Stanley Uris se da un baño
Patricia Uris diría más tarde a su madre que algo iba mal y ella debía haberlo sabido. Debía haberlo sabido, dijo, porque Stanley nunca se bañaba al anochecer. Tomaba una ducha por la mañana temprano y, a veces, un largo baño de inmersión por la noche con una revista en una mano y una cerveza fría en la otra. Pero los baños a las siete de la tarde no eran su estilo.
Además, estaba aquello de los libros. Stanley tendría que haber quedado encantado con eso; sin embargo, por algún motivo oscuro que ella no llegaba a comprender, parecía preocupado y deprimido. Unos tres meses antes de aquella noche terrible, Stanley había descubierto que un amigo de su infancia era escritor, pero no escritor de verdad, dijo Patricia a su madre, sino novelista. El nombre escrito en los libros era William Denbrough, pero Stanley solía referirse a él con el apodo de Bill el Tartaja. Había leído trabajosamente casi todos los libros de ese hombre. Aquella noche, la noche del baño, estaba leyendo el último. Era la noche del 28 de mayo de 1985. También Patty había cogido uno de esos libros, por pura curiosidad, sólo para dejarlo después de tres capítulos.
No era simplemente una novela, dijo a su madre más adelante, era deterror. Lo dijo exactamente así, en una sola palabra, como habría dicho desexo. Patty era una mujer dulce y bondadosa pero no se expresaba demasiado bien; habría querido contar lo mucho que el libro la había asustado y por qué la inquietaba tanto, pero no pudo. «Estaba lleno de monstruos —dijo—. Lleno de monstruos que perseguían a los niños. Había asesinatos y… no sé… sentimientos feos, sufrimientos. Cosas así». En realidad, le había parecido casi pornográfico. Esa palabra se le escapaba, probablemente porque la había pronunciado, aunque nunca sabía lo que significaba. «Pero Stan tenía la sensación de haber redescubierto a un amigo de la infancia… Habló de escribirle, pero yo sabía que no lo haría jamás… Sabía que esas novelas lo habían puesto mal a él también… y… y…».
Y entonces Patty Uris se echó a llorar.
Esa noche, cuando apenas faltaban seis meses para cumplirse veintiocho años desde aquel día de 1957 en que George Denbrough había conocido al payaso Pennywise, Stanley y Patty habían estado sentados en la salita de su casa, en un suburbio de Atlanta, con el televisor encendido. Patty, sentada en el sofá frente al aparato, repartía su atención entre un montón de ropa para repasar y Family Feud, el programa de juegos que tanto le gustaba. Adoraba a Richard Dawson, el presentador. La cadena de su reloj le parecía sumamente sexy, aunque no lo habría admitido ni en el potro de tortura. También le gustaba el programa porque casi siempre adivinaba las respuestas más populares. (En Family Feud[3] no había respuestas acertadas, había que adivinar las más frecuentes). Una vez había preguntado a Stan por qué a las familias del programa les resultaba tan difícil adivinar las respuestas cuando a ella le resultaba tan fácil. «Ha de ser mucho más difícil cuando estás allí, bajo los reflectores —había sugerido Stanley, y ella tuvo la sensación de que le cruzaba una sombra por la cara—. Todo es mucho más difícil cuando es real. Es entonces cuando te ahogas. Cuando es real».
Patty decidió que él debía de tener razón. A veces, Stanley era muy agudo en cuanto a la naturaleza humana. Mucho más que su viejo amigo, William Denbrough, que se había hecho rico escribiendo un montón de libros deterror, que apelaban a lo más bajo de la naturaleza humana.
¡Pero a los Uris no les iba nada mal, por cierto! El barrio donde vivían era de los elegantes. La casa que había comprado en 1979 por 87.000 dólares se podía vender rápidamente y sin dolor, por 165.000. Ella no tenía ningún interés en vender, pero siempre convenía saber ese tipo de cosas. A veces, cuando volvía del supermercado en su Volvo (Stanley tenía un Mercedes diesel, que ella en broma llama Sedanley) y veía su casa, elegantemente retirada tras el seto de tejos, pensaba: ¿Quién vive aquí? ¡Vaya, si soy yo, la señora Uris!
Pero la idea no la hacía del todo feliz; a ella se mezclaba un orgullo tan feroz que a veces la inquietaba. En otros tiempos, después de todo, había existido una muchacha de dieciocho años llamada Patricia Blum, a quien se le había negado la admisión a la fiesta de graduación en un club campestre de Glointon, Nueva York. Se le había negado la admisión, naturalmente, porque su apellido era judío. Y eso había sido ella en 1967: sólo una pequeña judía delgaducha. Claro que esas discriminaciones eran ilegales, jajajá, y, además, todo eso era cosa pasada.
Pero, para una parte de ella, jamás sería cosa pasada. Una parte de ella caminaría siempre de regreso hacia el automóvil, con Michael Rosenblatt, oyendo el crujir de la grava bajo sus zapatos rumbo al coche que Michael había pedido prestado al padre por esa noche y que había abrillantado durante toda la tarde. Una parte de ella caminaría siempre junto a Michael, que llevaba esmoquin alquilado, de color blanco; ¡cómo brillaba en la suave noche de primavera! Ella lucía un vestido largo de color verde pálido con el que, según su madre, parecía una sirena. Y la idea de ser una sirena judía era bastante divertida, jajajá. Caminaban con la cabeza en alto y ella no había llorado, al menos, en ese momento, no. Pero comprendía que no caminaban, no, nada de eso; iban escurriéndose como bichos sórdidos, sintiéndose más judíos que nunca, sintiéndose prestamistas, viajeros en coches de ganado, aceitosos, narigones, cetrinos, sintiéndose la caricatura de un judío. Querían sentir rabia y no podían. La rabia sólo vino después, cuando ya no importaba. En ese momento, ella sólo sintió vergüenza, vergüenza y dolor. Y alguien rió. Fue una risa aguda, penetrante, como un veloz correr de notas en un piano. En el automóvil, sí, pudo llorar, claro que sí: la sirena judía llorando como una loca. Mike Rosenblatt había apoyado una mano torpe y consoladora en su nuca, pero ella lo había apartado sintiéndose avergonzada, sucia, judía.
La casa, tan elegantemente retirada tras los setos de tejos, mejoraba un poco aquello… pero no del todo. Aún estaban allí el dolor y la vergüenza. Ni siquiera la aceptación de ese vecindario elegante y adinerado borraba aquella interminable caminata, con el crujir de la gravilla bajo sus zapatos. Ni siquiera el hecho de ser miembros de ese club campestre, donde el jefe de camareros los saludaba siempre con sereno respeto: «Buenas noches, señor Uris, señora». Llegaba a su casa, acunada por su Volvo 1984 y contemplaba su casa, en medio de los prados verdes. Y con frecuencia (con demasiada frecuencia, tal vez) recordaba aquella risa aguda. Ojalá la muchacha que había reído así estuviera viviendo en una casita miserable, con un esposo goyimz que le pegara, que hubiera estado embarazada tres veces y hubiera abortado las tres, que su marido la engañara con mujeres enfermas, que tuviera hernia de disco, pies planos y quistes en su puerca lengua simuladora.
Se odiaba a sí misma por esos pensamientos tan poco caritativos y prometía corregirse, dejar de beber esos amargos cócteles de hiel y gusanos. Pasaba meses enteros sin que pensara en esas cosas. Entonces se decía: Tal vez todo eso ha quedado atrás, finalmente. Ya no soy aquella muchacha de dieciocho años. Soy una mujer de treinta y seis. La muchacha que oía el interminable crujir de la gravilla en ese camino, la que se apartó de Mike Rosenblatt cuando él trató de consolarla porque lo hacía con mano de judío, existió hace media vida. Esa sirenita tonta ha muerto. Ahora puedo olvidarla y ser simplemente yo misma. Muy bien, perfecto. Magnífico. Pero entonces, estando en cualquier parte (en el supermercado, por ejemplo), oía una risa súbita en el otro pasillo y la piel se le erizaba, los pezones se le ponían duros, dolorosos, y apretaba las manos a la barra del carrito o se las retorcía pensado: Alguien acaba de decirle a alguien que soy judía, que no soy sino una judía narigona, que Stanley no es sino un judío narigón. Es contable, claro, los judíos tienen cabeza para los números. Tuvimos que dejarlos entrar en el club campestre en 1981, cuando ese ginecólogo narigón nos ganó el juicio, pero nos reímos de ello; oh, cómo reímos. Oía entonces el crepitar de la gravilla fantasmal y pensaba: ¡Sirena, sirena!
Entonces el odio y la vergüenza volvían en tropel como una migraña y ella desesperaba, no sólo de ella misma sino de toda la raza humana. Hombres lobo. El libro de Denbrough, el que ella había dejado sin leer, trataba de hombres lobo. Hombres lobo, coño. ¿Qué podía saber de hombres lobo un hombre como ése?
Sin embargo, casi siempre se sentía mejor. Sentía que ella era mejor. Amaba a su marido, amaba su casa y, habitualmente, podía amarse a sí misma y a su vida. Les iba bien. No siempre había sido así, por supuesto (¿es que las cosas van bien alguna vez?). Ante su compromiso con Stanley, sus padres se habían sentido a un tiempo enfadados y tristes. Lo había conocido en una fiesta del club universitario. Stanley había llegado desde la Universidad de Nueva York, en la que era becario. Los había presentado un amigo común y al final de la velada ella tuvo la sospecha de que se había enamorado de él. Hacia las vacaciones de invierno, ya estaba segura. Cuando llegó la primavera y Stanley le ofreció un pequeño anillo de brillantes al que había ensartado una margarita, ella lo aceptó.
Al final, a pesar de sus reparos, los padres también habían acabado por aceptarlo. No les quedaba otro remedio, aunque Stanley Uris pronto entraría en un mercado laboral atestado de jóvenes contables… sin respaldo financiero familiar y con la única hija de los Blum como rehén. Pero Patty tenía veintidós años, ya era una mujer y pronto acabaría la carrera.
—Me voy a pasar la vida manteniendo a ese maldito cuatro ojos —oyó decir a su padre una noche en que volvía achispado después de haber ido a cenar con la madre.
—Chist, te oirá —dijo Ruth Blum.
Esa noche, Patty permaneció despierta hasta mucho después de medianoche, con los ojos secos, sintiendo frío y calor alternativamente, odiándolos a los dos. Pasó los dos años siguientes tratando de liberarse de ese odio; ya tenía demasiado odio dentro de sí. A veces, al mirarse en el espejo, descubría lo que todo eso estaba haciendo en su cara, las arrugas que dibujaba. Fue una batalla de la que salió vencedora con la ayuda de Stan.
Los padres de él también estaban preocupados por la boda. Naturalmente, no creían que Stanley estuviera destinado a vivir en la pobreza y la miseria, pero pensaban que los chicos se estaban precipitando. Donald Uris y Andrea Bertoly también se habían casado con veinte o veintidós años, pero parecían haberlo olvidado.
Sólo Stanley parecía seguro de sí, lleno de fe en el futuro y libre de preocupaciones por las trampas mortales que los padres veían sembradas en torno a «los chicos». Al final, esa confianza resultó más justificada que el miedo de ellos. En julio de 1972, cuando apenas se había secado la tinta en el diploma de Patty, ella consiguió un empleo como profesora de taquigrafía e inglés comercial en Traynor, una pequeña ciudad sesenta kilómetros al sur de Atlanta. Al pensar en el modo en que había obtenido el puesto, siempre le parecía un poco… bueno, misterioso. Había hecho una lista de cuarenta posibilidades sacadas de los avisos en los periódicos decentes. Luego escribió cuarenta cartas en cinco noches (ocho por noche) pidiendo más información y formularios para solicitar empleo. Recibió veintidós respuestas indicando que el cargo ya estaba cubierto. En otros casos, la explicación más detallada de los requisitos indicaba que presentar una solicitud sería sólo perder su tiempo y el ajeno. Al final se encontró con doce posibilidades, bastante parecidas entre sí. Mientras las estudiaba, preguntándose si podría rellenar doce solicitudes sin volverse loca, entró Stanley. Miró los papeles sembrados en la mesa y dio un golpecito sobre la carta de «Superintendencia Traynor», respuesta que ella no había considerado más prometedora que las otras.
—Aquí —dijo.
Ella levantó los ojos, sobresaltada por la certeza de su voz.
—¿Sabes de Georgia algo que yo ignore?
—No. Nunca estuve allí como no fuera a través del cine.
Patty lo miró arqueando una ceja.
—Lo que el viento se llevó. Vivien Leigh, Clark Gable. «Lo pensaré mañana, porque mañana será otro día» —dijo, abriendo desmesuradamente las vocales en una mala imitación de acento sureño—. ¿No parezco recién llegado del Sur, Patty?
—Sí, del sur del Bronx. Si no sabes nada de Georgia y nunca has estado allí, ¿por qué…?
—Porque está bien.
—No es posible que lo sepas, Stanley.
—Claro que es posible —dijo él, con sencillez—. Lo sé.
Al mirarlo, ella comprendió que no era broma. Stan hablaba en serio. Y Patty sintió un estremecimiento de inquietud por la espalda.
—Pero, ¿cómo lo sabes?
Él estaba sonriendo, pero en ese momento, la sonrisa vaciló, como si se hubiese quedado perplejo. Sus ojos se habían oscurecido; parecía mirar hacia dentro consultando algún artefacto interior que giraba correctamente, pero que, a fin de cuentas, él comprendía tan poco como el hombre común comprende el funcionamiento de su reloj.
—La tortuga no pudo ayudarnos —dijo, de pronto.
Lo dijo con toda claridad. Ella lo oyó. Esa mirada hacia dentro, esa expresión cavilosa y sorprendida, todavía estaban en su cara. Y comenzaban a asustarla.
—Stanley, ¿de qué estás hablando? ¿Stanley?
Él dio un respingo. Su mano golpeó el plato de melocotones que ella había estado comiendo mientras revisaba las solicitudes. El plato se rompió contra el suelo. Los ojos de Stan parecieron despejarse.
—¡Mierda! Perdona.
—No importa, Stanley. ¿De qué hablabas?
—Lo olvidé —dijo él—. Pero creo que debemos pensar en Georgia, cariñito.
—Pero…
—Confía en mí.
Y ella confió.
La entrevista fue un éxito. Al tomar el tren de regreso a Nueva York, Patty estaba segura de haber conseguido el empleo. El director de personal le había cobrado una simpatía instantánea y ella a él. Una semana después llegó la carta de confirmación. Academias Traynor le ofrecía nueve mil doscientos dólares y un contrato a prueba.
—Te vas a morir de hambre —dijo Herbert Blum cuando su hija le informó que pensaba aceptar el trabajo—. Y mientras te mueres de hambre, te morirás de calor.
—Bueno, bueno, Scarlett —dijo Stan, al enterarse de lo que había opinado el padre. Aunque Patty estaba furiosa, al borde de las lágrimas, empezó a reír como una chiquilla y él la estrechó en sus brazos.
Calor pasaron, sí, pero hambre no. Se casaron el 19 de agosto de 1972. Patty Uris llegó virgen al matrimonio. En un hotel de Poconos se deslizó, desnuda, entre las sábanas frescas, turbulenta y tormentosa, con relámpagos de deseo y deliciosa lujuria entre oscuras nubes de miedo. Cuando Stanley se metió en la cama, junto a ella, fibroso de músculos, el pene ardiendo convertido en un signo de exclamación entre el rojizo vello púbico, ella susurró:
—No me hagas daño, amor.
—Jamás te haré daño —dijo él, tomándola en sus brazos.
Fue una promesa que respetó fielmente hasta el 28 de mayo de 1985, la noche del baño.
A Patty le fue bien en su trabajo de profesora. Stanley consiguió trabajo de chófer en una panadería por cien dólares a la semana. Y en noviembre de ese año, cuando se inauguró el «Centro Comercial Traynor», consiguió trabajo en las oficinas por ciento cincuenta. Entre los dos ganaban, por entonces, diecisiete mil dólares al año. Les parecía un ingreso de reyes por aquellos tiempos en que la vida era tan barata. En marzo de 1973, Patty Uris dejó de tomar anticonceptivos.
En 1975, Stanley renunció a su empleo para instalarse por cuenta propia. Los cuatro consuegros coincidieron en que era un error. No porque Stanley hiciera mal en querer trabajar por cuenta propia (¡cómo pensar semejante cosa!). Pero era demasiado prematuro, concordaron todos, y echaba demasiada carga financiera sobre Patty. («Al menos, hasta que ese tonto la deje embarazada —dijo Herbert Blum a su hermano, después de pasar la noche bebiendo en la cocina—, y entonces me tocará a mí mantenerlos»). La opinión generalizada de los consuegros era que el hombre no debe siquiera pensar en independizarse profesionalmente hasta que haya llegado a una edad más serena y madura: setenta y ocho años, más o menos.
Una vez más, Stanley parecía casi sobrenaturalmente confiado. Era joven, simpático, inteligente, capaz. En su trabajo anterior había hecho buenos contactos. Todas esas cosas eran premisas básicas. Lo que él no podía haber previsto era que «Corridor Video», una empresa pionera en el incipiente ramo del videocasete, estaba a punto de establecerse en un enorme solar, a menos de quince kilómetros del suburbio donde vivían los Uris. Tampoco podía saber que Corridor buscaría un investigador de mercado independiente, a menos de un año de haberse establecido en Traynor. Aun si Stan hubiera tenido noticias de estas informaciones, no podía creer, sin duda, que ellos darían el trabajo a un joven judío de anteojos, sonrisa fácil, andar bamboleante, afición a los vaqueros anchos en sus días libres y los últimos fantasmas de acné juvenil en la cara. Sin embargo, así fue. Así fue. Como si Stan lo hubiese sabido desde el principio.
Su trabajo para «Corridor Video» mereció un ofrecimiento: un cargo con dedicación completa en la empresa y un sueldo inicial de treinta mil dólares anuales.
—Y ése es sólo el comienzo —dijo Stanley a Patty, esa noche, en la cama—. Van a crecer como el maíz en verano, querida. Si nadie hace estallar el mundo de aquí a diez años, estarán arriba del todo junto a Kodak, Sony y RCA.
—Y tú, ¿qué vas a hacer? —preguntó ella, aunque ya lo sabían.
—Les diré que ha sido un placer trabajar con ellos.
Stan, riendo, la estrechó contra sí y la besó. Momentos más tarde estaba sobre ella y hubo orgasmos, uno, dos, tres, como cohetes brillantes que ascendieran por el cielo de medianoche. Pero no hubo hijo.
En su trabajo para «Corridor Video», había establecido contactos con algunos de los hombres más ricos y poderosos de Atlanta. Les sorprendió a los dos descubrir que la mayoría de esos hombres eran buenas personas. Entre ellos encontraron un grado de aceptación y amabilidad casi desconocido en el Norte. Patty recordaba que Stanley, cierta vez, había escrito a sus padres: «Los mejores ricos de Norteamérica viven en Atlanta, Georgia. Voy a colaborar para que algunos de ellos se hagan más ricos todavía, y ellos me harán rico a su vez y nadie será mi dueño, salvo Patricia, mi mujer. Y como yo soy su dueño, creo que no corro peligro».
Cuando dejaron el distrito de Traynor, Stanley se había convertido en sociedad anónima y tenía a seis personas bajo sus órdenes. En 1983, sus ingresos alcanzaron territorios de los que Patty había oído sólo vagos rumores: era la fabulosa tierra de las SEIS CIFRAS. Y todo había ocurrido con tanta tranquilidad como la del pie al deslizarse en las zapatillas un sábado por la mañana. Pero, a veces, le asustaba. Una vez Stanley había hecho un chiste inquietante sobre tratos con el diablo. Stanley había reído hasta casi sofocarse, pero a ella no le parecía muy divertido. Probablemente no lo sería jamás.
La tortuga no pudo ayudarnos.
A veces, sin motivo alguno, Patty despertaba con ese pensamiento en la mente como si fuera el último fragmento de un sueño por lo demás olvidado. Entonces se volvía hacia Stanley con la necesidad de tocarlo, de asegurarse de que aún estaba allí.
Vivían bien, no abusaban del alcohol, no buscaban sexo extramatrimonial, ni drogas; no se aburrían ni discutían amargamente sobre lo que debían hacer. Sólo había una nube. Fue Ruth, la madre de Patty, quien la mencionó por primera vez. Al recordarlo, parecía cosa del destino que fuese ella quien lo mencionara. Surgió por fin, bajo la forma de una pregunta en una carta de Ruth Blum. Ruth le escribía a su hija una vez por semana y esa carta, en especial, había llegado al comenzar el otoño de 1979. Iba dirigida a la antigua dirección de Traynor. Patty la leyó en una sala llena de cajas de cartón de las que desbordaban sus posesiones, con aspecto desolado, desarraigado y desposeído.
En su mayor parte, era una típica carta de Ruth Blum: cuatro páginas azules, cubiertas de apretada escritura, cada una con un encabezamiento que decía: Una simple nota de Ruth. Su letra era casi ilegible. Una vez, Stanley se había quejado de no poder descifrar ni una sola palabra escrita por su suegra. «¿Y para qué quieres leerlas?», había sido la respuesta de Patty.
Aquélla estaba llena de las noticias acostumbradas, ya que los recuerdos de Ruth Blum eran una amplio delta que se extendían desde el móvil punto del ahora, en un abanico cada vez más amplio de relaciones entrecruzadas. Muchas de las personas que ella mencionaba comenzaban a desdibujarse en la memoria de Patty, como fotografías de un viejo álbum, pero para Ruth todas permanecían frescas. Al parecer, jamás perdía el interés por la salud y las andanzas de sus conocidos. Sus pronósticos eran, además, invariablemente sombríos. El padre de Patty seguía teniendo demasiados dolores de estómago. Él estaba seguro de que era sólo dispepsia; la idea de que podía tratarse de una úlcera ni siquiera le pasaría por la cabeza, escribía su esposa, hasta el día en que empezara a escupir sangre y probablemente ni siquiera entonces. Ya conoces a tu padre, querida. Trabaja como una mula y a veces también piensa como si lo fuera, Dios me perdone por decir esto. Randi Harlengen se había hecho una ligadura de trompas, le habían sacado unos quistes de los ovarios grandes como pelotas de golf, pero nada maligno, gracias a Dios, aunque de veintisiete quistes ováricos, ¿no podía morir? Era el agua de Nueva York, sin lugar a dudas. El aire de la ciudad también estaba sucio, pero ella vivía con la convicción de que era el agua lo que, tarde o temprano, acababa con uno. Iba formando residuos dentro de la gente. Patty no imaginaba cuántas veces ella daba gracias a Dios porque «ustedes, chicos», estuvieran en el campo, donde tanto el aire como el agua, pero especialmente el agua, eran saludables (para Ruth, todo el Sur, incluidos Atlanta y Birmingham, era el campo). Tía Margaret estaba librando otra batalla contra la compañía de electricidad. Stella Flanagan había vuelto a casarse, algunos no aprenden nunca. Richie Huber había sido despedido otra vez.
Y en medio de esa cháchara, a veces chismosa, en medio de un párrafo y sin nada que ver con el resto, previo o posterior, Ruth Blum había formulado al vuelo la Temida Pregunta: «¿Y cuándo pensáis hacernos abuelos, tú y Stanley? Ya estamos listos para empezar a malcriar al bebé. Por si no te has dado cuenta, Patty, nos estamos volviendo viejos». Y luego pasaba a la chica de los Brucker, calle abajo, a quien habían hecho volver desde la escuela porque llevaba, sin sostén, una blusa casi transparente.
Deprimida, nostálgica por la casa de Traynor, insegura y bastante asustada por lo que podía depararles el futuro, Patty había ido a su futuro dormitorio conyugal para dejarse caer en el colchón (el somier todavía estaba en el garaje y el colchón, solitario en el suelo sin alfombrar, parecía un artefacto arrojado por las aguas a una extraña playa amarilla). Apoyó la cabeza en los brazos y lloró unos veinte minutos más o menos. Probablemente, ese llanto se había estado preparando, de cualquier modo. La carta de su madre no había hecho sino precipitarlo, así como el polvo hace que un cosquilleo en la nariz se convierta en estornudo.
Stanley quería tener hijos. Ella quería tener hijos. Estaban tan de acuerdo en ese tema como en la afición a las películas de Woody Allen, en la asistencia más o menos regular a la sinagoga, en las inclinaciones políticas, en la aversión por la marihuana y otras cien cosas, grandes y pequeñas. En la casa de Traynor había existido siempre un cuarto extra, dividido en dos partes. A la izquierda, Stanley tenía un escritorio para trabajar y un sillón para leer; a la derecha, estaba la máquina de coser de Patty y el tablero donde armaba rompecabezas. Entre ellos existía un acuerdo tan fuerte con respecto a ese cuarto que rara vez necesitaban mencionarlo: algún día sería el cuarto de Andy o de Jenny. Pero ¿dónde estaba ese hijo? La máquina de coser, los cestos de tela, el tablero, el escritorio y el sillón se mantenían en sus respectivos sitios; mes a mes parecían solidificar sus posiciones, estableciendo su legitimidad con más firmeza. Eso pensaba ella, aunque nunca llegaba a cristalizar la idea. Como la palabra pornográfico, era un concepto que danzaba más allá de su capacidad cuantificadora. Pero sí recordaba que cierta vez, al iniciarse un período menstrual, había tenido la sensación de que la caja de compresas Siemprelibre parecía muy satisfecha, como si las toallitas acolchadas le estuvieran diciendo: «¡Hola, Patty! Somos tus hijos. Los únicos hijos que tendrás, y tenemos hambre. Amamántanos. Amamántanos con tu sangre».
En 1976, tres años después de descartar los anticonceptivos, consultaron con un médico de Atlanta llamado Harkavay.
—Queremos saber si hay alguna deficiencia —dijo Stanley— y, en ese caso, si se puede hacer algo para solucionarla.
Se sometieron a las pruebas. Se demostró que el esperma de Stanley estaba enérgico, fértiles los óvulos de Patty y que todos los canales necesarios estaban abiertos.
Harkavay, que no lucía alianza matrimonial pero sí el rostro agradable y rubicundo de un universitario de las vacaciones de invierno, les dijo que quizá sólo fueran nervios. Que ese problema era bastante común. Que, en esos casos, solía producirse un correlativo psicológico semejante a la impotencia sexual: cuanto más se deseaba, menos se podía. Era preciso que se relajaran. Dentro de lo posible, debían de olvidarse de la procreación cuando hacían el amor.
En el trayecto de regreso a casa, Stan iba ceñudo. Patty le preguntó por qué.
—Yo nunca hago eso —dijo él.
—¿Qué cosa?
—Pensar en la procreación durante…
Patty se echó a reír, aunque por entonces se sentía algo solitaria y asustada. Esa noche, en la cama, cuando creía que Stanley dormía desde hacía rato, él la asustó hablando en la oscuridad. Aunque su voz era inexpresiva, sonaba ahogada por las lágrimas.
—Soy yo —dijo—. Es culpa mía.
Patty se volvió hacia él, lo buscó a tientas, lo abrazó.
—No seas tonto —dijo.
Pero su corazón palpitaba deprisa, demasiado deprisa. Era como si Stan, al mirar dentro de su mente, hubiera leído allí una convicción secreta que ella guardaba sin haberlo sabido nunca. Sin razón alguna, sintió, supo, que él tenía razón. Algo iba mal y no en ella. Era él. Algo iba mal en él.
—No seas cenizo —susurró con furia contra su hombro.
Él sudaba un poco y Patty comprendió de pronto que tenía miedo. El miedo surgía de él en oleadas frías. Estar desnuda a su lado era, de pronto, como estar desnuda frente a una nevera abierta.
—No soy cenizo y no soy tonto —dijo él, con la misma voz, simultáneamente seca y ahogada de emoción—, y tú lo sabes. Soy yo. Pero no sé por qué.
—No se puede saber una cosa así. —La voz de Patty sonaba áspera regañona, como la de su madre cuando estaba asustada. Y aunque estaba riñéndole, por el cuerpo le corrió un estremecimiento que la retorció como un látigo.
Stanley, al sentirlo, la estrechó entre sus brazos.
—A veces —dijo—, a veces creo saber por qué. A veces sueño algo, algo feo. Entonces despierto y pienso: «Ya sé. Ya sé lo que anda mal». No sólo el hecho de que tú no quedes embarazada, sino todo. Todo lo que está mal en mi vida.
—¡Stanley! ¡En tu vida no hay nada que esté mal!
—Desde adentro no —dijo él—. Desde adentro todo está bien. Hablo de afuera. Algo que debería haber terminado y que no terminó. Cuando despierto de esos sueños, pienso: «Toda mi vida no ha sido sino el ojo de una tormenta que no comprendo». Tengo miedo, pero entonces… se desvanece. Como los sueños.
Ella sabía que a veces Stan tenía sueños intranquilos. En cinco o seis oportunidades la había despertado, agitándose, gimiendo. Probablemente, otras veces ella había seguido durmiendo en esos interludios oscuros. Cuando alargaba la mano hacia él, interrogándolo, él decía siempre lo mismo: «No me acuerdo». Luego buscaba los cigarrillos y fumaba sentado en la cama, esperando que el residuo del sueño rezumara por sus poros, como un sudor enfermizo.
No hubo hijos. En la noche del 23 de mayo de 1985 (la noche del baño), los consuegros todavía esperaban que les convirtieran en abuelos. El otro dormitorio seguía siendo «el otro dormitorio»; las compresas Siemprelibre seguían ocupando su sitio acostumbrado en el armario, bajo el lavabo; la «tía pelirroja» aún hacía su visita mensual. La madre de Patty, ocupada con sus propios asuntos pero no del todo ajena al sufrimiento de su hija, había dejado de preguntar en sus cartas y cuando la pareja viajaba a Nueva York dos veces al año. Ya no había comentarios humorísticos sobre la vitamina E que debían tomar. También Stanley había dejado de mencionar el asunto, pero a veces, cuando Patty lo observaba sin que él lo supiera, le descubría en la cara una gran sombra. Como si tratara, desesperadamente, de recordar algo.
Descontando esa única nube, la vida era bastante agradable para los dos hasta que sonó el teléfono en medio de Family Feud, en la noche del 28 de mayo. Patty tenía en el regazo dos camisas de Stan, dos blusas suyas, el costurero y la caja de botones; Stan, la última novela de William Denbrough que aún no había salido en edición barata.[4] La portada del libro mostraba una bestia rugiente; la contraportada, un hombre calvo, con anteojos.
Stan, que estaba más cerca, contestó la llamada.
—Hola. Con la casa de Uris.
Escuchó, y una línea profunda se le formó entre las cejas.
—¿Quién dice que es usted?
Patty sintió un instante de miedo. Más tarde, la vergüenza la haría mentir, decir a sus padres que había presentido algo desde el momento en que sonara el teléfono; en realidad, sólo hubo ese instante, ese único levantar rápidamente la vista de su costura. Pero tal vez era cierto. Tal vez ambos sospechaban que se avecinaba algo desde mucho antes de esa llamada telefónica, algo que no concordaba con su confortable casa, tan elegantemente retirada tras los setos de tejos, tan asumido que en realidad no hacía falta reconocerlo… ese breve instante de miedo, como el fugaz pinchazo de un punzón de hielo rápidamente retirado, fue suficiente.
—«¿Es mamá?» —preguntó sin voz moviendo sólo los labios. En ese momento pensaba que su padre, con diez kilos de sobrepeso y propenso a lo que él llamaba «dolores de panza» desde los cuarenta años, podía haber sufrido un ataque al corazón.
Stan sacudió la cabeza y sonrió un poquito ante algo que estaba diciendo la voz del teléfono.
—Tú… tú. ¡Vaya, qué sorpresa, Mike! ¿Cómo es que…?
Volvió a guardar silencio, escuchando. Mientras su sonrisa se desvanecía, Patty reconoció, o creyó reconocer, su expresión analítica, la que revelaba que alguien estaba planteando un problema, explicando un súbito cambio en determinada situación, explicando algo extraño e interesante. Probablemente se trataba de eso último, pensó ella. ¿Un cliente nuevo? ¿Un viejo amigo? Tal vez. Volvió su atención a la pantalla del televisor donde una mujer abrazaba a Richard Dawson para besarlo como enloquecida. Richard Dawson debía de recibir más besos que el anillo del Papa. A ella tampoco le habría disgustado besarlo.
Mientras iniciaba la búsqueda de un botón negro igual a los que tenía la camisa de Stanley, Patty notó vagamente que la conversación se establecía sobre carriles más parejos. Stanley gruñía ocasionalmente. En cierta oportunidad, preguntó:
—¿Estás seguro, Mike? —Por fin, tras una pausa muy larga—: Está bien, comprendo. Sí, voy a… Sí. Sí, todo. Me hago una idea. Yo… ¿Qué…? No, no puedo prometerte exactamente eso, pero lo voy a pensar con mucha atención. Ya sabes que… ¿eh? ¿De veras…? ¡Bueno, por supuesto! Sí, claro que sí. Sí… claro… gracias… sí. Adiós.
Y colgó.
Patty, al echarle una mirada, lo vio con la vista perdida en el vacío, sobre el televisor. En la pantalla, el público estaba aplaudiendo a la familia Ryan que acababa de anotarse doscientos ochenta puntos, la mayoría de ellos por adivinar que la encuesta entre el público respondería «Matemáticas» a la pregunta «¿Qué asignatura le gusta menos al niño de la familia?». Los Ryan saltaban y daban gritos de júbilo.
Stanley, en cambio, tenía el entrecejo fruncido. Más tarde, Patty diría a sus padres que lo había visto algo pálido y era cierto, pero no les dijo que, en ese momento, le había parecido sólo un efecto de la lámpara que tenía pantalla de vidrio verde.
—¿Quién era, Stan?
—¿Hummmm?
Se volvió a mirarla. A Patty le pareció abstraído, ligeramente fastidiado. Sólo más tarde, al evocar la escena una y otra vez, empezó a comprender que se trataba de un hombre que se estaba desconectando metódicamente de la realidad, cable a cable. La cara de un hombre saliendo del azul del cielo hacia el negro de la nada.
—¿Quién era el que llamó por teléfono?
—Nadie… —dijo él—. Nadie, de veras. Creo que me voy a dar un baño.
Y se levantó.
—¿Cómo? ¿A las siete?
Él, sin contestar, se limitó a salir del cuarto. Patty habría podido preguntarle si pasaba algo malo, hasta seguirlo para averiguar si se sentía mal del estómago; Stan no tenía inhibiciones sexuales, pero solía mostrarse extrañamente recatado con respecto a ciertas cosas. No habría sido nada extraño que hablara de darse un baño cuando, en realidad, tenía ganas de vomitar algo que le hubiera caído mal. Pero en ese momento estaban presentando a los Piscapo, otra familia, y Patty sabía que Richard Dawson no dejaría de decir algo divertido sobre ese apellido; además le estaba costando horrores encontrar un botón negro, aunque estaba segura de tenerlos a montones en esa caja. Se escondían, por supuesto. No cabía otra explicación.
Así que lo dejó ir y no volvió a pensar en él hasta que terminó el programa. Cuando aparecieron los créditos, levantó la vista y vio su silla vacía. Había oído correr el agua en la bañera durante cinco o diez minutos después… Pero en ese momento notó que no se había oído el ruido de la nevera al abrirse. Eso significaba que Stan estaba allá arriba sin su lata de cerveza. Alguien le había echado un problema sobre las espaldas con esa llamada telefónica. Y ella, ¿lo ayudaba en algo, le había dicho una sola palabra de conmiseración? No. ¿Había tratado de sonsacarle algo? No. ¿Había notado, siquiera, que algo andaba mal? Por tercera vez, no. Todo por ese estúpido programa de la tele. Ni siquiera podía cargar con la culpa a los botones, eso era solo una excusa.
Bueno, le llevaría una lata de cerveza y se sentaría a su lado, en el borde de la bañera, para frotarle la espalda, hacerse la geisha y hasta lavarle la cabeza. Así descubriría qué problema era ése…, o quién era.
Sacó de la nevera una lata de cerveza y subió la escalera. La primera inquietud real se despertó al ver que la puerta del baño estaba cerrada del todo, no entornada, como de costumbre. Stanley nunca cerraba la puerta cuando se bañaba. Era una especie de chiste entre ambos: cuando la puerta estaba cerrada, significaba que él estaba haciendo lo que le había enseñado su madre; si estaba abierta, significaba que no se opondría a hacer algo cuyo adiestramiento la madre había dejado, muy correctamente, en manos de otros.
Patty llamó a la puerta con las uñas cobrando súbita conciencia, excesiva conciencia, de que hacían un ruido de reptil contra la madera. Sin duda alguna, eso de llamar a la puerta del baño como si fuera un invitado era algo que no había hecho nunca en toda su vida matrimonial ni tampoco a las otras puertas de la casa.
De pronto, la inquietud cobró potencia en ella. Pensó en el lago Carson, donde había nadado con frecuencia cuando niña. En los últimos días del verano, el lago estaba caliente como una bañera… hasta que dabas con un hoyo frío que la hacía estremecer de sorpresa y delicia. Sentía calor y al segundo siguiente era como si la temperatura hubiera descendido veinte grados bajo las caderas. Descontando el placer, así se sentía en esos momentos, como si hubiera dado con un hoyo frío. Sólo que ese hoyo no estaba por debajo de las caderas, enfriando sus largas piernas de adolescente en las negras profundidades del lago Carson.
Ése estaba alrededor de su corazón.
—¿Stanley? ¡Stan!
Esa vez hizo algo más que tamborilear con las uñas. Golpeó con los nudillos. Como aún no había respuesta, descargó el puño contra la puerta.
—¡Stanley!
El corazón. El corazón ya no estaba en su pecho. Le latía en la garganta dificultándole la respiración.
—¡Stanley!
En el silencio que siguió a su grito (y el sonido de su grito allí, a menos de nueve metros de la cama donde apoyaba la cabeza para dormir todas las noches, la asustó más aún) oyó un ruido que hizo ascender el pánico desde la parte baja de su mente como a un huésped indeseable. Un ruido insignificante, en realidad. Era sólo el ruido de una gota de agua. Plink…, pausa…; plink…, pausa…; plink…
Imaginaba las gotas formándose en la boca del grifo, creciendo, engordando, cada vez más preñadas, para caer luego: plink.
Sólo ese ruido. Nada más. Y de pronto tuvo la terrible seguridad de que esa noche había sido Stanley, no su padre, el que había sufrido un ataque al corazón. Con un gemido, apretó el pomo de cristal tallado y lo hizo girar. La puerta no se movió. Estaba cerrada con llave. Súbitamente, a Patty Uris se le ocurrieron tres nuncas: Stanley nunca se daba un baño al anochecer, Stanley nunca cerraba la puerta a menos que estuviera usando el inodoro y Stanley nunca le había cerrado la puerta con llave, en ninguna ocasión.
¿Sería posible, se preguntó descabelladamente, prepararse para un ataque al corazón?
Patty se pasó la lengua por los labios; en su cabeza sintió como un ruido de lija contra una madera. Lo llamó otra vez por su nombre. No hubo respuesta, salvo el persistente y deliberado goteo del grifo. Al bajar la vista, vio que aún tenía en la mano la lata de cerveza. Se quedó mirándola estúpidamente, con el corazón corriendo en su garganta como un conejo, la miraba como si no hubiera visto una lata de cerveza en toda su vida. Y en verdad, esa impresión tenía, al menos, ninguna igual a ésa, porque cuando parpadeó, la lata se convirtió en un teléfono, negro y amenazante como una serpiente.
—¿Puedo ayudarla, señora? ¿Tiene algún problema? —le espetó la serpiente.
Patty colgó el auricular bruscamente y se apartó, frotándose la mano que lo había sujetado. Al mirar a su alrededor, vio que estaba otra vez en el cuarto del televisor. Comprendió entonces que el pánico, surgido en su mente como un ratero que subía sigilosamente por una escalera, se había apoderado de ella. Recordó que había dejado caer la lata junto a la puerta del baño para correr a la planta baja pensando vagamente: Todo esto es un error. Más tarde nos reiremos de esto. Stanley llenó la bañera, recordó entonces que no tenía cigarrillos y salió a comprarlos antes de desnudarse. Sí. Sólo que había cerrado la puerta del baño desde dentro y como era mucho trabajo volver a abrir, había preferido abrir la ventana sobre la bañera para descolgarse por la pared de la casa, como una mosca en una pared. Claro, por supuesto, sin lugar a dudas…
El pánico volvía a alzarse en su mente. Era como un café negro, amargo, que amenazara desbordar la taza. Patty cerró los ojos para luchar contra él. Permaneció perfectamente inmóvil, como una estatua pálida, con el pulso latiendo en su garganta.
Recordaba haber bajado a toda carrera, con los pies en los peldaños, hacia el teléfono, sí, claro, pero ¿a quién quería llamar?
Enloquecida, pensó: Llamaría a la tortuga, pero la tortuga no pudo ayudarnos.
De cualquier modo, ya no importaba. Había marcado el 0 y debía de haber dicho algo no demasiado común, puesto que la operadora acababa de preguntarle si tenía algún problema. Sí que lo tenía, pero ¿cómo explicar a una voz sin cara que Stanley se había encerrado con llave en el baño y no respondía, que el goteo del grifo en la bañera le estaba matando el corazón? Alguien tenía que ayudarla. Alguien…
Se puso el dorso de la mano contra la boca y mordió, con toda deliberación. Trató de pensar, trató de obligarse a pensar.
Los duplicados de las llaves. Los duplicados de las llaves estaban en el armario de la cocina.
Se puso en marcha. Uno de sus pies golpeó contra la caja de los botones, que descansaba junto a su silla. Algunos de los botones cayeron centelleando como ojos de vidrio a la luz de la lámpara. Vio, al menos, cinco o seis de los negros.
En la cara interior de la puerta del armario, sobre el fregadero doble, había un gran tablero de madera barnizada con forma de llave. Lo había hecho dos años antes uno de los clientes de Stan en su taller como regalo de Navidad. El tablero estaba lleno de pequeños ganchos de los cuales pendían todas las llaves de la casa; dos duplicados por gancho. Bajo cada uno se veía una tirita de cinta adhesiva con la pulcra letra de Stan: COCHERA, DESVÁN, BAÑO P. BAJA, BAÑO P. ALTA, PUERTA CALLE, PUERTA TRAS. A un lado, las llaves de los coches, rotuladas M. B. y VOLVO.
Patty sacó de un manotazo la llave marcada BAÑO P. ALTA y echó a correr hacia la escalera; luego se obligó a caminar. Si corría, el pánico trataba de volver y estaba demasiado cerca de la superficie como para permitírselo. Además, si caminaba, tal vez todo podría salir bien. O si había, en verdad, algo mal, Dios podía echar una mirada, verla simplemente caminando y pensar: Bueno, se me fue la mano, pero tengo tiempo de arreglarlo todo.
A paso tranquilo de una mujer que va a su reunión del Club del Libro, Patty subió la escalera y caminó hasta la puerta del baño.
—¿Stanley? —llamó, tratando de abrir al mismo tiempo.
De pronto tenía más miedo que nunca. No quería usar la llave. De algún modo, usar la llave le parecía algo demasiado definitivo. Si Dios no había corregido las cosas para cuando ella hubiera abierto, no lo haría jamás. Después de todo, la era de los milagros había pasado.
Pero la puerta todavía estaba cerrada. El constante plink… pausa, del grifo goteante era su única respuesta.
Le temblaba la mano. La llave dio la vuelta por toda la cerradura, antes de hundirse en su sitio. La hizo girar y oyó el ruido que hacía al retirarse. Intentó asir el pomo de vidrio tallado, pero se le escapaba una y otra vez, no porque la puerta estuviese cerrada, sino porque la palma de su mano estaba empapada de sudor. Afirmó la mano y, finalmente, consiguió hacerlo girar. Abrió la puerta.
—¿Stanley? Stanley… St…
Miró hacia la bañera, con su cortina azul recogida en un extremo del tubo y olvidó como terminaba el nombre de su marido. Simplemente siguió mirando la bañera con el rostro solemne, como el de un niño en su primer día de colegio. Un momento después comenzaría a gritar a todo pulmón. Entonces la oiría Anita MacKenzie, la vecina, y sería Anita MacKenzie quien llamara a la policía convencida de que un delincuente había entrado en la casa de los Uris y que allí estaban matando a alguien.
Pero de momento Patty Uris permanecía en silencio, con las manos recogidas sobre su falda de algodón oscuro, solemne, enormes los ojos. Y entonces, esa solemnidad casi sagrada comenzó a transformarse en otra cosa. Los ojos enormes comenzaron a sobresalir y su boca se estiró hacia atrás en una horrible mueca de horror. Quiso gritar y no pudo. Los gritos eran demasiado grandes para salir.
El baño estaba iluminado por tubos fluorescentes. Había mucha luz, nada de sombras. Se veía todo, aunque una no quisiera verlo. El agua de la bañera tenía un tono rosado intenso. Stanley yacía con la espalda apoyada contra la parte posterior de la bañera. La cabeza había caído tan hacia atrás que algunos mechones de corto pelo negro le rozaban la piel entre los omóplatos. Si sus ojos fijos hubieran podido ver, habría visto a Patty cabeza abajo. Su boca abierta colgaba como una puerta desencajada. Su expresión era de abismal, petrificado horror. En el borde de la bañera había una cajita de hojas de afeitar Gillette Platinum Plus. Se había provocado dos cortes en la cara interior del brazo, desde la muñeca hasta el hueco del codo, y cruzado después cada uno de esos tajos con un corte transversal en la muñeca formando dos sangrientas T mayúsculas. Las heridas relumbraban, rojo purpúreo, bajo la áspera luz blanca. Patty pensó que los tendones y los ligamentos expuestos parecían trozos de carne barata.
En el borde del grifo reluciente se formó una gota de agua. Engordó. Podía decirse que como si estuviera preñada. Centelleó. Cayó. Plink.
Stan había hundido el índice derecho en su propia sangre para escribir una sola palabra en los azulejos celestes encima de la bañera. Eran dos letras enormes, vacilantes:
Una huella sangrienta, zigzagueante, caía desde la segunda letra de la palabra: el dedo había hecho esa marca al caer la mano en la bañera donde ahora flotaba. Patty pensó que Stanley había hecho esa marca —su última impresión sobre el mundo— al perder la conciencia. Parecía gritarle a ella.
Otra gota cayó dentro de la bañera.
Plink.
Eso la hizo reaccionar. Patty Uris recobró la voz. Con la vista fija en los ojos muertos y centelleantes de su marido, empezó a gritar.
Richard Tozier se va a tomar polvo
Rich pensaba que se las estaba arreglando muy bien hasta que comenzaron los vómitos.
Había escuchado todo lo que le dijera Mike Hanlon, había contestado lo que correspondía, respondido a sus preguntas y hasta formulado algunas. Tenía vaga conciencia de estar empleando una de sus Voces, ninguna de las ridículas que solía emplear en la radio (Kinki Briefcase, contable sexual,[5] era su favorita, al menos por el momento, y la respuesta de la audiencia era casi tan fervorosa como la que mostraba ante su clásico coronel Buford Kissdrivel[6]), sino una Voz cálida, sonora, llena de confianza. Una Voz de Yo-Estoy-Bien. Sonaba estupenda, pero era una mentira, igual que las otras Voces.
—¿Hasta qué punto recuerdas, Rich? —preguntó Mike.
—Muy poco —dijo Rich. Hizo una pausa—. Lo suficiente, supongo.
—¿Vendrás?
—Iré —dijo Rich, y colgó.
Pasó un momento sentado en su estudio, reclinado en la silla de su escritorio, contemplando el océano Pacífico. Un par de chicos, a la izquierda, estaban retozando con sus tablas de surf sin montarlas de verdad. No había mucho oleaje para el surf.
El reloj de su escritorio, un costoso reloj de cuarzo regalo del representante de una casa discográfica, marcaba las 17.09 del 28 de mayo de 1985. Naturalmente, al otro lado de la línea, donde estaba Mike, serían tres horas más tarde. Oscuro, ya. Eso le puso la piel de gallina. Entonces comenzó a moverse, a hacer cosas. Lo primero, por supuesto, fue poner un disco. No lo buscó, se limitó a tomar uno a ciegas entre los miles apilados en los estantes. El rock and roll era parte de su vida, casi tanto como las Voces, y le costaba hacer cualquier cosa sin música a todo volumen. El disco sacado resultó ser una recopilación de «Motown». Marvin Gaye, uno de los miembros más recientes de ese sello discográfico, que Rich solía llamar «de los muertos», salió cantando I Heard It through the Grapevine.
Ooooh-ho, I bet you’re wond’rin’how I knew
—No está mal —dijo Rich.
En realidad, aquello estaba mal y lo cierto era que lo había dejado en la miseria, pero tenía la sensación de que podría arreglárselas. No había problemas.
Comenzó a prepararse para volver a su casa. En algún momento de la hora siguiente se le ocurrió que era como si hubiese muerto y se le permitiese tomar sus últimas medidas y disponer su propio funeral. Y lo estaba haciendo bastante bien.
Llamó a su agente de viajes pensando que a esa hora debía estar de camino hacia su casa, pero lo intentó por si acaso. Milagrosamente, dio con ella. Le dijo lo que necesitaba y ella le pidió quince minutos.
—Estoy en deuda contigo, Carol —dijo.
En los últimos tres años habían dejado de llamarse «señor Tozier» y «señorita Feeny»; ahora eran Rich y Carol; muy familiar, considerando que nunca se habían visto cara a cara.
—Muy bien, paga —dijo ella—. ¿Por qué no me haces un Kinki Briefcase?
Sin siquiera hacer una pausa (cuando uno tenía que hacer una pausa para buscar su Voz, no había, por lo regular, ninguna Voz que encontrar) Rich dijo:
—Aquí Kinki Briefcase, Contable Sexual. El otro día me consultó un tío que quería saber qué era lo peor de coger el SIDA.
Bajó un poco la voz; mientras su ritmo se iba acelerando, tornándose agitado. Era, claramente, una voz norteamericana, pero se las componía para conjurar imágenes de un adinerado colono británico, tan encantador, en su confusión, como huero. Rich no tenía la menor idea de quién era, en verdad, Kinki Briefcase, pero estaba seguro de que usaba trajes blancos, leía revistas caras, bebía en vasos altos y olía a champú de coco.
—Se lo dije enseguida: es tratar de explicarle a tu madre que te lo contagió una haitiana. Hasta la próxima vez, éste ha sido Kinki Briefcase, Contable Sexual, diciéndote, como siempre: «Si no entras en calor, me necesitas de asesor».
Carol Feeny aullaba de risa.
—¡Es perfecto! ¡Perfecto! Mi novio no cree que tú puedas hacer esas voces. Dice que ha de ser un filtro de sonido o algo así.
—Puro talento, querida —dijo Rich. Kinki Briefcase había desaparecido. Allí estaba W. C. Fields, sombrero de copa, nariz roja, palos de golf y todo—. Estoy tan lleno de talento que debo ponerme corchos en todos los orificios del cuerpo para que no se me escape como…, bueno, para que no se me escape.
Ella estalló en carcajadas. Rich cerró los ojos. Sentía un principio de dolor de cabeza.
—Sé buena y haz todo lo que puedas, ¿quieres? —pidió, siempre con la voz de W. C. Fields.
Y cortó la comunicación en medio de la carcajada.
Ahora tenía que volver a ser él mismo, y eso resultaba difícil. Resultaba más difícil con cada año qué pasaba.
Cuando estaba tratando de elegir un buen par de mocasines, medio decidido por las zapatillas, sonó otra vez el teléfono. Era Carol Feeny en tiempo récord. Él sintió la inmediata necesidad de adoptar la voz de Buford Kissdrivel, pero se contuvo. Carol le había conseguido un pasaje de primera clase en el vuelo sin escalas de la American Airlines desde Los Ángeles hasta Boston. Saldría de Los Angeles a las 21.03, para llegar a Logan a eso de las cinco de la mañana. Desde Logan, Delta lo llevaría a Bangor, Maine, saliendo a las 7.30 y aterrizando a las 8.20. Ya le habían conseguido un sedán bien grande por medio de Avis. Había sólo cuarenta kilómetros desde el local de Avis, en el aeropuerto de Internacional de Bangor, hasta el límite municipal de Derry.
¿Sólo cuarenta kilómetros? —pensó Rich—. ¿Eso es todo, Carol? Bueno, tal vez sea cierto… al menos en kilómetros. Pero no tienes la menor idea de lo lejos que está Derry y yo tampoco. Pero, Dios mío, lo voy a descubrir.
—No traté de reservarte alojamiento porque no me dijiste cuánto tiempo vas a pasar allí —dijo ella—. ¿Quieres…?
—No, ya me encargaré yo —respondió Rich. Y entonces entró en escena Buford Kissdrivel con su voz engolada y sus vocales despatarradas.
—Te has portado como un ángel, corazón mío, como un ángel de verdá, verdá.
Le colgó con suavidad (siempre hay que dejarlas riendo) y marcó 207-555-1212, Información del Estado de Maine. Quería el número de «Town House» de Derry. Cielos, ése sí que era un nombre del pasado. No había pensado en el «Town House» de Derry por… ¿Cuánto tiempo? ¿Diez, veinte, veinticinco años, tal vez? Aunque pareciera descabellado, calculaba que habían sido, lo menos, veinticinco años. Y si Mike no hubiera llamado, bien habría podido pasar el resto de su vida sin acordarse de ese hotel. Sin embargo, en otros tiempos pasaba junto a esa gran mole de ladrillo todos los días. Y en más de una ocasión había pasado corriendo con Henry Bowers, Belch Huggins y aquel otro grandullón, Victor noséqué, persiguiéndole y gritándole lindezas como «¡Ya vas a ver, caraculo! ¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Nos las vas a pagar, mariquita!». ¿Alguna vez habían llegado a cogerle?
Antes de que Rich pudiera acordarse de eso, una telefonista le preguntó de qué ciudad, por favor.
—Derry, señorita…
¡Derry, por Dios! Hasta el nombre parecía extraño y olvidado en su boca. Pronunciarlo era como besar una antigüedad.
—¿Tiene el número del «Town House» de Derry?
—Un momento, señor.
Imposible. Debe de haber desaparecido, derribado en algún programa de renovación urbana. Convertido en el Club de los Elks, en una bolera o en un salón de videojuegos. O tal vez incendiado hasta los cimientos, una noche, cuando la ley de las probabilidades hizo que algún viajante borracho se quedara dormido con el cigarrillo en la mano. Desaparecido, Richie, igual que los anteojos por los que te fastidiaba Henry Bowers. ¿Cómo dice la canción de Springsteen? «Días de gloria, perdidos en el guiño de una chica». ¿Qué chica? Hombre, Bev, por supuesto, Bev…
Podía ser que el «Town House» estuviera cambiado, pero no había desaparecido, por lo visto, pues una inexpresiva voz de robot surgió en la línea diciendo:
—El… número… es… 9… 4… 1… 8… 2… 8… 2. Repito: el… número… es…
Pero Rich lo había anotado la primera vez. Fue un placer colgarle a esa voz monótona; resultaba fácil imaginar a un gran monstruo globular, de la Sección de Información, sepultado en algún punto de la Tierra, sudando riachuelos y sosteniendo miles de teléfonos en miles de tentáculos articulados. Versión telefónica del Doctor Octopus, némesis de Spidey. Año tras año, el mundo en el que Rich vivía se parecía cada vez más a una enorme casa electrónica hechizada donde fantasmas digitales y asustados seres humanos habitaban en intranquila coexistencia.
Aún de pie. Parafraseando a Paul Simon, aún de pie, después de tantos años.
Marcó el número del hotel que había visto a través de los anteojos de su infancia. Marcarlo, 1-207-9418282, era fatalmente fácil. Sostuvo el auricular contra su oreja mientras miraba por el amplio ventanal de su estudio. Los surfistas se habían ido, una pareja caminaba lentamente por la playa, cogidos de la mano, por el mismo lugar. Esa pareja parecía uno de los pósters de la agencia donde trabajaba Carol Feeny, perfectos. Exceptuando, claro está, el hecho de que ambos usaban gafas.
¡Te vamos a coger, caraculo! ¡Te vamos a romper las gafas!
«Criss, transmitió su mente de pronto. El apellido era Criss. Victor Criss».
¡Cristo! No tenía ningún interés en recordar eso a esas alturas, pero lo mismo daba. Algo estaba pasando allá en las bóvedas, allí donde Rich Tozier conservaba su colección personal de Viejos Éxitos Dorados. Las puertas se estaban abriendo.
Sólo que allá abajo no hay discos, ¿verdad? Allá abajo no eras Rich Discos Tozier, el gran disc-jockey de «KLAD», el Hombre de las Mil Voces, ¿eh? Y esas cosas que se están abriendo… no son exactamente puertas, ¿verdad?
Trató de quitarse de encima esos pensamientos.
Lo que debo recordar es que estoy bien. Yo estoy bien, tú estás bien, Rich Tozier está bien. Eso sí, me vendría bien un cigarrillo.
Había dejado de fumar hacía cuatro años, pero sí, le habría sentado bien un cigarrillo.
No son discos, sino cadáveres. Los sepultaste, pero ahora se ha producido una especie de descabellado terremoto y la Tierra está escupiendo a la superficie. Allá abajo no eres Rich Discos Tozier; allá abajo eres Richie Cuatro Ojos, nada más, y estás con tus compañeros, tan asustado que sientes las pelotas volviéndose mermelada de ciruelas. Ésas son puertas y no se están abriendo. Son criptas, Richie. Se están resquebrajando y los vampiros que habías dado por muertos vuelven a alzar el vuelo, todos.
Un cigarrillo, sólo uno. Hasta uno light podría servir, por Dios sagrado.
¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Te vas a tragar esa maldita cartera de libros!
—«Town House» —dijo una voz masculina con acento del Norte; había viajado desde Nueva Inglaterra por el Medio Oeste y bajo los casinos de Las Vegas hasta alcanzar llegar a sus oídos.
Rich preguntó a la voz si podía reservar una suite en el «Town House» a partir del día siguiente. La voz le dijo que podía y le preguntó por cuánto tiempo.
—No podría decirle. Tengo…
Hizo una pausa breve, minúscula. ¿Qué tenía, en realidad? Con los ojos de su mente vio a un muchachito con una cartera de tartán llena de libros, que huía de los gamberros. Vio a un chiquillo con gafas, flaco, pálido, que parecía gritar: ¡Péguenme! ¡Adelante, péguenme!, de algún modo misterioso, a todos los matones que pasaban. ¡Tengan mis labios: háganlos puré contra mis dientes! ¡Tengan mi nariz; háganla sangrar, rómpanla, si pueden! ¡Denme un puñetazo en la oreja para que se me hinche como una coliflor! ¡Pártanme una ceja! ¡Aquí está mi barbilla: busquen el punto del knock-out! Y mis ojos, tan azules, tan aumentados por estas odiosas gafas, con una patilla remendada con celo. ¡Rompan los cristales! ¡Hundan un fragmento de vidrio en uno de estos ojos y ciérrenlo para siempre, qué joder!
Cerró los ojos y dijo:
—Tengo cierto negocio en Derry, ¿comprende? No sé cuánto me llevará la transacción. ¿Qué le parecen tres días con posibilidad de prórroga?
—¿Con posibilidad de prórroga? —repitió el empleado, dubitativo. Rich esperó, paciente, a que el tío procesara aquello en su mente—. ¡Ah, comprendo! ¡Me parece muy bien!
—Gracias; y… ejem…, espero que pueda votar por nosotros en noviembre —dijo John F. Kennedy—. Jackie quiere… ejem…, redecorar el Despacho Oval y yo tengo un puesto preparado para mí… ejem…, hermano Bobby.
—¿Señor Tozier?
—Sí.
—Ah…, me parece que la línea se cruzó por algunos segundos.
Sólo un antiguo camarada del DOP[7] —pensó Rich—. Del Dead Old Party, por si quieres saberlo. No te preocupes por eso. —Le recorrió un escalofrío y volvió a decirse, casi con desesperación—: Estás bien, Rich.
—Yo también lo oí —dijo—. Líneas cruzadas, seguro. ¿Cómo quedamos con lo de esas habitaciones?
—No hay problema —dijo el empleado—. Aquí en Derry hacemos negocio, pero no demasiado.
—¿De veras?
—Oh, ayuh —asintió el empleado.
Rich volvió a estremecerse. Había olvidado eso, también: ese simple modismo de Nueva Inglaterra que reemplaza al sí. Oh, ayuh.
¡Te voy a coger, basura!, aulló la voz fantasmal de Henry Bowers. Y él sintió que más criptas se resquebrajaban dentro de él. El hedor que percibía no era el de los cadáveres putrefactos, sino el de los recuerdos podridos y eso era, de algún modo, peor.
Dio al empleado del «Town House» su número de la American Express y colgó. Luego llamó a Steve Covall, director de programación de la «KLAD».
—¿Qué pasa, Rich? —preguntó Steve.
El último sondeo de audiencia había demostrado que la «KLAD» ocupaba el primer puesto en el canibalístico mercado del «rock-FM» en Los Ángeles. Desde entonces, Steve estaba de excelente humor —gracias a Dios por los pequeños favores.
—Bueno, tal vez lamentes haberlo preguntado —dijo a Steve—. Voy a lanzarme a la carretera.
—A tomar… —oyó el fruncido en la voz de Steve—. Creo que no te entiendo, Rich.
—Que tengo que ponerme las botas de leguas. Que me largo.
—¡Cómo que te vas! Según el programa que tengo aquí, bien delante de mis ojos, sales al aire mañana desde las dos a las seis de la tarde, como siempre. Más aún, a las cuatro entrevistas a Clarence Clemons en los estudios. ¿Conoces a Clarence Clemons, Rich?
—Clemons puede hablar perfectamente con Mike O’Hara en vez de hacerlo conmigo.
—Clarence no quiere hablar con Mike, Rich. No quiere conversar con Bobby Russel. Ni conmigo. Clarence es un fanático de Buford Kissdrivel y de Wyatt, el Homicida de la Bolsa. Quiere hablar contigo, amigo mío. Y no tengo ningún interés en encontrarme con un furioso saxofonista de ciento veinte kilos que estuvo a punto de ser fichado por un equipo profesional de rugby, poniéndose frenético en mi estudio.
—No tiene fama de frenético —dijo Rich—. Y estamos hablando de Clarence Clemons, no de Keith Moon.
Hubo un silencio en la línea. Rich esperó, con paciencia.
—Estás bromeando, ¿verdad? —preguntó Steve, al fin. Sonaba quejumbroso—. Porque, a menos que haya muerto tu madre, que te hayan descubierto un tumor cerebral o algo por el estilo, esto es una putada.
—Tengo que irme, Steve.
—Entonces, ¿está enferma tu madre? ¿O murió?, Dios no lo permita.
—Murió hace diez años.
—¿Tienes un tumor cerebral?
—Ni siquiera un pólipo rectal.
—No le veo la gracia, Rich.
—No.
—Te estás portando como un maldito tramposo y eso no me gusta.
—A mí tampoco, pero tengo que irme.
—¿Adónde? ¿Por qué? ¿De qué se trata? Dímelo a mí.
—Me llamó alguien. Alguien a quien conocí hace mucho tiempo. En otro lugar. En aquella época sucedió algo. Hice una promesa. Todos prometimos que volveríamos si ese algo volvía a empezar. Y parece que ha empezado.
—¿De qué algo estás hablando, Rich?
—Preferiría no decírtelo. —Además, si te dijera la verdad me tomarías por loco: no recuerdo nada.
—¿Cuándo hiciste esa famosa promesa?
—Hace mucho tiempo. En el verano de mil novecientos cincuenta y ocho.
Hubo otra larga pausa. Sin duda, Steve Covall estaba tratando de decidir si Rich Discos Tozier, alias Buford Kissdrivel, alias Wyatt el Homicida de la Bolsa, etcétera, etcétera, le estaba tomando el pelo o estaba sufriendo una especie de colapso mental.
—Serías apenas un niño —dijo Steve, secamente.
—De once años. Para doce.
Otra larga pausa. Rich esperaba, paciente.
—Está bien —dijo Steve—. Cambiaré los turnos. Haré que Mike te reemplace. Puedo llamar a Chuck Foster para que haga algunos turnos, supongo, si descubro en qué restaurante chino se ha refugiado últimamente. Voy a hacer todo esto porque hemos sido amigos durante mucho tiempo. Pero no olvidaré jamás que me dejaste plantado, Rich.
—Corta el rollo —dijo Rich. Pero su dolor de cabeza iba de mal en peor. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. ¿O Steve lo tomaba por un inconsciente?—. Necesito algunos días de licencia. Eso es todo. Y tú te portas como si te hubiera cagado todos los planes.
—Algunos días de licencia ¿para qué? ¿Para la reunión de ex boy scouts en las Cataratas de Letrina, Dakota del Norte, o en Villa Fregona, Virginia?
—En realidad, creo que es en las Cataratas de Letrina, Arkansas, viejo —dijo Buford Kissdrivel con su gran Voz de barril vacío.
Pero Steve no se dejó distraer.
—¿Todo porque hiciste una promesa cuando tenías once años? ¡A los once años no se hacen promesas en serio, por el amor de Dios! Y aunque así fuera, Rich, tú me comprendes. Aquí no estamos en una compañía de seguros ni en un despacho de abogados, sino el mundo del espectáculo, por Dios, y ya sabes de qué se trata, coño. Si me hubieras avisado una semana atrás no estaría como estoy, con el teléfono en una mano y una botella de whisky en la otra. Me estás poniendo entre la espada y la pared y lo sabes, así que no insultes mi inteligencia.
Steve estaba hablando casi a gritos. Rich cerró los ojos. No olvidaré jamás, había dicho Steve y Rich suponía que era cierto. Pero Steve también había dicho que los chicos de once años no hacen promesas en serio y eso no tenía nada de cierto. Rich no recordaba cuál había sido la promesa y ni siquiera estaba seguro de querer recordarlo, pero había sido muy en serio.
—Tengo que irme, Steve.
—Sí y ya te dije que me las puedo arreglar. Así que vete, vete y déjame plantado, maldita sea.
—Steve, estás llev…
Pero Steve ya había colgado. Rich hizo lo propio. En el momento en que se alejaba, el teléfono volvió a sonar. Aun antes de atender, supo que era otra vez Steve, más furioso que nunca. A esas alturas no serviría de nada hablar con él, no conseguiría más que empeorar las cosas. Deslizó hacia la derecha la llave que el aparato tenía a un lado y la llamada enmudeció en medio de un timbrazo.
Subió la escalera, sacó dos maletas del armario y las llenó echando apenas una mirada al montón de ropa: vaqueros, camisas, ropa interior, calcetines. Sólo después descubriría que había llevado sólo ropa de niño. Transportó las maletas a la planta baja.
En la pared del comedor había una fotografía del Gran Sur, en blanco y negro, tomada por Ansel Adams Rich la hizo girar sobre los goznes ocultos poniendo al descubierto una gran caja de hierro. Después de abrirla, se abrió paso entre los papeles (aquí, la casa, cómodamente instalada entre la falla geográfica y la banda de protección contra incendios, diez hectáreas de bosques en Idaho, un manojo de acciones). Había comprado las acciones aparentemente al azar (su corredor de Bolsa se agarraba la cabeza cuando lo veía llegar), pero todas habían subido con el correr de los años. A veces le sorprendía que era casi (no del todo, pero sí casi) rico. Todo por cortesía del rock and roll… y de las Voces, por supuesto.
Una casa, bosques, acciones, póliza de seguro y hasta una copia de su último testamento. Las ligaduras que te sujetan al mapa de tu vida, pensó.
Sintió un impulso, súbito y salvaje, de sacar el encendedor y prender fuego a toda esa basura de Por-la-presente y Por-lo-tanto y El-portador-de-este-certificado… Y bien podía hacerlo: los papeles de su caja fuerte habían perdido, de pronto, todo significado.
En ese momento le embargó el primer terror auténtico, y no tenía nada de sobrenatural. Era sólo la súbita conciencia de que resultaba muy fácil acabar con la propia vida. Eso no daba tanto miedo. Simplemente, se acercaba el ventilador a lo que se había recolectado durante años y se lo encendía. Fácil. Era cuestión de quemarla o aventarla y entonces lanzarse a la carretera.
Detrás de los papeles, que eran sólo primos segundos del efectivo, estaba el efectivo de verdad. Cuatro mil dólares en billetes de a diez, veinte y cincuenta.
Al cogerlo para guardárselos en el bolsillo de los vaqueros se preguntó si acaso no había sabido lo que estaba haciendo al poner allí el dinero: cincuenta un mes, ciento veinte el siguiente, a lo mejor sólo diez el próximo. Dinero de viejo escondido en los agujeros de las ratas. Dinero para lanzarse a la carretera.
«Terrorífico, macho», se dijo, notando apenas su propia voz. Tenía los ojos perdidos en la playa que aparecía a través del ventanal. Estaba desierta, los chicos del surfing se habían marchado; la pareja de luna de miel (si eso eran), también.
Pues sí, doctor, ahora lo recuerdo todo. ¿Recuerda a Stanley Uris, por ejemplo? Puede apostar su pellejo… ¿Recuerda cómo solíamos decir eso creyendo que era el gran chiste? Los gamberros le llamaban Stanley Urina. «¡Eh, Urina! ¡Eh, maldito asesino de Cristo! ¿Adónde vas? ¿A que uno de tus amigos maricones te la chupe?»
Cerró la caja fuerte con violencia y volvió a dejar el cuadro en su sitio de un manotazo. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en Stanley Uris? Rich se había marchado de Derry con su familia en la primavera de 1960 y qué pronto se habían desvanecido todas aquellas caras, su pandilla, ese triste puñado de perdedores con su caseta en lo que se llamaba entonces Los Barrens[8], gracioso nombre para un lugar de tan lujuriosa vegetación. Fingiéndose exploradores en la selva o marines luchando en los archipiélagos del Pacífico tomados por los japoneses, fingiéndose constructores de presas, vaqueros, hombres del espacio en un mundo selvático, fingiéndose todo lo que a uno se le puede ocurrir, pero se le ocurra lo que se le ocurra, no olvidemos de qué se trataba en realidad: se trataba de esconderse. Esconderse de los matones. Esconderse de Henry Bowers y de Victor Criss y de Belch Huggins y de todos los demás. Qué hatajo de perdedores habían sido: Stanley Uris con su narizota de chico judío; Bill Denbrough, que no podía decir otra cosa que «¡Hai-yo, Silver!» sin tartamudear de tal manera que lo sacaba a uno de quicio; Beverly Marsh, con sus moretones y sus cigarrillos enrollados en las mangas de la blusa; Ben Hanscom, tan enorme que parecía la versión humana de Moby Dick y Richie Tozier, con sus gafas gruesas y sus sobresalientes y su boca sabihonda y su cara pidiendo que la transformasen a golpes en formas nuevas y estimulantes. ¿Había una palabra que resumiese lo que habían sido? Oh, sí. Siempre la hubo. Le mot juste. En este caso, le mot juste era desastres.
Cómo volvía… cómo volvía todo… y allí estaba, en su madriguera, temblando con el desamparo de un pájaro sin nido en medio de una tormenta, temblando porque recordaba mucho más que a aquellos chicos de la infancia. Había otras cosas, cosas que en muchos años no habían vuelto por su cabeza, cosas que ahora temblaban rozando la superficie.
Cosas sangrientas.
Una oscuridad. Qué oscuridad.
La casa de la calle Neibolt y Bill gritando: ¡Tú, m-m-mataste a mi hermano, hijo de p-p-puta!
¿Lo recordaba ahora? Lo justo para no querer recordar nada más. Puedes apostar tu pellejo.
Un olor a basura, un olor a mierda y un olor a algo más. Algo peor que la mierda y la basura. Era el olor de la bestia, el olor de Eso, allá en la oscuridad, bajo Derry, donde las máquinas atronaban incesantemente.
Se acordó de George…
Pero eso fue demasiado. Corrió al baño, tropezando en el trayecto con su poltrona; estuvo a punto de caer. Llegó… pero apenas. Patinó por los lustrosos mosaicos hasta el inodoro, de rodillas, como un loco bailarín de breakdance; agarrándose a los bordes, vomitó cuanto tenía en las entrañas. Pero ni siquiera así se le pasó. De pronto vio a Georgie Denbrough como si hubiera estado con él el día anterior. George, que había sido el comienzo de todo; Georgie, asesinado en el otoño de 1957. Georgie había muerto justo después de la inundación, con uno de los brazos arrancado de su articulación, y Rich había bloqueado todo en su memoria. Pero a veces esas cosas vuelven, claro que sí. Vuelven, a veces vuelven.
Pasó el espasmo y Rich buscó a tientas el botón del depósito. Hubo un rugir de agua. La cena que había comido temprano, regurgitada en trozos calientes, desapareció discretamente por las tuberías.
Hacia las cloacas.
Hacia el palpitar, el hedor y la oscuridad de las cloacas.
Bajó la tapa, apoyó en ella la frente y empezó a llorar. Era la primera vez que lloraba desde la muerte de su madre, en 1975. Sin siquiera pensar en lo que estaba haciendo, ahuecó las manos bajo los ojos; las lentillas de contacto se deslizaron hacia fuera y quedaron en la palma de su mano, centelleando.
Cuarenta minutos después, sintiéndose como si hubiera salido de un encierro, purificado, de algún modo, arrojó sus maletas al maletero de su MG y sacó el coche del garaje. La luz ya menguaba. Miró su casa, con sus nuevas plantas y miró la playa, el agua que había tomado el brillo de la esmeralda clara, partido por una estrecha senda de oro batido. Y sintió la convicción de que jamás volvería a ver nada de todo eso, que era un muerto ambulante.
—Ahora vuelvo al hogar —susurró Rich Tozier, para sí—. Vuelvo al hogar, que Dios me ampare, vuelvo al hogar.
Puso la primera y arrancó sintiendo, una vez más, lo fácilmente que había caído en una grieta insospechada de lo que fuera una vida aparentemente sólida, la facilidad con que se volvía al lado oscuro, saliendo del azul del cielo al negro de la nada.
Del azul al negro, sí, eso era. Allí donde cualquier cosa podía estar esperando.
Ben Hanscom toma una copa
Si uno hubiera querido, en esa noche del 28 de mayo de 1985, encontrarse con el hombre al que la revista Time consideraba «tal vez la mayor promesa entre los jóvenes arquitectos norteamericanos», («Los jóvenes turcos y la conservación de la energía urbana», Time, 15 de octubre de 1984), tendría que haber tomado hacia oeste al salir de Omaha, por la Interestatal 80, girando por la salida de Swedholm hasta el centro de la ciudad (que no llega a mucho). Allí tendría que salir por la 92 a la altura de Bucky’s (especialidad de la casa: escalope de pollo). Y luego girar a la derecha para tomar la 63 que cruza como un hilo el desierto pueblito de Gatlin, y entrar, finalmente a Hemingford Home.
El centro de Hemingford Home hace que el de Swedholm parezca la ciudad de Nueva York. El distrito comercial consiste en ocho edificios, cinco de un lado y tres del otro. Allí está la peluquería «Buen Korte» (en el escaparate, un letrero escrito a mano, reza: SI ERES HIPPY VE A CORTARSE EL PELO A HOTRA PARTE) el cine de reestreno, la tienda de baratijas. Hay una sucursal del «Banco de Propietarios de Vivienda de Nebraska», una estación de servicio, una farmacia y la ferretería Nacional, Artículos para Granja, único negocio de la ciudad que luce medianamente próspero.
Además, cerca del extremo de la calle principal, algo apartado de los otros edificios, como un paria y, apoyado en el borde de la gran nada, está el clásico bar de carretera: «La Rueda Roja». Si uno hubiera llegado tan lejos, habría visto en el aparcamiento de tierra salpicado de baches un viejo «Cadillac 1968», descapotable, con antenas dobles en la parte trasera. La placa de identificación decía, simplemente: «EL CADDY DE BEN». Y dentro, caminando hacia el mostrador, uno habría encontrado al hombre: flaco, quemado por el sol, vestido con una camisa de cambray, vaqueros desteñidos y polvorientas botas de trabajo, bastante gastadas. Tenía leves patas de gallo alrededor de los ojos, pero en ninguna otra parte. Tenía treinta y ocho años, pero aparentaba, tal vez, diez menos.
—Hola, señor Hanscom —dijo Ricky Lee, poniendo una servilleta de papel en el mostrador mientras Ben se sentaba.
Ricky Lee parecía algo sorprendido, y lo estaba. Hasta entonces, nunca había visto a Hanscom en «La Rueda» un día de semana. Acudía regularmente todos los viernes por la noche y tomaba dos cervezas. Los sábados por la noche tomaba cuatro o cinco. Siempre preguntaba por los tres hijos varones de Ricky Lee. Siempre dejaba una propina de cinco dólares bajo la jarra de cerveza, cuando se retiraba. Tanto en la conversación profesional como en el aprecio personal, era holgadamente el cliente favorito de Ricky Lee. Los diez dólares semanales (y los cincuenta que dejaba bajo la jarra en cada Navidad, desde hacía cinco años) eran más que suficientes, pero mucho más valía la compañía de ese hombre. Una compañía digna siempre era una rareza, pero en un antro de mala muerte como ése, donde lo más común es la cháchara barata, escaseaba más que los dientes en mandíbula de gallina.
Aunque Hanscom tenía sus raíces en Nueva Inglaterra y había hecho sus estudios en California, poseía algo más que un toque de tejano extravagante. Ricky Lee esperaba siempre la llegada de Ben Hanscom los viernes y sábados por la noche, porque había aprendido, con el correr de los años, que podía contar con su presencia allí. El señor Hanscom podía estar construyendo un rascacielos en Nueva York (donde ya tenía tres edificios que habían dado mucho que hablar), una galería de arte en Redondo Beach o una galería comercial en Salt Lake City. Pero llegado el viernes por la noche, la puerta que daba al aparcamiento se abriría, entre las ocho y las nueve y media, para darle paso, como si viviera apenas al otro lado de la ciudad y hubiera decidido pasar por allí porque no había nada en la tele. Tenía avión propio y un aeródromo particular en su granja de Junkins.
Dos años antes, había estado en Londres diseñando y dirigiendo la construcción del nuevo centro de comunicaciones de la «BBC», edificio que aún provocaba acaloradas discusiones en la prensa británica. (The Guardian: «El más bello, quizá, entre los edificios construidos en Londres en los últimos veinte años»; el Mirror: «Descontando la cara de mi suegra después de una pelea en el bar, lo más feo que he visto en mi vida».) Cuando el señor Hanscom aceptó ese trabajo, Ricky Lee había pensado: Bueno, algún día volveré a verlo. O tal vez se olvide completamente de nosotros. Y ciertamente, el viernes siguiente a su partida hacia Inglaterra había pasado sin que se supiera nada de él, aunque Ricky Lee levantaba involuntariamente la mirada cada vez que se abría la puerta, entre las ocho y las nueve y media. Bueno, alguna vez volveré a verlo. Quizás. Alguna vez resultó ser a la noche siguiente. A las nueve y cuarto se abrió la puerta y Ben Hanscom entró, con sus vaqueros, una remera y sus viejas botas de correas, como si viniera apenas desde el otro lado de la ciudad. Y cuando Ricky le gritó, casi con júbilo: «¡Señor Hanscom, Dios sagrado! ¿Qué está haciendo aquí?», el señor Hanscom, había puesto cara de leve sorpresa, como si no hubiera nada de raro en el hecho de que él estuviera allí. Tampoco había sido la única vez: apareció todos los sábados durante los dos años que le llevó terminar su parte activa en el trabajo de la «BBC». Salía de Londres cada sábado por la mañana, a las once, en el Concorde (explicaba al fascinado Ricky Lee) y llegaba al aeropuerto Kennedy de Nueva York a las diez y cuarto de la mañana… cuarenta y cinco minutos antes de haber salido de Londres, al menos según el reloj. (Por Dios, es como viajar en el tiempo, ¿no?, había comentado Ricky Lee, impresionado). Una limusina lo esperaba para llevarlo al aeropuerto Teterboro, de Nueva Jersey, viaje que habitualmente consumía menos de una hora los sábados por la mañana. Sin mayores problemas, podía estar en la cabina de su Lear antes de mediodía; aterrizaba en Junkins a eso de las dos y media. Si uno iba hacia el oeste a la debida velocidad, contaba a Ricky, el día parecía durar una eternidad. Dormía una siesta de dos horas, pasaba una hora más con su capataz y media con su secretaria. Después de la cena, iba a pasar una hora y media en «La Rueda Roja».
Siempre llegaba solo, siempre se sentaba en la barra y siempre se marchaba tal como había venido, aunque bien sabía Dios, que, en esa parte de Nebraska, había muchas mujeres que habrían dado cualquier cosa por follar con él hasta dejarlo seco. De regreso en su granja, después de dormir seis horas, el proceso se invertía.
Ricky nunca había dejado de impresionar a un parroquiano contándole esa historia. A lo mejor es gay, había sugerido una mujer, cierta vez. Ricky le echó una breve mirada apreciando su cuidadoso peinado, sus ropas hechas a medida, sin duda por diseñadores finos, sus pendientes de brillantes, la expresión de sus ojos, y comprendió que venía del Este, probablemente de Nueva York, para hacer una breve y obligatoria visita a un pariente, tal vez a una antigua compañera de estudios, y no veía la hora de regresar. No, había contestado, el señor Hanscom no era ningún marica. Ella había sacado un paquete de cigarrillos para ponerse uno entre los labios rojos, lustrosos, a la espera de que él se lo encendiera. ¿Cómo lo sabe?, había preguntado, con una sonrisita. Pues lo sé, había contestado él. Y así era. Pensó decirle: Creo que es el hombre más solitario que he visto en mi vida, pero no iba a decir una cosa así a esa neoyorquina que lo miraba como si fuera un ejemplar raro y divertido.
Esa noche, el señor Hanscom parecía algo pálido, algo distraído.
—Hola, Ricky Lee —dijo, sentándose. Después se dedicó a estudiarse las manos.
Ricky Lee sabía que iba a pasar los seis, siete u ocho meses siguientes en Colorado Springs, supervisando la construcción de un Centro Cultural, amplio complejo de seis edificios insertado en la ladera de una montaña. Cuando esté terminado, la gente dirá que parece como si un niño gigantesco hubiera dejado sus bloques de juguete sembrados en una escalera —había dicho Ben a Ricky Lee—. Bueno, no todos, pero sí algunos y tendrán razón a medias. Pero creo que va a funcionar. Es lo más grande que he intentado y hacerlo va a dar mucho miedo, pero creo que va a funcionar.
Ricky Lee se dijo que, probablemente, el señor Hanscom tenía un poco de ese miedo que sienten los actores al salir al escenario. No tenía nada de asombroso ni de malo. Cuando uno llega tan alto como para llamar la atención, llega tan alto como para atraer los tiros. O a lo mejor le había picado el bicho de la gripe. El bicho ese estaba muy activo por ahí.
Ricky Lee sacó una jarra para cerveza y estiró la mano hacia el grifo.
—De eso no, Ricky Lee.
Ricky Lee se volvió sorprendido… y cuando Ben Hanscom levantó los ojos de sus manos, se sintió súbitamente asustado. Porque el señor Hanscom no parecía tener miedo al escenario, ni a la gripe que amenazaba por ahí ni a nada de eso. Parecía haber recibido un golpe terrible, como si aún estuviera tratando de entender qué diablos le había caído encima.
Murió alguien. Aunque no sea casado, todo el mundo tiene familia. Seguro que alguien la palmó en la suya. Es eso, tan seguro como que la mierda baja del retrete.
Alguien echó una moneda en el tocadiscos automático y Barbara Mandrell comenzó a cantar algo sobre un hombre ebrio y una mujer solitaria.
—¿Se siente bien, señor Hanscom?
Ben Hanscom miró a Ricky Lee con ojos que, de pronto, parecían diez… no, veinte años más viejos que el resto de su cara, y Ricky Lee se quedó atónito al observar que el señor Hanscom estaba encaneciendo. Hasta entonces no le había visto canas.
Hanscom sonrió. Fue una sonrisa espantosa, horrible. Como ver sonreír a un cadáver.
—Creo que no, Ricky Lee. No, señor. Esta noche no me siento nada bien.
Ricky Lee dejó la jarra y se acercó a él. El bar estaba tan desierto como si fuera un lunes por la noche, bien lejos de la temporada de campeonatos. No había siquiera veinte parroquianos de los que pagan. Annie estaba sentada junto a la puerta de la cocina jugando a las cartas con la cocinera.
—¿Malas noticias, señor Hanscom?
—Malas noticias, eso es. Malas noticias de casa.
Miraba a Ricky Lee. Miraba a través de Ricky Lee.
—Lo siento, señor Hanscom.
—Gracias, Ricky Lee.
Quedó en silencio. Ricky Lee iba a preguntarle si podía ayudarlo en algo cuando él dijo:
—¿Qué whisky sirves aquí, Ricky Lee?
—Para los demás, Four Roses. Pero para usted tengo Wild Turkey.
Hanscom sonrió un poquito.
—Muy amable de tu parte, Ricky Lee. Creo que debes darme esa jarra, después de todo. Lo que harás será llenarla de Wild Turkey.
—¿Llenarla? —repitió Ricky Lee, francamente atónito—. ¡Coño, voy a tener que sacarlo de aquí rodando! —O llamar a una ambulancia, pensó.
—Esta noche, no —dijo Hanscom—. No creo.
Ricky Lee miró cautelosamente al señor Hanscom a los ojos, para ver si tal vez bromeaba. Le llevó menos de un segundo comprobar que no. Así que sacó la jarra del bar y la botella de Wild Turkey de la estantería. Cuando comenzó a servir, el cuello de la botella repiqueteaba contra el borde de la jarra. Contempló el gorgoteo del líquido, fascinado a pesar suyo. Ricky Lee decidió que el señor Hanscom tenía, después de todo, bastante de tejano. Nunca en su vida había servido ni volvería a servir semejante medida de whisky.
Qué llamar a una ambulancia. Si llega a tomarse todo esto, tendré que llamar a Parker & Walters en Swedholm para que me manden una carroza fúnebre.
De cualquier modo, le llevó la jarra y se sentó frente a él. Cierta vez, el padre de Ricky Lee le había dicho que si un hombre estaba en su sano juicio, uno debía darle lo que quisiera y pudiera pagar, fuera meados o veneno. Ricky Lee no sabía si el consejo era bueno o no, pero sí que, cuando uno explotaba un bar para vivir, hacía bastante por evitar que la conciencia lo convirtiera en carnada para caimanes.
Hanscom miró el monstruoso trago por un momento, pensativo. Luego preguntó:
—¿Cuánto te debo por esto, Ricky Lee?
El tabernero meneó lentamente la cabeza, sin apartar la vista de la jarra llena. No quería levantarla y encontrarse con esos ojos fijos, hundidos en las órbitas.
—No —dijo—. Éste corre por cuenta de la casa.
Hanscom volvió a sonreír con más naturalidad.
—Vaya, gracias, Ricky Lee. Ahora voy a mostrarte algo que aprendí en Perú, en 1978, cuando trabajaba con un tipo llamado Frank Billings… estudiando a sus órdenes, podría decirse. Pescó una fiebre y los médicos le inyectaron un millón de antibióticos diferentes, sin que ninguno de ellos le hiciera efecto. Pasó dos semanas ardiendo y al fin murió. Lo que voy a mostrarte es algo que aprendí de los indios que trabajaban en el proyecto. El brebaje local es bastante potente. Si uno toma un trago, le parece suave, no hay problema, pero de pronto es como si alguien hubiera encendido un soldador dentro de la boca apuntándolo hacia la garganta. Sin embargo, los indios lo beben como si fuera Coca-Cola y rara vez vi a alguno borracho, mucho menos con resaca. Nunca tuve valor para intentar lo que ellos hacen, pero creo que esta noche voy a probar. Tráeme unas rodajas de limón, de las que tienes allí.
Ricky Lee le llevó cuatro y las dejó pulcramente en una servilleta junto a la jarra de whisky. Hanscom tomó una, inclinó la cabeza hacia atrás como si fuera a ponerse gotas en los ojos y comenzó a exprimir jugo de limón en su fosa nasal derecha.
—¡Dios! —exclamó Ricky Lee, horrorizado.
La garganta de Hanscom se contrajo. Su rostro enrojeció… y Ricky Lee vio cómo le corrían lágrimas por la cara, hacia las orejas. En ese momento, el tocadiscos automático emitía algo de los Spinners: «Oh, Señor, no sé cuánto más puedo aguantar».
Hanscom buscó a tientas en el mostrador, cogió otra rodaja de limón y exprimió el jugo en la otra fosa nasal.
—Se va a matar, coño —susurró Ricky Lee.
Hanscom dejó caer en el mostrador las dos rodajas exprimidas. Tenía los ojos de un color rojo furioso y respiraba en jadeos entrecortados. De la nariz le goteaba el claro jugo de limón hasta las comisuras de la boca. Buscó a tientas la jarra, la levantó y bebió una tercera parte. Ricky Lee, petrificado, observó el subir y bajar de su nuez de Adán.
Hanscom dejó la jarra a un lado, se estremeció dos veces e hizo una señal de asentimiento con la cabeza. Luego miró a Ricky Lee y sonrió un poquito. Ya no tenía los ojos enrojecidos.
—El resultado es el que ellos decían. Uno está tan preocupado por la nariz que ni siquiera siente lo que está bajando por la garganta.
—Usted se ha vuelto loco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.
—¿Apostarías tu pellejo? ¿Recuerdas esa frase, Ricky Lee? La decíamos cuando éramos pequeños, ¿verdad? «Apuesto mi pellejo». ¿Nunca te dije que yo era gordo?
—No, señor, nunca —susurró Ricky Lee. Ya estaba convencido de que el señor Hanscom había recibido una noticia tan horrible que lo había vuelto loco… al menos, momentáneamente.
—Era una verdadera bola de grasa. Nunca jugaba al béisbol ni al baloncesto. Si jugábamos a cogernos, era el primero que atrapaban. Vivía tropezando conmigo mismo. Era gordo, ya lo creo. Y en mi ciudad natal había unos tíos que la tomaban siempre conmigo. Había un individuo llamado Reginald Huggins, al que todo el mundo llamaba Belch[9]. Y otro que se llamaba Victor Criss y algunos más. Pero el verdadero cerebro de la combinación era un tal Henry Bowers. Si alguna vez pisó este mundo un chico auténticamente malo, Ricky Lee, ese chico fue Henry Bowers. Yo no era el único con quien la tomaba. El problema era que yo no podía correr como los otros.
Hanscom se desabotonó la camisa y la abrió. Al inclinarse hacia adelante, Ricky Lee vio una rara cicatriz retorcida en el vientre del señor Hanscom, por encima del ombligo. Blanca, fruncida y vieja. Era una letra. Alguien había dibujado a tajos la letra H en el vientre de ese hombre, probablemente mucho antes de que fuera hombre.
—Esto me lo hizo Henry Bowers. Hace como mil años. Y puedo considerarme afortunado de no llevar todo su nombre grabado aquí.
—Señor Hanscom…
Hanscom tomó las otras dos rodajas de limón, una en cada mano. Inclinó la cabeza hacia atrás y las exprimió como si fueran gotas nasales. Con un estremecimiento desquiciante, las dejó a un lado y bebió dos grandes tragos de la jarra. Volvió a estremecerse, un trago más y luego buscó a tientas el borde acolchado del mostrador, con los ojos cerrados. Por un momento se cogió a él como si fuese en un velero y se estuviese aferrando a la barandilla para buscar apoyo en mar picada. Por fin volvió a abrir los ojos y sonrió al tabernero.
—Podría pasar toda la noche montado en este toro —dijo.
—Señor Hanscom, me haría un favor si dejara de hacer eso —dijo Ricky Lee, nervioso.
Annie se acercó al lugar de las camareras con su bandeja y pidió un par de cervezas. Ricky Lee las puso y se las llevó. Sentía las piernas como de goma.
—¿El señor Hanscom está bien, Ricky Lee? —preguntó Annie.
Estaba mirando por encima del hombro de su patrón, que se volvió para seguir la dirección de su mirada. Hanscom, inclinado sobre la barra, escogía algunas rodajas de limón tomándolas de la bandeja en donde Ricky Lee tenía los ingredientes para dar sabor a las bebidas.
—No lo sé —dijo—. Me parece que no.
—Bueno, deja de rascarte el culo y haz algo. —Annie, como casi todas las mujeres, tenía predilección por Ben Hanscom.
—No sé. Mi padre siempre decía que cuando un hombre está en sus cabales y pide…
—Tu padre tenía menos cabeza que una ardilla —aseguró Annie—. Olvídate de lo que decía tu padre. Tienes que detenerlo, Ricky Lee. Se puede matar.
Recibidas las órdenes, Ricky Lee se acercó nuevamente a Ben Hanscom.
—Señor Hanscom, me parece que, en realidad, ya ha tomado bast…
Hanscom echó la cabeza hacia atrás. Exprimió. Esa vez aspiró el jugo de limón como si fuera cocaína. Tragó el whisky como si fuera agua. Y miró a Ricky Lee, solemnemente.
—Bingo-banga, vi a toda la banda bailando en la sala de mi casa —dijo, y se echó a reír.
En la jarra sólo quedaba, aproximadamente, un dedo de whisky.
—Sí, ya basta —aseguró Ricky Lee, alargando la mano hacia la jarra.
Hanscom lo apartó suavemente.
—El daño ya está hecho, Ricky Lee —dijo—. El daño ya está hecho, viejo.
—Señor Hanscom, por favor…
—Tengo algo para tus chicos, Ricky Lee, casi lo olvido.
Llevaba puesto un chaleco descolorido y sacó algo de uno de sus bolsillos. Ricky Lee oyó un tintineo apagado.
—Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años —dijo el cliente. No había en su voz la menor gangosidad—. Dejó unas cuantas deudas y esto. Quiero que se lo des a tus chicos, Ricky Lee.
Y puso tres dólares de plata en el mostrador, donde centellearon bajo las luces suaves. Ricky Lee contuvo la respiración.
—Es muy amable, señor Hanscom, pero no puedo…
—Había cuatro, pero di uno de ellos a Bill el Tartaja y a los otros. Billy Denbrough, así se llamaba en realidad. Nosotros le llamábamos Bill el Tartaja, así como decíamos «apuesto mi pellejo». Era uno de los mejores amigos que he tenido en mi vida. Y he tenido unos cuantos, ¿sabes? Aun gordo como era, tenía unos cuantos amigos. Bill el Tartaja es ahora un escritor.
Ricky Lee apenas lo escuchaba. Estaba mirando, fascinado, los dólares de plata: 1921, 1923 y 1924. Sólo Dios sabía cuánto podían valer, sólo por el peso en plata pura.
—No puedo aceptarlos —repitió.
—Pero yo insisto en que los aceptes.
El señor Hanscom tomó la jarra y la vació por completo. Por entonces, ya debería haber estado en el suelo, pero sus ojos no se apartaban de los de Ricky Lee. Estaban acuosos y muy inyectados en sangre, pero Ricky Lee habría jurado sobre un montón de Biblias que también estaban sobrios.
—Me está asustando un poco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.
Dos años antes, Gresham Arnold, borracho de cierta reputación en la zona, había entrado en «La Rueda Roja» con un cilindro de monedas de a veinticinco y un billete de veinte dólares metido en la cinta del sombrero. Entregó las monedas a Annie con instrucciones de ponerlas de a cuatro en el tocadiscos automático. Luego puso los veinte dólares en el mostrador e indicó a Ricky Lee que sirviera una copa a todos los presentes. Ese borracho, ese tal Gresham Arnold, había sido mucho antes una estrella del baloncesto que jugaba en los Carneros de Hemingford. Por primera y probablemente por última vez, había llevado a su equipo al primer puesto de la liga nacional de institutos, en 1961. Ante el joven parecía abrirse un futuro casi sin límites. Pero había abandonado la universidad en el primer semestre, víctima de la bebida, las drogas y las fiestas interminables. Volvió a su casa, destrozó el descapotable amarillo que sus padres le habían regalado por su graduación y consiguió trabajo como jefe de vendedores en el negocio de su padre, que era representante de John Deere. Pasaron cinco años. El padre no se decidía a despedirlo, de modo que acabó por vender el negocio y se retiró a Arizona, perseguido y envejecido antes de tiempo por la inexplicable (y al parecer irreversible) degeneración de su hijo. Mientras el negocio era de su padre y podía fingir, siquiera, que trabajaba, Arnold hizo algún esfuerzo por moderarse con la bebida. Después se dejó ganar por completo. A veces, se ponía peligroso, pero la noche en que apareció con las monedas e invitó a todos los presentes, estaba más dulce que un caramelo. Todo el mundo le dio las gracias con amabilidad. Annie pasaba las canciones de Moe Bandy porque a Gresham Arnold le gustaba el viejo Moe Bandy. Sentado en la barra (en el mismo taburete que ocupaba el señor Hanscom en esos momentos, notó Ricky Lee con creciente intranquilidad), bebió tres o cuatro whiskys con bíter, cantando al compás de los discos, sin causar problemas. Cuando Ricky Lee cerró «La Rueda», él volvió a su casa y se colgó de su cinturón en una viga de la planta alta. Gresham Arnold tenía los mismos ojos de Ben Hanscom, aquella noche.
—¿Así que estoy asustándote un poco? —preguntó Hanscom, sin apartar la vista de la jarra y cruzó pulcramente las manos frente a aquellos tres dólares de plata—. Es probable. Pero no estarás tan asustado como yo, Ricky Lee. Pide a Dios que no te deje estar nunca tan asustado.
—Bueno, pero ¿qué pasa? —preguntó Ricky Lee—. A lo mejor… —se mojó los labios—. A lo mejor puedo echarle una mano.
—¿Qué pasa? —Ben Hanscom se echó a reír—. Bueno, no mucho. Esta noche recibí una llamada de un viejo amigo. Un tío llamado Mike Hanlon. Me había olvidado completamente de él, Ricky Lee, pero eso no me asustó tanto. Después de todo, nos conocimos siendo chicos y los chicos olvidan, ¿verdad? Por supuesto. Apuesto mi pellejo. Lo que me asustó fue que, a medio camino hacia aquí, me di cuenta de que no sólo me había olvidado de Mike: me había olvidado completamente de mi infancia.
Ricky Lee se limitó a mirarlo. No comprendía lo que ese hombre estaba diciendo, pero se veía asustado, eso sí. No cabía duda. Parecía extraño en Ben Hanscom, pero era cierto.
—Te digo que me había olvidado de todo —dijo, golpeando ligeramente el mostrador con los nudillos, para dar énfasis—. ¿Has oído alguna vez de una amnesia tan absoluta que uno ni siquiera se dé cuenta de que tiene amnesia?
Ricky Lee sacudió la cabeza.
—Yo tampoco. Pero esta noche, mientras venía hacia aquí, me vino todo de golpe. Recordaba a Mike Hanlon, pero sólo porque él me había llamado por teléfono. Me acordaba de Derry, pero sólo porque él me había llamado desde allá.
—¿Derry?
—Y eso era todo. Me di cuenta de que no pensaba en mi infancia desde… No sé siquiera desde cuándo. Y entonces, justo en ese momento, volvió todo, en un torrente. Como lo que hicimos con el cuarto dólar de plata, por ejemplo.
—¿Qué hicieron con él, señor Hanscom?
El ingeniero miró su reloj y, de pronto, bajó de su taburete. Se tambaleó un poquito, apenas. Eso fue todo.
—No puedo permitir que se me escape el tiempo —dijo—. Esta noche tengo que volar.
Ricky Lee puso inmediatamente expresión de alarma. Hanscom se echó a reír.
—No seré yo quien pilote el avión. Esta vez no. Voy con United Airlines, Ricky Lee.
—Ah. —Seguramente se le veía el alivio en la cara, pero no importaba—. ¿Adónde va?
Hanscom aún tenía la camisa abierta. Observó pensativamente las líneas blancas, melladas, de la vieja cicatriz, y comenzó a abotonarse la camisa.
—¿No te lo dije, Ricky Lee? A casa. Vuelvo a casa. Da esos dólares a tus chicos.
Echó a andar hacia la puerta. Algo en su modo de caminar, hasta en la manera de tirarse de los pantalones, aterrorizó a Ricky Lee. De pronto se parecía tanto al difunto y poco llorado Gresham Arnold que era como ver a un fantasma.
—¡Señor Hanscom! —gritó, alarmado.
Hanscom se volvió. Ricky Lee dio un rápido paso hacia atrás. Su trasero chocó contra la estantería, las copas tintinearon brevemente y las botellas se golpearon entre sí. Había dado ese paso atrás porque, de pronto, tenía la seguridad de que Ben Hanscom estaba muerto. Sí, Ben Hanscom yacía muerto en algún lugar, en una zanja, en un desván, tal vez en un armario, con el cinturón alrededor del cuello y las punteras de sus costosas botas colgando a cinco centímetros del suelo. Esa cosa que estaba allí, junto al tocadiscos automático, mirándolo con fijeza, era un espectro. Fue sólo un momento, pero bastó para cubrirle el acelerado corazón con una capa de hielo. Estaba seguro de ver las sillas y las mesas a través de ese hombre.
—¿Qué pasa, Ricky Lee?
—N-n-o, nada.
Ben Hanscom miraba a Ricky Lee con los ojos bordeados por dos medias lunas de color púrpura. Sus mejillas ardían. Tenía la nariz roja e irritada.
—Nada —susurró Ricky Lee otra vez.
Pero no podía apartar la vista de esa cara, la cara de un hombre que ha muerto hundido en el pecado y se yergue, duro, ante la humeante puerta del infierno.
—Yo era gordo y éramos pobres —dijo Ben Hanscom—. Ahora me acuerdo. Y recuerdo que alguien, una niña llamada Beverly o Bill el Tartaja, me salvó la vida con un dólar de plata. Me vuelvo loco de miedo por lo que pueda seguir recordando esta noche. Pero no importa lo asustado que pueda estar, porque de todos modos volverá. Todo está allí, como una gran burbuja que crece en mi mente. Y voy igual, porque todo lo que he conseguido, lo que ahora tengo, se debe, de algún modo, a lo que hicimos entonces, y en este mundo hay que pagar lo que se recibe. Tal vez por eso Dios nos hizo niños, para empezar cerca del suelo; Él sabe que uno debe caerse muchas veces y sangrar mucho antes de aprender esa simple lección. Se paga por lo que se recibe, se posee lo que se paga… y, tarde o temprano, lo que se posee vuelve a uno.
—Volverá este fin de semana, ¿verdad? —preguntó Ricky Lee, con los labios entumecidos. En su creciente aflicción, sólo eso le servía de apoyo—. Volverá este fin de semana, como siempre, ¿verdad?
—No lo sé —dijo Hanscom, con una sonrisa horrible—. Esta vez estaré mucho más lejos que en Londres, Ricky Lee.
—¡Señor Hanscom…!
—Da esas monedas de plata a tus chicos —repitió.
Y se escurrió hacia la noche.
—¿Qué diablos pasa? —preguntó Annie, pero Ricky Lee no le hizo caso.
Levantó la tabla divisoria de la barra y corrió a una de las ventanas que daban al aparcamiento. Vio que se encendían los faros del Caddy de Hanscom, oyó el ronroneo del motor. El coche salió del aparcamiento levantando tras de sí una cola de gallo de polvo. Las luces traseras se redujeron a puntos rojos por la autopista 63. El viento nocturno de Nebraska comenzó a dispersar el polvo.
—Se toma un barril entero y tú lo dejas irse con ese cochazo —protestó Annie—. Qué bien, Ricky Lee.
—No te preocupes.
—Se va a matar.
Y aunque eso había estado pensando Ricky Lee, menos de cinco minutos antes, giró hacia ella en el momento en que las luces traseras desaparecían de la vista y sacudió la cabeza.
—No lo creo —dijo—. Aunque, por el modo en que estaba, sería mejor que se matara.
—¿Qué te dijo?
Él meneó la cabeza. Todo estaba confuso en su mente y la suma total carecía de significado.
—No tiene importancia. Pero no creo que volvamos a ver a ese hombre. Nunca más.
Eddie Kaspbrak toma su medicamento
Si uno quiere saber todo cuanto puede saberse del norteamericano de clase media, hombre o mujer, al acercarse al final de este milenio, basta con echar un vistazo a su botiquín. Al menos, eso se ha dicho. Pero, ¡por Dios!, echemos un vistazo al que Eddie Kaspbrak está abriendo después de apartar misericordiosamente su cara blanca y sus grandes ojos fijos.
En el estante superior hay Anacin, Excedrin, Excedrin PM, Contac, Gelusil, Tylenol y un gran frasco azul de Vicks. Hay una botella de Vivarin, otra de Serutan y dos de Leche de Magnesia Phillips: la común, que tiene gusto a tiza líquida, y el nuevo sabor a menta, que tiene gusto a tiza líquida con sabor a menta. Hay un frasco de Rolaids, conviviendo amistosamente con un gran frasco de Tums. Los Tums están junto a un frasco de tabletas Di-Gel con sabor a naranja. Los tres parecen un terceto de extrañas alcancías, llenas de píldoras en lugar de monedas.
En el segundo estante, las vitaminas: allí tenemos la E, la C, la C con escaramujo. Hay B simple, complejo B y B-12. Hay L-Lysine, que se supone sirve para esos molestos problemas de la piel, y lecitina, que sirve para ese molesto colesterol acumulado dentro y alrededor del Gran Motor. Hay hierro, calcio y aceite de hígado de bacalao. Hay Myadec múltiples, Centrum múltiples y, en la cima del botiquín, solitaria, una enorme botella de Geritol, por las dudas.
Si avanzamos hasta el tercer estante de Eddie, encontraremos la flor y nata de los medicamentos comerciales. Ex-Lax, las pildoritas de Carter. Son para que Eddie Kaspbrak no deje de entregar la correspondencia. Aquí, a poca distancia, Pepto-Bismol y Estreptocarbocaftiazol, por si la entrega es demasiado abundante o dolorosa. También unos hisopos, en frasco con tapa de rosca, para mantener todo higienizado una vez que se ha cumplido el reparto, ya se trate de una simple circular o de una gran encomienda certificada. Hay Fórmula 44 para la tos, Dristán para los resfriados, y un gran frasco de aceite de castor. Una latita de Sucrets, por si a Eddie le duele la garganta, y un cuarteto de enjuagues bucales: Chloraseptic, Cepacol, Cepestal en inhalador y, por supuesto, el viejo Listerine, imitado con frecuencia, pero jamás igualado. Visine y Murine para los ojos. Quadriderm y Neosporin para la piel (segunda línea de defensa, por si el L-Lysine no responde a las expectativas), y algunas píldoras de tetraciclina.
Y a un lado, arracimados como amargos conspiradores, hay tres frascos de champú de brea.
El estante inferior está casi desierto, pero las cosas que hay allí son realmente serias: con esto se puede volar al espacio, sí. Con esto se puede volar más alto que el jet de Ben Hanscom y estrellarse con más fuerza que el de Thurman Munson. Allí hay Valium, Percodan, Elavil y Darvon Compound. También hay otra caja de Sucrets, pero sin Sucrets: si la abrimos, encontraremos en ella seis quaaludes.
Eddie Kaspbrak creía en el lema de los boy scouts.
Entró en el baño balanceando un bolso azul. Lo puso sobre el lavabo, descorrió la cremallera y, con manos estremecidas, empezó a echarle botellas, frascos, tubos, pomos y rociadores. En otras circunstancias, los habría tomado en cautelosos puñados, pero no había tiempo para sutilezas. Tal como Eddie veía las cosas, la alternativa era tan simple como brutal: avanzar y seguir avanzando o quedarse en un mismo sitio por el tiempo suficiente para empezar a pensar de qué se trataba y, sencillamente, morir de miedo.
—¿Eddie? —llamó Myra desde la planta baja—. Eddie, ¿qué estás haciendo?
Eddie dejó caer en el bolso la caja de Sucrets que contenía los estimulantes. El botiquín ya estaba casi vacío, descontando el Midol de Myra y un pomito de Blistex, casi agotado. Después de una breve pausa, tomó el Blistex. Cuando iba a cerrar el bolso, pensó un segundo más y dejó caer también el Midol[10] dentro del bolso. Ella podía comprar otro.
—¿Eddie?
La voz sonaba en ese momento desde la escalera.
Eddie terminó de cerrar la cremallera y salió del baño balanceando el bolso a su costado. Era un hombre bajito, de cara tímida y aconejada. Había perdido gran parte del pelo; el resto crecía en parches inquietos, multicolores. El peso del bolso lo escoraba notoriamente hacia un lado.
Una mujer extremadamente voluminosa estaba ascendiendo lentamente de la planta baja. Eddie oyó el crujido de la escalera, que protestaba bajo su peso.
—¿Qué estás hacieeeendo?
Eddie no necesitaba consultar con un psiquiatra para saber que, en cierto sentido, se había casado con su madre. Myra Kaspbrak era enorme. Al casarse con Eddie, cinco años antes, era sólo corpulenta, pero él solía pensar que su inconsciente había visto la enormidad potencial de esa mujer. Bien sabía Dios que su propia madre había sido una mole. Y Myra se las compuso para parecer más enorme que nunca al llegar a la planta alta. Llevaba puesto un camisón blanco, que se henchía como una colmena en el busto y en las caderas. Su cara, sin maquillar, era blanca y reluciente. Parecía muy asustada.
—Tengo que irme por un tiempo —dijo Eddie.
—¿Cómo que tienes que irte? ¿Qué llamada telefónica fue ésa?
—Nada —dijo él, huyendo abruptamente por el pasillo hacia el enorme guardarropa.
Dejó en el suelo su bolso, abrió la puerta plegadiza y apartó los seis trajes negros idénticos que pendían allí, tan llamativos como una nube de tormenta contra las otras ropas, más coloridas. Para trabajar usaba siempre un traje negro. Se inclinó hacia el interior del armario, que olía a lana y a naftalina, y sacó de la parte trasera una de las maletas. Después de abrirla, empezó a llenarla de ropa.
La sombra de su mujer cayó sobre él.
—¿Qué está pasando, Eddie? ¿Adónde vas? ¡Dímelo!
—No puedo decírtelo.
Ella permanecía allí, observándolo, tratando de pensar qué decir, qué hacer. Le cruzó por la mente la idea de empujarlo al interior del guardarropa y quedarse allí, con la espalda contra la puerta, hasta que se le hubiera pasado esa locura, pero no se decidió a hacerlo. Sin embargo, le habría sido fácil: medía siete u ocho centímetros más que él y pesaba cuarenta y cinco kilos más. Pero si no sabía qué decir ni qué hacer era porque Eddie estaba actuando muy en contra de su modo de ser. No se hubiese sentido más horrorizada si, al entrar en el comedor, hubiese encontrado el nuevo televisor de pantalla gigante flotando en el aire.
—No puedes irte —se oyó decir—. Prometiste que me conseguirías el autógrafo de Al Pacino.
Era algo absurdo y Dios lo sabía, pero en ese momento, hasta un absurdo era mejor que nada.
—Ya lo tendrás —repuso Eddie—. Tendrás que procurártelo tú misma, ya que conducirás la limusina.
Un nuevo terror se unía a los que ya circulaban en la pobre cabeza aturdida de Myra. Lanzó un pequeño grito.
—No puedo… Yo nunca…
—Tendrás que hacerlo —dijo él, examinando sus zapatos—. No hay otra persona.
—¡Pero todos los uniformes se me han quedado pequeños! ¡Me ajustan demasiado el busto!
—Pide a Dolores que te agrande uno —sugirió él, implacable.
Descartó dos pares de zapatos, buscó una caja vacía y metió en ella un tercer par. Zapatos negros, de buena calidad, les quedaba mucho uso, pero estaban algo ajados para usarlos en el trabajo. Cuando uno se ganaba la vida paseando a la gente rica por Nueva York, a la gente rica y famosa, todo tenía que lucir a la perfección. Pero servirían para el sitio a donde iba. Y para lo que tuviera que hacer cuando llegara. Tal vez Richie Tozier…
Pero en ese momento lo amenazó la negrura, sintió que comenzaba a cerrársele la garganta. Eddie notó entonces, con verdadero pánico, que había cargado con toda una farmacia, olvidando lo más importante, su inhalador, en la planta baja, sobre el equipo estereofónico.
Cerró la maleta con violencia. Luego se volvió hacia Myra, que seguía allí, en el pasillo, con la mano contra la corta y gruesa columna de su cuello, como si fuera ella la que padecía de asma. Lo miraba fijamente, con la cara llena de perplejidad y de terror. Eddie habría sentido lástima por ella, de no ser porque su corazón ya estaba lleno de terror por sí mismo.
—¿Qué ha pasado, Eddie? ¿Quién era el que te llamó por teléfono? ¿Estás en dificultades? Tienes problemas, ¿no es cierto? ¿Qué problemas son?
Caminó hacia ella con el bolso en una mano y la maleta en la otra, más o menos derecho, ahora que el peso estaba mejor equilibrado. Myra se le puso enfrente bloqueándole el paso hacia la escalera. En un primer momento, pensó que no lo dejaría pasar. Pero, cuando su cara estaba a punto de estrellarse en el blando bloqueo de sus pechos, la mujer se apartó… con miedo. Al pasar Eddie sin detenerse, ella rompió en angustiosas lágrimas.
—¡No puedo llevar a Al Pacino! —baló—. ¡Me estrellaré contra el primer indicador que encuentre! ¡Estoy segura! ¡Eddie, tengo mieeeedo!
El echó un vistazo al reloj que estaba en la mesa, junto a la escalera. Las nueve y veinte. El empleado de Delta le había dicho que ya había perdido el último vuelo a Maine, el que salía de La Guardia a las ocho y veinticinco. Una llamada a Amtrak le había hecho descubrir que había un tren nocturno a Boston, partía de la estación a las once y media. Lo dejaría en South Station, donde podría tomar un taxi hasta las oficinas de Limusinas Cape Cod, en la Arlington Street. Cape Cod y Royal Crest, la compañía de Eddie, trabajaban en útil y recíproco acuerdo desde hacía años. Con una breve llamada a Butch Carrington, de Boston, solucionó su transporte rumbo al Norte. Butch dijo que le tendría un Cadillac listo, con el depósito lleno. Viajaría a lo grande, sin ningún cliente fastidioso sentado en el asiento trasero que le envenenara con su enorme cigarro y preguntara dónde podían encontrarse mujeres, cocaína o ambas cosas.
A lo grande, sí —pensó—. Para viajar a lo grande, tendrías que hacerlo en una carroza fúnebre. Pero no te preocupes, Eddie: así es, probablemente, como volverás si queda algo de ti que puedan recoger.
—¿Eddie?
Nueve y veinte. Tiempo de sobra para hablar con ella, para mostrarse amable. Ah, pero habría sido mejor que aquello hubiese sucedido la noche en que Myra salía para jugar al whist. Entonces él habría podido irse sigilosamente dejando una nota bajo uno de los imanes que había en la puerta de la nevera (era en la puerta de la nevera donde ponía todas las notas para Myra, pues allí no dejaba de verlas). Marcharse así, como un fugitivo, no estaba bien, pero aquello era todavía peor. Era como tener que abandonar el hogar otra vez. Y aquello le había resultado tan difícil que se había visto obligado a repetirlo tres veces.
A veces, el hogar está donde está el corazón —pensó Eddie, al azar—. Eso creo. Bobby Frist decía que el hogar es ese sitio donde, cuando tenemos que volver, están obligados a recibirnos. Por desgracia, es también el sitio donde, cuando estamos allí, no quieren dejarnos salir.
De pie en lo alto de la escalera, momentáneamente detenido, lleno de miedo, sibilante la respiración en el tubo capilar al que se había reducido su garganta, contempló a su sollozante esposa.
—Acompáñame a la planta baja y te diré lo que pueda —dijo.
Dejó sus dos maletas en el vestíbulo, junto a la puerta. En ese momento recordó algo más… Mejor dicho, se lo recordó el fantasma de su madre que había muerto hacía varios años, pero que aún le hablaba mentalmente con frecuencia.
Sabes que, cuando te mojas los pies, siempre te resfrías, Eddie. Tú no eres como los otros: tienes un organismo muy débil, debes ser cuidadoso. Por eso debes usar siempre las botas de goma cuando llueve.
En Derry llovía mucho.
Eddie abrió el armario del vestíbulo, sacó las botas de goma del gancho que las sostenía con su limpia bolsa de plástico y las puso en la maleta.
Así me gusta, Eddie.
Había estado mirando la tele con Myra cuando una montaña le cayó encima. Eddie fue al comedor y presionó el botón que bajaba la pantalla de su MuralVision. Tomó el teléfono y pidió un taxi. El empleado le dijo que tardaría unos quince minutos. Eddie le contestó que no había problemas.
Después de colgar, cogió el inhalador que había sobre el costoso equipo Sony. Gasté mil quinientos dólares en un equipo de sonido que es una obra de arte, para que Myra no se perdiera una sola nota de su Barry Manilow y sus «Grandes Éxitos», pensó. De inmediato sintió una oleada de remordimientos. Eso no era justo y él lo sabía muy bien. Myra estaba tan satisfecha con sus viejos discos rayados como con el nuevo equipo de discos compactos, tal como había sido muy feliz en la pequeña casa de Queens, con sus cuatro habitaciones, y habría podido seguir allí hasta que ambos envejecieran (en verdad, ya había algo de nieve en la montaña de Eddie Kapsbrak). Si él había comprado ese equipo de lujo era por la misma razón que lo había hecho adquirir esa casona de Long Island, donde los dos repiqueteaban como dos guisantes olvidados en la lata: porque sus medios se lo permitían y porque era un modo de apaciguar la voz de su madre, suave, asustada, con frecuencia aturdida, siempre implacable. Eran maneras de decir: ¡Lo logré, mamá! Mira todo esto. ¡Lo logré! Ahora, por el amor de Dios, ¿quieres callarte un poco?
Eddie se puso el inhalador en la boca y, como un suicida, apretó el gatillo. Una nube de horrible gusto a regaliz se abrió camino, hirviendo, por su garganta. Eddie respiró profundamente. Sintió que se volvían a abrir canales ya casi cerrados. Se alivió la presión en su pecho. Y súbitamente volvió a oír en su mente, voces espectrales.
—¿No recibió la nota que le envié?
—La recibí, señora Kaspbrak, pero…
—Bueno, por si no sabe leer, entrenador, permítame que se lo diga personalmente. ¿Me escucha?
—Señora Kaspbrak…
—Muy bien. Aquí va, con toda claridad. ¿Listo? Mi Eddie no puede asistir a las clases de educación física. Repito: NO PUEDE dar educación física. Eddie es muy delicado. Si corre o salta…
—Señora Kaspbrak, en los archivos de mi oficina tengo los resultados del último examen físico de Eddie. Así lo exige el Estado. Dice que Eddie es algo pequeño para su edad, pero absolutamente normal en todo lo demás. Por eso llamé a su médico de cabecera, sólo para asegurarme, y él me confirmo…
—¿Me está tratando de mentirosa, entrenador Black? ¿Es eso lo que quiere decir? ¡Bueno, aquí lo tiene! Aquí está Eddie, a mi lado. ¿Oye cómo respira? ¿LO OYE?
—Mamá…, por favor… estoy bien…
—Eddie, parece mentira. Te he enseñado mejores modales. No interrumpas a los mayores.
—Lo oigo, señora Kaspbrak, pero…
—¿De veras? ¡Bien! ¡Pensé que era sordo! Parece un camión subiendo una cuesta en primera, ¿no? Y si eso no es asma…
—Mamá, no me…
—Calla, Eddie, no vuelvas a interrumpirme. Si eso no es asma, entrenador Black, yo soy la reina Isabel.
—Señora Kaspbrak, cuando Eddie asiste a las clases de educación física, con frecuencia se le ve muy feliz y contento. Le encantan los deportes y corre a bastante velocidad. En mi conversación con el doctor Baynes surgió la palabra psicosomático. Quizá usted no haya tenido en cuenta la posibilidad de que…
—¿… de que mi hijo esté loco? ¿Es eso lo que trata de decir? ¿TRATA DE DECIR QUE MI HIJO ESTÁ LOCO?
—No, pero…
—Es delicado.
—Señora Kaspbrak…
—Mi hijo es muy delicado.
—Señora Kaspbrak, el doctor Baynes confirmó que no ha hallado nada en absoluto…
—… en la parte física —concluyó Eddie.
El recuerdo de aquel humillante enfrentamiento, su madre aullando ante el entrenador en el gimnasio de la escuela primaria de Derry, mientras él jadeaba y se ruborizaba a su lado, y los otros chicos se agrupaban en derredor de un cesto para mirar, había vuelto a él esa noche, por primera vez en muchos años. Tampoco era el único recuerdo que la llamada de Mike Hanlon le devolvería, sin duda. Sentía que muchos otros, igualmente malos o aun peores, se amontonaban y pujaban como compradores en una liquidación. Pero pronto cedería el amontonamiento y entrarían todos. De eso estaba bien seguro. ¿Y qué encontrarían a la venta? ¿Su cordura? Tal vez, a mitad de precio, «estropeada por humo y agua». «Liquidamos todo».
—… nada en absoluto en la parte física —repitió. Aspiró profundamente, estremecido, y se guardó el inhalador en el bolsillo.
—Eddie —suplicó Myra—, por favor, ¡dime de qué se trata!
Los surcos de lágrimas le brillaban en las mejillas regordetas. Sus manos se retorcían incansablemente, como un par de rosados y lampiños animales al jugar. Cierta vez, poco antes de proponerle casamiento, Eddie había tomado la fotografía de Myra para ponerla junto a la de su madre, fallecida de un ataque al corazón a la edad de sesenta y cuatro años. En el momento de su muerte, la madre de Eddie pesaba ya más de ciento ochenta kilos; ciento ochenta y uno y medio, exactamente. Por entonces se había convertido casi en un monstruo. Su cuerpo parecía hecho de tetas, panza y trasero, todo coronado por su cara macilenta, perpetuamente horrorizada. Pero la fotografía que puso junto a la de Myra había sido tomada en 1944, dos años antes del nacimiento de Eddie (Eras un bebé muy enfermizo —susurró la mamá espectral a su oído—. Muchas veces perdimos las esperanzas de que vivieras. En 1944 su madre era aún relativamente esbelta, con sus ochenta y un kilos.
Había hecho esa comparación, era de suponer, en un esfuerzo desesperado por no cometer un incesto psicológico. Miró la foto de su madre, la de Myra, nuevamente la de su madre.
Podrían haber pasado por hermanas. A tal punto llegaba el parecido.
Eddie contempló las dos fotografías, casi idénticas, y se prometió que no cometería esa locura. Sabía que los muchachos, en el trabajo, ya estaban haciendo bromas sobre Mr. Alfeñique y su esposa, pero ellos ignoraban lo peor. Tratándose de bromas y burlas, podía aceptarlas, pero ¿quería convertirse en el payaso de semejante circo freudiano? Ciertamente, no. Rompería con Myra. Lo haría con suavidad, porque ella era muy dulce, y tenía aún menos experiencia con los hombres que él con las mujeres. Y después, cuando ella hubiera desaparecido, por fin, tras el horizonte de su vida, quizá podría tomar esas lecciones de tenis en las que pensaba desde hacía tanto tiempo.
(… cuando Eddie viene a las clases de educación física, con frecuencia se le ve muy feliz y contento…)
O hacerse socio para nadar en la piscina del Plaza
(… le encantan los deportes…)
para no mencionar el gimnasio que acaban de inaugurar en la Tercera Avenida, al otro lado del garaje…
(Eddie corre rápido, corre bastante rápido cuando usted no está, corre bastante rápido cuando no hay nadie que le recuerde lo delicado que es y veo en su cara, señora Kaspbrak, que él sabe, aún con sólo nueve años, sabe, que el favor más grande que podría hacerse seria correr rápido para alejarse de usted, déjelo ir, señora Kaspbrak, déjelo CORRER…)
Pero al final se había casado con Myra. Al final, las viejas costumbres habían resultado demasiado fuertes. El hogar es el sitio donde, cuando tienes que volver, están obligados a encadenarte. Oh, habría podido castigar a garrotazos al fantasma de su madre. Habría sido difícil, pero estaba seguro de poder hacerlo, si con eso hubiera bastado. Fue la misma Myra quien acabó por inclinar la balanza del lado opuesto al de la independencia. Myra lo había condenado con solicitud, lo había inmovilizado con su preocupación, lo había encadenado con su dulzura. Myra, como su madre, había captado la verdad definitiva y fatal de su carácter: Eddie era delicado porque algunas veces sospechaba que no era delicado en absoluto. Eddie necesitaba que lo protegieran de sus propios oscuros atisbos de posible valentía.
En días de lluvia, Myra siempre sacaba sus botas de goma de la bolsa de plástico y las ponía junto al perchero ante la puerta. Todas las mañanas, junto a su plato de tostadas integrales sin mantequilla, había un bol cuyo contenido, a primera vista, podía pasar por cereal multicolor para niños; mirando mejor, uno habría descubierto todo un catálogo de vitaminas, la mayor parte de las cuales iban en el bolso de Eddie. Myra, como mamá, comprendía y eso no había dejado ninguna alternativa. Siendo joven y soltero, había abandonado tres veces a su madre; sólo para regresar otras tres veces. Más adelante, pasados cuatro años de la muerte de su madre (había fallecido en su apartamento, bloqueando la puerta de entrada a tal punto que los de la ambulancia, llamados por los vecinos al oír el monstruoso golpe provocado por la caída, tuvieron que entrar por la puerta de servicio, cerrada con llave), Eddie volvió al hogar por cuarta y última vez. Al menos, él creyó entonces que era la última —a casa con la tartana; a casa, a casa con Myra la marrana—. Era una marrana, en verdad, pero una marrana dulce, y él la amaba; por eso, al fin de cuentas, no tuvo la menor oportunidad. Ella lo había atraído con esa fatal, hipnótica mirada viperina de la comprensión.
Al hogar otra vez, para siempre, había pensado por entonces.
«Pero tal vez me equivoqué —pensó—. Tal vez éste no es el hogar ni nunca lo fue. Tal vez el hogar está adonde debo ir esta noche. El hogar es el sitio donde, cuando vas, tienes que enfrentarte finalmente a eso escondido en la oscuridad».
Se estremeció irremediablemente, como si hubiera salido sin las botas de goma y estuviera resfriado.
—¡Por favor, Eddie!
Estaba llorando otra vez. Las lágrimas eran su última defensa, tal como habían sido siempre las de su madre; el arma suave que paraliza, que convierte la bondad y la ternura en grietas fatídicas abiertas en la armadura de uno.
De cualquier modo, él nunca había llevado mucho blindaje, las armaduras no parecían sentarle bien.
Las lágrimas habían sido más que una defensa para su madre, habían sido un arma. Myra rara vez usaba las suyas con tanto cinismo, pero, con o sin cinismo, Eddie comprendió que, en ese momento, intentaba usarlas de ese modo… y lo estaba logrando.
No debía permitírselo. Sería demasiado fácil pensar en lo solitario que se sentiría en aquel tren disparado hacia el norte, rumbo a Boston, en la oscuridad, con la maleta sobre la cabeza, un bolso lleno de medicamentos entre los pies y el miedo aposentado sobre su pecho como una cataplasma rancia. Demasiado fácil permitir que Myra lo llevara a la planta alta y le hiciera el amor con aspirinas y friegas de alcohol. Y lo pusiera en la cama, donde podían o no hacer un tipo de amor más franco.
Pero él había hecho una promesa. Una promesa.
—Escúchame, Myra —dijo, dando a su voz un tono deliberadamente seco, objetivo.
Ella lo miró con sus ojos húmedos, desnudos, aterrorizados.
Eddie pensó en tratar de explicárselo, dentro de lo posible. Le hablaría de Mike Hanlon, que lo había llamado para decirle que todo volvía a empezar, y que sí, creía que los otros irían en su mayoría.
Pero lo que le salió de la boca fue algo mucho más cuerdo:
—A primera hora de la mañana, ve a la oficina. Habla con Phil. Dile que tuve que irme y que tú llevarás a Pacino…
—¡Pero, Eddie, no puedo! —gimió ella—. ¡Es una gran estrella! Si me pierdo, me gritará, lo sé, me gritará. Todos gritan cuando el chófer se pierde… y yo… voy a llorar… podría producirse un accidente… es probable que sí… Eddie, Eddie, tienes que quedarte…
—¡Por el amor de Dios, basta ya!
Ella retrocedió, herida. Eddie apretaba con fuerza su inhalador, pero no pensaba usarlo. Ante ella, sería una debilidad, algo que podía usar en su contra. Dios bendito, si estás allí, por favor, créeme si te digo que no quiero hacer sufrir a Myra. No quiero lastimarla, no quiero causarle el menor dolor. Pero lo prometí, todos lo prometimos, hicimos un juramento de sangre. Por favor, ayúdame, Dios mío, porque tengo que hacerlo.
—Detesto que me grites, Eddie —susurró ella.
—Y yo detesto gritarte, Myra.
Ella hizo una mueca de dolor. Ahí está, Eddie. La hiciste sufrir otra vez. ¿Por qué no la arrastras por el cuarto un par de veces? Eso sería más bondadoso. Y más rápido.
De pronto (tal vez la idea de arrastrar a alguien por el suelo es lo que dio origen a la imagen) vio la cara de Henry Bowers. Era la primera vez en años que se acordaba de Henry Bowers, y eso no ayudó en absoluto a devolverle su paz espiritual.
Cerró los ojos por un instante. Luego los abrió y dijo:
—No te vas a perder. Y él no te va a gritar. El señor Pacino es muy amable y comprensivo.
Nunca en su vida había servido de chófer a Pacino, pero se contentó con saber que, al menos, la ley de las probabilidades estaba de su parte. Según el mito popular, la mayor parte de las celebridades era insoportable, pero Eddie, después de haber llevado a muchas de ellas, sabía que eso no era verdad.
Existían excepciones a esa regla, por supuesto, y en casi todos los casos esas excepciones eran verdaderos monstruos. Sólo cabía rezar, con fervor, por el bien de Myra, que Pacino no fuera de ésos.
—¿De veras? —preguntó, tímidamente.
—Sí, de veras.
—¿Cómo lo sabes?
—Demetrios lo llevó dos o tres veces, cuando trabajaba en «Limusinas Manhattan» —mintió Eddie—. Dice que el señor Pacino siempre le daba cincuenta dólares de propina, cuando menos.
—Pues yo me conformaría con cincuenta centavos, siempre que no me gritara.
—Myra, puedes hacerlo con los ojos cerrados. Primero lo recoges en el Saint Regís, mañana a las siete de la tarde, y lo llevas al edificio de la ABC. Van a regrabar el último acto de esa obra en que él actúa. Creo que se llama American Buffalo. Segundo: a eso de las once, lo llevas de nuevo al Saint Regís. Tercero: vuelves al garaje, entregas el coche y firmas el parte.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. Podrías hacerlo hasta dormida, Marty.
Ella solía reír como una niña ante ese apodo cariñoso, pero en esa oportunidad se limitó a mirarlo con dolorosa solemnidad infantil.
—¿Y si quiere salir a cenar en vez de volver al hotel? ¿O ir a tomar una copa? ¿O a bailar?
—No creo; pero en todo caso, lo llevas. Si te parece que va a pasar la noche de juerga, puedes llamar a Phil Tomas por el radioteléfono, después de la medianoche. Por entonces habrá un chófer que pueda reemplazarte. No te cargaría con algo así si tuviera un chófer disponible, pero tengo a dos enfermos, a Demetrios de vacaciones y a todos los demás comprometidos por completo. A la una de la madrugada estarás muy cómoda en tu cama, Marty. A la una de la madrugada, cuando más. Te lo gárgarantizo.
Lo de «gárgarantizo», tampoco la hizo reír.
Él carraspeó, inclinándose hacia adelante, con los codos en las rodillas. De inmediato, la madre fantasma susurró: No te sientes así, Eddie. Es malo para la columna y te oprime los pulmones. Tienes pulmones muy delicados.
Volvió a erguirse, apenas consciente de lo que hacía.
—Espero que ésta sea la única vez que deba salir a conducir —dijo Myra, casi gimiendo—. En los últimos dos años me he vuelto más torpe que un caballo. Y los uniformes me quedan tan mal…
—Será la última vez, te lo juro.
—¿Quién te llamó, Eddie?
Como obedeciendo a una clave, una luz barrió la pared y se oyó un claxon: el taxi acababa de entrar por el camino de acceso. Sintió una oleada de alivio: habían utilizado los quince minutos en hablar de Pacino, no de Derry, Mike Hanlon y Henry Bowers. Mejor así. Mejor para Myra y también para él. No quería pasar un minuto pensando o hablando de esas cosas mientras no fuera imprescindible.
Se levantó.
—Es mi taxi.
Ella se puso de pie, tan apresuradamente que se enredó con el volante del camisón y cayó hacia delante. Eddie la sostuvo, pero por un momento el asunto se presentó muy dudoso: Myra lo sobrepasaba en cincuenta kilos.
Y estaba gimoteando otra vez.
—¡Tienes que decírmelo, Eddie!
—No puedo. No hay tiempo.
—Nunca me ocultaste nada, Eddie —sollozó ella.
—Y ahora tampoco. De veras. Es que no lo recuerdo todo. Al menos por el momento. El hombre que llamó era…, es…, un viejo amigo. Es…
—Vas a enfermar —dijo ella, desesperada, siguiéndolo hacia el vestíbulo—. Estoy segura. Deja que te acompañe, Eddie, por favor, para que te cuide. Pacino puede tomar un taxi o cualquier otra cosa, no se va a morir, ¿qué te parece, eh?
Estaba levantando la voz, cada vez más frenética. Para espanto de Eddie, comenzó a parecerse a su madre, más y más, tal como había sido en sus últimos meses de vida: vieja, gorda y loca.
—Te daré friegas en la espalda y me encargaré de que tomes tus píldoras… Te… ayudaré… No abriré la boca, si no quieres, pero puedes contarme todo. Eddie, ¡Eddie, por favor, no te vayas! ¡Por favor, Eddie! ¡Por favoooor!
Él caminaba a grandes pasos hacia la puerta principal, marchando a ciegas, con la cabeza gacha, como el que avanza contra un fuerte viento. Jadeaba otra vez. Cuando levantó las maletas, cada una parecía pesar cincuenta kilos. Sentía sobre sí aquellas manos rosadas y regordetas tocando, explorando, tironeando con deseo inerme, pero sin fuerza, tratando de seducirlo con sus dulces lágrimas de preocupación, tratando de retenerlo.
¡No voy a poder!, pensó, desesperado. El asma estaba empeorando, se sentía peor que cuando era niño. Estiró la mano hacia el pomo de la puerta, pero éste pareció retroceder, alejándose de él hacia la negrura del espacio exterior.
—Si te quedas, te haré un pastel de café y crema agria —balbuceó ella—. Comeremos palomitas de maíz… Y prepararé un pastel como a ti te gusta. Puedo hacerlo para el desayuno de mañana, si quieres. Comenzaré ahora mismo… con salsa de carne… Eddie, por favor, estoy asustada, me estás asustando mucho…
Lo sujetó por el cuello para tirar hacia atrás, tal como un policía entrado en carnes podría apresar a un sospechoso que intentara escapar. Con un último y vacilante esfuerzo, Eddie siguió avanzando… En el momento en que llegaba al límite absoluto de su fuerza y su resistencia, sintió que la mano lo abandonaba.
Ella emitió un último gemido.
Los dedos de Eddie se cerraron en torno al pomo. ¡Bendita su frescura! Abrió la puerta y vio un taxi estacionado allí, como embajador de la tierra de la cordura. La noche estaba despejada. Las estrellas brillaban.
Se volvió hacia Myra, jadeante, respirando con trabajo.
—Debes comprender que no hago esto porque quiera —dijo—. Si tuviera alternativa, cualquiera que fuese, no iría. Por favor, comprende eso, Marty. Me voy, pero volveré.
Oh, cómo sonaba a mentira.
—¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?
—Por una semana, tal vez diez días. No más, seguramente.
—¡Una semana! —aulló ella, apretando las manos contra el seno, como una diva en una ópera barata—. ¡Una semana, diez días! ¡Por favor, Eddie, por favoooor!
—Basta, Marty. ¿Me oyes? Basta ya.
Obedeció, milagrosamente. Se quedó mirándolo, con ojos húmedos. No estaba furiosa, sólo aterrorizada por él y, coincidentemente, por sí misma. Quizá por primera vez desde que la conocía, Eddie sintió que podía amarla sin peligro. ¿Acaso era parte del acto de partir? Supuso que sí. Pero no, no suponía nada, estaba seguro. Ya se sentía más o menos como si viviera en el extremo equivocado de un telescopio.
Pero tal vez era lo correcto. ¿Era eso lo que quería decir? ¿Al fin había decidido que era correcto amarla? ¿Correcto, aunque se pareciera a su madre de joven, aunque comiera galletitas de chocolate en la cama, mientras miraba telenovelas y las migas fueran a parar siempre del lado de él? ¿Aunque no fuera tan inteligente y hasta teniendo en cuenta que le permitía tener medicamentos en el botiquín porque ella tenía su medicina en la nevera?
O era acaso que…
Podía ser, tal vez, que…
Esas otras ideas eran cosas que él había tenido en cuenta, de un modo u otro, en un momento u otro, durante sus enmarañadas vidas de hijo, amante y esposo. Ahora, a punto de abandonar el hogar, con la sensación de que esa vez era la definitiva, se le ocurrió otra posibilidad. Una sobresaltada extrañeza le rozó como el ala de un gran ave.
¿Podía ser que Myra estuviera aún más aterrorizada que él?
¿Podía ser que lo mismo hubiera pasado con su madre?
Otro recuerdo de Derry se disparó desde el subconsciente como un funesto fuego de artificio. En Center Street había una zapatería. Se llamaba Shoe Boat. Allí lo había llevado su madre, un día, cuando no tenía más de cinco o seis años. Le había indicado que se quedara quieto y se portara bien mientras ella compraba unas sandalias para una boda. Él se quedó quieto y se portó bien mientras la madre hablaba con el señor Gardener, uno de los dependientes, pero sólo tenía cinco años, tal vez seis. Cuando su madre ya había rechazado el tercer par de sandalias blancas que le enseñaba el señor Gardener, Eddie, aburrido, se dirigió al rincón más alejado para observar algo que había visto allí.
Al principio pensó que era sólo un cajón grande, puesto de lado. Al acercarse un poco más decidió que era una especie de escritorio, pero el más raro que viera en su vida. ¡Era tan estrecho…! Estaba hecho de madera muy pulida, con muchas líneas curvas y adornos tallados. Además, tenía tres escalones para subir a él, y Eddie nunca había visto un escritorio con escalones. Una vez arriba, vio que había, en la base de aquello, una ranura, un botón a un lado y arriba (¡maravilloso!), algo que parecía igual al Espacioscopio del capitán Video. Eddie lo rodeó, al otro lado había un letrero. Seguramente eso había ocurrido a los seis o siete años, porque había podido leerlo susurrando suavemente cada una de las palabras en voz alta:
VERIFIQUE SI SUS ZAPATOS
SON DE LA MEDIDA CORRECTA
Volvió a la escalerita, subió los tres peldaños hasta la pequeña plataforma y metió el pie en la ranura. ¿Eran sus zapatos de la medida correcta? Eddie no lo sabía, pero ardía por verificarlo. Hundió la cara en el protector de goma y oprimió el botón. Una luz verde le inundó los ojos. Eddie ahogó una exclamación. Estaba viendo un pie que flotaba dentro de un zapato lleno de humo verde. Movió los dedos, y los dedos que tenía a la vista se movieron también. Eran los suyos, tal como había sospechado. Y entonces se dio cuenta de que no estaba viendo sólo sus dedos, sino también sus huesos. ¡Los huesos de su pie! Cruzó el dedo gordo sobre el segundo, como para ahuyentar la mala suerte y los dedos fantasmales de la pantalla hicieron una X que no era blanca, sino verde. Vio…
En ese momento su madre lanzó un chillido, un ruido de pánico que perforó el silencio del local como una hoz disparada del mango, como una bola de fuego, como la fatalidad a caballo. Eddie apartó su rostro sobresaltado del visor y la vio corriendo hacia él, en medias, con el vestido volando hacia atrás. Volteó una silla y una de esas cosas para medir el pie, que siempre hacían cosquillas, salió disparada por el aire. Su amplio busto palpitaba. Su boca era una O escarlata, redonda de horror. Todas las caras se volvieron para seguirla.
—¡Eddie, sal de ahí! —aullaba—. ¡Sal de ahí, que esas máquinas provocan el cáncer! ¡Bájate de ahí! ¡Eddie, Eddieeee…!
Él retrocedió como si la máquina se hubiera puesto súbitamente al rojo vivo. En su sobresalto olvidó los tres escalones que tenía atrás. Sus talones encontraron el vacío tras el peldaño superior y quedó suspendido cayendo lentamente hacia atrás mientras sus brazos giraban como aspas, perdiendo la lucha por mantener el equilibrio.
¿No había pensado, con una especie de descabellada alegría? Me voy a caer. Voy a descubrir qué siente uno al caerse y golpearse la cabeza. ¡Qué bien! ¿No había pensado eso? O era sólo el hombre que imponía sus ideas adultas a lo que había pensado… o tratado de pensar la mente infantil, siempre rugiente de suposiciones confusas e imágenes percibidas a medias, imágenes que perdían sentido por su misma brillantez.
De cualquier modo, la pregunta era puramente hipotética. No se había caído. Su madre había llegado a tiempo. Su madre lo había sujetado. Había estallado en lágrimas, pero sin llegar al suelo.
Todo el mundo los miraba. Eso lo recordaba bien. Recordaba al señor Gardener recogiendo el aparato de medir zapatos y verificando su funcionamiento para ver si estaba bien, mientras otro vendedor enderezaba la silla caída y hacía un gesto de divertido disgusto, antes de volver a su neutral y agradable cara de dependiente. Pero sobre todo recordaba las mejillas húmedas de su madre y su aliento caliente, agrio. La recordaba susurrándole al oído, una y otra vez: «No hagas eso nunca más, no lo hagas nunca más, nunca más». Era el cántico con que su madre ahuyentaba los problemas. Lo mismo había cantado un año antes, al descubrir que la canguro había llevado a Eddie a la piscina pública, un sofocante día de verano. Por entonces apenas comenzaba a ceder la epidemia de polio que había aterrorizado a todos al iniciarse la década. Su madre lo había sacado a rastras de la piscina diciéndole que no debía hacer eso nunca más, nunca más, mientras los otros niños los miraban como ahora los dependientes y los clientes. Y su aliento había tenido el mismo olor agrio.
Su madre lo había sacado a rastras de la zapatería gritando a los dependientes que si a su niño le pasaba algo, les entablaría juicio a todos. Eddie pasó el resto de la mañana entre un surgir y desaparecer de lágrimas aterrorizadas; ese día, el asma le molestó mucho. Por la noche, aún estaba despierto varias horas después de lo acostumbrado, preguntándose qué era exactamente el cáncer, si era peor que la polio, si uno se moría de eso, cuánto tardaba y cuánto dolía antes de morir. También se preguntó si después iría al infierno.
El peligro había sido grave. De eso estaba seguro.
Y lo sabía porque su madre se había asustado mucho.
Muchísimo.
—Marty —dijo, a través de ese abismo de años—, ¿me das un beso?
Ella le dio un beso, y lo abrazó con tanta fuerza que le hizo crujir los huesos de la espalda. Si estuviéramos en el agua —pensó Eddie—, conseguiría que nos ahogáramos.
—No temas —le susurró al oído.
—¡No puedo evitarlo! —gimió ella.
—Lo sé —replicó él. Y notó entonces que, a pesar de aquel abrazo capaz de romper costillas, el asma se le había aliviado. Ya no sonaba esa nota sibilante en su respiración—. Lo sé, Marty.
El taxista hizo sonar otra vez el claxon.
—¿Me llamarás? —preguntó ella, trémula.
—Si puedo, sí.
—Eddie, ¿no puedes decirme de qué se trata, por favor?
Suponiendo que él se lo dijera, ¿serviría para tranquilizarla?
Esta noche recibí una llamada de Mike Hanlon, Marty, y hablamos un rato, pero todo cuanto dijimos puede resumirse en dos cosas: «Empezó otra vez», dijo Mike, y «¿Vendrás?». Y ahora tengo fiebre, Marty, sólo que esta fiebre no la puedes bajar con aspirina, y tengo una dificultad para respirar que ese maldito chisme no me soluciona, porque el problema no está en la garganta ni en los pulmones, sino alrededor del corazón. Volveré si puedo, Marty, pero me siento como si estuviera de pie ante la boca de una vieja mina, llena de derrumbes al acecho, de pie allí, despidiéndome de la luz del sol.
¡Sí, seguro que sí! Con eso la dejaría muy tranquila.
—No —respondió—, creo que no puedo decirte de qué se trata.
Y antes de que ella pudiera decir algo más, antes de que pudiera volver a empezar («¡Eddie, bájate de ese taxi, que te puede dar cáncer!»), se alejó a grandes pasos, cada vez más apresurados. Cuando llegó al coche, estaba casi corriendo.
Myra seguía de pie en el umbral cuando el taxi retrocedió hasta la calle, y seguía allí cuando salieron hacia la ciudad. Una gran sombra negra de mujer, recortada contra la luz que brotaba de la casa. Eddie la saludó con la mano y creyó que ella hacía lo mismo.
—¿Adónde lo llevo, amigo? —preguntó el conductor.
—A Penne Station —dijo Eddie y aflojó la mano que apretaba el inhalador. Su asma se había ido a rondar adonde quiera que fuese en el intermedio de sus ataques a los tubos bronquiales.
Pero cuatro horas después tuvo más necesidad que nunca de su inhalador, al salir de una siesta liviana, en una sacudida espasmódica. El hombre de traje sentado al otro lado del pasillo, bajó el periódico y lo miró con una curiosidad levemente aprensiva.
«¡He vuelto, Eddie! —chilló el asma, alegremente—. ¡He vuelto, y, no sé, pero a lo mejor esta vez llegue a acabar contigo! ¿Por qué no? Alguna vez tiene que pasar, ¿verdad? ¡No puedo seguir jodiéndote eternamente!».
El pecho de Eddie se hinchaba y crujía. Buscó a tientas su inhalador, lo apuntó hacia su garganta y oprimió el gatillo. Luego volvió a recostarse en el alto asiento, estremecido, esperando el alivio. Pensaba en el sueño del que acababa de despertar. ¿Sueño? Por Dios, si sólo fuera eso… Temía que fueran recuerdos y no sueños. Había visto una luz verde, como la que brillaba dentro del aparato de rayos X de la zapatería, y un leproso putrefacto perseguía a un muchachito llamado Eddie Kaspbrak, que gritaba a todo pulmón, por unos túneles bajo tierra. Corría y corría…
(Corre bastante rápido, había dicho el entrenador Black a su madre y corría muy rápido con esa cosa podrida siguiéndolo; oh, sí, bien puedes creerlo y apostar tu pellejo).
En ese sueño tenía once años y había olido algo como la muerte del tiempo y alguien había encendido un fósforo y al bajar la vista había visto la cara descompuesta de un niño llamado Patrick Hockstetter, desaparecido en julio de 1958, y los gusanos entraban y salían de sus mejillas y ese horrible olor a gas le salía de adentro y en el sueño, que era más recuerdo que sueño, había mirado a un lado y había visto dos textos escolares hinchados de humedad y cubiertos de moho. Si estaban así era porque allí abajo había una humedad horrible. Cómo pasé mis vacaciones: composición de Patrick Hockstetter. «Las pasé en un túnel, muerto. Mis libros se llenaron de moho y se hincharon hasta parecer catálogos de grandes almacenes». Eddie abrió la boca para gritar y fue entonces cuando los escabrosos dedos del leproso se deslizaron por su mejilla y se le hundieron en la boca, y fue entonces cuando despertó con esa sacudida y se encontró, no en las cloacas de Derry, Maine, sino en un vagón de tren cruzando Rhode Island a toda velocidad bajo una enorme luna blanca.
El hombre sentado al otro lado del pasillo vaciló. Estuvo a punto de no hablar, pero lo hizo.
—¿Se siente bien, señor?
—Oh, sí —respondió Eddie—. Me dormí y tuve un mal sueño. Y eso me activó el asma.
—Comprendo.
El periódico volvió a subir. Eddie vio que se trataba de aquel diario que su madre solía llamar El Jew York Times.[11] Miró por la ventana; el paisaje dormía, iluminado sólo por la luna. Aquí y allá se veían casas, a veces en grupos, la mayoría a oscuras, algunas iluminadas. Pero las luces parecían pequeñas y falsamente burlonas comparadas con el fantasmal fulgor de la luna.
Creyó que le hablaba la luna —pensó, de pronto—. Henry Bowers. Por Dios, qué loco estaba. Se preguntó dónde estaría Henry Bowers en la actualidad. ¿Muerto? ¿En la cárcel? ¿Vagando por planicies desiertas en el medio del país como un virus incurable, bebiendo en las horas profundas y aturdidas de la madrugada, o tal vez matando a los estúpidos que se detenían ante su pulgar estirado para pasar los dólares de sus billeteras a la propia?
Posible, posible.
¿En algún asilo del Estado? ¿Mirando la luna que estaba casi llena? ¿Hablando con ella, escuchando respuestas que sólo él podía oír?
Esto último parecía aún más posible. Eddie se estremeció. Por fin estoy recordando mi niñez, pensó. Estoy recordando cómo pasé mis vacaciones en aquel año sombrío y muerto de 1958. Presintió que ahora podría fijar casi cualquier escena de ese verano con sólo desearlo, pero no lo deseaba. Oh, Dios, si pudiera olvidarlo todo otra vez…
Apoyó la frente contra el sucio vidrio de la ventanilla apretando el inhalador en la mano como si fuera un objeto religioso, mientras la noche se hacía pedazos alrededor del tren.
Rumbo al norte, pensó. Pero era un error.
No iba rumbo al norte. Porque aquello no era un tren. Era una máquina del tiempo. Al norte no, hacia atrás. Hacia atrás en el tiempo.
Creyó oír a la luna murmurar.
Eddie Kaspbrak oprimió su inhalador con fuerza y cerró los ojos para combatir un vértigo repentino.
Beverly Rogan recibe una paliza
Cuando sonó el teléfono, Tom estaba casi dormido. Forcejeó a medias para levantarse inclinándose en esa dirección y entonces sintió uno de los pechos de Beverly que se le apoyaba contra el hombro, al estirarse ella para atender. Se dejó caer de nuevo en la almohada preguntándose, adormilado, quién podía llamar a esa hora de la noche a su número privado, que no figuraba en el listín. Oyó que Beverly decía «Hola» y volvió a quedarse dormido. Había acabado prácticamente con docena y media de cervezas mientras miraba el partido de béisbol. Estaba hecho un asco.
En ese momento, la voz de Beverly, aguda y curiosa (¿Queeeé?) le perforó el oído como un punzón de hielo. Abrió otra vez los ojos. Cuando trató de incorporarse, el cordón del teléfono se le hundió en el gordo cuello.
—Sácame de aquí esa porquería, Beverly —dijo.
Ella se apresuró a levantarse y caminó alrededor de la cama sosteniendo el cordón en alto. Su pelo era de color rojo intenso, flotaba sobre el camisón en ondas naturales casi hasta la cintura. Pelo de prostituta. Sus ojos no buscaron, balbuceantes, la cara de Tom para averiguar cuál era su estado emocional y a Tom Rogan no le gustó eso. Se incorporó. Comenzaba a dolerle la cabeza. Mierda. Probablemente le había estado doliendo antes, pero mientras uno dormía no se daba cuenta.
Entró en el baño, orinó tres horas seguidas, según le pareció y luego decidió, puesto que estaba levantado, tomar otra cerveza para tratar de anular la maldición de la inminente resaca.
Al cruzar el dormitorio rumbo a la escalera con los calzoncillos blancos que flameaban como velas bajo su considerable tripa (parecía más un estibador que el gerente general de Beverly Fashions, S.A.), miró por encima del hombro y gritó, fastidiado:
—Si es esa marimacho de Lesley, dile que se busque alguna modelo que devorar y que nos deje dormir.
Beverly levantó brevemente la vista, sacudió la cabeza para indicar que no se trataba de Lesley y volvió a mirar el teléfono. Tom sintió que se le ponían tensos los músculos del cuello. Era como si ella se lo estuviera sacando de encima. La señora. La puta señora. La cosa empezaba a pintar mal. Posiblemente Beverly necesitaba una clase de repaso sobre quién mandaba allí. Posiblemente. A veces le hacía falta. Era lenta para aprender.
Bajó la escalera y caminó por el pasillo hasta la cocina sacándose distraídamente los calzoncillos de entre las nalgas. Abrió la nevera. Su mano estirada no encontró nada más alcohólico que un envase de plástico azul con un sobrante de fideos a la Romanoff. Toda la cerveza había desaparecido, incluyendo la que guardaba bien atrás, como el billete de veinte dólares que guardaba plegado tras su carnet de conducir, para casos de emergencia. El partido había durado catorce entradas y todo para nada. Los White Sox habían perdido. Ese año no eran más que un puñado de culos fofos.
Su mirada se desvió hacia las botellas de bebida fuerte, tras el vidrio del estante superior del bar, por un momento se imaginó sirviéndose una buena medida de whisky con un solo cubito de hielo. Pero volvió hacia la escalera decidido a no darle más problemas a su cabeza. Echó un vistazo al antiguo reloj de péndulo, al pie de la escalera, y vio que ya pasaba de la medianoche. Eso no hizo nada por mejorarle el humor, que, en el mejor de los casos, nunca era muy bueno.
Subió la escalera con lenta deliberación, consciente, demasiado consciente, del modo en que estaba funcionando su corazón. Ka-bom, ka-dud. Ka-bom, ka-dud. Ka-bom, ka-dud. Lo ponía nervioso que el corazón le latiera en los oídos y en las muñecas, no sólo en el pecho. A veces, cuando sucedía eso, lo imaginaba, no como un órgano que se contraía y se expandía, sino como un gran dial en el costado izquierdo de su pecho, con la aguja peligrosamente inclinada hacia la zona roja. Esa mierda no le gustó; no le hacía falta esa clase de mierda. Lo que le hacía falta era dormir bien toda la noche.
Pero la estúpida con quien se había casado aún estaba hablando por teléfono.
—Comprendo, Mike… Sí… sí, yo sí… Lo sé, pero…
Una pausa más larga.
—¿Bill Denbrough? —exclamó ella y el punzón de hielo volvió a clavarse en el oído de Tom.
Aguardó ante la puerta del dormitorio hasta haber recuperado el aliento. Su corazón volvía a latir ka-dud, ka-dud, ka-dud. El tronar había pasado. Imaginó brevemente que la aguja se apartaba del rojo y descartó la imagen a fuerza de voluntad. Era un hombre, por el amor de Dios, y muy hombre, no una caldera con el termostato en mal estado. Estaba en forma. Era de hierro. Y si ella necesitaba aprenderlo otra vez, sería un gusto enseñárselo.
Iba a entrar, pero lo pensó mejor y permaneció donde estaba, escuchándola. No le importaba con quién estaba hablando ni qué decía, sólo escuchaba los tonos ascendentes y descendentes de su voz. Y lo que sentía era aquella vieja y sorda rabia familiar.
La había conocido en un bar para solteros, en Chicago, cuatro años antes. La conversación se entabló con facilidad porque ambos trabajaban en el edificio de Standard Brands y conocían a varias personas en común. Tom trabajaba para King & Landry, Relaciones Públicas, en el piso 42. Beverly Marsh (su nombre de soltera) era asistente de diseños en Delia Fashions, en el 12. Delia, quien más tarde disfrutaría de un modesto renombre en el Medio Oeste, se ocupaba de la gente joven. Sus faldas, sus blusas, chales y pantalones sueltos se vendían principalmente en esos locales que Delia Castleman denominaba «tiendas para jóvenes» y Tom, «vanguardistas». Casi de inmediato, Tom Rogan detectó dos cosas en Beverly Marsh: era muy deseable y muy vulnerable. En menos de un mes sabía una tercera: que era inteligente, muy inteligente. En sus diseños de blusas y faldas de deportes vio una máquina de hacer dinero de posibilidades casi aterrorizantes.
Pero no para los negocios vanguardistas —pensó, aunque no lo dijo (al menos por entonces)—. Basta de mala iluminación, de precios bajos, de exhibiciones de mierda en las trastiendas, entre las porquerías para doparse y las camisetas de grupos de rock. Esa mierda es para los principiantes.
Se enteró de muchas cosas con respecto a ella, aun antes de que Beverly supiera que le interesaba de verdad; así era como él lo deseaba. Se había pasado toda la vida buscando a una mujer como Beverly Marsh y avanzó con la celeridad de un león que se arroja contra un antílope lento. No era que su vulnerabilidad estuviera a la vista. Al mirar, uno veía a una mujer bonita, delgada, pero bien provista. A lo mejor no tenía muy buenas caderas, pero sí un culo estupendo. Y las mejores tetas que Tom había visto en su vida. A Tom le gustaban las tetas, siempre le habían gustado. Y las mujeres altas casi siempre lo desilusionaban en ese punto. Se ponían blusas finas y los pezones enloquecían a cualquiera, pero cuando uno les sacaba esas blusas finas descubría que, aparte de pezones, no había nada más. Las tetas, en sí, parecían pomos de cajón de escritorio. «Basta con lo que entra en la mano; lo demás es un desperdicio», había dicho, más de una vez, su compañero de cuarto en la universidad. Por lo que a Tom concernía, ese hombre tenía la cabeza tan llena de mierda que chirriaba al girar.
Oh, ella era una preciosidad, claro que sí, con ese cuerpo de dinamita y esa gloriosa cascada de pelo rojo, ondulado. Pero era débil, por alguna razón. Parecía emitir señales de radio que sólo él podía recibir. Uno se daba cuenta por ciertas cosas: por lo mucho que fumaba (pero él la tenía casi curada de eso); por el modo inquieto de mover los ojos, sin mirar nunca de frente a la persona con quien hablaba, dirigiéndole la vista sólo de vez en cuando, para apartarla ágilmente de inmediato; por su costumbre de frotarse suavemente los codos cuando se ponía nerviosa; por sus uñas, que mantenía pulcras, pero brutalmente cortas. Tom reparó en eso la primera vez que la vio. En cuanto ella levantó la copa de vino blanco, él le vio las uñas y pensó: Las mantiene así de cortas porque se las come.
Tal vez los leones no piensan, al menos no como la gente… pero ven. Y cuando los antílopes huyen de un abrevadero, alertados por el olor de la muerte próxima, los felinos observan cuál de ellos se queda en la retaguardia, quizá a causa de una pata coja, quizá porque es naturalmente más lerdo… o porque tiene menos desarrollado el sentido del peligro. Y hasta es posible que algunos antílopes (y algunas mujeres) deseen que los derriben.
De pronto oyó un ruido que lo arrancó bruscamente de esos recuerdos: el chasquido de un encendedor.
La furia sorda volvió. Su estómago se llenó de un calor no del todo desagradable. Fumaba. Ella fumaba. Tom Rogan le había dictado un Seminario Especial sobre el tema. Y allí estaba ella, haciéndolo otra vez. Era lenta para aprender, sí, pero el buen maestro da lo mejor de sí con los alumnos lentos.
—Sí —dijo ella en ese momento—. Está bien. Sí…
Escuchó, luego emitió una risa extraña, entrecortada, que Tom nunca le había oído.
—Dos cosas, ya que preguntas: resérvame alojamiento y reza por mí. Sí, está bien… ajá… yo también. Buenas noches.
Estaba colgando el auricular cuando él entró. Su intención había sido entrar con violencia, gritándole que lo apagara, que lo apagara de inmediato, ¡AHORA MISMO!, pero las palabras se le apagaron en la garganta al verla. La había visto así en otras ocasiones, pero sólo dos o tres veces. Una vez, antes de la primera exhibición importante; otra, antes del primer desfile privado para compradores nacionales y, por último, al viajar a Nueva York para recibir el Premio Internacional del Diseño.
Se paseaba por el cuarto a grandes pasos, con el camisón de encaje blanco modelándole el cuerpo y el cigarrillo sujeto entre los labios (por Dios, cómo detestaba verla con una colilla en la boca), despidiendo una cinta blanca sobre el hombro izquierdo, como humo de una locomotora.
Pero fue la cara lo que lo detuvo, lo que le hizo morir el grito pensado en la garganta. El corazón le dio un vuelco, ka-¡BAMP! Hizo una mueca de dolor, diciéndose que eso no era miedo sino sólo asombro de verla así.
Beverly sólo estaba completamente viva cuando el ritmo de su trabajo llegaba a un punto culminante. Cada una de las ocasiones que acababa de recordar se había relacionado, por supuesto, con su profesión. En esas ocasiones, Tom había visto a una mujer distinta de la que conocía tan bien, una mujer que le cargaba el sensible radar de miedo con salvajes estallidos de estática. La mujer que aparecía en momentos de tensión era fuerte, pero cargada de nerviosismo; temeraria, pero imprevisible.
En ese momento había mucho color en sus mejillas, un rubor natural, a la altura de los pómulos. En los ojos, bien abiertos y chispeantes, no quedaban señales de sueño. Su cabellera fluía y flotaba. Y ¡oh, miren eso, amigos y vecinos! ¡Oh, miren bien! ¿Acaso está sacando una maleta del armario? ¿Una maleta? ¡Por Dios, sí!
Resérvame alojamiento… Reza por mí.
Bueno, no le haría falta ningún alojamiento, ningún hotel en el futuro, porque la pequeña Beverly Rogan se quedaría muy quietecita en casa, muchas gracias, y comería de pie durante tres o cuatro días.
Eso sí, buena falta le haría una oración o dos, antes de que él terminara de arreglar cuentas.
Beverly arrojó la maleta a los pies de la cama y fue hacia su cómoda. Abrió el cajón superior y sacó dos pares de vaqueros y dos jerséis de lana gorda. Arrojó todo a la maleta. Otra vez a la cómoda, con el humo del cigarrillo dejando una estela por encima del hombro. Tomó un par de sus viejas blusas marineras con las que parecía una estúpida, pero que se negaba a dejar. Sin duda alguna, quien la había llamado no era de la jet set. Esa ropa era deslucida, como las que usaba Jackie Kennedy cuando pasaba el fin de semana en Hyannisport.
Pero a él no le interesaba quién la hubiera llamado ni dónde pensaba ir, porque ella no iba a ir a ninguna parte. No era eso lo que le picoteaba incesantemente la cabeza, torpe y dolorida por el exceso de cerveza y la falta de sueño.
Era el cigarrillo.
Se suponía que ella los había tirado todos. Pero en ese momento tenía, entre los dientes, la prueba de que se le resistía. Y como aún no había visto a Tom en el marco de la puerta, él se permitió el placer de recordar las dos noches con que se había asegurado el completo dominio de esa mujer.
—No quiero verte fumar nunca más —le había dicho cuando volvían a casa desde una fiesta en Lake Forest. Había sido en octubre, en otoño—. En las fiestas y en la oficina no tengo más remedio que aguantarme esa mierda, pero cuando estoy contigo no tengo por qué tragármela. ¿Sabes qué sensación me da? Te lo voy a decir: es desagradable, pero cierto; es como tener que comerse los mocos de otro.
Esperaba que eso provocara alguna leve chispa de protesta, pero ella se había limitado a mirarlo, tímida, ansiosa de agradar. Su voz sonó grave, mansa, obediente:
—Está bien, Tom.
—Tira eso, entonces.
Ella lo hizo. Tom estuvo de buen humor durante el resto de la noche.
Pocas semanas después, al salir de un cine, ella encendió un cigarrillo y le dio una calada mientras caminaban hacia el aparcamiento. Era una helada noche de noviembre, el viento castigaba como un maníaco cada pedacito de piel descubierta que lograba hallar. Tom recordó que había percibido el olor del lago, como sucede a veces en las noches frías, un olor chato, como a pescado y a vacío al mismo tiempo. La dejó fumar. Hasta le abrió la portezuela para que subiese al coche. Después se instaló tras el volante, cerró su propia puerta y dijo:
—¿Bev?
Ella se quitó el cigarrillo de la boca y giró hacia él, inquisitiva. Tom se la dio con todo: la mano abierta, dura, golpeó su mejilla con fuerza suficiente como para que le cosquilleara la mano, con fuerza suficiente como para que a ella se le estrellara la cabeza contra el respaldo. Sus ojos se ensancharon de sorpresa y dolor… y algo más. Levantó la mano a la mejilla para palparse el calor, el entumecimiento cosquilleante. Y gritó:
—¡Aaaaay! ¡Tom!
Él la miró con los ojos entornados, una sonrisa indiferente, completamente vivo, dispuesto a ver qué pasaría, cómo reaccionaría ella. La polla se le estaba endureciendo en los pantalones, pero apenas se dio cuenta. Eso quedaba para después. Pero ahora, estaban en clase. Repasó lo que acababa de ocurrir. La cara de Bev. ¿Qué había sido esa tercera expresión, desaparecida al cabo de un instante? Primero, la sorpresa. Después, el dolor. Por último, la (nostalgia)
apariencia de un recuerdo… de algún recuerdo. Había estado allí sólo por un momento. Probablemente ella ni siquiera había notado su presencia en su cara y en su mente.
A ver ahora. Estaría en lo primero que ella no dijera. Tom lo sabía como su propio nombre.
No fue: ¡Hijo de puta!
No fue: Adiós, Mr. Macho.
No fue: Hemos terminado, Tom.
Ella se limitó a mirarlo con aquellos ojos de avellana, heridos, desbordantes, y dijo:
—¿Por qué has hecho eso? —Después trató de decir algo más, pero rompió a llorar.
—Tira eso.
—¿Qué? ¿Qué, Tom?
El maquillaje le corría por la cara en rastros lodosos. A él no le molestó. Casi le gustaba verla así. Era una piltrafa, pero también tenía algo de sensual. Algo de arrastrada. Medio lo excitaba.
—El cigarrillo. Tíralo.
El amanecer de la conciencia. Y con ella, la culpa.
—¡Me olvidé! —exclamó ella—. ¡Eso es todo!
—Tíralo, Bev, o te liarás otra.
Beverly bajó el cristal y arrojó el cigarrillo. Luego se volvió hacia él, pálida, asustada, pero también serena.
—No puedes…, no deberías pegarme. Es una mala base para una… una… relación duradera.
Estaba tratando de hallar un tono, un ritmo adulta para hablar, pero fracasaba. Él le había provocado una regresión. Estaba en ese coche con una criatura. Voluptuosa y sensual como un demonio, pero una criatura.
—No poder y no deber son dos cosas distintas, chiquita —dijo Tom, manteniendo la voz serena, aunque por dentro se estremecía—. Y seré yo quien decida qué constituye una relación duradera y qué no. Si lo aguantas, bien; si no, puedes largarte. No voy a detenerte. Podría darte una patada en el culo como regalo de despedida, pero no te detendría. ¿Qué más quieres que te diga?
—Tal vez ya hayas dicho bastante —susurró ella.
Y él volvió a pegarle, más fuerte que la primera vez, porque ninguna mujer podía atreverse con Tom Rogan. Hubiera golpeado a la reina de Inglaterra, si se hubiese atrevido con él.
La mejilla de Beverly chocó contra el tablero acolchado. Su mano buscó el picaporte de la portezuela, pero cayó. Se agazapó en el rincón, como un conejo, con una mano sobre la boca, los ojos grandes, húmedos, asustados. Tom la miró por un momento; después se bajó y rodeó el coche por atrás. Le abrió la portezuela. Su aliento era humo en el negro y ventoso aire de noviembre; el olor del lago llegaba con toda claridad.
—¿Quieres salir, Bev? Te vi buscar el picaporte, así que has de querer salir. Bueno, está bien. Te pedí que hicieras algo y dijiste que lo harías. Después no lo hiciste. ¿Quieres salir? Anda, baja. Qué joder, baja. ¿Quieres bajar de una puta vez?
—No —susurró ella.
—¿Cómo? No te oigo.
—No, no quiero bajar —dijo Beverly en voz algo más alta.
—¿Qué pasa? ¿Esos cigarrillos te provocan afonía? Si no puedes hablar, te conseguiré un megáfono, qué joder. Es tu última oportunidad, Beverly. Habla para que te oiga: ¿quieres bajar de este coche o quieres volver conmigo?
—Quiero volver contigo —contestó ella apretándose las manos sobre el regazo como una chiquilla. No lo miraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Está bien. Bueno. Pero primero repite esto conmigo, Bev. Repite: «Olvidé no fumar delante de ti, Tom».
Ella levantó los ojos, la mirada herida, suplicante, inarticulada. Puedes obligarme a decir esto —rogaban sus ojos—, pero no lo hagas, por favor. No lo hagas. Te amo. ¿No, podemos dejarlo así?
No, no se podía. Porque eso no era, en el fondo, lo que ella deseaba, y ambos lo sabían.
—Dilo.
—Olvidé no fumar delante de ti, Tom.
—Bien. Ahora di: «Perdón».
—Perdón —repitió ella, inexpresiva.
El cigarrillo quedó humeando en el pavimento como un trozo de mecha encendida. Los que salían del teatro les echaban una mirada; un hombre de pie junto a la portezuela abierta de un viejo Vega, una mujer sentada dentro con las manos apretadas en el regazo, la cabeza gacha, las luces recortando la catarata suave de su pelo con un borde dorado.
Tom aplastó el cigarrillo. Lo convirtió en una mancha contra el pavimento.
—Ahora di: «No volveré a fumar sin tu permiso».
—No volveré…
La voz de Beverly comenzó a atascarse.
—… no… n-n-n…
—Dilo, Bev.
—No volveré a f-fumar. Sin tu p-permiso.
Entonces él cerró la portezuela con un golpe y volvió al volante para llevarla a su apartamento del centro. Ninguno de los dos dijo una palabra. La mitad de la relación había quedado establecida en el aparcamiento; la otra mitad se estableció cuarenta minutos después, en la cama de Tom.
Ella no quería hacer el amor, según dijo. Él vio una verdad diferente en sus ojos y en la humedad entre sus piernas. Cuando él le quitó la blusa, sus pezones estaban duros como la roca. Ella gimió al primer roce y lanzó una suave exclamación cuando él chupó, uno primero, el otro después, acariciándolos, inquieto. Beverly le tomó la mano y se la llevó entre las piernas.
—Dijiste que no querías —le recordó Tom.
Y ella apartó la cara… pero no le soltó la mano; por el contrario, el balanceo de sus caderas se aceleró.
Él la empujó hasta echarla de espaldas en la cama… mostrándose suave. En vez de desgarrarle la ropa interior, se la quitó con un cuidado casi gazmoño.
Deslizarse en su interior fue como deslizarse en un aceite exquisito.
Se movió con ella, usándola, pero dejando también que ella lo usara. Beverly tuvo el primer orgasmo casi de inmediato, con un grito, clavándole las uñas en la espalda. Después se mecieron juntos en golpes largos, lentos y en algún momento a él le pareció que había otro orgasmo. Tom llegaba al borde y pensaba en el último partido de béisbol o en quién estaba tratando de quitarle la cuenta de Chesley en el trabajo, para abstraerse. Por fin empezó a acelerar hasta que su ritmo se disolvió en un corcoveo excitado. Le miró la cara: los círculos de rímel, como los de un mapache, el lápiz de labios corrido. Y se sintió súbitamente disparado hacia el abismo, delirante.
Ella sacudió las caderas hacia arriba, más y más; en aquellos tiempos la cerveza no había puesto panza entre ellos, los vientres aplaudieron en ritmo cada vez más veloz.
Cerca del final, ella gritó y le mordió el hombro con dientes pequeños, parejos.
—¿Cuántas veces te corriste? —le preguntó él, después de que ambos se ducharon.
Beverly apartó la cara. Cuando habló, lo hizo con una voz tan baja que a él le costó entender:
—Se supone que no debes preguntar eso.
—¿Ah, no? ¿Quién te lo dijo?
Le tomó la cara con una mano, con el pulgar hundido en una mejilla y los otros dedos en la otra, la palma abarcando el mentón.
—Confiésate con Tom —dijo—. ¿Me oyes, Bev? Cuéntale a papá.
—Tres —reconoció ella, a desgana.
—Bien —dijo él—. Puedes fumar un cigarrillo.
Beverly lo miró con desconfianza, desparramado el pelo rojo sobre las almohadas, cubierta sólo con las bragas. Con sólo verla así, el motor volvía a funcionar. Hizo una señal de asentimiento.
—Anda —insistió—. Está bien.
Tres meses después se casaron en el juzgado. Asistieron dos amigos de Tom; por parte de Beverly, la única amiga presente fue Kay McCall, a quien Tom llamaba «esa zorra feminista».
Todos esos recuerdos pasaron por la mente de Tom en el curso de pocos segundos, como un fragmento cinematográfico acelerado, mientras la observaba desde el marco de la puerta. Ella había abierto el cajón del fondo, el que a veces llamaba «cajón de fin de semana», y estaba arrojando prendas interiores dentro de la maleta. No eran las cosas que a él le gustaban, esos satenes deslizantes, esas sedas suaves. Eran prendas de algodón, cosas de chiquilla casi todas desteñidas y con nudos de elástico reventado en la cintura. Un camisón de algodón que parecía salido de La familia Ingalls. Hundió la mano en el fondo de ese último cajón, para ver qué otra cosa había por allí.
Mientras tanto, Tom Rogan caminó por la alfombra hacia el armario. Estaba descalzo, su marcha fue tan silenciosa como un golpe de brisa. Era el cigarrillo. Eso era lo que lo había vuelto loco. Hacía mucho tiempo que ella no olvidaba aquella primera lección. Había tenido que enseñarle otras desde entonces, muchas otras. Hubo días calurosos en que ella debió usar blusas de mangas largas y hasta abrigos abotonados hasta el cuello. Días grises en que se puso anteojos oscuros. Pero esa primera lección había sido tan súbita y fundamental.
Tom había olvidado la llamada telefónica que lo había arrancado de su profundo sueño. Era el cigarrillo. Si ella volvía a fumar era porque se había olvidado de Tom Rogan. Momentáneamente, por supuesto, sólo momentáneamente, pero aun eso era mucho tiempo. No importaba qué podía ser lo que la hiciera olvidar. Esas cosas no debían suceder en su casa por ningún motivo.
Dentro del armario había un gancho del que colgaba una ancha correa de cuero negro. No tenía hebilla, él se la había quitado hacía mucho tiempo. Estaba doblada en el extremo donde debía haber estado la hebilla y esa sección formaba un lazo en el cual Tom Rogan deslizó la mano.
¡Te has portado mal, Tom! —había dicho su madre, algunas veces. Bueno, tal vez correspondía decir, antes bien, «con frecuencia»—. ¡Ven aquí, Tommy! Tengo que darte una paliza. Una paliza…
Había sido el mayor de cuatro hijos. Tres meses después de nacer la menor, había muerto Ralph Rogan. Bueno, tal vez no correspondía hablar de morir, sino de suicidarse, puesto que había mezclado una generosa cantidad de lejía, endiablado brebaje que tragó sentado en el inodoro. La señora Rogan consiguió trabajo en la planta de Ford. Tom, aunque sólo tenía once años, se convirtió en el hombre de la familia. Y si fallaba, si la nena se ensuciaba en los pañales después de que se iba la niñera y la mierda todavía estaba allí cuando mamá llegaba a casa…, si él se olvidaba de cruzar a Megan en la esquina de Broad Street, después del parvulario y lo veía esa entrometida de la señora Gant…, si Joey hacía un desastre en la cocina mientras él miraba América y su música… si ocurría cualquiera de estas cosas o un millar de otras nimiedades… entonces, cuando los otros chicos estaban ya en la cama, salía a relucir el palo de los castigos y la invocación: Ven, Tom. Tengo que darte una paliza.
Mejor ser el palizador que el apalizado.
Eso, al menos, lo tenía bien aprendido desde que circulaba por la gran autopista con peaje de la vida.
Por lo tanto, sacudió una vez el extremo suelto del cinturón y ajustó el lazo a su mano. Luego cerró el puño. Era una agradable sensación. Lo hacía sentir adulto. La banda de cuero pendía de su puño cerrado como una serpiente negra, muerta. Se le había ido el dolor de cabeza.
Beverly había encontrado una última cosa en el fondo del cajón: un viejo sostén de algodón blanco con copas reforzadas. La idea de que esa tardía llamada pudiera ser de un amante surgió por un instante en la mente de Tom y se hundió otra vez. Era ridículo. Una mujer que va al encuentro de su amante no empaca blusas viejas y ropa interior de algodón con bultitos en los elásticos. Además, ella no era capaz.
—Beverly —dijo suavemente.
Ella giró de inmediato, sobresaltada, con los ojos bien abiertos, la cabellera al vuelo.
El cinturón vaciló…, bajó un poquito. Tom la miró, sintiendo otra vez ese pequeño capullo de intranquilidad. Sí, se la veía como cuando estaban por hacer las grandes exhibiciones, pero en esas ocasiones él no se entrometía comprendiendo que, por estar llena de miedo y agresividad competitiva, era como si su cabeza estuviera inflada con gas combustible; bastaría una chispa para que estallara. Esas exhibiciones no habían sido, para ella, la oportunidad de separarse de Delia Fashions para hacer carrera (y hasta fortuna) por cuenta propia. Eso solo no habría importado. Pero si eso hubiera sido todo, ella no habría tenido ese talento atroz. Para ella, esas exhibiciones habían sido una especie de superexamen en el cual debía medirse con fieros maestros. Lo que ella veía en esas ocasiones era cierta bestia sin rostro. No tenía rostro, pero sí nombre: Autoridad.
Y todo ese nerviosismo de ojos dilatados estaba ahora en su cara. Pero no sólo allí, sino también alrededor de ella, como un aura casi visible, una carga de alta tensión que la tornaba, súbitamente, más tentadora y más peligrosa que nunca en muchos años. Tom sintió miedo porque ella estaba allí, toda allí, la ella esencial, separada de la ella que Tom Rogan quería, la ella que él había hecho.
Beverly parecía sorprendida y asustada. También se la veía excitada casi hasta la locura. Le relucían las mejillas de color, pero tenía parches blancos bajo los párpados inferiores, parecían casi un segundo par de ojos. Su frente relumbraba con una resonancia cremosa.
Y el cigarrillo seguía sobresaliendo de su boca, ahora inclinado hacia arriba, como si se creyese un maldito Franklin Delano Roosevelt. ¡El cigarrillo! Con sólo verlo, la furia sorda se abatió otra vez sobre él en una ola verde. Vagamente, en el fondo de su mente, recordó que una noche, en la oscuridad, ella le había dicho algo, con voz opaca e inquieta:
—Algún día me vas a matar, Tom. ¿Lo sabes? Algún día se te irá la mano y ése será el final. Perderás la chaveta.
Él había contestado:
—Tú haz las cosas a mi modo, Bev, y ese día no llegará jamás.
Antes de que la ira lo borrara todo, se preguntó si no había llegado, al fin y al cabo, ese día.
El cigarrillo. No importaban la llamada, la maleta, su aspecto extraño. Primero arreglarían lo del cigarrillo. Después se acostaría con ella. Y después discutirían el resto. Por entonces, tal vez ni siquiera tuviese importancia.
—Tom —dijo ella—. Tom, tengo que…
—Estás fumando. —Su voz parecía venir desde lejos, como de una radio muy buena—. Parece que lo has olvidado, nena. ¿Dónde los tenías escondidos?
—Mira, lo apago —dijo ella y fue a la puerta del baño. Arrojó el cigarrillo al inodoro (aún desde allí Tom vio las marcas de sus dientes en el filtro). Fsss. Volvió—. Era un viejo amigo, Tom. Un viejísimo amigo. Tengo que…
—¡Que callarte, eso es lo que tienes que hacer! —le gritó él—. ¡Te callas!
Pero el miedo que deseaba ver, miedo a él, no estaba en su cara. Había miedo, pero era algo brotado del teléfono y el miedo no tenía por qué llegar a Beverly desde ese lado. Era casi como si no viera el cinturón, como si no lo viera a él y Tom sintió un goteo de ansiedad. ¿Estaba allí él? La pregunta era estúpida, pero, ¿estaba?
Esa cuestión era tan terrible y elemental que, por un momento, se sintió en peligro de desligarse por completo de su propia raíz, hasta quedar flotando como una semilla de cardo en la brisa fuerte. Pero se dominó. Estaba allí, claro, y basta de cháchara psicológica por esa noche, qué joder. Estaba allí. Era Tom Rogan, Tom Rogan, por Dios, y si ese coño barato no se ponía en línea en los siguientes treinta segundos, quedaría como sacada de entre las ruedas de un tren.
—Tengo que darte una paliza. Lo siento, nena.
Había visto antes esa mezcla de miedo y agresividad, sí. En ese momento, por primera vez, saltó hacia él como un rayo.
—Deja eso —dijo ella—. Tengo que ir al aeropuerto cuanto antes.
¿Estás aquí, Tom? ¿Estás?
Tom apartó ese pensamiento. La banda de cuero que, en otros tiempos, había sido un cinturón, se balanceó lentamente delante de él, como un péndulo. Sus ojos vacilaron, pero de inmediato se prendieron a la cara de Beverly.
—Escúchame, Tom. Hay problemas en la ciudad donde nací. Problemas muy graves. En aquellos tiempos tuve un amigo. Supongo que pudimos haber sido novios, pero todavía no teníamos edad para eso. Él tenía sólo once años y era muy tartamudo. Ahora es novelista. Hasta creo que leíste uno de sus libros… ¿Los rápidos negros?
Le estudiaba la cara, pero él no le dio pistas. Sólo ese péndulo del cinturón, que iba y venía, iba y venía. Permanecía de pie, con la cabeza gacha y las gruesas piernas apartadas. Entonces ella se pasó la mano por el pelo, inquieta, distraída, como si tuviera cosas muy importantes en que pensar y no hubiera visto en absoluto el cinturón. Aquella pregunta horrible, acosadora, volvió a resurgir en la mente de Tom: ¿Estás aquí? ¿Seguro?
—Ese libro estuvo por aquí durante semanas y no lo relacioné. Tal vez debí hacerlo, pero todos somos mayores y hacía muchísimo tiempo que ni siquiera me acordaba de Derry. El caso es que Bill tenía un hermano, George, se llamaba. A George lo mataron antes de que yo conociera a Bill. Lo asesinaron. Y al verano siguiente…
Pero Tom había escuchado ya demasiadas locuras, desde dentro y desde fuera. Avanzó rápidamente, levantando el brazo derecho por encima del hombro, como si fuera a arrojar una jabalina. El cinturón siseó un sendero en el aire. Beverly, al verlo llegar, trató de apartarse, pero se golpeó el hombro derecho contra la puerta del baño y se oyó un carnoso ¡whap! al encontrar el cuero su brazo izquierdo y dejar una magulladura roja.
—Tengo que darte una paliza —repitió Tom. Su voz era cuerda, hasta apenada, pero mostraba los dientes en una sonrisa blanca y helada. Quería ver esa expresión en sus ojos, esa expresión de miedo, terror y vergüenza, la que decía: Sí, tienes razón, me lo merecía. Esa expresión que decía: Sí, estás ahí, siento tu presencia. Entonces volvería el amor y eso estaba bien, era bueno, porque él la amaba, de veras. Hasta podían conversar, si ella quería, sobre quién había llamado y de qué se trataba todo eso. Pero eso sería después. De momento estaban en clase. El viejo uno-dos: primero la paliza, después el sexo.
—Lo siento, nena.
—Tom no hagas e…
Él lanzó el cinturón hacia el costado y vio que le lamía las caderas. Se produjo un satisfactorio chasquido al terminar en la nalga. Y…
¡Por Dios, ella lo estaba sujetando! ¡Estaba sujetando el cinturón!
Por un momento, Tom Regan quedó tan atónito por ese inesperado acto de insubordinación que estuvo a punto de perder el cinturón. Lo habría perdido, de no ser por el lazo, que estaba bien seguro en su puño.
Se lo arrancó de un tirón.
—Nunca más trates de quitarme nada —dijo, ronco—. ¿Me oyes? Si tratas de hacerlo otra vez, te pasarás un mes meando zumo de moras.
—Basta, Tom —dijo Beverly. El tono lo enfureció. Parecía un maestro hablando con un chiquillo caprichoso en el recreo—. Tengo que irme. No es broma. Ha muerto gente y hace tiempo prometí…
Tom oyó muy poco de todo eso. Lanzó un aullido y se arrojó hacia ella con la cabeza gacha, balanceando el cinturón a ciegas. La golpeó una y otra vez, apartándola de la puerta, haciendo que retrocediera a lo largo de la pared. Echó el brazo hacia atrás, la golpeó. Más tarde, por la mañana, no podría levantar el brazo sobre los ojos antes de tragarse tres tabletas de codeína, pero por el momento sólo sabía que ella lo estaba desafiando. No sólo había estado fumando: además había tratado de quitarle el cinturón. Oh, camaradas, oh amigos y vecinos, ella se lo había buscado. Atestiguaría ante el trono de Dios Todopoderoso que ella se lo había buscado y estaba por conseguirlo.
La llevó a lo largo de la pared disparando el cinturón en una lluvia de golpes. Ella mantenía las manos en alto para protegerse la cara, pero el resto de su persona era un blanco fácil. El cinturón emitía gruesos chasquidos de látigo en el silencio de la habitación. Pero ella no gritaba, como solía hacerlo, no le pedía que parase, como de costumbre. Peor aún, no lloraba, como siempre lo hacía. Los únicos ruidos eran el cinturón y la respiración de ambos: la de él, pesada, áspera; la de ella, ligera y rápida.
Beverly se apartó hacia la cama y el tocador que había a un lado. Tenía los hombros rojos de los golpes del cinturón. Su pelo chorreaba fuego. Él la siguió torpemente, más lento, pero grande, muy grande. Había jugado al squash hasta dos años antes, al desgarrarse el tendón de Aquiles. Desde entonces estaba un poco pasado de peso («muy pasado» habría sido una expresión más correcta), pero los músculos seguían allí, como un firme cordaje envainado en la grasa. Aun así, se alarmó un poco por la falta de aliento.
Ella alcanzó el tocador. Tom supuso que se agazaparía allí, tal vez tratando de meterse abajo. Pero lo que hizo fue buscar a tientas… girar en redondo… y de pronto el aire se llenó de proyectiles. Le estaba ametrallando con los cosméticos. Un frasco de perfume francés le golpeó directamente entre las tetillas, cayó a sus pies y se hizo trizas. De pronto lo envolvió un asqueante olor a flores.
—¡Basta! —bramó—. ¡Basta, perra!
En vez de cesar, las manos de Beverly volaban por la superficie de vidrio cogiendo todo lo que allí había, arrojándolo. Él se palpó el pecho, allí donde lo había golpeado la botella, incapaz de creer que ella le hubiera arrojado algo. La tapa de vidrio le había hecho un corte. No era gran cosa, apenas un arañazo triangular, pero cierta dama pelirroja presenciaría la salida del sol desde un hospital, ¿no? Oh, sí, por cierto, una dama que…
Un bote de crema lo golpeó sobre la ceja derecha con súbita fuerza. Oyó un choque sordo que parecía provenir del interior de su cabeza. Una luz blanca estalló en el campo visual de ese ojo. Retrocedió un paso, boquiabierto. Entonces fue un poco de Nivea lo que se estrelló contra su panza con un leve ruido a palmetazo. Y ella estaba… ¿Era posible? ¡Sí! ¡Le estaba gritando!
—¡Me voy al aeropuerto, hijo de puta! ¿Me oyes? ¡Tengo algo que hacer y me voy! ¡Te conviene quitarte de en medio porque ME VOY!
La sangre corrió hasta el ojo derecho de Tom, picante, caliente. Se la limpió con los nudillos.
Permaneció allí por un momento, mirándola como si la viera por primera vez. En cierto sentido, era la primera vez que la veía. Los pechos le subían y bajaban con rapidez. Su rostro echaba fuego, todo rubor y palidez. Tenía los dientes descubiertos en una mueca feroz. Sin embargo, ya había dejado vacía la superficie del tocador. Su depósito de municiones estaba vacío. Él seguía viéndole el miedo en los ojos… pero no era miedo a él.
—Guarda esa ropa —dijo, intentando no jadear. Eso no quedaría bien. Sonaría a debilidad—. Después guardas la maleta y te metes en la cama. Y si haces todo eso, es posible que no te castigue demasiado. Es posible que puedas salir de la casa a los dos días, no a las dos semanas.
—Escúchame, Tom. —Hablaba con lentitud. Su mirada era muy clara—. Si vuelves a acercarte, te voy a matar. ¿Entiendes bien, bolsa de tripas? Te voy a matar.
Y de pronto —tal vez por el odio de su cara, por el desprecio, tal vez porque lo había llamado bolsa de tripas o tal vez por el modo rebelde en que subían y bajaban sus pechos —el miedo lo sofocó. No era un pimpollo ni una flor, sino todo un maldito jardín, el miedo, el miedo horrible de no estar allí.
Tom Rogan se precipitó contra su mujer, esta vez sin aullar. Llegó silencioso como un torpedo abriendo camino en el agua. Probablemente, su intención ya no era sólo golpear y someter, sino hacerle lo que ella, tan descaradamente, había prometido hacerle a él.
Pensó que ella huiría, probablemente hacia el baño. Tal vez, hacia la escalera. Pero se mantuvo firme. Su cadera golpeó contra la pared cuando echó todo su peso contra el tocador, empujándolo hacia arriba, hacia él, sus palmas sudadas hicieron que se le resbalaran las manos y se rompió dos uñas a la altura de la raíz.
Por un momento, la mesa se tambaleó, inclinada, hasta que ella volvió a impulsarse hacia adelante. El tocador valseó sobre una sola pata, mientras el espejo reflejaba la luz, arrojando un breve acuario contra el cielo raso. Por fin, se inclinó hacia fuera. Su borde se clavó en los muslos de Tom, derribándolo. Se oyó un tintineo musical, mientras los frascos se hacían trizas dentro. Tom vio que el espejo se estrellaba a su izquierda y levantó un brazo para protegerse los ojos; así perdió el cinturón. El vidrio se hizo añicos en el suelo, plata por el dorso. Algún fragmento se le clavó, haciendo brotar la sangre.
Ahora sí, Beverly lloraba, el aliento le brotaba en fuertes sollozos, casi alaridos. Una y otra vez se había imaginado abandonando a Tom, abandonando su tiranía tal como lo había hecho con la de su padre, marchándose furtivamente en la noche, con las maletas apiladas en el maletero de su Cutlass. No era estúpida, por cierto, ni siquiera en ese momento, de pie en el borde de ese desastre increíble, no era tan estúpida como para pensar que no había amado a Tom, que no lo amaba aún, de algún modo. Pero eso no evitaba que le tuviera miedo…, que lo odiara…, ni que se despreciara a sí misma por haberlo elegido sobre la base de oscuras razones sepultadas en tiempos que habrían debido quedar en el pasado. Su corazón no se quebraba, antes bien, parecía estar asándose en su pecho, fundiéndose. Sintió miedo de que el calor de su corazón aniquilara pronto su cordura en un incendio.
Pero sobre todas las cosas, martilleando sin cesar en el fondo de su mente, oía la voz seca y tranquila de Mike Hanlon: Ha vuelto, Beverly… ha vuelto…, y prometiste…
El tocador se levantó y volvió a caer. Dos. Una tercera. Parecía estar respirando.
Moviéndose con cuidadosa agilidad, con la boca vuelta hacia abajo en las comisuras, torcida como en el preludio de alguna convulsión, caminó alrededor de la mesa caída, pisando de puntillas entre los fragmentos de vidrio y sujetó el cinturón en el momento justo en que Tom arrojaba el tocador a un lado. Entonces retrocedió, deslizando la mano en el lazo. Sacudió el pelo para quitárselo de los ojos y se quedó observando lo que él iba a hacer.
Tom se levantó. Un fragmento del espejo le había provocado un corte en la mejilla. Un tajo en diagonal trazaba una línea, fina como un hilo, a través de su ceja. La miró bizqueando, mientras se levantaba lentamente, y ella vio que tenía gotas de sangre en los calzoncillos.
—Dame ese cinturón —ordenó.
Ella, en cambio, se lo envolvió dos veces en la mano y lo miró desafiante.
—Deja eso, Bev. Ahora mismo.
—Si te acercas, te mataré a latigazos. —Las palabras surgían de su boca, pero le parecía imposible estar pronunciándolas. Y de cualquier modo, ¿quién era ese cavernícola de calzoncillos ensangrentados? ¿Su esposo, su padre? ¿El amante de sus tiempos de universidad, el que le había roto la nariz una noche, al parecer por capricho? Oh, Dios, ayúdame —pensó—. Ahora ayúdame. Y su boca seguía hablando—. Sabes que puedo. Eres gordo y lento, Tom. Me voy, y creo que no voy a volver. Creo que esto ha terminado.
—¿Quién es ese tal Denbrough?
—Olvídalo. Fui…
Se dio cuenta, casi demasiado tarde, de que la pregunta había sido una treta para distraerla. Tom cargó antes de que la última palabra hubiera surgido de su propia boca. Beverly agitó el cinturón en un arco, el ruido que produjo al chocar contra la boca de Tom fue el ruido de un corcho empecinado al salir de la botella.
Tom chilló, apretándose las manos contra la boca, con los ojos enormes, doloridos, espantados. Por entre los dedos comenzó a correr la sangre filtrándose por el dorso de las manos.
—¡Me has roto la boca, puta! —aulló, sofocado—. ¡Ah, Dios, me has roto la boca!
Volvió a atacarla, estirando las manos, con la boca convertida en un manchón rojo. Sus labios parecían partidos en dos lugares. Uno de sus incisivos había perdido la corona. Ante la mirada de Beverly, él la escupió a un lado. Una parte de ella retrocedía, apartándose de esa escena, asqueada y gimiendo, con el deseo de cerrar los ojos. Pero esa otra Beverly sentía la exaltación de un condenado a muerte liberado por un terremoto. A esa Beverly le gustaba mucho todo aquello. ¡Ojalá te la hubieras tragado!, pensaba ella. ¡Ojalá te hubieras ahogado con ella!
Fue esa última Beverly la que descargó el cinturón por última vez, el mismo cinturón con que él la había golpeado en las nalgas, las piernas, los pechos. El cinturón que él había usado incontables veces en los últimos cuatro años. La cantidad de golpes recibidos dependía de lo mal que una se portara. ¿Tom llega a casa y la cena está fría? Dos con el cinturón. ¿Bev se queda trabajando hasta tarde en el estudio y se olvida de llamar a casa? Tres con el cinturón. Vaya, vean esto: Beverly se buscó otra multa por aparcamiento. Uno con el cinturón… en los pechos. Él era bueno. Rara vez magullaba. Y ni siquiera hacía doler tanto. Descontando la humillación. Eso sí lastimaba. Y lo que más lastimaba era saber que una parte de ella quería ese dolor. Quería esa humillación.
Esta última vez va por todas, pensó. Y bajó el brazo.
Lo bajó desde el costado y el cinturón cruzó los testículos de Tom con un ruido enérgico, pero denso, como el que hace una mujer al apalear una alfombra. Bastó con eso. Tom Rogan perdió las ganas de pelear.
Lanzó un chillido agudo, sin fuerza, y cayó de rodillas como para rezar. Tenía las manos entre las piernas y la cabeza echada hacia atrás. En el cuello le sobresalían los tendones. Su boca era una mueca trágica de dolor. Su rodilla izquierda descendió directamente sobre un trozo ganchudo de vidrio, parte del frasco de perfume. Rodó silenciosamente de costado, como una ballena, apartando una mano de las pelotas para sujetarse la rodilla sangrante.
La sangre, pensó ella. Por Dios, está sangrando por todas partes.
Sobrevivirá, replicó fríamente esa nueva Beverly, la que parecía haber surgido con la llamada telefónica de Mike Hanlon. Los tipos como él siempre sobreviven. Pero sal volando de aquí antes de que él decida seguir con el baile. O antes de que resuelva ir al sótano a buscar su Winchester.
Retrocedió sintiendo una punzada de dolor en el pie. Había pisado un trozo de espejo. Se agachó para coger la maleta, sin quitar los ojos de Tom. Retrocedió hasta la puerta y salió al pasillo. Tenía la maleta delante de ella, con las dos manos y le golpeaba las piernas al caminar. Su pie herido iba dejando huellas sangrientas. Cuando llegó a la escalera, giró en redondo y bajó deprisa sin permitirse pensar. Sospechaba que, de cualquier modo, ya no le quedaban pensamientos coherentes, al menos por el momento.
Sintió un leve roce contra la pierna y gritó.
Al bajar la vista vio que era el extremo del cinturón, aún envuelto en su mano. Bajo aquella luz opaca se parecía más que nunca a una serpiente muerta. Lo arrojó por encima de la barandilla con una mueca de asco y lo vio aterrizar en la alfombra del vestíbulo, hecho una S.
Al pie de la escalera, cruzó los brazos para coger el ruedo de su camisón de encaje blanco y se lo quitó por la cabeza. Estaba manchado de sangre y no quería tenerlo puesto un segundo más. Lo dejó caer a un lado, flotó hacia el gomero puesto junto a la puerta del salón, como un paracaídas de encaje. Desnuda, se agachó hacia la maleta. Sus pezones estaban fríos y duros como balas.
—¡BEVERLY, SUBE INMEDIATAMENTE!
Lanzó una exclamación y dio un respingo, pero volvió a inclinarse hacia la maleta. Si él estaba lo bastante fuerte como para gritar así, ella tenía menos tiempo del que había pensado. Abrió la maleta y sacó una blusa, bragas y un viejo par de vaqueros. Se los puso precipitadamente, de pie junto a la puerta, sin apartar la vista de la escalera. Pero Tom no apareció allá arriba. Aulló su nombre dos veces más. En cada ocasión el sonido la hizo retroceder, con los ojos acosados y los labios descubriendo los dientes en una mueca inconsciente.
Se abotonó la blusa a toda velocidad. Le faltaban los dos botones de arriba (resultaba irónico que cosiera tan poco para ella misma); probablemente parecería una prostituta buscando al último cliente de la noche. Pero no había remedio.
—¡TE VOY A MATAR, MALA PUTA! ¡MALDITA ZORRA!
Cerró de un golpe la maleta y le echó el cerrojo. El brazo de una camisa quedó fuera, como una lengua. Echó un vistazo en derredor, apresuradamente, intuyendo que jamás volvería a ver esa casa.
Sólo descubrió alivio ante la idea. Así pues, abrió la puerta y salió.
Estaba a tres manzanas de distancia, caminando sin tener muy en claro adónde iba, cuando se dio cuenta de que todavía estaba descalza. El pie que se había cortado, el izquierdo, le palpitaba sordamente. Tenía que ponerse algún calzado y eran casi las dos de la madrugada. Su billetera y sus tarjetas de crédito estaban en la casa. Metió la mano en los bolsillos del vaquero y sólo sacó un poco de pelusa. No tenía un centavo. Miró en derredor: un vecindario residencial, casas bonitas, prados pulcros, canteros y ventanas oscuras.
Y de pronto se echó a reír.
Beverly Rogan, sentada en un muro de piedra, con la maleta entre los pies sucios, reía. Habían salido las estrellas. ¡Y cómo brillaban! Inclinó la cabeza hacia atrás y se rió de ellas. Ese descabellado entusiasmo corría por ella otra vez; como una ola que la levantara, llevándola, purificándola, una fuerza tan poderosa que cualquier pensamiento consciente se perdía en ella; sólo el pensamiento de la sangre y su voz única, poderosa, le hablaban con algún inarticulado sistema del deseo, aunque no sabía ni le importaba saber qué deseaba. Deseo, pensó. Y dentro de ella, aquella marea de entusiasmo pareció cobrar velocidad precipitándose hacia alguna rompiente inevitable.
Se rió de las estrellas, asustada, pero libre; el terror era agudo como el dolor y dulce como una manzana madura. Cuando se encendió una luz, en un dormitorio del piso superior de la casa a la que pertenecía ese muro de piedra, levantó la maleta y huyó hacia la noche, siempre riendo.
Bill Denbrough se coge la excedencia
—¿Que te vas? —repitió Audra.
Lo miró, desconcertada, con un poco de miedo, después levantó los pies descalzos y los escondió bajo el cuerpo. El suelo estaba frío. Pensándolo bien, toda la cabaña estaba fría. El sur de Inglaterra había estado pasando por una primavera excepcionalmente húmeda. Más de una vez, en sus habituales paseos por la mañana y por la tarde, Bill Denbrough se sorprendía pensando en Maine… pensando, de un modo sorprendido y vago, en Derry.
Se suponía que la cabaña tenía calefacción central, así lo decía el anuncio, y había, por cierto, una caldera en el diminuto sótano, escondida en lo que, en otros tiempos, había sido una carbonera. Pero él y Audra habían descubierto, apenas iniciada la filmación, que los británicos no tenían de la calefacción central la misma idea que los norteamericanos. Al parecer, para los británicos había calefacción central siempre que uno no orinara un carámbano de hielo al levantarse. En ese momento era de mañana, apenas las ocho menos cuarto. Bill había colgado el teléfono cinco minutos antes.
—No puedes irte así, Bill. Los sabes muy bien.
—Es preciso —dijo él. Al otro lado de la habitación había un bar. Se acercó para tomar una botella de Glenfiddich del último estante y se sirvió una copa. Parte de la bebida cayó fuera del vaso—. Mierda —murmuró.
—¿De quién era la llamada? ¿Qué es lo que te asusta, Bill?
—No estoy asustado.
—¿Ah, no? ¿Siempre te tiemblan así las manos? ¿Siempre tomas una copa antes de desayunar?
Bill volvió a su silla con la bata revoloteándole contra los tobillos y se sentó. Trató de sonreír, pero fue un esfuerzo triste al que renunció enseguida.
En el televisor, el locutor de la «BBC» desenvolvía su paquete de malas noticias matinales antes de pasar al resultado de los últimos partidos de fútbol. Al llegar a la pequeña aldea suburbana de Fleet, un mes antes de iniciarse la filmación, ambos se habían maravillado de la calidad técnica de la televisión británica; con un buen aparato, uno tenía la sensación de que podía meterse en la escena. Tiene más líneas o algo así, dijo Bill. No sé por qué, pero es una maravilla, había replicado Audra. Eso fue antes de descubrir que gran parte de los programas eran norteamericanos, como el de Dallas o interminables espectáculos deportivos que iban de lo arcano y aburrido (campeonatos de dardos, en los que todos los participantes parecían luchadores hipertensos) a lo simplemente aburrido (el fútbol británico era malo; el críquet, aún peor).
—Últimamente he estado pensando mucho en casa —dijo Bill y tomó un sorbo de su bebida.
—¿En casa? —se extrañó ella, tan honradamente que él rió.
—¡Pobre Audra! Casi once años de matrimonio con un tío y no sabes nada de él. ¿Qué sabes de eso? —Volvió a reír y consumió el resto de la bebida. Su risa gustó tan poco a la mujer como lo de verlo con un vaso de whisky en la mano a esa hora de la mañana. Esa carcajada sonaba como si quisiera ser, en realidad, un aullido de dolor—. Me gustaría saber si alguno de los otros tiene una esposa o un marido que estén descubriendo, en este momento, lo poco que saben. Supongo que sí, forzosamente.
—Sé que te amo, Billy —dijo ella—. Durante once años eso ha sido bastante.
—Lo sé. —Le sonrió. Fue una sonrisa dulce, cansada y asustada.
—Por favor. Cuéntame qué ocurre.
Lo miraba con sus adorables ojos grises, sentada en esa casa alquilada, con los pies escondidos bajo el ruedo de su camisón, la mujer con la que se había casado por amor, la que aún amaba. Trató de ver a través de sus ojos para averiguar qué sabía ella. Trató de verlo como si fuera un cuento. Podía, pero era un cuento que jamás se vendería.
He aquí a un pobre muchachito del Estado de Maine que va a la universidad gracias a una beca. Durante toda su vida ha querido ser escritor, pero cuando se inscribe en los cursos literarios se encuentra perdido, sin brújula, en una tierra extraña y atemorizante. Hay un tipo que quiere ser Updike. Otro desea ser Faulkner en versión de Nueva Inglaterra, sólo que quiere escribir novelas sobre la triste vida de los pobres en versos libres. Hay una muchacha que admira a Joyce Carol Oates, pero piensa que, por haber sido nutrida en una sociedad sexista, Oates es radiactiva en un sentido literario. Oates no puede ser limpia, dice esta muchacha. Ella será más limpia. También está el graduado gordo y bajito, que no puede hablar sino en murmullos. Ese tío ha escrito una obra en la que participan doce personajes. Cada uno de ellos dice una única palabra. Poco a poco, los espectadores se dan cuenta de que, al reunir esas palabras sueltas, se obtiene la frase: «La guerra es la herramienta de los sexistas mercaderes de muerte». La obra de este tío es calificada con un sobresaliente por el hombre que dicta el Seminario de Literatura Creativa. Ese instructor ha publicado cuatro libros de poesía y sus tesis de licenciatura, todo en la imprenta de la universidad. Fuma marihuana y usa un medallón con el símbolo de la paz. La obra del gordo murmurador es representada por un grupo teatral guerrillero durante la huelga contra la guerra que clausura el recinto universitario en mayo de 1970. El instructor representa a uno de los personajes.
Mientras tanto, Bill Denbrough ha escrito un relato de misterio del tipo «cuarto cerrado», tres de ciencia-ficción y varios de terror, que están en deuda con Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft y Richard Matheson. En años posteriores dirá que esos relatos se parecían a una carroza fúnebre en 1850, equipada con un motor de carreras y pintada de rojo chillón.
Uno de los relatos de ciencia-ficción vuelve con una mención honorífica.
«Éste es mejor —escribe el instructor, en la carátula—. En el rompehuelgas alienígena vemos el círculo vicioso en el que la violencia engendra violencia. Me gustó, especialmente, la nave espacial con “morro de aguja”, como símbolo de la incursión sociosexual. Aunque esto se mantiene en una sugerencia algo confusa, resulta interesante».
Los otros no consiguen nada mejor que un aceptable.
Por fin, un día, se levanta en medio de la clase, después de que se ha analizado la viñeta de una joven cetrina, donde se habla de una vaca examinando un motor abandonado en un campo desierto (eso puede ser o no después de una guerra nuclear) durante setenta minutos, poco más o menos. La joven cetrina, que fuma un cigarrillo tras otro y se pellizca ocasionalmente los granos de las sienes, insiste en que la viñeta es una declaración sociopolítica, a la manera de Orwell en sus primeros tiempos. La mayor parte de la clase está de acuerdo, incluido el instructor, pero la discusión sigue y sigue.
Cuando Bill se pone de pie, toda la clase lo mira. Es alto y tiene cierta presencia.
Hablando con cuidado, sin tartamudear (hace más de cinco años que no tartamudea), dice:
—No comprendo esto en absoluto. No comprendo nada de todo esto. ¿Es forzoso que un relato deba ser socioalgo? Política…, cultura…, historia…, ¿no son ingredientes naturales de cualquier relato, si está bien contado? Es decir… —Mira en derredor, ve ojos hostiles y comprende, oscuramente, que lo consideran una especie de ataque. Tal vez lo sea. Están pensando que quizá tengan a un sexista mercader de la muerte entre ellos—. Es decir… ¿ustedes no pueden permitir que un relato sea, simplemente, un relato?
Nadie responde. El silencio sale como el hilo de una rueca. Bill sigue allí, de pie, pasando la vista de un par de ojos indiferentes al que sigue. La muchacha cetrina lanza bocanadas de humo y apaga los cigarrillos en un cenicero que ha traído en su mochila.
Por fin, el instructor dice suavemente, como si hablara con un niño en medio de un berrinche inexplicable:
—¿Te parece que William Faulkner no hacía otra cosa que contar relatos? ¿Te parece que a Shakespeare sólo le interesaba hacer dinero? Vamos, Bill, dinos qué opinas.
Después de una larga pausa en la que estudia honradamente la pregunta, Bill contesta:
—Opino que eso está bastante cerca de la verdad.
—Creo —dice el instructor, jugando con su bolígrafo y sonriendo a Bill con los ojos entrecerrados— que aún tienes muchísimo que aprender.
El aplauso se inicia en algún punto de la parte trasera del salón.
Bill se va… pero vuelve a la semana siguiente, decidido a no cejar. Mientras tanto, ha escrito un relato titulado Lo oscuro, sobre un niño que descubre un monstruo en el sótano de su casa. El niño se enfrenta al monstruo, lucha con él y acaba por matarlo. Bill siente una especie de exaltación sagrada mientras lo escribe; hasta le parece que no está escribiendo, sino que permite que el relato fluye a través de él. En cierto instante deja el bolígrafo y saca su mano, acalorada y dolorida, al frío del invierno, donde sus dedos casi echan humo por el cambio de temperatura. Se pasea por un rato, con sus botas verdes cortadas, que chirrían en la nieve como diminutas bisagras sin aceitar. El relato parece abultarle la cabeza. Le da un poco de miedo el modo en que necesita salir. Siente que, si no consigue salir a través de su mano apresurada, le hará estallar los ojos en su urgencia por escapar y convertirse en algo concreto. «Ahora sí que lo hago polvo», confiesa a la ventosa oscuridad invernal y ríe un poco…, una risa estremecida. Se da cuenta de que, por fin, ha descubierto cómo hacerlo. Después de intentarlo durante diez años, de pronto ha hallado el botón de arranque en esa gran excavadora muerta que tanto espacio ocupa dentro de su cabeza. Y se ha puesto en marcha. No estaba hecha para llevar a los bailes a las chicas bonitas. No es un símbolo de estatus. Es algo serio. Puede acabar con todo. Y si él no se anda con cuidado, acabará también con él.
Corre dentro y termina Lo oscuro como si estuviera al rojo. Después de escribir hasta las cuatro de la madrugada, por fin se queda dormido sobre la carpeta. Si alguien le hubiera sugerido que, en realidad, estaba escribiendo sobre George, su hermano, se habría sorprendido. Hace años que no piensa en George… Al menos, eso cree, honestamente.
El relato vuelve con un insuficiente garabateado en la página del título. Abajo, el tutor ha garabateado dos palabras en letras mayúsculas. BASURA, chilla una. MIERDA, aúlla la otra.
Bill lleva el manuscrito de quince páginas a la estufa de leña y abre la portezuela. Está a punto de arrojarlo al interior cuando capta, de pronto, lo absurdo de lo que está haciendo. Se sienta en su mecedora, contempla un póster de Grateful Dead y se echa a reír. ¿Mierda? ¡Bueno, que sea mierda! ¡El mundo está lleno de ella!
—¡Que el mundo se venga abajo! —exclama Bill y ríe hasta que le brotan lágrimas de los ojos y le ruedan por la cara.
Vuelve a mecanografiar la página del título para reemplazar la que exhibe la opinión del instructor y envía el cuento a una revista para hombres, llamada White Tie (aunque, por lo que Bill puede apreciar, debería llamarse Mujeres Desnudas con Cara de Drogadictas). Su manoseado catálogo de editores dice que aceptan cuentos de terror. Los dos números que ha comprado contenían, por cierto, cuatro relatos de ese tipo entre las mujeres desnudas y la publicidad de películas pornográficas y productos para la potencia sexual. Uno de ellos, escrito por alguien llamado Dennis Etchison, es bastante bueno.
Envía Lo oscuro sin grandes esperanzas (ha ofrecido varios cuentos a diversas revistas sin conseguir otra cosa que notas de rechazo), pero queda asombrado y en la gloria cuando el editor de White Tie lo compra por doscientos dólares, pagaderos en el momento de su publicación. El hombre agrega una breve nota diciendo que es el mejor cuento de terror desde que Ray Bradbury publicó El frasco. «Es una lástima que sólo vayan a leerlo unas setenta personas de costa a costa», agrega, pero a Bill Denbrough no le importa. ¡Doscientos dólares!
Se presenta a su tutor con una nota de renuncia al Seminario de Literatura Creativa. Su tutor la firma. Bill Denbrough pega la nota a la elogiosa carta del editor y clava ambas cosas en el tablón de anuncios, junto a la puerta de su instructor. En la esquina del tablero hay una historieta antibélica. Y de pronto, como moviéndose por cuenta propia, sus dedos sacan el bolígrafo del bolsillo y cruzan la tira cómica: Si la ficción y la política llegan, alguna vez, a ser intercambiables, voy a suicidarme, porque ya no sabré qué hacer. La política cambia siempre, ¿se dan cuenta? Los cuentos, jamás. —Hace una pausa, a continuación, sintiéndose un poco bajo, pero sin poder evitarlo, agrega—: Creo que ustedes tienen mucho que aprender.
Tres días después le vuelve, por correspondencia su nota de renuncia. El instructor la ha firmado. En el espacio designado para calificación en el momento de dejar el curso, no ha puesto el «incompleto» o el «regular» que habría correspondido por las notas obtenidas. Hay, en cambio, un furioso «insuficiente» plantado sobre la línea. Abajo, el instructor ha escrito: «¿Usted cree que el dinero demuestra algo, Denbrough?».
—Bueno, en realidad, sí —dice Bill Denbrough a su apartamento vacío.
Y una vez más comienza a reír como enloquecido.
En su último año de universidad se atreve a escribir una novela porque no tiene idea de lo que está emprendiendo. Escapa de la experiencia rasguñado y con miedo… pero vivo y con un manuscrito de casi quinientas páginas. Lo envía a The Viking Press, sabiendo que será la primera de muchas paradas para su libro, que trata de fantasmas… pero le gusta el logotipo de Viking y la editorial es, por lo tanto, un buen sitio para comenzar. En realidad, la primera parada es también la última. Viking compra el libro… y así comienza el cuento de hadas para Bill Denbrough. El antiguo Bill el Tartaja alcanza el éxito a la edad de veintitrés años. Tres años más tarde, a cuatro mil quinientos kilómetros de Nueva Inglaterra, logra una extraña especie de celebridad al casarse con una estrella de cine, cinco años mayor que él, en la iglesia de Hollywood.
Los periodistas dedicados al cotilleo del espectáculo le auguran siete meses de duración. Según dicen, la única duda es si acabará en divorcio o en anulación. Los amigos (y enemigos) de ambas partes tienen, más o menos, la misma sensación. Dejando a un lado la diferencia de edad, las disparidades son asombrosas. Él es alto, se está quedando calvo y se inclina un poco hacia la gordura; habla lentamente cuando está acompañado y, a veces, parece casi inarticulado. Audra, por el contrario, es una estatuaria belleza de pelo castaño rojizo. Se parece menos a una mujer terrestre que a una criatura de cierta raza superior y divina.
Se ha contratado a Bill para que escriba el guión de su segunda novela, Los rápidos negros, sobre todo porque el derecho a hacer al menos el primer borrador es una condición de venta inmutable, aunque su agente gimiera, considerándolo una locura. El borrador ha resultado bastante bueno, por cierto, y ha sido invitado a Universal City para reelaboraciones y reuniones de producción.
Su agente es una mujer menuda, llamada Susan Browne. Mide, exactamente, un metro y medio de estatura. Es violentamente enérgica y aún más violentamente enfática.
—No lo hagas, Billy —le aconseja—. Despídete del asunto. Tienen mucho dinero invertido en eso y pueden conseguir que alguno de los buenos escriba el guión. Hasta Goldman, tal vez.
—¿Quién?
—William Goldman, el único buen escritor que se dedicó a eso y consiguió las dos cosas.
—¿De qué estás hablando, Suze?
—Se quedó allí y sigue bien —dijo ella—. Las posibilidades de lograr eso son como las de curarse de un cáncer de pulmón: se puede, pero ¿quién hace el intento? Te quemarás en sexo y alcohol. O en alguna de esas nuevas drogas. —Los ojos pardos de Susan, enloquecedoramente fascinantes, chisporrotean con vehemencia en su dirección—. Y si encargan el trabajo a cualquier inepto y no a alguien como Goldman, ¿qué importa? El libro está seguro. No le pueden cambiar una palabra.
—Susan…
—¡Escucha, Billy! Cobra tu dinero y huye. Eres joven y fuerte. Eso es lo que les gusta. Si vas, primero te cercenarán la autoestima; después, la capacidad de escribir diez palabras seguidas. Pero lo peor es que te quitarán los testículos. Escribes como un adulto, pero eres sólo un niño con la frente muy grande.
—Tengo que ir.
—¿Alguien se tiró un pedo aquí dentro? —contraataca ella—. Porque aquí apesta.
—En serio. Tengo que hacerlo.
—¡Por Dios!
—Necesito alejarme de Nueva Inglaterra. —Tiene miedo de decir lo que viene a continuación, porque es como pronunciar una maldición, pero se lo debe—. Tengo que irme lejos de Maine.
—¿Por qué?
—No sé, pero así es.
—¿Me estás diciendo algo real, Billy, o hablas simplemente como escritor?
—Es real.
Durante esta conversación están juntos en la cama. Ella tiene los pechos pequeños como melocotones, dulces como melocotones. Él la ama mucho, pero no como ambos saben que sería bueno amar. Ella se sienta, con un revoltijo de sábanas en el regazo, y enciende un cigarrillo. Está llorando, pero lo más probable es que crea que Bill no lo sabe. Hay sólo un brillo en sus ojos. Parece más prudente no mencionar el asunto. Aunque él no la ame como sería bueno amar, le tiene muchísimo afecto.
—Está bien, vete —dice ella, con voz seca y profesional, girando en su dirección—. Cuando estés listo, si todavía tienes fuerzas, dame un telefonazo. Yo iré a recoger los pedazos… si queda alguno.
La versión fílmica de Los rápidos negros se titula El foso del demonio negro, y Audra Phillips representa el personaje femenino principal. El título es horrible, pero la película resulta bastante buena. Y él sólo pierde una parte de sí en Hollywood: su corazón.
—Bill —dijo Audra otra vez, arrancándolo de esos recuerdos.
Él vio que había apagado el televisor. Miró por la ventana y vio la niebla que hociqueaba los vidrios.
—Te explicaré todo lo que pueda —dijo—. Es lo menos que mereces. Pero antes debes hacer dos cosas por mí.
—De acuerdo.
—Prepárate otra taza de té y dime qué sabes de mí. O qué crees saber.
Ella lo miró intrigada. Luego fue hacia el aparador.
—Sé que eres de Maine —dijo, sirviéndose el té. Aunque no era inglesa, su voz había adquirido un dejo de entonación británica, secuela de la parte representada en El desván, la película por cuya filmación estaban allí. Era el primer libreto original de Bill. También se le había ofrecido la dirección, pero la había rechazado, gracias a Dios; de lo contrario, viajar ahora habría sido arruinarlo todo por completo. Sabía lo que iban a decir todos los del equipo: por fin Bill Denbrough muestra la hilacha, otro maldito escritor más loco que rata de letrina.
Bien sabía Dios que se sentía bastante loco en esos instantes.
—Sé que tenías un hermano al que querías mucho y que murió —prosiguió Audra—. Sé que creciste en una ciudad llamada Derry. Te mudaste a Bangor unos dos años después de la muerte de tu hermano y a los catorce, a Portland. Sé que tu padre murió de cáncer de pulmón cuando tenías diecisiete. Y escribiste un éxito de ventas cuando todavía estabas en la universidad, manteniéndote con una beca y un trabajo de media jornada en una empresa textil. Eso tiene que haberte parecido muy extraño… El cambio de ingresos, de perspectivas…
Cuando volvió a su lado, él le vio, en la cara, que acababa de darse cuenta de los espacios ocultos entre ambos.
—Sé que escribiste Los rápidos negros un año después y viniste a Hollywood. Y la semana antes de iniciarse la filmación, conociste a una mujer muy complicada, llamada Audra Philips, que sabía, en parte, lo que estabas pasando, lo de esa descabellada incomprensión, porque había sido, sencillamente, Audrey Philpott hasta cinco años antes. Y esa mujer se estaba ahogando…
—No, Audra.
Ella le sostuvo la mirada, serena.
—Oh, ¿por qué no? Seamos francos y llamemos a las cosas por su nombre. Me estaba ahogando. Descubrí las anfetaminas dos años antes de conocerte; un año después, la cocaína, que era todavía mejor. Una anfeta en la mañana, coca por la tarde, vino por la noche y un Valium a la hora de acostarme: las vitaminas de Audra. Demasiadas entrevistas importantes, demasiados papeles buenos. Daba risa de tan parecida a los personajes de Jacqueline Susann. ¿Sabes cómo imagino ahora ese período, Bill?
—No.
Ella bebió un sorbo de té sin dejar de mirarlo a los ojos y sonrió.
—Era como correr por la rampa móvil del aeropuerto de Los Ángeles, ¿comprendes?
—No, no del todo.
—Es una rampa móvil de unos cuatrocientos metros.
—Conozco la rampa, pero no sé qué estás…
—Si te quedas de pie en ella, te lleva hasta la zona de entrega de equipaje. Pero no hace falta que te quedes inmóvil, puedes caminar o correr y parecería que lo estás haciendo como de costumbre porque tu cuerpo olvida que estás agregando velocidad a la de la rampa. Por eso al final han puesto esos letreros que dicen Circule despacio, rampa móvil. Cuando te conocí, me sentía como si hubiera salido a toda carrera de esa rampa a un suelo que ya no se movía. Mi cuerpo iba nueve kilómetros por delante de mis pies. No se puede mantener el equilibrio. Tarde o temprano te caes de narices. Pero yo no me caí, porque tú me sostuviste.
Apartó el té para encender un cigarrillo sin dejar de mirarlo. Él sólo vio que le temblaban las manos por el imperceptible estremecimiento de la llama que se movió de lado a lado antes de encontrar el extremo del cigarrillo.
Ella aspiró profundamente y exhaló un veloz chorro de humo.
—¿Qué otra cosa sé de ti? Sé que pareces tenerlo todo controlado. Nunca se te ve con prisa por pasar a la próxima copa, a la próxima reunión, a la próxima fiesta. Pareces convencido de que todo eso estará allí… si lo deseas. Hablas despacio. Supongo que es, en parte, por el acento de Maine, pero sobre todo por tu modo de ser. Entre todos los hombres que conozco, fuiste el primero que se atrevió a hablar despacio. Yo tenía que aminorar la marcha para escucharte. Cuando te miraba, Bill, veía a alguien que jamás corría en la rampa móvil, porque estaba seguro de que la rampa lo llevaría a su destino. Parecía no haberte tocado la histeria y la exageración. No alquilaste un Rolls Royce para lucirlo los sábados por la tarde con tu propio nombre grabado en las placas. No tenías un agente de prensa para que hiciera publicar artículos en las revistas de cotilleos. Nunca te presentaste en esos programas de entrevistas para lucirse.
—A los escritores no los invitan, a menos que sepan hacer trucos con las cartas o algo similar —dijo él, sonriendo—. Es como una ley nacional.
Pensó que ella también sonreiría, pero no fue así.
—Sé que siempre estuviste a mano cuando te necesité. Cuando salí volando de la rampa móvil. Tal vez me salvaste de tragar la píldora que no correspondía después de haber bebido demasiado. O tal vez yo habría salido a flote de todos modos y no hago sino dramatizar. Pero… no lo creo así. Adentro, donde estoy yo, no me lo parece.
Apagó el cigarrillo, al que sólo había dado dos caladas.
—Sé que, desde entonces, nunca me has fallado. Ni yo a ti. Nos entendemos en la cama. Antes, eso me importaba muchísimo. Pero también nos entendemos fuera de ella y ahora eso me parece más importante. Siento que podría envejecer contigo sin dejar de ser valiente. Sé que bebes demasiada cerveza y que no haces suficiente ejercicio. Sé que algunas noches tienes pesadillas…
Él se sobresaltó. Fue un desagradable sobresalto. Casi un susto.
—Nunca sueño.
Ella sonrió.
—Eso dices a los periodistas cuando te preguntan de dónde sacas las ideas. Pero no es cierto. A menos que, cuando gruñes toda la noche, sea por indigestión. Y no creo que sea eso, Billy.
—¿Hablo dormido? —preguntó él, cauteloso. No recordaba ningún sueño, ninguno en absoluto, bueno o malo.
Audra asintió.
—A veces. Pero nunca llego a entender lo que dices. Y un par de veces has llorado.
Él la miró, inexpresivo. Tenía mal gusto en la boca, le corría por la lengua, garganta abajo, como el sabor de la aspirina disuelta. Ahora ya sabes qué sabor tiene el miedo —pensó—. Era hora de que lo averiguaras, teniendo en cuenta todo lo que has escrito sobre el tema. Supuso que uno acababa por acostumbrarse al sabor. Siempre que viviera lo suficiente.
Súbitamente, los recuerdos estaban tratando de entrar en tropel. Era como si tuviera en la mente un saco negro que se hinchaba, amenazando con escupir nocivos
(sueños)
retazos desde el subconsciente, hacia el campo mental de visión dominado por su mente racional alerta, y si eso ocurría de pronto, enloquecería. Trató de empujarlo todo hacia atrás y lo consiguió, pero no antes de oír una voz. Era como si alguien, sepultado vivo, hubiera gritado desde el suelo. Era la voz de Eddie Kaspbrak.
Me salvaste la vida, Bill. Esos muchachos me vuelven loco. Algunas veces creo que quieren matarme de verdad…
—Tus brazos —dijo Audra.
Bill se los miró. Se le había puesto carne de gallina. Pero no eran bultitos pequeños, sino enormes puntos blancos, como huevos de insectos. Los dos observaron fijamente, sin decir nada, como si contemplaran una interesante pieza de museo hasta que la carne de gallina desapareció, poco a poco.
En el silencio siguiente, Audra dijo:
—Y sé otra cosa; alguien te llamó esta mañana desde Estados Unidos y dijo que debías abandonarme.
Él se levantó, echó un breve vistazo a las botellas de licor y entró a la cocina. Volvió con un vaso de zumo de naranja diciendo:
—Sabes que yo tenía un hermano y sabes que murió, pero no que fue asesinado.
Audra aspiró rápidamente.
—¡Asesinado! Oh, Bill, ¿por qué no me lo…?
—¿Por qué no te lo conté? —Rió él, otra vez con esa risa que parecía un ladrido—. No sé.
—¿Qué pasó?
—Por entonces vivíamos en Derry. Habíamos sufrido una inundación, pero ya estaba pasando y George se aburría. Yo estaba en cama, con gripe. El quiso que le hiciera un barquito de papel. Yo había aprendido a hacerlos en el campamento de verano, el año anterior. Dijo que iba a hacerlo navegar por las alcantarillas de Witcham Street y de Jackson Street, porque estaban todavía llenas de agua. Entonces le hice el barquito, él me dio las gracias y salió. Fue la última vez que vi a mi hermano George con vida. Si no hubiera estado con gripe, tal vez habría podido salvarlo.
Hizo una pausa, frotándose la mejilla izquierda con la mano derecha, como si buscara un crecimiento de barba. Sus ojos, aumentados por las lentes de las gafas, parecían pensativos… pero no estaba mirando a Audra.
—Ocurrió allí mismo, en Witcham Street, no muy lejos de la intersección con Jackson. El que lo mató le arrancó el brazo izquierdo, tal como un niño podría arrancarle el ala a una mosca. El forense dijo que había muerto por el shock o por la pérdida de sangre. Por lo que pude ver, poco importaba la diferencia.
—¡Por Dios, Bill!
—Te preguntarás por qué nunca te lo conté. La verdad es que yo tampoco lo sé. Estamos casados desde hace once años y, hasta ahora, no te habías enterado de lo ocurrido con Georgie. Yo conozco a toda tu familia, hasta a tus tíos. Sé que tu abuelo murió en su taller de Iowa, jugando con la sierra móvil mientas estaba borracho. Lo sé porque la gente casada, por ocupada que esté, llega a decirse casi todo al cabo de un tiempo. Aunque acaben por aburrirse y dejen de escuchar, lo captan, de cualquier modo… por ósmosis. ¿O no estás de acuerdo?
—Sí —dijo ella, débilmente—. Estoy de acuerdo, Bill.
—Y nosotros siempre hemos podido conversar, ¿verdad? Ninguno de nosotros se aburrió nunca hasta el punto de captar por ósmosis, ¿verdad?
—Bueno —comentó ella—, eso pensé siempre, hasta hoy.
—Vamos, Audra. Sabes todo lo que me ha pasado en los últimos once años de mi vida. Cada operación, cada idea, cada resfriado, cada amigo, cada individuo que me haya tratado bien o mal. Sabes que me acostaba con Susan Browne. Sabes que a veces, cuando bebo, me pongo estúpido y pongo discos a un volumen exagerado.
—Especialmente los de Grateful Dead —dijo ella.
Él rió. Esta vez ella respondió a la sonrisa.
—Sabes también lo más importante: las cosas que deseo.
—Sí, creo que sí. Pero esto… —Hizo una pausa, sacudió la cabeza y caviló por un instante—. ¿Cómo se relaciona esta llamada con tu hermano, Bill?
—Deja que te lo diga a mi modo. Si me apresuras al fondo del asunto, me verás en un enredo. Es tan grande… y tan… tan extrañamente horrible… que trato de llegar a eso sigilosamente. Ya ves… nunca se me ocurrió contarte lo de Georgie.
Ella lo miró con el entrecejo fruncido y sacudió la cabeza un poquito. No comprendo.
—Lo que trato de decirte, Audra, es que no he pensado en George desde hace veinte años o más.
—Pero me dijiste que tenías un hermano llamado…
—Repetía un dato, eso es todo. Su nombre era una palabra. No arrojaba sombra alguna en mi mente.
—Pero tal vez arrojaba una sombra en tus sueños —dijo Audra. Su voz era muy baja.
—¿Los quejidos? ¿Los llantos?
Ella asintió.
—Supongo que tienes razón —dijo él—. Casi con seguridad. Pero los sueños que uno no recuerda no cuentan, ¿verdad?
—¿Pretendes decirme que nunca pensaste en él, para nada?
—Exactamente.
Ella sacudió la cabeza, francamente incrédula.
—¿Ni siquiera en la forma horrible en que murió?
—Hasta hoy, no, Audra.
Ella lo miró y volvió a sacudir la cabeza.
—Antes de casarnos me preguntaste si tenía hermanos. Yo dije que mi único hermano había muerto cuando yo era niño. Sabías que mis padres ya no estaban. Y tienes tantos parientes que tu familia ocupaba todo tu campo de atención. Pero eso no es todo.
—¿A qué te refieres?
—No es sólo George lo que ha estado en ese agujero negro. Desde hace veinte años no he pensado en Derry en sí. Ni en los chicos que eran mis amigos: Eddie Kaspbrak; Richie la Boca; Stan Uris; Bev Marsh… —Se mesó el pelo con una risa estremecida—. Es como tener un caso de amnesia tan grave que uno no se sabe amnésico. Y cuando llamó Mike Hanlon…
—¿Quién es Mike Hanlon?
—Otro de los chicos de la pandilla… la pandilla que formamos cuando murió Georgie. Claro que ya no es un chico. Ninguno de nosotros lo es. El que llamó era Mike, por cable transatlántico. Dijo: «Hola, ¿hablo con la casa de Denbrough?». Yo dije: «Sí». Y él: «¿Bill? ¿Eres tú?». Y yo, «Sí». Y él dijo: «Soy Mike Hanlon». Para mí no quería decir nada, Audra, como si fuera un vendedor de enciclopedias o de discos. Y entonces agregó: «Desde Derry». Cuando dijo eso fue como si se abriera una puerta dentro de mí dejando pasar una luz horrible, y recordé quién era. Me acordé de Georgie. Me acordé de los otros. Todo esto pasó… —Bill chasqueó los dedos—. Así. Y adiviné que iba a pedirme que fuera.
—Que volvieras a Derry.
—Sí. —Él se quitó las gafas, se frotó los párpados y volvió a mirarla. Audra no había visto nunca un hombre tan asustado—. Que volviera a Derry. Porque lo prometimos, dijo, y es cierto. Lo prometimos, todos nosotros. Los chicos. Estábamos en el arroyo que corría por Los Barrens, tomados de la mano, formando un círculo, y nos habíamos cortado las palmas con un trozo de vidrio. Éramos como un grupo de chiquillos jugando al juramento de sangre, sólo que era real.
Le mostró las palmas: en el centro de cada una se veía una cerrada escalerilla de líneas blancas que podían ser de tejido cicatrizado. Ella había tomado esas manos incontables veces sin reparar jamás en esas cicatrices. Eran borrosas, sí, pero habría jurado…
¡Y la fiesta! ¡Aquella fiesta!
No se trataba de la fiesta en que se habían conocido, aunque la segunda constituía un perfecto final de libro para la primera, al terminar la filmación de El foso del demonio negro. Había sido un festejo ruidoso y con mucho alcohol, digno ejemplo de todo lo que se hacía en Topanga Canyon. Tal vez un poco menos perverso que otras fiestas a las que ella había asistido en Los Ángeles, porque la filmación había salido mejor de lo que cabía esperar y todos lo sabían. Para Audra Philips, mucho mejor aún, pues se había enamorado de William Denbrough.
¿Cómo se llamaba la autoproclamada quiromántica? Audra no podía recordarlo, pero era una de las dos ayudantes del maquillador. Recordaba que la muchacha, a cierta altura de la fiesta, se había quitado la blusa (descubriendo el sostén sutilísimo que llevaba debajo) para atársela a la cabeza, como si fuera un pañuelo de gitana. Excitada por la marihuana y el vino, había pasado el resto de la velada leyendo las manos… al menos, hasta que perdió el sentido.
Audra ya no recordaba si las interpretaciones de la muchacha habían sido buenas o malas, ingeniosas o estúpidas, porque también ella estaba bastante excitada, aquella noche. Lo que sí recordaba era que, en cierto momento, la chica había tomado la palma de Bill y la de ella, diciendo que concordaban exactamente. Eran vidas gemelas, dijo. Recordaba haber mirado, bastante celosa, mientras la muchacha seguía las líneas de aquella palma con una uña exquisitamente esmaltada. ¡Qué celos estúpidos, en esa extraña subcultura del cine, donde los hombres daban palmaditas en los traseros femeninos con la misma indiferencia con que, en Nueva York, se les daba un beso en la mejilla! Pero había algo íntimo en ese rastreo.
Y por entonces, en la palma de Bill no había existido ninguna cicatriz blanca.
Audra estaba segura de sus recuerdos, pues había observado la charada con los ojos celosos de la enamorada. Estaba segura del hecho.
Y así se lo dijo a Bill.
Él asintió.
—Tienes razón. En esa época no estaban allí. Y aunque no podría jurarlo, no creo que estuvieran allí anoche. Ralph y yo estuvimos haciendo pulsos en el Plow and Barrow, por las cervezas. Me habría dado cuenta.
Le sonrió. La sonrisa era seca, sin humor, llena de miedo.
—Creo que aparecieron cuando llamó Mike Hanlon. Eso es lo que creo.
—Eso no es posible, Bill. —Pero Audra alargó la mano hacia los cigarrillos.
Bill se estaba mirando las manos.
—Lo hizo Stan —comentó—. Nos cortó las palmas con un fragmento de botella de Coca-Cola. Ahora lo recuerdo con toda claridad. —Miró a Audra, sus ojos parecían doloridos y desconcertados tras las gafas—. Recuerdo cómo brillaba ese trozo de vidrio al sol. Era una de las nuevas, de vidrio claro. Las de antes eran verdes, ¿recuerdas? —Ella sacudió la cabeza, pero Bill no la vio. Todavía estaba estudiando sus manos—. Recuerdo que Stan dejó sus propias manos para el final, fingió que se iba a cortar las muñecas y no las palmas. Creo que fue sólo una broma, pero estuve a punto de correr hacia él… para impedírselo. Por uno o dos segundos pareció decidido.
—No, Bill —dijo ella, en voz baja. Esa vez tuvo que afirmar el encendedor sujetándose la mano derecha con la otra, como el policía que apunta su revólver—. Las heridas no vuelven. Están allí o no están.
—Las habías visto antes, ¿eh? ¿Es eso lo que tratas de decirme?
—Son muy tenues —dijo Audra, con más aspereza de la que hubiera querido.
—Todos estábamos sangrando —dijo—. Estábamos de pie en el agua, a poca distancia de donde habíamos construido el dique, Eddie Kaspbrak, Ben Hanscom y yo, aquella vez…
—No te refieres al arquitecto, ¿no?
—¿Sabes de alguien que se llame así?
—¡Por Dios, Bill, el que construyó el nuevo centro de comunicaciones de la «BBC»! ¡Todavía se está discutiendo sobre si es un sueño o un aborto!
—Bueno, no sé si es el mismo o no. No me parece probable, pero supongo que puede ser. El Ben que yo conocí era una maravilla construyendo cosas. Estábamos todos allí, cogidos de la mano; yo tenía a Bev Marsh a mi derecha y a Richie Tozier a la izquierda. Estábamos en el agua, como una escena sacada de un bautismo sureño después de un campamento. Recuerdo que veía, en el horizonte, la torre-depósito de Derry. Se la veía tan blanca como uno imagina que son las túnicas de los arcángeles. Y prometimos, juramos, que si no había terminado, que si alguna vez volvía a empezar… volveríamos. Y lo haríamos otra vez. Y lo pararíamos. Para siempre.
—¿Qué cosa? —exclamó ella, súbitamente furiosa con Bill—. ¿Qué cosa debían parar? ¿De qué diablos estás hablando?
—Ojalá no p-p-p-preguntaras… —comenzó Bill. Y se interrumpió. Audra vio una expresión de asombrado horror que se esparcía por su rostro como una mancha—. Dame un cigarrillo.
Ella le pasó el paquete. Bill encendió uno. Audra nunca lo había visto fumar.
—Además, yo tartamudeaba.
—¿Tartamudeabas?
—Sí, por aquel entonces. Dijiste que yo era el único hombre en Los Ángeles, de cuantos conocías, que se atrevía a hablar despacio. La verdad es que no me atrevía a hablar deprisa. No era por reflexión. No era por decisión. No era por prudencia. Todos los tartamudos reformados hablamos con mucha lentitud. Es uno de los trucos que se aprenden. Como el de pensar en tu segundo nombre un momento antes de decir cómo te llamas, porque los tartamudos tienen más problema con los sustantivos que con ninguna otra palabras. Y de todas las palabras del mundo, la que les da más trabajo es su nombre de pila.
—Tartamudeabas. —Audra sonrió un poquito, como si Bill acabara de contar un chiste y ella no acabara de entenderlo.
—Hasta que George murió, yo tartamudeaba moderadamente —dijo Bill.
Ya comenzaba a oír que las palabras se le duplicaban en la mente, como si estuvieran infinitesimalmente separadas en el tiempo. Las palabras surgían con facilidad, con su cadencia común, pero mentalmente oía palabras tales como Georgie y moderadamente, que se superponían convirtiéndose en G-G-Georgie y m-mo-moderadamente.
—Es decir, tenía momentos realmente difíciles, sobre todo cuando me llamaban a dar la lección y especialmente si sabía la respuesta y quería darla. Pero en general me las arreglaba. Después de la muerte de George, empeoré mucho. Más adelante, alrededor de los catorce o quince años, las cosas empezaron a mejorar. Fui a la escuela secundaria de Chevrus, en Portland, y allí había una especialista, la señora Thomas, que era estupenda. Ella me enseñó algunos trucos muy buenos, como el de pensar en mi segundo nombre antes de decir: «Hola, me llamo Bill Denbrough». Como yo estudiaba francés, me enseñó a usar ese idioma cuando me atascaba en una palabra. Si estás como un disco rayado, p-p-pa-pa… sintiéndote perfectamente estúpido, piensas en francés y le mouchoir sale de tu lengua como una flecha. Siempre. Y en cuanto lo has dicho en francés puedes volver a tu idioma y dices «pañuelo» sin dificultad. Si te quedas atascado en una palabra con s, como semilla o sordo, la ceceas: cemilla, zordo, y no tartamudeas.
»Todo eso ayudó, pero sobre todo me ayudó olvidar Derry y todo lo que había pasado allí. Porque fue entonces cuando sobrevino el olvido, mientras vivíamos en Portland y yo iba a Chevrus. No lo olvidé todo de golpe, pero ahora comprendo que ocurrió en un período notablemente breve. Tal vez no más de cuatro meses. Mi tartamudeo y mis recuerdos desaparecieron juntos. Alguien borró la pizarra con todas las ecuaciones viejas.
Bebió lo que quedaba de zumo.
—Cuando tartamudeé al decir «preguntaras», hace un minuto, fue la primera vez en veintiún años, tal vez. —Miró a Audra—. Primero las cicatrices. Después, el t-tar-tartamudeo. ¿Lo ves?
—¡Lo estás haciendo a propósito! —protestó ella, muy asustada.
—No. Supongo que no hay modo de convencer a nadie, pero es cierto. El tartamudeo es algo curioso, Audra. Fantasmal. Por una parte, ni siquiera te das cuenta de que lo haces. Pero… también es algo que se oye en la mente. Es como si una parte de tu cabeza funcionara un segundo adelantada al resto. O como esos sistemas de reverberación que los chicos solían poner en sus cacharros en la década del cincuenta, en que el sonido de la bocina de atrás surgía una fracción de segundo después que en la de adelante.
Se levantó para caminar por la habitación, inquieto. Se le veía cansado. Audra pensó, con cierta inquietud, en lo mucho que había trabajado en los últimos trece años, como si pudiera justificar su moderado talento con un furioso ritmo de trabajo, casi sin pausa. Se encontró dando vueltas a una idea muy inquietante. Trató de borrarla, pero no pudo. ¿Y si la llamada hubiera sido a Ralph Foster, desde la Plow and Barrow, para invitar a Bill a jugar a los pulsos o al backgammon por una hora? ¿O tal vez de Freddie Firestone, el productor de El desván, por algún problema? Hasta una llamada equivocada.
¿A qué la llevaban esos pensamientos?
Vaya, pues a la idea de que todo ese asunto de Derry y Mike Hanlon no era sino una alucinación. Una alucinación provocada por un principio de colapso nervioso.
Pero las cicatrices, Audra, ¿cómo explicas lo de las cicatrices? Él tiene razón. No estaban allí… y ahora están. Eso es cierto y tú lo sabes.
—Cuéntame el resto —dijo—. ¿Quién mató a tu hermano George? ¿Qué hicieron tú y esos otros niños? ¿Qué prometieron?
Bill se acercó para arrodillarse delante de ella, como un pretendiente formal a punto de declararse, y le cogió las manos.
—Creo que podría decírtelo —empezó, suavemente—. Creo que, si en verdad quisiera, podría. La mayor parte no la recuerdo siquiera ahora, pero una vez que comenzara a hablar, surgiría. Puedo sentir que esos recuerdos… esperan el momento de nacer. Son como nubes llenas de lluvia. Sólo que esta lluvia sería muy sucia. Las plantas que brotaran después de una lluvia así serían monstruos. Tal vez pueda afrontarlo ahora con los otros…
—¿Están enterados?
—Mike dice que los llamó a todos. Cree que irán todos… salvo Stan, tal vez. Dijo que Stan había hablado de un modo extraño.
—A mí todo esto me parece extraño. Me estás asustando mucho, Bill.
—Lo siento —dijo él. La besó. Era como recibir un beso de un perfecto desconocido. Audra descubrió que odiaba a ese tal Mike Hanlon—. Me pareció mejor explicar todo lo que pudiera. Me pareció que era preferible a fugarse sigilosamente, en medio de la noche. Supongo que algunos de los otros lo harán así. Pero tengo que ir. Y creo que Stan irá, aunque haya hablado de un modo extraño. O tal vez es sólo porque a mí me parece imposible no acudir.
—¿Por lo de tu hermano?
Bill sacudió lentamente la cabeza.
—Podría decirte que sí, pero sería una mentira. Lo quería. Sé que ha de sonarte extraño, pues acabo de decirte que llevaba veinte años sin pensar en él, pero quería endiabladamente a ese chico. —Sonrió un poquito—. Era un ciclón, pero yo lo quería, ¿sabes?
Audra, que tenía una hermana menor, asintió.
—Lo sé.
—Pero no es por George. No puedo explicar de qué se trata. Es… —Contempló la niebla matinal por la ventana—. Me siento como el pájaro ha de sentirse cuando llega el otoño y él sabe… sabe, de algún modo, que debe volar a su terruño. Es instinto, nena… Y creo que el instinto es el esqueleto que sostiene todas nuestras ideas sobre el libre albedrío. A menos que estés dispuesto a darte a las drogas, a tragarte el revólver o a caminar largamente por un muelle corto, no puedes decir que no a algunas cosas. No puedes impedir que pasen, así como no puedes estar en el campo de béisbol con un bate en la mano y dejar que la pelota te golpee. Tengo que irme. Esa promesa… la tengo en la mente como un anz-z-z-zuelo.
Ella se levantó para acercarse cuidadosamente, se sentía muy frágil, como si pudiera romperse. Le puso una mano en el hombro para hacerlo girar hacia ella.
Y dijo:
—Entonces llévame contigo.
La expresión de horror que se encendió en ese momento en la cara de Bill (no porque ella le horrorizara, sino porque se horrorizaba por ella), fue tan cruda que Audra retrocedió, realmente asustada por primera vez.
—No —dijo él—. Ni lo pienses, Audra. Ni se te ocurra. No te quiero ni a tres mil kilómetros de Derry. Creo que Derry va a ser una ciudad muy insalubre en las próximas dos semanas. Tienes que quedarte aquí, seguir trabajando y ofrecer disculpas en mi nombre. ¡Prométemelo!
—¿Tengo que prometer? —inquirió ella, sin dejar de mirarlo a los ojos—. ¿Tengo que prometerlo, Bill?
—Audra…
—Tú hiciste una promesa y mira en qué te has metido y en lo que me has metido también, porque soy tu esposa y te amo.
Las grandes manos de Bill le apretaron dolorosamente los hombros.
—¡Prométemelo! ¡Prométemelo! ¡P-p-pr…!
Y ella no pudo soportarlo. No pudo soportar esa palabra rota, atascada en su boca como un pez contorsionado.
—Está bien, lo prometo, lo prometo. —Estalló en lágrimas—. ¿Estás satisfecho? ¡Dios mío! Estás loco, todo esto es una locura, pero ¡lo prometo!
La rodeó con un brazo y la llevó al sofá. Le sirvió un coñac. Ella lo bebió a sorbos, dominándose poco a poco.
—¿Cuándo te vas?
—Hoy, en el Concorde. Llegaré a tiempo, si voy al aeropuerto en automóvil, en vez de tomar el tren. Freddie quería que estuviera en el set después de almorzar. Si tú vas a las nueve, no sabes nada, ¿comprendes?
Ella asintió, renuente.
—Estaré en Nueva York antes de que pase nada. Y en Derry antes de que se ponga el sol, con las debidas c-conexiones.
—¿Y cuándo te volveré a ver? —preguntó ella, con suavidad.
Él la abrazó con fuerza, pero no respondió a su pregunta.