidas y a otra cosa: ése era el lema de Sammy. La única vez que aguantó más de setenta segundos fue haciéndose una paja en la bañera. Yo no lo estafé; me limité a cobrar mi sueldo de soldado con retroactividad.
Escribió tres libros: uno sobre el feminismo y la mujer trabajadora, otro sobre feminismo y familia y el tercero sobre feminismo y espiritualidad. Los dos primeros fueron bastante celebres. En los tres años transcurridos desde el último, sin embargo, había pasado un poco de moda y Beverly pensaba que, para ella, era una especie de alivio. Sus inversiones habían dado buenos frutos («El feminismo y el capitalismo no se excluyen mutuamente, gracias a Dios», había dicho a Beverly, cierta vez), por lo que ahora era una mujer adinerada, con casa en la ciudad, casa en el campo y dos o tres amantes, lo bastante viriles como para seguirle el tren en la cama, pero no tanto como para ganarle jugando al tenis. «Cuando llegan a eso, los dejo de inmediato», decía ella, como si hablara en broma, aunque Beverly se preguntaba si era realmente así.
Beverly llamó un taxi y se acurrucó en el asiento trasero con su maleta, feliz de escapar a la mirada del empleado. Dio al conductor la dirección de Kay.
Su amiga la estaba esperando en el extremo del sendero de entrada, con un abrigo de visón sobre el camisón de franela. Calzaba pantuflas rosadas peludas, con grandes pompones. Por suerte, los pompones no eran anaranjados; eso habría podido hacer que Beverly huyera otra vez en la noche, gritando. El trayecto hasta la casa de Kay había sido extraño; a ella iban volviendo cosas, recuerdos, con tanta celeridad y nitidez que se sentía asustada. Era como si alguien hubiera entrado en su cabeza con una excavadora, para excavar un cementerio mental cuya existencia ella ignorara hasta entonces. Sólo que eran nombres y no cadáveres los que estaban apareciendo, nombres que ella no había recordado en años: Ben Hanscom, Richie Tozier, Greta Bowie, Henry Bowers, Eddie Kaspbrak… Bill Denbrough. Especialmente, Bill; lo apodaban Bill el Tartaja, con esa franqueza de los chicos que a veces se toma por candor y otras veces por crueldad. Él le había parecido muy alto, perfecto, hasta que abrió la boca y comenzó a hablar, claro.
Nombres…, lugares…, cosas que habían pasado.
Con frío y calor alternativamente, había recordado las voces del desagüe… y la sangre. Su padre le había dado una buena tunda por gritar. Su padre… Tom…
La amenazó el llanto… y en ese momento Kay pagó al conductor y le dio una propina tal que el hombre, asombrado, exclamó:
—¡Gracias, señora! ¡Qué te parece!
Kay la llevó a la casa, la metió bajo la ducha, le dio una bata cuando salió, preparó café y revisó sus heridas. Le puso tintura de yodo en el pie y una tirita sobre el corte. Vertió una generosa medida de coñac en su segunda taza de café y le ordenó que la bebiera hasta la última gota. Después preparó dos raciones de jugoso bistec con champiñones frescos salteados.
—Muy bien —dijo—, ¿qué pasó? ¿Hay que llamar a la policía o sólo enviarte a Reno para que trámites el divorcio lo más rápido posible?
—No puedo decirte mucho —dijo Beverly—. Te parecería demasiado demencial. Pero en realidad la culpa fue mía…
Kay plantó la mano sobre la mesa. Hizo contra la caoba lustrada el ruido de un pistoletazo de bajo calibre. Bev dio un salto en la silla.
—No quiero oírte decir eso —exclamó Kay, con las mejillas muy encendidas y los ojos pardos echando chispas—. ¿Cuánto tiempo hace que somos amigas? ¿Nueve años, diez? Si llego a oírte decir una vez más que fue culpa tuya, vomitaré. ¿Me oyes? Voy a vomitar, joder. No fue culpa tuya, ni esta vez ni la vez anterior ni nunca. ¿No sabes el miedo que teníamos, casi todos tus amigos, de que ese hombre te rompiera algo, tarde o temprano, o acabara por matarte?
Beverly la miraba con ojos como platos.
—Y eso sí habría sido culpa tuya, al menos hasta cierto punto, por seguir con él y dejar que pasara. Pero ahora lo has dejado. Gracias a Dios, porque ya era hora. Pero no vengas, con las uñas rotas, el pie herido y marcas de cinturón en los hombros, a decirme que fue culpa tuya.
—No me pegó con el cinturón —dijo Bev. La mentira fue automática… tanto como la intensa vergüenza que hizo subir un miserable rubor a su cara.
—Si has terminado con Tom, también deberías terminar con las mentiras —observó Kay, serenamente. La miró con tanto amor, tan largamente, que Bev se vio obligada a bajar la vista. Sentía regusto a sal de lágrimas en el fondo de la garganta—. ¿A quién creías engañar? —preguntó Kay, siempre sin levantar la voz. Alargó la mano sobre la mesa para tomar las de Bev—. Las gafas ahumadas, las blusas de manga larga y cuello alto… Tal vez hayas engañado a uno o dos clientes, pero no a tus amigos, Bev. A la gente que te estima, no.
Y entonces sí, Beverly se echó a llorar y lloró mucho rato, con desolación, mientras Kay la abrazaba. Más tarde, antes de acostarse, contó a su amiga lo que pudo: que la había llamado un viejo amigo de Derry, Maine, donde se había criado, para recordarle una promesa hecha mucho tiempo antes. Había llegado el momento de cumplir con esa promesa, dijo, y Kay le preguntó si iría. Ella dijo que si y así había comenzado el problema con Tom.
—¿Qué promesa hiciste? —preguntó Kay.
Beverly sacudió la cabeza.
—No puedo decírtelo, Kay, por mucho que me gustaría.
Kay masticó esa respuesta y acabó por asentir.
—De acuerdo. Es justo. ¿Qué vas a hacer con Tom cuando vuelvas de Maine?
Y Bev, que empezaba a tener la seguridad de que jamás volvería de Derry, se limitó a responder:
—Primero vendré a verte y lo decidiremos juntas. ¿Te parece bien?
—Muy bien —dijo Kay—. ¿Eso también es una promesa?
—En cuanto vuelva —dijo Bev, con firmeza—. Puedes contar con eso.
Y abrazó a Kay con fuerza.
Con el importe del cheque en el bolsillo y los zapatos de Kay en los pies, decidió coger un autobús rumbo al norte, hasta Milwaukee, temiendo que Tom hubiera ido a buscarla al aeropuerto O’Hare. Kay, que la acompañó al banco y a la estación trató de disuadirla.
—O’Hare está lleno de guardias de seguridad, querida —le dijo—. No tienes por qué preocuparte. Si él se acerca, bastará con que grites a todo pulmón.
Beverly sacudió la cabeza.
—Quiero mantenerme muy lejos de él. Es el único modo de hacer las cosas.
Kay la miró con astucia.
—Tienes miedo de que él te disuada, ¿verdad?
Beverly recordó al grupo de siete chicos de pie en el arroyo; pensó en Stanley y en su trocito de botella de Coca-Cola, refulgente al sol; pensó en el dolor fino al cortarle él la palma con un tajo en diagonal; pensó en las manos cogidas en circulo y en la promesa de volver si aquello volvía a empezar…, de volver para matarlo definitivamente.
—No —dijo—. No podría disuadirme de esto. Pero podría hacerme daño, con guardias o sin ellos. No sabes cómo se puso anoche, Kay.
—Sé cómo se ha puesto en otras ocasiones —dijo Kay, frunciendo el ceño—, ese idiota que se cree tan hombre.
—Estaba como enloquecido —dijo Bev—. Los guardias de seguridad tal vez no podrían detenerlo. Así es mejor, créeme.
—Está bien —aceptó Kay, a desgana.
Y Bev pensó, algo sorprendida, que a Kay la desilusionaba la falta de una confrontación, de una gran ruptura.
—Cobra ese cheque cuanto antes —le indicó Bev, una vez más— , porque él no dejará de cancelar las cuentas. Ya verás.
—Claro —dijo Kay—. Si lo hace, iré a verlo con un látigo y me cobraré en especies.
—No te acerques a él —prohibió Beverly, áspera—. Es peligroso. Kay. Créeme. Anoche estaba… —Estaba como mi padre, era lo que temblaba en los labios. Pero en cambio dijo—. Estaba como loco.
—Está bien —prometió Kay—. Quédate tranquila, querida. Ve a cumplir con tu promesa. Y piensa un poco en lo que vendrá después.
—Si —aseguró Bev.
Pero era mentira. Tenía demasiado en que pensar: en lo que había pasado aquel verano, cuando ella tenía once años, por ejemplo. En Richie Tozier, a quien había enseñado a hacer el dormilón, por ejemplo. En las voces del desagüe, por ejemplo. Y en algo que había visto, algo tan horrible que aun entonces, mientras abrazaba a Kay por última vez, junto al largo flanco plateado del ronroneante autobús, su mente no le permitía ver.
Ahora, mientras el avión del pato en el flanco inicia su largo descenso hacia la zona de Boston, su mente retorna a eso otra vez… y a Stan Uris… y al poema sin firma que llegó en una postal… y a las voces… y a esos pocos segundos en los que estuvo cara a cara con algo que era, tal vez, infinito.
Mira por la ventanilla, mira hacia abajo y piensa que la malignidad de Tom es algo insignificante comparada con la malignidad que la está esperando en Derry. Si existe alguna compensación, es que allá estará Bill Denbrough… y hubo un tiempo en que una niña de once años llamada Beverly Marsh, amó a Bill Denbrough. Recuerda la postal con el hermoso poema escrito en el dorso, y recuerda haber sabido, en otros tiempos, quién lo escribió. Ya no lo recuerda, como tampoco recuerda exactamente qué decía el poema…, pero piensa que pudo haber sido de Bill. Si, bien pudo haber sido obra de Bill Denbrough, el Tartaja.
De pronto piensa en el momento de irse a la cama, la noche después de haber visto aquellas dos películas de terror, con Richie y Ben. Después de su primera cita. Se había hecho la chistosa con Richie, al decir eso; en aquellos tiempos ésa era su defensa en la calle; pero una parte de ella se había sentido conmovida, entusiasmada y algo asustada. En realidad, había sido su primera cita aunque hubiera dos chicos en vez de uno. Richie le había pagado la entrada y todo, como en una verdadera cita. Más tarde, tras la persecución de aquellos matones, pasaron el resto de la tarde en Los Barrens. Y Bill Denbrough apareció con otro niño. No recuerda quién era, pero si recuerda el modo en que los ojos de Bill se posaron en ella por un momento y la sacudida eléctrica que eso le provocó…, una sacudida y un rubor que pareció calentarle todo el cuerpo.
Recuerda haber pensado todo eso mientras se ponía el camisón e iba al baño para lavarse la cara y los dientes. Recuerda haber pensado que le llevaría mucho tiempo conciliar el sueño, esa noche, porque había mucho en que pensar… y sería bonito pensar en todo eso, porque ellos parecían chicos buenos, chicos con los que uno podía trabar amistad, tal vez compartir un poco de confianza. Eso sería bonito. Eso sería…, bueno, como el paraíso.
Y pensando en todo eso, tomó la esponja y se inclinó sobre el lavabo para mojarla. Y entonces la voz
salió del sumidero, susurrando:
—Ayúdame…
Beverly retrocedió, sobresaltada; la esponja seca cayó al suelo. Sacudió un poco la cabeza, como para despejarse, y volvió a inclinarse sobre el lavabo, mirando el sumidero con curiosidad. El baño estaba en la parte trasera de un apartamento de cuatro habitaciones. Se oía, débilmente, algo en la televisión, una película que parecía ambientada en el Oeste. Cuando terminara, probablemente su padre sintonizara un partido de béisbol o una pelea, y después se quedaría dormido en la poltrona.
El empapelado del baño tenía un detestable dibujo de ranas sobre lirios de agua. Hacía bultos y ondulaba sobre el yeso desparejo de la pared. En algunos lugares tenía humedad; en otros se estaba desprendiendo. La bañera tenía manchas de óxido y el asiento del inodoro estaba rajado. Por encima del lavabo asomaba una bombilla completamente descubierta. Beverly creía recordar que, en otros tiempos, habían tenido allí un aplique, pero se había roto hacía algunos años, sin ser reemplazado jamás. El suelo estaba cubierto de un linóleo que había perdido ya el dibujo, salvo un pequeño sector bajo el lavabo.
No era una habitación muy alegre, pero Beverly estaba tan habituada a ella que ya no reparaba en su aspecto.
También el lavabo tenía manchas de agua. El desagüe era, simplemente, un círculo de unos cinco centímetros de diámetro con un tope en cruz de donde el cromado había desaparecido tiempo atrás. Había también una tapa de goma que colgaba de una cadena arrojada de cualquier manera sobre el grifo marcado «F». El agujero de desagüe estaba muy oscuro; al inclinarse hacia él, Beverly notó, por primera vez, un olor desagradable, como a pescado, que surgía del agujero. Arrugó la nariz, asqueada.
—Ayúdame…
Ahogó una exclamación. Había, sí, una voz. Beverly había pensado que podía ser un estremecimiento de las tuberías… o tal vez sólo su imaginación: un resto de esas películas.
—Ayúdame, Beverly.
La invadieron oleadas alternadas de frío y calor. Se había quitado la banda de goma del pelo que caía sobre sus hombros en una cascada luminosa. Sintió que sus raíces trataban de erizarse.
Sin darse cuenta de lo que hacía, se inclinó otra vez hacia el lavabo, susurrando a medias:
—¿Sí? ¿Hay alguien ahí?
La voz del desagüe parecía la de un niño muy pequeño que apenas sabía hablar. Y a pesar de la carne de gallina, su mente buscó una explicación racional. Aquélla era una casa de apartamentos. Los Marsh vivían en la parte posterior de la planta baja. Había otras cuatro unidades. Tal vez hubiera en el edificio una criatura que se entretenía hablando dentro de la tubería. Y algún efecto acústico…
—¿Hay alguien ahí? —preguntó al desagüe del baño, ahora en voz más alta.
De pronto se le ocurrió que, si su padre entraba en ese momento, la creería loca.
No hubo respuesta del desagüe, pero ese olor desagradable pareció acentuarse. Le hizo pensar en las cañas de bambú de Los Barrens y en el vertedero, más allá; convocaba imágenes de fuegos lentos, amargos, y de barro negro que trataba de quitarle a una los zapatos a fuerza de chupar.
En realidad, no había niños pequeños en el edificio, eso era lo curioso. Los Tremont tenían un niño de cinco y dos niñas menores, pero el señor Tremont había perdido su empleo en la zapatería de la avenida Tracker y, después de atrasarse en el pago del alquiler, un buen día desapareció poco antes de que terminaran las clases, en el destartalado camión del padre. En el primer apartamento del primer piso vivía Skipper Bolton, pero tenía catorce años.
—Todos queremos conocerte, Beverly…
Se llevó la mano a la boca, con ojos dilatados de horror. Por un momento…, sólo por un momento, creyó haber visto que algo se movía allá abajo. Tuvo súbita conciencia de que el pelo le caía sobre los hombros en dos gruesos mechones, cerca, muy cerca del desagüe. Algún claro instinto la obligó a erguir la espalda para apartar de ahí su pelo.
Miró alrededor. La puerta del baño estaba firmemente cerrada. Se oía débilmente la televisión; Cheyenne Bodie estaba advirtiendo al malo que dejara el revólver antes de que alguien saliera herido. Ella estaba sola. Exceptuando, claro está, aquella voz.
—¿Quién eres? —preguntó al lavabo, en un susurro.
—Matthew Clements —murmuró la voz—. El payaso me trajo aquí abajo, a los caños, y me morí y muy pronto va a ir a buscarte, Beverly. Y a Ben Hanscom, y a Bill Denbrough y a Eddie…
Ella se llevó las manos a las mejillas y se las apretó con fuerza. Sus ojos se ensanchaban… se ensanchaban. Sintió que el cuerpo se le ponía frío. De pronto, la voz sonaba ahogada y viejísima… pero aun así reptaba en ella una corrupta alegría.
—Flotarás aquí abajo con tus amigos, Beverly, todos flotamos aquí abajo. Di a Bill que Georgie le envía saludos, di a Bill que Georgie lo echa de menos, pero que lo verá pronto, dile que Georgie estará en el armario una noche de éstas, quizá con un trozo de alambre para hundírselo en el ojo, dile…
La voz se quebró en una serie de hipos ahogados; de pronto, una brillante burbuja roja se infló en el agujero y estalló, enviando gotas de sangre a la porcelana descolorida.
En ese momento, la voz ahogada hablaba con celeridad y al hablar iba cambiando: ya era la voz del niño que se había oído primero, ya la de una chica adolescente, ya (horriblemente) se convertía en la de una niña a quien Beverly conocía: Veronica Grogan. Pero Veronica había muerto. La habían encontrado en una boca de alcantarilla, muerta.
—Soy Matthew…, soy Betty…, soy Veronica…, estamos aquí abajo…, aquí abajo, con el payaso…, y la bestia… y la momia… y el hombre lobo… y contigo, Beverly, estamos aquí abajo contigo y flotamos, cambiamos…
Una bocanada de sangre brotó súbitamente del sumidero salpicando el lavabo, el espejo y el empapelado con su diseño de lirios y ranas. Beverly lanzó un alarido, súbito y penetrante. Retrocedió, apartándose del lavabo, chocó contra la puerta, rebotó en ella, la abrió a zarpazos y corrió hacia la sala, donde su padre estaba levantándose.
—¿Qué demonios te pasa? —preguntó él con las cejas muy unidas.
Aquella noche estaban solos en la casa; la madre de Bev trabajaba en el turno de tres a once en Green’s, el mejor restaurante de Derry.
—¡El baño! —gritó, histérica—. ¡El baño, papá, en el baño…!
—¿Alguien estaba espiándote, Beverly? ¿Eh?
La mano del padre salió disparada para sujetarla por el brazo, con fuerza, clavándosele en la carne. En su cara había preocupación, pero una preocupación codiciosa, algo más atemorizante que consolador.
—No… el lavabo… en el lavabo… el… la —rompió en sollozos histéricos antes de poder decir nada más. El corazón le tronaba con tanta fuerza que temió ahogarse.
Al Marsh la arrojó a un lado con una expresión que decía: «Oh, Dios, y ahora qué», y entró en el baño. Estuvo allí tanto tiempo que Beverly volvió a asustarse. Por fin bramó:
—¡Beverly! ¡Ven inmediatamente aquí!
No era cuestión de desobedecer. Si los dos hubieran estado de pie al borde de un acantilado y él hubiera ordenado dar un paso hacia el frente (ahora mismo, niña), su obediencia instintiva la habría hecho franquear el borde, casi con certeza, antes de que su mente racional pudiera intervenir.
La puerta del baño estaba abierta. Allí estaba su padre: un hombre grandote que ya estaba perdiendo el pelo castaño rojizo, heredado por Beverly. No bebía, no fumaba, no iba con mujeres. En casa tengo todas las mujeres que me hacen falta, decía, a veces, y en esas ocasiones le cruzaba la cara una sonrisa peculiar, cargada de secretos; en vez de iluminarle el rostro, tenía el efecto contrario. Ver esa sonrisa era como observar la sombra de una nube viajando rápidamente por un terreno rocoso. Ellas se ocupan de mí y, cuando hace falta, yo me ocupo de ellas.
—Ahora dime de qué tontería se trata —preguntó al verla entrar.
Beverly sintió la garganta reseca. El corazón le volaba en el pecho y sintió ganas de vomitar. Había sangre en el espejo corriendo en largas chorreaduras. Había manchas de sangre en la bombilla; podía oler ese olor mientras se cocinaba en sus 40 vatios. La sangre corría también por los lados de porcelana cayendo en gordas gotas al piso de linóleo.
—Papá… —susurró ella, ronca.
Él se volvió, disgustado con ella (como ocurría con tanta frecuencia) y comenzó tranquilamente a lavarse las manos en la pileta ensangrentada.
—Habla, mujer, por Dios. No sabes el susto que me has dado. A ver si te explicas.
Se estaba lavando las manos en el lavabo. Beverly vio manchas de sangre en la tela gris de los pantalones, allí donde rozaban los bordes, si su frente tocaba el espejo (estaba muy cerca), tendría sangre también sobre la piel. La chica ahogó un grito en la garganta.
Él cerró el grifo. Tomó una toalla con dos abanicos de salpicaduras rojas y comenzó a secarse las manos. Beverly, casi desmayada, le vio llenarse de sangre los grandes nudillos y las líneas de la palma. Vio sangre bajo sus uñas como marcas de culpabilidad.
—¿Y bien? Estoy esperando —dijo al arrojar la toalla ensangrentada hacia el toallero.
Había sangre… sangre por todas partes… y su padre no la veía.
—Papá…
No tenía idea de lo que ocurriría a continuación, pero su padre la interrumpió:
—Me preocupas, Beverly —dijo—. Me parece que no vas a crecer nunca, Beverly. Te pasas correteando por ahí, no haces nada en la casa, no sabes cocinar, no sabes coser. Te pasas la mitad del día en las nubes, con la nariz metida en un libro y la otra mitad con ataques y caprichitos. Me preocupas.
Su mano salió disparada y le dio una dolorosa palmada en la nalga. Ella soltó un grito sin dejar de mirarlo fijamente. Él tenía una pequeña salpicadura en la poblada ceja derecha. Si la miro fijamente, fijamente, terminaré por volverme loca y ya nada de esto importará, pensó, turbiamente.
—Me preocupas mucho —agregó él y la golpeó otra vez, con más fuerza, por encima del codo.
Ese brazo lanzó un grito y pareció quedarse dormido. Al día siguiente, Beverly tendría un gran moretón entre amarillento y purpúreo.
—Muchísimo —dijo él, aplicándole un derechazo al estómago.
Contuvo el puño en el último instante, por lo que Beverly perdió sólo la mitad del aliento. Se dobló en dos, jadeando, con los ojos llenos de lágrimas. El padre la miraba, impasible. Se metió las manos ensangrentadas en los bolsillos del pantalón.
—Tienes que crecer, Beverly —dijo, y su voz era amable y condescendiente. ¿No te parece?
Ella asintió. Le palpitaba la cabeza. Lloró, pero en silencio. Si sollozaba, iniciando lo que su padre llamaba «gimoteos de bebé», no haría sino enfurecerlo. Al Marsh había pasado toda su vida en Derry; a quien quisiera saberlo (y a veces a quien no tenía interés) decía que allí pensaba ser enterrado, con un poco de suerte, a la edad de ciento diez años. «No hay motivo para que no viva eternamente —solía decir a Roger Aurlette, quien le cortaba el pelo una vez al mes—. No tengo vicios».
—Y ahora explícate —ordenó—, y que sea rápido.
—Había… —Beverly tragó saliva. Dolió, porque no tenía nada de humedad en la garganta—. Había una araña. Una araña grande, gorda, negra. Salió…, salió arrastrándose del desagüe y… creo que volvió a meterse.
—¡Ah! —El padre sonrió un poquito, como si esa explicación lo complaciera—. ¿Era eso? ¡Pero…! Si me lo hubieras dicho, Beverly, no te habría pegado. Todas las niñas tienen miedo a las arañas. ¡Maldición! ¿Por qué no me lo dijiste?
Él se inclinó hacia el agujero; Beverly tuvo que morderse los labios para no gritar una advertencia…, pero otra vez hablaba, muy dentro de ella, una voz horrible, que no podía ser parte de su persona, sino, sin duda, la voz del mismo diablo: Deja que se lo lleve, si lo quiere. Deja que lo arrastre hacia abajo. Mira lo que te sacarás de encima.
Volvió la espalda a aquella voz, horrorizada. Permitir que ese pensamiento se quedara en su cabeza, siquiera por un instante, la condenaría al infierno, sin duda alguna.
Él miraba hacia el ojo del desagüe. Sus manos chapoteaban en la sangre que manchaba el lavabo y Beverly tuvo que luchar sombríamente con sus náuseas. Le dolía el estómago allí donde el padre la había golpeado.
—No veo nada —dijo él—. Estos edificios son viejos, Bev. Los desagües parecen autopistas, ¿sabes? Cuando yo trabajaba de portero allá, en la escuela secundaria vieja, de vez en cuando salían ratas ahogadas a los inodoros. Las chicas se volvían locas. —Rió amablemente al pensar en esos ataques y caprichitos femeninos—. Casi siempre cuando el Kenduskeag estaba alto. Hay menos bichos en las cañerías desde que instalaron el sistema nuevo, eso sí. —La rodeó con un brazo para estrecharla—. Mira, vete a la cama y no pienses más en el asunto, ¿de acuerdo?
Ella sintió su amor por él. Nunca te pego si no lo mereces, Beverly, le había dicho él, una vez, al protestar ella por un castigo injusto. Y tenía que ser cierto, claro, porque él era capaz de amar. A veces pasaba todo el día con ella, enseñándole a hacer cosas, charlando con ella o paseando por la ciudad, y en esas ocasiones Beverly pensaba que su corazón se iba a hinchar de felicidad hasta matarla. Lo amaba; trataba de aceptar que él debía corregirla con frecuencia porque, según decía, era el trabajo que le había dado Dios. A las hijas —decía Al Marsh—, hay que corregirlas más que a los chicos. Él no tenía hijos varones y Beverly sentía, vagamente, que eso también podría ser culpa de ella.
—Está bien, papá —dijo.
Fueron juntos hasta el pequeño dormitorio de la niña. El brazo derecho ya le dolía ferozmente por el golpe recibido. Ella miró por encima del hombro y vio la pileta ensangrentada, el espejo ensangrentado, la pared ensangrentada, el suelo ensangrentado y pensó: ¿Cómo voy a hacer para entrar aquí a lavarme? Por favor, Dios, Dios querido, perdóname por haber tenido malos pensamientos sobre papá. Puedes castigarme todo lo que quieras, porque me lo merezco. Haz que me caiga y me lastime o que tenga la gripe, como el año pasado, cuando tosía tanto que una vez vomité, pero por favor, Dios, haz que mañana la sangre no esté más, por favor, Diosito, ¿sí?
El padre la arropó, como todas las noches, y le dio un beso en la frente. Después se mantuvo un momento allí, de pie, en la postura que ella recordaría siempre como «su» modo de tenerse de pie, tal vez de ser: algo inclinado hacia adelante, con las manos profundamente hundidas en los bolsillos; los ojos azules la miraban desde arriba, desde una cara de perro salchicha luctuoso. En años posteriores, cuando hacía años que ya no pensaba en Derry, a veces veía a un hombre sentado en el autobús, o tal vez de pie en un rincón, con la comida en las manos, formas, oh, formas de hombres, a veces atisbadas cuando cerraba el día, a veces vistas al otro lado de una plaza, a la luz del mediodía, en un claro y ventoso día otoñal, formas de hombres, reglas de hombres, deseos de hombres: o Tom, tan parecido a su padre cuando se quitaba la camisa y se encorvaba ligeramente delante del espejo para afeitarse. Formas de hombres.
—A veces me preocupas, Bev —dijo, pero ya no había enfado ni turbación en su voz. Le tocó el pelo con suavidad, apartándoselo de la frente.
Entonces ella estuvo a punto de gritar. ¡El baño está lleno de sangre, papá! ¿No la has visto? ¡Hay sangre por todas partes! ¿No la has VISTO? Pero guardó silencio, mientras él salía y cerraba la puerta tras de sí, llenando su cuarto de oscuridad.
Aún estaba despierta, con la vista perdida en las sombras, cuando llegó su madre, a las once y media, y cuando se apagó el televisor. Oyó que sus padres entraban en el cuarto matrimonial; oyó también el ruido del somier cuando hicieron su acto sexual. Beverly había oído una conversación entre Greta Bowie y Sally Muller, comentando que ese acto sexual dolía como fuego y que ninguna chica decente quería hacerlo: «Al final, el hombre te mea todo ahí abajo», dijo Greta, y Sally había exclamado: «¡Oh, puaj, yo jamás dejaría que un muchacho me hiciera eso!». Si dolía tanto como Greta decía, la madre de Bev se lo guardaba muy bien; Bev la había oído gritar una o dos veces, con voz contenida, pero no parecía en absoluto un grito de dolor.
El lento crujir de los elásticos se aceleró hasta un ritmo tan rápido que llegó casi a lo frenético; luego se interrumpió. Hubo un período de silencio; después, algo de charla en voz baja; por fin, los pasos de su madre que iba al baño. Beverly contuvo el aliento. Esperando a que su madre gritara o no.
No hubo grito alguno, sólo el ruido del agua corriendo en el lavabo seguido por un chapoteo. Luego el agua resbaló por el sumidero con su familiar gorgoteo, la madre estaba lavándose los dientes. Momentos después, el somier de la cama grande volvió a crujir, cuando su madre volvió a acostarse.
Más o menos cinco minutos después, el padre comenzó a roncar.
Un miedo negro le envolvió el corazón cerrándole la garganta. Descubrió que tenía miedo de volverse sobre el lado derecho (su posición favorita para dormir) porque podía haber algo mirándola por la ventana. Por eso se limitó a permanecer de espaldas, tiesa como un atizador, contemplando el cielo raso. Algo después (minutos u horas después, no había modo de saberlo), cayó en un sueño inquieto y frágil.
Beverly siempre despertaba cuando sonaba el despertador de sus padres. Tenía que ser rápida, porque apenas sonaba el timbre su padre lo apagaba de un manotazo. Se vistió deprisa mientras el padre usaba el baño y se detuvo por un instante frente al espejo (como casi todos los días) para mirarse el pecho, tratando de detectar si sus senos habían crecido algo durante la noche. Habían comenzado a aparecer a fines del año anterior. En un principio había dolido un poco, pero ya no. Eran muy pequeños, apenas manzanitas de primavera, pero allí estaban. Era cierto: terminaría la niñez, ella sería mujer.
Sonrió a su imagen y puso una mano tras la cabeza levantándose la cabellera y sacando pecho. Rió con la risa natural de una chiquilla… y de pronto se acordó de la sangre que había brotado del desagüe, en el baño, la noche anterior. Las risitas terminaron abruptamente.
Se miró el brazo y descubrió el moretón que se había formado allí durante la noche, una mancha amoratada entre el hombro y el codo, una mancha con muchos dedos marcados.
El inodoro se cerró de un manotazo y sonó el flujo del depósito.
Moviéndose con rapidez para que su padre no se enfadase con ella esa mañana (esa mañana era mejor que no reparara en ella siquiera), Beverly se puso unos vaqueros y la sudadera de la secundaria de Derry. Y entonces, porque ya no podía seguir postergándolo, abandonó su habitación para ir al baño. Se cruzó en la sala con el padre que volvía a su habitación para vestirse. El pijama azul batía por su amplitud. Gruñó algo que ella no pudo entender. De cualquier modo, respondió:
—Está bien, papá.
Se detuvo por un momento frente a la puerta cerrada del baño tratando de prepararse para lo que podía encontrar dentro. Al menos, es de día, pensó, y eso la consoló un poco. No mucho, pero al menos un poco. Aferró el pomo de la puerta, lo hizo girar y entró.
Para Beverly fue una mañana muy atareada. Preparó el desayuno para su padre: zumo de naranja, huevos revueltos y tostadas, en la versión de Al Marsh (con el pan caliente, pero nada tostado, en realidad). Él se sentó a la mesa, parapetado tras el News, y lo comió todo.
—¿Dónde está el beicon?
—No hay más, papá. Lo terminamos ayer.
—Prepárame una hamburguesa.
—Queda sólo un poquito de c…
El papel crujió y descendió un poco. Aquella mirada azul cayó sobre ella como si tuviera peso.
—¿Qué has dicho? —preguntó él, con suavidad.
—Dije que en seguida, papá.
Él la miró sólo por un instante más. Luego el periódico volvió a subir y Beverly corrió a la nevera para sacar la carne. Preparó una hamburguesa aplastando el puñadito de carne picada que quedaba en la nevera para que pareciese más grande. Él la comió leyendo la página de deportes mientras Beverly le preparaba el almuerzo: un par de bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuetes, un gran trozo de tarta que su madre había traído la noche anterior del restaurante y un termo de café caliente, bien endulzado con azúcar.
—Dile a tu madre que quiero ver esta casa limpia hoy mismo —dijo, cogiendo la comida—. Parece una cuadra. Me paso todo el día limpiando porquerías en el hospital. No me gusta nada encontrar una porqueriza en mi propia casa. No lo olvides, Beverly.
—No, papá. Se lo diré.
Él le dio un beso en la mejilla, la abrazó torpemente y se fue. Como de costumbre, Beverly fue a la ventana de su habitación para seguirlo con la vista mientras se alejaba por la calle. Como de costumbre, experimentó un subrepticio alivio al verle girar en la esquina… y se odió por eso.
Lavó los platos y luego salió un rato a la escalera de atrás con el libro que estaba leyendo. Lars Theramenius, con su largo pelo rubio reluciendo con su serena luz interior, vino con sus pasitos inseguros desde el edificio vecino para mostrar a Beverly su nuevo camión y sus nuevas costras en las rodillas. Beverly miró ambas cosas y propinó grandes exclamaciones. Un momento después la llamó su madre.
Cambiaron las sábanas de ambas camas, lavaron los suelos y enceraron el linóleo de la cocina. Su madre se encargó del suelo del baño, por lo que Beverly se sintió profundamente agradecida. Elfrida Marsh era una mujer menuda de pelo canoso y aspecto ceñudo. Su rostro arrugado decía al mundo entero que llevaba bastante tiempo en esta tierra y que pensaba permanecer aquí un poco más… También decía al mundo que nada de todo eso había sido fácil y que no esperaba cambios inmediatos en el estado de cosas.
—¿Quieres limpiar los cristales de la sala, Bewie? —preguntó, volviendo a la cocina. Ya llevaba puesto su uniforme de camarera—. Tengo que ir al San José, en Bangor, para visitar a Cheryl Tarrent. Anoche se rompió una pierna.
—Sí, yo me encargo —prometió Beverly—. ¿Qué le pasó a la señora Tarrent? ¿Se cayó?
Cheryl Tarrent era una compañera de trabajo de su madre.
—Tuvo un accidente de coche con ese inútil con el que se ha casado —respondió la madre, ceñuda—. El marido había estado bebiendo. Debes dar gracias a Dios todas las noches de que tu padre no beba, Bewie.
—Lo hago —respondió Beverly. Era cierto.
—Creo que ella va a perder el empleo, y él no dura en ninguno. —Un tono de lúgubre horror se filtró en la voz de Elfrida—. Tendrán que vivir del gobierno, supongo.
Era lo peor que se le podía ocurrir a Elfrida Marsh. No se comparaba siquiera con perder un hijo o descubrir que una tenía cáncer. Se podía ser pobre; una podía pasarse toda la vida rascando el fondo de la olla, como ella decía. Pero por debajo de todo, aun por debajo de las alcantarillas, estaba el momento en que uno tuviera que vivir del gobierno y comer con el sudor de los otros como limosna. Y ésa era la perspectiva a la que se enfrentaba Cheryl Tarrent.
—Cuando hayas limpiado los cristales y sacado la basura, puedes ir a jugar un rato, si quieres. Tu padre va a la bolera esta noche, así que no tienes que prepararle la cena. Pero quiero que estés en casa antes del oscurecer. Ya sabes por qué.
—Está bien, mamá.
—Dios mío, cómo creces —dijo Elfrida. Miró, por un momento, los bultitos en la sudadera. Su mirada reflejaba amor, pero ninguna compasión—. No sé qué voy a hacer aquí cuando estés casada y tengas tu propio hogar.
—Creo que me quedaré aquí toda la vida —dijo Beverly, sonriendo.
La madre la abrazó brevemente y le besó la comisura de la boca con sus labios secos y calientes.
—No me engaño —replicó—. Pero te quiero, Bewie.
—Yo también te quiero, mamá.
—Cuando termines con esas ventanas, revisa para estar segura de que no queden marcas —recomendó mientras recogía su cartera y se acercaba a la puerta—. De lo contrario, te las verás negras con tu padre.
—Ya las revisaré. —En el momento en que la madre abría la puerta para salir, Beverly preguntó, tratando de fingir indiferencia—. ¿No has visto nada raro en el baño, mamá?
Elfrida la miró, con el entrecejo algo fruncido.
—¿Raro?
—Bueno…, anoche vi una araña. Salió del desagüe. ¿No te lo dijo papá?
—¿Anoche hiciste enfadar a tu padre, Bewie?
—¡No! No, no. Le dije que había salido una araña del desagüe y que me había asustado. Él me contó que en la escuela vieja, a veces encontraban ratas ahogadas en los inodoros. Por los desagües. ¿No te contó lo de la araña?
—No.
—Oh, bueno, no importa. Sólo quería saber si la habías visto.
—No vi ninguna araña. Ojalá pudiéramos comprar un linóleo nuevo para ese baño. —Miró al cielo azul y sin nubes—. Dicen que cuando una mata a una araña, viene lluvia. No la mataste, ¿verdad?
—No —aseguró Bev—, no la maté.
La madre volvió a mirarla, con los labios tan apretados que casi desaparecían.
—¿Segura que no hiciste enfadar a tu padre anoche?
—¡Segura!
—Bewie…, ¿alguna vez te toca?
—¿Qué? —Beverly miró a su madre, totalmente perpleja. Dios, su padre la tocaba todos los días—. No entiendo qué…
—No importa —cortó Elfrida—. No te olvides de sacar la basura. Y si esos cristales quedan manchados, no solo con tu padre te las verás negras.
—No me
(¿alguna vez te toca?)
olvidaré.
—Y vuelve antes de que oscurezca.
—Sí.
(él)
(se preocupa mucho)
Elfrida se fue. Beverly volvió a su cuarto para seguirla con la vista hasta la esquina, como a su padre. Cuando estuvo segura de que su madre iba, definitivamente, en camino hacia la parada del autobús, sacó el balde, el limpiacristales y algunos trapos de bajo el fregadero. Volvió a la sala y empezó con las ventanas. El apartamento parecía demasiado silencioso. Cada vez que crujía el suelo o se golpeaba una puerta, daba un respingo. Cuando alguien hizo correr el agua en el inodoro de los Bolton, en el piso contiguo, Beverly soltó una exclamación que era casi un grito.
Y no podía dejar de vigilar la puerta cerrada del baño.
Por fin se acercó, la abrió otra vez y miró adentro. Su madre lo había limpiado esa mañana y la mayor parte de la sangre acumulada bajo el lavabo había desaparecido, al igual que las marcas del borde. Pero aún quedaban vetas marrones secándose en la pileta misma, manchas y salpicaduras en el espejo, chorreaduras en el empapelado.
Mientras contemplaba su pálida imagen se dio cuenta, con súbito y supersticioso miedo, de que la sangre del espejo causaba el efecto de que era su propia cara la que sangraba. Volvió a pensar: ¿Qué voy a hacer con esto? ¿Me he vuelto loca? ¿Me lo estoy imaginando?
De pronto, el sumidero emitió una risa gorjeante.
Beverly lanzó un alarido y salió dando un portazo. Cinco minutos después, las manos aún le temblaban tanto que estuvo a punto de dejar caer la botella de limpiacristales mientras limpiaba las ventanas de la sala.
Eran cerca de las tres de la tarde cuando Beverly Marsh, con el apartamento cerrado y la llave bien guardada en el bolsillo de sus vaqueros, cogió Richard Street, un paso estrecho que conectaba las calles Main y Center. Allí tropezó con Ben Hanscom, Eddie Kaspbrak y un niño llamado Bradley, que estaban jugando a arrimar monedas…
—¡Hola, Bev! —saludó Eddie—. ¿Tuviste pesadillas, después de ver esas películas?
—No —dijo Beverly, sentándose en cuclillas para observar el juego—. ¿Cómo estás tan enterado?
—Me lo contó Parva —replicó Eddie, señalándolo con el pulgar a Ben, que estaba furiosamente ruborizado sin motivo aparente.
—¿Qué películas? —preguntó Bradley.
Y entonces Beverly lo reconoció: había ido a Los Barrens con Bill Denbrough. Iban juntos a la terapeuta de Bangor. Beverly casi lo descartó de su mente. Si se le hubiera preguntado, tal vez habría dicho que, por algún motivo, le parecía menos importante que Ben y Eddie, como si estuviera menos allí.
—Un par de cosas de monstruos —le dijo y se acercó hasta ponerse entre Ben y Eddie—. ¿Tiras tú?
—Sí —dijo Ben; la miró rápidamente y desvió los ojos.
—¿Quién va ganando?
—Eddie —informó Ben—. Tiene buena mano.
Bev miró a Eddie que se frotaba solemnemente las uñas en la pechera de la camisa y soltó una risita.
—¿Me dejáis jugar?
—Por mí, sí —dijo Eddie—. ¿Tienes monedas?
Bev buscó en el bolsillo y sacó tres monedas de un centavo.
—Por Dios, ¿cómo te animas a salir de tu casa con semejante fortuna? —preguntó Eddie—. Yo me moriría de miedo.
Ben y Bradley Donovan se echaron a reír.
—Oh, las chicas también solemos ser valientes —respondió Beverly muy seria.
Un momento después, todos reían.
Bradley tiró el primero; luego, Ben; después, Beverly. Eddie, que iba ganando, tenía el último turno. Arrojaba las monedas hacia la pared posterior de la farmacia. A veces, se quedaban cortos; a veces la moneda rebotaba contra la pared. Al final de cada ronda, el que había tirado la moneda más cercana a la pared recogía los cuatro centavos. Cinco minutos después, Beverly tenía veinticuatro centavos. Había perdido una sola ronda.
—¡Eza chica haze trampa! —protestó Bradley, disgustado, y se levantó para irse. Había perdido el buen humor. Miró a Beverly con enfado y humillación a un tiempo—. No habría que dejar que laz chicaz…
Ben se levantó de un salto. Era sobrecogedor ver a Ben Hanscom levantarse de un salto.
—¡Retira eso!
Bradley miró a Ben boquiabierto.
—¿Qué?
—¡Que retires lo que has dicho! ¡Ella no hizo trampa!
Bradley miró a Ben, a Eddie, a Beverly que aún estaba de rodillas. Después, otra vez a Ben.
—¿Quierez un labio gordo para que haga juego con el rezto de tu perzona, eztúpido?
—Seguro —dijo Ben.
Súbitamente, una sonrisa le cruzó la cara. Algo en la cualidad de esa sonrisa hizo que Bradley diera un paso atrás, sorprendido e inquieto. Tal vez lo que vio en ella fue, simplemente, que después de haberse enredado con Henry Bowers y salir indemne, no una, sino dos veces, Ben Hanscom no iba a dejarse aterrorizar por el escuálido de Bradley Donovan, que tenía las manos llenas de verrugas, además de ese catastrófico ceceo.
—Claro, y después se me echarán todos encima —dijo Bradley, dando otro paso atrás. Su voz había tomado una ondulación incierta y había lágrimas en sus ojos—. ¡Zon todoz unoz trampozoz!
—Retira lo que has dicho de ella —repitió Ben.
—No importa, Ben —dijo Beverly. Tendió a Bradley el puñado de monedas—. Toma las tuyas. De cualquier modo, yo no jugaba por el dinero.
Desde las pestañas inferiores de Bradley resbalaron lágrimas de humillación. Dio un golpe en la palma de Beverly tirándole las monedas al suelo, y corrió hacia Center. Los otros se quedaron mirándolo, boquiabiertos. Cuando estuvo a distancia segura, Bradley giró en redondo para gritar:
—¡Lo que paza ez que erez una perra! ¡Trampoza, trampoza! ¡Tu madre ez una puta!
Beverly ahogó una exclamación. Ben corrió hacia Bradley, pero sólo consiguió tropezar con un cajón vacío e irse de bruces. Bradley había desaparecido y el gordo se dio cuenta de que no se dejaría alcanzar. Entonces volvió junto a Beverly para ver si estaba bien. Esa palabra lo había espantado tanto como a ella.
Beverly vio preocupación en su rostro. Abrió la boca para decir que estaba bien, que no se afligiera, que los palos y las piedras rompen los huesos pero que los insultos no hacen daño…, y de pronto aquella extraña pregunta que su madre le había hecho
(¿alguna vez te toca?)
volvió a ella. Extraña pregunta, sí; simple pero sin sentido, llena de matices ominosos, turbia como café frío. En vez de decir que los insultos jamás le harían daño, rompió en llanto.
Eddie la miró, incómodo, y sacó el inhalador del bolsillo para tomar una bocanada. Después se agachó y empezó a recoger los centavos desparramados. En su cara había una expresión concentrada y cuidadosa.
Ben se acercó a ella por instinto para abrazarla y consolarla, pero se detuvo. Era demasiado bonita. Ante una cara tan bonita, se sentía inerme.
—Anímate —le dijo, sabiendo que debía sonar idiota, pero sin que se le ocurriera nada más útil. Le tocó ligeramente los hombros (ella se había cubierto la cara con las manos para ocultar sus ojos mojados y sus mejillas abotagadas), pero apartó los dedos como si ella quemara al tacto. Estaba tan enrojecido que parecía al borde de una apoplejía—. Anímate, Beverly.
La chica bajó las manos y exclamó, con voz aguda, furiosa:
—¡Mi madre no es una puta! Es…, ¡es camarera!
Eso fue recibido con un silencio absoluto. Ben la miraba con la boca abierta. Eddie levantó la vista desde los adoquines con las manos llenas de monedas. Y de pronto los tres rompieron a reír histéricamente.
—¡Camarera! —cloqueó Eddie. Sólo tenía una vaga idea de lo que significaba puta, pero esa comparación le parecía deliciosa, de cualquier modo—. ¡Eso es tu madre!
—¡Sí, sí, eso! —exclamó Beverly, riendo y llorando al mismo tiempo.
Ben reía tanto que no pudo mantenerse en pie y se sentó, pesadamente, en un cubo de la basura. Su mole hundió la tapa en el recipiente y lo hizo caer de lado. Eddie lo señaló, aullando de risa, mientras Beverly lo ayudaba a levantarse.
Una ventana se abrió encima de ellos.
—¡Marchaos de aquí, chicos! —chilló una mujer—. ¡Hay gente que trabaja de noche, recordadlo! ¡Esfumaos!
Sin pensar, los tres se cogieron de la mano, con Beverly en el medio, y corrieron hacia Center Street. Todavía estaban riendo.
Unieron sus recursos y descubrieron que tenían cuarenta centavos; lo suficiente para dos batidos. Como el señor Keene era un ogro y no quería que los chicos menores de doce años se quedaran en el mostrador de refrescos (aseguraba que los juegos mecánicos de la trastienda podían corromperlos), se llevaron los batidos en dos enormes envases de cartón encerado hasta el parque Bassey y se sentaron en la hierba para beberlos. Ben tenía uno de café y Eddie había pedido frambuesa. Beverly se sentó entre los dos con una pajita para probar de los dos envases, por turnos, como una abeja en las flores. Se sentía otra vez bien, por primera vez desde que el desagüe había vomitado su borbotón de sangre la noche anterior. Deshecha y emotivamente exhausta, pero bien, en paz consigo misma. Por el momento, al menos.
—No sé qué le pasó a Bradley —dijo Eddie, por fin, con tono de azorada apología—. Nunca se había puesto así.
—Tú me defendiste —dijo Beverly y repentinamente besó a Ben en la mejilla—. Gracias.
Ben volvió a ponerse escarlata.
—No hiciste trampas —murmuró, tragándose luego abruptamente la mitad de su batido de café en tres sorbos monstruosos. A eso siguió un eructo tan fuerte como un disparo de rifle.
—¿Te queda algo dentro, papito? —preguntó Eddie.
Beverly rió inerme, sujetándose el vientre.
—Basta —rogó—. Me duele el estómago. Basta, por favor.
Ben sonreía. Esa noche, antes de dormir, reviviría una y otra vez el momento en que ella lo había besado.
—¿Estás bien, de veras? —preguntó.
Ella asintió.
—No fue por él. En realidad, no me importó lo que dijo de mi madre. Fue por algo que me pasó anoche. —Vaciló, mirando a Ben, a Eddie, a Ben otra vez—. Tengo…, tengo que contárselo a alguien o enseñarlo o algo así. Creo que me eché a llorar porque tengo miedo de estarme volviendo majareta.
—¿De qué estáis hablando, chiflados? —preguntó una voz nueva.
Era Stanley Uris; como siempre, menudo, delgado y preternaturalmente limpio para sus once años escasos. Con su camisa blanca, pulcramente remetida en los vaqueros bien lavados, el pelo peinado y las punteras de sus zapatillas impecables parecía el adulto más pequeño del mundo. En ese momento sonrió, rompiendo la ilusión.
Ella se callará lo que iba a decir —pensó Eddie—, porque Stan no estaba aquí cuando Bradley insultó a su madre.
Pero Beverly, después de una momentánea vacilación, lo hizo. Porque Stanley, de algún modo, era distinto a Bradley. Él estaba allí.
Stanley es uno de nosotros —pensó Beverly y se preguntó por qué eso le erizaba la piel—. No les hago ningún favor si lo cuento, ni a ellos ni a mí tampoco. Pero ya era demasiado tarde. Ya estaba hablando.
Stan se sentó con ellos, sereno y grave. Eddie le ofreció los restos del batido de frambuesa, pero él meneó la cabeza sin apartar los ojos de Beverly. Ninguno de los otros hablaba.
Beverly les contó aquel episodio de las voces, entre las que había reconocido la de Ronnie Grogan. Sabía que Ronnie había muerto, pero era su voz, de todos modos. Les habló de la sangre que su padre no había visto ni sentido, ni tampoco su madre, por la mañana.
Cuando terminó, miró todas las caras temerosa de lo que podría ver en ellas…, pero no halló señales de incredulidad. De terror sí, pero de incredulidad, ninguna.
Por fin, Ben dijo:
—Vayamos a ver.
Entraron por la puerta trasera, no sólo porque a esa cerradura correspondía la llave de Bev, sino también porque su padre la mataría si la señora Bolton la veía entrar en el apartamento con tres chicos en ausencia de sus padres.
—¿Por qué? —preguntó Eddie.
—No lo entenderías, tonto —dijo Stan—. Tú cállate.
Eddie iba a contestar, pero echó otra mirada a la cara blanca y tensa de Stan y decidió mantener el pico cerrado.
La puerta daba a la cocina, llena del sol de la tarde y de silencio estival. Los platos del desayuno relucían en el escurridor. Los cuatro niños se detuvieron junto a la mesa, agrupados; cuando arriba golpeó una puerta, todos dieron un salto; después rieron, nerviosos.
—¿Dónde está? —preguntó Ben. Susurraba.
Beverly, con el corazón palpitándole en las sienes, los condujo por el pasillito que tenía el dormitorio de sus padres a un lado y la puerta cerrada del baño en el extremo. Después de abrirla, entró rápidamente y tapó el sumidero del lavabo. Luego dio un paso atrás para ponerse entre Ben y Eddie. La sangre se había secado dejando manchas marrones en el espejo, el lavabo y el empapelado. Beverly las miró; resultaba más fácil mirar las manchas que a sus amigos.
En voz tan aniñada que apenas pudo reconocerla como propia, preguntó:
—¿La veis? ¿Alguno de vosotros la ve? ¿Está allí?
Ben se adelantó un paso y Beverly volvió a sorprenderse de lo delicado de sus movimientos a pesar de su gordura. Tocó una de las manchas de sangre, después otra; por fin, una larga chorreadura en el espejo.
—Aquí. Aquí. Aquí. —Su voz sonó inexpresiva y autoritaria.
—¡Jolín! Es como si hubieran matado un cerdo aquí dentro —exclamó Stan, suavemente sobrecogido.
—¿Y todo eso salió del sumidero? —preguntó Eddie, a quien el espectáculo estaba poniendo enfermo. Como su respiración se tornaba dificultosa, sujetó su inhalador.
Beverly tuvo que contenerse para no romper otra vez a llorar. No quería hacerlo; temía que ellos la descartaran como a cualquier otra chica. Pero tuvo que aferrar el pomo de la puerta mientras una ola de confianza la inundaba de atemorizante vigor. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo segura que estaba de estar volviéndose loca, teniendo alucinaciones, o algo así.
—Y tus padres no la vieron —se maravilló Ben. Tocó una salpicadura de sangre que se había secado en el lavabo, apartó la mano de inmediato y se la limpió en el faldón de la camisa—. Jo, macho…
—No sé cómo voy a hacer para volver a entrar aquí —dijo Beverly—, a lavarme, a limpiarme los dientes o… ya me entendéis.
—Bueno, ¿por qué no limpiamos esto? —preguntó Stanley, de pronto.
Beverly lo miró.
—¿Limpiar?
—Claro. Tal vez no podamos dejar muy limpio el empapelado; está en las últimas, como quien dice. Pero sí podríamos sacar el resto. ¿Tienes trapos?
—Bajo el fregadero de la cocina —dijo Beverly—. Pero si los usamos, mi madre va a preguntar por ellos.
—Tengo cincuenta centavos —dijo Stan, serenamente. Sus ojos no se apartaban de la sangre que había salpicado el suelo, alrededor del lavabo—. Limpiaremos lo mejor posible y llevaremos los trapos a la lavandería automática por la que pasamos al venir. Los lavaremos y secaremos; estarán otra vez bajo el fregadero antes de que tus padres vuelvan.
—Dice mi madre que no se puede sacar la sangre de la tela —objetó Eddie—. Parece que se fija o algo así.
Ben soltó una risita histérica.
—No importa que salga o no —dijo—: Ellos no la ven.
Nadie necesitó preguntar a quiénes se refería.
—De acuerdo —aceptó Beverly—. Probemos.
Durante la media hora siguiente, los cuatro limpiaron como duendes sombríos. A medida que la sangre desaparecía de las paredes, el espejo y la porcelana del lavabo, Beverly sentía que su corazón se aliviaba más y más. Ben y Eddie se encargaron del lavabo y el espejo, mientras ella fregaba el suelo. Stan trabajaba en el empapelado con estudiada minuciosidad utilizando un trapo casi seco. Al final sacaron la sangre casi por completo, Ben terminó desenroscando la bombilla y reemplazándola con otra cogida de una caja que había en la despensa. Las tenía en abundancia: Elfrida Marsh había comprado una provisión para dos años en la liquidación anual de Los Leones de Derry.
Usaron un balde, un líquido limpiador y abundante agua caliente. Cambiaban el agua con frecuencia porque a ninguno le gustaba meter las manos allí una vez que el agua se ponía rosa.
Por fin Stanley retrocedió, contemplando el baño con el aire crítico del chico en quien la pulcritud y el orden no son, simplemente, algo inculcado, sino innato y dijo:
—Creo que no se puede hacer más.
Aún quedaban leves rastros de sangre en una parte del empapelado, a la izquierda, donde el papel estaba tan desgastado que Stanley no se había atrevido sino a tocarlo con suavidad Sin embargo, aun allí la sangre había perdido su anterior fuerza ominosa; era poco más que una mancha en tono pastel, sin significado.
—Gracias —dijo Beverly a todos. No recordaba haber dicho nunca esa palabra con tanta sinceridad—. Gracias a los tres.
—De nada —murmuró Ben. Por supuesto, se había ruborizado otra vez.
—No tiene importancia —repuso Eddie.
—Vamos a ocuparnos de estos trapos —apuntó Stanley.
Su rostro era decidido, casi severo. Más adelante, Beverly pensaría que, tal vez, sólo Stanley comprendió que acababan de dar otro paso hacia alguna confrontación inconcebible.
Midieron una taza de jabón en polvo y la vertieron en un frasco de mayonesa vacío. Bev buscó una bolsa de papel para poner los trapos ensangrentados y los cuatro bajaron a la lavandería automática, en la esquina de Main y Cony Street. Dos manzanas más allá se veía el canal centelleando en el sol de la tarde.
La lavandería estaba desierta, descontando a una mujer con blanco uniforme de enfermera que esperaba junto a una secadora en funcionamiento. Miró con desconfianza a los cuatro niños, pero enseguida volvió a su edición de bolsillo de La caldera del diablo.
—Agua fría —dijo Ben, en voz baja—. Dice mi madre que la sangre se lava con agua fría.
Echaron los trapos a la lavadora, mientras Stan cambiaba sus dos monedas de veinticinco. Volvió y se quedó observando a Bev, que echaba el jabón en polvo sobre los trapos y cerraba la puerta del aparato. Luego puso dos monedas de diez en la ranura e hizo girar la llave para ponerlo en funcionamiento.
Beverly había colaborado con casi todas sus monedas ganadas en el juego para comprar los batidos, pero aún encontró cuatro supervivientes en el fondo del bolsillo izquierdo. Las sacó para ofrecérselas a Stan, que puso cara de ofendido.
—Jo, invito a una chica a la lavandería y quiere pagar su parte.
Beverly rió un poquito.
—¿Estás seguro de que no quieres?
—Seguro —afirmó Stan, con su voz seca—. La verdad, Beverly, me duele gastar esos cuarenta centavos, pero estoy seguro.
Los cuatro fueron a la hilera de sillas de plástico y allí se sentaron, sin hablar. La lavadora chapoteaba y bufaba con los trapos en el interior. Abanicos de burbujas resbalaban contra el grueso vidrio del ojo de buey. Al principio, las burbujas eran rojizas y Bev se sintió algo descompuesta al verlas, pero descubrió que le costaba apartar la vista. La espuma sanguinolenta poseía una horrible fascinación. La enfermera los miraba cada vez con más frecuencia por encima del libro. Tal vez había temido que se mostraran demasiado bulliciosos, pero de pronto su mismo silencio la ponía nerviosa. Cuando su secadora acabó, sacó sus prendas, las dobló, las puso en una bolsa de plástico y se fue, dedicándoles una última mirada de desconcierto.
En cuanto se hubo marchado, Ben dijo, abrupta, casi ásperamente:
—No eres la única.
—¿Qué? —inquirió Beverly.
—Que no eres la única —repitió Ben—. Mira…
Se interrumpió para mirar a Eddie, que hizo un gesto de asentimiento. Miró también a Stan y el chico puso cara de desdicha, pero acabó por encogerse de hombros y asintió también.
—¿De qué me estáis hablando? —preguntó Beverly. Estaba cansada de que todo el mundo le dijera cosas inexplicables ese día; apretó con fuerza el brazo de Ben—. Si sabéis algo de esto, decídmelo.
—¿Quieres contarle tú? —preguntó Ben a Eddie.
Kaspbrak sacudió la cabeza. Sacó el inhalador del bolsillo y tomó una bocanada monstruosa.
Ben, hablando con lentitud y eligiendo sus palabras, contó a Beverly cómo había conocido a Bill Denbrough y a Eddie Kaspbrak en Los Barrens, al terminar las clases, hacía casi una semana, por mucho que costara creerlo. Le habló del dique que había construido allí, al día siguiente y repitió la historia de Bill sobre la fotografía de su hermano muerto que había vuelto la cabeza para guiñarle un ojo. Contó su propia aventura con la momia que caminaba sobre el hielo del canal, en pleno invierno, con globos que flotaban contra el viento. Beverly lo escuchaba todo con creciente horror, sintiendo que se le agrandaban los ojos, que sus manos y sus pies se enfriaban.
Ben quedó en silencio, mirando a Eddie. Eddie, después de aplicarse otra sibilante bocanada de su inhalador, narró nuevamente la historia del leproso, hablando con tanta celeridad como Ben lo había hecho con lentitud; sus palabras tropezaban entre sí en su urgencia por escapar de una vez. Terminó con un pequeño sollozo aspirado, pero esa vez no lloró.
—¿Y tú? —preguntó ella, mirando a Stan Uris.
—Yo…
Hubo un súbito silencio que los sobresaltó a todos, tal como había podido hacerlo una súbita explosión.
—Los trapos están lavados —dijo Stan.
Lo vieron levantarse (pequeño, económico, gracioso) y abrir el lavarropas. Sacó los estropajos que estaban apelotonados en un manojo y los examinó.
—Queda una manchita —dijo—, pero no se nota demasiado. Podría pasar por zumo de uva.
Se la mostró y todos asintieron gravemente, como ante documentos importantes. Beverly sintió un alivio similar al que había experimentado al ver el baño otra vez limpio. Así como podría soportar la mancha desteñida en el raído empapelado, también podría soportar la leve mancha rojiza en los trapos de su madre. Había hecho algo para solucionarlo y eso parecía ser lo más importante. Aunque no hubiera resultado del todo, bastaba para ponerle el corazón en paz. Y eso era suficiente para la hija de Al Marsh.
Stan los arrojó a una secadora y puso otros diez centavos. La máquina empezó a girar mientras Stan volvía a su asiento entre Eddie y Ben.
Por un momento, los cuatro guardaron silencio, observando girar y caer los trapos en la máquina. El zumbido de la secadora era tranquilizante, casi soporífero. Una mujer pasó junto a la puerta con un carrito lleno de provisiones; les echó un vistazo y siguió caminando.
—Sí, vi algo —dijo Stan, súbitamente—. No quería hablar de eso porque prefería pensar que era un sueño o algo así. Tal vez un ataque, como los que tiene ese chico Stavier. ¿Alguno de ustedes lo conoce?
Ben y Bev sacudieron la cabeza. Eddie dijo:
—¿Ese que tiene epilepsia?
—Ese, sí. Ya podéis imaginaros si fue grave. Yo habría preferido pensar que era algo así y no que había visto algo… real, de verdad.
—¿Qué fue? —preguntó Bev.
Pero no estaba segura de querer saberlo. Aquello no era como escuchar relatos de fantasmas junto a la hoguera de un campamento mientras uno comía salchichas y carne asadas. Allí, en esa lavandería automática de ambiente sofocante, se veían grandes rollos de pelusa bajo las máquinas de lavar (cagarrutas de fantasma, los llamaba su padre) y motas de polvo bailando en los cálidos rayos de sol que entraban por la sucia ventana, y revistas viejas con las cubiertas rotas. Eran todas cosas normales. Bonitas, normales y aburridas. Pero tenía miedo. Tenía muchísimo miedo. Porque sentía que esos relatos no eran invenciones, que esos monstruos no eran inventados: la momia de Ben, el leproso de Eddie… Cualquiera de ellos o ambos podían salir por la noche, tras la puesta del sol. O el hermano de Bill Denbrough, manco e implacable, navegando por las negras cloacas de la ciudad con monedas de plata en vez de ojos.
Sin embargo, como Stan no respondía inmediatamente, volvió a preguntar:
—¿Qué fue?
Stan comenzó con cuidado:
—Estaba en ese pequeño parque, donde está la torre depósito…
—Oh, Dios, no me gusta ese lugar —dijo Eddie lúgubremente—. Si hay en Derry un lugar maldito, es ése.
—¿Qué? —exclamó Stan, ásperamente—. ¿Qué dijiste?
—¿No sabes lo que pasaba allí? —se extrañó Eddie—. Mi madre no me dejaba acercar aun antes de que empezaran los asesinatos de chicos. Ella… me cuida mucho. —Les ofreció una sonrisa intranquila y apretó el inhalador que tenía en el regazo—. Es que allí se ahogaron algunos chicos. Tres o cuatro. Se… ¿Stan? Stan, ¿te sientes bien?
La cara de Stan Uris había tomado el gris del plomo. Su boca se movía sin sonidos. Sus ojos se volvieron hacia arriba, hasta mostrar sólo el borde inferior de los iris. Una mano trató débilmente de asir el aire y luego cayó contra el muslo.
Eddie hizo lo único que se le ocurrió: se inclinó hacia él, rodeó con su flaco brazo los hombros caídos de Stan y le puso el inhalador en la boca disparando un buen chorro.
Stan comenzó a toser y a hacer arcadas. Se irguió, sentado sobre la silla, con los ojos otra vez enfocados y tosió contra el hueco de las manos. Por fin, aspiró profundamente y volvió a reclinarse contra la silla.
—¿Qué me has dado? —preguntó, por fin.
—Es mi remedio contra el asma —se disculpó Eddie.
—Por Dios, sabe a cagarro de perro muerto.
Todos rieron ante eso, pero fue una risa nerviosa. Todos miraban a Stan, inquietos. Ahora ardía un poco de color a sus mejillas.
—Es bastante malo, sí —reconoció Eddie, con cierto orgullo.
—Sí, pero ¿es kosher? —preguntó Stan.
Y todos volvieron a reír, aunque ninguno de ellos (incluido Stan) sabía exactamente qué significaba kosher.
Stan fue el primero en dejar de reír y miró a Eddie con intensidad.
—Cuéntame todo lo que sepas de la torre depósito —dijo.
Eddie comenzó, pero también Ben y Beverly contribuyeron con algunos datos.
La torre-depósito de Derry estaba situada en Kansas Street, a unos dos kilómetros y medio del centro, por el lado oeste, cerca de Los Barrens. En cierta época, hacia fines del siglo pasado, había suministrado toda el agua consumida por Derry, ya que contenía cuatro millones y medio de litros de agua. Gracias a una galería circular al aire libre, situada justo bajo el tejado, ofrecía una vista espectacular de la ciudad y la campiña circundante, por lo que había sido un sitio concurrido hasta 1930. Muchas familias iban al diminuto parque en sábado o en domingo, cuando hacía buen tiempo; subían los ciento sesenta peldaños de la escalera interior, hasta la galería, y disfrutaban del panorama. Con frecuencia llevaban también el almuerzo para hacer un picnic.
Las escaleras discurrían entre la parte exterior de la torre, de tablas delgadas, pintadas de blanco deslumbrante, y su depósito interior, un gran cilindro de acero inoxidable que se elevaba a treinta y un metros con ochenta centímetros. Esas escaleras subían hasta la cima en una estrecha espiral.
Justo por debajo de la galería, una gruesa puerta de madera, abierta sobre la parte interior de la torre-depósito, daba a una plataforma sobre el agua, un pequeño lago de montaña, negro, suavemente chapoteante, iluminado por bombillas de magnesio atornilladas a pantallas de lata. El agua tenía exactamente treinta metros de profundidad cuando el cilindro estaba lleno.
—¿De dónde venía el agua? —preguntó Ben.
Bev, Eddie y Stan se miraron mutuamente. Ninguno lo sabía.
—Bueno, ¿y qué pasó con esos chicos que se ahogaron?
Sobre eso había escasa información. Al parecer, en aquellos días («tiempos de antes», los llamó Ben, solemne, al participar en el relato), la puerta que daba a la plataforma sobre el agua quedaba siempre sin llave. Una noche, dos niños…, o tal vez fuera uno solo… o quizás hasta tres… habían encontrado también franca la puerta de abajo. Subieron como desafío, pero salieron, por error, no a la galería, sino a la plataforma. En la oscuridad, cayeron desde el borde sin saber dónde estaban.
—A mí me lo contó Vic Crumly, que dijo saberlo por su padre —comentó Beverly—, así que puede ser cierto. El padre de Vic dijo que, una vez en el agua no tenían salvación, porque no había de dónde sujetarse. La plataforma quedaba fuera de su alcance. Dijo que debieron de nadar en círculos, pidiendo ayuda, probablemente toda la noche. Y como nadie los oyó, se cansaron más y más hasta que…
Dejó morir la voz, sintiendo que el horror penetraba en ella. Con los ojos de la mente veía a aquellos chicos patalear como cachorrillos empapados. Se sumergían y volvían a salir, escupiendo. Manoteaban más y nadaban menos, según el pánico se iba imponiendo. Las zapatillas se cargaban de agua. Los dedos arañaban inútilmente las paredes de acero pulido, buscando asidero. Oyó los ecos inexpresivos de sus gritos. ¿Por cuánto tiempo? ¿Quince minutos, media hora? ¿Por cuánto tiempo, hasta que los gritos cesaron y ellos quedaron flotando, simplemente, boca abajo, como extraños peces que el encargado encontraría a la mañana siguiente?
—Dios mío —dijo Stan, secamente.
—Oí decir que una mujer perdió también a su bebé —agregó Eddie, súbitamente—. Fue entonces cuando cerraron la torre para siempre. Al menos, eso me dijeron. Sé que antes la gente podía subir. Pero una vez subió esa señora con su bebé; no sé qué tiempo tenía el bebé. Pero esa plataforma sale directamente al agua. Y la señora fue hasta la barandilla con el bebé en brazos. No se sabe si lo dejó caer o si se le escapó. Me contaron que un hombre quiso salvarlo, haciéndose el héroe, ya me entendéis. Se arrojó de cabeza, pero el bebé ya no estaba. A lo mejor tenía un abrigo o algo así. Cuando la ropa se moja, tira hacia abajo.
Abruptamente, Eddie metió la mano en el bolsillo para sacar un fresquito pardo. Lo abrió, extrajo dos píldoras blancas y se las tragó en seco.
—¿Qué es eso? —preguntó Beverly.
—Aspirinas. Me duele la cabeza.
La miró con expresión defensiva, pero Beverly no dijo nada más.
Ben terminó el relato. Después del incidente del bebé (él, por su parte, había oído que se trataba de una niña de tres años, más o menos), el Concejo municipal había resuelto cerrar la torre-depósito, tanto abajo como arriba, y prohibir las excursiones a la galería. Desde entonces permanecía clausurada. El encargado iba y venía; de vez en cuando la visitaban los empleados de mantenimiento y, una vez por temporada, se organizaban visitas con guía. Los ciudadanos interesados podían seguir a una señora de la Sociedad Histórica por la escalera de caracol hasta la galería de la cima, donde podían llenarse de exclamaciones ante el panorama y sacar fotografías para mostrar a los amigos. Pero la puerta de la plataforma estaba siempre con candado.
—¿Todavía está llena de agua? —preguntó Stan.
—Creo que sí —dijo Ben—. He visto que las autobombas cargan allí durante la temporada de incendios. Conectan una manguera a la tubería del fondo.
Stanley estaba mirando otra vez la secadora, donde los trapos giraban y giraban. El manojo se había separado; algunos trapos flotaban como paracaídas.
—¿Qué viste tú allí? —preguntó Bev, suavemente.
Por un momento él no pareció dispuesto a responder. Luego aspiró profundamente, estremecido, y dijo algo que, en un principio, les pareció muy alejado del tema.
—Le pusieron Memorial Park por el 23º regimiento de Maine, en la guerra civil. Los llamaban los Azules de Derry. Antes había una estatua, pero se vino abajo por una tormenta, en el cuarenta y pico. Como no había dinero para reparar la estatua, la reemplazaron por el baño para pájaros. Un gran baño para pájaros.
Todos lo estaban mirando. Stan tragó saliva. Su garganta emitió un chasquido audible.
—Yo soy observador de aves, ¿sabéis? Tengo un álbum, un par de binoculares y todo. —Miró a Eddie—. ¿Te queda alguna aspirina?
Eddie le entregó el frasquito. Stan tomó dos y tras una breve vacilación, sacó otra. Devolvió el frasquito y tragó las píldoras, una tras otra, haciendo muecas. Luego prosiguió con su historia.
El encuentro de Stan se había producido en una lluviosa tarde de principios de primavera, dos meses antes. Con el impermeable puesto, el libro de aves y los binoculares guardados en una bolsa impermeable, cerrada por un cordel, se había puesto en marcha hacia el Memorial Park. Él y su padre solían ir juntos, pero su padre tenía que «quedarse trabajando» esa noche y a la hora de la cena había llamado especialmente para hablar con Stan.
Un cliente de la agencia, también observador de aves, había distinguido un ejemplar que parecía un cardenal macho, Fingillidae richmondena, bebiendo en el baño de pájaros del Memorial Park. A esas aves les gustaba comer, beber y bañarse hacia el crepúsculo. Era muy raro encontrar un cardenal tan al norte de Massachusetts. ¿Iría Stan a ver si podía divisarlo? El tiempo no acompañaba, pero…
Stan dijo que sí. Su madre le hizo prometer que no se bajaría la capucha del impermeable, pero Stan no necesitaba la recomendación; era muy pulcro. Nunca había problemas para hacerle usar las botas de goma o los pantalones para la nieve.
Caminó los dos kilómetros y medio hasta el Memorial Park bajo una llovizna tan fina y vacilante que ni siquiera era llovizna; parecía, más bien, una niebla constante. El aire estaba opaco, pero excitante. A pesar de los últimos montones de nieve que desaparecían bajo la hierba y los bosquecillos (Stan los vio como montones de fundas sucias) había olor a brotes nuevos. Mientras miraba las ramas de olmos, arces y robles bajo el cielo de plomo, Stan pensó que sus siluetas lucían misteriosamente engrosadas. Estallarían en una o dos semanas desplegando hojas de un verde delicado, casi transparente.
«Esta tarde el aire huele a verde», pensó, sonriendo un poco.
Caminaba deprisa, porque sólo quedaba una hora de luz. Era tan meticuloso con respecto a sus avistamientos como en cuanto a su vestimenta y a sus hábitos de estudio; si no disponía de luz suficiente para estar del todo seguro, no anotaría al cardenal, aunque supiera, en el fondo, que realmente lo había visto.
Cruzó el Memorial Park en diagonal. La torre-depósito era una gran silueta blanca a la izquierda, pero Stan apenas le echó una mirada. No tenía el menor interés en ella.
Memorial Park era un rectángulo que se inclinaba colina abajo. El césped, blanco y muerto a esa altura del año, se mantenía bien cortado durante el verano y con canteros circulares llenos de flores. Pero no había juegos infantiles. Se lo consideraba plaza para adultos.
En el otro extremo, la pendiente se suavizaba antes de caer abruptamente hasta Kansas Street y Los Barrens. En ese sector nivelado estaba el baño de pájaros que su padre le había mencionado. Se trataba de un cuenco de piedra de poca profundidad, fijado a un pedestal de mampostería, demasiado grande para las humildes funciones que cumplía. Según el padre de Stan, antes de que se acabara el dinero pensaban volver a instalar allí la estatua del soldado.
—Prefiero el baño para pájaros, papá —había dicho Stan.
El señor Uris le revolvió el pelo.
—También yo, hijo. Más baños para pájaros y menos balas; ese es mi lema.
En la parte alta de ese pedestal había una frase tallada en la piedra. Stanley no le encontró sentido; las únicas palabras latinas que entendía eran las clasificaciones de géneros de su libro sobre aves.
Apparebat eidolon senex
Plinio
rezaba la inscripción.
Stan se sentó en un banco, sacó su álbum de aves y volvió las páginas hasta encontrar, una vez más, la fotografía de esa variedad de cardenales; la repasó hasta familiarizarse con los detalles distintivos. Era difícil confundir al macho con otro pájaro, pues era rojo como un coche de bomberos, aunque no tan grande. Pero Stan era persona de hábitos y convenciones; esas cosas lo reconfortaban y fortalecían su sensación de pertenecer al mundo. Por eso estudió la fotografía durante tres minutos largos antes de cerrar el libro (la humedad del aire estaba enroscando las esquinas de las hojas) y ponerlo otra vez en la bolsa. Sacó los binoculares del estuche y se los llevó a los ojos. No había necesidad de ajustarlos, ya que los había usado por última vez en ese mismo sitio.
Niño pulcro, niño paciente. No se movió. No se levantó para pasearse ni anduvo apuntando los binoculares de un lado al otro para ver qué otra cosa descubría. Permaneció quieto, con los binoculares enfocando el baño de pájaros mientras la llovizna se juntaba en gordas gotas sobre su impermeable amarillo.
No se aburría. Miraba hacia abajo, hacia aquel equivalente de una convención avícola. Cuatro gorriones pardos estuvieron allí un rato hundiendo el pico en el agua, arrojándose tranquilamente gotas sobre sus lomos. Después vino un azulejo, como un policía que disolviera un grupo de alborotadores. El azulejo era tan grande como una casa en las lentes de Stan y sus gorjeos provocadores sonaban absurdamente débiles en comparación. Los gorriones se alejaron. El azulejo, ya en dominio de todo, se pavoneó en el sitio, bañándose; acabó por aburrirse y alzó el vuelo. Volvieron los gorriones, pero se alejaron otra vez al llegar un par de petirrojos para bañarse y (tal vez) discutir asuntos importantes para el pueblo de los huesos huecos.
El padre de Stan se había reído ante la vacilante sugerencia de Stan en cuanto a que, tal vez, los pájaros hablaban. Seguramente el padre tenía razón al decir que los pájaros no poseían inteligencia suficiente para hablar, que sus cerebros eran demasiado pequeños. Pero, por Dios, parecían estar conversando.
Se les unió un pájaro nuevo. Era rojo. Stan se apresuró a ajustar los binoculares. ¿Era…? No. Era una tanagra escarlata; buen pájaro, pero no el cardenal que él estaba buscando. Se le unió un carpintero que visitaba con frecuencia el Memorial Park. Stan lo reconoció por el ala derecha desgarrada. Como siempre, se preguntó qué podía haberle pasado; una escapada por un pelo de las garras de un gato parecía la explicación más probable. Iban y venían otros pájaros. Stan vio un grajo, torpe y feo como un camión volador, un mirlo, otro carpintero. Por fin, como recompensa, detectó a un pájaro nuevo. No era el cardenal sino un molobro, que parecía vasto y estúpido en la lente de los binoculares. Dejó caer los binoculares contra el pecho y volvió a sacar el álbum de la bolsa rogando por que el molobro no alzara vuelo antes de que él pudiera confirmar el avistamiento. Al menos, tendría algo que llevar a su padre. Y ya era hora de irse. La luz se estaba apagando rápidamente. Sentía frío y estaba mojado. Verificó los datos en el libro y volvió a mirar por los binoculares. Aún estaba allí; no se bañaba; no hacía más que mirar con cara de tonto. Era un molobro, casi con toda seguridad. Sin señales distintivas (al menos, ninguna que se pudiera individualizar a esa distancia) y con tan poca luz resultaba difícil confirmarlo en un ciento por ciento. Pero tal vez le quedaran tiempo y luz para otra comprobación. Miró la ilustración del libro, estudiándola con fiera concentración, y volvió a tomar los binoculares. Apenas los había fijado en el baño de pájaros cuando un sonoro ¡bum! hizo que el probable molobro agitara las alas. Stan trató de seguirlo con los binoculares, sabiendo que tenía muy pocas posibilidades de divisarlo otra vez, pero lo perdió. Emitió un siseo de disgusto. Bueno, si había venido una vez, tal vez volvería. Y después de todo, sólo era un molobro
(probablemente un molobro)
no un águila dorada o un pingüino emperador.
Stan guardó sus binoculares en el estuche y apartó su álbum. Después se levantó y miró en derredor tratando de individualizar la causa de aquel brusco ruido. No había sonado como un disparo ni como el estallido de un tubo de escape. Antes bien, como una puerta abierta de golpe en una película de terror, llena de castillos y mazmorras, hasta con efectos sonoros.
No vio nada.
Se levantó y echó a andar hacia la cuesta, rumbo a Kansas Street. En ese momento tenía la torre-depósito a su derecha. Era un cilindro blanco, fantasmal entre la llovizna y la penumbra. Era como si… flotara.
¿Flotara? Qué pensamiento extraño. Seguramente había venido de su propia cabeza (¿de qué otra parte podía venir un pensamiento?) pero no le parecía suyo, en absoluto.
Miró la torre-depósito con más atención; luego giró en esa dirección sin siquiera pensarlo. El edificio estaba circundado por ventanas que lo envolvían en una espiral. Stan pensó en el distintivo de peluquería que tenía el señor Aurlette en su fachada. Las tablas blancas sobresalían sobre cada una de esas ventanas oscuras como si fueran cejas sobre un ojo. ¿Cómo habrán hecho eso?, se preguntó Stan, con menos interés del que habría sentido Ben Hanscom. Y fue entonces cuando vio que, al pie de la torre, había un rectángulo oscuro mucho mayor.
Se detuvo, con el ceño fruncido, pensando que era un lugar muy extraño para poner una ventana, tan asimétrica con respecto a las otras. Por fin se dio cuenta de que no era una ventana, sino una puerta.
El ruido que oí —pensó—. Fue esa puerta al abrirse de golpe.
Miró alrededor. Un crepúsculo temprano, sombrío. El cielo blanco se disolvía en un púrpura opaco; la niebla se espesaba un poco más tomando el aspecto de la lluvia franca que caería durante toda la noche. Crepúsculo, neblina; viento no, nada.
Pero… si no se había abierto por el viento, ¿la habría abierto alguien, de un empujón? ¿Por qué? Parecía demasiado pesada para que alguien pudiera empujarla haciendo semejante estruendo. Tal vez una persona muy corpulenta…
Stan, curioso, se acercó para mirar mejor.
La puerta era más grande de lo que él había supuesto en un principio: un metro ochenta de alto, sesenta centímetros de espesor; las tablas que la componían estaban sujetas por bandas de bronce. Stan la empujó hasta cerrarla a medias. Giraba suavemente sobre sus goznes, a pesar del tamaño, y sin hacer el menor ruido. Stan la había movido para ver si las tablas se habían estropeado con el golpe, pero no había siquiera una marca. Villa Rara, habría dicho Richie.
Bueno, entonces no fue la puerta lo que oíste —pensó—. Tal vez un avión de propulsión a chorro. Probablemente la puerta estaba abierta desde un prin…
Su pie golpeó algo. Stan bajó la vista y vio que era un candado. Mejor dicho: los restos de un candado. Alguien lo había reventado. En realidad, parecía que alguien lo había llenado de pólvora para aplicarle un fósforo. De su cuerpo asomaban flores de metal, mortíferamente afiladas.
Stan, con el entrecejo fruncido, volvió a abrir la puerta y miró hacia dentro.
Una escalera estrecha llevaba hacia arriba describiendo una espiral hasta perderse de vista. La barandilla de la escalera estaba hecha de madera desnuda, apoyaba en gigantescas vigas que parecían unidas por cuñas y no por clavos. Algunas de esas cuñas parecían más gruesas que el brazo de Stan. La pared interior era de acero, con gigantescas soldaduras que parecían ampollas.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó Stan.
No hubo respuesta.
Tras una breve vacilación avanzó un paso para ver mejor la angosta garganta de la escalera. Nada. Y aquello era ciudad Escalofrío, como también habría dicho Richie. Se volvió para salir… y entonces oyó música.
Era débil, pero la reconoció inmediatamente.
Música de organillo.
Inclinó la cabeza para escuchar; la arruga de su frente comenzaba a disolverse un poquito. Música de organillo, claro, la música de los carnavales y las ferias. Conjuraba recuerdos tan deliciosos como efímeros: palomitas de maíz, algodón de azúcar, buñuelos fritos, repiquetear de cadenas en atracciones como el Gusano Loco, el Látigo, las Tazas.
El ceño fruncido cedió paso a una sonrisa dubitativa. Stan subió un paso, luego dos, con la cabeza inclinada. Hizo otra pausa. Como si pensando en las ferias se pudiera crear una, hasta podía oler el maíz tostado, el algodón de azúcar, los buñuelos… ¡Y más aún! Pimientos, salchichas, humo de cigarrillos, aserrín. Y también el olor del vinagre blanco, de ese que se echa a las patatas fritas. Se olía a mostaza, amarilla y muy caliente, como la que se pone a las salchichas con una cuchara de madera.
Aquello era asombroso…, increíble…, irresistible.
Subió otro peldaño. Fue entonces cuando oyó pasos ansiosos y susurrantes que descendían. Inclinó la cabeza otra vez. La música de feria había cobrado súbito volumen, como para disimular los pasos. Llegó a reconocer la melodía: era Camptown Races.
Pasos, sí, pero no exactamente pasos susurrantes, ¿verdad? En realidad sonaban… acuosos, ¿no? Como si alguien caminara con botas de goma llenas de agua.
Camptown ladies sing dis song, doodah doodah
(Cuish-cuish)
Camptown Racetrack nine miles Long, doodah doodah
(Scuish-slosh… ya más cerca)
Ride around all night
Ride around all day…
Ahora había sombras bamboleándose en la pared, sobre él.
El terror atenazó la garganta de Stan, de pronto. Era como tragarse algo caliente y horrible, un repulsivo medicamento que, de súbito, lo galvanizaba a uno como la electricidad. Fueron las sombras las que lo provocaron.
Los vio sólo por un momento. Tuvo apenas ese breve tiempo para observar que eran dos, que iban encorvados, con aspecto, por algún motivo, antinatural. Tuvo sólo ese momento porque la luz se estaba yendo, demasiado rápidamente. Y en el momento en que giraba, la pesada puerta de la torre se cerró poderosamente a su espalda.
Stanley corrió escaleras abajo (de algún modo había subido más de doce escalones, aunque sólo recordaba dos o tres), ya muy asustado. Había demasiada oscuridad allí; no se veía nada. Oyó su propia respiración, oyó la música de feria que seguía sonando, más arriba.
(¿Qué hace un organillo aquí, en la oscuridad? ¿Quién lo toca?)
Y oyó esos pasos mojados. Se le acercaban. Se estaban acercando.
Golpeó la puerta con las manos extendidas adelante. La golpeó con tanta fuerza que volaron chispas de dolor hasta sus codos. Antes había girado con tanta facilidad… y ahora no se movía.
No…, eso no era cierto. Al principio se movió apenas un poquito, lo suficiente como para permitirle ver una burlona franja de luz gris que corría verticalmente por el lado izquierdo. Después desapareció. Como si alguien estuviera al otro lado, sosteniendo la puerta cerrada.
Jadeante, aterrorizado, Stan empujó la puerta con todas sus fuerzas. Sintió que las bandas de bronce se le clavaban en las manos. Nada.
Giró en redondo apretando la espalda con las manos abiertas contra la puerta. El sudor, oleoso y caliente, le corría desde las raíces del pelo. La música de organillo se había vuelto más audible. Despertaba ecos en la escalera de caracol. Pero ya no tenía nada de alegre. Se había convertido en una endecha fúnebre. Aullaba como viento y agua. Con los ojos de la mente, Stan vio una feria rural de fin de otoño, viento y lluvia batiendo un camino desierto, estandartes flameando, carpas henchidas cayéndose, alzando vuelo como murciélagos de lona. Vio juegos desiertos erguidos contra el cielo, como patíbulos. El viento tamborileaba en los extraños ángulos de sus soportes. De pronto comprendió que la muerte estaba allí con él, que la muerte venía a por él y que huir era imposible.
Por la escalera cayó un súbito torrente de agua. Ya no se olía a maíz tostado, ni a buñuelos, ni a algodón de azúcar, sino a podredumbre mojada. Era el hedor de un cerdo muerto que ha estallado en una furia de gusanos en un sitio apartado del sol.
—¿Quién está allí? —aulló, con voz aguda y temblorosa.
Le respondió una voz grave, burbujeante, que parecía ahogada de barro y agua vieja.
—Los muertos, Stanley. Somos los muertos. Nos hundimos, pero ahora flotamos… y tú también flotarás.
Sintió que el agua le mojaba los pies y se apretó contra la puerta en un tormento de miedo. Ya estaban muy cerca. Se sentía su proximidad. Se les podía oler. Algo se le clavó en la cadera al golpear la puerta, una y otra vez, en un enloquecido esfuerzo por escapar.
—Estamos muertos, pero a veces payaseamos un poquito por ahí, Stanley. A veces…
Era su libro de pájaros.
Sin pensarlo, Stan lo cogió. Tenía la bolsa en el bolsillo del impermeable y no podía sacarla. Uno de ellos había llegado abajo. Se oían sus pasos arrastrados en el pequeño empedrado de la entrada. En un momento estiraría la mano haciéndole sentir su carne fría.
Dio un tirón terrible y el álbum quedó en sus manos. Lo sostuvo ante sí como si fuera un endeble escudo sin pensar en lo que hacía, pero seguro de que era lo correcto.
—¡Petirrojos! —vociferó en la oscuridad.
Y por un momento, la cosa que se aproximaba (estaba a menos de cinco pasos, sin duda) vaciló. Stan estaba casi seguro. Y por un momento ¿no había sentido que cedía la puerta contra la cual se estaba apretando?
Pero ya no se estaba apretando contra ella. Se irguió en toda su estatura, en la oscuridad. ¿Desde cuándo? No hubo tiempo para extrañarse. Stan se humedeció los labios secos y comenzó a entonar:
—¡Petirrojos! ¡Grullas! ¡Alondras! ¡Tanagras escarlatas! ¡Grajos! ¡Carpinteros! ¡Paros! ¡Ruiseñores! ¡Pelí…!
La puerta se abrió con un chirrido de protesta y Stan dio un gigantesco paso hacia atrás, hacia el aire neblinoso. Cayo despatarrado en la hierba seca. Había doblado el álbum casi por la mitad, y más tarde, aquella misma noche, descubriría las nítidas huellas de sus dedos, hundidos en la cubierta, como si estuviera encuadernado con algún material esponjoso y no en cartón duro.
No trató de levantarse sino que clavó los talones en el suelo arrastrando el trasero por el césped resbaladizo. Tenía los labios apretados. Dentro de ese rectángulo oscuro veía aún dos pares de piernas por debajo de la sombra diagonal arrojada por la puerta, ahora entornada. Veía vaqueros que, al pudrirse, habían tomado un color negro purpúreo. Hilos color naranja se adherían a las costuras y el agua chorreaba desde los bajos doblados, encharcando los zapatos, casi completamente podridos, que dejaban al descubierto dedos purpúreos e hinchados.
Las manos pendían a los costados, laxas, demasiado largas, demasiado cerúleas. De cada dedo colgaba, balanceándose, un pequeño pompón naranja.
Stan, sosteniendo su álbum doblado frente a sí, como un escudo, con la cara mojada por la llovizna, el sudor y las lágrimas, susurraba en un ronco sonsonete:
—Gorriones…, papagayos…, picaflores…, albatros…, kiwis…
Una de aquellas manos se movió hacia arriba, mostrando una palma de la que el agua interminable había borrado todas las líneas, dejando algo tan idiotamente suave como la mano de un maniquí.
Un dedo se desenroscó… y volvió a enroscarse. El pompón se balanceaba, saltando.
Lo llamaba por señas.
Stan Uris, que moriría en una bañera veintisiete años después, con cruces abiertas en los antebrazos, se irguió sobre las rodillas; después, sobre los pies; por fin echó a correr. Cruzó corriendo Kansas Street sin mirar a los lados y se detuvo en la otra acera, jadeando, para echar un vistazo atrás.
Desde donde estaba no veía la puerta de la torre-depósito. Sólo la torre en sí, gruesa pero grácil, erguida en la oscuridad.
—Estaban muertos —susurró Stan para sus adentros, espantado.
Se volvió bruscamente y echó a correr hacia su casa.
La secadora se había detenido. También Stan.
Los otros tres se limitaron a mirarlo por un largo momento. Su piel estaba casi tan gris como el anochecer de abril que acababa de narrarles.
—Jolín —dijo Ben, por fin. El aliento le salió en un susurro desigual.
—Es cierto —dijo Stan, en voz baja—. Lo juro por Dios.
—Yo te creo —aseguró Beverly—. Después de lo que pasó en casa, podría creer cualquier cosa.
Se levantó súbitamente, casi tirando la silla, y fue a la secadora. Empezó a sacar los trapos uno a uno para plegarlos. Estaba de espaldas al grupo, pero Ben supo que lloraba. Habría querido acercarse, pero le faltó valor.
—Tenemos que hablar con Bill sobre esto —dijo Eddie—. Bill sabrá qué hacer.
—¿Hacer? —repitió Stan, volviéndose a mirarlo—. ¿Qué cabe hacer?
Eddie lo miró, incómodo.
—Bueno…
—Yo no quiero hacer nada —siguió Stan. Lo miraba con tanta dureza que Eddie se retorció en la silla—. Quiero olvidarme de todo. Eso es todo lo que quiero hacer.
—No es tan fácil —observó Beverly, serenamente, volviéndose. Bev había acertado: el sol caliente que entraba en diagonal por las ventanas sucias se reflejó en líneas brillantes en sus mejillas—. No se trata sólo de nosotros. Oí hablar a Ronnie Grogan. Y el niño que habló primero… tal vez era ese pequeño de los Clements, el que desapareció de su triciclo.
—¿Y qué? —la desafió Stan.
—¿Y si sigue matando? —preguntó ella—. ¿Y si se lleva a otros chicos?
Los ojos del niño, de un color pardo caliente, se cruzaron con los de ella, azules, respondiendo a la pregunta sin hablar: ¿Y a mí qué?
Pero Beverly no apartó la vista. Al fin fue Stan quien se vio obligado a hacerlo… tal vez sólo porque ella todavía lloraba, pero tal vez porque ella, en su preocupación por los demás, se volvía más fuerte.
—Eddie tiene razón —dijo Bev—. Tendríamos que hablar con Bill. Después, quizá con el comisario…
—Muy bien —dijo Stan. Si trataba de mostrarse despectivo, no le salió. Su voz sonaba sólo a cansancio—. Niños muertos en la torre-depósito. Sangre que sólo los niños pueden ver y los adultos no. Payasos que merodean por el canal. Globos que flotan contra el viento. Momias. Leprosos bajo los porches. El comisario Borton se reiría hasta que le doliera la barriga… y después nos mandaría al manicomio.
—Si fuéramos todos —propuso Ben, afligido—. Si fuéramos juntos…
—Seguro —exclamó Stan—. Claro. Sigue, fardo de heno. ¿Por qué no escribes una novela? —Se levantó para ir a la ventana con las manos en los bolsillos, furioso, inquieto, asustado. Miró afuera por un momento con los hombros rígidos rechazándolo todo bajo la camisa limpia. Sin mirarles, repitió—: ¿Por qué no me escribes una jodida novela?
—No —dijo Ben serenamente—. Será Bill quien escriba las novelas.
Stan se volvió, sorprendido y los otros lo miraron. Ben Hanscom tenía una expresión horrorizada, como si, súbita e inesperadamente, se hubiera dado una bofetada a sí mismo.
Bev plegó los últimos trapos.
—Pájaros —dijo Eddie.
—¿Qué? —preguntaron Bev y Ben al unísono.
Eddie miraba a Stan.
—¿Escapaste gritándoles nombres de pájaros?
—Puede ser —reconoció Stan, reacio—. O tal vez la puerta estaba sólo atascada y de pronto se soltó.
—¿Sin que tú te apoyaras? —señaló Bev.
Stan se encogió de hombros. No fue un gesto hosco, sino de ignorancia.
—Creo que fueron los nombres de pájaros que les gritaste —insistió Eddie—. Pero ¿por qué? En las películas uno les muestra una cruz…
—O reza un Padrenuestro… —agregó Ben.
—… o el salmo veintitrés —concluyó Beverly.
—Conozco el salmo veintitrés —respondió Stan, enojado—, pero lo del crucifijo no me saldría tan bien. Recordad que soy judío.
Todos apartaron la vista azorados, ya porque él hubiera nacido así o por haberlo olvidado.
—Pájaros —repitió Eddie—. ¡Jesús bendito!
Dirigió a Stan otra mirada culpable, pero su amigo miraba la calle, malhumorado.
—Bill sabrá qué hacer —dijo Ben, de pronto, concordando finalmente con Bev y Eddie—. Apuesto cualquier cosa. Lo que me pidáis.
—Oíd —adujo Stan, mirándolos severamente—, está bien. Podemos hablar con Bill, si queréis. Pero para mí, eso será todo. Podéis tratarme de gallina, de marica, de lo que queráis. No soy un gallina; no lo creo. Pero lo que vi en la torre…
—Si no te asustara algo como eso estarías loco, Stan —señaló Beverly, suavemente.
—Sí, me asustó, pero ése no es el problema —observó Stan, acalorado—. No es siquiera lo que estoy diciendo. ¿No comprendéis…?
Lo miraban expectantes, con ojos afligidos y levemente esperanzados, pero Stan no pudo explicar lo que sentía. Se le habían acabado las palabras. Había un ladrillo de sensaciones dentro de él y no podía sacar las palabras adecuadas. Podía ser muy meticuloso, muy seguro de sí, pero tenía sólo once años y apenas había terminado el cuarto curso.
Quería decirles que había cosas peores que tener miedo. Podías tenerle miedo al coche que está a punto de atropellarlo cuando va en bicicleta. Podía tenerle miedo a la polio, antes de la vacuna. Podía tener miedo a ese loco de Kruschev. Uno podía tener miedo de ahogarse si nadaba donde no tocaba fondo. Podía tener miedo de muchas cosas y seguir funcionando.
Pero esas cosas de la torre-depósito…
Quería decirles que esos niños muertos, los que habían bajado por la escalera de caracol en la oscuridad, habían hecho algo peor que asustarlo: lo habían ofendido.
Ofendido, sí. Era la única palabra que se le ocurría, pero si la pronunciaba se reirían de él. Le tenían cariño, sin duda, y lo habían aceptado como a un igual, pero aun así se reirían de él. Sin embargo, había cosas que no debían ser. Ofendían el sentido del orden de cualquier persona cuerda, ofendían la idea esencial de que Dios había dado a la tierra una inclinación sobre el eje para que el crepúsculo durara sólo veinte minutos en el ecuador y más de una hora en la tierra de los esquimales; que, después de hacer eso, había dicho, en resumen: «Bueno, si pueden calcular la inclinación, podrán calcular todo lo que quieran. Porque hasta la luz tiene peso y cuando la nota de un silbato desciende bruscamente es por el efecto Doppler y cuando un avión rompe la barrera del sonido el estruendo no es el aplauso de los ángeles ni la flatulencia de los diablos, sino el aire que cae de nuevo en su lugar. Yo les di la inclinación y me senté en mitad de la platea para presenciar el espectáculo. No tengo otra cosa que decir salvo que dos más dos son cuatro, que las luces del cielo son estrellas, que si hay sangre los adultos la ven tanto como los niños, y que los niños muertos, muertos están».
Se puede vivir con el miedo, creo, habría dicho Stan, si hubiera podido. Tal vez no eternamente, pero sí mucho, mucho tiempo. En cambio, con la ofensa no se puede vivir, porque abre una grieta en tu pensamiento y si miras dentro de ella ves que allí hay cosas vivas, cosas con ojos amarillos que no parpadean y que huele muy mal en esa oscuridad. Y al cabo de un rato acabas por pensar que tal vez haya todo un universo distinto allá abajo, un universo donde hay una luna cuadrada en el cielo, donde las estrellas ríen con voces frías; un universo donde algunos triángulos tienen cuatro lados y otros cinco, y otros cinco a la quinta potencia. En ese universo puede haber rosas que canten. Todo lleva al todo, les habría dicho, si hubiera podido. Id a vuestra iglesia y escuchad esas historias de que Jesús caminó sobre las aguas, pero si yo viera a un tipo haciendo eso gritaría hasta quedarme ronco. Porque a mí no me parecería un milagro, me parecería una ofensa.
Como no podía decir nada de eso, se limitó a reiterar:
—Asustarse no es problema. Pero no quiero meterme en algo que me haga terminar en el manicomio.
—Por lo menos ¿vendrás con nosotros a hablar con él? —preguntó Bev—. ¿Escucharás lo que nos diga?
—Por supuesto —dijo Stan y se echó a reír—. Tal vez convenga llevar mi álbum de pájaros.
Todos rieron. Y de esa manera resultó más fácil.
Beverly se despidió de ellos en la puerta de la lavandería y volvió sola a su casa, llevando los trapos. El apartamento aún estaba desierto. Guardó los trapos bajo el fregadero de la cocina y cerró el armario. Después levantó la vista y miró hacia el baño.
No voy a entrar allí —pensó—. Voy a encender el televisor para ver Bandas de América. Tal vez pueda aprender ese paso de baile.
Fue a la sala, encendió el televisor y, cinco minutos después, lo apagó, mientras Dick Clark mostraba la cantidad de grasa que sale de la cara de la adolescente común con sólo una toallita desinfectante Stri-Dex. «Si crees que puedes limpiarte la cara sólo con agua y jabón —decía Dick, mostrando la toallita sucia a la cámara para que todas las adolescentes de Norteamérica le echaran un buen vistazo—, echa una mirada a esto».
Beverly fue al armario de la cocina donde estaban las herramientas de su padre. Entre ellas había una cinta métrica de bolsillo, de esas que proyectan una larga lengua de centímetros. La encerró en su mano fría y fue al baño.
Estaba reluciente, silencioso. En algún lugar, muy lejos, se oían los chillidos de la señora Doyon ordenando a su hijo Jim que saliera inmediatamente de la calle.
Se acercó al lavabo y miró dentro del oscuro ojo del sumidero.
Así estuvo por un rato, con las piernas frías como mármol dentro de los vaqueros. Sentía los pezones tan puntiagudos que habrían podido cortar papel; los labios, secos y muertos. Aguardó las voces.
No hubo voz alguna.
De ella escapó un pequeño suspiro estremecido y comenzó a introducir la cinta de acero en el desagüe. Descendió con facilidad, como una espada por la garganta de un faquir tragasables. Veinte centímetros, veinticinco, treinta. Y se detuvo al chocar contra el codo del caño, tal vez. Beverly la sacudió un poquito, sin dejar de empujar, y al fin la cinta volvió a deslizarse por la tubería. Cuarenta centímetros. Después, sesenta, noventa.
Mientras observaba la cinta amarilla que brotaba de su estuche cromado, ennegrecido por las grandes manos de su padre, los ojos de su mente la vieron deslizarse por la oscuridad de los tubos, ensuciándose un poco, desprendiendo escamas de herrumbre. «Allá abajo, donde el sol nunca brilla y la noche nunca cesa», pensó.
Imaginó el extremo de la cinta, con su pequeño tope de acero, no más grande que una uña, deslizándose más y más en la oscuridad. Una parte de su mente gritaba: ¿Qué estás haciendo? No ignoró su voz… pero parecía imposible hacerle caso. El extremo de la cinta bajaba ahora en línea recta hacia el sótano. Lo imaginó golpear contra las tuberías de la cloaca… y en ese momento la cinta volvió a detenerse.
Beverly la sacudió otra vez. Hubo un sonido espectral, algo parecido al de un serrucho doblado entre las piernas. Vio mentalmente el extremo metálico revolviéndose contra el fondo de esa tubería más ancha que debía tener un revestimiento de cerámica. Lo vio curvarse… y luego pudo empujar un poco más.
Sacó un metro ochenta, dos. Dos setenta.
Y de pronto, la cinta comenzó a correr entre sus manos por sí misma, como si algo estuviera tirando del otro extremo. No sólo tirando: corriendo con ella. Beverly miró fijamente la cinta que se desenroscaba, los ojos como platos y la boca convertida en un círculo de miedo. Miedo sí, pero no sorpresa. ¿Acaso no lo había sabido desde un principio? ¿No había sabido que ocurriría algo así?
La cinta llegó a su fin. Seis metros justos.
Una risa suave brotó del desagüe, seguida por un susurro que era casi un reproche:
Beverly, Beverly…, no puedes luchar contra nosotros… Si lo intentas morirás… Si lo intentas morirás… Beverly… Beverly… ly… ly-ly…
Algo chasqueó dentro del estuche metálico y, de pronto, la cinta comenzó a enroscarse allí dentro con celeridad. Los números y las marcas pasaban como un borrón. En los últimos dos metros, el amarillo se trocó en un rojo oscuro, chorreante. Beverly soltó un grito y la dejó caer al suelo, como si se hubiera convertido en una serpiente viva.
Otra vez había sangre fresca goteando en la porcelana blanca del lavabo y escurriéndose por el sumidero. La niña se inclinó, sollozando; el miedo era un peso congelado en el estómago. Levantó la cinta apretándola entre el pulgar y el índice de la derecha. Sosteniéndola así, bien lejos de su cuerpo, la llevó a la cocina. Mientras caminaba, la sangre chorreó desde la cinta al linóleo desteñido del pasillo y la cocina.
Se tranquilizó pensando en qué diría su padre, en qué le haría su padre, si descubría que le había ensangrentado toda la cinta. Claro que él no podría ver esa sangre, pero pensarlo ayudaba.
Cogió uno de los trapos limpios (todavía calientes como pan recién horneado) y volvió al baño. Antes de empezar a limpiar ajustó el tapón de goma en el sumidero para cerrar aquel ojo. La sangre estaba fresca y fue fácil limpiarla. Siguió sus propias huellas limpiando las grandes gotas en el linóleo. Después enjuagó el paño, lo estrujó y lo puso a un lado.
Usó un segundo trapo para limpiar la cinta métrica de su padre. La sangre estaba espesa, viscosa. En dos sitios había formado coágulos negros y esponjosos.
Aunque la sangre sólo cubría los últimos dos metros, o menos, ella limpió la cinta en toda su longitud, para retirar cualquier rastro de su paso por las tuberías. La guardó después en el armario y llevó los dos trapos sucios a la parte trasera del apartamento.
La señora Doyon seguía gritándole a Jim. Su voz sonaba clara, casi como una campana, en la tarde silenciosa, caliente.
En el patio trasero, que era, en su mayor parte tierra desnuda, hierbas y tendederos, había un incinerador herrumbrado. Beverly arrojó los trapos dentro y se sentó en los peldaños traseros. Las lágrimas surgieron bruscamente con asombrosa violencia y en esa oportunidad no hizo esfuerzo alguno por contenerlas.
Apoyó los brazos en las rodillas, la cabeza en los brazos y lloró. Lloró mientras la señora Doyon ordenaba a Jim que no se quedara en medio de la calle, ¿o quería que lo atropellara un coche?