El fragmento siguiente y todos los otros fragmentos de Interludio han sido extraídos de Derry: una historia no autorizada de la ciudad, de Michael Hanlon. Se trata de una serie de notas inéditas y fragmentos de manuscritos adjuntos (que constituyen casi anotaciones en un diario), encontrada en la bóveda de la Biblioteca Pública de Derry. El título es el que figura escrito en la cubierta de la carpeta donde se guardaban estas notas antes de su publicación aquí. Sin embargo, el autor se refiere varias veces a la obra, dentro de sus propias notas, como Derry: un vistazo a la puerta trasera del infierno.
Cabe suponer que la idea de su publicación había cruzado más de una vez por la mente del señor Hanlon.
2 de enero de 1985
¿Es posible que toda una ciudad esté embrujada?
¿Embrujada como se supone que lo están algunas casas?
No digo un edificio de esa ciudad ni la esquina de una sola calle ni una sola cancha de baloncesto en un solo parque, con el aro sin red sobresaliendo hacia el crepúsculo, como algún oscuro y sangriento instrumento de tortura. No digo sólo una zona, sino todo. Todo lo que hay allí.
¿Es posible?
El adjetivo que se usa en inglés para estos casos es haunted. Y veamos sus derivaciones:
Haunted: «Visitado con frecuencia por fantasmas o espíritus» (según el diccionario de Funk y Wagnalls).
Haunting, el adjetivo correspondiente: «Que vuelve a la mente con insistencia; difícil de olvidar» (según los mencionados Funk y Compañía).
To haunt, el verbo: «Perseguir o aparecer con frecuencia, especialmente fantasmas». Pero… la palabrita se usa para mucho más. ¡Veamos! «Lugar visitado con frecuencia: nidal, guarida, querencia…». La cursiva es mía, por supuesto.
Y una más. Ésta, como la última, es una definición de haunt como sustantivo, y la que más me asusta: «Sitio en donde comen los animales».
¿Como los animales que golpearon a Adrian Mellon y lo arrojaron desde el puente?
¿Como el animal que estaba esperando debajo del puente?
Sitio en donde comen los animales.
¿Qué está comiendo en Derry? ¿Qué se está comiendo a Derry?
En realidad es interesante. Yo no sabía que era posible estar tan asustado como yo lo estoy desde el caso Adrian Mellon y seguir viviendo, mucho menos seguir funcionando. Es como si hubiera caído en un relato y todo el mundo sabe que uno no tiene por qué asustarse hasta el final del relato, momento en que el perseguidor de la oscuridad sale del bosque, por fin, para alimentarse… de uno, por supuesto.
De uno.
Pero si esto es un relato, no es uno de esos clásicos relatos escalofriantes de Lovecraft, Bradbury o Poe. Yo sé, ¿saben?, no todo pero sí una buena parte. No empecé al abrir el Derry News, un día de septiembre pasado, y leer la transcripción de la audiencia preliminar del muchacho Unwin y comprender que el payaso que asesinó a George Denbrough bien podía estar de regreso. Empecé, en realidad, alrededor de 1980. Creo que fue entonces cuando una parte de mí, dormida hasta ese momento, despertó… sabiendo que Su tiempo tal vez estaba volviendo.
¿Qué parte? La parte del vigía, supongo.
O tal vez fue la voz de la Tortuga. Sí…, me inclino por pensar que fue eso. Sé que es lo que creería Bill Denbrough.
Descubrí, en libros viejos, noticias de antiguos horrores. Leí sobre viejas atrocidades en viejos periódicos. Siempre en el fondo de la mente, cada día algo más audible, oí el zumbido de caracola de alguna fuerza en crecimiento, fusionante. Me parecía oler el amargo aroma a ozono de los relámpagos por surgir. Comencé a tomar notas para un libro que, casi con certeza, no viviré lo bastante para escribir. Y al mismo tiempo, seguía adelante con mi vida. En un estrato de mi mente estaba y estoy viviendo con los horrores más grotescos y descabellados. En otro, continúo llevando la vida mundana de un bibliotecario de ciudad pequeña. Pongo libros en los estantes, extiendo carnets a nuevos socios, apago los monitores que los lectores de microfilmes descuidados suelen dejar encendidos, bromeo con Carole Danner sobre lo mucho que me gustaría acostarme con ella y ella responde bromeando sobre lo mucho que le gustaría acostarse conmigo y los dos sabemos que, en realidad, ella está bromeando y yo no, así como los dos sabemos que ella no se quedará mucho tiempo en una población tan pequeña como Derry, mientras que yo estaré aquí hasta mi muerte, pegando las páginas desgarradas del Business Week, participando en las reuniones semanales para decidir adquisiciones, con la pipa en una mano y una pila de folletos en la otra… y despertando en medio de la noche, con el puño apretado contra la boca para no soltar el grito.
Las convecciones góticas están erradas por completo. No se me ha puesto el pelo blanco. No camino dormido. No he comenzado a hacer comentarios crípticos ni llevo una tablilla de espiritismo en el bolsillo de la chaqueta. Tal vez río un poco más, eso es todo, y a veces mi risa debe sonar algo estridente y rara, porque a veces la gente me mira con extrañeza cuando río.
Una parte de mí —la parte que Bill llamaría «la voz de la Tortuga»— dice que debería llamarlos a todos, esta misma noche. Pero, ¿estoy completamente seguro, aun ahora? ¿Quiero estar completamente seguro? No, por supuesto, no. Pero por Dios, lo que ha pasado con Adrian Mellon se parece tanto a lo que pasó con George, el hermano de Bill el Tartaja, en el otoño de 1957…
Si es cierto que ha comenzado otra vez, los llamaré. Es preciso. Pero todavía no. De todos modos, es demasiado temprano. La última vez comenzó lentamente y no se puso en marcha de verdad hasta el verano de 1958. Por lo tanto… espero. Y lleno la espera con palabras escritas en este libro, con largos momentos de mirar el espejo para ver el extraño en que se ha convertido el niño.
La cara del niño era tímida y libresca, la cara del hombre es la de un cajero de banco en una película del Oeste, el tipo que nunca habla, el que sólo debe levantar las manos y poner cara de susto cuando entran los atracadores. Y si el guión requiere que los malos maten a alguien, a él le corresponde morir.
El mismo Mike de siempre. Algo soñador en su mirada, tal vez, y un poco ojeroso por el mal dormir, pero no tanto que se note a simple vista, sólo a la distancia de un beso, por ejemplo, y hace mucho tiempo que no estoy tan cerca de nadie. Quien me eche una mirada sin prestar atención, podría pensar: Ha estado leyendo demasiado. Pero eso es todo. Difícilmente adivinaría que el hombre de blanda cara de cajero de banco está luchando duramente por resistir, por aferrarse a su propia mente.
Si tengo que hacer esas llamadas, tal vez mate a alguno de ellos.
Es una de las cosas que debo enfrentar en las largas noches, cuando el sueño no llega, tendido en la cama, con mis conservadores pijamas azules y las gafas bien dispuestas en la mesilla, junto al vaso de agua que siempre pongo allí por si despierto con sed durante la noche. Así, tendido en la oscuridad, mientras bebo sorbitos de agua, me pregunto cuánto recordarán ellos, si algo recuerdan. De algún modo, estoy convencido de que no recuerdan nada de aquello, porque no necesitan recordar. Yo soy el único que oye la voz de la Tortuga, el único que recuerda, porque soy el único que se quedó aquí, en Derry. Y porque ellos están diseminados por los cuatro vientos, no tienen modo de enterarse de que sus vidas han seguido patrones idénticos. Si los hago volver, si les muestro esos patrones… Sí, tal vez eso mate a alguno de ellos. Tal vez los mate a todos.
Por eso lo repaso todo mentalmente. Vuelvo a ellos, tratando de recrearlos tal como fueron y tal como pueden ser ahora, tratando de decidir cuál de ellos es el más vulnerable. Richie Tozier, Boca Sucia, pienso a veces, era al que con más frecuencia atrapaban Criss, Huggins y Bowers, aunque Ben era muy gordo. Bowers era el que más miedo daba a Richie, el que más miedo nos daba a todos, pero también los otros solían intimidarlo. Si lo llamo a California, ¿no le parecerá como el horrible Retorno de los Grandes Matones, dos desde la tumba, uno desde el manicomio de Juniper Hill, donde delira hasta hoy? A veces pienso que Eddie era el más débil. Eddie, con ese tanque dominante que tenía por madre y su asma espantosa. ¿Beverly? Trataba siempre de ser dura, pero estaba tan asustada como el resto de nosotros. ¿Billie el Tartaja enfrentado a un horror que no termina cuando pone la funda a su máquina de escribir? ¿Stan Uris?
Sobre la vida de todos ellos pende una hoja de guillotina, afilada como una navaja, pero cuanto más lo pienso, más creo que ignoran la presencia de esa hoja. Soy yo quien tiene la mano sobre la palanca. Puedo hacerla funcionar con sólo abrir mi agenda telefónica y llamarlos, uno tras otro.
Tal vez no sea necesario. Me aferro a la debilitada esperanza de que pueda haber confundido los gritos conejunos de mi tímida mente con la voz más grave, más verdadera, de la Tortuga. Después de todo, ¿en qué me baso? Mellon, en julio. Una criatura hallada muerta en la calle Neibolt, en octubre último otra en Memorial Park, a principios de diciembre, justo antes de la primera nevada. Tal vez fue un vagabundo, como dicen los diarios. O un loco que, a partir de ese momento, huyó de Derry o se mató por remordimientos y asco de sí mismo, como dicen algunos libros que puede haber hecho el verdadero Jack el Destripador.
Tal vez.
Pero a la chica Albrecht se la encontró frente a esa maldita casa vieja, la de Neibolt Street… y la mataron el mismo día que a George Denbrough, veintisiete años antes. Después, el niño Johnson, descubierto en el Memorial Park, al que le faltaba una pierna desde la rodilla. El Memorial Park es, por supuesto, el hogar de la torre-depósito de Derry y el niño fue hallado casi a su pie. La torre-depósito está a un tiro de piedra de Los Barrens. Es, también, el sitio en que Stan Uris vio a esos niños.
A esos niños muertos.
Aun así, todo esto podría ser sólo humo y espejismos. Podría ser. O pura coincidencia. O tal vez algo intermedio entre las dos cosas, una especie de eco maléfico. ¿Podría ser? Percibo que podría ser. Aquí, en Derry, cualquier cosa puede ser.
Según pienso, lo que estaba aquí, antes, sigue estando aquí: lo que estuvo aquí en 1957 y 1958; lo que estuvo aquí en 1929 y 1930, cuando la Liga de la Decencia Blanca incendió el Black Spot; lo que estuvo aquí en 1904 y 1905 y a principios de 1906, al menos hasta que estalló la Fundición Kitchener; lo que estuvo aquí en 1876 y 1877; lo que ha aparecido cada veintisiete años, aproximadamente. A veces viene algo antes; a veces, algo después… pero siempre viene. A medida que uno retrocede en el tiempo, las notas falsas son más y más difíciles de hallar, porque los registros se tornan más escasos y más grandes los agujeros de polilla en medio de la historia narrativa de la zona. Pero sabiendo dónde buscar (y cuándo buscar), se avanza mucho hacia la solución del problema. Eso siempre vuelve, en verdad.
Eso.
Por lo tanto… sí: creo que tendré que hacer esas llamadas. Creo que debíamos ser nosotros. De algún modo, por algún motivo, nosotros hemos sido elegidos para detenerlo definitivamente. ¿La ciega fatalidad? ¿La ciega fortuna? ¿O es esa maldita Tortuga, otra vez? ¿Acaso da órdenes, además de hablar? No lo sé y dudo que tenga importancia. Por entonces, hace tantos años, Bill dijo: La Tortuga no puede ayudarnos, y si fue cierto entonces, debe ser cierto ahora.
Nos recuerdo de pie en el agua, cogidos de las manos, haciendo aquella promesa de regresar si eso volvía a empezar alguna vez. Casi como druidas en círculo, con las manos sangrando su propia promesa, palma contra palma. Un rito tan antiguo como la humanidad, tal vez, una desprevenida espita abierta en el árbol de todos los poderes: el que crece en la frontera entre la tierra de todo lo sabido y la de todo lo sospechado.
Porque las similitudes…
Pero aquí estoy haciendo el papel de Bill Denbrough. Tartamudeo una y otra vez sobre el mismo terreno, recito unos cuantos hechos y un montón de suposiciones desagradables y bastante etéreas, tornándome más obsesivo a cada párrafo. No sirve. Es inútil. Hasta peligroso. Pero cuesta tanto esperar los acontecimientos…
Se supone que estas notas son un esfuerzo por ir más allá de la obsesión, ampliando el foco de mi atención. Después de todo, el asunto no se reduce sólo a seis chicos y una chica, ninguno de ellos feliz, ninguno de ellos aceptado por sus padres, que cayeron en una pesadilla durante cierto verano caluroso, cuando Eisenhower ocupaba aún la presidencia. Es un intento de retirar un poco la cámara hacia atrás, por así decirlo, para ver toda la ciudad, un sitio en donde casi treinta y cinco mil personas trabajan, comen, duermen, copulan, hacen compras, conducen vehículos, caminan, van a la escuela, van a la cárcel y, a veces, desaparecen en la oscuridad.
Para saber qué es un lugar, creo necesario saber qué fue. Y si tuviera que determinar un día en el que todo esto volvió a empezar, para mí sería aquél, a principios de la primavera de 1980, en que fui a ver a Albert Carson, fallecido el verano pasado a los noventa y un años, tan lleno de honores como de años. Fue jefe de bibliotecarios, aquí mismo, entre 1914 y 1960, un período increíblemente largo (claro que él fue un hombre increíble). Consideré que, si alguien podía saber con qué historia de esta zona era mejor empezar, ése era Albert Carson. Le planteé mi pregunta mientras estábamos sentados en su porche y él me dio la respuesta con una voz que era un graznido. Ya estaba luchando contra el cáncer que, a su debido tiempo, lo mataría.
—Ninguna de ellas vale una mierda, como bien sabes.
—Entonces, ¿por dónde debo empezar?
—¿Empezar qué, maldita sea?
—A investigar la historia de la zona. De la ciudad de Derry.
—Oh… Bueno, comienza con la Fricke y la Michaud. Se supone que son las mejores.
—Y después de leerlas…
—¿Leerlas? ¡No, por Dios! ¡Arrójalas a la papelera! Ése es el primer paso. Después lee la de Buddinger. Branson Buddinger era un investigador asquerosamente descuidado que padecía de locura senil en su etapa terminal, si es cierto la mitad de lo que me dijeron cuando yo era un niño, pero en lo referido a Derry tenía el corazón en su sitio, Hanlon. Escribió todo mal, pero mal con sentimiento.
Me reí un poco. Carson estiró sus labios correosos en una gran sonrisa, expresión de buen humor que, en realidad, asustaba un poco. En ese momento parecía un buitre custodiando alegremente un animal recién muerto, esperando que llegara al punto justo de sabrosa descomposición antes de comenzar a cenar.
—Cuando termines con Buddinger, léete a Ives. Toma nota de todas las personas a quienes él entrevistó. Sandy Ives todavía está en la Universidad de Maine. Es erudito en tradiciones populares. Cuando termines con su libro, ve a visitarlo. Invítalo a cenar. Yo lo llevaría al Orinoka, porque allí la cena parece no terminar jamás. Exprímelo. Llena una libreta de nombres y direcciones. Habla con los veteranos que él entrevistó, con los que aún estén con vida. Todavía quedamos unos cuantos, ¡ah-ja-ja-ja! Y sonsácales algunos nombres más. Por entonces, si tienes la mitad de la inteligencia que crees, ya tendrás dónde afirmar los pies. Si rastreas a las personas adecuadas, descubrirás unas cuantas cosas que no figuran en la historia. Y tal vez te quiten el sueño.
—Derry…
—¿Qué pasa con Derry?
—No está bien, ¿verdad?
—¿Bien? —preguntó él, con aquel graznido susurrante—. ¿Qué es lo que está bien? ¿Qué significa esa palabra? ¿Estar bien es figurar en bonitas fotografías del Kenduskeag al atardecer, Kodachrome y no sé cuánto? En ese caso, Derry está bien, porque figura en montones de bonitas fotografías. ¿Estar bien es tener un maldito comité de viejas vírgenes resecas, dedicadas a salvar la Mansión del Gobernador o a poner una placa conmemorativa frente a la torre-depósito? Si eso es estar bien, Derry está de rechupete, porque tenemos gatas viejas a montones, metiendo las narices en todo ¿Estar bien es tener una estatua como ese esperpento plástico de Paul Bunyan frente al Centro Municipal? Oh, si tuviera una carretada de napalm y mi viejo encendedor, ¡cómo me ocuparía de esa cosa horrible! Pero si uno tiene un sentido estético lo bastante amplio como para aceptar las estatuas de plástico, Derry está bien. El asunto es ¿qué significa para ti «estar bien», Hanlon? ¿Eh? Más exactamente, ¿qué no significa?
Sólo pude menear la cabeza. Él lo sabía o no lo sabía. O me lo diría o no diría nada.
—¿Te refieres a las desagradables historias que puedas oír o a las que ya conoces? Siempre hay historias desagradables. La historia de una ciudad es como una vieja casa destartalada, llena de habitaciones, cubículos, rampas para la ropa sucia, desvanes y toda clase de escondrijos excéntricos… por no mencionar uno o dos pasadizos secretos, de vez en cuando. Si te dedicas a explorar la Mansión Derry, encontrarás todo tipo de cosas. Sí. Tal vez lo lamentes más adelante, pero las encontrarás y una vez que algo se encuentra, es imposible no haberlo encontrado, ¿verdad? Algunas habitaciones están cerradas, pero hay llaves… hay llaves.
Sus ojos me miraron centelleando con astucia de viejo.
—Puedes llegar a pensar que has tropezado con el peor entre los secretos de Derry… pero siempre hay uno más. Y otro. Y otro.
—¿Usted…?
—Voy a tener que pedirte que me disculpes, por ahora. Hoy me duele mucho la garganta. Es hora de tomar mis medicamentos y hacer la siesta.
En otras palabras: «Aquí tienes cuchillo y tenedor, amigo mío; ve a ver qué puedes cortar con ellos».
Comencé con la historia de Fricke y la de Michaud. Siguiendo el consejo de Carson, las arrojé a la papelera, pero antes las leí. Eran tan malas como él había insinuado. Leí la historia de Buddinger, copié las notas al pie de página y les seguí el rastro. Eso fue más satisfactorio, pero las notas al pie de página tienen una peculiaridad, como cualquiera sabe: son como senderos que zigzaguean por un país silvestre y anárquico. Se bifurcan, vuelven a bifurcarse; en cualquier punto uno puede tomar el giro indebido que lo llevará a un callejón sin salida sofocado por la maleza o a un pantano de arenas movedizas. «Cuando encuentren una nota al pie de página —dijo una vez un profesor de bibliotecnología a una clase de la cual yo formaba parte—, písenle la cabeza y mátenla antes de que pueda reproducirse».
Se reproducen, sí, y a veces la cría es buena, pero creo que generalmente no lo es. Las de la tiesa obra de Buddinger, Historia de la vieja Derry (Orono, Imprenta de la Universidad de Maine, 1950), vagabundean por cien años de libros olvidados y polvorientas disertaciones magistrales sobre historia y folclore, a través de artículos publicados en revistas difuntas y entre aturdidoras pilas de registros municipales.
Mis conversaciones con Sandy Ives fueron más interesantes. Sus fuentes de información se cruzaban con las de Buddinger de tanto en tanto, pero sólo se trataba de cruces. Ives había pasado buena parte de su vida registrando relatos verbales inverosímiles casi textualmente, práctica que, para Branson Buddinger, habrá sido equivalente a escoger el camino despreciable.
Ives había escrito una serie de artículos sobre Derry entre 1963 y 1966. Casi todos los veteranos con quienes él había hablado entonces habían muerto cuando yo comencé mi propia investigación pero tenían hijos, sobrinos, primos. Y una de las verdades del mundo es esta, por supuesto: por cada veterano que muere hay siempre un veterano que surge. Y un buen relato nunca muere, siempre pasa a la siguiente generación. Me senté en muchos porches y galerías traseras, bebí montones de té, latas de cerveza, cerveza casera, refrescos, agua de grifo y agua mineral. Escuché muchísimo, mientras giraban las ruedas de mi grabador.
Tanto Buddinger como Ives estaban completamente de acuerdo en un punto: el grupo original de colonos blancos contaba con unas trescientas personas. Eran ingleses. Tenían una carta constitutiva y se los conocía formalmente como Compañía Derrie. La tierra que se les otorgó cubría lo que es actualmente Derry, la mayor parte de Newport y pequeñas tajadas de las poblaciones circundantes. Y en el año de 1741 todos los que estaban en el municipio de Derry, simplemente, desaparecieron. En junio de ese año estaban allí, formando una comunidad que, por ese entonces, era de unas trescientas cuarenta almas, pero al llegar octubre ya no estaban. La pequeña aldea, de casas de madera, quedó completamente desierta. Una de esas casas, levantada aproximadamente en lo que ahora es la intersección de las calles Witcham y Jackson, se había quemado por completo. La historia de Michaud establece firmemente que todos los aldeanos fueron masacrados por los indios, pero no hay base alguna, descontando la única casa quemada, que apoye esa hipótesis. Es más probable que alguna cocina se haya calentado demasiado, prendiendo fuego a la casa.
¿Una masacre perpetrada por los indios? Dudoso. No había huesos ni cadáveres. ¿Una inundación? Ese año no las hubo. ¿Una enfermedad? Nada se sabía de eso en las poblaciones circundantes.
Simplemente desaparecieron. Todos. Los trescientos cuarenta. Sin dejar rastro.
Hasta donde sé, el único caso remotamente parecido en la historia norteamericana es la desaparición de los colonos de la isla Roanoke, Virginia. Todos los escolares del país saben de ese episodio, pero ¿quién tiene noticias de la desaparición de Derry? Al parecer, ni siquiera los que viven aquí. Interrogué a varios alumnos de secundaria que están estudiando la historia de Maine y ninguno de ellos sabía nada del asunto. Entonces revisé el texto Maine antes y ahora. Hay más de cuarenta referencias a Derry en el índice, casi todas sobre los años del apogeo de la industria maderera, pero no hay ni una palabra sobre la desaparición de los colonos originales. Sin embargo, ese… ¿cómo llamarlo?, ese silencio, también responde al esquema.
Hay una especie de cortina de silencio que cubre mucho de lo ocurrido aquí. Sin embargo, la gente habla. Creo que nada puede impedir que la gente hable. Pero es preciso escuchar con mucha atención y ésa es una rara habilidad. Me precio de haberla desarrollado en los últimos cuatro años. Si no ha sido así, mi aptitud para este trabajo ha de ser pobre, en verdad, pues ha tenido una buena práctica. Un anciano me dijo que su esposa había oído voces que le hablaban desde el fregadero de la cocina tres semanas antes de que muriera su hija. Eso fue al comenzar el invierno de 1957-1958. La niña de la que hablaba fue una de las primeras víctimas en la serie de asesinatos que se inició con George Denbrough y que no acabó hasta el verano siguiente.
—Un lío de voces, todas parloteando juntas —me dijo. Era el dueño de una estación de servicio situada en Kansas Street y hablaba mientras hacía lentos viajes entre los surtidores llenando depósitos, verificando niveles de aceite, limpiando parabrisas—. Dijo que había contestado una vez, aunque estaba asustada. Se inclinó sobre el sumidero y gritó: «¿Quién diablos son ustedes? ¿Cómo se llaman?». Y todas esas voces respondieron, dijo, con gruñidos, balbuceos, aullidos, chillando, gritando y riendo, qué le parece. Y ella dijo que decían lo que el hombre poseído dijo a Jesús: «Nuestro nombre es Legión». Estuvo dos años sin querer acercarse a ese fregadero. Y durante esos dos años yo tuve que ir a casa a lavar los malditos platos después de romperme la espalda aquí doce horas al día.
Estaba bebiendo una lata de Pepsi sacada de la máquina que había ante la puerta de la oficina. Era un hombre de setenta y dos o setenta y tres años, vestía mameluco gris desteñido, ríos de arrugas le corrían desde las comisuras de los ojos y de la boca.
—Usted creerá que estoy más loco que una cabra —dijo—, pero le voy a contar algo más, si apaga esa maquinita.
Apagué la grabadora y le sonreí.
—Teniendo en cuenta las cosas que he oído en los dos últimos años, tendrá que ir muy lejos para convencerme de que está loco —le dije.
Él me devolvió la sonrisa, pero sin humor.
—Una noche estaba lavando los platos, como siempre. Fue en el otoño de 1958, cuando las cosas ya se habían calmado. Mi esposa estaba arriba, durmiendo. Betty fue la única hija que Dios quiso darnos y cuando la mataron mi esposa empezó a dormir mucho. La cosa es que saqué el tapón y el agua empezó a correr por el sumidero. ¿Sabe ese ruido que hace el agua muy jabonosa cuando se va por la tubería? Como si algo la chupara, ¿no? Estaba haciendo ese ruido, pero yo no le prestaba atención, pensaba en que tenía que ir a cortar un poco de leña en el cobertizo. Y justo cuando ese ruido empezaba a apagarse, oí que mi hija estaba allí abajo. Oí a Betty en esos malditos tubos. Se reía. Estaba en algún lugar, allá, en la oscuridad, riendo. Pero parecía que estaba gritando, más bien, si uno prestaba atención. O las dos cosas al mismo tiempo. Gritaba y reía allá, en las tuberías. Fue la única vez en mi vida que oí una cosa así. Quizá lo imaginé, pero… No creo.
Nos miramos. La luz que caía desde las ventanas sucias lo llenaba de años dándole el aspecto de un Matusalén. Recuerdo que en ese momento sentí frío, mucho frío.
—¿Usted cree que le estoy mintiendo? —me preguntó el viejo, ese viejo que, en 1957, habría tenido alrededor de cuarenta y cinco años, el viejo a quien Dios sólo había dado una hija, llamada Betty Ripsom. Betty había sido encontrada en Jackson Street, justo después de Navidad, en ese año. Estaba congelada, sus restos completamente desgarrados.
—No —dije—, no creo que esté mintiendo, señor Ripsom.
—Y usted también está diciendo la verdad —observó él con una especie de extrañeza—. Se lo veo en la cara.
Creo que iba a decirme algo más pero la campana sonó ásperamente detrás de nosotros. Un coche acababa de acercarse a los surtidores. Al sonar la campana los dos dimos un brinco y yo solté un gritito. Ripsom se puso de pie y renqueó hasta el coche limpiándose las manos con un poco de estopa. Cuando volvió, me miró como si yo fuera un desconocido bastante desagradable que acabara de llegar de la calle. Me despedí y abandoné el lugar.
Hay otro punto en el que Buddinger e Ives están de acuerdo: las cosas no están bien en Derry, realmente; nunca han estado bien.
Vi a Albert Carson por última vez apenas un mes antes de su muerte. Su garganta había empeorado mucho, sólo podía emitir un susurro sibilante.
—¿Todavía piensas escribir una historia de Derry, Hanlon?
—Todavía juego con la idea —dije, aunque no planeaba exactamente eso y creo que él lo sabía.
—Te llevaría veinte años —susurró— para que nadie la leyera. Nadie querría leerla. Déjalo así, Hanlon. —Hizo una pausa antes de agregar—: Buddinger se suicidó, ¿lo sabías?
Lo sabía, por supuesto, pero sólo porque la gente siempre habla y yo había aprendido a escuchar. El artículo del News hablaba de una caída accidental y era cierto que Branson Buddinger había sufrido una caída. Lo que el News no mencionaba es que se había caído de un banquillo puesto junto a su ropero, ni que tenía, en esos momentos, un nudo corredizo al cuello.
—¿Sabes lo del ciclo? —le pregunté.
—Oh, sí —susurró Carson—, lo sé. Cada veintiséis o veintisiete años. Buddinger también lo sabía. Lo saben muchos veteranos, aunque de eso no hablarán jamás, aunque los emborraches. Déjalo así, Hanlon.
Alargó una mano que parecía la garra de un pájaro. La cerró en torno a mi muñeca y sentí el cáncer caliente que le devoraba el cuerpo comiendo todo lo que aun podía comerse, aunque por entonces no quedaba mucho. El esqueleto de Albert Carson estaba casi pelado.
—Michael… no te conviene meterte en esto. En Derry hay cosas que muerden. Déjalo así. Déjalo así.
—No puedo.
—Entonces ve con cuidado. —De pronto los ojos enormes y asustados de una criatura me miraron desde la cara del viejo moribundo—. Ve con cuidado.
Derry.
Mi ciudad natal. Llamada así por el Condado del mismo nombre que existe en Irlanda.
Derry.
Aquí nací, en el Hospital de Derry. Asistí a la Escuela Primaria Municipal de Derry, más tarde fui a la Escuela Intermedia de la calle Novena, luego al instituto de Derry. Fui a la Universidad de Maine, «No está en Derry, pero sí a la vuelta de la esquina», como dicen los viejos. Y después volví directamente aquí. A la Biblioteca Pública de Derry. Soy un hombre de ciudad pequeña llevando la vida de una ciudad pequeña: uno entre millones.
Pero…
Pero:
En 1879, un equipo de leñadores halló los restos de otro equipo que había pasado el invierno aislado por la nieve en un campamento del Kenduskeag superior… en el extremo de lo que los niños siguen llamando Los Barrens. Eran nueve en total; los nueve, despedazados a hachazos. Habían rodado cabezas, por no hablar de brazos, uno o dos pies… y un pene, clavado en una pared de la cabaña.
Pero:
En 1851 John Markson mató a toda su familia con veneno; después, sentado en medio del círculo que había formado con sus cadáveres, se tragó un hongo venenoso de los peores. Su agonía debió de ser horrible. El policía que lo encontró anotó en su informe que, en un principio, tuvo la sensación de que el cadáver le estaba sonriendo; hizo un comentario sobre «la horrible sonrisa blanca de Markson». La sonrisa blanca era un gran bocado del hongo mortífero. Markson había seguido comiendo, aunque los calambres y los horribles espasmos musculares debían de estar destrozando su cuerpo moribundo.
Pero:
En el domingo de Pascua de 1906 los propietarios de la Fundición Kitchener, que se levantaba donde ahora se encuentra la flamante galería comercial, organizaron una cacería de huevos de pascua para «todos los niños buenos de Derry». La búsqueda se llevó a cabo en el enorme edificio de la fundición. Se cerraron las zonas peligrosas y todos los empleados se ofrecieron para montar guardia a fin de que ningún pequeño aventurero decidiera explorar más allá de las barreras. En el resto del edificio se escondieron quinientos huevos de chocolate envueltos con alegres cintas. Según Buddinger, había, por lo menos, un niño participante por cada huevo. Todos corrieron riendo y chillando por el silencio dominical de la fundición, buscando los huevos dentro de los cajones de escritorio, entre las grandes ruedas dentadas, en los moldes del tercer piso (en las fotografías antiguas, esos moldes parecen los de la cocina de algún gigante). Tres generaciones de Kitchener estaban presentes vigilando el alegre alboroto, listos para entregar los premios al terminar la búsqueda que concluiría a las cuatro en punto aunque no se hubiesen encontrado todos los huevos. En realidad, el final llegó cuarenta y cinco minutos antes, a las tres y cuarto. Fue entonces cuando explotó la fundición. Al ponerse el sol, se habían extraído sesenta y dos cadáveres de entre las ruinas. La cuenta final fue de ciento dos, de los cuales ochenta y ocho eran niños. El miércoles siguiente, mientras la ciudad aún guardaba un aturdido silencio ante la tragedia, una mujer encontró la cabeza de Robert Dohay, de nueve años, enredada entre las ramas de un manzano, en el fondo de su casa; tenía chocolate entre los dientes y sangre en el pelo. Fue el último de los muertos hallados. De ocho niños y un adulto no volvió a saberse nada. Ésta constituye la peor tragedia en la historia de Derry, peor aún que el incendio del Black Spot, en 1930, y jamás recibió explicación. Las cuatro calderas de la fundición estaban cerradas. No sólo puestas al mínimo, cerradas por completo.
Pero:
El porcentaje de asesinatos es, en Derry, seis veces mayor que el de otras ciudades de tamaño similar dentro de Nueva Inglaterra. Mis primeras conclusiones al respecto me resultaron tan difíciles de creer que entregué las cifras a un estudiante de secundaria, que suele pasar aquí, en la biblioteca, el poco tiempo que no pasa frente a su ordenador. Él llegó más allá (no es sólo un tragalibros, sino un exagerado): agregó otras doce ciudades pequeñas a lo que llamó stat-pool y me entregó un gráfico computarizado donde Derry sobresalía como un pulgar herido. «Parece que aquí la gente tiene mal carácter, señor Hanlon», fue su único comentario. No respondí. De lo contrario, debería haberle dicho que algo, en Derry, tiene mal carácter.
Aquí, en Derry, los niños desaparecen sin explicación y sin que se los vuelva a ver, de cuarenta a sesenta por año. La mayor parte son adolescentes. Se supone que huyen del hogar. Supongo que, en algunos casos, es así.
Y durante lo que Albert Carson llamaría, sin duda, el ciclo, la tasa de desapariciones asciende, rauda, hasta casi perderse de vista. En 1930, por ejemplo, año en que se incendió el Black Spot, hubo más de ciento sesenta desapariciones de niños en Derry; debemos recordar que éstas son sólo las que fueron denunciadas a la policía y, por lo tanto, están documentadas. «No tiene nada de sorprendente —me dijo el jefe de policía actual cuando le enseñé la estadística—. Fue por la Depresión. La mayoría se habrá cansado de tomar sopa de patatas o de pasar hambre en la casa. Seguramente se fueron siguiendo las vías, en busca de algo mejor».
Durante 1958, se denunció en Derry la desaparición de 127 niños cuyas edades variaban entre tres y diecinueve años. «¿Había depresión en 1958?», pregunté al jefe Rademacher. «No —dijo—, pero la gente se muda mucho, Hanlon. A los chicos, en particular, les pican los pies. Discuten con los padres por haber llegado tarde a casa y ¡bum!, se van».
Enseñé al jefe Rademacher la fotografía de Chad Lowe que había publicado el Derry News en abril de 1958. «¿Le parece que éste puede haber huido después de discutir con los padres por llegar tarde, Rademacher? Tenía tres años y medio cuando desapareció».
Rademacher, clavándome una mirada agria, me dijo que había sido un placer conversar conmigo, pero que, si no tenía nada más que preguntar, estaba ocupado. Me fui.
Haunted, haunting, haunt, dicen en inglés.
Visitado con frecuencia por fantasmas o espíritus, como las tuberías de desagüe en una cocina; aparecer o presentarse con frecuencia, como cada veinticinco, veintiséis o veintisiete años; sitio en donde comen los animales, como en los casos de George Denbrough, Adrian Mellon, Betty Ripsom, la chica de Albrecht, el niño Johnson.
Sitio en donde comen los animales. Sí, eso es lo que me asedia.
Si ocurre algo más, sea lo que fuere, haré esas llamadas. Es preciso. Mientras tanto, tengo mis suposiciones, mi insomnio y mis recuerdos, mis malditos recuerdos. ¡Ah!, y algo más: tengo estas notas, ¿verdad? Mi muro de las lamentaciones. Y heme aquí, sentado, con la mano temblando de tal modo que apenas puedo escribir. Aquí, sentado en la biblioteca desierta, después de cerrar, escuchando leves ruidos en los estantes oscuros, observando las sombras que arrojan los mortecinos globos amarillos para asegurarme de que no se muevan…, de que no cambien.
Heme aquí, sentado junto al teléfono.
Pongo sobre él la mano libre…, la dejo deslizarse hacia abajo…, toco los agujeros del disco que podrían ponerme en contacto con todos ellos, mis viejos amigos.
Juntos penetramos profundamente.
Juntos penetramos en la negrura.
¿Saldríamos de la negrura si penetráramos por segunda vez?
No lo creo.
Dios, por favor, que no tenga que llamarles.
Dios, por favor.