Boston, vista desde la autopista a las cinco menos cuarto de madrugada, parece una ciudad de muertos cavilando tristemente sobre alguna tragedia de su pasado; una plaga, tal vez una maldición. Del océano viene el olor de la sal, pesado y sofocante. Largas cintas de niebla matutina oscurecen, en su mayor parte, lo que podría estar a la vista.
Mientras conduce hacia el norte, por Storrow Drive, el Cadillac 84 que ha retirado de Limusinas Cape Cod, Eddie Kaspbrak piensa que puede sentirse la edad de ese lugar, tal vez como en ninguna otra ciudad de Norteamérica. Comparada con Londres, Boston es un niño; comparada con Roma, un bebé de pecho; pero para Norteamérica, al menos, es vieja, viejísima. Ya estaba en esas lomas hace trescientos años, cuando nadie había pensado en impuestos al té y a los sellos, cuando los grandes próceres aún no habían nacido.
Su vetustez, su silencio y el olor neblinoso del mar: todo eso pone nervioso a Eddie. Cuando Eddie está nervioso necesita de su inhalador. Se lo mete en la boca y dispara una nube de rocío revitalizante a su garganta.
Hay pocas personas en las calles por las que pasa, y sólo uno o dos peatones en los puentes para cruce; ellos desmienten la impresión de haber caído en un relato lovecraftiano, de ciudades condenadas, demonios ancestrales y monstruos de nombres impronunciables. Allí, amontonados en torno de las señales que indican paradas de autobús, hay camareras, enfermeras, empleados públicos, rostros desnudos y abotagados por el sueño.
Así me gusta —piensa Eddie, pasando bajo un cartel que reza: PUENTE TOBIN—. Así me gusta: limítense a los autobuses. Olvídense del subterráneo. Los subterráneos son mala idea; yo no bajaría a ellos, si estuviera en su lugar. Abajo no. En los túneles no.
Es una mala idea para tenerla en la cabeza; si no se deshace pronto de ella, necesitará otra vez de su inhalador. Cabe agradecer que en el puente Tobin el tránsito sea más denso. Pasa junto a un monumento en construcción; a un lado, se lee una advertencia algo intranquilizante: ¡NO CORRAS! ¡TE ESPERAMOS!
Allí un letrero verde indica: I-95 A MAINE — A TODA NUEVA INGLATERRA. Le echa un vistazo y, de pronto, un escalofrío lo sacude hasta los huesos. Sus manos se sueldan momentáneamente al volante del Cadillac. Le gustaría creer que son los primeros síntomas de alguna enfermedad, un virus, tal vez una de las «fiebres intermitentes» de su madre, pero sabe que no es así. Es la ciudad erguida tras él, silenciosamente detenida en el filo que separa el día de la noche, y lo que ese cartel le promete. Está enfermo, sí, de eso no cabe duda, pero no se trata de un virus ni de una fiebre intermitente. Ha sido envenenado por sus propios recuerdos.
Tengo miedo —piensa Eddie—. Era eso lo que estaba siempre en el fondo. El miedo. Eso era todo. Pero al final, creo que, de algún modo, lo invertimos. Lo usamos. ¿Cómo?
No lo recuerda. Se pregunta si alguno de los otros lo recordará. Por el bien de todos, espera que así sea.
Un camión pasa zumbando a su izquierda. Eddie, que aún lleva las luces encendidas, hace un guiño con los faros en cuanto el camión se adelanta a distancia prudencial. Lo hace sin pensar. Se ha convertido en algo automático, como parte de su trabajo de conducir. El invisible conductor del camión, a su vez, hace dos rápidos guiños con sus intermitentes, agradeciéndole la cortesía. Si todo fuera tan fácil y sencillo, piensa Eddie.
Sigue los carteles hasta la I-95. El tránsito hacia el norte es escaso, aunque las vías hacia el sur, a la ciudad, comienzan a llenarse a pesar de la hora temprana. Eddie conduce el gran coche como flotando, previendo casi todas las señales de tráfico y ubicándose en el carril correcto mucho antes de lo necesario. Hace años, literalmente, que no pasa de largo ante la salida buscada. Elige sus carriles tan automáticamente como ha indicado al camionero que podía adelantar sin problemas, tan automáticamente como, en otros tiempos, encontró el camino en el laberinto de senderos de Los Barrens, allá en Derry. El hecho de que nunca antes había conducido por los alrededores de Boston, una de las ciudades más confusas de Norteamérica para el automovilista, no parece importar mucho.
De pronto recuerda algo más sobre aquel verano, algo que Bill le dijo un día: «Tienes una b-b-brújula en la c-c-cabeza, E-E-Eddie».
¡Qué complacido quedó con eso! Vuelve a sentirse complacido mientras el Cadillac 1984 vuela hacia el puesto de peaje. Aumenta la velocidad hasta el límite legal de cien kilómetros por hora y busca música tranquila en la radio. En aquellos tiempos habría podido morir por Bill, si hubiera sido necesario. Con que Bill se lo hubiera pedido, Eddie se habría limitado a responder: «Por supuesto, Gran Bill. ¿Tienes pensado cuándo?».
Eddie ríe ante eso. No es mucha risa, sólo un resoplido, pero basta para provocarle una risa de verdad. Últimamente no ríe casi nunca, y en ese negro peregrinaje no esperaba, por cierto, mucha risada (esa palabra era de Richie; quería decir carcajadas, como cuando preguntaba: «¿Alguna buena risada por tu lado en lo que va del día, Eds?»). Pero es de suponer que, si Dios tiene la crueldad de conceder a los fieles lo que más desean en la vida, bien puede caer en la perversidad de repartir una o dos risadas por el camino.
—¿Alguna buena risada por tu lado, últimamente, Eds? —pregunta en voz alta.
Y vuelve a reír. Joder, cómo detestaba que Richie le llamara Eds… Pero también, en cierto modo, le gustaba. Así como a Ben Hanscom terminó por gustarle, tal vez, que Richie le llamara Parva. Era algo así como… un nombre secreto. Una identidad secreta. Un modo de ser alguien completamente aparte de los miedos, las esperanzas, las exigencias constantes de los padres. Richie no sacaba bien una sola de sus bienamadas voces, pero tal vez sabía lo importante que era, para descastados como ellos, convertirse a veces en otras personas.
Eddie echa un vistazo al cambio alineado pulcramente sobre el tablero del Cadillac; acomodar el cambio es otra de las triquiñuelas automáticas del oficio. Cuando llegan los puestos de peaje, no conviene andar buscando la moneda correspondiente, sólo para descubrir que estamos en un peaje automático sin el cambio necesario.
Entre las monedas hay dos o tres dólares de plata falsa. Siempre tiene unos cuantos a mano, porque los peajes automáticos de las autopistas de Nueva York los aceptan.
Y eso enciende otra de esas luces en su mente: dólares de plata. Pero no esos sándwiches de cobre, sino dólares de plata de verdad, con la Libertad estampada en una cara, vestida de gasas. Los dólares de plata de Ben Hanscom. Sí, pero ¿no fue Bill, o Ben, o Beverly, quien una vez usó esas monedas de plata para salvarles la vida? No está muy seguro. En realidad, no está muy seguro de nada. ¿O es que no quiere recordar?
Allá dentro estaba oscuro —piensa súbitamente. Eso lo recuerda—. Allá dentro estaba oscuro.
Boston ya ha quedado bien atrás y la niebla comienza a levantarse. Hacia delante están MAINE N. H. y TODA NUEVA INGLATERRA. Hacia delante está Derry, y en Derry hay algo que debería haber muerto hace veintisiete años, pero que de algún modo no murió. Algo con tantas caras como Lon Chaney. Pero ¿qué es eso, en realidad? ¿Acaso no lo vieron, al final, como realmente era, con todas las máscaras descartadas?
Ah, recuerda tantas cosas…, pero no lo suficiente.
Recuerda que amaba a Bill Denbrough; recuerda muy bien eso. Bill nunca se burlaba de su asma. Bill nunca le llamaba «mariquita llorón». Quería a Bill como habría querido a un hermano mayor… o a su padre. Bill sabía qué hacer. A dónde ir. Qué cosas ver. Bill nunca era obstáculo para nada. Cuando se corría con Bill, se corría como si a uno lo llevara el diablo y se reía mucho… pero casi nunca se perdía el aliento. Y casi nunca perder el aliento era grandioso, qué joder, tanto que Eddie se lo diría a todo el mundo. Cuando uno corría con el gran Bill, había risadas todos los días.
—Claro, chico, toooodos los días —dice, en una de las voces de Richie Tozier, y vuelve a reír.
Había sido idea de Bill hacer ese dique en Los Barrens, y en cierto modo fue el dique lo que los unió a todos. Ben Hanscom fue el que les mostró cómo construirlo… y lo hicieron tan bien que se metieron en líos con el señor Nell, el policía de la zona. Pero había sido idea de Bill. Y aunque todos, menos Richie, habían visto, en Derry, cosas muy extrañas, terroríficas, desde principios de ese año, fue Bill el primero en reunir valor para decir algo en voz alta.
Ese dique.
Ese maldito dique.
Se acordó de Victor Criss: «Adios, mocosos. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso».
Un día después, Ben Hanscom, sonriente, les decía:
«Podríamos.
»Podríamos inundar.
«Podríamos inundar Los»
Barrens enteros, si quisiéramos.
Bill y Eddie miraron a Ben con cara de duda; luego, las cosas que Ben había llevado: algunas tablas (sustraídas del patio trasero del señor McKibbon, sin duda, pero eso no importaba, porque el señor McKibbon, probablemente, se las había sustraído a alguien), una maza y una pala.
—No sé —dijo Eddie, mirando a Bill de reojo—. Ayer, cuando probamos, no funcionó muy bien. La corriente se llevaba los palos.
—Pero con esto va a funcionar —aseguró Ben.
Él también miraba a Bill, esperando la decisión final.
—B-bueno, p-p-probemos —dijo Bill—. E-e-e-esta ma-mañana llamé a R-r-richie Tozier. Va a v-v-venir más t-t-tarde, dijo. A lo mejor él y St-St-Stanley quieren ay-ayudar.
—¿Qué Stanley? —preguntó Ben.
—Uris —completó Eddie.
Estaba observando cautelosamente a Bill; ese día se le notaba algo diferente, menos entusiasmado con la idea de hacer un dique. Bill estaba pálido ese día, como distante.
—¿Stanley Uris? Creo que no lo conozco. ¿Va a la Derry?
—Es de nuestra edad, pero ya terminó cuarto —aclaró Eddie—. Empezó la escuela un año después, porque cuando era pequeño siempre estaba enfermo. Si crees que ayer te dieron una buena paliza, deberías alegrarte de no estar en el pellejo de Stan. A Stan siempre lo están moliendo a palos.
—Es j-j-judío —explicó Bill—. A m-m-muchos chi-chicos no les g-gusta porque es ju-ju-judío.
—¿Ah, sí? —se extrañó Ben, impresionado—. ¿Judío? —Después de una pausa, añadió, con cautela—: ¿Es como ser turco… o más bien como ser egipcio?
—Creo que m-m-más bien como ser tur-tur-turco —dijo Bill. Cogió una de las tablas que Ben había traído y la estudió. Medía alrededor de un metro ochenta de largo y casi un metro de ancho—. Mi p-p-papá dice que c-c-casi todos los ju-judíos son na-narigones y t-t-tienen muchi-muchísima pasta p-p-p-pero St-St-St…
—Pero Stan tiene una nariz como todas y nunca tiene un centavo —le ayudó Eddie.
—Sí —confirmó Bill, y esbozó una verdadera sonrisa por primera vez en el día.
Ben sonrió.
Eddie sonrió.
Bill arrojó la tabla a un lado y se levantó para sacudirse los vaqueros. Cuando bajó al borde del arroyo, los otros dos le siguieron. Bill hundió las manos en los bolsillos traseros, con un hondo suspiro. Eddie estaba seguro de que su amigo iba a decir algo grave. Bill miró a Eddie, luego a Ben y, finalmente, a Eddie otra vez. Ya no sonreía, y Eddie tuvo miedo de pronto.
Pero Bill sólo dijo:
—¿Tienes tu inhalador, E-Eddie?
El chico se dio una palmada en el bolsillo.
—Estoy armado —dijo.
—Oye, ¿cómo fue lo de la chocolatada? —preguntó Ben.
Eddie se echó a reír.
—¡Grandioso! —confirmó.
Él y Ben rompieron en una carcajada, mientras Bill los miraba, sonriente, pero desconcertado. Cuando Eddie le explicó el asunto, él hizo una señal de asentimiento.
—L-l-la ma-madre de Eddie t-t-tiene mi-miedo de que él se rompa y no co-co-consiga re-repuesto.
Eddie resopló e hizo ademán de empujarlo al arroyo.
—Cuidado con lo que haces, caraculo —dijo Bill, imitando curiosamente la voz de Henry Bowers—. Te voy a volver la cara de un puñetazo y podrás mirarte cuando te limpies.
Ben cayó al suelo, chillando de risa. Bill le dirigió una mirada, sin dejar de sonreír, con las manos en los bolsillos traseros del pantalón. Sonreía, sí, pero algo lejano, algo distraído. Miró a Eddie y después señaló a Ben con la cabeza.
—El ch-chico está m-medio t-t-tocado —dijo.
—Sí —concordó Eddie. Pero algo le hacía sentir que se limitaban a representar un rato agradable. Bill tenía algo en la cabeza. Probablemente lo diría cuando estuviese dispuesto. Ahora bien: ¿Eddie tenía ganas de enterarse?—. Este chico es mentalmente retardado.
—Petardeado —sugirió Ben, aún riendo.
—¿V-v-vas a enseñ-ñ-ñarnos c-c-cómo se hace un dique o p-p-piensas pasarte el día con el c-c-culo en el suelo?
Ben volvió a levantarse. Miró primero el arroyo, que discurría a velocidad moderada. El Kenduskeag no era muy ancho en esa parte de Los Barrens, pero el día anterior los había derrotado. Ni Bill ni Eddie habían podido descubrir el modo de resistirse a la corriente. Pero Ben sonreía con la sonrisa de alguien que piensa hacer algo nuevo, algo divertido, pero no muy difícil. Eddie pensó: Él sabe cómo hacerlo; creo que sabe, sí.
—Bueno —dijo—. Tendrán que sacarse los zapatos, chicos, porque se van a mojar los piececillos.
La madre mental que Eddie llevaba en la cabeza habló de inmediato, severa y autoritaria como un agente de tráfico: ¡Ni se te ocurra Eddie! ¡Ni se te ocurra! Mojarse los pies es un modo entre mil de pescar un resfriado. Y el resfriado lleva a la neumonía. ¡Así que ni se te ocurra!
Bill y Ben ya estaban sentados en la orilla, quitándose las zapatillas y los calcetines. Ben se enrollaba trabajosamente las perneras del vaquero. Bill miró a Eddie con ojos claros y cálidos llenos de simpatía. De pronto, Eddie tuvo la seguridad de que el Gran Bill conocía exactamente sus pensamientos. Y se sintió avergonzado.
—¿V-v-vienes?
—Sí, claro —dijo Eddie.
Se sentó en la ribera para descalzarse, mientras la madre rezongaba dentro de su cabeza…, pero su voz se estaba tornando cada vez más lejana y hueca. Fue un alivio notarlo; era como si alguien hubiera enganchado la espalda de su blusa con un anzuelo muy gordo y se la estuviera llevando lejos de él por un pasillo muy largo.
Era uno de esos perfectos días de verano que, en un mundo donde todo estuviera en su sitio, uno jamás olvidaría. Una brisa moderada mantenía lejos a la mayor parte de los mosquitos y los tábanos. El cielo tenía un color azul seco y brillante. La temperatura andaba por los veintidós o veintitrés grados. Los pájaros, cantando, se ocupaban de sus pajariles asuntos en los matorrales y en los árboles crecidos. Eddie tuvo que usar su inhalador una sola vez, pero su pecho se alivió de inmediato y su garganta pareció ensancharse como por arte de magia, hasta tomar el tamaño de una autopista. Pasó el resto de la mañana con el chisme olvidado en el bolsillo trasero.
Ben Hanscom, que el día anterior pareció tan tímido e inseguro, se convirtió en un general lleno de confianza en sí mismo, una vez dedicado de lleno a la construcción del dique. De vez en cuando, subía a la barranquilla y allí se erguía, con las manos lodosas en las caderas, observando la obra en marcha, mientras murmuraba para sí. A veces se mesaba el pelo, que, hacia las once de la mañana, estaba erguido en descabellados y cómicos picos.
Eddie sintió, en un principio, inseguridad; después, una sensación de júbilo; por fin, algo totalmente extraño, a un tiempo misterioso, atemorizante y productor de entusiasmo. Era una sensación tan ajena a su temperamento habitual que no pudo darle nombre hasta que se fue a la cama, por la noche, y repasó el día con la vista perdida en el techo. Poder. Eso había sido su sensación. Poder. Aquello daría resultado, por Dios, y daría un resultado aún mejor de lo que él y Bill (tal vez el mismo Ben) habían soñado.
Notó que también Bill se estaba entusiasmando; al principio, sólo un poco, aún mascullando lo que tenía en mente, fuera lo que fuese; después, poco a poco, se fue entregando a la tarea. Una o dos veces descargó una palmada en el carnoso hombro de Ben diciéndole que era un tipo increíble. En cada oportunidad, Ben enrojeció de satisfacción.
Ben hizo que Eddie y Bill pusieran una tabla cruzando el arroyo, mientras él usaba la maza para asentarla en el lecho de la corriente.
—Listo; está clavada, pero tú tendrás que sostenerla para que la corriente no se la lleve —dijo a Eddie.
Y Eddie quedó de pie en medio del arroyo, sujetando la tabla, mientras el agua, al pasar por arriba, convertía sus manos en ondulantes estrellas de mar.
Ben y Bill instalaron una segunda tabla a medio metro de la primera, corriente abajo. Ben usó nuevamente la maza para asentarla y, mientras su compañero la sujetaba, comenzó a llenar el espacio entre las dos tablas con tierra arenosa de la ribera. Al principio, el material salía por los extremos de las tablas en nubes arenosas y a Eddie le pareció que aquello no iba a dar resultado, pero cuando Ben empezó a agregar rocas y barro del lecho, las nubes de arenisca empezaron a disminuir. En menos de veinte minutos, había creado un abultado canal de tierra y piedras entre las dos tablas, en medio del riachuelo. Para Eddie, aquello era como una ilusión óptica.
—Si tuviéramos cemento de verdad…, en vez de sólo… barro y piedras…, tendrían que cambiar de sitio toda la ciudad para mediados de la semana que viene —aseguró Ben, arrojando la pala a un lado.
Se sentó en la orilla para recobrar el aliento, mientras Bill y Eddie reían. Él les sonrió. Cuando sonreía, en las líneas de su cara aparecía el fantasma del apuesto hombre que llegaría a ser. El agua había comenzado ya a agolparse tras las tablas que hacían frente a la correntada.
Eddie preguntó qué iban a hacer para impedir que el agua escapara por los flancos.
—Hay que dejarla salir. No importa.
—¿No?
—No.
—¿Por qué?
—No sé explicarlo muy bien, pero hay que dejar pasar un poco.
—¿Cómo lo sabes?
Ben se encogió de hombros. Su gesto decía: «Qué sé yo; lo sé». Y Eddie guardó silencio.
Cuando hubo descansado, Ben cogió una tercera tabla, la más gruesa de las cuatro o cinco que había llevado laboriosamente a través de la ciudad, hasta los Barrens, y la puso cuidadosamente contra la tabla inferior acuñando un extremo en el lecho del arroyo y apretando el otro contra la tabla que Bill había estado sosteniendo. Así creó el soporte que había dibujado el día anterior.
—Bueno —dijo, echándose atrás con una gran sonrisa—, creo que ya podéis soltar. El material que hay entre las dos tablas soportará la mayor parte de la presión del agua. Y el soporte se hará cargo del resto.
—¿No se irá con el agua? —preguntó Eddie.
—No. El agua lo hará clavarse más hondo.
—Y si te equivocas, te ma-ma-mataremos —dijo Bill.
—Me parece bien —concordó Ben, amablemente.
Bill y Eddie se retiraron. Las dos tablas que formaban la base del dique crujieron un poco, se inclinaron un poco… y eso fue todo.
—¡Guau! —se asombró Eddie.
—Es g-g-genial —dijo Bill, sonriente.
—Sí —reconoció Ben—. Vamos a comer.
Se sentaron a comer en la ribera, sin hablar mucho, mientras contemplaban el agua acumulada tras el dique y las filtraciones por los extremos de las tablas. Eddie vio que ya habían alterado un poco la geografía del arroyo: la corriente desviada estaba abriéndole huecos a la costa. Ante la mirada de los chicos, el nuevo curso del arroyo socavó la orilla más alejada al punto de provocar una pequeña avalancha.
Corriente arriba, el agua formaba un estanque más o menos circular; en un punto había llegado a sobrepasar la orilla. Unos riachuelos brillantes, llenos de reflejos, corrían por el pasto y la maleza. Poco a poco, Eddie comenzó a comprender lo que Ben había sabido desde un principio: el dique ya estaba construido. Las aberturas entre las tablas y la ribera actuaban como esclusas. Ben no había podido explicarlo así porque no conocía el término. Sobre las tablas, el Kenduskeag había tomado un aspecto henchido. El sonido carcajeante del agua llana, que avanzaba parloteando entre piedras y guijarros, ya no existía; todas las rocas, corriente arriba a partir del dique, estaban cubiertas. De vez en cuando, un poco de césped y tierra, socavados por el arroyo ensanchado, caían a la corriente con un chapoteo.
Corriente abajo, el curso del agua estaba casi vacío. Unos hilos delgados e inquietos corrían por el centro, pero eso era casi todo. Las piedras, que habían estado bajo el agua por un tiempo incontable, se secaban al sol. Eddie las contempló maravillado… y con aquella sensación extraña. Ellos habían hecho eso, ellos. Vio que una rana pasaba saltando y la imaginó pensando: «¿Adónde diablos se ha ido el agua?». Entonces soltó una carcajada.
Ben estaba guardando pulcramente sus envolturas vacías en la bolsa que había llevado para el almuerzo. Tanto Eddie como Bill quedaron asombrados ante la abundancia de la merienda que Ben desplegó: dos bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuete, uno de fiambre, un huevo duro (con su pizca de sal en un trocito de papel encerado retorcido), dos barras de higo, tres pastas grandes de chocolate y un Twinkie.
—¿Qué dijo tu madre cuando vio la que te habían dado? —preguntó Eddie.
—¿Eh? —Ben apartó la vista del estanque, cada vez más amplio, y disimuló un eructo tras el dorso de la mano—. Oh, bueno, yo sabía que ayer era su tarde de ir al supermercado. Llegué a casa antes que ella, me bañé y me deshice de la ropa que tenía puesta. No sé si dará cuenta de que ya no la tengo. Probablemente no note la falta de la sudadera porque tengo muchas, pero voy a tener que comprarme otros vaqueros antes de que se ponga a husmear en mis cajones.
La idea de desperdiciar el dinero en algo tan poco esencial arrojó una momentánea tristeza al rostro de Ben.
—¿Y d-d-de tus mo-mo-moretones?
—Le dije que, en el entusiasmo de terminar las clases, salí corriendo de la escuela y me caí por los escalones de entrada.
Ben puso cara de sorpresa algo ofendida al ver que Eddie y Bill reían. Bill, que estaba comiendo tarta de chocolate hecha por su madre, despidió un chorro de migas pardas y sufrió un ataque de tos. Eddie, que seguía aullando de risa, le dio unas palmadas en la espalda.
—Bueno, la verdad es que estuve a punto de caerme —dijo Ben—. Pero fue porque Victor Criss me empujó, no porque yo fuera corriendo.
—Con esa sudadera yo me cocinaría como en un asador —dijo Bill, acabando con el último bocado de tarta.
Ben vaciló. Por un momento pareció a punto de callar, pero al fin dijo:
—Cuando uno es gordo, conviene más. Usar sudaderas, digo.
—¿Por la panza? —preguntó Eddie.
Bill resopló.
—Por las t-t-t-t…
—Sí, por las tetas, y qué.
—Sí —dijo Bill, mansamente—, y qué.
Hubo un momento de torpe silencio. Luego Eddie dijo:
—Mirad qué oscura se pone el agua que sale por ese lado del dique.
—¡Jolín! —Ben se levantó de un salto—. ¡La corriente está llevándose el relleno! Ojalá tuviéramos cemento…
El daño fue reparado deprisa, pero hasta Eddie se dio cuenta de lo que pasaría cuando no hubiera nadie allí para rellenarlo a pala, casi constantemente; tarde o temprano, la erosión haría que la tabla superior se derrumbara contra la otra. Y entonces todo se vendría abajo.
—Podemos rellenar los lados —sugirió Ben—. Eso no impedirá la erosión, pero la frenará un poco.
—Si usamos arena y lodo, ¿no seguirá yéndose con el agua? —preguntó Eddie.
—Usaremos manojos de pasto.
Ben asintió, sonriendo, e hizo una O con el pulgar el índice de la mano derecha.
—Vamos. Yo sacaré los panes de césped y tú me dirás dónde ponerlos, Big Ben.
Desde atrás, una voz alegre y estridente exclamó:
—¡Dios mío! ¡Alguien ha hecho una piscina en Los Barrens, con bronceadores para el ombligo y todo!
Eddie se volvió, al notar que Ben se ponía tenso ante el sonido de aquella voz extraña y que sus labios se afinaban. A cierta distancia, corriente arriba, en el sendero que Ben había cruzado el día anterior, estaban Richie Tozier y Stanley Uris.
Richie bajó a saltos hasta el arroyo. Después de echar a Ben una mirada de cierto interés, pellizcó a Eddie en la mejilla.
—¡No hagas eso! ¡Detesto que hagas eso, Richie!
—Oh, si te encanta, Ed —aseguró Richie, radiante—. ¿Qué me cuentas? ¿Disfrutando de buenas risadas o no?
Hacia las cuatro, los cinco abandonaron el trabajo. Se sentaron en el barranco, mucho más arriba (el punto donde Bill, Ben y Eddie habían almorzado estaba ya bajo el agua), para contemplar la obra. Hasta a Ben le costaba creérselo. Sentía una mezcla de triunfo, cansancio e inquietud, casi miedo. Se descubrió pensando en la película Fantasía y en el ratón Mickey, aprendiz de brujo, que había sabido lo suficiente como para poner en marcha las escobas, pero no para detenerlas.
—Increíble, joder —dijo Richie Tozier suavemente, mientras se subía las gafas al puente de la nariz.
Eddie le echó un vistazo, pero aquello no era una de sus actuaciones: Richie estaba pensativo, casi solemne.
Al otro lado del arroyo, donde la tierra se elevaba para inclinarse luego colina abajo, habían creado un nuevo sector pantanoso. Los arbustos se erguían desde treinta centímetros de agua. Aun bajo sus miradas, el pantano seguía estirando nuevos pseudópodos hacia el oeste. Detrás del dique, el Kenduskeag, llano e inocuo esa misma mañana, se había convertido en una quieta y henchida extensión de agua.
Hacia las dos, el estanque ensanchado tras el dique había socavado tanto la ribera que las esclusas habían tomado el tamaño de riachos. Todos, menos Ben, salieron en una expedición de emergencia por el vertedero en busca de más materiales. Ben, mientras tanto, rellenaba metódicamente las filtraciones.
Los expedicionarios volvieron, no sólo con tablas, sino con cuatro neumáticos viejos, la portezuela herrumbrada de un Hudson 1949 y una gran chapa de acero corrugado. Bajo la dirección de Ben, agregaron dos alas al dique original bloqueando la salida del agua por los lados. Con esas alas inclinadas hacia atrás, contracorriente, el dique funcionaba aún mejor que antes.
—Cómo arreglaste a ese maldito —dijo Richie—. Eres un genio, tío.
Ben sonrió.
—No ha sido nada.
—Tengo cigarrillos —dijo Richie—. ¿Os apetece?
Sacó el arrugado paquete blanco y rojo de sus pantalones y lo pasó. Eddie lo rechazó pensando en lo que podía hacer un cigarrillo a su asma. Stan también rehusó. Bill tomó uno y Ben lo imitó, tras un instante de vacilación. Richie sacó un librillo de cerillas y encendió primero el de Ben y luego el de Bill. Estaba a punto de encender el suyo cuando Bill le apagó la cerilla de un soplido.
—Muchas gracias, Denbrough, pedazo de capullo —dijo Richie.
Bill sonrió, como pidiendo disculpas.
—Tres con un solo fós-fós-fósforo —dijo—. T-t-t-trae ma-mala suerte…
—Mala suerte la de tus padres, cuando tú naciste —replicó Richie.
Y encendió otra cerilla para su cigarrillo. Después se acostó y cruzó los brazos detrás de la cabeza. El cigarrillo brotaba hacia arriba entre los dientes.
—El sabor de la calidad —dijo, repitiendo la propaganda de esa marca. Después giró la cabeza para mirar a Eddie con un guiño—. ¿Verdad, Eds?
Eddie vio que Ben lo miraba con una mezcla de admiración y cautela. Era comprensible. Él conocía a Richie Tozier desde hacía cuatro años, pero aún no lo entendía. Richie sacaba nueves y dieces en su boletín de calificaciones, pero también regulares y deficientes en conducta. El padre le armaba un escándalo y la madre lloraba cada vez que pasaba eso. Entonces Richie juraba portarse mejor y tal vez cumplía… por quince o veinte días. El problema era que Richie no podía quedarse quieto por más de un minuto seguido; en cuanto a mantener la boca cerrada, jamás. Allí abajo, en Los Barrens, eso no le provocaba muchos problemas, pero Los Barrens no eran la Tierra de Nunca Jamás. Ellos sólo podían ser los Niños Salvajes por unas pocas horas diarias (la idea de que un niño salvaje llevara un inhalador en el bolsillo trasero hizo sonreír a Eddie). Lo único malo de Los Barrens era que uno siempre tenía que irse. Allá fuera, en el mundo adulto, las tonterías de Richie siempre causaban líos… entre los adultos, lo cual era grave, y entre tipos como Henry Bowers, lo que era todavía peor.
Su llegada, esa tarde, había sido un ejemplo perfecto. Ben apenas había tenido tiempo de decir «hola» antes de que Richie cayera de rodillas a sus pies iniciando una serie de grotescas reverencias con los brazos y las manos abofeteando el barro cada vez que se inclinaba. Al mismo tiempo, comenzó a hablar con una de sus Voces.
Richie tenía diez o doce Voces diferentes. Una tarde de lluvia había dicho a Eddie, en la buhardilla del garaje de los Kaspbrak, mientras leían revistas de La pequeña Lulú, que su ambición era llegar a ser el mayor ventrílocuo del mundo. Sería mejor que Edgar Bergen y participaría todas las semanas en El Show de Ed Sullivan. Eddie lo admiraba por esa ambición, pero preveía dificultades. Para empezar, todas las Voces de Richie se parecían mucho a la voz de Richie Tozier. Eso no impedía que Richie fuera divertido, de vez en cuando, porque lo era. Cuando se refería a las agudezas verbales y a los pedos audibles, la terminología de Richie era la misma: para él, eso era soltarse uno bueno y se pasaba la vida soltándose buenos de ambas especies, generalmente cuando no debía. En segundo término, cuando Richie oficiaba de ventrílocuo, movía los labios un poco en todos los sonidos y en los de «p» y «b» los movía mucho. Tercero, cuando Richie decía que iba a hacer imitaciones con la voz, habitualmente no la proyectaba muy lejos. Casi todos sus amigos eran demasiado buenos (o se divertían demasiado con el encanto le Richie, a veces agotador) como para mencionarle esos pequeños fallos.
Mientras se prosternaba frenéticamente delante del sorprendido y azorado Ben Hanscom, Richie usó la Voz que llamaba «del negro Jim».
—¡Pero vean, vean, si es Parva Calhoun! —vociferó—. ¡No se me caiga encima, señó Parva, señó! ¡Me va’ce puré, señó! Ciento cincuenta kilos de ca’ne que se mueve, un metro de teta a teta, Parva huele iguá que mie’da de pantera. Lo llevo donde quiera, señó, pero no se caiga encima, encima de este pobre negrito.
—No te preocupes —dijo Bill—. As-s-sí es Ri-richie. E-e-está chi-chi-flado.
Richie se levantó de un salto.
—Oí muy claramente eso, Denbrough. Si no me deja en paz, le arrojaré encima a Parva, aquí presente.
—La m-m-mejor p-p-parte de ti se es-escurrió p-p-por las pi-piernas de t-t-tu padre.
—Cierto —dijo Richie—, pero mira cuánto material de primera quedó. ¿Cómo estás, Parva? Richie Tozier, Hacedor de Voces por profesión, a tu servicio.
Tendió la mano. Ben, completamente aturdido, iba a estrechársela cuando Richie la retiró. Ben se quedó parpadeando. Por fin Richie le estrechó la mano.
—Me llamo Ben Hanscom, por si te interesa —dijo Ben.
—Te he visto en la escuela. —Richie señaló con un amplio ademán el estanque, cada vez más extenso—. Seguramente eso ha sido idea tuya. Estos inútiles no sabrían encender un petardo con un lanzallamas.
—Tu abuela, Richie —dijo Eddie.
—Ah, ¿eso significa que la idea fue tuya, Eds? Caramba, disculpa. —Se arrojó a los pies de Eddie y comenzó otra vez con sus locas reverencias.
—¡Basta, levántate, que me estás salpicando de barro! —chilló Eddie.
Richie volvió a levantarse de un salto y le pellizcó la mejilla.
—¡Ay, qué rico! —exclamó.
—¡Basta! ¡Detesto eso que haces!
—Confiesa, Eds: ¿quién construyó el dique?
—B-B-Ben nos enseñó c-c-cómo se hacía —dijo Bill.
—Muy bien. —Richie giró en redondo y descubrió a Stanley Uris de pie tras él, con las manos en los bolsillos, observando tranquilamente la actuación de su compañero—. Te presento a Stan el Galán. Uris, Parva. Stan es judío. Él mató a Jesucristo. Al menos, eso es lo que Victor Criss me dijo un día. Desde entonces le hago la pelota. Imagínate: si es tan viejo, ha de tener edad para comprarnos unas latas de cerveza. ¿No es cierto, Stan?
—Creo que ése debe haber sido mi padre —aclaró Stan, en voz baja y agradable.
Eso hizo que todos se deshicieron en risas, incluido Ben. Eddie rió hasta quedar jadeante y con lágrimas en las mejillas.
—¡Uno bueno! —exclamó Richie, paseándose con los brazos sobre la cabeza, como los árbitros de fútbol para señalar que un tanto ha sido válido—. ¡Stan el Galán soltó uno bueno! ¡Vivimos un momento histórico! ¡Aleluya!
—Hola —dijo Stan a Ben, como si no prestara la menor atención a Richie.
—Hola —respondió Ben—. En segundo curso estuvimos juntos. Tú eras el chico que…
—… nunca decía nada —terminó Stan, sonriendo un poco.
—Eso.
—Stan no es capaz de decir «mierda» aunque la tenga en la boca —dijo Richie—. Y mira que muchas veces tiene la boca llena de eso. ¡Alelu…!
—B-b-basta, Richie —dijo Bill.
—Bueno, pero primero debo deciros otra cosa, aunque me duela en el alma. Creo que estáis perdiendo el dique. El valle está a punto de inundarse, compinches. Saquemos primero a las mujeres y a los niños.
Y Richie, sin molestarse en arremangarse los pantalones, ni siquiera en quitarse las zapatillas, saltó al agua y empezó a plantar panes de césped contra el ala más próxima de la represa, donde la persistente correntada empezaba a brotar en arroyos lodosos. Sus anteojos tenían una patilla remendada con cinta adhesiva, y el extremo suelto le flameaba contra el pómulo mientras trabajaba. Bill sorprendió la mirada de Eddie y sonrió un poco, encogiéndose de hombros. Así era Richie. Era capaz de volverlo a uno loco de atar… pero resultaba agradable como compañía.
Pasaron una hora más trabajando en el dique. Richie obedecía de muy buena gana las órdenes de Ben (que se habían vuelto algo vacilantes, con otros dos chicos bajo su mando) y cumplía con ellas a ritmo frenético. Cuando cada misión quedaba satisfecha, se presentaba nuevamente ante Ben para recibir otra misión, ejecutando una venia al estilo británico, mientras entrechocaba los talones mojados de sus zapatillas. De vez en cuando arengaba a los otros con una de sus Voces, ya la del comandante alemán, ya la de Toodles, el mayordomo inglés, el senador del Sur (que se parecía bastante al Gallo Claudio y, con el correr del tiempo, originaría un personaje llamado Buford Kissdrivel) y el locutor de Noticiarios Cinematográficos.
La obra no avanzaba: volaba. Y ahora, poco antes de las cinco, mientras descansaban sentados en la ribera, parecía que ya tenían el asunto dominado. La portezuela de coche, la lámina de acero arrugado y los viejos neumáticos se habían convertido en la segunda etapa del dique, todo ello sostenido por una enorme colina de tierra y piedras. Bill, Ben y Richie fumaban; Stan estaba tendido de espaldas. Un extraño habría pensado que estaba mirando el cielo, pero Eddie lo conocía mejor. Stan estaba observando los árboles al otro lado del arroyo, atento a cualquier pájaro que pudiera anotar en su libreta esa noche. Eddie se había sentado con las piernas cruzadas, placenteramente cansado y bastante feliz. En ese momento, los otros le parecían los mejores tíos con quienes uno podía entablar amistad. Encajaban bien; era como si los bordes de cada uno coincidieran con los de los otros. No hubiera podido explicarlo mejor, y en realidad no había por qué explicarlo. Decidió que bastaba con que fuera así.
Miró a Ben, que sostenía con torpeza su cigarrillo a medio fumar escupiendo con frecuencia, como si no le gustara su sabor. Le vio apagarlo y cubrir con tierra la larga colilla.
Ben levantó la vista. Al ver que Eddie lo observaba, desvió los ojos, avergonzado.
Entonces Eddie se volvió hacia Bill y vio en su cara algo que no le gustó. Bill estaba mirando los árboles y los matorrales, al otro lado del arroyo, con los ojos grises y pensativos. Esa expresión cavilosa estaba otra vez allí. Se lo veía casi como perseguido por fantasmas.
Como si le leyera los pensamientos, Bill se giró hacia él. Eddie le sonrió, pero no hubo respuesta a su sonrisa. Bill apagó su cigarrillo y paseó la vista entre los otros. Hasta Richie se había retirado al silencio de sus propias cavilaciones, algo que ocurría con la frecuencia de los eclipses lunares.
Eddie sabía que Bill rara vez decía algo de importancia, a menos que el silencio fuera absoluto, porque le costaba mucho hablar. Y de pronto lamentó no tener nada que decir. Deseó que Richie se lanzara con una de sus Voces. Tuvo la súbita seguridad de que Bill iba a abrir la boca para decir algo terrible, algo que lo cambiaría todo. Eddie tomó automáticamente su inhalador y lo retuvo en la mano, sin darse cuenta.
—O-o-oíd, ¿p-p-puedo cont-contaros a-a-algo? —pregunto Bill.
Todos lo miraron. ¡Suelta un chiste, Richie! —pensó Eddie—. Suelta un chiste, di algo muy ridículo, avergüénzalo. Lo que sea, me da igual. Cualquier cosa, con tal de que se calle. No sé qué va a decir, pero no quiero escuchar. No quiero que las cosas cambien. No quiero tener miedo.
En su mente, un susurro tenebroso graznó: Te cobraré sólo diez centavos.
Eddie se estremeció y trató de imitar esa voz, junto con la súbita imagen que despertaba en su mente: la casa de Neibolt Street, con su jardín delantero lleno de hierbas; a un lado, gigantescos girasoles cabeceando en el patio descuidado.
—Por supuesto, Gran Bill —dijo Richie—. ¿De qué se trata?
Bill abrió la boca (más aflicción para Eddie), la cerró (bendito alivio para Eddie) y volvió a abrirla (aflicción renovada).
—S-s-si o-os r-r-reís, n-n-no v-volveré a jun-juntarme c-c-con esta pandilla —dijo Bill—. P-p-parece c-c-cosa de lo-lo-locos, pero os juro que no es m-m-mentira.
—No vamos a reír —aseguró Ben. Miró a los otros—. ¿Verdad?
Stan sacudió la cabeza. Richie hizo lo mismo.
Eddie quería decir: Sí que vamos a reír, Billy. Nos reiremos hasta que se nos caiga la cabeza y diremos que eres estúpido ¿Por qué no te callas? Pero no lo dijo, por supuesto. Después de todo, era el Gran Bill. Sacudió la cabeza, angustiado. No, no reiría. Nunca en su vida había tenido menos ganas de reír.
Allí sentados, por encima de la represa que Ben les había enseñado a construir, pasearon la vista entre la cara de Bill y el estanque, cada vez más amplio, y el pantano que también se extendía más allá, para volver a la cara de Bill, escuchando, en silencio. Él les contó lo que le había pasado al abrir el álbum de fotografías de George: que el George de la fotografía escolar había girado la cabeza para guiñarle un ojo, que el libro había sangrado al arrojarlo él al otro lado de la habitación. Fue un relato largo y penoso. Cuando Bill terminó, estaba enrojecido y sudando. Eddie nunca le había oído tartamudear tanto.
Pero al fin la historia quedó contada. Bill los miró sucesivamente, a un tiempo temeroso y desafiante. Eddie vio una expresión idéntica en las caras de Ben, Richie y Stan. Era de miedo solemne y respetuoso, sin el menor tinte de incredulidad. Entonces sintió el impulso de levantarse bruscamente gritando: ¡Tonterías! ¡Quién va a creer semejante idiotez! Y aunque tú la creas, no pensarás que nosotros nos la tragamos, ¿no? ¡Las fotografías no guiñan el ojo! ¡Los álbumes no sangran! ¡Estás más loco que una cabra, Gran Bill!
Pero no podía hacerlo porque ese miedo solemne estaba también en su cara. No podía verlo, pero lo sentía.
Vuelve, chico —susurró aquella voz áspera—: Te la chuparé gratis. ¡Vuelve!
No —gimió Eddie—. Vete, por favor. No quiero pensar en eso.
Vuelve, chico.
Y entonces Eddie vio algo más. En la cara de Richie no (al menos, le pareció que no), pero en la de Stan y la de Ben sí, seguro. Comprendió que había algo más; lo comprendió porque sentía la misma expresión en su propia cara.
La identificación de algo conocido.
Te la chuparé gratis.
La casa de Neibolt Street, número 29, estaba situada ante los ferrocarriles de Derry. Era vieja y tenía las aberturas cerradas con tablas. Su porche se iba hundiendo poco a poco en la tierra. Su jardín era un montón de hierbas crecidas. En esas hierbas crecidas había un viejo triciclo, enmohecido y tumbado, con una rueda asomada en ángulo.
Pero en el lado izquierdo del porche había un enorme sector desnudo y allí se veían las sucias ventanas del sótano abiertas en los derruidos cimientos de la casa. En una de esas ventanas, Eddie Kaspbrak había visto por primera vez la cara del leproso, seis semanas antes.
Los sábados, si Eddie no tenía con quien jugar, solía bajar a los ferrocarriles, sin motivo alguno; simplemente, le gustaba estar allí.
Salía en su bicicleta por Witcham Street y luego cortaba hacia el noroeste, por la carretera 2. La escuela religiosa de Neibolt Street estaba emplazada en la esquina de Neibolt con la carretera 2. Era un edificio de madera, desvencijado pero limpio, con una gran cruz arriba y las palabras DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN A MÍ, escritas sobre la puerta principal con letras doradas de sesenta centímetros. A veces, los sábados, Eddie oía allí dentro música y canciones. Era música evangélica, pero el que tocaba el piano lo hacía más como Jerry Lee Lewis que como un pianista de iglesia. Tampoco las canciones sonaban muy religiosas a los oídos de Eddie, aunque se hablaba mucho de «la bella Sión» y de «lavarse en la sangre del cordero» y de qué gran amigo teníamos en Jesús. Pero los que cantaban parecían estar divirtiéndose mucho para que fueran cantos sacros, a su modo de ver. De cualquier modo, aquello le gustaba tanto como Jerry Lee Lewis cuando hablaba de sacudir el esqueleto. A veces se detenía por un rato en la acera de enfrente con la bicicleta apoyada contra un árbol, y fingía leer en el césped, aunque en realidad se movía al compás de la música.
Otros sábados, la iglesia estaba cerrada y en silencio. Entonces él continuaba hacia los ferrocarriles sin detenerse, hasta donde Neibolt terminaba en un aparcamiento lleno de hierbas crecidas en las grietas del asfalto. Allí apoyaba la bicicleta contra la cerca de madera y se quedaba contemplando el ir y venir de los trenes. Pasaban muchos en sábado. La madre le había dicho que, en los viejos tiempos, se podía tomar un tren de pasajeros en ese lugar que entonces era la estación de Neibolt. Pero los trenes de pasajeros habían dejado de pasar al iniciarse la guerra de Corea.
Pero por Derry seguían pasando los grandes trenes de mercancías. Se dirigían hacia el sur cargados de papel, fibra de madera y patatas, o hacia el norte, con productos manufacturados para esas ciudades que la gente de Maine solía llamar «las grandes del norte». A Eddie le gustaba, sobre todo, contemplar los vagones que pasaban cargados de coches; relucientes Ford y Chevrolet. Algún día tendré un coche como ésos —se prometía—. Como ésos o todavía mejor. ¡Hasta un Cadillac!
Había, en total, seis vías, que entraban en la estación como telas de araña tendidas hacia el centro: Bangor y las grandes líneas del norte por un lado, las del sur y Maine del oeste, las de Boston y Maine desde el sur y las de la costa, procedentes del este.
Un día, dos años antes, mientras Eddie contemplaba el paso de un tren por las vías de la costa, un ferroviario borracho le había arrojado un cajón desde un tren que pasaba a poca velocidad. Eddie lo esquivó y se echó hacia atrás aunque el embalaje aterrizó entre las cenizas, a tres metros de distancia. Estaba lleno de cosas, de cosas vivas que repiqueteaban y se movían.
—¡Ultima vuelta, chico! —gritó el ferroviario borracho. Sacó una botella achatada del bolsillo trasero y bebió. Después lo estrelló junto a las vías y gritó, señalando el cajón—: ¡Llévale eso a tu mamá! ¡Cortesía de esta maldita Línea de la Costa que nos deja en la calle!
Mientras decía esas últimas palabras, se tambaleó, ya que el tren iba cobrando velocidad. Por un momento, Eddie pensó que iba a caerse.
Cuando el tren desapareció, Eddie se acercó a la caja y se inclinó cautelosamente hacia ella con miedo de acercarse mucho. Lo que había dentro se arrastraba, tembloroso. Si el ferroviario hubiera dicho que eran para él, Eddie habría dejado todo allí. Pero el hombre le había dicho que se las llevase a su madre. Y Eddie, como Ben, saltaba en cuanto se mencionaba a su madre.
Cogió un trozo de cuerda de un depósito vacío y ató el cajón al cesto de su bicicleta.
Su madre estudió el contenido con más desconfianza que él y lanzó un alarido… pero más de placer que de terror. En el cajón había cuatro grandes langostas con las pinzas abiertas con cuñas. Ella las preparó como cena y se enfurruñó mucho porque Eddie no quiso probarlas.
—¿Qué crees que comen los Rockefeller esta noche en Bar Harbor? —preguntó, indignada—. ¿Qué crees que cenan los ricachos de Nueva York? ¿Bocadillos de mermelada y mantequilla de cacahuete? ¡Comen langosta, Eddie, igual que nosotros! Y ahora anda, prueba.
Pero Eddie no quería. Al menos, eso era lo que su madre decía. Tal vez era verdad, pero por dentro él hubiera dicho que no podía. No dejaba de pensar en los movimientos dentro del cajón y en los repiqueteos de las pinzas. Ella siguió diciéndole que eran un bocado estupendo y que él estaba perdiéndose algo riquísimo hasta que el chico, jadeando, tuvo que usar su inhalador. Entonces, lo dejó en paz.
Eddie se retiró a su cuarto para leer. Su madre llamó a Eleanor Dunton, una amiga. Eleanor fue de visita y las dos se dedicaron a leer fotonovelas viejas y revistas de cotilleos, riendo como chiquillas y atiborrándose de ensalada de langosta. A la mañana siguiente, cuando Eddie se levantó para ir a la escuela, su madre aún roncaba en su cama, dejando escapar frecuentes pedos que sonaban como largas y suaves notas de trompeta (estaba «tirándose unos buenos», habría dicho Richie). En la ensaladera sólo quedaban algunas manchitas de mayonesa.
Aquél fue el último tren de la Southern Seacoast que Eddie vio en su vida. Más adelante, al encontrarse con el señor Braddock, jefe de la estación de Derry, le preguntó qué había pasado.
—Quebró la compañía —dijo el señor Braddock—. Eso es todo. ¿No lees los diarios? Está pasando lo mismo en todo el maldito país. Y ahora vete de aquí. Éste no es lugar para niños.
A partir de entonces, Eddie caminaba a veces por la vía número cuatro, que había sido la de la línea costera, escuchando a un locutor mental que cantaba nombres dentro de su cabeza, desenrollándose con monótona y encantadora entonación del Este. Esos nombres, esos nombres mágicos: Camden, Rockland, Bar Harbor (pronunciado Baa Haabaa), Wascasset, Bath, Portland, Ogunquit, Berwick; caminaba por la vía cuatro, hacia el este, hasta cansarse, hasta que las hierbas crecidas entre las traviesas lo entristecían. Una vez levantó la mirada y vio gaviotas (probablemente sólo gaviotas de vertedero, a las que importaba un bledo no ver jamás el océano, pero a él no se le había ocurrido pensarlo) que giraban y graznaban allá arriba. El sonido de esas voces lo hizo sollozar.
En alguna época había existido una verja de entrada a los patios de maniobras, pero había volado en una tormenta sin que nadie se molestara en reemplazarla. Eddie iba y venía a voluntad, aunque el señor Braddock lo sacaba a patadas cuando lo veía (igual que a los otros chicos). Había, a veces, camioneros que lo perseguían a uno (pero no muy lejos), pensando que uno andaba por allí con ideas de robarse algo… y a veces, así era.
Pero el sitio, en general, era tranquilo. Había una caseta de guardia, pero estaba desierta, con los vidrios de las ventanas rotos a pedradas. Desde 1950, más o menos, no existía ningún servicio de seguridad permanente. El señor Braddock ahuyentaba a los niños durante el día y, por las noches, un sereno pasaba cuatro o cinco veces, con un viejo Studebaker que llevaba un potente reflector instalado junto al radiador. Eso era todo.
Sin embargo, a veces había vagabundos y malvivientes. Si algo asustaba a Eddie de la zona, eran ellos: esos hombres de mejillas sin afeitar, piel resquebrajada y ampollas en las manos y en los labios. Pasaban un tiempo viajando por los rieles; luego bajaban para quedarse en Derry hasta que subían a otro tren y se iban a otra parte. A veces les faltaban dedos. Habitualmente estaban borrachos y le preguntaban a uno si tenía cigarrillos.
Un día, uno de esos tipos había salido a rastras de debajo del porche de la casa, en el 29 de Neibolt, para ofrecer a Eddie «chupársela por veinticinco centavos». Eddie retrocedió, con la piel hecha hielo y la boca seca como naftalina. Tenía carcomida una de las aletas de la nariz. Se veía directamente ese canal rojo y escamoso.
—No tengo veinticinco centavos —dijo Eddie, retrocediendo hacia su bicicleta.
—Te lo hago por diez —graznó el vagabundo, avanzando hacia él.
Vestía roídos pantalones de franela verde. Un vómito amarillo se le estaba endureciendo en los pantalones. Se bajó la cremallera y metió la mano. Trataba de sonreír. Su nariz era un espanto rojo.
—No… tampoco tengo diez —dijo Eddie.
Y de pronto pensó: Oh, Dios mío, tiene lepra. Si me toca, yo también voy a contagiarme. Entonces perdió la serenidad y echó a correr. Oyó que el vagabundo lo seguía, arrastrando los pies; sus viejos zapatos, atados con cordel, iban abofeteando al desmandado césped de la casa vacía.
—¡No te vayas, chico! Te la chupo gratis. ¡No te vayas!
Eddie subió a su bicicleta de un salto, con el aliento ya silbante, sintiendo que su garganta se cerraba hasta convertirse en el ojo de una aguja. Su pecho había adquirido peso. Apoyó los pies en los pedales y, cuando empezaba a tomar velocidad, una de las manos del vagabundo golpeó el cesto. La bicicleta se estremeció. Eddie miró por encima del hombro y vio que el vagabundo corría junto a la rueda trasera (GANANDO VENTAJA) con los labios contraídos, descubriendo las manchas negras de sus dientes en una expresión que podía ser de desesperación o de furia.
A pesar de las piedras que tenía en el pecho, Eddie aumentó la velocidad de su pedaleo temiendo que aquellas manos cubiertas de costras se cerraran alrededor de su brazo, arrancándolo de su Raleigh para arrojarlo en la zanja, donde sólo Dios sabía qué podía pasarle. No se atrevió a mirar atrás hasta haber pasado como un rayo delante de la escuela religiosa y la intersección con la carretera 2. Por entonces, el vagabundo había desaparecido.
Eddie se reservó aquella terrible anécdota durante casi una semana y por fin la confió a Richie Tozier y a Bill Denbrough mientras leían historietas sobre el garaje.
—No tenía lepra, pedazo de tonto —dijo Richie—. Era sifilis.
Eddie miró a Bill para ver si Richie le estaba tomando el pelo; era la primera vez que oía hablar de una enfermedad llamada siflis y parecía invento de Richie.
—¿Existe esa siflis, Bill?
Bill asintió gravemente.
—Pero no es siflis sino sí-sí-sífilis.
—¿Y qué es eso?
—Una enfermedad que te viene de follar —dijo Richie—. Sabes lo que es follar, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió Eddie.
Ojalá no se estuviera ruborizando. Sabía que, cuando uno crecía, el pene rezumaba algo cuando se ponía duro. Boogers Taliendo le había proporcionado los detalles, un día, en la escuela. Según Boogers, follar era frotar el pito contra la barriga de una chica hasta que se ponía duro. Después se frotaba un poco más hasta que uno empezaba a «sentir eso». Cuando Eddie preguntó qué se sentía, Boogers se limitó a mover la cabeza de un modo misterioso, diciendo que no se podía describir pero que uno se daba cuenta en cuanto lo sentía. Dijo que se podía practicar acostándose en la bañera y frotándose el pito con jabón de olor (Eddie había hecho la prueba, pero lo único que sintió al cabo de un rato fue ganas de orinar). La cosa es que, según Boogers, cuando uno «sentía eso», surgía una cosa del pene. Casi todos los chicos llamaban a eso «correrse», pero Boogers dijo que su hermano mayor le había enseñado que la palabra realmente científica era súmum. Y cuando uno «sentía eso», tenía que sujetar el pito y apuntarlo muy deprisa, para poder lanzar el súmum en el ombligo de la chica, en cuanto saliera. Entonces entraba en el ombligo de la chica y hacía un bebé allí dentro.
«¿Y a las chicas les gusta eso?», había preguntado Eddie a Boogers Taliendo, algo espantado.
«Parece que sí», había sido la respuesta de Boogers, también confundido.
—Y ahora escucha, Eds —dijo Richie—, porque después puede que surjan más preguntas. Algunas mujeres tienen esa enfermedad. Algunos hombres también, pero casi siempre son las mujeres. Un tío se puede contagiar de una mujer…
—… o de otro t-t-tipo, si son m-ma-ric-c-cones —aclaró Bill.
—Eso. La cuestión es que te contagias la sífilis por follar con alguien que ya la tiene.
—¿Y qué te pasa? —preguntó Eddie.
—Te pudres —dijo Richie, simplemente.
Eddie lo miró fijamente, espantado.
—Suena desagradable, lo sé, pero es cierto —confirmó Richie—. Lo primero que te desaparece es la nariz. A algunos tipos que tienen sífilis se les cae la nariz. Después el pito.
—P-p-por f-favor —rogó Bill—. A-acabo de c-c-comer.
—Vamos, hombre, estamos hablando de temas científicos —protestó Richie.
—Entonces —inquirió Eddie—, ¿qué diferencia hay entre la lepra y la sífilis?
—Que la lepra no te viene por follar —fue la pronta respuesta de Richie.
Y estalló en un vendaval de risas que dejó confundidos tanto a Bill como a Eddie.
A partir de ese día, la casa del 29 de Neibolt Street había adquirido una especie de fulgor en la imaginación de Eddie. Cuando miraba su patio lleno de hierbas, su porche desvencijado y las tablas clavadas a sus ventanas, se apoderaba de él una fascinación enfermiza. Seis semanas atrás, había dejado su bicicleta en la gravilla de la calle (la acera terminaba cuatro puertas más allá) para cruzar el prado hacia el porche de aquella casa.
El corazón le latía con fuerza y su boca tenía otra vez ese gusto seco. Al escuchar a Bill mientras contaba lo de esa horrible fotografía, comprendió que, al acercarse a esa casa, había sentido lo mismo que al entrar en la habitación de George. Se sentía como si hubiese perdido el control sobre sí mismo.
No sentía que sus pies se movieran. Era la casa, en cambio, la que, sombría y silenciosa, parecía acercarse a él.
Débilmente, oyó una locomotora Diesel en las vías y el ruido líquido-metálico de las acopladuras. Estaban dejando algunos vagones en las vías laterales y enganchando otros para formar un convoy.
Su mano apretó el pulverizador, pero el asma, extrañamente, no se había cerrado como aquel otro día al huir del vagabundo de la nariz podrida. Sólo tenía la sensación de estar quieto observando el deslizarse sigiloso de la casa hacia él como sobre un par de vías ocultas.
Eddie miró bajo el porche. Allí no había nadie. Eso no le sorprendió. Estaban en primavera y los vagabundos aparecían en Derry con más frecuencia a principios de otoño, en las seis semanas en que cualquiera podía conseguir trabajo en las fincas de los alrededores si se presentaba más o menos decente. Había patatas y manzanas que cosechar, cercas de nieve que reparar, graneros y techos que necesitaban remiendos antes de que llegase diciembre silbando.
No había vagabundos bajo el porche, pero sí abundantes señales de que habían andado allí: latas de cerveza vacías, botellas de licor vacías; una manta acartonada de roña apoyada contra los cimientos como un perro muerto; montones de periódicos arrugados, un zapato suelto y un olor como a basura. Había también una espesa capa de hojas marchitas allá abajo.
Sin querer hacerlo, pero incapaz de evitarlo, Eddie había entrado reptando bajo el porche. Sentía que el corazón le palpitaba en la cabeza lanzando manchas de luz blanca a través de su campo visual.
Allí abajo el olor era más fuerte: alcohol, sudor y el perfume pardo, oscuro, de las hojas putrefactas. Las hojas muertas ni siquiera crujían bajo las manos y las rodillas. Tanto ellas como los diarios viejos se limitaban a suspirar.
Soy un vagabundo —pensó Eddie, incoherente—. Soy un vagabundo que anda por las vías. Eso es lo que soy. No tengo dinero, no tengo casa, pero consigo una botella, un dólar y un lugar para dormir. Esta semana recogeré manzanas y patatas; la semana próxima, cuando la escarcha endurezca el suelo como si fuera dinero dentro de una caja fuerte, qué me importa, subiré a un vagón que huela a remolacha azucarera y me sentaré en un rincón. Y si hay un poco de heno, me cubriré con él, tomaré un traguito, masticaré un bocado y tarde o temprano llegaré a Portland o a Beantown, y si no me echa algún guardia del ferrocarril, tomaré un tren rumbo al Sur y cuando llegue recogeré limones o limas o naranjas. Y si me pescan, construiré carreteras para que viajen los turistas. Qué diablos, no será la primera vez, ¿no? Soy sólo un viejo vagabundo solitario, no tengo dinero, no tengo casa, pero algo tengo: tengo una enfermedad que me está comiendo. La piel se me cuartea, se me caen los dientes, ¿y sabes qué?: siento que me estoy pudriendo como una manzana. Lo siento, siento que eso me come desde dentro hacia fuera, me come, me come…
Eddie apartó a un lado la manta acartonada sujetándola con el pulgar y el índice e hizo una mueca al sentir su tejido apelmazado. Una de esas ventanas bajas del sótano estaba directamente a su espalda con un vidrio roto y el otro opaco de polvo. Se inclinó hacia adelante, sintiéndose casi hipnotizado. Se acercó a la ventana, se acercó a la oscuridad del sótano respirando olor a vejez, a moho y a podredumbre seca, se acercó cada vez más a lo negro, y sin duda el leproso lo habría atrapado si el asma no hubiera elegido ese momento, exactamente, para atacar. Le apretó los pulmones con un peso indoloro pero atemorizante; de inmediato, su respiración tomó ese sonido familiar, detestable, sibilante.
Retrocedió y fue entonces cuando apareció la cara. Su aparición fue tan súbita, tan sorprendente (pero también tan esperada) que Eddie no habría podido gritar, aun sin el ataque de asma. Sus ojos se dilataron. Su boca se abrió como una grieta. No era el vagabundo de la nariz carcomida, pero tenía cierto parecido. Un terrible parecido. Sin embargo… esa cosa no podía ser humana. Nada podía seguir con vida estando tan carcomida.
Tenía agrietada la piel de la frente. El hueso blanco, revestido por una membrana mucosa amarilla, espiaba por allí como la lente de un reflector empañado. La nariz era un puente de cartílago desnudo sobre dos canales rojos, muy abiertos. Un ojo era jubilosamente azul; el otro, una masa de tejido esponjoso de color negro pardusco. El labio inferior del leproso caía hacia abajo como hígado. No tenía labio superior; sus dientes asomaban en un anillo libidinoso.
Sacó bruscamente una mano por el vidrio roto. Sacó la otra a través del vidrio sucio de la izquierda reduciéndolo a fragmentos. Sus manos estaban llenas de llagas. Los escarabajos reptaban y trajinaban por ellas.
Maullando y jadeando, Eddie se arrastró hacia atrás. Apenas podía respirar. Su corazón era una locomotora desbocada. El leproso parecía vestir los harapientos restos de algún extraño traje plateado. Por entre los mechones pardos de su cabeza, reptaban cosas vivas.
—¿Quieres que te la chupe, Eddie? —graznó la aparición, sonriendo con los restos de su boca y canturreando—: Bobby cobra sólo diez y quince por otra vez y si quieres lo hace tres. —Guiñó el ojo—. Ése soy yo, Eddie: Bob Gray. Y ahora que nos hemos presentado debidamente…
Una de sus manos se aplastó contra el hombro derecho de Eddie. El chico lanzó un grito débil.
—No te asustes —dijo el leproso.
Y Eddie vio, con terror de pesadilla, que estaba saliendo por la ventana. El escudo de hueso que tenía tras la frente medio pelada rompió el fino soporte de madera que separaba los dos vidrios. Sus manos se agarraron a la tierra musgosa cubierta de hojas. Las hombreras plateadas de su traje…, de su disfraz, o lo que fuera…, comenzaron a pasar por la abertura. Aquel único ojo azul y centelleante no se apartaba de la cara de Eddie.
—Aquí vengo, Eddie, no te asustes —graznó—. Te gustará estar aquí abajo, con nosotros. Aquí abajo hay algunos amigos tuyos.
Su mano se estiró otra vez. En algún rincón de su mente enloquecida por el pánico, casi aullante, Eddie tuvo la súbita y fría seguridad de que, si aquella cosa tocaba su piel desnuda, él también empezaría a pudrirse. La idea quebró su parálisis. Reptó hacia atrás a cuatro patas, luego giró en redondo y se arrojó de cabeza hacia el otro extremo del porche. La luz del sol, que caía en rayos estrechos y polvorientos por entre las rendijas de las tablas del porche, rayaba su cara de momento en momento. Su cabeza empujó a través de las sucias telarañas que se le asentaban en el pelo. Miró sobre su hombro y vio que el leproso ya tenía medio cuerpo fuera.
—De nada te servirá correr, Eddie —anunció.
El chico había llegado al otro extremo del porche, donde había una verja de madera a través de la cual pasaba el sol imprimiendo diamantes de luz en su frente y sus mejillas. Bajó la cabeza y se arrojó contra ella sin vacilar, arrancando la verja con un chirrido de clavos herrumbrosos. Detrás había una maraña de rosales y Eddie pasó por ella, levantándose a tropezones, sin sentir las espinas que le abrían leves cortes en los brazos, la cara y el cuello.
Giró en redondo y retrocedió sobre sus piernas flojas, sacando el inhalador del bolsillo para aplicárselo. Todo eso no podía estar ocurriendo. Él había estado pensando en el vagabundo y su mente…, bueno…
le había montado un numerito
le había mostrado una película, una película de terror, como las de la matinée del sábado, con Frankenstein y el Hombre Lobo, de las que daban a veces en el Bijou, el Gem o el Aladdin. Seguro, eso era todo. ¡Se había asustado solo! ¡Qué tonto!
Tuvo tiempo hasta de emitir una risa temblorosa ante la insospechada vividez de su imaginación, antes de que las manos podridas salieran disparadas de bajo el porche, lanzando zarpazos a los rosales con demencial ferocidad, arrancándolos, imprimiendo en ellos gotas de sangre.
Eddie lanzó un chillido.
El leproso estaba saliendo. Vestía un traje de payaso, un traje de payaso con grandes botones naranja en la pechera. Al ver a Eddie, sonrió. Su semiboca se abrió dejando salir la lengua. Eddie volvió a chillar, pero nadie hubiera podido oír su chillido sofocado por el estrépito de la locomotora diesel en las vías. La lengua del leproso no se había limitado a asomar. Medía casi un metro y se desenroscaba como los cornetines de papel que reparten en las fiestas. Terminaba en una punta de flecha que se arrastraba por la tierra. Por ella corría una espuma espesa y viscosa, amarillenta. La recorrían varios bichos.
Los rosales, que al pasar Eddie mostraban los primeros toques de verde primaveral, adquirieron un color negro muerto y hojaldroso.
—Te la chupo —susurró el leproso, mientras se levantaba.
Eddie corrió a su bicicleta. Fue una carrera igual a la de antes, sólo que ésta tenía algo de pesadilla, como cuando no podemos movernos sino con una torturante lentitud por mucha prisa que nos demos… y en esos sueños, ¿no se oye, no se percibe siempre algo, un eso, que nos va alcanzando? ¿No se huele siempre su aliento hediondo, como Eddie lo estaba oliendo?
Por un momento sintió una descabellada esperanza: tal vez eso era, en verdad, una pesadilla. Tal vez despertaría en su propia cama, bañado en sudor, tal vez hasta llorando… pero vivo. A salvo. Luego apartó la idea. Su encanto era mortífero; su consuelo, fatal.
No trató de subir inmediatamente a su bicicleta; corrió, en cambio, con ella, con la cabeza gacha, empujando el manillar. Se sentía como si se estuviera ahogando, no en agua, sino dentro de su propio pecho.
—Te la chupo —susurró el leproso otra vez—. Vuelve cuando quieras, Eddie. Trae a tus amigos.
Sus dedos podridos parecieron tocarle la parte posterior del cuello, pero tal vez fue sólo un hilo de telaraña desprendido del porche, adherido a su pelo, que rozaba su carne temerosa. Eddie subió de un salto a su bicicleta y se marchó a todo pedal sin importarle que su garganta se hubiera cerrado otra vez, sin importarle un bledo el asma, sin mirar hacia atrás. No miró atrás hasta que se encontró casi en su casa. Y por entonces, por supuesto, ya no había nada a su espalda, salvo dos chicos que iban hacia el parque a jugar a la pelota.
Esa noche, tendido en su cama, tieso como un atizador, con una mano aferrando el inhalador y la mirada perdida en las sombras, oyó otra vez el susurro del leproso: De nada te servirá correr, Eddie.
—Caray —dijo Richie, respetuosamente.
Era la primera vez que uno de ellos abría la boca desde que Bill Denbrough terminara su relato.
—¿T-t-t-tienes otro ci-ci-cigarrillo, R-R-Richie?
Richie le dio el último del paquete que había sacado, casi vacío, del escritorio de su padre. Hasta se lo encendió.
—¿No lo soñaste, Bill? —preguntó Stan, súbitamente.
Bill sacudió la cabeza.
—N-no fue ningún s-s-sueño.
—Real —agregó Eddie, en voz baja.
Bill lo miró duramente.
—¿Q-qué?
—Real, dije. —Eddie lo miraba casi con resentimiento—. Eso ocurrió de verdad. Fue real.
Y, sin poder contenerse, aun antes de que supiera que iba a decirlo, se encontró narrando la historia del leproso que había salido del sótano en Neibolt, 29. A mitad de la historia tuvo que usar el inhalador. Y al final estalló en estridentes lágrimas, con el flaco cuerpo estremecido.
Todos lo miraban como si estuvieran incómodos. Por fin, Stan le apoyó una mano en la espalda. Bill le dio un abrazo torpe, mientras los otros apartaban la vista, abochornados.
—Es-s-s-está bien, Eddie. N-n-no imp-importa.
—Yo también lo vi —dijo Ben Hanscom, súbitamente, con voz seca, áspera, asustada.
Eddie levantó la vista con el rostro todavía anegado en lágrimas, los ojos enrojecidos y al descubierto.
—¿Qué?
—Vi al payaso —dijo Ben—. Pero no era como tú has dicho… al menos, cuando yo lo vi. No estaba todo viscoso. Estaba…, estaba seco. —Hizo una pausa, con la cabeza gacha y la vista fija en sus manos, pálidas sobre sus muslos elefantiásicos—. Creo que era la momia.
—¿Como en las películas? —preguntó Eddie.
—Como esas, pero no igual —aclaró Ben, lentamente—. En las películas se nota el truco. Da miedo, pero uno se da cuenta de que es todo montaje, ¿no? Todos esos vendajes están demasiado bien puestos, como quien dice. Pero este tipo… creo que así deben ser las momias de verdad. Si uno encontrara alguna en un cuarto, bajo una pirámide. A excepción del traje.
—¿Q-q-qué t-tra-traje?
Ben miró a Eddie:
—Un traje plateado, con grandes botones naranja en la pechera.
Eddie quedó boquiabierto. Cerró la boca y dijo:
—Si estás bromeando, dilo. Todavía…, todavía sueño con ese tío del porche.
—No bromeo —aseguró Ben.
Y comenzó a contar su historia. La contó con lentitud, comenzando con su ofrecimiento voluntario para ayudar a la señora Douglas con los libros y terminando con sus propias pesadillas. Hablaba despacio, sin mirar a los otros, como si estuviera profundamente avergonzado de su propia conducta. No levantó la cabeza hasta haber terminado.
—Seguramente fue un sueño —dijo Richie, por fin. Vio que Ben hacía una mueca de dolor y se apresuró a agregar—: No te lo tomes a mal, Big Ben, pero tienes que comprenderlo: los globos no pueden ir contra el viento…
—Las fotografías tampoco pueden hacer guiños —apuntó Ben.
Richie paseó su mirada entre Ben y Bill, preocupado. Acusar a Ben de soñar despierto era una cosa, pero acusar a Bill, otra muy distinta. Bill era el líder, el tío a quien todos miraban con respeto. Nadie lo expresaba en voz alta, porque no hacía falta. Pero Bill era el de las ideas, el que siempre tenía algo que hacer en los días aburridos, el que recordaba juegos olvidados por los otros. Y de un modo muy extraño, todos sentían algo reconfortantemente adulto en Bill, tal vez era un sentido de responsabilidad. Todos presentían que Bill se haría cargo de la responsabilidad, cogería las riendas cuando hiciera falta. La verdad es que Richie creía la historia de Bill, por descabellada que fuera. Y tal vez no quería creer en la de Ben… ni en la de Eddie, en todo caso.
—A ti nunca te pasó nada de eso, ¿eh? —le preguntó Eddie.
Richie hizo una pausa, comenzó a decir algo, sacudió la cabeza y se detuvo otra vez. Por fin dijo:
—Lo más espantoso que he visto últimamente fue a Mark Prenderlist echándose una meada en el parque McCarron. Tiene la polla más asquerosa del mundo.
Ben dijo:
—¿Y tú, Stan?
—No —contestó Stan, apresuradamente.
Pero apartó la vista. Su cara estaba pálida; sus labios, de tan apretados, habían quedado blancos.
—¿T-t-t-te p-pasó algo, S-St-Stan? —preguntó Bill.
—¡No, te digo que no!
Stan se puso de pie y caminó hasta la orilla con las manos en los bolsillos, para mirar el curso de agua por encima del dique original.
—¡Vamos, Stanley! —clamó Richie, en agudo falsete.
Era otra de sus voces: la abuelita gruñona. Cuando hablaba como abuelita gruñona, Richie caminaba encorvado, con un puño contra la parte baja de la espalda y reía mucho entre dientes. De cualquier modo, se parecía más a Richie Tozier que a otra cosa.
—Confiesa, Stanley, cuéntale a tu abuelita de ese payaso malo-malo-malote y te daré una pastita de chocolate. Tú cuenta…
—¡Cállate! —chilló Stan, súbitamente, girando hacia Richie, que retrocedió un paso o dos, atónito—. ¡A ver si te callas!
—Sí, amo —dijo Richie, y se sentó.
Miraba a Stan Uris con desconfianza. Las mejillas del chico judío se habían encendido con dos manchas de color, pero aun así parecía más asustado que furioso.
—Bueno, bueno —dijo Eddie, en voz baja—. No importa, Stan.
—No fue un payaso —dijo Stanley.
Sus ojos los recorrieron uno a uno. Parecía estar debatiéndose consigo mismo.
—P-p-puedes c-c-contar —dijo Bill, también en voz baja—. N-n-nosotros lo hem-mos contado.
—No era un payaso. Era…
Fue entonces cuando los interrumpió la voz poderosa, enronquecida por el whisky, del señor Nell, que los hizo saltar como ante un disparo:
—¡Jesucristo en carroza de los cielos! ¡Miren que desastre! ¡Jeee-su-criiisto!