Richard Tozier apaga la radio que ha estado bramando con Like a Virgin, de Madonna, en WZON (una emisora que declara, con algo de histérica frecuencia, ser la ¡AM estéreo rockera de Bangor!), sale al arcén y apaga el motor del Mustang que la gente de Avis le alquiló en el aeropuerto de Bangor. Baja del coche. Oye en sus oídos el tira y afloja de su propia respiración. Ha visto un letrero que le erizó la piel de la espalda.
Camina hasta la parte delantera del coche y apoya una mano en el capó. Oye que el motor tintinea suavemente, como para sus adentros, al enfriarse. Oye también el graznido breve de un arrendajo. Hay grillos. Eso es todo lo que hay de banda sonora.
Ha visto el cartel, lo deja atrás y, de pronto, está otra vez en Derry. Después de veinticinco años, Richie Bocazas Tozier ha vuelto a la ciudad natal. Ha…
Un ardoroso tormento le aguijonea los ojos cortándole limpiamente el aliento. Deja escapar un gritito estrangulado mientras sus manos vuelan a la cara. Sólo una vez sintió algo remotamente parecido a ese dolor quemante: en la universidad, cuando una pestaña se metió bajo una de sus lentillas, pero aquello fue en un solo ojo. Este dolor terrible es en los dos.
Antes de que pueda acercar las manos a la cara, el dolor ha desaparecido.
Baja otra vez las manos, lenta, pensativamente y contempla la carretera 7. Ha salido de la autopista de peaje en Etna-Haven, ya que, por algún motivo que no comprende, no desea llegar por la autopista de peaje que estaba en construcción en la zona de Derry cuando él y sus padres se sacudieron de los zapatos el polvo de esa pequeña y extraña ciudad para mudarse al Medio Oeste. No, la autopista de peaje habría sido un atajo, pero también un error.
Así que había conducido por la carretera 9 cruzando el soñoliento manojo de viviendas que componen Heaven Village, para coger luego la carretera 7. A medida que avanzaba, la luz del día se hacía más intensa.
Y ahora, esta señal. Es la misma clase de señal que marca los límites de seiscientas ciudades, en el estado de Maine, pero ¡cómo le ha estrujado el corazón!
Condado de
Penobscot
D
E
R
R
Y
Maine
Más allá, un letrero de los Elks, otro del Rotary Club y, para completar la trinidad, uno que proclama: ¡LOS LEONES DE DERRY RUGEN POR EL FONDO UNIDO! Más allá está sólo la carretera 7, que continúa en línea recta entre abultados grupos de pinos y abetos. Bajo esa luz silenciosa, mientras el día se va afirmando, esos árboles parecen tan soñadores como humo de cigarrillo, acumulado en el aire inmóvil de una habitación herméticamente cerrada.
Derry —piensa—. Derry, Dios me ayude, Derry. Apedreemos a los cuervos.
Allí está él, en la carretera 7. Ocho kilómetros más adelante, si el tiempo o algún tornado no se la han llevado en los años transcurridos, estará la Granja Rhulin, donde su madre compraba los huevos y la mayor parte de las verduras para la casa. Tres kilómetros más allá, esa carretera 7 se convierte en Witcham Road y, por supuesto, Witcham Road acaba por convertirse en Witcham Street, aleluya, amén. Y en algún punto entre la Granja Rhulin y la ciudad, pasará ante la casa de los Bowers y, después, ante la de los Hanlon. A unos ochocientos metros de la casa de los Hanlon vería el primer reflejo del Kenduskeag y la primera maleza extendida de verde venenoso: las fértiles tierras bajas a las que, por algún motivo, se llamaba Los Barrens.
En verdad, no sé si puedo enfrentarme a todo eso —piensa Richie—. Seamos francos aquí, por lo menos: no sé si puedo.
Toda la noche anterior ha pasado, para él, en un sueño. Mientras viajaba, mientras avanzaba y dejaba el camino atrás, el sueño prosiguió. Pero en ese momento se ha detenido (es decir, el cartel lo ha detenido) y acaba de despertar a una extraña verdad: el sueño era la realidad. Derry es la realidad.
Al parecer, no puede dejar de recordar. Piensa que sus recuerdos acabarán por volverlo loco, por eso se muerde los labios y junta las manos apretando palma contra palma como para no volar en pedazos. Siente que pronto volará en pedazos, pronto. Es como si hubiera en él una parte loca que en verdad ansía lo que puede estarle esperando. Pero la mayor parte de él sólo se pregunta cómo sobrevivirá a los días siguientes. Él…
Y ahora sus pensamientos vuelven a romperse.
Un venado ha salido a la carretera. Oye el ligero golpe de sus cascos blandos en el pavimento.
El aliento de Richie se interrumpe en medio de una exhalación; luego empieza otra vez lentamente. Mira, aturdido; una parte de él piensa que nunca vio algo así en Rodeo Drive. No, había hecho falta que volviese a la ciudad natal para ver algo así.
Es una hembra. Ha salido de los bosques a la derecha y se detiene en medio de la carretera 7, con las patas delanteras a un lado de la línea discontinua, las traseras al otro. Sus ojos oscuros miran mansamente a Richie Tozier. Él lee en esos ojos interés, pero no miedo.
Lo mira, maravillado, pensando que es un presagio, un portento, alguna de esas mierdas que dicen las adivinas. Y de pronto, inesperadamente, vuelve a él un recuerdo del señor Nell. ¡Cómo los asustó aquel día, al caer sobre ellos tras lo que acababan de contar Bill, Ben y Eddie! Todo el grupo había estado a punto de volar al cielo.
Mientras contempla al venado, Richie aspira profundamente y se descubre hablando con una de sus voces… pero es, por primera vez en veinticinco años o más, la voz del policía irlandés, incorporada a su repertorio después de aquel día memorable. Sale rodando en la mañana silenciosa, como una gran bola de bolos, más potente, más grande de lo que Richie hubiera podido creer.
—¡Por las barbas de Cristo! ¿Qué hace una buena chica como tú en esta tierra olvidada de Dios, animalito? ¡Je-su-criiisto! ¡Será mejor que te vayas a tu casa antes de que llame al padre O’Staggers!
Antes de que mueran los ecos, antes de que el primer arrendajo asustado pueda empezar a reñirle por su sacrilegio, el venado agita la cola como si fuera una bandera de tregua y desaparece entre los abetos humosos, al lado izquierdo de la carretera, dejando sólo un montoncito de píldoras humeantes para demostrar que, aun a los treinta y siete años, Richie Tozier sigue siendo capaz de soltarse uno bueno de vez en cuando.
Richie empieza a reír. Al principio es sólo una risita entre dientes, pero luego lo ataca su propia ridiculez: estar ahí, de pie a la luz del alba de una mañana de Maine, a cinco mil kilómetros de su casa, gritándole a un venado con acento de policía irlandés. Las carcajadas se convierten en risitas, las risitas se convierten en bufidos, los bufidos en aullidos y, finalmente, se ve obligado a apoyarse contra el coche porque las lágrimas le corren por la cara y se pregunta, confusamente, si no va a orinarse en los pantalones. Cada vez que empieza a dominarse, su vista cae sobre ese manojo de pelotitas y estalla en nuevos vendavales de risa.
Resoplando y gimiendo, por fin logra sentarse otra vez al volante y poner en marcha el Mustang. Un camión cargado de fertilizantes químicos pasa roncando en una ráfaga de viento. Después de dejarlo pasar, Richie sale a la carretera y reinicia la marcha hacia Derry. Ahora se siente mejor, más sereno… o tal vez es sólo porque se está moviendo, dejando el camino atrás, y el sueño ha vuelto a imponerse.
Vuelve a pensar en el señor Nell, en el señor Nell y aquel día junto al dique. El señor Nell preguntó a quién se le había ocurrido aquella travesura. Recuerda que los seis se miraron, intranquilos, hasta que Ben se adelantó un paso, pálido, con los ojos bajos, la cara temblorosa, luchando sombríamente por no balbucear. El pobre chico habrá pensado que iban a echarle de cinco a diez años de cárcel por inundar las alcantarillas de Witcham Street, piensa Richie, pero de cualquier modo se hizo responsable. Y con eso los obligó a todos a adelantarse para respaldarlo. Era eso o pasar por malas entrañas. Por cobardes. Todo lo que no eran sus héroes televisivos. Y eso los unió para siempre, como una soldadura, para bien o para mal. Por lo visto, los había mantenido unidos durante los últimos veintisiete años. A veces, los acontecimientos son como fichas de dominó. La primera derriba a la segunda, la segunda a la tercera y así sucesivamente.
Richie se pregunta cuándo se hizo demasiado tarde para retroceder ¿Cuando Stan y él aparecieron para ayudar a construir el dique? ¿Cuando Bill les contó que la fotografía de su hermano le había guiñado el ojo? Tal vez… Pero para Richie Tozier, las fichas de dominó comenzaron a caer en el momento en que Ben Hanscom dio un paso adelante y dijo: «Yo les enseñé…».
—… a hacerlo. Es culpa mía.
El señor Nell se limitó a mirarlo con los labios apretados y las manos remetidas bajo el chirriante cinturón de cuero negro. Apartó la vista de Ben para contemplar el estanque, cada vez más ancho detrás del dique, y luego volvió a mirar al chico. Su cara era la de quien no da crédito a sus ojos. Era un corpulento irlandés de pelo prematuramente blanco, peinado hacia atrás en pulcras ondas bajo la gorra azul de visera. Tenía pequeños ramilletes de capilares rotos en sus mejillas. Su estatura era mediana, pero para los cinco chiquillos enfrentados a él parecía medir, como poco, dos metros y medio.
El señor Nell abrió la boca para hablar, pero antes de que lo hiciera, Bill Denbrough se puso junto a Ben.
—L-l-la id-id-dea f-fue mí-mía —se las compuso para decir.
Tragó una gigantesca bocanada de aire y, mientras el señor Nell lo miraba, impasible, con el sol arrancando destellos imperiales a su insignia, consiguió tartamudear el resto de lo que necesitaba decir: que no era culpa de Ben, que él había pasado por casualidad y les había enseñado a mejorar lo que ya estaban haciendo, aunque mal.
—Yo también —dijo Eddie, abruptamente, y se puso al otro lado de Ben.
—¿Qué es eso de Yotambién? —preguntó el señor Nell—. ¿Es tu nombre o tu dirección, muchacho?
Eddie se ruborizó intensamente; el color le llegó hasta las raíces del pelo.
—Yo estaba aquí con Bill antes de que Ben llegara —dijo—. Solo quería decir eso.
Richie dio un paso adelante para situarse junto a Eddie. Por la cabeza le pasó la idea de que una o dos voces podrían alegrar un poco al señor Nell e inspirarle pensamientos alegres. Al pensarlo mejor (cosa que Richie hacía rara vez y que, por tanto, era algo extraordinario), decidió que una o dos voces bien podían empeorar las cosas. El señor Nell no parecía tener lo que Richie solía denominar «humor risáceo». Más aún, las risas parecían ser lo último que cabía esperar de él. Por eso se limitó a decir en voz baja:
—Yo también estuve en esto.
Y se obligó a cerrar la boca.
—Y yo —dijo Stan, poniéndose junto a Bill.
Ahora los cinco estaban en hilera ante el señor Nell. Ben miró a un lado y otro, más que aturdido, estupefacto por el apoyo recibido. Por un momento, Richie pensó que el viejo Parva iba a estallar en lágrimas de gratitud.
—¡Jesús! —dijo el señor Nell, otra vez. Y aunque parecía profundamente disgustado, su cara pareció de pronto a punto de reír—. Nunca había visto tan desastrada banda de mocosos. Si sus viejos supieran dónde estaban, creo que esta noche habría unos cuantos fondillos calientes. De cualquier modo, creo que los habrá.
Richie no pudo contenerse más; su boca se abrió sencillamente y echó a correr, como el hombrecito de jengibre, cosa que ocurría con mucha frecuencia:
—¿Cómo andan las cosas allá en la vieja patria, señor Nell? —trompeteó, imitando el acento irlandés del policía—. Ah, usted es un festín para los ojos, ya lo creo, un hombre encantador, todo un orgullo para la vieja patria.
—Seré todo un orgullo para tus fondillos en menos de tres segundos, mi querido amiguito —dijo el señor Nell, secamente.
Bill giró hacia él, gruñendo:
—¡Por el a-a-amor de D-d-dios, R-Richie, c-c-cá-cállate!
—Buen consejo, Master William Denbrough —dijo el señor Nell—. Seguro que Zack no sabe que estás aquí, en Los Barrens, jugando entre las cagarrutas flotantes, ¿verdad?
Bill bajó los ojos y negó con la cabeza. En sus mejillas ardieron rosas silvestres.
El señor Nell miró a Ben.
—No recuerdo tu nombre, hijo.
—Ben Hanscom, señor —susurró el chico.
El señor Nell asintió y volvió la vista a la presa.
—¿Esto fue idea tuya?
—Cómo construirla sí, señor. —El susurro de Ben se había vuelto casi inaudible.
—Bueno, eres un demonio de ingeniero, muchachote, pero no sabes una mierda de estos llamados Barrens ni del sistema de drenaje de Derry, ¿verdad?
Ben sacudió la cabeza.
No sin amabilidad, el señor Nell le explicó:
—El sistema tiene dos partes. Una parte lleva los desechos humanos sólidos (la mierda, si no ofendo vuestros tiernos oídos, chicos). La otra, el agua residual: el agua de los retretes y la que va a las tuberías desde los fregaderos, las lavadoras y las duchas, junto con la que corre por las alcantarillas de la ciudad. Bueno, vosotros no habéis causado problemas en el paso de los desechos sólidos, gracias a Dios, porque todo eso se bombea al Kenduskeag algo más abajo. Probablemente, algunos buenos cagarros se están secando al sol a un kilómetro de aquí, gracias a lo que habéis hecho, pero al menos podéis estar seguros de que no hay mierda pegada al techo de ninguna casa. Pero en cuanto a las aguas residuales…, bueno, no hay bombas para las aguas residuales. Corren colina abajo por algo que los ingenieros llaman drenajes de gravedad. Y tú has de saber dónde terminan todos drenajes de gravedad, ¿verdad, grandullón?
—Allá arriba —dijo Ben, señalando la zona inmediatamente posterior a la presa que había quedado sumergida en gran parte. Lo hizo sin levantar la vista. Por las mejillas empezaban a correrle grandes lágrimas lentas. El señor Nell fingió no darse cuenta.
—En efecto, así es, mi voluminoso amiguito. Todos los drenajes de gravedad alimentan arroyos que van a Los Barrens. En realidad, muchos de esos arroyuelos que corren por aquí abajo son aguas residuales, pura y simplemente, que salen de alcantarillas tan escondidas en la maleza que no se las ve. La mierda va por un lado y todo lo demás por el otro, Dios bendiga la inteligencia del hombre. ¿Y se os ha pasado por la cabeza que habéis estado todo el día chapoteando en los meados y el agua sucia de toda Derry?
De pronto, Eddie comenzó a jadear y tuvo que usar su inhalador.
—Lo que habéis hecho ha devuelto el agua a seis, siete u ocho depósitos centrales que sirven a Witcham, Jackson, Kansas y cuatro o cinco callejas transversales. —El señor Nell clavó en Bill Denbrough una mirada seca—. Una de ellas sirve a tu propio hogar, joven Master Denbrough. Y así estamos, con sumideros que no desaguan, lavadoras que no desaguan, tuberías exteriores descargando alegremente el agua en los sótanos…
Ben dejó escapar un sollozo seco que era casi un ladrido. Los otros lo miraron por un instante, luego apartaron la vista. El señor Nell apoyó una manaza en el hombro del chico, estaba encallecida y áspera, pero en ese momento también era tierna.
—Bueno, bueno. No hay por qué tomárselo tan a pecho; grandullón. A lo mejor no es tan grave, al menos por ahora. A lo mejor exageré un poquito para que me entendieras bien. Me enviaron a ver si algún árbol había caído en el arroyo. De vez en cuando pasa. Nos haremos la cuenta de que fue eso y sólo vosotros cinco y yo sabremos que no fue así. En esta ciudad tenemos últimamente problemas peores que un poco de agua acumulada. Pondré en el informe que localicé la obstrucción y que algunos niños vinieran a ayudarme a despejarla. No voy a mencionar los nombres. No habrá citaciones por construir presas en Los Barrens.
Los estudió a los cinco. Ben se estaba secando furiosamente los ojos con el pañuelo. Bill miraba el dique, pensativo. Eddie tenía el inhalador en una mano. Stan tenía a Richie aferrado por un brazo, listo para apretar con fuerza si el chico mostraba el menor síntoma de decir cualquier cosa que no fuera muchas gracias, señor.
—No tenéis nada que hacer en un lugar tan infecto como éste, chicos —prosiguió el señor Nell—. Han de haber sesenta enfermedades diferentes cultivándose aquí abajo. El basural por un lado, arroyos llenos de pis y agua sucia, mierda, bichos, pantanos… No tenéis nada que hacer en un lugar tan sucio, no. Cuatro lindos parques para que juguéis a la pelota todo el día y os encuentro aquí. ¡Je-su-criiisto!
—N-n-nos g-g-gusta est-estar aquí —expresó Bill, súbitamente desafiante—. Aq-q-quí ab-b-bajo nadie n-n-nos da la estática.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el señor Nell a Eddie.
—Ha dicho que aquí abajo nadie nos da la estática —repitió Eddie, con voz débil y sibilante, pero también inconfundiblemente firme—. Y tiene razón. Cuando los chicos como nosotros vamos al parque y decimos que queremos jugar a béisbol, nos dicen que sí, que cómo no, que si queremos ser segunda base o tercera.
Richie carcajeó:
—¡Eddie se soltó uno bueno! Y… ¡ha llegado!
El señor Nell giró la cabeza para mirarlo. Richie se encogió de hombros.
—Disculpe. Pero él tiene razón. Y Bill también. Nos gusta estar aquí.
Richie pensó que el señor Nell se enojaría ante eso, pero el canoso policía lo sorprendió —los sorprendió a todos— con una sonrisa.
—Ayuh —dijo—, a mí también me gustaba esto cuando era niño, la verdad. Y no os lo voy a prohibir. Pero escuchad bien lo que voy a deciros. —Les apuntó con un dedo y todos lo miraron seriamente—. Si venís a jugar aquí, hacedlo en grupo, como ahora. Juntos. ¿Me entendéis?
Ellos asintieron.
—Eso significa estar juntos todo el tiempo. Nada de jugar al escondite ni a nada que os separe. Sabéis lo que está pasando en esta ciudad. De cualquier modo, bien, no os prohíbo que vengáis, sobre todo porque no me haríais caso. Pero por vuestro propio bien, en cualquier parte de Los Barrens, manteneos juntos. —Miró a Bill—. ¿Está en desacuerdo conmigo, joven Bill Denbrough?
—N-n-no, señor —dijo Bill—. N-n-nos ma-ma-mant-t-t…
—Está bien, entiendo —interrumpió el señor Nell—. A ver esa mano.
Bill tendió la mano derecha y el señor Nell se la estrechó.
Richie se sacudió a Stan y dio un paso adelante.
—¡Seguro que sí, señor Nell, oh príncipe entre los hombres, seguro que sí! ¡Gran hombre! ¡Gran, gran hombre! —Alargó la mano, tomó la enorme zarpa del señor Nell y la sacudió furiosamente sin dejar de sonreír. A los divertidos ojos del irlandés, el chico parecía una horrible parodia de Roosevelt.
—Gracias, chico —dijo, recuperando la mano—. Tendrás que practicar un poco ese tono; por el momento pareces tan irlandés como Groucho Marx.
Los otros chicos rieron, sobre todo de alivio. Aún mientras reía, Stan disparó hacia Richie una mirada de reproche: ¡A ver si creces de una vez!
El señor Nell les estrechó la mano a todos. A Ben, el último.
—No tienes nada de que avergonzarte, salvo de una equivocación, grandullón. En cuanto a ese dique…, ¿lo viste en algún libro?
Ben negó con la cabeza.
—¿Te lo montaste tú solo?
—Sí, señor.
—¡Vaya, vaya! Algún día construirás cosas grandes, grandullón, estoy seguro. Pero Los Barrens no son buen lugar para eso. —Miró alrededor, pensativo—. Aquí nunca se hará nada grande. Es un lugar horrible. —Suspiró—. Desmontad eso, queridos niños. Desmontadlo ahora mismo. Creo que me voy a sentar aquí a la sombra de estos matojos, a mirar cómo lo hacéis —dijo, exagerando su acento irlandés y mirando a Richie con ironía, provocándolo a otra salida de chiflado.
—Sí, señor —dijo Richie, humilde, y eso fue todo.
El policía asintió, satisfecho, y los chicos pusieron manos a la obra. Una vez más, se volvieron hacia Ben, esta vez para que les enseñara el modo más rápido de deshacer lo que les había enseñado a construir. Mientras tanto el señor Nell sacó un botellín pardo de algún bolsillo interior y tomó un largo trago. Tosió, recobró el aliento en un suspiro explosivo y miró a los niños con ojos acuosos, benignos.
—Y qué tendrá el señor en su botella, ¿eh? —preguntó Richie, con su nueva voz irlandesa, desde el arroyo, hundido en el agua hasta las rodillas.
—Richie, ¿no puedes cerrar el pico? —siseó Eddie.
—¿Aquí? —El señor Nell miraba a Richie con leve sorpresa. Miró otra vez la botella. No tenía ninguna etiqueta—. Esto es el remedio para la tos que toman los dioses, hijo mío. Ahora veamos si puedes doblar el espinazo tan rápido como mueves la lengua.
Algo más tarde, Bill y Richie iban caminando juntos por Witcham Street. Bill empujaba a Silver. Después de erigir y derribar la presa, no le quedaban energías para llevar la bicicleta a velocidad de crucero. Los dos estaban sucios, desaliñados y cansadísimos.
Stan les preguntó si querían ir a su casa para jugar al Monopoly, a las damas o algo así, pero ninguno aceptó. Se estaba haciendo tarde. Ben, cansado y deprimido, dijo que iría a su casa para ver si alguien había devuelto los libros que había sacado de la biblioteca. Tenía alguna esperanza de que así fuera, porque la biblioteca municipal insistía en escribir la dirección de quien llevaba el libro, no sólo su nombre, en la tarjeta de devolución de cada volumen. Eddie dijo que iría a ver el Show del rock, por televisión, porque actuaría Neil Sedaka y él quería saber si Sedaka era negro. Stan le dijo que no fuera estúpido; bastaba oírlo para darse cuenta de que era blanco. Eddie aseguró que con oírlo no podía saber nada; hasta el año anterior había estado completamente seguro de que Chuck Berry era blanco, pero cuando se presentó en Bandas de América resultó ser negro.
—Por suerte, mi madre todavía lo cree blanco —dijo—. Si descubriera que es negro, probablemente no me dejaría escucharlo más.
Stan apostó a Eddie cuatro cómics a que Neil Sedaka era blanco y los dos se desviaron juntos hacia la casa de Eddie para arreglar el asunto.
Y allí estaban Bill y Richie, siguiendo un rumbo que, al cabo de un rato, los llevaría a la casa de Bill. Ninguno de los dos decía gran cosa. Richie se descubrió pensando en el relato de Bill sobre la fotografía que le había guiñado el ojo. A pesar de su cansancio, se le ocurrió una idea. Era una locura, pero también tenía su atractivo.
—Billy, macho —dijo—, hagamos un alto. Cinco minutos. Estoy muerto.
—Ojalá —refunfuñó Bill, pero se detuvo.
Puso a Silver cuidadosamente en el borde del verde prado del seminario teológico y se sentó con Richie en los amplios escalones de piedra que llevaban al gran edificio victoriano.
—Q-q-qué día —protestó Bill, sombrío. Tenía ojeras purpúreas y estaba muy pálido—. S-s-será mejor q-q-que llames a tu casa cu-cu-cuando lleg-lleguemos a la mía. P-p-para q-q-que tus p-p-padres no se preocupen.
—Claro. Seguro. Oye, Bill…
Richie hizo una momentánea pausa pensando en la momia de Ben, en el leproso de Eddie y en lo que Stan había estado a punto de contarles. Por un segundo, algo nadó en su propia mente, algo acerca de esa estatua de Paul Bunyan que había en el centro municipal. Pero eso había sido sólo un sueño, por el amor de Dios.
Apartó esos pensamientos irrelevantes y se lanzó de cabeza:
—Vamos a tu casa, ¿qué te parece? Echemos un vistazo a la habitación de Georgie. Quiero ver esa foto.
Bill miró a Richie, espantado. Trató de hablar, pero no pudo. Su tensión era demasiado grande. Se conformó con sacudir violentamente la cabeza.
Richie dijo:
—Ya escuchaste lo que contó Eddie. Y lo de Ben. ¿Crees en lo que dijeron?
—N-n-no s-s-sé. C-C-Creo que v-v-vieron a-a-algo.
—Sí. Yo también. Con todos esos chicos que han asesinado por aquí, creo que ellos también habrían tenido cosas para contar. La única diferencia entre Ben, Eddie y esos otros chicos es que a Ben y a Eddie no los atraparon.
Bill levantó las cejas, pero no mostró mucha sorpresa. Richie esperaba esa actitud. Bill no podía hablar muy bien, pero no era nada tonto.
—Pensemos un rato en esto, gran Bill —dijo—. Cualquiera puede vestirse de payaso y asesinar chicos. No sé para qué, pero nadie entiende por qué los locos hacen sus locuras, ¿no?
—S-s-s…
—Sí. No se diferencia mucho del Joker de las historietas de Batman.
El sólo oír en voz alta sus ideas entusiasmaba a Richie. Por un momento fugaz, se preguntó si estaba tratando de demostrar algo o sólo arrojando una cortina de humo hecha de palabras para poder ver esa habitación, esa foto. A fin de cuentas, probablemente no importaba. A fin de cuentas, tal vez bastaba con ver que los ojos de Bill se encendían con el mismo entusiasmo.
—¿P-p-pero qué t-t-tiene q-q-que ver la f-f-foto?
—¿Qué te parece a ti, Billy?
En voz baja, sin mirarlo, Bill opinó que no tenía nada que ver con los asesinatos.
—C-c-creo que f-f-fue el fa-fa-fantasma de G-g-georgie.
—¿Un fantasma en una fotografía?
Bill asintió con la cabeza.
Richie lo pensó bien. La idea de un fantasma no forzaba en absoluto su mente infantil. Estaba seguro de que esas cosas existían. Sus padres eran metodistas; Richie iba a la iglesia todos los domingos y, además, a las reuniones de la Juventud Metodista, los jueves por la noche. Ya sabía bastante de la Biblia y sabía que la Biblia aceptaba todo tipo de cosas raras. Según la Biblia, el mismo Dios era un Espíritu, al menos una tercera parte y eso era sólo el comienzo. Uno se daba cuenta de que la Biblia creía en los demonios porque Jesús había expulsado a unos cuantos del cuerpo de un fulano. Bastante divertida la cosa. Cuando Jesús preguntó al tío que los tenía cómo se llamaba, los demonios contestaron por él diciéndole que se fuera a la Legión Extranjera o algo así. Algunas de las cosas que contaba la Biblia eran aún mejores que las historietas de terror. Siempre estaban hirviendo a la gente en aceite o la gente se ahorcaba sola, como Judas Iscariote. Y eso del perverso rey Acab, que se había caído del trono y todos los perros fueron a lamer su sangre. Y los asesinatos en masa de bebés que habían acompañado a los nacimientos de Moisés y Jesucristo. Y los tipos que salían de sus tumbas o volaban por el aire. Y los soldados que derribaban murallas. Y los profetas que veían el futuro y peleaban contra los monstruos. Todo eso estaba en la Biblia y era verdad, palabra por palabra. Eso decía el reverendo Craig, eso decían los padres de Richie y eso decía Richie. Estaba perfectamente dispuesto a dar como posible la explicación de Bill. Era la lógica lo que le preocupaba.
—Pero dices que te asustaste. ¿Qué motivos tenía el fantasma de George para asustarte, Bill?
—Ha d-d-de estar fuf-fuf-furioso conmigo. P-p-por hacerlo ma-matar. F-f-fue c-c-culpa mí-mía. Yo-yo-yo lo hice salir c-c-con el ba… con el ba…
Como no podía sacar la palabra, meció la mano en el aire. Richie asintió para demostrar que comprendía lo que Bill quería decir… pero no para mostrarse de acuerdo.
—No lo creo —dijo—. Si lo hubieras apuñalado en la espalda sería otra cosa. O si, por ejemplo, le hubieras dado un revólver de tu padre cargado para que jugara y él se hubiera matado de un tiro. Pero no era un revólver, sólo un barquito. No quisiste hacerle daño. Por el contrario —agregó Richie, levantando un dedo para agitarlo ante Bill con aires de abogado—, sólo querías que el pequeño se divirtiera un poco, ¿no?
Bill recordó, pensó con desesperada intensidad. Lo que Richie acababa de decir lo hacía sentir mejor con respecto a la muerte de George, por primera vez en meses enteros, pero una parte de él insistía, con tranquila firmeza, en que no podía sentirse mejor. Claro que fue culpa tuya, insistía esa parte de él; no del todo, tal vez, pero sí en parte.
De lo contrario, ¿por qué hay un sitio tan frío en el sofá, entre tu padre y tu madre? De lo contrario, ¿por qué nadie dice nada en la mesa durante la cena? Ahora sólo se oyen los tenedores y los cuchillos hasta que tú no aguantas más y preguntas si p-p-puedes levantarte, p-p-por favor.
Se hubiera dicho que él mismo era el fantasma, una presencia que hablaba y se movía, pero sin ser oída ni vista, apenas una cosa vagamente percibida, pero nunca aceptada como real.
No le gustaba la idea de ser culpable, pero la única alternativa que se le ocurría para explicar la conducta paterna era mucho peor: que todo el amor y la atención recibidos antes de sus padres habían sido, de algún modo, provocados por la presencia de George; al desaparecer George, no quedaba nada para él. Y todo eso había pasado al azar, sin motivo alguno. Y si uno aplicaba el oído a esa puerta podía oír los vientos de locura que soplaban dentro.
Por eso repasó lo que había hecho, sentido y dicho el día de la muerte de Georgie; una parte de él tenía la esperanza de que Richie tuviera razón; otra parte deseaba, con igual fuerza, que no fuera así. Él no había sido un santo con George, por cierto. Se habían peleado muchas veces, muchas. ¿Ese día, tal vez?
No, no se habían peleado. Para empezar, Bill todavía no estaba lo suficientemente repuesto como para pelearse con su hermano. Había estado durmiendo, soñando algo, soñando con
una tortuga
un animalito curioso, no recordaba cuál. Al despertar, la lluvia estaba amainando y George murmuraba para sus adentros, tristemente, en el comedor. Preguntó a George qué pasaba. Él pequeño fue a decirle que estaba tratando de hacer un barco de papel como lo enseñaba su Libro de Actividades, pero que le salía siempre mal. Bill le dijo que le llevara el libro. Y allí, sentado junto a Richie en los escalones del seminario, recordó cómo se habían encendido los ojos de su hermanito cuando el barco de papel salió bien y lo feliz que se había sentido también él porque Georgie lo tenía por un tipo estupendo, capaz de cualquier cosa. Se había sentido, en suma, como un gran hermano mayor.
El barquito había matado a George, pero Richie tenía razón: no era como haber dado a George un revólver cargado para que jugara. Bill no había tenido modo alguno de adivinar lo que iba a pasarle.
Aspiró hondo, estremecido, sintiendo algo así como si una roca (y el nunca había sabido que estaba allí), cayera rodando desde su pecho. De pronto se sintió mejor, mucho mejor con respecto a todo.
Abrió la boca para decírselo a Richie, pero en cambio rompió en llanto.
Alarmado, su amigo lo rodeó con un brazo (después de mirar alrededor, para asegurarse de que no estaban a la vista de nadie que pudiera tomarlos por dos maricas).
—Está bien —dijo—. Ya ha pasado todo, Bill, ¿verdad? Vamos, cierra las compuertas.
—¡Yo n-n-no que-quería que lo m-m-ma-mataran! —sollozó Bill—. ¡NI SIQUIERA SE ME PASÓ POR LA CABEZA!
—Joder, Billy, ya lo sé —aseguró Richie—. Si querías sacártelo de encima, lo habrías empujado por la escalera o algo así. —Richie le palmeó el hombro y le dio un pequeño abrazo, un poco duro, antes de soltarlo—. Vamos, basta de lloriqueos, ¿eh? Pareces un bebé.
Poco a poco, Bill se calmó. Aún dolía, pero ese dolor parecía más limpio, como si se hubiera abierto de un tajo para sacarse algo que se le estaba pudriendo dentro. Y ese alivio aún estaba allí.
—No quería que lo m-m-mat-mataran —repitió—. Y s-s-si dices a al-al-alguien que est-que estuve llorando, t-t-te par-t-t-to la cara.
—No se lo diré a nadie —prometió Richie—, no te preocupes. Era tu hermano, qué coño. Si mataran a mi hermano, yo lloraría hasta que se me cayera la cabeza, joder.
—T-t-tú no t-t-tienes herm-hermano.
—Sí, pero si lo tuviera.
—¿Llo-llorarías?
—Claro. —Richie hizo una pausa, fijando en Bill su mirada cautelosa. Trataba de decidir si a Bill se le había pasado del todo. Aún seguía enjugándose los ojos enrojecidos con el trapo de los mocos, pero probablemente ya estaba bien—. Yo sólo quería decir que George no tiene motivos para perseguirte. Así que la foto puede tener alguna relación con… bueno, con eso otro. Con el payaso.
—A-a-a l-lo mejor Geor-George no s-s-sabe. A-l-lo me-mejor cree…
Richie comprendió lo que Bill estaba tratando de expresar y lo descartó con un ademán.
—Cuando uno estira la pata sabe todo lo que la gente pensaba de uno, Gran Bill. —Hablaba con el aire indulgente de un gran maestro que corrigiera las fatuas ideas de un patán—. Está en la Biblia. Allí dice: «Sí, aunque ahora no podemos ver mucho en el espejo, veremos a través de él como a través de una ventana cuando muramos». Eso está en la Primera a los Tesalonicenses o en la Segunda de Babilonios, ya lo olvidé. Es decir…
—Ya m-m-me d-d-doy c-c-cuenta —dijo Bill.
—Bueno, ¿y qué te parece?
—¿Qué?
—¿Vamos a ese cuarto a echar un vistazo? A lo mejor encontramos una pista sobre quién está matando a los chicos.
—T-t-tengo mu-mucho mi-miedo.
—Yo también —dijo Richie.
Pensaba que era sólo una tontería, algo para poner a Bill en movimiento. Pero entonces algo pesado se dio la vuelta en su estómago y descubrió que era cierto: estaba verde de miedo.
Los dos chicos entraron en la casa de los Denbrough como si fueran fantasmas.
El padre de Bill todavía estaba trabajando. Sharon Denbrough leía un libro sentada en la mesa de la cocina. El olor de la cena (pescado) se filtraba hasta el vestíbulo. Richie llamó a su casa para informar a su madre que no había muerto, que estaba en casa de Bill.
—¿Quién anda ahí? —preguntó la señora Denbrough cuando Richie colgó. Los chicos quedaron petrificados mirándose con aire de culpabilidad. Por fin Bill anunció:
—S-s-soy yo, mamá. Y Ri-ri-ri.
—Richie Tozier, señora —chilló su amigo.
—Hola, Richie —saludó, a su vez, la señora Denbrough, con voz desconectada, casi como si no estuviera allí—. ¿Quieres quedarte a cenar?
—Gracias, señora, pero mi madre va a pasar a buscarme dentro de media hora.
—Salúdala de mi parte, ¿quieres?
—Sí, señora, por supuesto.
—V-v-vamos —susurró Bill—. Ba-ba-basta de chá-chá-a-chara.
Subieron a la habitación de Bill. Estaba ordenada como habitación de chico, lo que significaba que sólo con echarle un vistazo habría dado a la madre un leve dolor de cabeza. Los estantes estaban atestados con una variada colección de libros y cómics. Había más revistas en el escritorio junto a una vieja máquina de escribir Underwood para oficinas que le habían regalado sus padres por Navidad, dos años antes; a veces Bill escribía cuentos con ella. Lo hacía con más frecuencia desde la muerte de George. La ficción parecía calmarle la mente.
En el suelo, al otro lado de la cama, había un tocadiscos con un montón de ropa amontonada sobre la tapa. Bill dejó la ropa en los cajones del escritorio y sacó los discos. Los repasó hasta elegir seis que colocó en el eje del plato. En cuanto encendió el aparato, los Fleetwoods comenzaron a cantar Come Softly Darling.
Richie se apretó la nariz. Bill sonrió, aunque el corazón le daba tumbos.
—A e-e-ellos n-no les g-g-gusta el r-r-rock. Es-éste me lo reg-regalaron p-p-para mi c-c-cumpleaños. Y dos de P-Pat B-Boone y T-T-Tommy Sands. Guardo l-los de Lit-Little Ri-Richard y Scream Jay Hawkins p-p-para c-cuando ellos n-no est-están. P-pero si ella oye mú-música creerá que est-tamos e-en mi hab-bi-tación. V-va-vamos.
La habitación de George estaba al otro lado del pasillo con la puerta cerrada. Richie la miró, humedeciéndose los labios.
—¿No la tienen bajo llave? —susurró a Bill.
De pronto sintió deseos de que estuviera cerrada con llave. Le costaba creer que esa idea había sido suya.
Bill, pálido, sacudió la cabeza e hizo girar el pomo. Entró y miró a Richie. Al cabo de un momento, Richie lo siguió. Bill cerró la puerta tras ellos apagando el sonido de los Fleetwoods. Richie dio un pequeño salto ante el suave chasquido de la cerradura.
Miró alrededor, temeroso pero lleno de intensa curiosidad al mismo tiempo. Lo primero que notó fue el olor a hongos secos en el aire. Hace rato que aquí nadie abre una ventana —pensó—. Caramba, aquí ni siquiera se respira. Ésa es la sensación que da. Se estremeció levemente ante la idea y volvió a humedecerse los labios.
Sus ojos se detuvieron en la cama de George y pensó que el niño dormía ahora bajo un edredón de tierra en el cementerio. Pudriéndose. No tenía las manos cruzadas porque se necesitan dos manos para cruzar sobre el pecho y a Georgie lo habían enterrado con una sola.
De su garganta escapó un ruidito. Bill lo miró con aire inquisitivo.
—Tienes razón —dijo Richie, con voz ronca—. Esto da miedo. No me explico cómo soportas entrar solo.
—Él e-e-era m-mi her-hermano —dijo Bill, simplemente—. A veces m-m-me v-vienen g-g-ganas.
En las paredes había pósters para niños. En uno estaban los sobrinos del Pato Donald marchando hacia la espesura con el uniforme de los boy scouts. Otro, coloreado por el mismo George, mostraba a Mr. Do deteniendo el tráfico para que un grupo de niños cruzara la calle hacia la escuela. Abajo decía: Mr. Do dice ¡ESPERA LA SEÑAL DEL GUARDIA!
El niño no se preocupaba mucho por escribir recto —pensó Richie y enseguida se estremeció. El niño tampoco podría mejorar jamás su caligrafía. Richie miró la mesa que había junto a la ventana. La señora Denbrough había puesto allí todos los boletines de notas de George, entreabiertos. Al mirarlos, sabiendo que no habría ningún otro, sabiendo que George había muerto antes de aprender a no pasarse del borde al colorear, sabiendo que su vida había terminado eterna e irrevocablemente con esos pocos boletines de parvulario y primer grado, la ruda verdad de la muerte abrumó a Richie por primera vez. Era como si una gran caja de hierro cayera en su cerebro hundiéndose allí—. ¡Yo también puedo morir! —gritó su mente, de pronto, con traicionado horror—. ¡Cualquiera puede morir! ¡Cualquiera puede morir!
—Oh, Dios, Dios —balbuceó, con voz estremecida, y no pudo agregar nada más.
—Sí —dijo Bill, casi en un susurro. Se sentó en la cama de George—. Mira.
Richie siguió el dedo con que Bill señalaba y vio el álbum de fotografías cerrado en el suelo. MIS FOTOGRAFÍAS —leyó Richie—. GEORGE DENBROUGH, EDAD 6 AÑOS.
¡Seis años! —Chilló su mente, con el mismo tono de estridente traición—. ¡Seis años para siempre! ¡A cualquiera podría pasarle! ¡A cualquiera, joder!
—Est-estaba ab-ab-abierto —apuntó Bill—. Antes.
—Se cerró —dijo Richie, intranquilo, sentándose en el borde de la cama, junto a Bill, para mirar el álbum—. Muchos libros se cierran solos.
—Las hoj-hoj-hojas, sí, p-p-pero la t-tapa nu-nunca. Y s-s-se cerró. —Bill miró a Richie con solemnidad, muy oscuros los ojos en su cara pálida y cansada—. P-p-pero qu-quiere que t-t-tú lo ab-ab-abras de n-n-nuevo. Creo.
Richie se levantó para acercarse lentamente al álbum. Estaba al pie de una ventana enmarcada por cortinas claras. Al mirar hacia fuera, vio el manzano de los Denbrough, en el patio, un columpio se balanceaba lentamente de una rama negra y retorcida.
Miró otra vez el libro de George.
Una mancha seca, parda, coloreaba el espesor de las hojas en el medio del libro. Parecía salsa de tomate reseca. Seguro: era muy fácil que George hubiera estado comiendo una hamburguesa mientras miraba su álbum; un mordisco y un poco de ketchup salpica el libro. Los peques siempre hacían torpezas como ésa. Podía ser ketchup. Pero Richie sabía que no lo era.
Tocó el álbum por un instante y enseguida apartó la mano. Estaba muy frío. Allí donde estaba, el fuerte sol de verano, apenas filtrado por esas livianas cortinas, debía de haber estado cayendo encima todo el día. Pero estaba frío.
Mejor lo dejo —pensó Richie—. De cualquier modo, no quiero mirar este álbum estúpido, lleno de gente que no conozco. Mejor le digo a Bill que cambie de opinión. Iremos a su habitación a leer revistas. Después me iré a casa a cenar y me acostaré temprano porque estoy cansado. Y mañana, cuando despierte, estaré seguro de que esto es sólo ketchup. Sí, señor.
Abrió el álbum con manos que parecían estar a mil kilómetros de él al final de largos brazos de plástico y vio caras y casas en el álbum de George, las tías, los tíos, los bebés, las plazas, los viejos Ford y Studebaker, las líneas telefónicas, los buzones, las verjas, baches llenos de agua lodosa, un tiovivo en la feria de Esty, la torre-depósito, las ruinas de la Fundición Kitchener…
Sus dedos pasaron las páginas cada vez más deprisa, hasta que de pronto las páginas aparecieron en blanco. Volvió atrás, no quería hacerlo, pero no pudo impedirlo. Allí había una foto del centro de Derry: las calles Main y Canal, tomada alrededor de 1930; más allá, nada.
—Aquí no hay ninguna foto escolar de George —dijo Richie, mirando a Bill con una mezcla de alivio y exasperación—. ¿Qué clase de trola quisiste hacerme tragar, Gran Bill?
—¿Q-q-qué?
—La última foto del álbum es ésta del centro. El resto de las páginas está en blanco.
Bill se levantó de la cama para reunirse con él. Contempló la foto de Derry tal como había sido casi treinta años antes, con sus coches y sus camiones anticuados, sus anticuadas farolas formadas por racimos de globos que parecían grandes uvas blancas y los peatones que caminaban junto al canal, captados en medio de un paso por el chasquido del obturador. Volvió la página y, tal como Richie acababa de decir, no había nada más.
No, un momento: nada no. Allí había un único esquinero, de los que se usan para montar fotografías en un álbum.
—Estaba aquí —dijo Bill, golpeando el esquinero con un dedo—. Mira.
—¡Cuernos! ¿Qué le habrá pasado?
—N-n-no s-s-sé.
Bill había cogido el álbum de manos de Richie y lo tenía ya en su regazo. Volvió las páginas buscando la foto de George. Renunció al cabo de un minuto, pero las páginas no: se volvieron solas girando lentamente, pero sin pausa, con grandes susurros decididos. Bill y Richie se miraron con los ojos dilatados y volvieron a fijar la vista en el libro.
Llegó otra vez a la última fotografía y las páginas dejaron de pasar. Allí estaba el centro de Derry en color sepia: la ciudad, tal como había sido mucho antes de que Bill y Richie nacieran.
—¡Eh! —exclamó Richie, súbitamente, quitando el álbum a Bill. En su voz ya no había miedo; de pronto, su cara estaba llena de extrañeza—. ¡Joder!
—¿Q-q-qué? ¿Qué p-p-pasa?
—¡Nosotros! ¡Aquí estamos nosotros, Dios sagrado, mira!
Bill tomó una parte del libro. Inclinados sobre el álbum, compartiéndolo, ambos parecían niños ensayando en un coro. Bill aspiró profundamente y Richie comprendió que él también había visto.
Atrapados bajo la lustrosa superficie de esa vieja fotografía en blanco y negro, dos niños caminaban por Main hacia la intersección con Center, punto donde el canal se hacía subterráneo a lo largo de dos kilómetros. Los dos se destacaban claramente contra el bajo muro de cemento que bordeaba el canal. Uno llevaba zapatillas. El otro estaba vestido con una especie de traje marinero y una gorra de tweed. Estaban en escorzo en relación con la cámara, como si miraran algo al otro lado de la calle. El niño de las zapatillas era Richie Tozier, sin lugar a dudas. Y el de la gorra de tweed, Bill el Tartaja.
Se miraron a sí mismos, hipnotizados, en una fotografía que los triplicaba en edad o poco menos. Richie sintió súbitamente que el interior de la boca se le ponía seco como polvo, liso como vidrio. Pocos pasos más adelante de los niños, en la foto, un hombre sujetaba el ala de su sombrero, con el sobretodo congelado eternamente en un flameo, arrebatado por una ráfaga que llegaba de atrás. En la calle había un Ford T, un Pierce-Arrow y un Chevrolet con estribos.
—N-n-no p-p-puedo cre-creer… —comenzó Bill.
Y fue entonces cuando la foto comenzó a moverse.
El Ford T que habría debido permanecer eternamente inmóvil en medio del cruce de calles (al menos, hasta que los productos químicos de la vieja foto acabaran de disolverse) pasó a través de ella exhalando una niebla de vapores por el escape y siguió rumbo a Up-Mile Hill. Una mano pequeña y blanca asomó por la ventanilla del conductor para indicar giro a la izquierda. Giró en Court Street y pasó más allá del blanco borde de la foto perdiéndose de vista.
El Pierce-Arrow, los Chevrolet, los Packard, todos comenzaron a circular. Después de veintiocho años, los faldones de aquel sobretodo concluyeron, por fin, su flameo y el hombre se ajustó el sombrero en la cabeza para seguir caminando.
Los dos chicos completaron el giro quedando de frente. Un momento después, Richie vio que ambos habían estado mirando a un perro callejero que venía trotando por Center. El niño del traje de marinero, Bill, se llevó dos dedos a las comisuras de la boca y silbó. Richie aturdido hasta la incapacidad de moverse o de pensar, notó que oía el silbido, así como oía los motores irregulares de los automóviles. Eran ruidos leves, como si los oyera a través de un vidrio grueso, pero allí estaban.
El perro echó un vistazo a los dos niños y siguió corriendo. Los chicos se miraron, riendo como tontos. Iban a seguir caminando, pero el Richie de zapatillas tomó a Bill del brazo y señaló el canal. Entonces giraron en esa dirección.
No —pensó Richie—, no, no hagáis eso…
Se acercaron al muro de cemento y súbitamente el payaso asomó sobre el borde como de una horrible caja de sorpresas, un payaso con la cara de Georgie Denbrough, el pelo aplastado hacia atrás, la boca convertida en una odiosa sonrisa de pintura grasosa, sangrante, agujeros negros en los ojos. Una mano llevaba tres globos en un cordel. La otra se alargó hacia el niño del traje de marinero y lo tomó del cuello.
—¡N-n-no! —gritó Bill, estirando la mano hacia la foto.
Hacia el interior de la foto.
—¡No, Bill! —gritó Richie y lo sujetó.
Llegó casi demasiado tarde. Vio que la punta de los dedos de Bill atravesaban la superficie de la foto para entrar en ese otro mundo. Vio que la punta de aquellos dedos perdían el rosa cálido de la carne viva para tomar el color de crema momificada que pasa por blanco en las fotos viejas. Al mismo tiempo, se volvieron pequeñas y desconectadas. Era como esa peculiar ilusión óptica que vemos al hundir la mano en un cuenco de vidrio lleno de agua: la mano hundida parece estar flotando, descarnada, a varios centímetros del brazo que aún tenemos fuera del agua.
Una serie de cortes en diagonal tajeaban los dedos de Bill allí donde dejaban de ser sus dedos para convertirse en dedos de foto; era como si hubiera metido la mano entre las paletas de un ventilador y no en una fotografía.
Richie lo tomó del brazo y le dio un tremendo tirón. Ambos cayeron hacia atrás. El álbum de George golpeó contra el suelo y se cerró con un sonido seco. Bill se metió los dedos en la boca, con lágrimas de dolor en los ojos. Richie vio que hilos de sangre le corrían por la palma hasta la muñeca, en arroyos finos.
—Déjame ver —dijo.
—Du-duele —se quejó Bill.
Tendió la mano a Richie, con la palma hacia abajo. Tenía tajos paralelos en el índice, el mayor y el anular. El pequeño apenas había tocado la superficie de la fotografía (si acaso tenía superficie) y no tenía corte alguno, pero Bill dijo a Richie, más tarde, que la uña había sido cortada limpiamente, como con tijeras de manicura.
—Maldita sea, Bill —dijo Richie. Tiritas; era lo único que se le ocurría. Por Dios, había tenido suerte; si él no hubiera tirado a Bill del brazo, esos dedos podrían haber sido amputados—. Tenemos que curar eso. Tu madre…
—N-n-no te p-preocupes p-por mi m-m-madre —interrumpió Bill.
Tomó otra vez el álbum salpicando el piso con sangre.
—¡No lo vuelvas a abrir! —exclamó Richie, tirándole frenéticamente del hombro—. ¡Por Dios, Billy, has estado a punto de perder los dedos!
Bill se lo sacudió. Mientras hojeaba el álbum, en su cara había una sombría decisión que asustó a Richie como nada en el mundo. Sus ojos parecían casi los de un loco. Sus dedos heridos marcaron el libro de George con sangre fresca; aún no parecía ketchup, pero lo parecería cuando hubiera tenido tiempo de secarse. Por supuesto.
Y allí estaba, otra vez, la escena del centro de Derry.
El Ford T estaba en medio de la intersección. Los otros coches, petrificados en sus primitivos lugares. El hombre que caminaba hacia la esquina sujetaba el ala de su sombrero; su sobretodo había vuelto a henchirse, en medio de un flameo.
Los dos niños habían desaparecido.
No había ningún niño en la fotografía. Pero…
—Mira —susurró Richie, señalando.
Tuvo cuidado de mantener la punta del dedo bien lejos de la foto. Sobre la pared de cemento, en el borde del canal, se veía un arco: la parte superior de algo redondo.
Algo así como un globo.
Salieron justo a tiempo de la habitación de George. La madre de Bill era una voz al pie de la escalera y una sombra en la pared.
—¿Habéis estado peleando, vosotros dos? —preguntó, ásperamente—. Oí un golpe.
—Un p-p-poquito, m-mamá. —Bill lanzó una mirada aguda a Richie. Decía: no abras la boca.
—Bueno, acabadla. Creí que el techo se me iba a caer en la cabeza.
—E-e-está b-bien.
Oyeron que ella volvía hacia la parte delantera de la casa. Bill se había envuelto la mano sangrante en un pañuelo; la tela se estaba poniendo roja y en cualquier momento empezaría a gotear. Fueron al baño, donde Bill puso la mano bajo el grifo hasta que dejó de sangrar. Una vez limpios, los cortes se veían finos, pero cruelmente profundos. Con sólo mirar esos labios blancos y la carne roja que contenían, a Richie se le revolvió el estómago. Los envolvió con tiritas tan rápido como pudo.
—C-cómo du-duele —dijo Bill.
—Bueno, ¿por qué tenías que meter la mano ahí, pedazo de idiota?
Bill miró con solemnidad sus anillos de apósitos; después levantó la mirada hacia Richie.
—E-era el p-p-payaso —dijo—. Era el p-p-payaso, hac-hac-haciéndose p-p-pasar por G-g-george.
—Eso —confirmó Richie—. Y también era el payaso haciéndose pasar por la momia cuando lo vio Ben. Y el payaso haciéndose pasar por vagabundo cuando lo vio Eddie.
—El le-le-leproso.
—Eso.
—Pero ¿e-e-es re-re-realmente un p-p-payaso?
—Es un monstruo —declaró Richie, secamente—. Algún tipo de monstruo. Algún tipo de monstruo que tenemos aquí mismo, en Derry. Y está matando a los chicos.
Un sábado, no mucho después del incidente del dique en Los Barrens, el señor Nell y la foto que se movía, Richie, Ben y Beverly Marsh se encontraron, cara a cara, no con un monstruo, sino con dos… y pagaron para verlos. Al menos, pagó Richie. Esos monstruos asustaban, pero no eran peligrosos de verdad. Acechaban a sus víctimas desde la pantalla del Teatro Aladdin, mientras Richie, Ben y Bev miraban desde la galería.
Uno de los monstruos era un hombre lobo representado por Michael Landon. Y estaba estupendo, porque hasta cuando era lobo tenía un corte de pelo a lo cola de pato. El otro era un corredor de coches muerto, estrellado, representado por Garry Conway. Era resucitado por un descendiente de Víctor Frankenstein, quien arrojaba las partes que no le hacían falta a unos cocodrilos que tenía en el sótano. El programa incluía también un noticiero de MovieTone que mostraba la última moda de París y las últimas explosiones de cohetes Vanguard en Cabo Cañaveral, dos dibujos animados de Warner Brothers, uno de Popeye y otro de Pingüi (por algún motivo, el gorro que usaba Pingüi siempre hacía que Richie reventara de risa), y los AVANCES DE PRÓXIMOS ESTRENOS. Los próximos estrenos incluían dos películas que Richie puso inmediatamente en su lista de cosas a ver: Me casé con un monstruo del espacio exterior y The Blob.
Durante la función, Ben estuvo muy callado. El viejo Parva había estado a punto de ser descubierto por Henry, Belch y Victor, algo antes, y Richie supuso que eso lo tenía preocupado. Pero Ben ni siquiera se acordaba de esos malvados (estaban sentados abajo, cerca de la pantalla, arrojándose envolturas de palomitas y silbando). El motivo de su silencio era Beverly. Su proximidad lo abrumaba a tal punto que estaba casi enfermo. El cuerpo le estallaba en carne de gallina y un momento después, con sólo sentir que ella se movía en la butaca, se le encendía la piel como con una fiebre tropical. Cuando la mano de Beverly rozaba la suya, al tomar palomitas de maíz, él temblaba de exaltación. Más tarde pensaría que esas tres horas en la oscuridad, junto a Beverly, habían sido las más largas y las más cortas de su vida.
Richie, sin saber que Ben estaba en las afiladas garras del primer amor, se sentía de maravilla. Para él había muy pocas cosas mejores que un par de películas de terror en un cine lleno de chicos que chillaban y gritaban en las partes sanguinarias. Por cierto, no relacionó ninguno de los sucesos de esas dos películas baratas con lo que estaba pasando en la ciudad… al menos, no por el momento.
El viernes por la mañana había visto el anuncio de Doble Terror en Sábado Matiné publicado en el News y casi de inmediato olvidó lo mal que había dormido la noche anterior… hasta que había tenido que levantarse a encender la luz del armario, cosa de chiquillos, sin duda, pero hasta entonces no había podido pegar un ojo. Sin embargo, a la mañana siguiente las cosas parecían otra vez normales… o casi. Empezaba a pensar que tal vez él y Bill habían compartido la misma alucinación. Claro que los cortes en los dedos de Bill no eran alucinaciones; o tal vez se los había hecho con las hojas del álbum. Era papel grueso. Podía ser. Tal vez. Además, ¿quién lo obligaba a pasarse los diez años siguientes pensando en eso? Nadie.
Por lo tanto, tras una experiencia que habría puesto a cualquier adulto a la búsqueda del psiquiatra más cercano, Richie Tozier se levantó, desayunó abundantemente con tortitas, vio el anuncio de las dos películas de terror en la página de Espectáculos, revisó sus fondos, descubrió que estaban un poco escasos (tal vez «inexistentes» sería la palabra más adecuada) y empezó a fastidiar a su padre pidiéndole tareas para hacer.
El padre, que había bajado a la mesa con la bata de dentista ya puesta, dejó el suplemento de deportes y se sirvió la segunda taza de café. Era un hombre de aspecto agradable y cara bastante flaca. Llevaba gafas con montura de acero, estaba quedándose calvo por atrás y moriría de cáncer de laringe en 1973. Miró el aviso que Richie señalaba.
—Películas de terror —dijo Wentworth Tozier.
—Sí —confirmó Richie, muy sonriente.
—Y tienes la sensación de que no puedes perdértelas.
—¡Sí!
—Probablemente morirías en convulsiones de desilusión si no vieras esas dos basuras.
—¡Sí, sí, en efecto! ¡Estoy seguro! ¡Graaag!
Richie cayó de la silla al suelo apretándose el cuello con la lengua afuera.
Era su modo (peculiar, admitido) de poner en marcha su encanto.
—Oh, Dios, Richie, ¿por qué no dejas de hacer eso? —pidió la madre desde el fogón donde estaba friéndole un par de huevos para completar las tortitas.
—Vaya, Richie —dijo el padre, mientras el chico volvía a su silla—, supongo que el lunes pasado me olvidé de darte tu asignación. No se me ocurre otro motivo para que hoy, viernes, necesites más dinero.
—Bueno…
—¿Desapareció?
—Bueno…
—Ese es un tema sumamente profundo para un niño de mente tan superficial —observó Wentworth Tozier. Apoyó el codo en la mesa y el mentón en la palma de la mano mirando a su único hijo, según parecía, con intensa fascinación—. ¿Adónde habrá ido a parar?
Richie adoptó inmediatamente la Voz de Toodles, el mayordomo inglés.
—Vaya, la gasté, qué te parece, jefe. Pip-pip-cherió y todas esas tonterías que dicen las canciones. Fue mi contribución al esfuerzo de guerra. Todos debemos combatir a los sanguinarios hunos, cada uno a su modo, ¿no? Qué cosa terrible, ¿eh-wot? Qué cosa espantosa, ¿wot-wot? Qué cosa…
—Que cosa de mierda —dijo Went, amistosamente, mientras cogía la mermelada de frambuesa.
—Nada de vulgaridades a la hora del desayuno, por favor —dijo Maggie Tozier a su esposo, mientras traía los huevos de Richie a la mesa. Y a Richie—: No me explico por qué quieres llenarte la cabeza con esas porquerías.
—Oh, mamá —dijo Richie.
Por fuera suplicaba; por dentro, se sentía jubiloso. Conocía a sus padres como la palma de sus manos (queridas y usadas manos) y estaba seguro de conseguir lo que buscaba: trabajo que hacer y permiso para ir a la matinée del sábado.
Went se inclinó hacia Richie, con una amplia sonrisa.
—Creo que te tengo exactamente donde quería —dijo.
—¿De veras, papi? —Richie también sonrió… algo intranquilo.
—Oh, sí. ¿Conoces nuestro césped, Richie? ¿Te has fijado en nuestro césped?
—Por cierto que sí, jefe —respondió Richie, tratando otra vez de convertirse en Toodles—. Un poco desastrado, ¿eh-wot?
—Wot-wot —concordó el padre—. Y tú, Richie, te encargarás de remediar ese estado.
—¿Yo?
—Tú. Lo cortarás, Richie.
—Sí, papá, por supuesto —dijo Richie.
Pero una sospecha terrible acababa de florecer en su mente. Tal vez su padre no se refería sólo al césped del frente.
La sonrisa de Wentworth Tozier se ensanchó hasta convertirse en la mueca sanguinaria de un tiburón.
—Todo, oh estúpida criatura de mis ingles. El del frente, el de atrás y el de los lados. Cuando termines, te cruzará la palma con dos piezas de papel verde, con el retrato de Washington a un lado.
—No entiendo, papá —dijo Richie, pero temía entender.
—Dos dólares.
—¿Dos dólares por todo el césped? —exclamó Richie, auténticamente ofendido—. ¡Pero si es el más grande de la manzana! ¡Caramba, papá!
Went suspiró y volvió a tomar el periódico. Richie leyó el titular de la primera plana: «NUEVOS TEMORES POR LA DESAPARICIÓN DE UN NIÑO». Pensó por un instante en el extraño álbum de George Denbrough, pero eso había sido una alucinación, seguramente… y de cualquier modo, eso había sido ayer y hoy era hoy.
—Supongo que no tienes tantas ganas de ver esas películas, después de todo —dijo Went, desde atrás del periódico.
Un momento después, sus ojos aparecieron por arriba, estudiando a Richie. Estudiándolo con un aire bastante presumido, a decir verdad. Estudiándolo como el jugador que tiene cuatro cartas de un mismo palo estudia a su adversario por encima del abanico de cartas.
—Cuando se lo encargas a los mellizos Clark, le das dos dólares a cada uno.
—Eso es cierto —admitió Went—. Pero ellos no quieren ir mañana al cine, que yo sepa. De lo contrario, han de tener fondos suficientes, porque últimamente no han aparecido para verificar el estado del verdor que rodea nuestro domicilio. Tú, por el contrario, deseas ir y careces de los fondos necesarios. Esa presión que sientes en la cintura puede deberse a los cinco panqueques y a los dos huevos de tu desayuno, Richie, o a que te tengo agarrado. ¿Wot-wot?
Los ojos de Went volvieron a perderse tras el periódico.
—Me está extorsionando —dijo Richie a su madre, que sólo tomaba una tostada. Estaba tratando otra vez de perder unos kilos—. Esto es extorsión, espero que te des cuenta.
—Sí, querido, me doy cuenta —dijo su madre—. Tienes huevo en el mentón.
Richie se limpió el huevo del mentón.
—¿Tres dólares si tengo todo listo cuando vuelvas a casa, esta noche? —preguntó al periódico.
Los ojos de su padre volvieron a aparecer brevemente.
—Dos con cincuenta.
—Oh, vaya —suspiró Richie—. Eres peor que Rico MacPato.[18]
—Es mi ídolo —dijo Went tras el periódico—. Decídete, Richie. Quiero leer este comentario de boxeo.
—Hecho —dijo Richie y volvió a suspirar.
Cuando los padres lo tenían a uno pillado por los cojones, sabían muy bien cómo apretar. Bien pensadas las cosas, era bastante risáceo.
Mientras cortaba el césped practicó sus Voces.
Terminó (el frente, la parte trasera y los lados) a las tres de la tarde del viernes y comenzó el sábado con dos dólares y cincuenta centavos en los bolsillos de su vaquero. Casi una fortuna. Llamó a Bill, pero Bill le dijo que tenía que ir a Bangor para su terapia.
Richie le dio su pésame y agregó, con su mejor voz de Bill el Tartaja:
—D-d-dales c-c-con T-t-todo, G-g-gran B-b-bill.
—Vete al cuerno, T-t-tozier —dijo Bill y cortó.
A continuación, Richie llamó a Eddie Kaspbrak, pero lo encontró aún más deprimido que a Bill. La madre había comprado un billete de autobús. Irían a visitar a las tías de Eddie que vivían en Haven, en Bangor y en Hampden, respectivamente. Las tres eran gordas, como la señora Kaspbrak, y las tres solteras.
—Las tres van a pellizcarme la mejilla y dirán que cuánto he crecido —se quejó Eddie.
—Eso es porque saben que eres muy rico, Eds, como yo. Desde la primera vez que te vi me di cuenta de que eras un nene muy requeterrico.
—A veces eres un plomo, Richie.
—Entre colegas nos conocemos, Eds, y tú eres el mejor de nosotros. ¿Irás a Los Barrens, la semana que viene?
—Supongo que sí, si vosotros también vais. ¿Quieres que juguemos a pistoleros?
—Puede ser. Pero… creo que yo y Gran Bill tenemos algo que contaros.
—¿Qué?
—En realidad, creo que le corresponde contarlo a Bill. Hasta pronto. Que te diviertas con tus tías.
—Muy gracioso.
Su tercera llamada fue a Stan el Galán, pero Stan había caído en desgracia con sus padres por romper la ventana mientras jugaba con un platillo volador hecho con un plato de pastel que giró al revés. Crash. Tenía que pasarse el fin de semana haciendo tareas en la casa y probablemente también el fin de semana siguiente. Richie declaró su conmiseración; después preguntó a Stan si iría a Los Barrens en la semana siguiente. Stan dijo que sí, siempre que su padre no decidiera dejarlo castigado.
—Venga, Stan, fue sólo una ventana —dijo Richie.
—Sí, pero muy grande —replicó Stan, antes de colgar.
Richie iba a abandonar el teléfono, pero se acordó de Ben Hanscom. Buscó en la guía y halló a una tal Arlene Hanscom. Era el único nombre de mujer entre los cuatro Hanscom anotados, de modo que Richie se arriesgó a llamar:
—Me gustaría ir, pero ya me gasté la asignación —dijo Ben. Lo dijo como si lo deprimiera y avergonzara admitirlo; en realidad se había gastado todo en golosinas, pastas, refrescos y bocadillos.
Richie, que estaba nadando en oro (y a quien no le gustaba ir al cine solo), propuso:
—Tengo dinero de sobra. Yo pago las entradas. Puedes devolvérmelo después.
—¿Sí? ¿De veras? ¿Me prestarías?
—Seguro —exclamó Richie, intrigado—. ¿Por qué no?
—¡De acuerdo! —aceptó Ben, feliz—. ¡Oh, será grandioso! ¡Dos películas de terror! ¿Dijiste que una era de hombres lobo?
—Sí.
—¡Guau! ¡Me encantan las películas de hombres lobo!
—Bueno, Parva, no te vayas a mojar los pantalones.
Ben se echó a reír.
—Nos encontramos delante del Aladdin, ¿te parece bien?
—Sí, de acuerdo.
Richie colgó y se quedó mirando el teléfono, pensativo. De pronto se le ocurrió que Ben Hanscom estaba muy solo. Y eso, a su vez, lo hizo sentir heroico. Mientras subía la escalera, a toda velocidad, para buscar unas revistas que leer antes del espectáculo, iba silbando.
El día era claro y fresco; había brisa. Richie caminaba casi bailando por Center Street hacia el Aladdin chasqueando los dedos y canturreando Rockin’ Robin por lo bajo. Se sentía muy bien. Ir al cine siempre lo hacía sentir bien; le encantaba ese mundo mágico, esos sueños mágicos. Sintió pena por todos los que tuvieran algo que hacer en un día tan bonito: Bill, con su terapia; Eddie, con sus tías; y el pobre Stan el Galán, que pasaría la tarde fregando los escalones del porche o barriendo el garaje sólo porque su platillo volador había girado a la derecha cuando debía hacerlo a la izquierda.
Richie sacó el yo-yo que llevaba en el bolsillo trasero y trató, nuevamente, de hacer el dormilón. Ansiaba adquirir esa habilidad, pero hasta el momento no había tenido éxito. Ese maldito chisme se negaba a hacer el truco: o bajaba en cuanto llegaba abajo o se detenía en la punta del cordel.
De pronto, en medio de la colina de Center Street vio a una chica de falda tableada beige y blusa blanca, sin mangas, sentada en un banco ante la tienda de Shook. Estaba tomando algo que parecía un helado de pistacho. El pelo castaño-rojizo, brillante, cuyos reflejos parecían cobrizos y a veces casi rubios, le llegaba a los omóplatos. Richie sólo conocía a una chica con ese color de pelo: Beverly Marsh.
A Richie le gustaba mucho Bev. Bueno, le gustaba, sí, pero no de ese modo. La admiraba por su aspecto (y sabía que no era el único; las chicas como Sally Mueller y Greta Bowie odiaban a Beverly como a la peste; aún eran demasiado jóvenes para comprender que, teniéndolo todo con tanta facilidad, tuvieran que competir en materia de aspecto con una chica que vivía en esos apartamentos horribles de la parte baja de Main Street), pero sobre todo porque era fuerte y poseía un agudo sentido del humor. Además, solía tener cigarrillos. Le gustaba, en resumen, porque era un buen colega. De cualquier modo, una o dos veces se había sorprendido preguntándose qué color de bragas llevaría bajo sus escasas faldas algo desteñidas. Y uno nunca piensa ese tipo de cosas sobre los colegas, ¿no?
Y Richie tuvo que admitir que para ser buen colega, era muy bonita.
Al acercarse al banco donde ella comía su helado, Richie cerró el cinturón de su invisible impermeable, se bajó un invisible sombrero y fingió ser Humphrey Bogart. Agregando la voz correcta, se convirtió en Humphrey Bogart… al menos a su modo de ver. Para cualquier otro, parecía Richie Tozier con un leve resfriado.
—Hola, teshoro —dijo, deslizándose hacia el banco donde ella, sentada, contemplaba el tráfico—. A qué eshperar aquí el autobúsh. Los nazish nosh han cortado la retirada. El último avión shale a medianoche. Tú viajarásh en él, él te neceshita, teshoro. Y también yo…, pero ya me las arreglaré.
—Hola, Richie —dijo Bev.
Cuando giró hacia él se le vio un moretón purpúreo en la mejilla derecha, como la sombra del ala de un cuervo. Una vez más, Richie quedó asombrado ante su tipo…, pero en ese momento se le ocurrió que era realmente bella. Nunca se le había ocurrido que pudiera haber chicas bellas fuera de las películas, ni que él pudiera conocer a una. Tal vez era ese moretón lo que le hacía ver la posibilidad de su belleza: un contraste esencial, un defecto peculiar que primero atraía la atención hacia sí y después, de algún modo, definía el resto: los ojos azul-grisáceos, los labios naturalmente rojos, la piel de niña, cremosa e impecable. Había una salpicadura de diminutas pecas en su nariz.
—¿Se te ha perdido algo? —preguntó ella, sacudiendo la cabeza con arrogancia.
—Tú, teshoro. Te hash puesto verde como quesho gruyère. Pero cuando shalgamosh de Cashablanca irásh al mejor shanatorio. Te volveremosh blanca otra vesh. Lo juro por mi shanta madre.
—No seas idiota, Richie. No te pareces en nada a Humphrey Bogart.
Pero al decirlo sonrió un poquito. Richie se sentó a su lado.
—¿No vas al cine?
—No tengo pelas —dijo ella—. ¿Me dejas ver tu yo-yo?
Él se lo dio.
—Tendría que arrojarlo al río —le dijo—. Se supone que debe hacer el dormilón, pero no sale. Me estafaron.
Ella pasó el dedo por el anillo del cordel y Richie se levantó las gafas hasta el puente de la nariz para ver lo que hacía. Beverly puso la palma hacia arriba, con el Duncan bien sujeto en el valle carnoso formado por su mano ahuecada y dejó deslizar el yo-yo por el dedo índice. Llegó exactamente hasta el extremo del cordel y quedó en dormilón. Cuando ella recogió los dedos, como para llamar a alguien, el artefacto despertó y trepó por el hilo hasta su mano.
—Jolín, mira eso —se asombró Richie.
—Eso es cosa de niños —dijo Bev—. Mira esto.
Volvió a arrojar el yo-yo. Lo dejó dormir por un momento y luego «paseó el perrito», en una serie de secas ascensiones, hasta subir a su mano otra vez.
—Basta, basta —protestó Richie—. Detesto las exhibiciones.
—¿Y qué te parece esto? —preguntó Bev, con una dulce sonrisa.
Llevó el Duncan rojo hacia atrás y hacia delante, terminando con dos Vueltas al Mundo (con las cuales estuvo a punto de golpear a una anciana, que los fulminó con la mirada). El yo-yo terminó en su palma ahuecada, con el cordel enroscado a su eje. Bev lo devolvió a Richie y se sentó otra vez. El chico se instaló junto a ella, con la boca abierta de una admiración sin afectaciones. Bev soltó una risita.
—Cierra la boca o te tragarás una mosca.
Richie cerró la boca secamente.
—Además, esa última parte fue pura suerte. Es la primera vez en mi vida que hago dos Vueltas al Mundo seguidas sin que se me pare.
Varios chicos pasaban junto a ellos, rumbo al cine. Peter Gordon pasó con Marcia Fadden. Se decía que salían juntos, pero Richie imaginaba que era sólo porque vivían en casas contiguas, en Broadway Oeste, y eran ambos tan tímidos que necesitaban del mutuo apoyo. Peter Gordon ya tenía una buena cosecha de acné, aunque sólo tenía doce años. A veces se juntaba con Bowers, Criss y Huggins, pero no tenía valor para intentar nada por su cuenta.
Echó un vistazo a Richie y a Bev, juntos en el banco, y canturreó:
—¡Richie y Beverly están de novios! Primero de novios, después casados…
—… y aquí viene Richie con un bebé alzado —concluyó Marcia, graznando de risa.
—Sentaos aquí, queridos —dijo Bev, mostrándoles el dedo medio.
Marcia apartó la vista, disgustada, como si no pudiera creer en semejante grosería. Gordon la rodeó con un brazo y dijo a Richie, sobre el hombro.
—A lo mejor nos vemos después, cuatro-ojos.
—A lo mejor ves la faja de tu madre —respondió Richie con picardía, aunque sin mucho sentido.
Beverly se derrumbó de risa. Por un momento se apoyó en el hombro de Richie y el chico tuvo tiempo de pensar que su contacto, la sensación de peso liviano, no era precisamente desagradable. Pero ella se incorporó enseguida.
—Qué par de gilipollas —dijo.
—Sí, creo que Marcia Fadden mea agua de rosas —dijo Richie.
A Beverly le dio otro ataque de risa.
—Chanel Número Cinco —murmuró, con voz apagada por las manos con que se cubría la boca.
—Seguro —confirmó Richie, aunque no tenía la menor idea de lo que era Chanel Número Cinco—. Oye, Bev…
—¿Qué?
—¿Me enseñas a hacer el dormilón?
—Probaré. Nunca he enseñado a nadie.
—Y tú, ¿cómo lo aprendiste? ¿Quién te enseñó?
Ella lo miró con disgusto.
—No me enseñó nadie. Lo imaginé, simplemente. Es como hacer girar un bastón de majorette. Lo hago de maravillas.
—Cuánta humildad —comentó Richie, poniendo los ojos en blanco.
—Bueno, pero es cierto. Y no tomé clases ni nada de eso.
—¿Sabes manejar el bastón?
—Claro.
—Vas a ser majorette en la secundaria, ¿eh?
Ella sonrió. Era una sonrisa que Richie nunca había visto: sabia, cínica y triste, todo al mismo tiempo. El chico retrocedió ante ese poder desconocido, tal como había retrocedido ante la fotografía móvil.
—Eso es para la gente como Marcia Fadden —dijo—. Ella, Sally Mueller y Greta Bowie, las que mean agua de rosas. Los padres ayudan a comprar el equipo de deporte y los uniformes; entonces ellas entran. Yo jamás seré majorette.
—Por Dios, Bev, no exageres.
—Claro que sí, si es la verdad. —Ella se encogió de hombros—. Pero no me importa. ¿A quién le interesa dar tumbos de carnero y enseñar las bragas a un millón de personas? Mira, Richie. Fíjate en esto.
Pasó los diez minutos siguientes mostrando a Richie cómo hacer el dormilón. Al final, el chico empezó a cogerle el truco, aunque sólo podía llevarlo hasta la mitad del cordel al despertarlo.
—Lo que pasa es que no tiras con suficiente fuerza —corrigió ella.
Richie miró el reloj del Trust Merril, al otro lado de la calle, y se levantó de un salto guardándose el yo-yo en el bolsillo trasero.
—Jolín, tengo que irme, Bev. Me espera el viejo Parva. Va a creer que cambié de opinión.
—¿Quién es Parva?
—Oh, Ben Hanscom. Pero yo le digo Parva. Como Parva Calhoun, el luchador, ¿entiendes?
Bev lo miró con el ceño fruncido.
—Eso no está bien. Ben me cae bien.
—¡No me azote, amita! —chilló Richie, con su voz de negrito, poniendo los ojos en blanco y juntando las manos—. No me azote, porque vo’a se’ bueno vo’a se’…
—Richie —dijo Bev, secamente.
Richie abandonó el intento.
—A mí también me cae bien —dijo—. Hace un par de días construimos un dique en Los Barrens y él…
—¿Vais allá abajo? ¿Tú y Ben jugáis allá?
—Sí, con un grupo de chicos. Allá abajo se está bien. —Richie volvió a mirar el reloj—. Tengo que irme, de veras. Ben me está esperando.
—Ya.
Él hizo una pausa, pensó y dijo:
—Si no tienes nada que hacer, ¿por qué no vienes conmigo?
—Ya te he dicho que no tengo dinero.
—Pago yo. Tengo un par de dólares.
Ella arrojó los restos de su barquillo en una papelera. Sus ojos, ese claro tono azul y gris, se volvieron hacia él con tranquila diversión. Fingiendo ahuecarse el peinado, preguntó:
—Oh, caramba, ¿debo tomar eso como una cita?
Por un momento, Richie se sintió extrañamente confundido. Hasta percibió el rubor que le subía a las mejillas. Había hecho la invitación de un modo perfectamente natural, tal como se la había hecho a Ben… aunque, ¿no le había dicho a Ben que podía devolverle el dinero? Sí. Y a Beverly no.
De pronto se sintió un poco raro. Había dejado caer los ojos, retrocediendo ante ese gesto burlón y en ese momento vio que la falda de la chica se había subido un poquito al inclinarse ella hacia la papelera; se le veían las rodillas. Levantó los ojos, pero no sirvió de nada, porque se encontró con la hinchazón de sus nacientes pechos.
Como solía hacer en momentos de confusión, se refugió en el absurdo.
—¡Sí! ¡Una cita! —vociferó, hincándose de rodillas ante ella con las manos entrelazadas—. ¡Dime que si, por favor! Si te niegas me mataré, te lo juro, ¿eh-wot? ¿Wot-wot?
—Oh, Richie, qué loco eres —protestó ella, riendo otra vez. Pero, ¿no estaba también un poco ruborizada? En todo caso, eso la hacía aún más bonita—. Levántate si no quieres que te arrastren.
Él se levantó y volvió a caer a su lado, recuperado el equilibrio. Estaba convencido de que unas pocas tonterías siempre servían contra el mareo.
—¿Quieres venir?
—Claro —aceptó ella—. Muchísimas gracias. ¡Imagínate, mi primera cita! No veo la hora de anotarlo en mi diario esta noche.
Apretó las manos contra el pecho, parpadeando con celeridad. Luego se echó a reír.
—Por qué no dejas de hablar de citas —protestó Richie.
Ella suspiró.
—No eres muy romántico, Richie.
—Ni un poquito, que mierda.
Pero se sentía encantado. El mundo, de pronto, era un lugar muy claro y amistoso. Se descubrió mirándola de reojo de vez en cuando mientras ella contemplaba los escaparates: los vestidos y camisones de Cornell-Hopley, las toallas y cacerolas del bazar. Y echaba miradas subrepticias a su pelo, al contorno de su mentón. Observó el modo en que sus brazos desnudos salían por las sisas redondas de su blusa. Vio el borde de su enagua. Y todo eso le encantó. No habría podido decir por qué, pero lo ocurrido en el cuarto de George Denbrough nunca le había parecido más lejano que en ese momento.
Era hora de irse, hora de encontrarse con Ben, pero se quedaría allí sentado por un momento más, mientras ella miraba escaparates, porque era agradable mirarla y estar con ella.
Los chicos estaban sacando sus entradas ante la ventanilla del Aladdin y entrando en el vestíbulo. Mirando por las puertas de vidrio, Richie vio una multitud en el mostrador de golosinas. La máquina de hacer palomitas estaba sobrecargada: su tapa articulada, grasienta no dejaba de subir y bajar. Ben no estaba por ninguna parte. Preguntó a Beverly si ella lo había visto, pero la chica sacudió la cabeza.
—A lo mejor ya entró.
—Dijo que no tenía dinero. Y esa Hija de Frankenstein no deja pasar a nadie sin entrada.
Richie señaló con el pulgar a la señora Cole, que estaba ante las puertas interiores del Aladdin desde los tiempos del cine mudo. Su pelo, teñido de rojo intenso, era tan escaso que se veía el cuero cabelludo. Tenía enormes labios colgantes que pintaba de color ciruela; grandes parches rojos le cubrían las mejillas y sus cejas eran dos rayas pintadas a lápiz negro. La señora Cole era perfectamente democrática: odiaba a todos los chicos por igual.
—Vaya, no quería entrar sin él, pero la función está por comenzar —dijo Richie—. ¿Dónde cuernos se ha metido?
—Puedes pagarle la entrada y dejársela en la taquilla —dijo Bev, muy práctica—. Así, cuando llegue…
Pero en ese momento Ben apareció por la esquina de las calles Macklin y Center. Venía jadeando; la panza se le bamboleaba bajo la sudadera. Al ver a Richie, levantó una mano para saludarlo, pero entonces vio a Bev y su mano se detuvo en medio del ademán. Sus ojos se ensancharon por un instante. Acabó su saludo y se acercó lentamente.
—Hola, Richie —dijo. Luego miró a Bev por un segundo, como si temiera que una mirada más detenida provocara una llamarada—. Hola, Beverly.
—Hola, Ben —dijo ella.
Entre los dos se produjo un extraño silencio. No era exactamente bochornoso; era, pensó Richie, casi poderoso. Y sintió una vaga punzada de celos, porque entre ellos había pasado algo y, fuera lo que fuese, ese algo lo había dejado fuera.
—¡Por fin, Parva! —exclamó—. Ya creía que te habías acobardado. Estas películas te van a hacer perder cinco kilos. Ah, sí, ah, sí, te dejan el pelo blanco, hombre. Cuando salgas del cine estarás tan tembloroso que el acomodador tendrá que ayudarte a subir por el pasillo.
Richie echó a andar hacia la taquilla. Ben le tocó el brazo y empezó a decir algo. Pero miró a Bev, que le estaba sonriendo, y tuvo que empezar otra vez.
—Yo estaba aquí —dijo—, pero cuando llegaron esos tipos tuve que ir hasta la esquina y dar la vuelta a la manzana.
—¿Qué tipos? —preguntó Richie, aunque ya lo adivinaba.
—Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins. Y algunos más.
Richie silbó.
—Seguramente ya han entrado. No los veo comprando golosinas.
—Sí, creo que sí.
—Yo de ellos, no gastaría pelas en ver películas de terror —comentó Richie—. Iría a mi casa a mirarme en el espejo. Hay que ahorrar.
Bev rió con júbilo, pero Ben se limitó a sonreír un poco. Aquel día, la semana anterior, Henry Bowers había empezado por lastimarlo, pero al final estaba decidido a matarlo. Ben estaba muy seguro.
—Se me ocurre algo —dijo Richie—. Subiremos a la galería. Ellos estarán en la segunda o la tercera fila, con los pies arriba.
—¿Seguro? —preguntó Ben.
No estaba nada seguro de que Richie supiera hasta qué punto eran malvados esos chicos… y Henry, por supuesto, el peor.
Richie, que había escapado a una buena paliza a manos de Henry y sus espasmódicos amigos tres meses antes (había logrado despistarlos en la sección de juguetes de la tienda Freese, nada menos), los conocía mejor de lo que Ben pensaba.
—Si no estuviera completamente seguro, no entraría —aseguró—. Quiero ver estas películas, Parva, pero no morir por ellas.
—Además, si nos molestan podemos pedir a Foxy que los eche a patadas —sugirió Bev.
Foxy era el señor Foxworth, hombre enjuto, cetrino y sombrío que dirigía el Aladdin. En ese momento estaba vendiendo golosinas y palomitas de maíz mientras canturreaba su letanía: «Esperen turno, esperen turno». Con su raído esmoquin y su camisa almidonada, ya amarillenta, parecía un director de pompas fúnebres en decadencia.
Ben miró dubitativamente a Bev, a Foxy, a Richie.
—No puedes permitir que ellos dirijan tu vida, hombre —le reprochó Richie, suavemente—. ¿No te das cuenta?
—Supongo que tienes razón —suspiró Ben.
En realidad no estaba muy seguro, pero Beverly había dado a la ecuación un nuevo giro. De no ser por ella, habría tratado de convencer a Richie de que dejaran el cine para otro día. En todo caso, lo habría dejado solo. Pero allí estaba Bev y él no quería pasar por gallina delante de la chica. Además, la idea de estar con ella en la galería, en la oscuridad (aunque Richie se sentara entre ambos, cosa muy probable), tenía un poderoso atractivo.
—Esperaremos a que comience el espectáculo antes de entrar —dijo Richie. Con una gran sonrisa, dio a Ben un puñetazo juguetón en el brazo—. Jolín, Parva, ¿acaso quieres vivir eternamente?
Las cejas de Ben se unieron en el medio, pero luego resopló de risa. Richie también rió. Al verlos, Beverly hizo otro tanto.
Richie se acercó nuevamente a la taquilla. Labios de Hígado lo miró agriamente.
—Buenasss tardesss, mi estimada señora —dijo con su mejor voz de barón inglés—. Estoy sumamente necesitado de tres boletos para ver sus encantadoras filmaciones norteamericanas.
—Basta de idioteces y dime qué quieres, chico —ladró Labios de Hígado, por el agujero redondo del vidrio.
Sus cejas pintadas se movieron de un modo que perturbó a Richie al punto de hacerle pasar un dólar arrugado por la ranura, murmurando:
—Tres, por favor.
Tres entradas salieron por la ranura. Richie las tomó. Labios de Hígado le envió una moneda de veinticinco centavos de cambio.
—No se hagan los listos, no tiren cajas, no griten, no corran por el pasillo ni por el vestíbulo.
—No, señora —murmuró Richie, retrocediendo hasta donde lo esperaban Ben y Bev, a quienes dijo—: Siempre me reconforta el corazón ver a una vieja como ésa, tan amante de los niños.
Se quedaron afuera un rato más esperando que la función empezara. Labios de Hígado los estudiaba suspicazmente desde su jaula de vidrio. Richie deleitó a Bev con la historia del dique en Los Barrens, pronunciando los parlamentos del señor Nell con su nueva voz de policía irlandés. No pasó mucho tiempo sin que Beverly comenzara con risitas y terminara con grandes carcajadas. Hasta Ben sonreía un poco, aunque los ojos se le desviaban constantemente hacia las grandes puertas de vidrio o hacia la cara de Beverly.
En la galería se estaba bien. Durante la primera parte de El joven Frankenstein, Richie divisó a Henry Bowers y a sus malditos amigos. Estaban en la segunda fila, tal como él había imaginado. Eran cinco o seis en total, de doce, trece y catorce años, todos con botas de motociclista subidas en los respaldos de la fila delantera. Foxy se acercaba y les decía que bajaran los pies. Ellos los bajaban. Foxy se iba y las botas de motociclista volvían a subir. A los cinco o diez minutos, volvía Foxy y la escena se repetía. Porque Foxy no tenía agallas para sacarlos a patadas de allí y ellos lo sabían.
Las películas eran estupendas. El joven Frankenstein era debidamente grotesco. El joven hombre-lobo, sin embargo, daba un poco más de miedo, tal vez porque parecía un poco triste. Lo que le había pasado no era culpa suya. Era culpa de un hipnotizador que lo había jodido, pero solo había podido hacerlo porque el chico convertido en hombre-lobo estaba lleno de rabia y malos sentimientos. Richie se descubrió preguntándose si habría en el mundo mucha gente que ocultara ese tipo de malos sentimientos. Henry Bowers rezumaba malos sentimientos por los cuatro costados, pero no se molestaba en ocultarlos, por cierto.
Beverly, sentada entre los dos chicos, comía palomitas de maíz, gritaba, se cubría los ojos y a veces reía. Mientras el hombre-lobo acechaba a la chica que hacía ejercicios en el gimnasio, después de clases, ella apretó la cara contra el brazo de Ben y Richie la oyó ahogar una exclamación de sorpresa a pesar de los gritos de los doscientos chicos que había abajo.
Por fin mataron al hombre-lobo. En la última escena, un policía decía a otro, con mucha solemnidad, que así la gente aprendería a no jugar con las cosas que estaban mejor en manos de Dios. Bajó el telón y se encendieron las luces. Hubo aplausos. Richie se sentía totalmente satisfecho, aunque con un poco de dolor de cabeza. Probablemente tendría que ir pronto al oculista para que le cambiara otra vez las gafas. Si seguía así, pensó molesto, cuando llegara a la secundaria estaría llevando culos de botella.
Ben le tiró de la manga.
—Nos han visto, Richie —dijo, con voz seca, horrorizada.
—¿Eh?
—Bowers y Criss. Miraron hacia aquí arriba cuando salían. ¡Nos vieron!
—Bueno, bueno —dijo Richie—. Tranquilízate, Parva. Tú tran-qui-lí-zate. Saldremos por la puerta lateral y no habrá problemas.
Bajaron la escalera, Richie delante, Beverly en medio y Ben cerrando la marcha, mirando sobre el hombro cada dos escalones.
—¿Es cierto que esos dos te la tienen jurada, Ben? —preguntó Beverly.
—Sí, creo que sí —respondió Ben—. El último día de clases me peleé con Henry Bowers.
—¿Te pegó mucho?
—No tanto como quería. Por eso sigue furioso, supongo.
—Ese energúmeno también perdió bastante pellejo —murmuró Richie—, según oí decir. Y no creo que eso le haya gustado mucho.
Abrió la puerta de emergencia y los tres salieron al callejón que corría entre el Aladdin y el Bar Nan. Un gato que había estado escarbando los cubos de basura, les bufó y salió corriendo por el callejón, cerrado en un extremo por una cerca de tablas. El gato subió y franqueó la cerca. La tapa de un cubo de la basura cayó con estruendo. Bev dio un brinco y se aferró al brazo de Richie, pero luego se echó a reír, nerviosa.
—Las películas me han asustado —dijo.
—Ya se te… —comenzó Richie.
—Hola, caraculo —dijo Henry Bowers, desde atrás.
Los tres se volvieron sobresaltados. Henry, Victor y Belch estaban allí, cerrando la boca del callejón. Detrás de ellos había otros dos tipos.
—Mierda, ya lo sabía —gimió Ben.
Richie giró velozmente hacia el Aladdin, pero la puerta se había cerrado tras ellos y no había modo de abrirla desde afuera.
—Despídete, caraculo —dijo Henry. Y de pronto corrió hacia Ben.
Tanto entonces como más adelante, las cosas que ocurrieron a continuación parecieron, a ojos de Richie, como salidas de una película. Porque esas cosas no ocurren en la vida real. En la vida real, los más chicos reciben la paliza, recogen sus dientes y se van a su casa.
Y esa vez no fue así.
Beverly se adelantó un poco, casi como si quisiera salir al encuentro de Henry, tal vez para estrecharle la mano. Richie oía resonar las hebillas de aquellas botas. Victor y Belch se acercaban al jefe, mientras los otros dos chicos montaban guardia en la boca del callejón.
—¡Déjalo en paz! —gritó Beverly—. ¿Por qué no te metes con los grandes como tú?
—Ése es más grande que un camión, putita —bramó Henry, nada caballeresco—. Y ahora sal de…
Richie estiró el pie. No era su intención: su pie se estiró solo, tal como su lengua, a veces, al pronunciar agudezas peligrosas para la salud. Henry tropezó con él y cayó hacia adelante. El adoquinado del callejón estaba resbaladizo por la basura caída de los recipientes del bar, demasiado llenos, y Henry salió resbalando como un patinete.
Empezó a levantarse con la camisa manchada de posos de café, barro y trocitos de lechuga.
—¡Os voy a matar! —bramó.
Hasta ese momento, Ben había estado aterrorizado. Entonces algo estalló en él. Dejó escapar un rugido y cogió uno de los cubos de la basura. Por un momento, mientras lo sostenía en alto, desparramando basura por todas partes, se pareció realmente a Parva Calhoun. Estaba pálido y furioso. Arrojó el recipiente que golpeó a Henry en la parte baja de la espalda y lo aplastó otra vez contra el suelo.
—¡Salgamos de aquí! —gritó Richie.
Corrieron hacia la boca del callejón. Victor Criss saltó para cerrarles el paso. Ben, bramando, bajó la cabeza y se lanzó contra su barriga.
—¡Guuf! —gruñó Victor, y cayó sentado.
Belch aferró a Beverly por la cola de caballo y la arrojó limpiamente contra la pared del Aladdin. La chica rebotó contra los ladrillos y corrió por el callejón frotándose el brazo. Richie, mientras la seguía, tomó la tapa de un cubo. Belch Huggins lanzó hacia él un puño del tamaño de un jamón. Richie presentó inmediatamente la tapa de acero galvanizado. Cuando el puño de Belch chocó con ella se oyó un fuerte bonnng, casi melodioso, y Richie sintió que el impacto viajaba por su brazo hasta el hombro. Belch dejó escapar un grito y comenzó a dar saltitos sujetándose la mano que comenzaba a hinchársele.
—Allende se halla la tienda de mi padre —dijo Richie, confidencialmente, en una voz de Tony Curtis bastante pasable. Y corrió tras sus compañeros.
Uno de los chicos que custodiaban la boca del callejón había atrapado a Beverly y Ben estaba forcejando con él. El otro chico empezó a golpearlo rápidamente en los riñones. Richie balanceó el pie, que hizo contacto con las nalgas del que estaba pegando a Ben. El chico aulló de dolor. Richie tomó a Beverly por un brazo y a Ben con la otra mano.
—¡Corred! —gritó.
El chico con el que Ben estaba forcejando soltó a Beverly y apuntó un puñetazo a Richie. El oído del chico estalló de instantáneo dolor. Después quedó entumecido y muy caliente. Un agudo silbato empezó a sonarle en la cabeza, como el que se oía cuando la enfermera de la escuela le ponía a uno los audífonos para probar la capacidad auditiva.
Corrieron por Center Street ante las miradas de todo el mundo. El gran vientre de Ben subía y bajaba como un yo-yo. La cola de caballo de Beverly rebotaba como una pelota. Richie soltó a Ben para sostenerse las gafas contra la frente, por miedo a perderlas. Todavía le resonaba la cabeza y sentía que la oreja se le iba a hinchar, pero se sentía de maravilla. Empezó a reír. Beverly lo imitó. Muy pronto, también Ben estaba riendo.
Se detuvieron en Court Street y se dejaron caer en un banco, frente a la comisaría; en ese momento parecía el único lugar de Derry en donde podían estar a salvo. Beverly pasó un brazo alrededor del cuello de Ben y el otro por el de Richie para darles un furioso abrazo.
—¡Eso estuvo estupendo! —Le chisporroteaban los ojos—. ¿Habéis visto esos tíos?
—Los vi, ya lo creo —jadeó Ben—. Y no quiero volver a verlos en toda mi vida.
Eso los impulsó a otra tormenta de risa histérica. Richie esperaba que la banda de Henry apareciera tras la esquina y los persiguiera otra vez, con comisaría o sin ella. Pero no podía dejar de reír. Beverly tenía razón. Había sido fantástico.
—¡El Club de los Perdedores se anota uno bueno! —chilló, exuberante—. ¡Juá-juá-juá! ¡ALELUYA, niños!
Un policía asomó la cabeza por una ventana de la planta alta, para gritarles:
—¡Nada de chicos por aquí! ¡Largaos de aquí!
Richie abrió la boca para decir algo ingenioso, quizá con una flamante voz de policía irlandés, pero Ben le dio una patada en el pie.
—Cierra el pico, Richie —ordenó.
Y un instante después le costó creer que había dicho semejante cosa.
—Eso, Richie —concordó Bev, mirándolo con cariño—. Bip-bip.
—Está bien —dijo Richie—. Bueno, ¿qué queréis hacer? ¿Queréis que busquemos a Henry Bowers y le preguntemos si quiere arreglar las cosas con una partida de Monopoly?
—Muérdete la lengua —retrucó Ben.
—¿Eh? ¿Y eso qué quiere decir?
—Dejémoslo —suspiró Bev—. Qué ignorantes son algunos.
Vacilante, furiosamente ruborizado, Ben preguntó:
—¿Te lastimó ese tipo al tirarte del pelo, Beverly?
Ella le sonrió con suavidad y, en ese momento, tuvo la total certeza de algo que hasta entonces sólo era una suposición: que había sido Ben Hanscom el que le había enviado la postal con aquel hermoso haiku.
—No, no fue nada —aseguró.
—Vayamos a Los Barrens —propuso Richie.
Y allá fueron… o huyeron. Más tarde, Richie pensaría que eso estableció una costumbre para el resto del verano. Los Barrens se habían convertido en su refugio. Beverly, como Ben en su primer encuentro con los matones, no había bajado nunca hasta entonces. Se puso entre Richie y Ben para bajar, en fila india, por el sendero. Su falda se movía atractivamente y, al verla, Ben cobró conciencia de las oleadas de sentimientos que lo invadían, poderosas como calambres estomacales. Ella llevaba puesto su brazalete de tobillo, que centelleaba bajo el sol de la tarde.
Cruzaron el brazo del Kenduskeag por donde los chicos habían construido la presa (el arroyo se dividía unos setenta metros más arriba y volvía a unirse doscientos metros más allá, en dirección a la ciudad) pisando algunas piedras grandes, algo más abajo de donde había estado el dique. Encontraron otro sendero y acabaron por salir a la ribera de la rama oriental del arroyo, mucho más amplia que la otra. Centelleaba a la luz vespertina. A la izquierda, Ben vio dos de aquellos cilindros de cemento con cubiertas arriba. Debajo de ellos, sobresaliendo por encima del arroyo, había tuberías de cemento, de las que caían al Kenduskeag finos chorros de agua cenagosa. Cuando alguien caga en la ciudad, por aquí sale la cosa, pensó Ben, recordando la explicación del señor Nell. Sintió una especie de furia desolada, impotente. En otros tiempos, tal vez había habido pesca en ese río. Ahora no había muchas esperanzas de pescar una trucha; a lo sumo, se podía pescar un manojo de papel higiénico usado.
—Qué bien se está aquí —suspiró Bev.
—Sí, no está mal —coincidió Richie—. Se han ido los tábanos y la brisa aleja a los mosquitos. —La miró con aire esperanzado—. ¿Tienes algún cigarrillo?
—No —dijo ella—. Tenía dos, pero los fumé ayer.
—Lástima —concluyó Richie.
Se oyó un silbato y todos levantaron la vista; un largo tren de carga pasaba por el terraplén, al otro lado de Los Barrens, rumbo al patio de maniobras. Vaya lindo panorama vería la gente, si llevaba pasajeros, pensó Richie. Primero, el barrio pobre de Old Cape; después, los pantanos de bambúes, al otro lado del Kenduskeag; por fin, antes de abandonar Los Barrens, el foso humeante que era el basurero de la ciudad.
Por un breve instante pensó otra vez en la historia de Eddie, lo del leproso que había visto bajo la casa abandonada de Neibolt Street. Lo apartó de su mente y se volvió hacia Ben.
—¿Cuál fue la parte que te gustó más, Parva?
—¿Eh? —Ben se volvió hacia él, con cara culpable. Mientras Bev miraba al otro lado del Kenduskeag, absorta en sus propios pensamientos, él le había estado observando el perfil… y el moretón de la mejilla.
—De las películas, idiota. ¿Qué parte te gustó más?
—Me gustó cuando el doctor Frankenstein arroja los cuerpos a los cocodrilos que tenía debajo de su casa —dijo Ben—. Eso fue lo mejor, para mí.
—Fue horrible —opinó Beverly, estremecida—. Detesto esas cosas: los cocodrilos, las pirañas, los tiburones.
—¿Sí? ¿Qué son las pirañas? —preguntó Richie, inmediatamente interesado.
—Peces pequeñitos —explicó Beverly—. Y tienen muchos dientes pequeñitos, pero terriblemente afilados. Si te metes en un río donde haya pirañas, te comen hasta los huesos.
—¡Ay!
—Una vez vi una película. Los nativos querían cruzar un río, pero el puente se había caído —dijo ella—. Así que ataron una vaca y la hicieron entrar al río, y cruzaron mientras las pirañas se la comían. Cuando la sacaron, la vaca era sólo un esqueleto. Tuve pesadillas por toda una semana.
—Vaya, cómo me gustaría tener algunos peces de ésos —dijo Richie, alegremente—. Los pondría en la bañera de Henry Bowers.
Ben soltó una risita.
—No creo que se bañe.
—Eso no lo sé, pero si sé que será mejor cuidarnos de esos tipos —apuntó Beverly, tocándose el moretón de la mejilla—. Anteayer mi padre me dio una buena tunda por romper una pila de platos. Y con una a la semana me basta.
Hubo un momento de silencio que habría podido ser incómodo, pero no lo fue. Richie lo quebró diciendo que a él le había gustado más la parte en que el hombre-lobo agarraba al hipnotizador perverso. Durante una hora o más hablaron de las películas y de otras terroríficas que habían visto, y de las que emitían por televisión en Alfred Hitchcock presenta. Bev vio margaritas en la orilla y cortó una. La puso primero bajo el mentón de Richie y después bajo el de Ben, para ver si les gustaba la mantequilla. Dijo que a los dos les gustaba. En cada ocasión, los dos cobraron aguda conciencia de su ligero contacto en el hombro y del limpio olor de su pelo. Su rostro estuvo cerca del de Ben sólo por un momento, pero esa noche él soñó con el aspecto que habían tenido sus ojos durante ese tiempo breve e interminable.
Cuando la conversación comenzaba a decaer, oyeron los ruidos crepitantes de dos personas que venían por el sendero. Los tres se volvieron rápidamente hacia allí. Richie reparó de pronto en que tenían el río a la espalda. No habría forma de huir.
Las voces se acercaron. Se levantaron. Richie y Ben se pusieron, inconscientemente, algo por delante de Beverly.
Los matorrales del final del camino se estremecieron… y de pronto apareció Bill Denbrough. Venía con otro chico, un muchachito a quien Richie conocía muy poco. Se llamaba Bradley no sé cuántos y ceceaba espantosamente. Tal vez iba a Bangor con Bill para la terapia de la lengua, pensó Richie.
—¡Gran Bill! —dijo. Y luego, con la voz de Toodles—: Nos alegra volver a verlo, señor Denbrough, patrón.
Bill los miró y sonrió. En ese momento, mientras Bill miraba a Ben, a Beverly y luego otra vez a Bradley No-sé-cuántos, Richie tuvo una peculiar certidumbre: Beverly era parte de ellos; así lo decían los ojos de Bill. En cambio, Bradley no. Podía quedarse un rato; hasta era posible que volviera alguna otra vez a Los Barrens porque nadie le diría: «No, disculpa, pero el Club de los Perdedores ya tiene un miembro con problemas de dicción». Pero no formaba parte de la cosa. No formaba parte de ellos.
El pensamiento lo llevó a un miedo súbito e irracional. Por un momento se sintió como si hubiera nadado un trecho demasiado largo y descubriera, de pronto, que ya no hacía pie. Hubo un destello intuitivo: Se nos está llevando a algo. Se nos está eligiendo uno a uno. Nada de todo esto es casual. ¿Estamos ya todos?
Entonces la intuición se perdió en una maraña sin significado, como si un vidrio se rompiera contra el suelo de piedra. Además, no importaba. Allí estaba Bill, y Bill se haría cargo de todo; Bill no dejaría que las cosas se les fueran de las manos. Era el más alto y, sin duda alguna, el más apuesto. Bastaba con mirar a Bev, que tenía los ojos clavados en él, y a Ben, que la observaba con tristeza, comprendiendo. Bill era, también, el más fuerte de todos, y no sólo en un sentido físico. Había mucho más que eso, pero Richie aún no conocía la palabra carisma ni el otro significado del vocablo magnetismo; por eso pensó tan sólo que la fuerza de Bill era más profunda y podía manifestarse de muchos modos, algunos, tal vez, inesperados. Y sospechó también que, si Beverly se enamoraba de él, Ben no se pondría celoso (como se pondría —pensó Richie—, si se enamorara de mí) sino que lo aceptaría como algo natural. Y había otra cosa: Bill era bueno. Parecía estúpido pensarlo (aunque, en realidad, no lo pensaba; lo sentía, simplemente) pero así era. Bill parecía irradiar bondad y fuerza. Era como los caballeros de las películas viejas, de esas tontas, pero que todavía hacen llorar, dar gritos de júbilo y aplaudir al final. Fuerte y bueno.
Cinco años después, cuando sus recuerdos de lo que había ocurrido en Derry, durante aquel verano y antes, comenzaban a evaporarse rápidamente, a Richie Tozier, ya en la adolescencia, se le ocurrió que John Kennedy le hacía pensar en Bill el Tartaja.
¿Quién?, reaccionó su mente.
Levantó la vista, algo intrigado, y sacudió la cabeza. Alguien que conocí, pensó. Y descartó su vaga intranquilidad subiéndose los anteojos hasta la frente para concentrarse en su tarea. Alguien que conocí hace mucho tiempo.
Bill Denbrough puso los brazos en jarras, sonrió como un sol y dijo:
—Bu-bu-bueno, a-a-aquí est-estamos. Y ahora, ¿q-q-qué se ha-ha-hace?
—¿Tienes cigarrillos? —preguntó Richie, lleno de esperanzas.
Cinco días después, cuando junio tocaba a su fin, Bill dijo a Richie que quería ir a Neibolt Street para investigar el porche en donde Eddie había visto al leproso.
Acababan de volver a casa de Richie. Bill caminaba junto a Silver. Había llevado a Richie en la cesta durante la mayor parte del trayecto, en un vigorizante viaje a toda velocidad a través de Derry, pero tuvo la prudencia de bajarlo a una manzana de su casa. Si la madre de Richie los veía juntos en esa bicicleta, le daría un ataque.
La cesta de Silver estaba llena de pistolas de juguete; dos eran de Bill y tres de Richie. Habían pasado casi toda la tarde en Los Barrens, jugando a pistoleros. Beverly Marsh había aparecido a eso de las tres, con vaqueros desteñidos llevando una escopeta de aire comprimido muy vieja. El ruido no parecía el de un disparo, sino el de un almohadón inflado cuando alguien se sentaba encima. La especialidad de Beverly era trepar a los árboles y disparar desde allí sobre la gente desprevenida. El moretón de su mejilla se había descolorido hasta tomar un color amarillento.
—¿Qué has dicho? —preguntó Richie. Estaba espantado… pero también algo intrigado.
—Q-q-quiero echar un vi-vistazo bajo ese p-p-porche —dijo Bill.
Su voz era la de un empecinado, pero no miraba a Richie. En cada uno de sus pómulos había una fuerte mancha de color. Habían llegado a la casa de Richie, y allí estaba Maggie Tozier, en el porche, leyendo un libro. Los saludó con la mano, exclamando:
—¡Hola, chicos! ¿Queréis té helado?
—Enseguida vamos, mamá —dijo Richie. Y a Bill—: Allá no habrá nadie. Probablemente Eddie vio a un vagabundo y perdió la cabeza. Por Dios, ya lo conoces.
—Sí, lo c-c-conozco. P-p-pero recu-recuerda lo de la f-f-foto del ál-álbum.
Richie cambió de posición, incómodo. Bill levantó la mano derecha. Las tiritas ya no estaban, pero aún se veían círculos de tejido cicatrizado en los tres primeros dedos.
—Sí, pero…
—E-e-escúchame —dijo Bill.
Empezó a hablar muy lentamente, mirándolo a los ojos. Una vez más, repasó las similitudes entre el relato de Ben y el de Eddie… y las relacionó con lo que ellos habían visto en la fotografía móvil. Sugirió, una vez más, que el payaso había asesinado a los niños que en diciembre aparecieron muertos en Derry.
—Y t-t-tal vez no s-s-sólo a ellos —terminó—. ¿Q-q-qué me d-d-dices de todos los que des-des-desaparecieron? ¿Y de Ed-ed-eddie Corcoran?
—Lo asustó el padrastro, joder —dijo Richie.
—T-t-tal vez sí, p-p-pero tal vez n-no. Yo l-l-lo c-conocía un p-p-poquito; sé q-q-que el padre le p-p-pegaba. T-t-también sé q-q-que a veces pasaba la no-noche f-f-fuera de su c-c-asa p-p-para huir de él.
—Y tú crees que el payaso pudo atraparlo mientras estaba fuera de su casa —dijo Richie, pensativo.
Bill asintió.
—Y entonces, ¿qué quieres? ¿Pedirle un autógrafo?
—S-s-si el p-payaso mató a los ot-otros, t-también m-m-mató a G-georgie. —Los ojos de Bill se encontraron con los de Richie. Eran como pizarra: duros, inflexibles, implacables—. Q-q-quiero m-matarlo.
—Por Dios —dijo Richie, asustado—. ¿Y cómo piensas hacerlo?
—Mi-mi p-p-padre tiene una pistola —dijo Bill. Un poquito de saliva salió volando de sus labios, pero Richie apenas lo notó—. Él no s-s-sabe que yo sé, p-p-pero la v-vi. Está en el últ-en el último estante de su r-r-ropero:
—Me parece muy bien, si es hombre —dijo Richie—, y siempre que lo encontremos sentado sobre un montón de huesos de chicos.
—¡Tenéis el té servido, chicos! —anunció la madre de Richie alegremente—. ¡Venid a buscarlo!
—¡Enseguida vamos, mamá! —repitió Richie, ofreciéndole una enorme y falsa sonrisa, que desapareció en cuanto se volvió hacia Bill—. Yo no dispararía contra un tipo sólo porque vistiera de payaso, Billy. Eres mi mejor amigo, pero yo no lo haría ni dejaría que tú lo hicieras, si pudiera impedírtelo.
—¿Y s-s-si hubiera u-u-un mo-montón de huesos?
Richie se humedeció los labios y no dijo nada por un momento. Luego preguntó.
—¿Qué harás si no es un hombre, Billy? ¿Y si es una especie de monstruo? ¿Y si existen esas cosas? Ben Hanscom dijo que era la momia y que los globos flotaban contra el viento, y que no tenía sombra. La foto del álbum… no sé si lo imaginamos o si era mágica. Pero debo decirte, viejo, que no creo haberlo imaginado. Por lo menos, tus dedos no imaginaron nada, ¿eh?
Bill sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer si no es un hombre, Billy?
—T-t-tendremos que im-imaginar otra c-c-cosa.
—Oh, sí —dijo Richie—. Ya me doy cuenta. Disparas cuatro o cinco voces, y si continúa avanzando hacia nosotros, como el hombre-lobo de la película que vi con Ben y Bev, puedes probar con tu tirachinas. Y si el tirachinas no da resultado, yo le arrojaré un poco de polvo para estornudar. Y si con todo eso sigue avanzando, podemos pedir tiempo muerto y decirle: Eh, espere un momento, señor Monstruo. Esto no da resultado. Vea, voy a consultar en la biblioteca y vuelvo, ¿eh? Disculpe. ¿Es eso lo que vas a decir, Gran Bill?
Miró a su amigo, con el corazón acelerado. Una parte de él quería que Bill insistiera con su idea de inspeccionar bajo el porche de aquella casa vieja, pero otra parte quería (desesperadamente) que Bill abandonara la idea. De algún modo, aquello era como haber entrado en alguna de las matinées terroríficas del Aladdin, pero de otro modo, de un modo crucial, no se parecía en nada a eso. Porque uno no se sentía a salvo, como en el cine, donde uno sabía que todo terminaría bien y que, en todo caso, saldría con el trasero intacto. La fotografía de Georgie no había sido una película. Richie creía estar olvidándose de eso, pero al parecer se engañaba, porque bien podía ver esos cortes en los dedos de Billy. Si no lo hubiera sacado a tirones…
Bill, increíblemente, estaba sonriendo. Sonreía, sí.
—T-t-tú quisiste que t-t-te llevara a v-v-ver esa fo-fo-foto —señaló—. Ahora q-q-quiero lle-llevarte a ver u-u-una casa. Toma y daca.
—Linda caca —rimó Richie.
Y los dos rompieron a reír.
—M-m-mañana p-p-por la mañana —dijo Bill, como si todo estuviera resuelto.
—¿Y si es un monstruo? —preguntó Richie, mirándolo a los ojos—. ¿Y si el revólver de tu padre no lo detiene, Bill? ¿Y si sigue caminando?
—P-p-pensaremos otra c-c-cosa —repitió Bill—. Qué remedio.
Echó la cabeza hacia atrás y rió como un loco. Un momento después, Richie lo imitó. Era inevitable.
Caminaron juntos hasta el porche de Richie. Maggie había preparado enormes vasos de té helado, con ramitas de menta, y un plato de pastas.
—¿Q-q-quieres venir?
—Bueno, no —dijo Richie—. Pero iré.
Bill le dio una palmada en la espalda, y eso pareció reducir el miedo a algo soportable…, aunque Richie tuvo la súbita seguridad (y no se equivocaba) de que el sueño tardaría en llegar, aquella noche.
—Parece que estaban discutiendo algo muy importante, allá abajo —comentó la señora Tozier, sentándose otra vez, con el libro en una mano y un vaso de té helado en la otra, mientras miraba a los muchachitos, llena de expectativa.
—Oh, a Denbrough se le ha metido en la cabeza que los Red Sox van a terminar en la primera división —dijo Richie.
—Yo y m-m-mi padre es-es-estamos seguros de que t-t-tienen una b-b-buena op-p-p-oportunidad en la tercera —dijo Bill, y probó su té helado—. E-e-está m-m-muy b-bueno, se-se-señora T-T-Tozier.
—Gracias, Bill.
—Los Red Sox van a llegar a la primera el día en que tú dejes de tartamudear, boca de trapo —dijo Richie.
—¡Richie! —chilló la señora Tozier, espantada.
Estuvo a punto de dejar caer su vaso. Pero tanto Richie como Bill Denbrough reían histéricamente, tentados por completo. Miró a su hijo, a Bill, otra vez a su hijo, conmovida por una extrañeza que era, en su mayor parte, simple perplejidad, pero también un miedo tan delgado y agudo que le penetró hasta lo más hondo del corazón y quedó vibrando allí, como un diapasón de vidrio.
No los comprendo, a ninguno de los dos —pensó—. No sé a dónde van, qué hacen, qué quieren… ni qué será de ellos. A veces…, oh, a veces tienen ojos salvajes, y a veces siento miedo por ellos, y otras veces siento miedo de ellos…
Se descubrió pensando, no por primera vez, que habría sido hermoso tener también una niña. Una hermosa niña rubia que ella habría vestido con faldas combinadas con lazos y, en domingo, con zapatitos de charol negro. Una bonita niña a la que hubiese gustado preparar bizcochos después de clase y que hubiera pedido muñecas, no libros de ventriloquia y modelos de automóviles muy veloces. A una niña, habría podido entenderla.
—¿Lo conseguiste? —preguntó Richie, ansioso.
Iban llevando sus bicicletas por Kansas Street, a lo largo de Los Barrens, a las diez de la mañana siguiente. El cielo estaba gris y opaco. Habían anunciado lluvias para la tarde. Richie no había podido dormirse hasta medianoche, y Denbrough parecía haber tenido el mismo problema, porque parecía tener dos buenas bolsas de carbón bajo los ojos.
—L-l-lo conseguí —confirmó Bill, dando unas palmadas a la chaqueta verde que llevaba puesta.
—Enséñame —pidió Richie, fascinado.
—Ahora no. —Bill sonrió—. P-p-podría verlo a-alguien. P-p-pero mira lo q-q-que traje ta-también.
Y sacó su tirachinas Bullseye del bolsillo trasero.
—Oh, mierda, en qué nos hemos metido —dijo Richie, y se echó a reír.
Bill se fingió ofendido.
—L-l-la idea fue t-t-tuya, Tozier.
El tirachinas de aluminio había sido su regalo de cumpleaños, a los diez, término medio elegido por Zack entre el rifle calibre 22 que Bill quería y la rotunda negativa de su madre a dejarlo usar un arma de fuego. El folleto de instrucciones decía que el tirachinas era una buena arma de caza, cuando uno aprendía a usarlo. «En las manos adecuadas, el tirachinas Bullseye es tan mortífero y efectivo como un buen arco o un arma de fuego de alto calibre», proclamaba el folleto. Después de ensalzar semejantes virtudes, advertía que el tirachinas podía ser peligroso. Su propietario no debía apuntar con ninguna de las veinte municiones incluidas a ninguna persona, así como no le apuntaría con una pistola cargada.
Bill todavía no lo manejaba muy bien (y sospechaba, para sus adentros, que jamás llegaría a conseguirlo), pero consideraba que la advertencia del folleto estaba justificada. El grueso elástico tenía mucho impulso y cuando se acertaba a una lata, le hacía un agujero tremendo.
—¿Te va mejor con ella, Gran Bill? —preguntó Richie.
—Un p-p-poco —dijo Bill.
Era cierto sólo en parte. Después de mucho estudiar las ilustraciones del folleto, que se llamaban figuras (figura 1, figura 2…) y de practicar en el parque de Derry hasta dejarse el brazo entumecido, había llegado a dar en el blanco de papel que también venía con el tirachinas más o menos tres veces de cada diez intentos. Y una vez había hecho centro. Casi.
Richie tiró del elástico, lo hizo sonar y devolvió el arma sin decir nada. Para sus adentros, le parecía muy dudoso que prestara tanto servicio como la pistola de Zack Denbrough cuando de matar monstruos se tratara.
—¿Sí? —dijo—. Así que trajiste tu tirachinas. Vaya, gran cosa. Eso no es nada. Mira lo que traje yo, Denbrough.
Y sacó, de su propia chaqueta, un paquete con la caricatura de un gordo que decía AtCHUUU, con las mejillas bien infladas.
Los dos se miraron por un largo instante. Por fin estallaron en carcajadas palmeándose mutuamente la espalda.
—E-e-estamos preparados para c-c-cualquier eventualidad —dijo Bill, por fin, enjuagándose los ojos con la manga.
—Tu abuela, Bill el Tartaja.
—Escucha. Va-va-vamos a dejar tu b-b-bicic-c-cleta ahí abajo, en Los Barrens. D-donde yo dejo a S-S-Silver cuando jugamos. T-tú vendrás en m-m-mi cesta, p-p-por si t-tenemos q-q-que salir hu-hu-huyendo.
Richie asintió. No le parecía adecuado discutir, pues su pequeña Raleigh (a veces se golpeaba las rodillas contra el manillar, cuando pedaleaba muy rápido) parecía un pigmeo junto a esa construcción patilarga y encorvada que era Silver. Sabía que Bill era más fuerte y Silver, más veloz.
Llegaron al pequeño puente, donde Bill le ayudó a colgar su bicicleta. Después se sentaron y, con el ruido ocasional del tráfico sobre sus cabezas, Bill abrió la cremallera de su chaqueta y sacó la pistola de su padre.
—T-t-ten mucho c-c-cuidado, ¿quieres? —dijo, entregándola a Richie, que acababa de silbar su franca aprobación—. Es-este tipo de p-p-pistolas n-no-no tiene se-seguro.
—¿Está cargada? —preguntó Richie, lleno de temor reverencial.
La pistola, una Walther-PPK que Zack Denbrough había recogido durante la ocupación, parecía increíblemente pesada.
—T-t-todavía no —dijo Bill, palmeándose el bolsillo—. Aq-quí t-t-tengo algunas b-b-balas. Pero dice mi p-p-padre que s-s-si el arma te nota d-d-descuidado, s-s-se carga sola. P-p-para poder d-d-disparar c-c-contra ti.
Su rostro esbozó una extraña sonrisa, expresando que, si bien no creía en semejante tontería, la creía a pies juntillas.
Richie comprendió. Había en el arma un algo de mortífero que él nunca había percibido en los revólveres de su padre (aunque la escopeta tenía algo, ¿verdad?, en su modo de inclinarse contra el interior del armario, en el garaje, casi como si dijera: Podría ser muy malvada si me lo propusiera, créeme). Pero esa pistola, esa Walther, parecía fabricada exclusivamente para matar gente. Y Richie comprendió, con un escalofrío, que para eso la habían fabricado. ¿Qué otra cosa se podía hacer con una pistola? ¿Encender un cigarrillo?
Giró la boca del arma hacia sí, poniendo cuidado en mantener las manos lejos del gatillo. Le bastó echar un vistazo a ese negro ojo sin párpados para comprender a la perfección la peculiar sonrisa de Bill. Recordó lo que le había dicho su padre: Si recuerdas que las armas descargadas no existen, nunca tendrás problemas con las armas de fuego, Richie. Y la devolvió a Bill, aliviado de desprenderse de ella.
Bill volvió a guardársela bajo la chaqueta. De pronto, la casa de Neibolt Street parecía menos atemorizante… pero la posibilidad de que hubiera derramamiento de sangre adquiría, en cambio, nuevas fuerzas.
Miró a Bill, tal vez con intención de disuadirlo, pero interpretó su expresión y se limitó a decir:
—¿Listo?
Como de costumbre, cuando Bill levantó el segundo pie del suelo, Richie tuvo la seguridad de que iban a estrellarse y se partirían la cabeza contra el implacable pavimento. La gran bicicleta se bamboleaba locamente de lado a lado. Los naipes sujetos a los radios dejaron de disparar tiros individuales para iniciar el fuego de ametralladora. Los bamboleos de borracho se hicieron más pronunciados. Richie cerró los ojos y esperó a que ocurriera lo inevitable.
Entonces Bill vociferó:
—¡Hai-oh, Silver, arreee!
La bicicleta tomó más velocidad y por fin cesó de marearlos con ese bamboleo. Richie aflojó las manos aferradas a la cintura de Bill y se sostuvo del cestillo montado sobre la rueda trasera. Bill cruzó Kansas Street en una línea diagonal, voló por las calles laterales a una velocidad cada vez mayor y se encaminó hacia Witcham Street como si corriera por estratos geológicos. Abandonaron Straphan Street y entraron en Witcham a una velocidad exorbitante. Bill inclinó a Silver hasta casi tumbarla, bramando otra vez:
—¡Hai-oh, Silver!
—¡Vamos, Gran Bill! —gritó Richie, tan asustado que estaba a punto de ensuciarse los vaqueros, pero riendo como loco—. ¡Échale el resto!
Bill respondió a esas palabras poniéndose de pie sobre los pedales, para imprimirles un ritmo lunático. Richie estudió su espalda, asombrosamente ancha, considerando que sólo iba para los doce años, y el movimiento de sus hombros bajo la chaqueta. De pronto, tuvo la seguridad de que eran invulnerables, de que vivirían por siempre jamás. Bueno, tal vez los dos no…, pero Bill sí, seguro. Bill no tenía idea de lo fuerte que era, tan seguro, tan perfecto.
Volaron por Witcham Street, entre casas cada vez más espaciadas, por intersecciones menos frecuentes.
—¡Hai-oh, Silver! —chilló Bill.
Y Richie aulló, con su voz de negro Jim, potente y aguda:
—¡Aio, Silver! ¡Eso é, amito, eso é! ¡Cómo core el amito, señó! ¡Aio, Silver, AREEEE!
Ya estaban cruzando terrenos verdes, planos y sin profundidad bajo el cielo gris. Richie distinguió, en la distancia, la vieja estación de ladrillos. A su derecha, los depósitos de hojalata marchaban en fila. Silver se sacudió sobre un par de vías del tren; luego cruzó otras.
Y allí estaba Neibolt Street, saliendo hacia la derecha. Bajo el cartel de su nombre, otro decía: A LA VÍA DEL TREN. Estaba oxidado y colgaba torcido. Más abajo había un tercer cartel, mucho más grande, de fondo amarillo con letras negras. Era casi un comentario a lo que eran las vías en sí. Decía: CALLEJÓN SIN SALIDA.
Bill viró hacia Neibolt, se acercó a la acera y bajó el pie.
—D-d-desde aquí ir-iremos c-c-caminando.
Richie se bajó de la cesta, con una mezcla de alivio y pena.
—Vale.
Caminaron por la acera, resquebrajada y llena de hierbas. Delante, en las vías, una locomotora diesel marchaba lentamente, dejaba apagar su ruido y volvía a empezar. Una o dos veces se oyó la música metálica de los acoples.
—¿Tienes miedo? —preguntó Richie a Bill.
Bill, que llevaba a Silver por el manillar, le dirigió una breve mirada.
—S-sí. ¿Y tú?
—Por supuesto.
Bill le contó que, la noche anterior, había interrogado a su padre sobre Neibolt Street. Al parecer, allí habían vivido muchos ferroviarios hasta el final de la Segunda Guerra Mundial: ingenieros, maquinistas, señaleros o peones. La calle había declinado junto con la estación. A medida que Bill y Richie avanzaban, las casas se iban separando cada vez más y se tornaban más sucias, más pobres. Las últimas tres o cuatro, a ambos lados, estaban vacías y cerradas con tablas, con los patios invadidos por la hierba. Un cartel de SE VENDE se balanceaba desoladamente en un porche. A ojos de Richie, ese letrero parecía tener mil años. La acera se interrumpió. Ahora caminaban por una senda apisonada, donde las hierbas crecían sin mucha convicción.
Bill se detuvo y señaló, diciendo con suavidad.
—A-a-ahí est-está.
El 29 de Neibolt Street había sido, en otros tiempos, una pulcra vivienda roja, al estilo de Cape Cod. Tal vez, pensó Richie, ahí había vivido un ingeniero, un soltero que no usaba pantalones sino vaqueros, y muchos guantes de cuero duro, y cuatro o cinco gorras acolchadas. Un tipo que iba a esa casa una o dos veces al mes, para pasar tres o cuatro días escuchando la radio mientras atendía el jardín. Un tipo que comía casi todo frito (y sin verduras, aunque las cultivaría para sus amigos) y que, en las noches ventosas, pensaba en la muchacha que quedó atrás.
Ahora, la pintura roja se había desteñido hasta un rosa debilucho que se estaba descascarillando en feos parches parecidos a llagas. Las ventanas eran ojos ciegos, cerrados por tablas. Casi todas las tejas habían desaparecido. La hierba crecía a ambos lados de la casa y el césped estaba cubierto de dientes de león, los primeros de la temporada. A la izquierda, una alta cerca de madera, cuyo blanco, tal vez níveo algún día, había tomado un gris opaco casi igual al del cielo cubierto, se inclinaba a un lado y otro, entre los arbustos, como si estuviera ebria. Por la mitad de esa cerca, Richie divisó un monstruoso bosquecillo de girasoles; los más altos parecían superar el metro y medio. Tenían un aspecto saciado, horripilante, que no le gustó. La brisa los sacudía, haciendo que cabecearan entre sí, como diciendo: Han llegado los chicos. Qué bien, ¿no? Más chicos. Para nosotros. Richie se estremeció.
Mientras Bill apoyaba cuidadosamente a Silver contra un olmo, Richie estudió la casa. Vio que una rueda asomaba entre el pasto denso, cerca del porche, y lo señaló para beneficio de su compañero. Bill asintió; era el triciclo caído que había mencionado Eddie.
Miraron calle arriba y calle abajo. El chug-chug de la locomotora subió, bajó y volvió a acentuarse. El ruido parecía pender como un hechizo con el cielo nublado. Neibolt estaba completamente desierta. Richie oía algún coche, de vez en cuando, por la carretera 2, pero no lo podía ver.
La locomotora se oyó más cerca y más lejos, más cerca y más lejos.
Los enormes girasoles cabeceaban con aire sabio. Chicos frescos. Que buenos niños. Para nosotros.
—¿L-l-listo? —preguntó Bill.
Richie dio un saltito.
—¿Sabes una cosa? Estaba pensando que los últimos libros que saqué de la biblioteca vencen hoy —dijo Richie—. Tendría que…
—C-c-corta el r-rollo, R-r-richie. ¿Est-estás listo o no?
—Creo que sí —dijo Richie, sabiendo que no estaba listo ni lo estaría nunca.
Cruzaron el césped lleno de hierbas hasta el porche.
—M-m-mira es-eso —apuntó Bill.
En el lado izquierdo, el enrejado del porche estaba inclinado hacia fuera, contra una maraña de arbustos. Los dos niños vieron clavos herrumbrados que se habían desprendido. Allí había viejos rosales; aunque las rosas florecían descuidadamente a ambos lados de la parte desprendida, las que estaban alrededor y enfrente de esa abertura tenían un aspecto esquelético y muerto.
Bill y Richie se miraron sombríamente. Todo lo que Eddie había dicho se estaba confirmando; siete semanas después, allí estaban las pruebas.
—En realidad no quieres ir ahí abajo, ¿verdad? —rogó Richie.
—N-n-no —dijo Bill—, p-p-pero voy a i-ir.
Y Richie, con el corazón encogido, vio que hablaba muy en serio. La luz gris había vuelto a sus ojos y relumbraba allí, sin pausa. En las líneas de su cara había una pétrea voluntad que lo hacía parecer mayor. Richie pensó: Creo que está decidido a matarlo, si lo encuentra aquí. Tal vez quiera matarlo y llevar la cabeza a su padre, para decirle: «Mira, esto es lo que mató a Georgie; ahora puedes volver a hablar conmigo por las noches, a contarme cómo te fue en el trabajo o a quién le tocó pagar el café esta mañana».
—Bill… —dijo.
Pero Bill ya no estaba allí. Iba caminando hacia el extremo derecho del porche, por donde Eddie debía de haberse escurrido. Richie tuvo que correr para seguirlo y estuvo a punto de caer sobre el triciclo enredado en el pastizal, al que la herrumbre convertía poco a poco en tierra.
Alcanzó a Bill en el momento en que éste se ponía en cuclillas para mirar bajo el porche. En ese extremo no había verja; alguien, algún vagabundo, la habría arrancado largo tiempo atrás, para refugiarse allí abajo, donde no llegara la nieve del invierno, la fría lluvia otoñal ni los chubascos de verano.
Richie se agachó a su lado, con el corazón palpitando como un tambor. Bajo el porche no había sino montones de hojas podridas, periódicos amarillentos y sombras. Demasiadas sombras.
—Bill —repitió.
—¿Qué? —Bill había vuelto a sacar la Walther de su padre. Retiró el cargador y tomó cuatro balas de su bolsillo. Las cargó una a una, mientras Richie lo observaba, fascinado. Cuando volvió a mirar bajo el porche, reparó en algo más. Había vidrios rotos. Fragmentos de vidrio que refulgían débilmente. El estómago de Richie se retorció dolorosamente. No era ningún estúpido, y comprendía bien que ese detalle venía a confirmar por completo el relato de Eddie. Si había astillas de vidrio entre las hojas fermentadas, bajo el porche, la ventana había sido rota desde dentro, desde el sótano.
—¿Q-qué? —preguntó Bill, otra vez, levantando la mirada hacia él.
Su cara estaba sombría y pálida. Al mirar ese rostro decidido, Richie arrojó mentalmente la toalla.
—Olvídalo —dijo.
—¿V-v-vienes?
—Sí.
Se metieron a rastras por debajo del porche.
El olor de las hojas en descomposición solía ser agradable, pero aquél no tenía nada de grato. Las hojas parecían esponjas bajo las manos y las rodillas. Richie tuvo la sensación de que formaban un colchón de ochenta, noventa centímetros. De pronto se preguntó qué haría si una mano o una garra surgía de entre las hojas para apresarlo.
Bill estaba examinando la ventana rota. Había fragmentos de vidrio por todas partes. La varilla de madera que separaba los paneles yacía bajo los peldaños del porche en dos trozos astillados. La parte alta del marco sobresalía como un hueso roto.
—Esto recibió un golpe muy fuerte —susurró Richie.
Bill, que estaba espiando hacia dentro (o tratando de hacerlo), asintió.
Richie lo apartó con el codo para mirar también. El sótano era un penumbroso batiburrillo de cajas y cajones. El suelo era de tierra y, como las hojas, despedía un aroma húmedo y mohoso. A la izquierda se veía el bulto de una caldera que proyectaba tuberías redondas hacia el bajo cielo raso. Más allá, en un extremo del sótano, Richie vio una casilla grande, con flancos de madera. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de un establo, pero ¿quién podría tener caballos en un sótano? Luego comprendió que, en una casa tan vieja, la caldera debía de haber sido de carbón y no de petróleo. Nadie se había molestado en efectuar la adaptación de la caldera, porque nadie tenía interés en la casa. Esa casilla debía de ser una carbonera. A la derecha, Richie divisó un tramo de escalera que subía al nivel de la calle.
Bill estaba sentado, encorvado hacia adelante… y antes de que Richie pudiera percatarse de sus intenciones, las piernas de su amigo estaban desapareciendo por la ventana.
—¡Bill, por el amor de Dios! —siseó—. ¿Qué estás haciendo? ¡Sal de ahí!
Bill no contestó: Siguió deslizándose. Su chaqueta se enroscó por la espalda y estuvo a punto de engancharse en un trozo de vidrio que habría podido hacerle un buen tajo. Un segundo después, sus zapatillas golpearon el duro suelo de dentro.
—Maldita sea —murmuró Richie, frenéticamente, mirando el cuadrado de oscuridad donde su amigo acababa de desaparecer—. Bill, ¿te has vuelto loco?
La voz de Bill subió flotando.
—Si quieres, R-R-Richie, puedes q-q-quedarte ahí. Mo-mo-monta guardia.
Lo que él hizo fue ponerse boca abajo y meter las piernas por la ventana del sótano, antes de que le fallara el valor, rezando para no cortarse las manos o el vientre con el vidrio roto.
Algo le sujetó las piernas. Richie lanzó un alarido.
—S-s-ssoy yo —susurró Bill. Un momento después, Richie estaba de pie a su lado, bajándose la camisa y la chaqueta—. ¿Quién creíste que era?
—El hombre del saco —dijo Richie, con una risa estremecida.
—T-t-tú ve p-p-por ese l-l-lado y yo i-i-i…
—Ni pensarlo —cortó Richie. Oía claramente el latir de su corazón en su voz, sobresaltada y desigual, alta y baja—. Voy contigo, Gran Bill.
Avanzaron primero hacia la carbonera; Bill, algo más adelante, con la pistola en la mano; Richie lo seguía de cerca, tratando de mirar a todos lados al mismo tiempo. Bill se detuvo ante uno de los flancos de la carbonera, por un momento, y luego se asomó súbitamente, sosteniendo el revólver con ambas manos. Richie apretó los ojos con fuerza, preparándose para la detonación. No la hubo. Abrió los ojos, cauteloso.
—S-s-sólo c-c-carbón —dijo Bill, con una risita nerviosa.
Richie se puso a un lado y miró. Todavía quedaba una carga de carbón, amontonado hasta el cielo raso en la parte trasera de la casilla, en una pendiente que dejaba sólo uno o dos trozos ante sus pies. Era negro como ala de cuervo.
—Vamos a… —comenzó Richie.
En ese momento se abrió la puerta de la escalera, con un violento estruendo, dejando pasar la blanca luz del día.
Los dos chicos gritaron.
Richie oyó gruñidos. Eran muy audibles, como los de un animal salvaje enjaulado. Vio que unos mocasines descendían por los peldaños. Más arriba había unos vaqueros desteñidos…, manos que se balanceaban…
Pero no eran manos… sino garras. Enormes garras deformes.
—¡T-t-trepa por el c-c-carbón! —aulló Bill.
Pero Richie estaba petrificado. Súbitamente supo qué venía a por ellos, lo que iba a matarlos en ese sótano que apestaba a tierra húmeda y a vino barato, derramado por los rincones. Lo sabía, pero necesitaba verlo.
—¡Ha-ha-hay una ve-ventana a-a-ahí arriba!
Las garras estaban cubiertas de espeso pelo pardo, que se enroscaba como alambre; los dedos terminaban en uñas melladas. Por fin, Richie vio una chaqueta de seda negra, con ribetes naranja: los colores de la secundaria de Derry.
—¡Ve-ve-vete! —vociferó Bill, dando a Richie un fuerte empujón.
Richie cayó despatarrado en el carbón. Sus aristas se le clavaron dolorosamente abriéndose paso a través de su aturdimiento. Hubo bajo sus manos pequeñas avalanchas. Aquellos gruñidos salvajes seguían y seguían.
El pánico deslizó su capucha sobre la mente de Richie.
Apenas consciente de lo que hacía, trepó por la montaña de carbón ganando terreno, resbalando hacia atrás para volver a avanzar, aullando mientras subía. La ventana, allá arriba, estaba negra de polvo de carbón y apenas dejaba pasar algo de luz. Estaba cerrada con una manivela. Richie aplicó sobre ella todo su peso, pero no pudo hacerla girar. Los gruñidos ya sonaban más próximos.
Abajo estalló un disparo, casi ensordecedor en el cuarto cerrado. El humo de la pólvora, áspero y acre, le llegó a la nariz, impresionándolo hasta hacerle recobrar un poco la conciencia. Entonces se dio cuenta de que había estado tratando de girar la manivela en dirección contraria. Cambió la dirección del movimiento y el artefacto cedió con un chirrido prolongado, herrumbroso. El polvo de carbón le cayó en las manos como pimienta.
La pistola volvió a disparar con un segundo bramido ensordecedor. Bill Denbrough gritó:
—¡TÚ MATASTE A MI HERMANO, HIJO DE PUTA!
Por un momento, la bestia que había bajado por la escalera pareció reír, pareció hablar; era como si un perro cruel hubiera comenzado a ladrar palabras confusas. Richie creyó, fugazmente, que aquella cosa vestida con la chaqueta de la secundaria había graznado, a su vez: Y a ti también voy a matarte…
—¡Richie! —vociferó Bill, entonces.
Y Richie oyó el repiqueteo del carbón que caía, mientras Bill empezaba a trepar. Los rugidos y los gruñidos continuaban. Hubo un astillar de madera. Aquello era una mezcla de ladridos y aullidos, como en medio de una fría pesadilla.
Richie dio a la ventana un fuerte empellón, sin importarle que el vidrio pudiera romperse y reducirle las manos a jirones. Ya no le importaba nada.
El vidrio no se rompió; giró hacia fuera, sobre una vieja bisagra de acero escamada de herrumbre. Cayó otro poco de polvo negro, esta vez en la cara de Richie. Se retorció hasta salir al patio lateral como una anguila, aspirando el aire fresco, sintiendo el latigazo de la hierba alta en la cara. Tuvo una vaga conciencia de que estaba lloviendo. Vio los gruesos tallos de los gigantescos girasoles, verdes y velludos.
La Walther se disparó por tercera vez y la bestia del sótano aulló; fue un sonido primitivo, de rabia pura. Luego Bill gritó:
—¡Me ha at-atrapado, Richie! ¡Ayú-ayúdame! ¡Me atr…!
Richie giró en redondo, a cuatro patas, y vio la cara aterrorizada de su amigo, vuelta hacia arriba, en el cuadrado de ventana por la cual, en cada otoño, habían descargado una carretada de carbón para el invierno.
Bill yacía despatarrado en el carbón. Sus manos se agitaban buscando infructuosamente el marco de la ventana que estaba fuera de su alcance. Tenía la camisa y la chaqueta enroscadas casi hasta la clavícula. Y se deslizaba hacia atrás… No: estaba siendo arrastrado hacia atrás. Richie apenas veía algo. Era una sombra móvil, corpulenta, detrás de Bill. Una sombra que gruñía y gimoteaba, casi humana.
No hacía falta verla. Richie la había visto el sábado anterior, en la pantalla del Teatro Aladdin. Era una locura total, pero aun así el chico no puso en tela de juicio su propia cordura ni esa conclusión.
El hombre-lobo había atrapado a Bill Denbrough. Sólo que no era Michael Landon, con un montón de maquillaje en la cara y mucha piel postiza. Era real.
Como para demostrarlo, Bill volvió a aullar.
Richie estiró la mano y aferró las manos de Bill. En una de ellas encontró la Walther y, por segunda vez en ese día, miro directamente su ojo negro… sólo que ahora estaba cargada.
Forcejearon por Bill. Richie lo tenía por las manos; el hombre-lobo, por los tobillos.
—¡Ve-vete de aquí, Richie! —bramó Bill—. ¡Lárgate…!
De pronto, la cara del hombre-lobo salió de la oscuridad. Tenía la frente baja y echada hacia atrás, cubierta de vello. Sus mejillas eran huecas y peludas. Sus ojos, de color pardo oscuro, traslucían una horrible inteligencia. La boca se abrió en una serie de gruñidos poderosos. Por el grueso labio superior corrían dos arroyos gemelos de espuma blanca, que le goteaba por la barbilla. En la cabeza, el pelo estaba peinado hacia atrás, en una horrible parodia de la cola de pato que usaban los adolescentes. Echó la cabeza atrás y rugió, sin apartar los ojos de los de Richie.
Bill trepó por el carbón. Richie lo cogió por los brazos y tiró con fuerza. Por un momento creyó que iba a ganar. Pero entonces el hombre-lobo se apoderó nuevamente de las piernas de Bill y tiró de él hacia atrás, llevándoselo hacia la oscuridad. Era más fuerte. Había apresado a Bill y quería quedárselo.
En ese instante, sin la menor idea de lo que estaba haciendo ni de por qué lo hacía, Richie oyó que la voz del policía irlandés brotaba de su boca: la voz del señor Nell. Pero no era Richie Tozier haciendo una mala imitación; ni siquiera se trataba del señor Nell. Era la voz de todos los policías irlandeses que alguna vez agitaron la porra después de media noche para comprobar las puertas de los establecimientos cerrados.
—¡O lo sueltas, muchacho, o te rompo esa cabezota! ¡Por Cristo que te la rompo! ¡Suéltalo ahora mismo si no quieres que te sirva tu propio hígado en una bandeja!
La bestia del sótano dejó escapar un ensordecedor rugido de ira… pero Richie creyó detectar otra nota en ese bramido: miedo, tal vez. O dolor.
Dio un tremendo tirón y Bill voló por la ventana, cayendo entre la hierba. Miró fijamente a Richie, con grandes ojos horrorizados. Tenía la pechera de la chaqueta manchada de negro.
—¡Rá-rápido! —jadeó, casi gimiendo, mientras tomaba a Richie de la camisa—. ¡Te-tenemos qu…!
Richie oyó que el carbón volvía a caer en avalanchas. Un momento después, la cara del hombre-lobo llenó la ventana del sótano, gruñéndoles. Sus garras buscaron en el pasto inquieto.
Bill aún tenía la Walther, no la había soltado en ningún momento. La sujetó con las dos manos, reducidos los ojos a ranuras y apretó el gatillo. Hubo otro terrible estallido y Richie vio que el cráneo del hombre-lobo perdía un pedazo; un torrente de sangre le corrió por la cara, apelmazando el pelaje y empapando el cuello de la chaqueta escolar.
Rugiendo siempre, empezó a salir por la ventana.
Richie se movía con lentitud, como en sueños. Metió la mano bajo la chaqueta y buscó el bolsillo posterior. De allí sacó el sobre con la caricatura del hombre que estornudaba. Lo abrió en el momento en que la sangrante bestia asomaba por la ventana, a viva fuerza, cavando profundos surcos en la tierra con sus garras. Abrió el paquete y lo estrujó.
—¡Vuelve a tu lugar, chico! —ordenó, con la voz del policía irlandés.
Una nube blanca voló a la cara del hombre-lobo. Sus rugidos cesaron súbitamente. Miró a Richie con una sorpresa casi cómica y emitió un sonido sibilante, sofocado. Sus ojos, rojos y legañosos, giraron hacia el chico y parecieron grabárselo, de una vez para siempre.
Entonces empezó a estornudar.
Estornudó una y otra vez. Del hocico le brotaban kilos de saliva y el moco, negriverdoso, voló de las fosas nasales. Una de esas gotas salpicó la piel de Richie, quemándole como ácido. Se la enjugó con un alarido de dolor y asco.
Aún había furia en esa cara, pero también dolor. Era inconfundible. Bill podría haberlo herido con la pistola de su padre, pero Richie le había hecho más daño… primero, con la voz del policía irlandés; después, con el polvo que hacía estornudar.
Jolín, si tuviera un poco de polvo pica-pica y un vibrador de broma, tal vez podría matarlo, pensó.
En ese instante, Bill lo sujetó por el cuello de la ropa y tiró de él hacia atrás.
Fue oportuno. El hombre-lobo dejó de estornudar tan bruscamente como había empezado, y lanzó un zarpazo a Richie. Era increíblemente veloz.
Richie podría haberse quedado así, con el sobre vacío en una mano, mirando al hombre-lobo con aturdimiento de drogado, pensando en lo parda que era su piel, lo roja que era su sangre, pensando que en la vida real nada venía en blanco y negro. Podría haber seguido sentado allí hasta que esas garras se cerraran en torno a su cuello y sus largas uñas le arrancaran la garganta, pero Bill lo levantó de un tirón.
Richie lo siguió, a tropezones. Corrieron hacia el frente de la casa. Richie pensó: No se atreverá a perseguirnos. Ahora estamos en la calle, no se atreverá, no se atreverá, no se…
Pero los seguía. Le oían detrás de ellos, balbuceando, gruñendo…
Allí estaba Silver, aún inclinada contra el árbol. Bill subió de un salto y arrojó la pistola de su padre al cestillo donde tantos revólveres de juguete había llevado. Richie echó un vistazo atrás mientras trepaba a la cesta trasera y vio que el hombre-lobo cruzaba el prado hacia ellos a menos de seis metros de distancia. Sobre la chaqueta de la secundaria se estaban mezclando sangre y saliva. Por la sien derecha asomaba un fragmento de hueso blanco. Había manchas blancas de polvo para estornudar en su hocico. Y Richie vio otras dos cosas que parecieron completar el horror. En lugar de cremallera, la chaqueta de aquella cosa tenía grandes pompones naranja. Lo otro era peor. Era algo que le hizo sentir a punto de desmayarse, de entregarse, de dejarse matar: la chaqueta tenía un nombre bordado en hilo de oro.
En el sanguinolento bolsillo izquierdo, manchadas, pero legibles, se leían las palabras RICHIE TOZIER.
El hombre-lobo se arrojó contra ellos.
—¡Vamos, Bill! —aulló Richie.
Silver comenzó a moverse, pero lentamente, demasiado lentamente. Bill tardaba tanto en hacerla tomar velocidad…
El hombre-lobo cruzó el sendero marcado en el momento en que Bill pedaleaba hasta la mitad de la calle. Llevaba los vaqueros desteñidos manchados de sangre. Al mirar hacia atrás, con una horrible fascinación que era casi hipnótica, Richie vio que las costuras habían cedido en algunos lugares por los que asomaban mechones de pelo áspero.
Silver se bamboleó locamente. Bill iba de pie sobre los pedales, aferrado al manillar con las muñecas hacia arriba, la cara vuelta hacia el cielo nublado, con el cuello surcado de tendones salientes. Y los naipes aún disparaban tiros perdidos.
Una zarpa se estiró hacia Richie que soltó un grito angustioso y la esquivó. El hombre-lobo gruñó y esbozó una gran sonrisa. Estaba tan cerca que Richie le vio las córneas amarillentas y percibió olor a carne podrida en su aliento. Sus dientes eran colmillos torcidos.
El chico volvió a gritar ante un nuevo zarpazo. Estaba seguro de que iba a arrancarle la cabeza, pero la zarpa pasó frente a él fallando por dos centímetros escasos. La fuerza del manotazo le apartó el pelo sudoroso de la frente.
—¡Hai-oh, Silver, ARREEEE! —vociferó Bill, a todo pulmón.
Había llegado a la parte más alta de una pequeña cuesta. No era mucho, pero bastó para dar impulso a Silver. Los naipes empezaron a zumbar. Bill subía y bajaba furiosamente aquellos pedales. Silver dejó de bambolearse y tomó un curso recto por Neibolt, hacia la carretera 2.
Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios —pensaba Richie, incoherente—. Gracias a…
El hombre-lobo volvió a rugir (Oh, Dios mío, parece que estuviera JUSTO DETRÁS DE MÍ) y Richie perdió el aliento: algo tiraba de su camisa y de su chaqueta, estrangulándole la garganta. Emitió un ruido gorgoteante y logró aferrarse a Bill un segundo antes de verse fuera de la bicicleta. Bill se inclinó hacia atrás, pero siguió aferrado al manillar. Por un momento, Richie pensó que la gran bicicleta se limitaría a alzar la rueda delantera, arrojándolos a ambos. En ese instante su chaqueta, que ya estaba para la bolsa de trapos viejos, se desgarró por la espalda con un fuerte ruido que, extrañamente, sonó como un grotesco pedo.
Volvió la cabeza y se encontró directamente con esos ojos cenagosos, asesinos.
—¡Bill! —Trató de aullar el nombre, pero salió sin fuerza, sin sonido.
De cualquier modo, Bill pareció oírlo. Pedaleó aún más, más que nunca en su vida. Era como si las entrañas le estuvieran subiendo, perdiendo anclas. Sentía, en el fondo de la garganta, un cobrizo gusto a sangre. Los ojos le sobresalían de las órbitas. Su boca colgaba, abierta, tragando aire a paladas. Y lo llenó un descabellado, irresistible entusiasmo, algo salvaje, libre, totalmente suyo. Un deseo. Se irguió sobre los pedales, instándolos, castigándolos.
Silver siguió cobrando velocidad. Ya empezaba a sentir la carretera. Empezaba a volar.
—¡Hai-oh, Silver! —gritó otra vez—. ¡Hai-oh, Silver! ¡ARREEE!
Richie seguía escuchando el veloz golpeteo de los mocasines en el pavimento. Cuando se volvió a mirar, la zarpa del hombre-lobo lo golpeó por encima de los ojos con una fuerza entumecedora. Por un momento, Richie pensó que se le había desprendido la tapa de los sesos. Las cosas parecieron súbitamente opacas, carentes de importancia. Los sonidos iban y venían. El mundo perdió color. Giró hacia atrás aferrándose desesperadamente a Bill. La sangre caliente le chorreó hasta el ojo derecho, ardorosa.
La zarpa voló otra vez golpeando el guardabarros trasero. Richie sintió que la bicicleta se balanceaba locamente, a punto de caer, pero volvió a enderezarse. Bill gritó: «¡Hai-oh, Silver, arree!», pero eso también sonó lejano, sólo un eco oído en el momento de apagarse.
Richie cerró los ojos, agarrado a Bill, y esperó que llegara el final.
Bill también había oído el ruido de los mocasines y comprendió que el payaso aún no renunciaba, pero no se atrevió a mirar. Se enteraría en el caso de que eso los atrapara y los arrojara al suelo. Eso era todo lo que necesitaba saber.
Vamos, muchacho —pensó—. ¡Dámelo todo, todo lo que tengas para dar! ¡Vamos, Silver, VAMOS!
Una vez más, Bill Denbrough se encontró corriendo como si se lo llevara el diablo. Sólo que ahora huía de un diablo vestido de sonriente payaso, cuya cara sudaba pintura blanca, cuya boca se curvaba en una roja mueca vampiresa, cuyos ojos eran brillantes monedas de plata. Un payaso que, por algún lunático motivo, llevaba una chaqueta de la secundaria de Derry sobre su traje plateado, con volantes y pompones naranja.
Vamos, Silver, vamos. ¿Qué te parece, Silver?
Neibolt Street pasaba como un borrón. Silver empezaba a zumbar. ¿Era sólo idea suya o esos mocasines habían quedado un poco atrás? Aún no se atrevió a girarse Richie lo estaba estrujando, lo estaba dejando sin aliento. Bill hubiera querido decirle que aflojara un poco, pero tampoco se atrevió a gastar fuerzas en eso.
Allá delante, como un bello sueño, estaba el STOP que indicaba la intersección de Neibolt con la carretera 2. Los coches pasaban en ambas direcciones por Witcham Street. En su exhausto terror, a Bill le pareció casi un milagro.
En ese momento, porque tendría que aplicar los frenos un segundo después (o hacer algo realmente ingenioso), se arriesgó a mirar por encima del hombro.
Lo que vio le hizo invertir los pedales de Silver con un brusco movimiento. Silver patinó, estampando goma con la rueda trasera, frenada, y la cabeza de Richie golpeó dolorosamente el hombro derecho de Bill.
La calle estaba completamente desierta.
Pero a veinticinco metros de distancia, más o menos, junto a la primera de las casas abandonadas que formaban una especie de cortejo fúnebre junto a las vías del tren, había un objeto pequeño de un naranja intenso. Estaba junto a una alcantarilla abierta en el bordillo.
—Ehhh…
Casi demasiado tarde, Bill se dio cuenta de que Richie se estaba cayendo. Tenía los ojos vueltos hacia arriba, en blanco, y la patilla remendada de sus gafas colgaba, torcida. De la frente le brotaba un lento manantial de sangre.
Bill lo sujetó por el brazo y los dos se deslizaron a la derecha. Al perder Silver el equilibrio, se estrellaron contra la calle en una maraña de brazos y piernas. Bill se despellejó la frente y gritó de dolor. Eso hizo que Richie parpadeara.
—Voy a mostrarle cómo llegar al tesoro, señor, pero ese tal Dobbs es muy peligroso —dijo, con ronco acento español.
Era su voz de Pancho Villa, pero su cualidad flotante, desconectada, asustó terriblemente a Bill. Vio que había varios pelos ásperos pegados a la herida de Richie; eran algo rizados, como el vello púbico de su padre. Eso le dio más miedo aún. Entonces propinó a Richie una buena bofetada.
—¡Yau! —chilló el chico. Sus ojos parpadearon y se abrieron por completo—. ¿Por qué me pegas, Gran Bill? Me vas a romper las gafas. Ya están bastante estropeadas, por si no te has dado cuenta.
—M-m-me p-p-pareció que t-t-te estabas mu-mu-muriendo o algo así —dijo Bill.
Richie se incorporó lentamente en la calle y se llevó una mano a la cabeza, gruñendo.
—¿Qué pas…?
Entonces lo recordó. Sus ojos se ensancharon de súbito espanto y se arrastró de rodillas, jadeando.
—N-n-no —dijo Bill—. S-s-se fue, R-R-Richie. Se fue.
Richie vio la calle desierta donde nada se movía y estalló en lágrimas. Bill lo miró por un momento. Luego lo rodeó con los brazos para estrecharlo. Richie se aferró a su cuello y lo estrechó a su vez. Quería decir algo ingenioso, algo así como que Bill debería haber probado la Bullseye contra el hombre-lobo, pero no le salió nada. Salvo sollozos.
—N-n-no, Richie —dijo Bill—. No llo-llo…
Entonces él también rompió a llorar. Así quedaron, abrazados y de rodillas en la calle, junto a la bicicleta tumbada, mientras las lágrimas formaban surcos limpios en sus mejillas, cubiertas de polvo de carbón.