Alrededor de las doce menos cuarto de la noche una de las azafatas que atienden la primera clase del vuelo 41 de United Airlines, entre Omaha y Chicago, se lleva un susto de muerte. Por unos instantes, cree que el hombre del 1-A ha muerto.
Al verlo abordar en Omaha, pensó: «Vaya, con éste vamos a tener problemas. Está más borracho que una cuba». La inquietó pensar en el Primer Servicio, que incluía las bebidas. Sin duda, él pediría algo fuerte… y seguramente doble. Ella tendría que decidir si servirle o no. Además, para complicar las cosas, había tormentas eléctricas a lo largo de todo el trayecto y ella estaba segura de que, en algún momento, el hombre, un tipo delgado, vestido de vaqueros y camisa de leñador, va a empezar a vomitar.
Pero cuando pasó con el Primer Servicio, el hombre alto sólo pidió un vaso de agua mineral con toda cortesía. Su luz no se ha encendido y la azafata no ha tardado en olvidarse de él porque hay mucho que hacer en ese vuelo. En realidad es uno de esos vuelos que una desea olvidar en cuanto terminan y en cuyo transcurso, si tuviera tiempo, llegaría a cuestionarse la posibilidad de la propia supervivencia.
El vuelo 41 hace reverencias entre los feos huecos de truenos y relámpagos, como un buen esquiador colina abajo. El aire está muy movido. Los pasajeros lanzan exclamaciones y hacen chistes intranquilos sobre los relámpagos que refulgen entre las gruesas columnas de nubes alrededor del avión. «Mamá, ¿ése es Dios que les está sacando fotografías a los ángeles?», pregunta un chiquillo. Y la madre, que está bastante verde, lanza una risa temblorosa.
El Primer Servicio resulta el único de ese vuelo. La señal de abrocharse los cinturones se enciende a los veinte minutos del despegue y sigue encendida. Las azafatas permanecen en los pasillos atendiendo las luces de llamadas, que se encienden como fuegos artificiales.
—Qué ocupado está Ralph, esta noche —le dice la jefa de azafatas, cuando se cruzan en el pasillo. La jefa de azafatas vuelve a la clase turista con una nueva provisión de bolsas para el mareo. Es en parte una clave, en parte un chiste. Ralph siempre está ocupado en esa clase de vuelos. El avión da un tumbo, alguien deja escapar un suave grito, la camarera gira un poco y alarga una mano para sostenerse. Y entonces mira directamente a los ojos fijos y sin vida del hombre del 1-A.
«Oh, Dios bendito, está muerto —piensa—. El alcohol, antes de subir a bordo… después los tumbos… el corazón… murió de miedo».
El hombre tiene los ojos fijos en los suyos, pero no la ve. No se mueven. Están completamente vidriosos. Son, sin duda, ojos de muerto.
La azafata se aparta de esa mirada horrible, su propio corazón le bombea en la garganta, a velocidad de fuga. Se pregunta qué hacer, cómo proceder; da gracias a Dios porque ese hombre, al menos, no tiene un compañero de asiento que grite y provoque un pánico general. Decide que deberá notificar primero a la jefa de azafatas y después a la tripulación masculina, allá delante. Tal vez se pueda envolverlo en una manta y cerrarle los ojos. El piloto mantendrá la señal de ajustarse los cinturones, aunque pase la tormenta, para que nadie vaya hacia delante para usar el baño. Cuando los otros pasajeros desembarquen, pensarán que está simplemente dormido.
Esos pensamientos le pasan por la mente a toda velocidad. Gira hacia atrás para confirmarlos con una mirada. Los ojos muertos, ciegos, se fijan en ella… y en eso el cadáver toma su vaso de agua mineral y bebe un sorbo.
En ese momento el avión vuelve a dar un brinco, se inclina y el pequeño grito de la azafata se pierde en otros gritos de miedo más estentóreos. Entonces el hombre mueve los ojos, no mucho, pero lo suficiente para que ella comprenda: está vivo y la mira. Y ella piensa: «Por Dios, cuando subió pensé que tenía alrededor de cincuenta y cinco años, pero no se acerca ni remotamente a esa edad, a pesar de las canas».
Se le acerca aunque oye el campanilleo impaciente de las llamadas detrás de ella (Ralph está ocupado, por cierto; tras un aterrizaje perfecto en O’Hare treinta minutos después, las azafatas tirarán setenta bolsitas llenas).
—¿Algún problema, señor? —pregunta, sonriendo. La sonrisa parece falsa e irreal.
—Ninguno, todo está perfectamente —dice el flaco. Ella echa un vistazo al billete de primera clase puesto en la ranura del respaldo y ve que se llama Hanscom—. Todo está perfectamente. Pero el vuelo es un poco movido, ¿verdad? Creo que tiene bastante trabajo. Por mi no se preocupe. Estoy… —Le dedica una sonrisa espantosa, una sonrisa que hace pensar en espantapájaros aleteando en muertos campos de otoño—. Estoy perfectamente.
—Se lo veía
(muerto)
algo decaído.
—Estaba pensando en los viejos tiempos —dice él—. Esta noche acabo de darme cuenta de que existen cosas tales como los viejos tiempos, en lo que a mí respecta.
Más campanillas.
—Disculpe, azafata… —llama alguien, nervioso.
—Bueno, si está seguro de que se siente bien…
—Pensaba en un dique que construí con unos amigos míos —dice Ben Hanscom—. Los primeros amigos que tuve, creo. Estaban construyendo el dique cuando… —Se interrumpe, sobresaltado, y ríe. Es una risa franca, casi despreocupada, como la de un niño; suena muy extraña en ese avión sacudido— … cuando les caí encima. Casi literalmente, es lo que hice. De cualquier modo, estaban haciendo un desastre con ese dique. Lo recuerdo.
—¡Azafata!
—Disculpe, señor. Debo seguir con mis rondas…
—Sí, por supuesto.
Ella se aleja deprisa, feliz de liberarse de esa mirada mortífera, casi hipnótica.
Ben Hanscom vuelve la cabeza hacia la ventanilla y mira hacia fuera. Se enciende un relámpago dentro de gruesas nubes de tormenta, catorce kilómetros a estribor. En el tartamudeo de luz, las nubes parecen grandes cerebros transparentes, llenos de malos pensamientos.
Se palpa el bolsillo del chaleco, pero los dólares de plata han desaparecido. De sus bolsillos a los de Ricky Lee. De pronto lamenta no haberse quedado con uno siquiera. Tal vez le habría sido útil. Siempre era posible, por supuesto, ir a un Banco cualquiera (al menos cuando uno no estaba dando tumbos a ocho mil metros de altitud) y conseguir un puñado de dólares de plata. Pero no se podía hacer nada con esos malos sándwiches de cobre que el gobierno trataba de hacer pasar en estos tiempos como monedas de verdad. Y tratándose de hombres lobo, vampiros y todas esas cosas que deambulan a la luz de las estrellas, lo que hace falta es plata, plata verdadera. Hace falta plata para detener a un monstruo. Hace falta…
Cerró los ojos. El aire, alrededor de él, estaba lleno de campanillas. El avión se mecía y daba tumbos y el aire estaba lleno de campanillas. ¿Campanillas?
No… Campanadas.
Eran campanas. Era LA campana, la reina de todas las campanas, la que se esperaba durante todo el año, una vez la escuela perdía su novedad, como siempre ocurría al terminar la primera semana. LA campana, la que indicaba otra vez la libertad, la apoteosis de todas las campanas escolares.
Ben Hanscom, sentado en su butaca de primera clase, suspendido entre los truenos a ocho mil metros de altura, vuelve la cara hacia la ventanilla y siente que la muralla del tiempo se vuelve súbitamente muy delgada. Se ha iniciado una especie de terrible y maravillosa peristalsis. Piensa: «Dios mío, estoy siendo digerido por mi propio pasado».
Los relámpagos juegan caprichosamente sobre su cara y, aunque él no lo sabe, el día acaba de cambiar. El 28 de mayo de 1985 se ha convertido en 29 de mayo sobre el terreno oscuro y tormentoso que es, esa noche, el oeste de Illinois. Los agricultores, con la espalda dolorida por la siembra, duermen como benditos allá abajo, soñando sus sueños de mercurio, ¿y quién sabe qué cosa se mueve en sus graneros, sus sótanos y sus sembrados, mientras se encienden los relámpagos y resuenan los truenos? Nadie sabe eso; sólo se sabe que hay potencia liberada en la noche, que el aire está loco por los grandes voltios de la tormenta.
Pero hay campanas a ocho mil metros de altitud, cuando el avión sale otra vez al cielo despejado y su movimiento se estabiliza. Son campanas. Es LA campana, mientras Ben Hanscom duerme. Y mientras duerme, la muralla entre pasado y presente desaparece por completo, cae dando tumbos hacia atrás, a través de los años, como quien cae en un pozo profundo: el Viajero del Tiempo de Wells, que cae con una palanca rota en la mano, abajo, abajo, hasta la tierra de los Morlocks, donde hay máquinas que bombean y bombean en los túneles de la noche. Es 1981, 1977, 1969. Y de pronto está aquí, aquí, en junio de 1958; brilla el sol en todas partes y, detrás de los párpados soñolientos, las pupilas de Ben Hanscom se contraen a la orden de su dormido cerebro que no ve la oscuridad tendida sobre Illinois, sino el brillante sol de un día de junio, en Derry, Maine, hace veintisiete años.
Campanas.
LA campana.
La escuela.
La escuela se.
¡La escuela se…
… acabó!
La campana retumbó en los pasillos de la escuela municipal de Derry, un gran edificio de ladrillo levantado en Jackson Street. A su tañido, los niños del quinto curso, donde estaba Ben Hanscom, lanzaron un espontáneo grito de alegría… y la señora Douglas, que solía ser la más estricta de las maestras, no hizo esfuerzo alguno por acallarlos. Tal vez sabía que habría sido imposible.
—¡Niños! —exclamó, al apagarse el grito—. Prestadme atención por un momento más.
Un balbuceo de cháchara excitada, mezclada con algunos gruñidos, se elevó en el aula. La señora Douglas tenía en la mano las calificaciones.
—¡Espero haber aprobado! —dijo Sally Mueller gorjeante, a Bev Marsh, que se sentaba en la fila vecina. Sally era inteligente, bonita, vivaz. Bev también era bonita, pero esa tarde no había ninguna vivacidad en ella, por más que fuera el último día. Se miraba, melancólica, los mocasines baratos. Tenía un cardenal amarillo desteñido en una de las mejillas.
—A mí me importa un cuerno aprobar o no —dijo.
Sally soltó un resoplido que decía: «Las señoritas no hablan así». Después se volvió hacia Greta Bowie. Ben pensó que, si Sally había cometido el error de dirigir la palabra a Beverly, era sólo por el entusiasmo de haber terminado otro curso escolar. Sally Mueller y Greta Bowie provenían de familias ricas que vivían en la parte oeste de Broadway; Bev, en cambio, iba a la escuela desde uno de esos edificios baratos que había en el último sector de Main Street. Había menos de dos kilómetros entre un barrio y otro, pero hasta los niños como Ben sabían que en realidad estaban tan distantes como la Tierra de Plutón. Bastaba con mirar el jersey barato de Beverly Marsh, su falda demasiado holgada, probablemente salida de alguna caja del Ejército de Salvación, y sus mocasines raspados, para saber la verdadera distancia entre ambos. Aun así, a Ben le gustaba más Beverly… mucho más. Sally y Greta llevaban ropas bonitas y, probablemente, se hacían la permanente o algo así cada mes; pero eso, en su opinión, no cambiaba los hechos básicos. Podían hacerse la permanente todos los días; no por eso dejarían de ser un par de mocosas malcriadas.
Beverly, en su opinión, era más simpática… y mucho más bonita, aunque él no se habría atrevido a decírselo ni en un millón de años. Sin embargo, en lo más crudo del invierno, cuando la luz, afuera, parecía un adormecimiento amarillo, como un gato acurrucado en el sofá, mientras la señora Douglas zumbaba sus matemáticas, leía preguntas sobre la lectura o hablaba de los yacimientos de cinc del Paraguay; en esos días en que las clases parecían interminables y no importaba que terminaran o no porque todo el mundo, afuera, era nieve medio derretida… En días como ésos Ben solía mirar a Beverly de soslayo, robándole la cara y el corazón le dolía desesperadamente, pero también se le iluminaba, todo al mismo tiempo. Probablemente tenía un encaprichamiento con ella o se había enamorado de ella y por eso pensaba siempre en Beverly cuando Los Penguins cantaban, por radio, Ángel de la tierra: «Querida mía, te amo sin cesar…». Sí, era estúpido, más flojo que el papel higiénico usado, pero no importaba, porque él jamás se lo diría. Pensó que, a los muchachos gordos, tal vez sólo se les permitía amar a las niñas bonitas secretamente. Si hablaba con alguien de lo que sentía (aunque no tenía a nadie con quien hablar de eso), lo más probable era que esa persona riera hasta ahogarse. Y si se lo decía a Beverly, ella podía reír también (malo) o sentir náuseas de asco (peor).
—Ahora, por favor, acercaos a medida que os llame por vuestro nombre. Paul Anderson… Carla Bordeaux… Greta Bowie… Calvin Clark… Cissy Clark…
A medida que la señora Douglas iba pronunciando los nombres, los niños de su quinto curso se adelantaron uno a uno (exceptuando a los gemelos Clark, que se levantaron, como siempre, de la mano, imposibles de distinguir, como no fuera por la longitud del pelo platinado y la vestimenta, vestido en la niña y vaqueros en el varón). Cada uno tomó su boletín con la bandera norteamericana delante y la Oración del Señor atrás y salió serenamente del aula… para echar a correr por el pasillo hasta las grandes puertas delanteras, completamente abiertas. Desde allí, corrieron simplemente hacia el verano y desaparecieron en él, algunos en bicicleta, otros saltando o a lomos de caballos invisibles, golpeándose los muslos con la palma para hacer ruido de cascos, y otros se fueron abrazados y cantando.
—Marcia Fadden… Frank Frinck… Ben Hanscom…
Él se levantó robando a Beverly Marsh la última mirada por ese verano (al menos, eso pensó entonces) y se adelantó hasta el escritorio de la señora Douglas. A los once años, tenía una barriga más o menos del tamaño de Nuevo México, envasada en un par de horrendos vaqueros cuyos remaches de cobre lanzaban pequeños dardos de luz y hacían jsst-jsst-jsst al rozarse sus gruesos muslos. Sus caderas se balanceaban como las de las chicas. Llevaba una sudadera holgada, aunque hacía calor. Casi siempre usaba sudaderas holgadas, porque su pecho le daba una terrible vergüenza; así había sido desde el primer día de clase, tras las vacaciones de Navidad. Al verlo con una de las camisas nuevas que le había regalado su madre, Belch Huggins, un niño de sexto grado, había graznado: «¡Eh, miren! ¡Miren lo que le trajo Santa Claus a Ben Hanscom! ¡Un buen par de tetas!». Belch había estado a punto de sufrir un colapso por lo delicioso de su ingenio. Algunos otros rieron, niñas, entre ellos. Si ante Ben se hubiera abierto, en ese mismo instante, un agujero hacia el submundo, él se habría dejado caer sin ruido alguno… o tal vez con un leve murmullo de gratitud.
Desde ese día usaba sudaderas. Tenía cuatro: la parda abolsada, la verde abolsada y dos azules, abolsadas también. Era una de las pocas cosas en las que conseguía imponerse a su madre, uno de los pocos límites que, en el curso de su niñez, casi siempre complaciente, se sentía obligado a trazar. Si ese día hubiera visto a Beverly Marsh riendo con los otros, sin duda habría muerto.
—Ha sido un placer tenerte como alumno, Benjamin —dijo la señora Douglas, al entregarle su boletín.
—Gracias, señora Douglas.
Un falsete burlón onduló desde la parte trasera del aula:
—Ay, graaacias, señora Douuuglas.
Era Henry Bowers, por supuesto. Henry estaba en quinto curso, como Ben, aunque habría debido estar cursando el sexto, con sus amigos Belch Huggins y Victor Criss, porque repetía curso. Ben tenía la sospecha de que iba a repetir otra vez. La señora Douglas no lo había llamado y eso era mala señal. Ben estaba intranquilo al respecto, porque si Henry repetía, a él le correspondería parte de la culpa… y Henry lo sabía.
Durante los exámenes finales, la semana anterior, la señora Douglas los había cambiado de asiento al azar, sacando sus nombres de un sombrero. Ben había acabado junto a Henry Bowers, en la última fila. Como siempre, enroscó el brazo alrededor de su hoja y se inclinó hacia ella, sintiendo la presión reconfortante de su panza contra el escritorio. De vez en cuando chupaba el lápiz en busca de inspiración.
A mitad del examen del martes, que era el de matemáticas, le llegó un susurro a través del pasillo. Era grave, apagado y experto como el susurro de un preso veterano al pasar un mensaje en el patio de la prisión:
—Déjame copiar.
Ben miró hacia la izquierda, directamente a los ojos negros y furiosos de Henry Bowers. Henry era corpulento, aun para sus doce años. Brazos y piernas habían adquirido músculos con el trabajo de labrador. Su padre, que estaba loco, según rumores, tenía unos terrenos en el extremo de Kansas Street, cerca del límite municipal de Newport y Henry pasaba al menos treinta horas semanales trabajando con la azada, sacando hierbas, plantando, recogiendo rocas, cortando leña y cosechando, cuando había algo que cosechar.
Llevaba el pelo cortado rabiosamente a la americana, tan corto que le asomaba, blanco, el cuero cabelludo. Se untaba el mechón delantero con un pomo que siempre llevaba en el bolsillo de los vaqueros; como resultado, parecía tener, sobre la frente, los dientes de una trilladora. Rezumaba siempre olor a sudor y goma de mascar con sabor a frutas. Para la escuela, usaba una chaqueta de motociclista color rosa con un águila en la espalda. Cierta vez, uno de cuarto grado tuvo la mala idea de reírse de aquella chaqueta. Henry se arrojó sobre el pobre diablo, ágil como una comadreja, y le propinó un doble puñetazo con una mano sucia de trabajar. El chico perdió tres dientes. A Henry le dieron dos semanas de vacaciones. Ben había abrigado la esperanza (la esperanza difusa, aunque ardiente, del pisoteado y aterrorizado) de que lo expulsaran en vez de suspenderlo. No tuvo suerte. La moneda falsa siempre vuelve. Terminada la suspensión, Henry volvió a pavonearse por el patio, resplandeciente con su chaqueta rosada y el pelo tan untado que parecía alzarse en un grito. Exhibía en ambos ojos los rastros coloridos e hinchados de la paliza que le había dado el padre loco por pelear en el patio. Las huellas de la paliza acabaron por desvanecerse; para los niños obligados a coexistir con Henry en Derry, la lección no se desvaneció. Hasta donde Ben sabía, nadie había vuelto a mencionar la chaqueta rosa con el águila a la espalda.
Cuando susurró ásperamente a Ben que le dejase copiar, tres pensamientos cruzaron como cohetes por la mente del chico, tan delgada y veloz como obeso era su cuerpo. El primero era que, si la señora Douglas pescaba a Henry copiándose de su examen, los suspendería a los dos. El segundo, que si no le dejaba copiar, Henry lo atraparía después de clase, con toda seguridad, y le aplicaría el famoso puñetazo doble, probablemente mientras Huggins lo sujetaba por un brazo y Criss por el otro.
Ésos eran pensamientos de niño, lo que no era nada sorprendente porque él era un niño. El tercero y último fue más sofisticado, casi adulto.
Tal vez me coja, sí. Pero tal vez pueda mantenerme fuera de su alcance durante la última semana de clase. Estoy bastante seguro de que puedo, si me esfuerzo. Y durante el verano él se olvidará, creo. Sí. Es bastante estúpido. Si le suspenden en este examen, tal vez repita otra vez. Y si repite, yo me adelantaré. Ya no estaremos en la misma aula… Iré a la secundaria antes que él… Podría… podría quedar libre.
—Déjame copiar —susurró Henry, otra vez. Sus ojos negros echaban chispas, exigentes.
Ben sacudió la cabeza y cerró más el brazo en torno a su examen.
—Ya te cogeré, gordo —susurró Henry, algo más alto.
Hasta ese momento su hoja estaba en blanco, aparte del nombre. Estaba desesperado. Su padre le iba a arrancar la cabeza.
—Si no me dejas copiar, ya verás lo que te hago.
Ben volvió a negar con la cabeza, con un estremecimiento de papada. Estaba asustado, pero también decidido. Se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, se había entregado conscientemente a un curso de acción y eso también lo asustó, aunque no supo exactamente por qué; pasarían largos años antes de que lo comprendiera, pero era lo frío de su cálculo, la cuidadosa y pragmática contabilización del costo, con sus insinuaciones de madurez inminente, lo que le asustaba más que el propio Henry. A Henry, con suerte, podría esquivarlo. La madurez, en que probablemente pensaría de ese modo casi siempre, acabaría, tarde o temprano, por atraparlo.
—¿Hay alguien hablando por allí atrás? —había dicho la señora Douglas, con toda claridad, en ese momento—. No quiero oír un solo murmullo.
Reinó el silencio en los diez minutos siguientes; las jóvenes cabezas permanecían estudiosamente inclinadas sobre las hojas que olían a tinta de mimeógrafo. De pronto, el susurro de Henry flotó otra vez a través del pasillo, bajo, apenas audible, escalofriante en la tranquila seguridad de su promesa:
—Date por muerto, gordo.
Ben tomó su mochila y huyó, agradecido a los dioses encargados de amparar a los gordos de once años porque Henry Bowers, en virtud del orden alfabético, no había podido salir primero del aula, para esperarlo afuera.
No corrió por el pasillo, como los otros niños. Era capaz de correr con bastante celeridad, a pesar de su tamaño, pero tenía perfecta conciencia de lo que parecía al correr. Pero apretó el paso y salió del vestíbulo, fresco, perfumado de libros, al brillante sol de verano. Permaneció un momento con la cara al sol, agradecido por su calor y libertad. Septiembre estaba a un millón de años. El calendario podía decir otra cosa, pero lo que dijera el calendario era mentira. El verano sería mucho más largo que la suma de sus días y le pertenecía por entero. Se sentía tan alto como la torre-depósito y tan ancho como la ciudad entera.
Alguien lo empujó, lo empujó con fuerza. Los placenteros pensamientos que tenía ante sí se le escaparon de la mente, mientras se tambaleaba en busca del equilibrio al borde de los peldaños de piedra. Se aferró a la barandilla justo a tiempo de evitarse una horrible caída.
—A ver si te apartas, bolsa de tripas.
Era Victor Criss, peinado con su tupé a lo Elvis, relumbrante de Brylcreem. Bajó los peldaños y caminó hacia el portón de entrada con las manos en los bolsillos de los vaqueros, el cuello de la camisa vuelto hacia arriba y tintineantes las hebillas de sus botas.
Ben, a quien el corazón seguía palpitándole por el susto, vio que Belch Huggins estaba de pie al otro lado de la calle fumando un pitillo. Al ver a Victor, levantó la mano y le pasó el cigarrillo. Victor dio una calada, devolvió el cigarrillo a Belch y señaló a Ben, que ya iba por la mitad de la escalera. Dijo algo y ambos se separaron. La cara de Ben se encendió en una llamarada opaca. Siempre te agarraban. Era cosa de la fatalidad o algo así.
—¿Tanto te gusta este lugar que piensas pasarte aquí todo el día? —dijo una voz, a su lado.
Cuando Ben se volvió, su rostro ardió aún más. Era Beverly Marsh; su pelo oscuro formaba una nube deslumbrante alrededor de la cabeza y sobre sus hombros, sus ojos tenían un adorable color entre gris y verde. Llevaba un jersey con las mangas recogidas hasta el codo, gastado alrededor del cuello y casi tan abolsado como la sudadera de Ben. Demasiado abolsado, por cierto, para dejar ver si le estaba creciendo algo allí abajo. Pero a Ben no le importó; cuando el amor llega antes de la pubertad, llega en olas tan límpidas y poderosas que nadie puede resistirse a su simple imperativo, y Ben no hizo esfuerzo alguno por resistir. Simplemente, cedió. Se sentía tonto y exaltado a un tiempo, más miserable y azorado que nunca… pero también indiscutiblemente bendito. Esas emociones irremediables se mezclaron en un brebaje embriagador que lo dejó, a la vez, descompuesto y regocijado.
—No —graznó—, creo que no.
Por la cara se le extendió una gran sonrisa. Sabía que debía de parecer estúpida, pero no pudo reprimirla.
—Bueno, menos mal, me alegro de ello. Porque se acabaron las clases. Gracias a Dios.
—Que pases… —Otro graznido. Tuvo que carraspear; su rubor se acentuó—. Que pases unas felices vacaciones, Beverly.
—Tú también, Ben. Hasta el año que viene.
Bajó rápidamente los peldaños y Ben la contempló con ojos de enamorado: el tartán brillante de su falda, el rebote de su pelo rojo contra el suéter, su cutis lechoso, un pequeño corte que cicatrizaba en el dorso de una pantorrilla (y por algún motivo, eso lo invadió con una oleada de sentimientos tan intensos que buscó a tientas la barandilla: algo enorme, inarticulado, misericordiosamente breve, tal vez una señal presexual, sin sentido para su cuerpo, donde las glándulas endocrinas aún dormían casi sin soñar, pero brillantes como un relámpago de verano) y un brazalete dorado que llevaba en el tobillo derecho, justo por encima del mocasín, reflejando el sol en relucientes destellos.
Se le escapó un ruido, una especie de ruido. Bajó los escalones como un débil anciano y se quedó al pie, observándola, hasta que ella giró a la izquierda y desapareció más allá del alto seto que separaba el patio de la acera.
Esperó allí sólo un momento. Después, mientras los niños aún pasaban a su lado chillando, en grupos, se acordó de Henry Bowers. Caminó alrededor del edificio apresuradamente. Cruzó el patio de los más pequeños deslizando los dedos por las cadenas de los columpios para hacerlas tintinear y saltando por encima de los balancines. Salió por la verja, mucho más pequeña, que daba a Charter Street y se encaminó hacia la izquierda, sin volver la vista atrás, hacia ese montón de piedra donde había pasado casi todos los días laborables de los últimos nueve meses. Guardó el boletín de calificaciones en el bolsillo trasero y comenzó a silbar. Llevaba un par de bambas pesadas, pero habría dicho que sus suelas cubrieron ocho manzanas sin tocar la acera.
Los habían dejado libres apenas pasado el medio día; su madre no llegaría a casa, por lo menos, hasta las seis, porque los viernes iba directamente al supermercado a la salida del trabajo. Tenía el resto del día para él solo.
Fue a la plaza McCarron por un rato y se sentó bajo un árbol sin hacer otra cosa que susurrar ocasionalmente, por lo bajo, «Amo a Beverly Marsh», sintiéndose más embriagado y romántico cada vez que lo decía. En cierto momento, cuando un grupo de chiquillos llegó al parque y comenzó a formar equipos para un partido de béisbol, susurró dos veces las palabras «Beverly Hanscom»; después tuvo que apoyar la cara en el césped, hasta que la hierba refrescó sus mejillas ardientes.
Al poco rato se levantó para caminar hacia la avenida Costello. Cinco manzanas más allá estaba la Biblioteca pública; supuso que hacia allí se encaminaba desde un principio. Ya casi había salido del parque cuando un niño de sexto grado, llamado Peter Gordon, le vio y chilló:
—¡Eh, Tetas! ¿Quieres jugar? ¡Necesitamos a alguien que haga de cancha!
Hubo un estallido de risas. Ben escapó tan rápido como pudo, hundiendo la cabeza en el cuello, como si fuera una tortuga.
Aun así, se consideró afortunado; bien mirado, los chicos bien habrían podido perseguirlo, aunque sólo fuera para revolcarlo en el polvo y ver si lloraba. Ese día estaban demasiado entretenidos en organizar el juego. Ben se sintió feliz de dejarlos entregados a los rituales que precedían el primer juego del verano y siguió su camino.
Tres manzanas más allá, por Costello, vio algo interesante, tal vez hasta provechoso, bajo un seto: un brillo de vidrio bajo la desgarradura de una vieja bolsa de papel. Ben sacó la bolsa a la acera con el pie. Al parecer, estaba de suerte. Dentro había cuatro botellas de cerveza y cuatro de gaseosa, grandes. Las grandes valían cinco centavos cada una; las de cerveza, dos centavos. Veintiocho centavos bajo el seto de una casa, sólo esperando que algún chico pasara a recogerlas. Pero debía ser un chico de suerte.
—Y ése soy yo —dijo Ben, alegre, sin sospechar lo que le deparaba el resto del día.
Volvió a caminar, sosteniendo la bolsa por la parte de abajo para que no se rompiera. Una manzana más allá estaba el mercado de la avenida Costello y allí entró. Cambió las botellas por efectivo y la mayor parte del efectivo por golosinas.
De pie ante el escaparate de los dulces, señaló aquí y allá, encantado, como siempre, por el susurro de la puerta deslizante. Compró cinco barras de regaliz rojas y otras cinco, negras, diez chupa-chups, una bolsa de caramelos, una caja de chicles y un paquete de fulminantes para su pistola.
Salió con una bolsa de golosinas en la mano y cuatro centavos en el bolsillo delantero de sus pantalones. Al mirar la bolsa de papel, con su carga de dulzura, un pensamiento trató súbitamente de subir a la superficie.
Sigue comiendo así, y Beverly Marsh jamás te mirará siquiera.
Pero era un pensamiento desagradable, así que lo apartó. Se fue rápidamente; era un pensamiento acostumbrado a que lo apartaran.
Si alguien le hubiera preguntado «¿Te sientes solo, Ben?», él habría mirado a ese alguien con verdadera sorpresa. Nunca se le había ocurrido esa pregunta. No tenía amigos, pero sí libros y sueños; tenía sus modelos de automóviles, y un gigantesco equipo de piezas con el que construía todo tipo de cosas. Su madre solía exclamar que las casas fabricadas por Ben parecían mejores que algunas casas de verdad. También tenía un buen Mecano y esperaba que le regalaran el equipo más grande por su cumpleaños, en octubre. Con uno de ésos se podía hacer un reloj que daba la hora de verdad y un coche con marchas y todo. «¿Solo?», podría haber preguntado, a su vez, francamente desconcertado. «¿A qué te refieres?»
El niño ciego de nacimiento no sabe que es ciego mientras no se lo digan. Aun entonces tiene sólo una idea muy académica de lo que significa la ceguera. Sólo quienes han podido ver anteriormente comprenden de verdad qué es eso. Ben Hanscom no tenía la sensación de estar solo porque nunca había vivido de otro modo. Si aquello hubiera sido algo nuevo o más localizado, habría podido comprenderlo, pero la soledad abarcaba toda su vida y, a la vez, la superaba. Era, simplemente, como su pulgar torcido o la extraña melladura de uno de sus dientes, aquella que tocaba con la lengua cuando se ponía nervioso.
Beverly era un dulce sueño; las golosinas, una dulce realidad. Las golosinas eran sus amigas. Por eso mandó a paseo al extraño pensamiento, y éste se fue en silencio, sin provocar ningún escándalo. Entre la tienda y la biblioteca, devoró todas las golosinas que llevaba en la bolsa. Tenía la firme intención de guardar algunas para comer por la noche, mientras veía la tele. Esa noche emitían Rescate, con Kenneth Tobey como el intrépido piloto de helicóptero, y Dragnet, donde los casos eran reales, pero se habían cambiado los nombres para proteger a las personas inocentes, y su policial favorito, Patrulla de caminos, donde Broderick Crawford representaba al teniente Dan Matthews. Broderick Crawford era su héroe personal. Broderick Crawford era veloz, era rudo; Broderick Crawford no se dejaba pisotear por nadie… y, sobre todo, Broderick Crawford era gordo.
Llegó a la esquina de Costello y Kansas y cruzó hacia la Biblioteca Pública. En realidad, se trataba de dos edificios: la vieja estructura de piedra delante, construida en 1890 con dinero de los potentados de la madera, y, atrás, el edificio nuevo, más bajo, donde funcionaba la biblioteca para niños. Ambas estaban conectadas por un corredor encristalado.
Allí, cerca del centro, Kansas Street era de dirección única, así que Ben sólo miró en una dirección, a la derecha, antes de cruzar. De haber mirado a la izquierda se hubiera llevado una horrible sorpresa. A la sombra de un viejo roble, en el prado del Centro Social de Derry, a una manzana de distancia, estaban Belch Huggins, Victor Criss y Henry Bowers.
—Atrapémoslo, Hank.
Victor estaba casi jadeando.
Henry observó al gordo que cruzaba la calle correteando entre bamboleos de panza, el remolino de la cabeza parecía un resorte y el culo se le meneaba dentro de los pantalones como los de las chicas. Calculó la distancia que los separaba de él y la que separaba a Hanscom de la biblioteca, donde estaría a salvo. Probablemente podrían atraparlo antes de que entrara, pero también era posible que Hanscom comenzara a gritar. No habría sido nada raro, con semejante marica. Y en ese caso podía intervenir algún adulto. Henry no quería interferencias. Esa perra de la Douglas lo había suspendido en lengua y en matemáticas. Lo dejaba pasar, habría dicho, pero tendría que hacer los cursos de preparación durante un mes, en el verano. Henry habría preferido repetir. En ese caso, el padre lo habría castigado una sola vez. Si tenía que dejarlo ir a la escuela por cuatro horas diarias durante cuatro semanas, en la temporada de más trabajo, era posible que lo castigara cinco o seis veces, hasta más. Sólo se reconcilió con su sombrío futuro pensando en vengarse con ese gordo idiota esa misma tarde.
—Sí, vamos —apoyó Belch.
—Esperaremos a que salga.
Vieron que Ben abría una de las grandes puertas dobles y entraba. Entonces se sentaron en el suelo a fumar y a contar historias de viajantes mientras esperaban.
Tarde o temprano, saldría. Y entonces Henry le haría lamentarse de haber nacido.
Ben amaba la biblioteca.
Amaba su eterna frescura, perceptible aun en los días más calurosos; amaba su silencio murmurante, quebrado sólo por susurros ocasionales, el leve golpe de un sello y el rumor de las páginas vueltas en la hemeroteca, donde estaban siempre los ancianos leyendo periódicos encuadernados; amaba las características de la luz que caía en diagonal por las ventanas altas y estrechas, por la tarde, o relumbraba en charcos perezosos, arrojados por los globos de luz colgados de cadenas del techo, en los anocheceres de invierno mientras el viento silbaba fuera. Le gustaba el olor de los libros: un olor picante, fabuloso. A veces caminaba por entre las estanterías de los adultos contemplando aquellos millares de volúmenes, imaginando un mundo de vidas dentro de cada uno. Le gustaba el corredor acristalado que conectaba el edificio viejo con la biblioteca infantil, siempre cálida, aun en invierno, a menos que el tiempo hubiera estado nublado por algunos días. La señora Starrett, jefa de bibliotecarios de esa sección, le había dicho que era resultado de algo llamado «efecto de invernadero». A Ben le encantaba la idea. Años más tarde construiría el centro de comunicaciones de la «BBC» y las acaloradas discusiones se prolongarían por un millar de años, sin que nadie supiera (excepto el mismo Ben) que el centro de comunicaciones no era sino el corredor acristalado de la Biblioteca Pública de Derry, puesto sobre un extremo.
También le gustaba la biblioteca infantil, aunque no tenía el sombreado encanto de la antigua, con sus globos y sus escaleras de hierro curvas, demasiado estrechas para que las usaran dos personas; una siempre tenía que retroceder. La biblioteca infantil era luminosa y soleada, algo más ruidosa, a pesar de los letreros de SILENCIO, POR FAVOR, colgados por todas partes. El ruido, en gran parte, provenía del Rincón de Pooh, donde iban los más pequeños a mirar libros ilustrados. Ese día, cuando Ben entró, acababa de empezar allí la hora de los cuentos. La señorita Davies, una bibliotecaria joven y bonita, estaba leyendo Los tres cabritos.
—¿Quién camina, trip-trap, por mi puente?
La señorita Davies hablaba en el tono grave y gruñón del duende del cuento. Algunos de los pequeños se cubrieron la boca, riendo, pero la mayoría se limitaba a mirarla con aire solemne, aceptando la voz del duende como aceptaban las voces de sus sueños; sus ojos graves reflejaban la eterna fascinación del cuento de hadas: el monstruo, ¿sería derrotado o se comería a las víctimas?
Había carteles coloridos por doquier. Aquí, un niño bueno que se había cepillado los dientes hasta echar espuma por la boca como un perro rabioso; allí, un niño malo que fumaba (cuando sea grande quiero estar siempre enfermo, como mi papá, decía el epígrafe). Allá, una maravillosa fotografía donde se veía un billón de puntos luminosos en la oscuridad; abajo, UNA IDEA ENCIENDE UN MILLAR DE CIRIOS. Ralph Waldo Emerson.
Había invitaciones a participar en la EXPERIENCIA DE LOS SCOUTS. Un letrero sugería que los clubes de niñas de hoy forman a las mujeres de mañana. Formularios de inscripción para el juego de softball y para el teatro infantil del Centro Social. Y, por supuesto, otro cartel que invitaba a los niños a inscribirse en el PROGRAMA DE LECTURAS DE VERANO. Ben era un fanático del programa de lecturas de verano. Al inscribirse, a uno le daban un mapa de Estados Unidos. Luego, por cada libro que uno leía y comentaba, obtenía un cromo para lamer y pegar en el mapa. El cromo venía con informaciones tales como el pájaro y la flor correspondientes a este estado, el año en que había sido admitido en la Unión y qué presidentes, si los había, procedían de allí. Cuando los cuarenta y ocho estaban pegados en el mapa, se recibía un libro gratuitamente. Era un negocio estupendo. Ben pensaba hacer lo que sugería el letrero: No pierdas tiempo: inscríbete hoy.
Llamativo entre ese amigable despliegue de color, un simple cartel, sobre el escritorio de la bibliotecaria, sin dibujos ni fotografías, sólo letras negras en papel blanco, rezaba:
RECUERDA EL TOQUE DE QUEDA
SIETE DE LA TARDE
DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE DERRY
Con solo mirarlo, Ben sintió un escalofrío. La excitación de retirar su boletín, la preocupación por Henry Bowers, las palabras cruzadas con Beverly y el comienzo de las vacaciones le habían hecho olvidar el toque de queda… y los asesinatos.
La gente discutía sobre cuántos habían sido, pero todo el mundo estaba de acuerdo en que llegaban, por lo menos, a cuatro desde el invierno; cinco, si se incluía a George Denbrough (muchos opinaban que la muerte del pequeño Denbrough podía haber sido provocada por un accidente muy extraño). El primero seguro era el de Betty Ripsom, hallada el día después de Navidad en una zona de obras en construcción en Jackson Street. La niña, de trece años, apareció mutilada y congelada en la tierra lodosa. Eso no había salido en el periódico ni era algo que Ben supiera por ningún adulto. Simplemente, lo había escuchado en conversaciones casuales.
Unos tres meses y medio después, más o menos, al comenzar la temporada de la trucha, un pescador que estaba en la ribera del arroyo, a treinta kilómetros de Derry, enganchó algo que al principio tomó por un palo. Resultó ser la mano, la muñeca y los primeros diez centímetros del brazo de una mujer. Su anzuelo había enganchado ese horrible trofeo por la piel fláccida entre el pulgar y el índice.
La policía estatal encontró el resto de Cheryl Lamonica a setenta metros, arroyo abajo, enredado en un árbol que había caído al agua durante el invierno anterior; sólo por azar no había seguido viaje el cadáver hasta el Penobscot, para perderse en el mar con el deshielo de primavera.
La muchacha Lamonica tenía dieciséis años. Era de Derry, pero no asistía a la escuela. Tres años antes, había dado a luz a una niña, Andrea. Vivía con su hija en el hogar paterno. «Cheryl era un poco alocada, a veces, pero en el fondo era buena —dijo su padre, sollozante, a la policía—. Andi no deja de preguntar dónde está su mamá y yo no sé qué decirle».
Se había denunciado la desaparición de la muchacha cinco semanas antes de que se encontraran los restos. La investigación policial sobre la muerte empezó con una suposición lógica: que había sido asesinada por uno de sus «amigos». Tenía montones de amigos, muchos de la base aérea de Bangor. «Casi todos eran buenos muchachos», dijo la madre de Cheryl. Uno de esos «buenos muchachos» resultó ser un coronel de la Fuerza Aérea, de cuarenta años, con esposa y tres hijos en Nuevo México. Otro estaba cumpliendo una condena en Shawshank por robo a mano armada.
Uno de sus amigos, pensaba la policía. O un desconocido, posiblemente. Un maníaco sexual.
Si era un maníaco sexual, al parecer la había tomado también con los varones. A finales de abril, un profesor de secundaria, que realizaba una excursión con sus alumnos, había divisado un par de zapatillas de deporte rojas y una prenda de pana azul sobresaliendo de una boca de alcantarilla en Merit Street. Ese extremo de Merit había sido bloqueado con vallas y el asfalto retirado con excavadoras el otoño anterior, ya que la extensión de la autopista de peaje pasaría por allí con rumbo a Bangor.
El cadáver era de Matthew Clements, de tres años, cuya desaparición habían denunciado sus padres apenas el día antes. Su foto salió en la primera plana del Derry News. Era un chiquillo de cabello oscuro que sonreía audazmente a la cámara. La familia Clements vivía en Kansas Street, al otro lado de la ciudad. Su madre, tan aturdida por el golpe que parecía sumida en una campana de cristal de calma absoluta, dijo a la policía que Matty había estado subiendo y bajando por la acera con su triciclo ante la casa, situada en la esquina de Kansas y Kossuth Lane. Fue a poner la ropa lavada en la secadora y cuando volvió a mirar por la ventana para vigilar a Matty, ya no estaba. Sólo quedaba su triciclo tumbado en el césped entre la acera y la calle. Una de las ruedas traseras aun giraba perezosamente. Se detuvo ante la vista de la madre.
Eso fue demasiado para el comisario Borton. Al día siguiente, en una sesión especial del concejo, propuso el toque de queda. Fue aceptado por unanimidad y se puso en práctica al día siguiente. Los niños pequeños debían ser vigilados en todo momento por un «adulto cualificado», según el artículo del News. Un mes atrás, en la escuela de Ben se había organizado una asamblea especial. El comisario se presentó en el escenario, con los pulgares en el cinturón de la pistolera, y aseguró a los niños que no había nada que temer, mientras obedecieran algunas reglas sencillas: no hablar con desconocidos, no subir a automóviles a menos que conocieran muy bien a sus conductores, recordar siempre que «El policía es un amigo»… y cumplir el toque de queda.
Dos semanas antes, un niño al que Ben apenas conocía (estaba en el otro quinto curso de la escuela), había visto algo que parecía un montón de pelo flotando al mirar dentro de una boca de alcantarilla de Neibolt Street. Ese Frankie, o Freddy, Ross (o tal vez Roth), había salido a buscar tesoros con un artefacto de su propia invención al que llamaba EL FABULOSO PALO DE GOMA. Cuando hablaba de él, uno se daba cuenta de que lo pensaba así, en letras mayúsculas y tal vez de neón. EL FABULOSO PALO DE GOMA era una rama de haya con una gran bola de chicle pegada en el extremo. En su tiempo libre, Freddy (o Frankie) caminaba por Derry con su artefacto espiando las cloacas y alcantarillas. A veces veía dinero, casi siempre monedas de un centavo, pero a veces de diez y hasta de veinticinco (por algún motivo que sólo él conocía, se refería a estas últimas con el nombre de «monstruos de muelle»). Una vez divisado el dinero, Frankie o Freddy y EL FABULOSO PALO DE GOMA entraban en acción: un toque de la goma, introduciendo el palo por la rejilla y la moneda estaba en su bolsillo.
Ben había oído rumores sobre Frankie-o-Freddy y su palo de goma, mucho antes de que el niño apareciera bajo los flashes al descubrir el cadáver de Veronica Grogan. «Es un asqueroso», había confiado a Ben en clase un chico llamado Richie Tozier. Tozier era un niño esmirriado que llevaba gafas. Ben pensaba que, sin las gafas, Tozier vería tan bien como Mr. Magoo, sus ojos aumentados nadaban tras las gruesas lentes con una expresión de sorpresa perpetua. También tenía enormes incisivos que le habían acarreado el sobrenombre de rabitt[12]. Estaba en el mismo quinto curso que Freddy-o-Frankie.
—Mete ese palo de goma por las alcantarillas todo el día, y por la noche masca el chicle de la punta.
—¡Oh, Dios, qué horror! —había exclamado Ben.
—Azí ez, tezoro —dijo Tozier, y se fue.
Frankie o Freddy había trabajado con EL FABULOSO PALO DE GOMA a través de la rejilla, convencido de haber encontrado una peluca. Pensaba que quizá podría secarla y regalársela a su madre por su cumpleaños o algo así. Tras algunos minutos de esfuerzos, cuando estaba por renunciar, una cara flotó en el agua lodosa del desagüe: una cara con hojas marchitas pegadas a sus blancas mejillas y con fango en sus ojos fijos.
Freddy-o-Frankie corrió a su casa, aullando.
Verónica Grogan asistía al cuarto curso de la escuela religiosa de Neibolt Street, dirigida por gente a la que la madre de Ben llamaba «los cristeros». La sepultaron en el mismo día en que debía cumplir diez años.
Después de ese horror más reciente, Arlene Hanscom llamó a Ben una tarde, para sentarse con él en el sofá de la sala. Le tomó las manos y lo miró atentamente a la cara. Ben le sostuvo la mirada, algo intranquilo.
—Ben —dijo ella, por fin—, ¿eres tonto?
—No, mamá —replicó Ben, más intranquilo que nunca. No tenía la menor idea de lo que originaba todo eso. No recordaba haber visto nunca tan seria a su madre.
—No —repitió ella—, no creo que seas tonto.
Luego se quedó callada por un largo rato, sin mirar a Ben, con la vista perdida más allá de la ventana, pensativa. El hijo se preguntó, por un momento, si se habría olvidado de él. Todavía era joven —tenía sólo treinta y dos años—, pero el criar sola a un niño le había dejado sus marcas. Trabajaba cuarenta horas semanales en la empaquetadora de Stark, en Newport. Después de la jornada laboral, cuando el polvo y las hilachas de algodón habían sido demasiado densos, solía toser tanto que Ben llegaba a asustarse. En aquellas noches, pasaba mucho tiempo despierto mirando por la ventana hacia la oscuridad, y preguntándose qué sería de él si su madre moría. Sería entonces un huérfano, suponía. Tal vez fuera acogido por la beneficencia estatal (eso significaba que iría a vivir con granjeros que lo harían trabajar desde el amanecer hasta el anochecer) o tal vez lo enviasen al asilo de Bangor. Trataba de decirse que era una tontería preocuparse por esas cosas, pero no podía dejar de hacerlo. Y tampoco se preocupaba sólo por él mismo, sino también por su madre. Era dura su madre, e insistía en salirse con la suya en casi todo, pero era buena. Él la quería mucho.
—Sabes lo de esos asesinatos —dijo, al fin, mirándolo.
Él asintió.
—Al principio la gente creía que eran… —Vaciló ante la palabra nueva que hasta entonces nunca había pronunciado delante de su hijo, pero las circunstancias lo exigían— crímenes sexuales. Tal vez lo sean, tal vez no. Tal vez se han acabado, tal vez no. Ya nadie puede estar seguro de nada, salvo de que ahí afuera hay un algún loco que se ensaña con los pequeños. ¿Me entiendes, Ben?
Él volvió a asentir.
—¿Y sabes a qué me refiero cuando digo que podrían ser crímenes sexuales?
Ben no lo sabía —al menos con exactitud—, pero volvió a asentir. Si su madre se sentía en la obligación de hablarle de los pájaros y las abejas, además de ese otro asunto, creyó que moriría de vergüenza.
—Me preocupo por ti, Ben. Me preocupa no estar cuidándote como debería.
Ben se removió en el asiento sin decir nada.
—Pasas mucho tiempo solo. Demasiado tiempo, me parece. Tú…
—Mamá…
—No me interrumpas cuando te hablo —dijo ella y Ben se calló—. Tienes que andar con cuidado, Benny. Viene el verano y no quiero estropearte las vacaciones, pero tienes que andar con cuidado. Quiero que estés en casa a la hora de cenar, todos los días. ¿A qué hora cenamos siempre?
—A las seis en punto.
—¡Exacto! Entonces escucha bien lo que voy a decirte. Si pongo la mesa y te sirvo la leche y todavía no estás lavándote las manos en el baño, cogeré inmediatamente el teléfono y llamaré a la policía para denunciar tu desaparición. ¿Comprendes?
—Sí, mamá.
—¿Y te das cuenta de que hablo muy en serio?
—Sí.
—Probablemente resultaría que moleste a la policía por nada, si tuviera que hacerlo. Sé algo de lo que hacen los chicos. Ya sé que, en las vacaciones, se entusiasman con sus proyectos y sus juegos, siguiendo a las abejas hasta las colmenas, jugando a la pelota, pateando latas y cosas por el estilo. Ya ves que tengo una idea bastante aproximada de lo que haces con tus amigos.
Ben asintió sobriamente, pensando que si ella ignoraba que él no tenía amigos, probablemente no sabía tanto como creía de su niñez. Pero no se le habría ocurrido decirle semejante cosa, ni en diez mil años de sueños.
Ella sacó algo del bolsillo de su bata y se lo entregó. Era una pequeña caja de plástico. Ben la abrió. Al ver lo que había dentro quedó boquiabierto.
—¡Ah! —exclamó, sin fingir en absoluto su admiración—. ¡Gracias!
Era un reloj Timex con pequeños números de plata y correa de imitación de cuero. Ella le había dado cuerda. Se oía su tictac.
—¡Jo! ¡Está super! —Le dio un abrazo entusiasta y un fuerte beso en la mejilla.
Ella sonrió complacida al verlo contento e hizo un gesto de asentimiento. Luego volvió a ponerse seria.
—Póntelo, consérvalo puesto, úsalo, dale cuerda, cuídalo, no lo pierdas.
—Vale.
—Ahora que tienes reloj no tienes excusa alguna para llegar tarde. Recuerda lo que te dije: si no llegas a tiempo, la policía te buscará por mí. Al menos hasta que pesquen al degenerado que está matando niños por aquí, no te atrevas a llegar un solo minuto tarde o me tendrás al teléfono.
—Sí, mamá.
—Otra cosa. No quiero que vayas solo por ahí. Sabes que no debes aceptar golosinas de desconocidos ni subirte a coches de extraños (los dos estamos de acuerdo en que no eres tonto). Y eres grande para tu edad. Pero un adulto, sobre todo si está loco, puede dominar a un niño si se lo propone. Cuando vayas al parque o la biblioteca, ve con uno de tus amigos.
—Bueno, mamá.
Ella volvió a mirar por la ventana y soltó un suspiro lleno de problemas.
—Mal andan las cosas cuando se llega a una situación como ésta. De cualquier modo, en esta ciudad hay algo feo. Siempre lo he pensado. —Se volvió a mirarlo, con el ceño fruncido—. Vagabundeas tanto, Ben… Has de conocer casi todos los lugares de Derry, ¿no? Al menos, la parte poblada.
Ben no creía conocer todos los lugares; pero sí muchos. Y el inesperado regalo lo había emocionado tanto que habría estado de acuerdo con su madre aun si ella hubiera sugerido que John Wayne hiciera de Adolf Hitler en una comedia musical sobre la Segunda Guerra Mundial. Asintió.
—Nunca viste nada, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿Algo, alguien…, bueno, sospechoso? ¿Algo fuera de lo común? ¿Cualquier cosa que te asustara?
En su entusiasmo por el reloj, en su amor por ella, en su infantil alegría porque ella se preocupara (lo cual lo asustaba un poquito, al mismo tiempo, por su abierta y franca fiereza) estuvo a punto de decirle lo que le había ocurrido en enero.
Abrió la boca y algo, una intuición poderosa, se la cerró otra vez.
¿Qué era ese algo, exactamente? Intuición. Ni más ni menos que eso. Hasta los niños pueden intuir las responsabilidades más complejas del amor de vez en cuando y percibir que, en algunos casos, es más bondadoso guardar silencio. Fue eso, en parte, lo que indujo a Ben a cerrar la boca. Pero había algo más, algo no tan noble. Su madre podía ser dura. Podía ser autoritaria. Nunca lo llamaba «gordo», sino «grande» (a veces ampliando «demasiado grande para tu edad») y cuando había sobras de la cena, con frecuencia se las llevaba adonde él estuviera mirando la tele o haciendo sus deberes, y él las comía, aunque una parte borrosa de su persona se odiaba por hacerlo (pero no a su madre por ponerle la comida delante. Ben Hanscom jamás se habría atrevido a odiar a su madre; Dios lo habría fulminado con un rayo, seguramente, si hubiera sentido, siquiera por un segundo, una emoción tan brutal y desagradecida). Y una parte aún más borrosa de sí mismo, el lejano Tíbet de sus pensamientos más profundos, sospechaba los motivos ocultos que llevaban a su madre a administrarle esa alimentación constante. ¿Era sólo amor maternal? ¿No podía tratarse de otra cosa? No, sin duda. Pero… él dudaba. Más aún, ella ignoraba que Ben no tenía amigos. Esa falta de conocimiento le inspiraba desconfianza. No sabía cuál podía ser la reacción de su madre ante lo que le había pasado en enero. Si algo había pasado. Volver a las seis y quedarse en casa no era tan malo. Tal vez podría leer, ver televisión,
(comer)
construir cosas con sus piezas de construcción y su Mecano. Pero tener que pasarse todo el día en la casa sería muy malo, y si le contaba lo que había visto —o creído ver— en enero, era bien posible que ella lo obligara a eso.
Así que, por variados motivos, Ben se reservó la historia.
—No, mamá —dijo—. Sólo al señor McKibbon revolviendo los cubos de basura.
Eso la hizo reír; no le gustaba el señor McKibbon, que era republicano, además de «cristero». Esa risa cerró el tema.
Esa noche, Ben permaneció despierto hasta tarde, pero no porque lo asolara la idea de quedar desamparado y sin padres en un mundo duro. Se sentía amado y seguro, tendido en su cama, a la luz de la luna que entraba por la ventana y se volcaba en el suelo y en la cama. De vez en cuando, se acercaba el reloj al oído, para percibir su tic tac y a los ojos, para admirar su fantasmal esfera.
Por fin se quedó dormido. Entonces soñó que estaba jugando al béisbol con los otros niños en la parcela vacante tras el aparcamiento de camiones de Tracker Hermanos. Acababa de despedir estupendamente una pelota y sus compañeros de equipo lo esperaban para vitorearlo en el home plate dándole grandes palmadas en la espalda. Lo llevaron en andas hacia el lugar donde habían dejado el equipo. En el sueño, casi reventaba de orgullo y felicidad. Pero entonces había mirado hacia el campo central donde una cerca marcaba el límite entre el parque y el terreno cubierto de pastos que descendía hacia Los Barrens. Entre sus hierbas enredadas y esos matorrales bajos, casi fuera de la vista, había una silueta de pie. Sostenía un manojo de globos, rojos, amarillos, azules, verdes, con una mano enguantada en blanco. Lo llamaba con la otra. Ben no podía verle la cara, pero sí el traje abolsado con grandes pompones color naranja a lo largo de la pechera y una corbata de lazo amarilla.
Era un payaso.
Azí ez, tezoro, asintió una voz fantasmal.
A la mañana siguiente, al despertar, Ben había olvidado el sueño, pero su almohada estaba húmeda al tacto, como si hubiera llorado durante la noche.
Fue hasta el escritorio principal de la biblioteca infantil sacudiéndose la estela de pensamientos dejados por el cartel del toque de queda, con tanta facilidad como el perro se sacude el agua después de nadar.
—Hola, Benny —dijo la señora Starrett. Al igual que la señora Douglas en la escuela, sentía una sincera simpatía por Ben. A los adultos, especialmente a aquellos que necesitaban disciplinar a los niños como parte de su trabajo, les gustaba Ben porque era cortés, suave al hablar, considerado, y a veces, hasta divertido de un modo sumamente apacible. Por esas mismas razones, la mayor parte de los chicos lo tenía por un pelmazo—. ¿Ya te has aburrido de las vacaciones?
Ben sonrió. Era un chiste habitual de la señora Starrett.
—Todavía no —dijo—. Acaban de empezar. —Consultó su reloj—. Una hora y diecisiete minutos. Déme una hora más.
La señora Starrett se echó a reír cubriéndose la boca para no hacer mucho ruido. Preguntó a Ben si quería inscribirse en el programa de lectura de verano, y él dijo que sí. Le entregó un mapa de los Estados Unidos y Ben le dio efusivamente las gracias.
Se alejó hacia las estanterías, sacando un libro aquí y allá para echarle un vistazo antes de volver a guardarlo. Elegir un libro no era cosa de broma. Había que andar con cuidado. Los adultos podían sacar tantos como quisieran, pero los niños sólo podían llevar tres por vez. Si uno elegía uno aburrido, tenía que aguantárselo.
Por fin eligió tres: Bravucón, El potro negro y uno que era un tiro a ciegas: Hot Road,[13] su autor era un tal Henry Gregor Felsen.
—Tal vez éste no te guste —comentó la señora Starrett, al sellar el libro—. Es muy sangriento. Se lo recomiendo a los adolescentes, sobre todo a los que acaban de sacar el carnet de conducir, porque les da que pensar. Supongo que les hace aminorar la velocidad por una semana.
—Bueno, le echaré una ojeada —dijo Ben y se llevó los libros a una de las mesas, lejos del Rincón de Pooh, donde el cabrito Big Billy estaba por dar grandes dolores de cabeza al duende del puente.
Leyó Hot Road por un rato y no era tan malo, no era malo en absoluto. Trataba de un muchacho que conducía muy bien, por cierto, pero había un policía aguafiestas que se pasaba la vida tratando de hacerle bajar la velocidad. Ben descubrió que en Iowa, donde ocurría la acción, no había límite de velocidad. Eso era estupendo.
Al cabo de tres capítulos levantó la mirada y se encontró con algo totalmente nuevo: un cartel que mostraba a un alegre cartero que entregaba una carta a un alegre niño. Decía: LAS BIBLIOTECAS TAMBIÉN SON PARA ESCRIBIR. ¿POR QUÉ NO ENVÍAS HOY MISMO UNA CARTA A UN AMIGO? ¡SONRISAS GARANTIZADAS!
Bajo el cartel había soportes con tarjetas postales preselladas, sobres presellados también y papel de cartas con un dibujo de la Biblioteca Pública de Derry en tinta azul. Los sobres costaban cinco centavos; las postales, tres; el papel, dos hojas por centavo.
Ben palpó su bolsillo. Aún tenía allí los cuatro centavos restantes de las botellas. Marcó la página en el libro y volvió al mostrador.
—¿Me daría una de esas postales, por favor?
—Con mucho gusto, Ben.
Como de costumbre, la señora Starrett se sintió encantada por su cortesía y algo entristecida por su gordura. Su madre habría dicho que el niño estaba cavando su tumba con cuchillo y tenedor. Le dio la postal y lo vio volver a su asiento. En esa mesa podían sentarse seis, pero Ben era el único ocupante. Ella nunca había visto a Ben con otros chicos. Era una pena, porque Ben Hanscom, en su opinión, guardaba grandes tesoros en su interior. Los entregaría a un minero amable y paciente… si alguno se presentaba.
Ben sacó su bolígrafo, bajó la punta con un chasquido y anotó la dirección con toda sencillez: Señorita Beverly Marsh, Main Street Inferior, Derry, Maine, Zona 2. No sabía el número exacto de su edificio, pero la madre le había dicho que los carteros tienen una idea bastante aproximada de las direcciones cuando han pasado un tiempo en sus puestos. Si el cartero que se encargaba de esa zona entregaba su postal, magnífico. Si no, iría a la oficina de correspondencia no reclamada y él habría perdido tres centavos. Jamás volvería a él, por cierto, porque no tenía intención de poner el remitente.
Llevando la tarjeta con la dirección puesta hacia adentro (no quería riesgos, aunque no reconocía a ninguno de los presentes), tomó algunas hojas de papel para notas y volvió a su asiento. Comenzó a garabatear, tachar y garabatear otra vez.
En la última semana de clases, antes de los exámenes, habían estado leyendo y redactando haiku en la clase de lengua. Haiku era una forma poética japonesa, breve y disciplinada. El haiku, según la señora Douglas, sólo podía tener diecisiete sílabas, ni más ni menos. Por lo común se concentraba en una sola imagen clara que se vinculaba con una emoción específica: tristeza, alegría, nostalgia, felicidad… amor.
Ben había quedado totalmente encantado con el concepto. Le gustaban las clases de lengua, aunque no pasaba de sentirse levemente complacido en ellas. Los deberes no le costaban, pero, en general, nada en esa materia le llamaba la atención. Sin embargo, en el concepto de haiku había algo que le despertaba la imaginación. La idea lo hacía feliz, como la explicación de la señora Starrett sobre el efecto invernadero. El haiku era poesía buena, en opinión de Ben, porque era poesía estructurada. No tenía reglas secretas: diecisiete sílabas, una imagen vinculada con una emoción y nada más. Abracadabra. Limpia, utilitaria, completamente contenida en sí misma y dependiente de sus propias reglas. Hasta le gustaba la palabra en sí, un deslizamiento de aire quebrado, como a lo largo de una línea de puntos, por el sonido de la «k», en el fondo de la boca: haiku.
Su pelo, pensó y la vio bajar los peldaños de la escuela con la cabellera moviéndose sobre sus hombros. El sol no parecía destellar tanto en él, cuanto arder con él.
Después de trabajar cuidadosamente unos veinte minutos (con una pausa para ir en busca de más hojas para notas), buscando palabras que no fueran demasiado largas, cambiando, eligiendo, Ben logró esto:
No era para volverse loco de gusto, pero no le salía nada mejor. Temía que, si le daba muchas vueltas al asunto, acabaría por acobardarse y hacer algo mucho peor. O por no hacer nada. Y no quería que ocurriera eso. El instante en que ella le dirigió la palabra había sido un momento culminante para Ben y quería grabarlo en su memoria. Probablemente Beverly estuviera enamorada de algún chico mayor, de sexto curso, tal vez hasta de la secundaria, y pensaría que él le había enviado el haiku. Eso la haría feliz; por lo tanto, el día en que lo recibiera, quedaría marcado en su propia memoria. Y aunque supiera que era Ben Hanscom quien lo había marcado así, no importaba; él, en el fondo, lo sabría.
Copió el poema completo en el dorso de la postal, con letras de imprenta, como quien copia una nota de rescate y no un poema de amor; guardó el bolígrafo en el bolsillo y la tarjeta contra la cubierta de Hot Road. Luego se levantó y se despidió de la señora Starrett al salir.
—Adiós, Ben —dijo ella—. Que disfrutes de tus vacaciones. Pero no te olvides del toque de queda.
—No lo olvidaré.
Caminó lentamente por el pasillo acristalado entre los dos edificios disfrutando del calor (efecto de invernadero, pensó, muy satisfecho de sí) seguido por el fresco de la biblioteca para adultos. Un anciano leía el News en una de las sillas antiguas, cómodamente acolchadas, de la sala de lectura. El titular destellaba: DULLES PROMETE LA AYUDA DE TROPAS NORTEAMERICANAS PARA LÍBANO EN CASO NECESARIO. También había una foto de Ike estrechando la mano de un árabe en el Jardín de las Rosas. La madre de Ben dijo que, cuando el país eligiera presidente a Hubert Humphrey en 1960, tal vez las cosas volvieran a moverse. Ben tenía una vaga conciencia de que reinaba algo llamado recesión y su madre tenía miedo de quedarse sin trabajo.
Un titular menos llamativo, en la mitad inferior de la página, decía: LA POLICÍA SIGUE BUSCANDO AL PSICÓPATA.
Ben abrió la pesada puerta de entrada de la biblioteca y salió.
En el extremo de la calle había un buzón. Ben sacó la postal guardada en el libro y la echó al buzón. En el momento en que se le deslizaba de los dedos, experimentó una pequeña aceleración del ritmo cardíaco: ¿Y si se da cuenta de que fui yo?
No seas estúpido, se respondió, algo alarmado por lo excitante de esa idea.
Salió a Kansas Street, apenas consciente de la dirección que llevaba y sin que le importase en absoluto. En su mente comenzaba a formarse una fantasía. En ella, Beverly Marsh se le acercaba, con los ojos verdegrises muy abiertos y el cabello rojizo atado en una cola de caballo. Quiero hacerte una pregunta, Ben —decía en su mente la niña de su imaginación—, y tienes que jurar que me dirás la verdad. —Le mostraba la tarjeta postal—. ¿Tú escribiste esto?
Era una fantasía terrible. Era una fantasía maravillosa. Ben quiso borrarla. Ben quiso que se prolongara para siempre. Su rostro comenzaba a arder.
Caminó, soñó, cambió los libros de un brazo al otro y comenzó a silbar. Pensarás que estoy loca —dijo Beverly—, pero creo que quiero besarte. Sus labios se entreabrieron un poquito.
Los de Ben quedaron, de pronto, demasiado secos para silbar.
—Creo que yo también quiero —susurró, y sonrió con una sonrisa aturdida, mareada, absolutamente bella.
Si en ese momento hubiera mirado hacia atrás, habría visto brotar tres sombras alrededor de la suya. Si hubiera estado escuchando, habría oído resonar las botas de Victor, que se acercaba, con Belch y Henry. Pero no veía ni oía nada. Ben estaba muy lejos sintiendo los suaves labios de Beverly rozar los suyos y levantando sus manos tímidas para tocar el opaco fuego irlandés de su cabellera.
Como muchas ciudades, grandes y pequeñas, Derry no había sido planificada. Creció, simplemente, como Topsy. Para empezar, los urbanistas nunca la habrían situado en ese sitio. El centro de Derry estaba en un valle formado por el arroyo Kenduskeag que cruzaba el distrito comercial en diagonal, de sudoeste a nordeste. El resto de la ciudad había invadido las laderas de las colinas circundantes.
El valle al que llegaron los pobladores originarios había sido pantanoso, densamente cubierto de vegetación. El arroyo y el río Penobscot, en el cual desaguaba el Kenduskeag, era muy ventajoso para los comerciantes, pero una gran desventaja para quienes tenían cultivos o construían sus casas demasiado cerca de ellos, en especial por el Kenduskeag, que desbordaba cada tres o cuatro años. La ciudad seguía propensa a las inundaciones a pesar de las grandes sumas de dinero gastadas en los últimos cincuenta años para controlar el problema. Si las inundaciones se hubieran debido sólo al arroyo en sí, con un sistema de diques se habría resuelto la cuestión. Sin embargo, había otros factores. Uno eran las bajas riberas del Kenduskeag. Otro, lo lento del drenaje. Desde el comienzo del siglo se habían producido muchas inundaciones graves en Derry y en 1931, una verdaderamente desastrosa. Para empeorar las cosas, las colinas en donde se levantaba gran parte de Derry estaban atravesadas por pequeños cursos de agua, como el arroyo Torrault, en donde había sido encontrado el cadáver de Cheryl Lamonica. En períodos de lluvias abundantes era muy posible que se desbordaran. «Si llueve dos semanas seguidas, a toda la maldita ciudad le da sinusitis», como había dicho, una vez, el padre de Bill el Tartaja.
El Kenduskeag discurría enjaulado en un canal de cemento a lo largo de tres kilómetros a su paso por la ciudad. Ese canal se hundía bajo Main Street, en la intersección con Canal Street, convirtiéndose en un río subterráneo por unos ochocientos metros, antes de volver a la superficie en el parque Bassey. Canal Street, donde se alineaban casi todos los bares de Derry, como delincuentes en un reconocimiento policial, corría paralela al canal en su salida de la ciudad y cada pocas semanas la policía sacaba el coche de algún borracho de las aguas contaminadas por las cloacas y los desechos de las fábricas. De vez en cuando se pescaba algún pez en el canal, pero sólo eran mutantes no comestibles.
En el noroeste de la ciudad, al lado del canal, el río había sido dominado, al menos, hasta cierto punto. Allí prosperaba el comercio, a pesar de alguna inundación ocasional. La gente caminaba junto al canal, a veces de la mano (es decir, siempre que el viento viniera del flanco adecuado; de lo contrario, el hedor restaba gran parte de romanticismo a semejante paseo). En el parque Bassey, frente al cual, cruzando el canal, estaba la escuela secundaria, solían organizarse campamentos de boy scouts o picnics para los pequeños. En 1969, los ciudadanos descubrían con asco y horror que los hippies (uno de ellos había llegado a coser una bandera norteamericana al fondillo de sus pantalones y el marica insolente fue expulsado de la ciudad antes de lo que se tarda en decir amén) iban allí para fumar marihuana e intercambiar píldoras. Hacia 1969, el parque Bassey se había convertido en una verdadera farmacia al aire libre. Ya verán —decía la gente—, tendrá que morir alguien para que acaben con esto. Y, por supuesto, al fin ocurrió: un muchacho de diecisiete años apareció muerto junto al canal, con las venas llenas de heroína casi pura. Después de aquello, los drogatas empezaron a alejarse del parque Bassey y hasta se decía que el espíritu del muerto rondaba el lugar. La historia era estúpida, por supuesto, pero al menos era una estupidez útil ya que mantenía lejos de allí a los borrachos y a los viciosos.
En el flanco sudoeste de la ciudad, el río presentaba un problema aún mayor. Allí las colinas habían sido profundamente cortadas por la desaparición del gran glaciar y heridas, más adelante, por la interminable erosión del Kenduskeag y su red de tributarios; en muchos lugares aparecía el lecho rocoso, como el esqueleto medio enterrado de un dinosaurio. Los viejos empleados del Departamento de Obras Públicas sabían que, tras la primera helada fuerte del otoño, no faltarían trabajos de reparación de aceras en ese sector. El cemento se contraía tornándose quebradizo y el suelo rocoso surgía bruscamente como si la tierra quisiera dar algo a luz.
Lo que mejor crecía en el poco suelo fértil restante eran las plantas de raíces poco profundas y de naturaleza resistente; en otras palabras: hierbas y matorrales. Arbustos achaparrados, matas densas y virulentas proliferaciones de hiedra y zumaque en sus variedades venenosas brotaban dondequiera que encontrasen asidero. El sudoeste era el sitio donde la tierra descendía abruptamente hacia la zona que los habitantes de Derry denominaban Los Barrens. Los Barrens, que no tenían nada de yermos, eran una franja de unos dos kilómetros y medio de ancho por cuatro y medio de largo. Limitaba, a un lado, con el tramo superior de Kansas Street, por el otro, con Old Cape, un conjunto de viviendas para personas de escasos recursos donde el drenaje era tan malo que se hablaba de inodoros y desaguaderos literalmente reventados.
El Kenduskeag corría por el centro de Los Barrens. La ciudad había crecido hacia el nordeste y a ambos lados de ese sector, pero el único vestigio de urbanización allá abajo era la Bomba Número Tres de Derry (instalación municipal para bombear las aguas residuales) y el Vertedero Municipal. Desde el aire, Los Barrens parecían una gran daga verde señalando hacia el centro de la ciudad.
Para Ben, toda esa geografía acoplada con geología sólo significaba una vaga noción de que, a su lado derecho, ya no había casas; la tierra había descendido. Una desvencijada barandilla blanqueada, que le llegaba más o menos a la cintura, corría a lo largo de la acera, como gesto simbólico de protección. Oía constantemente el correr del agua; era el fondo musical de su fantasía.
Se detuvo para mirar sobre Los Barrens aún imaginando los ojos de Beverly, el limpio olor de su pelo.
Desde allí, el Kenduskeag parecía sólo una serie de guiños entrevistos por el denso follaje. Algunos chicos decían que allí había mosquitos grandes como gorriones a esa altura del año; otros hablaban de arenas movedizas a poca distancia del río. Ben no creía lo de los mosquitos, pero la idea de que hubiera ciénagas lo asustaba.
Algo hacia la izquierda, divisó una nube de gaviotas que describía círculos en el aire y se lanzaba en picado. Sus gritos le llegaron apenas. Al otro lado estaban Los Altos de Derry y los techados de Old Cape, en su parte más próxima a Los Barrens. A la derecha de Old Cape, señalando al cielo como un dedo blanco y romo, estaba situada la torre-depósito de Derry. Directamente debajo de Ben, una tubería de desagüe herrumbroso sobresalía de la tierra vertiendo agua sucia colina abajo, en un pequeño arroyuelo centelleante que desaparecía entre los arbustos enredados.
La agradable fantasía de Ben se quebró súbitamente ante una idea mucho más horrible: ¿y si por esa tubería, en ese mismo instante, aparecía una mano de muerto? ¿Y si, cuando él girara en busca de un teléfono para llamar a la policía, viera un payaso allí mismo? Un payaso extraño, vestido con un traje abolsado con grandes pompones color naranja a manera de botones. ¿Y si…?
Una mano cayó sobre su hombro. Ben gritó.
Hubo risas. Giró en redondo encogiéndose contra la barandilla blanca que dividía la acera segura y racional de Kansas Street de los salvajes Barrens (la barandilla crujió de un modo audible) y vio a Henry Bowers, Belch Huggins y Victor Criss, de pie tras él.
—Hola, Tetas —dijo Henry.
—¿Qué quieres? —preguntó Ben, tratando de mostrarse valiente.
—Quiero atizarte —dijo Henry. Parecía contemplar la perspectiva sobriamente, casi con gravedad. Pero sus ojos negros echaban chispas—. Tengo que enseñarte algo, Tetas. No te molestará, porque a ti te encanta aprender cosas, ¿verdad?
Alargó la mano hacia Ben, que la esquivó.
—Sujetadlo.
Belch y Victor le inmovilizaron los brazos. Ben lanzó un chillido. Era un ruido cobarde, débil y conejuno, pero no podía evitarlo. Por favor, Dios, que no me hagan llorar y que no me rompan el reloj, pensó Ben, desesperado. No sabía si llegarían a romperle el reloj o no, pero estaba seguro de que lo harían llorar, estaba seguro de que lloraría a mares antes de que acabaran con él.
—Hostia, suena como un cerdo —dijo Victor, torciendo la muñeca de Ben—. ¿No chilla como un cerdo?
—Ya lo creo —rió Belch.
Ben tiró primero de un lado y luego del otro. Belch y Victor lo dejaron retorcerse y volvieron a inmovilizarlo.
Henry cogió la sudadera de Ben y tiró hacia arriba descubriendo el grotesco vientre que pendía sobre el cinturón en un rollo hinchado.
—¡Menuda tripa! —exclamó, asqueado—. ¡Por Dios!
Victor y Belch rieron otro poco. Ben miró a su alrededor, desesperado, en busca de ayuda, pero no había nadie. Allá abajo, en Los Barrens, chirriaban los grillos y gritaban las gaviotas.
—¡Será mejor que me dejéis en paz! —advirtió. Todavía no balbuceaba, pero le faltaba poco—. ¡Os conviene!
—¿Ah, sí? —preguntó Henry, como si estuviera francamente interesado—. ¿Y si no, Tetas? Qué, ¿eh?
Ben se descubrió pensando en Broderick Crawford, el que hacía de Dan Matthews en Patrulla de caminos —ese tío era duro, ese tío era malo, ese tío no soportaba mierdas de nadie—. Y entonces rompió a llorar. Dan Matthews hubiera azotado a esos tipos hasta hacerlos cruzar el cerco, bajar el terraplén y perderse en los matorrales. Lo habría hecho a golpes de barriga.
—Mirad al bebé —rió Victor.
Belch lo imitó. Henry sonrió un poquito, pero su cara aún tenía esa expresión grave y reflexiva, casi triste. Eso asustó a Ben. Era como si se preparara para algo más que una simple paliza.
Como para confirmar la idea, Henry metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó una navaja.
El terror de Ben hizo explosión. Había estado sacudiendo inútilmente el cuerpo hacia ambos lados, pero de pronto se lanzó hacia adelante. Por un instante estuvo a punto de liberarse: estaba sudando mucho y las manos que le sujetaban los brazos no eran muy firmes. Belch logró retenerle la muñeca derecha, pero apenas. Victor lo perdió por completo. Otra sacudida…
Antes de que pudiera darla, Henry se adelantó un paso y le dio un empujón. Ben cayó hacia atrás. La barandilla crujió con más fuerza y Ben sintió que cedía un poco bajo su peso. Belch y Victor volvieron a inmovilizarlo.
—Ahora sujetadlo —ordenó Henry—. ¿Entendido?
—Claro, Henry —dijo Belch, se le notaba algo intranquilo—. No escapará. No te preocupes.
Henry se adelantó hasta que su estómago plano estuvo casi en contacto con la panza de Ben. La víctima lo miraba fijamente, mientras las lágrimas escapaban sin remedio de sus ojos dilatados. ¡Estoy atrapado! —gemía una parte de su mente. Trató de acallarla (no podía pensar con ese gimoteo), pero no pudo—. ¡Atrapado, atrapado, atrapado!
Henry extendió la hoja que era larga, ancha y tenía su nombre grabado. La punta brillaba al sol de la tarde.
—Ahora voy a hacerte un examen —dijo Henry, con la misma voz reflexiva—. Vienen los exámenes, Tetas; vas a tener que prepararte.
Ben sollozó. El corazón le tronaba locamente en el pecho. La nariz le chorreaba mocos que iban a acumularse en el labio superior. Sus libros prestados habían quedado esparcidos a sus pies. Henry pisó Bravucón, le echó un vistazo y lo arrojó a la alcantarilla de una patada.
—Aquí viene la primera pregunta de tu examen, Tetas. Cuando alguien te diga «Déjame copiar» en los exámenes finales, ¿qué contestarás?
—¡Que sí! —exclamó Ben, de inmediato—. ¡Voy a contestar que sí! ¡Vale! ¡Copia todo lo que quieras!
La punta de la navaja atravesó cinco centímetros de aire y se apretó contra su estómago. Estaba fría como una cubeta recién salida del congelador. Ben hundió la panza para apartarla. Por un momento el mundo se puso gris. Henry movía la boca, pero él no llegaba a entender lo que estaba diciendo. Era como un televisor con el sonido al mínimo. Y el mundo flotaba, flotaba…
¡No vayas a desmayarte! —chilló la voz, presa del pánico—. ¡Si te desmayas es capaz de matarte!
El mundo volvió a una especie de foco. Ben vio que tanto Belch como Victor habían dejado de reír. Parecían nerviosos, casi asustados. Eso tuvo el efecto de una bofetada reanimadora. Ben pensó: Ahora, de pronto, no saben qué va a hacer Henry, de qué es capaz. Las cosas están tan mal como pensabas, tal vez peor. Tienes que usar la cabeza. Aunque no lo hayas hecho nunca en tu vida, aunque no vuelvas a hacerlo, ahora tienes que pensar. Porque en sus ojos se ve que los otros tienen motivos para ponerse nerviosos. En sus ojos se ve que está más loco que una cabra.
—Esa respuesta está mal, Tetas —dijo Henry—. Si alguien, cualquiera, te pide que lo dejes copiar, me importa una mierda que lo hagas. ¿Entendido?
—Sí —dijo Ben, con la panza sacudida por los sollozos—. Sí, entiendo.
—Bueno, está bien. Ésa está mal, pero aún falta lo más difícil. ¿Estás listo para las difíciles?
—Sí, creo que sí.
Un coche se acercó lentamente hacia ellos. Era un polvoriento Ford 1951, con una pareja de ancianos sentados en el asiento delantero, como un par de maniquíes abandonados. Ben vio que el viejo giraba lentamente la cabeza hacia él. Henry se acercó más ocultando la navaja. Ben sintió que la punta se le hundía en la carne, por encima del ombligo. Todavía estaba fría. Parecía imposible, pero así era.
—Anda, grita —dijo Henry—, y tendrás que recoger tus tripas de entre las zapatillas.
Estaban tan cerca que hubieran podido besarse. Ben sintió el olor dulzón de los chicles de fruta que comía Henry.
El coche pasó de largo y continuó por Kansas Street, lento y sereno como si desfilara en un acontecimiento oficial.
—Bueno, Tetas, aquí va la segunda pregunta. Si yo te pido que me dejes copiar en los exámenes finales, ¿qué contestarás?
—Que sí, diré que sí. Enseguida.
Henry sonrió.
—Así me gusta. Ésa está bien, Tetas. Y aquí va la tercera pregunta. ¿Cómo voy a hacer para que no te olvides de eso?
—No… no sé —susurró Ben.
Henry sonrió. Por un momento se le iluminó el rostro. Parecía casi hermoso.
—Ya sé —dijo, como si hubiera descubierto una gran verdad—. ¡Ya sé, Tetas! ¡Voy a grabarte mi nombre en esa barriga grande que tienes!
Victor y Belch volvieron a reír. Por un momento, Ben sintió una especie de loco alivio, pensando que todo eso había sido sólo una broma, un pequeño susto que los tres le habían dado. Pero Henry Bowers no se reía. Ben comprendió, de pronto, que Victor y Belch reían porque ellos también sentían alivio. Para ambos era obvio que Henry no podía hablar en serio. Salvo que así era.
La navaja se deslizó hacia arriba, suave como manteca. En la piel pálida de Ben apareció una brillante línea roja.
—¡Eh! —gritó Victor. Fue un sonido sofocado, sorprendido.
—¡Sujetadlo! —rugió Henry—. ¡Sujetadlo, capullos!
Ya no quedaba nada grave y reflexivo en la cara de Henry. En esos momentos era el rostro retorcido de un demonio.
—¡Por Dios, Henry, no irás a cortarlo de verdad! —aulló Belch y su voz sonó aguda, casi como la de una niña.
A partir de ese momento, las cosas se precipitaron pero para Ben fueron muy lentas; todo ocurrió en una serie de instantáneas, como en los ensayos fotográficos de la revista Life. Su pánico había desaparecido. De pronto descubría algo dentro de él. Como el pánico no tenía ninguna utilidad, ese algo se lo comió por entero.
En la primera instantánea, Henry le había levantado la sudadera hasta las tetillas. Le brotaba sangre del corte vertical practicado por encima de su ombligo.
En la segunda instantánea, Henry bajaba otra vez la navaja operando a toda velocidad como un cirujano lunático bajo un bombardeo. Brotó más sangre.
Hacia atrás —pensó Ben, fríamente, en tanto la sangre corría hacia abajo, acumulándose entre la cintura de sus vaqueros y su piel—. Tengo que ir hacia atrás. Sólo así podré escapar. Belch y Victor ya no lo sujetaban. A pesar de la orden de Henry, se habían apartado, horrorizados. Pero si echaba a correr, Bowers lo atraparía.
En la tercera instantánea, Henry conectó los dos trazos verticales con una breve línea horizontal. Ben sintió que la sangre le corría hasta debajo de los calzoncillos, un caracol pegajoso se le deslizaba por el muslo izquierdo.
Henry se inclinó hacia atrás, momentáneamente, arrugando el ceño, con la estudiada concentración del artista que pinta un paisaje. Después de H viene E, se dijo Ben. Y fue eso lo que lo puso en movimiento. Se echó un poco hacia adelante y Henry volvió a empujarlo hacia atrás. Ben aplicó la fuerza de sus propias piernas, agregándola a la de Henry, y chocó contra la barandilla que separaba Kansas Street del terraplén hacia Los Barrens. Al hacerlo, levantó el pie derecho y lo plantó en el vientre de Henry. No era un acto de venganza. Ben sólo quería aumentar su impulso hacia atrás. Y entonces, al ver la expresión de sorpresa total en la cara de Henry, se sintió colmado de una alegría salvaje tan intensa que, por una fracción de segundo, tuvo la sensación de que le iba a estallar la cabeza.
Entonces se oyó un chasquido en la barandilla. Ben vio que Victor y Belch sujetaban a Henry, antes de que cayera sentado en la alcantarilla, junto a los restos de Bravucón; un momento después, Ben caía hacia atrás, en el vacío. Cayó con un grito que era casi una carcajada.
Golpeó contra el terraplén con la espalda y las nalgas, justo por debajo de la tubería que había visto un rato antes. Fue una suerte haber caído más abajo. De lo contrario, bien podría haberse roto la columna. Tal como fueron las cosas, se hundió en un espeso almohadón de hierbas, donde apenas sintió el impacto. Dio un salto mortal hacia atrás, brazos y piernas dando tumbos por encima de su cabeza. Acabó sentado y siguió deslizándose por la cuesta, hacia atrás, con la sudadera enredada alrededor del cuello; sus manos lanzaban zarpazos en busca de apoyo, pero no hacían sino arrancar manojos de pasto.
La cima del terraplén (parecía imposible haber estado, un momento atrás, de pie allí arriba) retrocedió con loca velocidad de dibujos animados. Vio que Victor y Belch lo miraban, con las caras convertidas en blancas oes. Tuvo tiempo de lamentarse por los libros de la biblioteca. Y entonces chocó contra algo, con fuerza torturante y estuvo a punto de seccionarse la lengua con los dientes.
Era un árbol caído que le había frenado casi al precio de quebrarle la pierna izquierda. Ben trepó un poquito por el terraplén liberando su pierna con un gruñido. El árbol lo había detenido a medio descenso. Más abajo, los matorrales eran densos. El agua que caía del desagüe le corría por las manos en finos arroyuelos.
Desde arriba le llegó un chillido. Ben levantó la vista otra vez y vio que Henry Bowers venía volando por la cuesta con la navaja sujeta entre los dientes. Aterrizó sobre ambos pies con el cuerpo echado hacia atrás, en ángulo muy cerrado, para no perder el equilibrio. Resbaló hasta el final de unas huellas gigantescas y echó a correr por el terraplén en una serie de desgarbados saltos de canguro.
—¡Gue goy a nagar, Hehas! —chillaba, con el cuchillo en la boca.
Ben no necesitaba a un traductor de la ONU para entender que Henry estaba diciendo, Te voy a matar, Tetas.
—¡Gue goy a nagar, hijo uta!
En ese momento, con la fría vista de general que había descubierto allá arriba en la acera, Ben comprendió lo que debía hacer. Logró ponerse de pie antes de que Henry llegara, con la navaja ya en la mano, alargada hacia delante como si fuera una bayoneta. Ben tenía conciencia periférica de que la pernera izquierda de sus vaqueros estaba hecha trizas, de que su pierna sangraba mucho más que su vientre… pero lo sostenía, y eso significaba que no estaba fracturada. Al menos, eso cabía esperar.
Se agazapó ligeramente para conservar su precario equilibrio. En el instante en que Henry trataba de sujetarlo con una mano, mientras describía un arco con la navaja sostenida en la otra, Ben dio un paso al lado. Perdió el equilibrio, pero al caer estiró la maltratada pierna izquierda. Henry dio contra ellas con las pantorrillas, ambas piernas volaron bajo su cuerpo con gran eficiencia. Por un momento, Ben quedó boquiabierto sobreponiéndose a su terror con una mezcla de asombro y admiración: Henry Bowers parecía volar, exactamente como Superman, por encima del árbol caído que había detenido a Ben. Tenía los brazos estirados hacia adelante, tal como lo hacía George Reeves en la televisión. Sólo que George Reeves siempre se comportaba como si volar fuera una cosa natural, tal como bañarse o almorzar en el porche trasero. Henry, en cambio, parecía como si le hubiesen metido un hierro candente en el culo. Abría y cerraba la boca. Desde una comisura se le escapaba un hilo de saliva.
Por fin se estrelló en la tierra. La navaja se le escapó de la mano. Rodó sobre un hombro, aterrizó de espaldas y resbaló hacia los matorrales con las piernas abiertas en una V. Se oyó un chillido. Un golpe seco. Después, silencio.
Ben se sentó, aturdido, contemplando el sitio donde Henry acababa de desaparecer. De pronto, rocas y guijarros comenzaron a rebotar a su lado. Volvió a levantar la mirada. Victor y Belch estaban descendiendo el terraplén, con más cuidado que Henry y, por lo tanto, con más lentitud. Pero lo alcanzarían en menos de treinta segundos, si no hacía algo.
Lanzó un gemido. ¿Jamás acabaría aquella locura?
Sin apartar la vista de ellos, pasó por encima del árbol caído y comenzó a bajar por el terraplén jadeando ásperamente. Sentía una punzada en el costado. Le dolía endiabladamente la lengua. Las matas ya eran tan altas como él y le llenaba la nariz un hedor verde a vegetación podrida. Oyó un ruido de agua por alguna parte, a poca distancia, corría borboteando sobre piedras y guijarros.
Sus pies resbalaron y volvió a caer, rodando, deslizándose, se golpeó el dorso de la mano contra una roca saliente, atravesó unos espinos que arrancaron pelusas azules de su sudadera y pequeños trozos de carne de sus manos y mejillas.
Por fin, con una sacudida, quedó sentado, con los pies en el agua. Era un pequeño arroyo curvo que avanzaba hacia una densa arboleda, a la derecha; aquello parecía tan oscuro como una cueva. Miró hacia la izquierda. Henry Bowers yacía de espaldas en medio del agua. Sus ojos, entreabiertos, sólo mostraban la parte blanca. De una oreja le brotaba sangre que corría hacia Ben en hilos delicados.
¡Oh, Dios mío, lo he matado! ¡Oh, Dios mío, soy un asesino! ¡Oh, Dios mío!
Olvidando que Belch y Victor venían tras él (o tal vez comprendiendo que perderían todo interés en la paliza cuando vieran que su Temerario Líder había muerto), Ben chapoteó seis metros contracorriente hasta llegar a él. Henry tenía la camisa hecha jirones, los pantalones empapados, negros, y le faltaba un zapato. Ben tenía una vaga noción de que también quedaba muy poco de sus propias ropas y de que su cuerpo era un gran sonajero de dolores. Lo peor era el tobillo izquierdo. Ya se había hinchado, contra la zapatilla empapada. Ben cojeaba tanto que eso ya no era caminar sino mecerse como un marinero en tierra después de una larga travesía.
Se inclinó sobre Henry Bowers. Los ojos de Henry se abrieron de pronto. Sujetó a Ben por la pantorrilla con una mano arañada y sanguinolenta. Su boca se movió y aunque sólo surgió de ella una serie de aspiraciones sibilantes, el chico llegó a comprender que decía: Te voy a matar, gordo de mierda.
Henry estaba tratando de incorporarse usando la pierna de Ben como poste. Ben tiró frenéticamente hacia atrás. En cuanto la mano de su enemigo se deslizó hacia abajo y cayó, voló hacia atrás girando los brazos como aspas y cayó sentado por tercera vez en los últimos cuatro minutos. Por añadidura, volvió a morderse la lengua. El agua salpicó en derredor. Por un instante, ante sus ojos reverberó un arco iris. A Ben, los arco iris le importaban un bledo. También le importaba un bledo hallar una marmita llena de monedas de oro. Se conformaba con su gorda y miserable vida.
Henry giró sobre sí. Trató de ponerse de pie. Volvió a caer. Logró incorporarse sobre manos y rodillas. Y por fin se levantó tambaleante. Clavó en Ben sus ojos negros. La parte frontal de su tupé estaba torcido a un lado y al otro; parecía un maizal después de un fuerte viento.
De pronto, Ben se enfadó. No, más que enfadarse, se sintió furioso. No había hecho nada sino caminar con los libros de la biblioteca bajo el brazo, imaginando inocentemente que besaba a Beverly Marsh, sin molestar a nadie. ¿Y de pronto todo aquello? Ropa hecha jirones. Tobillo izquierdo tal vez roto, cuando menos torcido. La pierna llena de cortes, la lengua mordida y el maldito monograma de Henry Bowers en el estómago. Pero fue, tal vez, el pensar en los libros de la biblioteca, por los que se le haría responsable, lo que le impulsó a arrojarse contra Henry Bowers. Los libros perdidos y una imagen de los ojos de la señora Starrett, cargados de reproche cuando él se lo explicara. Fuese cual fuere el motivo (los cortes, la torcedura, los libros, hasta quizás el boletín que llevaba en el bolsillo trasero, a esa altura empapado, tal vez ilegible) bastó para que avanzara. Se inclinó hacia adelante, con un chapoteo de zapatillas en el agua escasa y asestó a Henry una patada directa a los testículos.
Henry lanzó un alarido horrible, herrumbroso, que espantó a los pájaros de los árboles. Por un momento quedó despatarrado, aferrándose la entrepierna, con los ojos incrédulos fijos en Ben.
—Ug… —gimió.
—Cierto —dijo Ben.
—Ug… —repitió Henry, con voz aún más débil.
—Cierto —repitió Ben.
Henry se hundió lentamente de rodillas, no caía: se doblaba. Aún seguía mirando a Ben con esos ojos negros, incrédulos.
—Ug…
—Muy cierto —aseguró Ben.
Henry cayó de costado, siempre aferrado a sus testículos, y comenzó a rodar lentamente de lado a lado.
—¡Ug…! —gimió—. Mis pelotas. ¡Ug! Me has destrozado las pelotas. ¡Ug, ug! —Comenzaba a recobrar un poco las fuerzas y Ben empezó a retroceder, paso a paso. Le asqueaba lo que había hecho, pero también le llenaba con una especie de justiciera y paralizada fascinación—. ¡Ug…! Mierda, mis pelotas… ¡Ug, ug! ¡Ay mierda, mis pelotas!
Ben podría haber permanecido allí por un periodo interminable, tal vez hasta que Henry se recobrara lo suficiente como para perseguirlo. Pero en ese instante, una piedra le golpeó por encima de la oreja derecha y le provocó un dolor tan intenso y penetrante que, mientras no sintió el calor de la sangre al brotar, creyó haber sido picado por una avispa.
Giró en redondo. Los otros dos venían corriendo por el medio del arroyo, hacia ellos. Cada uno llevaba un puñado de piedras pulidas por el agua. Victor arrojó una y Ben sintió que le silbaba junto al oído. Agachó la cabeza y otra le golpeó en la rodilla derecha haciéndole chillar de sorpresa y dolor. Una tercera le rebotó en el pómulo derecho y ese ojo se le llenó de agua.
Buscó la orilla opuesta y la subió a toda velocidad aferrándose a raíces salientes y a matorrales. Al llegar arriba (una última piedra le azotó las nalgas al levantarse) echó un vistazo por encima del hombro.
Belch estaba arrodillado junto a Henry, mientras Victor, a dos metros de distancia, disparaba piedras; una del tamaño de una pelota de béisbol. Se abrió paso entre los matorrales, tan altos como un hombre. Había visto lo suficiente. En realidad, había visto demasiado. Lo peor era que Henry Bowers estaba levantándose. Como el Timex de Ben, Henry podía recibir una paliza sin dejar de funcionar. Ben se lanzó hacia los matorrales avanzando en una dirección que, con un poco de suerte, sería el oeste. Si podía cruzar hacia Old Cape, pediría diez centavos a alguien para tomar el autobús a su casa. En cuanto llegara, cerraría la puerta con llave y sepultaría esos harapos ensangrentados en la basura y esa pesadilla acabaría, por fin. Se imaginó sentado en su sillón de la sala, recién bañado, con su mullido albornoz, viendo los dibujos animados de Pato Daffy[15] y bebiendo leche con sorbete. Aférrate a ese pensamiento, se dijo, ceñudo, y continuó andando.
Los arbustos le saltaban a la cara; Ben los apartaba. Las espinas estiraban sus garras; él trataba de ignorarlas. Llegó a una zona donde el terreno, plano, era negro y lodoso. Sobre él se extendía un denso crecimiento de plantas parecidas al bambú; de la tierra se elevaba un olor fétido. Una idea ominosa
(ciénagas)
se deslizó por la parte
frontal de su mente, como una sombra, mientras miraba el brillo del agua estancada en el cañaveral. No quería adentrarse por allí. Aunque no fuera una ciénaga, el barro le chuparía las zapatillas. Giró hacia la derecha, corriendo a lo largo de los bambúes, hasta llegar a una parte donde había bosque de verdad.
Los árboles (abetos, en su mayoría) crecían por doquier, combatiendo entre sí por un poco de espacio y sol, pero había menos vegetación y Ben pudo avanzar más deprisa. Ya no estaba seguro de la dirección en que avanzaba, pero creía llevar cierta ventaja. Los Barrens estaban rodeados por la ciudad de Derry en tres lados; al cuarto lo limitaba la prolongación de la autopista, a medio terminar. Tarde o temprano llegaría a alguna parte.
El vientre le palpitaba dolorosamente. Se recogió los restos de la sudadera para echarle un vistazo. Al verlo hizo una mueca y aspiró una bocanada de aire por entre los dientes. Su vientre parecía un grotesco adorno de árbol navideño, untado de sangre roja y manchado de verde por la resbalada a lo largo del terraplén. Volvió a bajarse la prenda. Con sólo mirar aquello sentía ganas de vomitar el almuerzo.
En eso oyó un murmullo grave, algo más adelante; era una sola nota, sostenida, apenas al alcance de su oído. Cualquier adulto, decidido sólo a escapar de allí (los mosquitos acababan de encontrar a Ben y, aunque no tenían el tamaño de gorriones, eran bastante grandes) lo habría pasado por alto, quizá no habría llegado a percibirlo. Pero Ben era un niño y el miedo ya se le estaba pasando. Giró hacia la izquierda y se abrió paso por entre algunos laureles bajos. Detrás de ellos, sobresaliendo de la tierra, se veía un cilindro de cemento de casi un metro de altura y un metro veinte de diámetro, aproximadamente. Lo coronaba una cubierta de hierro que tenía estampadas las palabras. RED DE ALCANTARILLADOS DE DERRY. El sonido, que a esa distancia era más un zumbido que un murmullo, provenía de su interior.
Ben acercó un ojo a uno de los orificios de ventilación, pero no vio nada. Se oía el zumbido y un correr de agua, allá abajo, pero eso era todo. Aspiró hondo y recibió una bocanada de cierto olor agrio, a un tiempo húmedo y nauseabundo. Retrocedió con una mueca. Era una cloaca, nada más, o tal vez una combinación de cloaca y túnel de drenaje, había muchos de ellos en Derry, tan temerosa de las inundaciones. No era gran cosa. Pero le había provocado un miedo extraño. En parte, era por ver una obra humana en esa selva enmarañada, pero en parte, también, por la forma de aquel cilindro de cemento que sobresalía de la tierra. El año anterior, Ben había leído La máquina del tiempo, de H. G. Wells; primero, en la versión de historieta; después, el libro completo. Ese cilindro, con su cubierta de hierro ventilada, le hacía pensar en los pozos que llevaban al país de los desquiciados y horribles Morlocks.
Se apartó rápidamente de él tratando de hallar nuevamente el oeste. Llegó a un pequeño claro y giró hasta que su sombra cayó, en lo posible, detrás de él. Entonces caminó en línea recta.
Cinco minutos más tarde oyó más ruidos de agua corriendo y voces. Voces de niños.
Se detuvo a escuchar. Fue entonces cuando oyó chasquidos de ramas y otras voces a su espalda. Eran perfectamente reconocibles. Pertenecían a Victor, Belch y Henry Bowers.
Al parecer, la pesadilla aún no había terminado.
Ben buscó un sitio para esconderse.
Salió de su escondrijo pasadas unas dos horas, más sucio y desaliñado que nunca, pero algo descansado. Por increíble que pareciera, se había quedado dormido.
Al oír que aquellos tres iban tras él, una vez más, Ben había estado peligrosamente cerca de petrificarse por completo, como un animal encandilado por los faros de un camión. Se le había ocurrido la idea de tenderse en el suelo, acurrucarse como una pelota y dejar que hicieran con él lo que se les antojara. Era una idea descabellada, pero también parecía, extrañamente, una buena idea.
En cambio, Ben comenzó a avanzar hacia el ruido del agua y de esos otros niños. Trató de captar lo que estaban diciendo, cualquier cosa, con tal de sacudirse aquella amedrentante parálisis del espíritu. Un proyecto. Hablaban de un proyecto. Hasta le pareció reconocer a una o dos de las voces. Se oyó un chapuzón, seguido por una carcajada llena de humor. La risa llenó a Ben con una especie de nostalgia estúpida, haciéndole cobrar, como nada, conciencia de su peligrosa situación.
Si iban a atraparlo, no había por qué condenar a esos niños a una dosis de la misma medicina. Ben volvió a girar hacia la derecha. Como muchos gordos, era notablemente ligero de pies. Pasó tan cerca de los niños que vio sus sombras moverse entre él y el brillo del agua, pero ellos no lo vieron ni lo oyeron. Gradualmente, sus voces fueron quedando atrás.
Salió a un sendero angosto, abierto en la tierra desnuda. Lo estudió por un momento, pero sacudió la cabeza. Lo cruzó y volvió a hundirse en la espesura. Ahora se movía con más lentitud apartando los matorrales en vez de cruzarlos raudamente. Aún avanzaba con un rumbo más o menos paralelo al arroyuelo en donde había visto jugar a los niños. Aun a través de los árboles y las matas, se lo veía más ancho que el curso en donde habían caído él y Henry.
Allí había otro cilindro de cemento, apenas visible entre unas enredaderas de frambuesa; canturreaba silenciosamente para sí. Más allá, un terraplén descendía hacia el arroyo. Un olmo viejo, retorcido, se inclinaba sobre el agua; sus raíces, medio descubiertas por la erosión de la ribera, parecían un enredo de cabellos sucios.
Ben rogó que no hubiera bichos ni víboras allí abajo, pero estaba demasiado cansado y aturdido por el miedo pasado como para que le importara mucho. Se abrió paso entre las raíces y encontró, debajo de ellas, una pequeña cueva. Se recostó hacia atrás. Una raíz se le clavó como un dedo furioso. Cuando cambió un poco de posición, le prestó un cómodo apoyo.
Allí venían Henry, Belch y Victor. Él esperaba que se dejaran engañar y siguieran el sendero, pero no tuvo tanta suerte. Por un momento estuvieron muy cerca de él; un poco más y hubiera podido tocarlos alargando la mano desde su escondite.
—Seguro que esos mocosos de allá atrás lo vieron —dijo Belch.
—Bueno, vamos a averiguarlo —dijo Henry. Volvieron sobre sus pasos y, pocos momentos después, Ben lo oyó bramar—: ¿Qué coño estáis haciendo aquí?
Hubo una respuesta, pero Ben no llegó a descifrarla. Los niños estaban demasiado lejos y el Kenduskeag resonaba demasiado. Pero le pareció que el chico estaba asustado. Ben se solidarizó con él.
Luego, Victor Criss aulló algo que Ben no comprendió en absoluto.
—¡Que diquecito de mierda!
¿Diquecito? Diquecito. O tal vez Victor había dicho algo así como «¡Dije “chito”, mierda!», y Ben había oído mal.
—¡Vamos a romperlo! —propuso Belch.
Hubo chillidos de protesta, seguidos por un grito de dolor. Alguien se echó a llorar. Sí, Ben se solidarizaba, claro. No habían podido atraparlo a él (al menos todavía), pero allí tenían a otro grupo de niños pequeños con los que descargar su furia.
—Sí, rompámoslo —dijo Henry.
Chapoteos. Chillidos. Grandes carcajadas estúpidas de Belch y Victor. Un grito atormentado y furioso de uno de los niños.
—No vengas a joder, pedazo de tarado tartamudo —dijo Henry Bowers—. Hoy no aguanto más a nadie.
Se oyó un fuerte chasquido. El ruido del agua corriendo se hizo más fuerte y rugió por un instante, para retomar su plácido gorgoteo. De pronto, Ben comprendió. Diquecito, sí, era eso lo que Victor había dicho. Los niños (él había tenido la impresión de que había dos o tres) estaban construyendo un dique. Henry y sus amigos acababan de destrozarlo a patadas. Ben creyó adivinar quién era uno de los niños. El único «tarado tartamudo» del que tenía noticias era Bill Denbrough, que estaba en el otro quinto curso.
—¡No tenías por qué hacer eso! —protestó una voz, débil y temerosa. Ben la reconoció también, aunque no pudo ponerle rostro de inmediato—. ¿Por qué lo habéis hecho?
—¡Porque me dio la gana, capullo! —bramó Henry. Se oyó un golpe carnoso, seguido de un alarido de dolor. Al alarido siguieron sollozos.
—Cierra el pico —dijo Victor—. Deja de llorar, mocoso, o te tiro de las orejas hasta atártelas debajo de la quijada.
El llanto se convirtió en una serie de sorbidas ahogadas.
—Nos vamos —dijo Henry—, pero antes quiero saber una cosa: ¿habéis visto a un chico gordo hace unos diez minutos? ¿Gordo, todo lleno de sangre y de tajos?
La respuesta fue demasiado breve para ser otra cosa que «no».
—¿Seguro? —insistió Belch—. Mejor que no mientas, lengua de trapo.
—Est-t-toy s-s-seguro —replicó Bill Denbrough.
—Vamos —dijo Henry—. Probablemente volvió por allí.
—Adiós, mocosos —se despidió Victor Criss—. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso.
Más chapoteos. La voz de Belch volvió a oírse, pero más lejos. Ben no pudo distinguir las palabras. En realidad, no tenía ningún interés en eso. A menos distancia, el llanto se reanudó. El otro niño murmuraba consuelos. Ben decidió que eran sólo dos: Bill el Tartaja y el llorón.
Se quedó donde estaba, medio sentado, medio tendido, oyendo a los dos niños junto al río y los ruidos que hacían Henry y sus dinosaurios al alejarse por Los Barrens. El sol le lanzaba reflejos a los ojos y formaba moneditas de luz en las raíces enredadas que lo rodeaban. Allí dentro todo estaba sucio, pero era cómodo, seguro… El ruido del agua era tranquilizador. Hasta el llanto de aquel niño serenaba, de algún modo. Sus dolores se habían reducido a una leve palpitación; el ruido de los dinosaurios se perdió por completo. Esperaría un poco, sólo para asegurarse de que no volvían y después echaría a correr.
Ben oyó el latido de la maquinaria de drenaje que provenía de la tierra; hasta podía sentirla: una vibración grave, pareja, que surgía del suelo hacia la raíz donde estaba apoyado y de ahí a su espalda. Volvió a pensar en los Morlocks, en sus carnes desnudas. Imaginó que su olor sería tan húmedo y putrefacto como el que brotaba de esos agujeros de ventilación. Pensó en sus pozos, tan hundidos en la tierra; pozos con escalerillas herrumbradas a los costados. Dormitó y en algún momento, sus pensamientos se convirtieron en un sueño.
Pero no soñó con Morlocks, sino con lo que le había pasado en enero, aquello que no se había decidido a contar a su madre.
Fue en el primer día de clase tras la prolongada pausa de Navidad. La señora Douglas había pedido un voluntario para que se quedara a ayudarla con el recuento de libros devueltos antes de las vacaciones. Ben levantó la mano.
—Gracias, Ben —dijo la señora Douglas, premiándolo con una sonrisa tan brillante que lo abrigó hasta la punta de los pies.
—Lameculos —comentó Henry Bowers, por lo bajo.
Era un día de esos que, en el invierno de Maine, suelen ser los mejores y también los peores: sin una nube, luminosos hasta hacer lagrimear, pero tan fríos que intimidan. Para empeorar la baja temperatura, soplaba un fuerte viento que daba al frío un filo cortante.
Ben contaba los libros y dictaba las cifras que la señora Douglas anotaba sin molestarse en verificar siquiera de vez en cuando, notó él, con orgullo; después, ambos llevaron los libros abajo, al depósito, por pasillos donde los radiadores resonaban soñadoramente. Al principio, la escuela había estado llena de ruidos: puertas de armarios metálicos que se cerraban con violencia, el clac-ti-clac de una máquina de escribir, en la oficina; el canto algo desafinado del orfeón, en el piso alto; el nervioso tud-tud-tud de las pelotas de baloncesto en el gimnasio y el roce de las zapatillas cuando los jugadores corrían a los cestos o buscaban atajos en el suelo lustrado.
Poco a poco, esos ruidos fueron cesando; por fin, cuando el último grupo de libros estuvo guardado (faltaba uno, pero no importaba mucho, dijo la señora Douglas, suspirando; estaban todos juntos en la miseria), sólo quedó el sonido de los radiadores, el leve suish-suish de la escoba del señor Fazio, que barría el vestíbulo con serrín, y el ulular del viento, allá fuera.
Ben miró por el único ventanuco del depósito y vio que la luz estaba desapareciendo rápidamente. Eran las cuatro de la tarde y el crepúsculo estaba a un paso. Membranas de nieve seca volaban por entre las barras para trepar y se arremolinaban entre los balancines, soldados al suelo por la congelación. Jackson Street estaba absolutamente desierta. Miró por un momento más, esperando que algún auto pasara por la esquina de Jackson y Witcham, pero no fue así. Era como si todos los habitantes de Derry, salvo él y la señora Douglas, estuvieran muertos o hubieran huido, al menos por lo que desde allí se veía.
Miró a la mujer y notó, con un dejo de auténtico miedo, que ella sentía casi exactamente lo mismo. Se le veía en los ojos que estaban hondos, pensativos, lejanos; no parecían los ojos de una maestra cuarentona, sino los de una criatura. Tenía las manos cruzadas debajo del busto, como si rezara.
Tengo miedo —pensó Ben—, y ella también tiene miedo. Pero ¿de qué?
No lo sabía. Entonces ella lo miró, soltando una risa breve, casi azorada.
—Te he demorado mucho —dijo—. Lo siento, Ben.
—No importa. —Él se miró los zapatos. La amaba un poquito, no con el amor abierto, incondicional que había prodigado a la señorita Thibodeau, su maestra de primer curso, pero la amaba, sí.
—Si tuviera coche te llevaría hasta tu casa, pero no tengo. Mi marido pasará a recogerme a eso de las cinco y cuarto. Si quieres esperar, podríamos…
—No, gracias —respondió Ben—. Tengo que llegar a casa antes.
Eso no era del todo verdad, pero sentía una extraña aversión ante la idea de conocer al marido de la señora Douglas.
—Quizá tu madre pueda…
—Ella tampoco tiene coche —aclaró Ben—. Pero no hay problema. Mi casa dista sólo a quince manzanas.
—Quince manzanas no es mucho con buen tiempo, pero con este frío se te harán muy largas. Si aprieta el viento te refugiarás en alguna parte, ¿oyes, Ben?
—Claro. Iré al mercado de Costello y me quedaré un ratito junto a la estufa o algo así. Al señor Gedreau no le molesta. Además, llevo pantalones para nieve y la bufanda nueva que me regalaron en Navidad.
La señora Douglas pareció tranquilizarse un poco…, pero volvió a mirar hacia la ventana.
—Es que parece hacer tanto frío allá afuera —dijo—. Todo parece tan… tan adverso…
Ben no conocía esa palabra, pero comprendió exactamente lo que ella quería decir: Ha pasado algo. ¿Qué?
De pronto comprendió que la había visto como a cualquier persona y no simplemente como a su maestra. Eso era lo que había ocurrido. De pronto le había visto la cara de un modo completamente distinto y por eso se convertía en una cara nueva: la cara de un poeta cansado. La imaginó volviendo a su casa con el marido, sentada en el coche junto a él, con las manos cruzadas, mientras la calefacción siseaba y el hombre le hablaba de su trabajo. La imaginó preparando la cena para ambos. Un pensamiento raro le cruzó por la mente; a los labios le subió una pregunta de las que se hacen para entablar conversación: ¿Tiene hijos, señora Douglas?
—En esta época del año suelo pensar que, en realidad, los humanos no estamos hechos para vivir tan al norte del ecuador —comentó ella—. Al menos en estas latitudes. —Luego sonrió y parte de aquella cualidad extraña desapareció de su cara, o tal vez de los ojos de Ben. Al menos en parte, pudo verla como siempre. Pero jamás volverás a verla así, no del todo, pensó, horrorizado—. Me siento vieja hasta la primavera y luego vuelvo a sentirme joven. Así me pasa todos los años. ¿Estás seguro de que no tendrás problemas, Ben?
—Quédese tranquila.
—Sí supongo que puedo. Eres un buen chico, Ben.
Él volvió a clavar la vista en sus zapatos, ruborizado, la amaba más que nunca.
En el pasillo, el señor Fazio dijo, sin levantar los ojos del serrín:
—Cuidado con los congelamientos, chico.
—Sí, claro.
Llegó a su taquilla, la abrió y sacó sus pantalones para nieve. Se había amargado mucho al insistir su madre en que volviera a ponérselos ese invierno, en los días muy fríos, porque le parecían cosa de niños pequeños, pero esa tarde se alegró de contar con ellos. Caminó lentamente hacia la puerta, cerrando la cremallera de su anorak, ajustando los cordones de su capucha, poniéndose los mitones. Se detuvo en el primer peldaño de la escalinata, cubierta de nieve, para escuchar, por un momento, el chasquido de la puerta al cerrarse con llave a su espalda.
La escuela de Derry cavilaba tristemente bajo la piel amoratada del cielo. El viento soplaba sin pausa. En el mástil, los ganchos de la cuerda repiqueteaban un ritmo solitario contra el poste. El viento cortó la carne caliente y desprevenida de Ben, entumeciéndole las mejillas.
Cuidado con los congelamientos, chico.
Se apresuró a envolverse en la bufanda hasta quedar convertido en una pequeña y regordeta caricatura de Red Ryder. El cielo oscurecido tenía una belleza fantástica, pero Ben no se detuvo a admirarlo; hacía demasiado frío. Se puso en marcha.
Al principio, mientras el viento estuvo a su espalda, no hubo demasiado problema; por el contrario, hasta parecía ayudarlo a avanzar. Sin embargo, en Canal Street tuvo que girar a la derecha, casi contra el viento que ahora parecía contenerlo, como si tuviera algo contra él. La bufanda hacía lo suyo, pero no lo suficiente. Le palpitaban los ojos y la humedad de su nariz se congeló, convirtiéndose en estalactita. Las piernas se le estaban entumeciendo. Varias veces tuvo que esconder las manos enguantadas bajo las axilas para calentarlas. El viento daba alaridos, a veces casi humanos.
Ben se sentía a un tiempo asustado y regocijado. Asustado, porque comprendía algunos relatos que había leído, como Encender fuego, de Jack London, en los que la gente moría congelada de verdad. En una noche como ésa, con la temperatura a quince grados bajo cero, sería más que posible morir congelado.
En cuanto al regocijo, era difícil de explicar. Se trataba de una sensación solitaria, algo melancólica. Estaba fuera; pasaba en alas del viento, sin que la gente protegida tras sus ventanas iluminadas lo viera. Los otros estaban dentro, dentro de la luz y el calor. No sabían que él había pasado. Sólo él lo sabía. Era un secreto.
El aire en movimiento escocía como si estuviera lleno de agujas, pero era fresco y limpio. De la nariz le salía vapor blanco, en pulcros chorros.
Y al llegar el ocaso, con el resto del día convertido en una fría raya amarillonaranja en el oeste, las primeras estrellas como crueles esquirlas de diamante en el cielo, Ben llegó al Canal. Ya estaba apenas a tres manzanas de su casa, ansioso por sentir el calor en la cara y en las piernas, moviéndose otra vez la sangre, haciéndola cosquillear.
Aun así, se detuvo.
El Canal estaba congelado en su zanja de cemento como un helado río de leche rosa, con la superficie abultada, resquebrajada, nubosa. Aunque inmóvil, se lo veía completamente vivo bajo esa áspera luz puritana; poseía una belleza propia, única y difícil.
Ben giró en dirección contraria: hacia el sudoeste. Hacia Los Barrens. Cuando miró en esa dirección, el viento quedó otra vez a su espalda haciéndole flamear los pantalones de nieve. El Canal corría en línea recta, entre sus paredes de cemento, quizá por unos ochocientos metros; después, el cemento desaparecía y el río se despatarraba en Los Barrens, que en esa temporada eran un esquelético mundo de malezas heladas y salientes ramas desnudas.
Allí abajo, en el hielo, había una silueta de pie.
Ben la miró pensando: Puede haber un hombre allí abajo, pero ¿es posible que esté vestido con lo que le veo? Es imposible, ¿verdad?
La figura vestía algo parecido a un traje de payaso, blanco plateado, que se sacudía contra él en ese viento polar. Calzaba enormes zapatos naranja, haciendo juego con los pompones que adornaban en hilera la pechera de su traje. Con una mano sujetaba un manojo de cordeles que se elevaba hasta un colorido manojo de globos. Cuando Ben observó que los globos flotaban en dirección a él, sintió que la irrealidad se abatía sobre él con más potencia. Cerró los ojos, se los frotó, volvió a abrirlos. Los globos todavía parecían flotar hacia él.
Oyó la voz del señor Fazio en su cabeza. Cuidado con los congelamientos, chico.
Tenía que ser una alucinación o un espejismo provocado por algún curioso efecto del clima. Podía haber un hombre allí abajo, en el hielo; hasta era teóricamente posible, quizá, que vistiera un traje de payaso. Pero los globos no podían estar flotando hacia Ben, contra el viento. Sin embargo, eso parecía.
¡Ben! —llamó el payaso desde el hielo. Ben pensó que la voz estaba sólo en su mente, aunque parecía oírla con los oídos—. ¿Quieres un globo, Ben?
Había algo tan maligno en esa voz, tan horrible, que Ben sintió deseos de echar a correr a toda velocidad. Pero sus pies parecían tan soldados a la acera como los balancines del patio escolar al suelo.
¡Flotan, Ben! ¡Todos flotan! ¡Toma uno y verás!
El payaso comenzó a caminar por el hielo hacia el puente del canal, donde estaba el chico. Ben lo vio acercarse sin moverse; lo observaba como el pájaro observa a la serpiente que se acerca. Los globos deberían haber reventado en ese frío tan intenso, pero no era así; flotaban en el aire, por delante del payaso, cuando deberían haber estado tras de él, tratando de escapar hacia Los Barrens… de donde, según afirmaba una parte de la mente de Ben, había salido ese ser en un principio.
Entonces Ben notó algo más.
Aunque los últimos rayos del día arrojaban un fulgor rosado sobre el hielo del canal, el payaso no hacía sombra alguna. Ninguna en absoluto.
Te gustará estar aquí, Ben —dijo el payaso. Ya estaba tan cerca que Ben oía el club-club de sus curiosos zapatos sobre el hielo disparejo—. Te va a gustar, te lo prometo; a todos los niños que conozco les gusta, porque es como la Isla del Placer en Pinocho y la Tierra de Nunca Jamás en Peter Pan. ¡No están obligados a Crecer, y eso es lo que todos quieren! ¡Anda, ven! Ven a ver, toma un globo, alimenta a los elefantes, sube a la Vuelta al Mundo. ¡Oh, te gustará, Ben, y cómo flotarás…!
Y Ben, a pesar de todo su miedo, sintió que una parte de él quería un globo. ¿Quién, en el mundo entero, tenía un globo capaz de flotar contra el viento? ¿Quién había oído hablar de semejante cosa? Sí… quería un globo y quería ver la cara del payaso que estaba inclinada contra el viento, como para protegerse de aquellas ráfagas gélidas.
¿Qué habría sucedido si, en ese momento, no hubiera sonado el silbato de las cinco en el Ayuntamiento de Derry? Ben nunca lo supo. Tampoco quería saberlo. Lo importante fue que sonó como un picahielo de sonido que perforara el intenso frío invernal. El payaso levantó los ojos, como sobresaltado y Ben le vio la cara.
¡La Momia! ¡Oh, Dios mío, es la Momia!, fue su primer pensamiento, acompañado por un horror vertiginoso que lo obligó a aferrarse a la barandilla del puente para no perder el equilibrio. No podía haber sido la momia, claro que no. Había momias egipcias a montones y él lo sabía, pero su primera impresión había sido la de ver allí la Momia, ese monstruo polvoriento representado por Boris Karloff en aquella vieja película que él había visto por televisión, el mes anterior, ya tarde, en Teatro de horror.
No, no era esa momia, no podía ser, los monstruos del cine no existían, todo el mundo sabía eso, hasta los pequeñajos. Pero…
No era maquillaje lo que el payaso lucía. Tampoco estaba envuelto en un montón de vendas. Eran vendas, sí, casi todas alrededor del cuello y las muñecas, agitadas hacia atrás por el viento, pero Ben le veía la cara con claridad. Tenía arrugas profundas; su piel era un mapa de pergamino que trazaba arrugas, mejillas desgarradas, carne árida. La piel de la frente estaba partida, pero sin sangre. Labios muertos sonreían desde unas fauces en las que los dientes se inclinaban como lápidas. Sus encías estaban agujereadas y negras. Ben no le vio los ojos, pero algo centelleaba muy atrás, en los fosos de carbón de aquellas cuencas, algo así como las frías gemas en los ojos de los escarabajos egipcios. Y aunque el viento venía de atrás, creyó oler a canela y especias, a mortajas podridas tratadas con drogas extrañas, a arena, a sangre tan vieja que se había secado en escamas y granos de herrumbre…
Todos flotamos aquí abajo —graznó el payaso-momia.
Y Ben notó, con renovado horror, que de algún modo había llegado al puente. En esos momentos estaba justo debajo de él estirando una mano seca y torcida de la que colgaban como estandartes las tiras de piel, una mano en donde el hueso se veía al trasluz, como marfil amarillo.
Un dedo, casi sin carne, acarició la punta de su bota. Entonces se quebró la parálisis de Ben. Siguió cruzando el resto del puente a grandes saltos, con el silbato de las cinco aún chillándole en los oídos: sólo cesó cuando llegó a la otra orilla. Tenía que ser un espejismo. El payaso no podía haber avanzado tanto durante los diez o quince segundos que duraba el toque de silbato.
Pero su miedo no era un espejismo y tampoco las lágrimas calientes que le brotaban de los ojos, para congelarse un segundo después de haber sido vertidas. Corrió, haciendo resonar la acera con las botas y oyó que, tras él, la momia vestida de payaso trepaba desde el canal rechinando sus antiguas uñas de piedra contra el hierro, con los viejos tendones chirriando como bisagras secas. Oyó el árido silbido de su aliento que entraba y salía por fosas nasales tan carentes de humedad como los túneles bajo la Gran Pirámide. Olió su sudario de especias arenosas y supo que, dentro de un momento, sus manos, tan descarnadas como las construcciones geométricas que él hacía con su Mecano, descenderían sobre sus hombros. Él giraría la cabeza y sus ojos se clavarían en la cara arrugada, sonriente. El río muerto de ese aliento se abatiría sobre él. Esas negras cuencas oculares estarían allí, con sus honduras profundas, relumbrantes, y la boca desdentada bostezaría y él tendría su globo. Oh, sí, todos los globos que deseara.
Pero cuando llegó a la esquina de su propia calle, sollozando y sin aliento, con el corazón martilleando un ritmo loco en sus oídos, cuando al fin miró por encima de su hombro, la calle estaba desierta. El puente arqueado, con sus flancos de cemento y su anticuado pavimento de adoquines, también estaba desierto. Desde allí no podía ver el canal en sí, pero Ben sintió que, en todo caso, tampoco habría visto nada allí. No; si la momia no había sido una alucinación ni un espejismo, si había sido real, estaría esperando debajo del puente… como el duende en el cuento de los tres cabritos.
Debajo. Escondido debajo.
Ben caminó apresuradamente hasta su casa, volviendo la mirada cada pocos pasos hasta que la puerta quedó bien cerrada con llave a su espalda. Explicó a su madre (tan cansada por el trabajo pesado en la empaquetadora que, en verdad, no había notado mucho su ausencia) que se había quedado para ayudar a la señora Douglas con el recuento de los libros. Luego se sentó ante una cena de fideos y pavo sobrante del domingo. Devoró tres porciones y con cada una la momia se hizo más distante, más quimérica. No era real; esas cosas nunca eran reales: sólo cobraban vida entre los anuncios de las películas que daban por la tele en la noche o durante las matinées de los sábados, donde con un poco de suerte, uno conseguía dos monstruos por veinticinco centavos y, si tenía otros veinticinco, todas las palomitas de maíz que pudiera tragar.
No, no eran reales. Los monstruos de la tele, los monstruos del cine, los monstruos de las historietas no eran reales. Sólo cuando uno se iba a la cama y no podía dormir. Sólo cuando los últimos cuatro caramelos guardados bajo la almohada como protección contra los peligros de la noche ya habían sido devorados. Sólo cuando la cama en sí se convertía en un lago de sueños rancios, cuando el viento aullaba afuera, cuando uno tenía miedo de mirar la ventana porque allí podía haber una cara, una cara antigua, sonriente, que en vez de pudrirse se había secado como una hoja vieja, diamantes hundidos los ojos muy clavados en las cuencas negras, sólo cuando uno veía una mano desgarrada y curva sosteniendo un manojo de globos: Ven a ver, toma un globo, alimenta a los elefantes, monta la Vuelta al Mundo. Ben, oh, Ben, cómo vas a flotar…
Ben despertó con una exclamación ahogada, aún sobre él aquel sueño de la momia, lleno de pánico por la oscuridad próxima y vibrante que lo rodeaba. Dio un respingo; la raíz dejó de sostenerlo y se le hundió otra vez en la espalda, como exasperada.
Vio luz y trepó hacia allí. Salió a rastras al sol de la tarde y al parloteo del arroyo y todo volvió a su lugar. Era verano, no invierno. La momia no lo había llevado a su cripta desierta. Ben se había escondido, simplemente, para escapar de los gamberros, en un agujero arenoso, bajo un árbol medio desarraigado. Estaba en Los Barrens. Henry y sus amigos se desquitaron con un par de chicos que jugaban en el arroyo, porque no habían podido desquitarse del todo con Ben. Adiós, mocosos. Era un diquecito de mierda, de veras. Estaréis mejor sin eso.
Ben contempló ceñudo su ropa destrozada. Su madre iba a servirle dieciséis sabores diferentes de paliza.
Había dormido el tiempo suficiente como para entumecerse. Se deslizó por el terraplén y comenzó a caminar a lo largo del arroyuelo haciendo una mueca de dolor a cada paso. Era un revoltijo de dolores sordos y agudos; se habría dicho que Spike Jones estaba tocando un ritmo rápido sobre trozos de vidrio dentro de casi todos sus músculos. Al parecer, había sangre seca o en vías de secarse en cada centímetro de su piel a la vista. Los constructores de diques se habrían ido, de cualquier modo, se consoló. No sabía por cuánto tiempo había dormido, pero aunque sólo hubiera sido media hora, el encuentro con Henry y sus amigos habría convencido a Denbrough y a su amigo de que, en bien de su salud, les convenía cualquier otro lugar; Tombuctú, por ejemplo.
Ben marchaba ceñudo, sabiendo que, si los gamberros volvían, no tendría la menor posibilidad de huir. Poco le importaba.
Al doblar un recodo del arroyo, quedó inmóvil por un segundo, mirando. Los constructores de diques aún estaban allí. Uno de ellos era Bill Denbrough, el Tartaja, sí. Estaba arrodillado junto al otro niño, que se había sentado contra la barranquilla con la cabeza tan hacia atrás que la nuez de Adán sobresalía como una cuña. Tenía sangre seca alrededor de la nariz, en el mentón y pintada a lo largo del cuello, en un par de arroyos. En una mano sostenía algo, con dedos flojos.
Bill el Tartaja giró bruscamente y vio allí a Ben. Ben vio entonces, horrorizado, que al otro niño le pasaba algo muy feo. Por lo visto, Denbrough estaba muerto de miedo. Cuándo terminará este día, pensó, angustiado.
—¿P-p-p-podrías ay-y-yud-d-darme? —dijo Bill Denbrough—. T-t-tiene el inhal-lad-dor v-v-vacío. Q-quizá se está…
Su cara se petrificó, muy roja. Excavó en derredor de la palabra, tartamudeando como una ametralladora. Volaba la saliva de sus labios y pasaron casi treinta segundos de «mu-mu-mu-mu» antes de que Ben comprendiera lo que Denbrough estaba tratando de decir: que el otro chico podía estar muriéndose.