Si Adrian llevaba puesto ese sombrero, diría más tarde su sollozante amigo a la policía, era porque lo había ganado en una caseta de tiro al blanco en la feria de Bassey Park, sólo seis días antes de su muerte. Estaba orgulloso de él.
—Lo llevaba puesto porque él amaba a este pueblucho de mierda —aulló Don Hagarty, el amigo, a los policías.
—Bueno, bueno, no hay por qué decir palabrotas —indicó a Hagarty el oficial Harold Gardener.
Harold Gardener era uno de los cuatro hijos varones de Dave Gardener. El día en que su padre había descubierto el cuerpo mutilado y sin vida de George Denbrough, Harold Gardener tenía cinco años. En la actualidad, casi veintisiete años después, andaba por los treinta y dos y se estaba quedando calvo. Harold Gardener aceptaba como reales el dolor y el luto de Don Hagarty, pero al mismo tiempo le resultaba imposible tomarlos en serio. Ese hombre, si hombre podía llamársele, tenía los ojos pintados y llevaba unos pantalones de satén tan ajustados que casi se le notaban las arrugas de la polla. Con luto o sin él, con dolor o sin dolor, era, después de todo, un simple marica. Igual que su amigo, el difunto Adrian Mellon.
—Empecemos otra vez —dijo Jeffrey Reeves, el compañero de Harold—. Vosotros salisteis del «Falcon» y caminasteis hacia el canal. ¿Qué pasó entonces?
—¿Cuántas veces tengo que repetirlo, pedazo de idiotas? —Hagarty seguía gritando—. ¡Lo mataron! ¡Lo empujaron al canal! ¡Para ellos sólo ha sido otra aventura en Macholandia!
Don Hagarty se echó a llorar.
—Una vez más —repitió Reeves, pacientemente—. Salisteis del «Falcon». ¿Y entonces?
En un cuarto de interrogatorios, en el mismo vestíbulo, dos policías de Derry hablaban con Steve Dubay, de diecisiete años; en el departamento de pruebas, primer piso, otros dos interrogaban a John Webby[2] Garton, de dieciocho, y en el despacho del jefe de policía, quinto piso, el jefe Andrew Rademacher y el ayudante del fiscal de distrito, Tom Boutillier, interrogaban a Christopher Unwin, de quince años. Unwin, vestido con pantalones vaqueros desteñidos, una remera grasienta y pesadas botas militares, estaba sollozando. Rademacher y Boutillier se habían hecho cargo de él porque lo consideraban, bastante acertadamente, como el eslabón más débil de la cadena.
—Empecemos otra vez —dijo Boutillier en ese despacho, en el preciso momento en que Jeffrey Reeves decía lo mismo dos pisos más abajo.
—No queríamos matarlo —balbuceó Unwin—. Fue por el sombrero. No podíamos creer que aún lo llevase después, ya me entiende, después de lo que Webby le dijo la primera vez. Y creo que quisimos asustarlo.
—Por lo que dijo —interpuso el jefe Rademacher.
—Sí.
—A John Garton, en la tarde del día diecisiete.
—Sí, a Webby. —Unwin volvió a romper en sollozos—. Pero cuando lo vimos en dificultades, tratamos de salvarlo. Al menos, yo y Stevie Dubay… ¡No queríamos matarlo!
—Vamos, Chris, no nos tomes el pelo —dijo Boutillier—. Arrojasteis al canal a ese mariquita.
—Sí, pero…
—Y vinieron los tres aquí para aclarar las cosas. El jefe Rademacher y yo os estamos agradecidos, ¿verdad, Andy?
—Claro. Hay que ser muy hombre para reconocer o que se ha hecho, Chris.
—Entonces no lo pringues mintiéndonos ahora. Tuvisteis la intención de arrojarlo en cuanto lo visteis salir del «Falcon» con su amiguito, ¿no?
—¡No! —protestó Chris Unwin con vehemencia.
Boutillier sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su camisa y se puso uno en la boca. Luego ofreció el paquete a Unwin.
—¿Un cigarrillo?
Unwin tomó uno. Boutillier tuvo que perseguir la punta con la cerilla para encendérselo por el modo en que al muchacho le temblaba la boca.
—Pero sí cuando vieron que llevaba puesto el sombrero, ¿no? —preguntó Rademacher.
Unwin aspiró el humo profundamente bajando la cabeza de tal modo que el pelo grasiento le cayó sobre los ojos y expelió el humo por la nariz cubierta de puntos negros.
—Sí —reconoció, en voz tan baja que casi no se le oyó.
Boutillier se inclinó hacia adelante con un destello en sus ojos marrones. Aunque su cara era la de un ave de rapiña, su voz sonó amable.
—¿Qué has dicho, Chris?
—Dije que sí. Me parece. Queríamos arrojarlo al canal, pero no matarlo. —Levantó la mirada hacia ellos con expresión angustiada, incapaz de comprender los extraordinarios cambios que se habían producido en su vida desde que saliera de su casa para participar en la última noche del Festival del Canal organizado por Derry, con dos amigos, a las siete y media de la noche—. ¡Matarlo, no! —repitió—. Y ese tío que estaba bajo el puente…, todavía no sé quién era.
—¿De qué tío nos hablas? —preguntó Rademacher sin mayor interés.
Ya habían oído esa parte y ninguno de los dos la creía. Tarde o temprano, los acusados de asesinato sacaban a relucir, casi siempre, a ese misterioso «tío». Boutillier había llegado a darle un nombre al asunto. Lo llamaba síndrome del Manco, por el personaje de El fugitivo, aquella vieja serie de la televisión.
—El tipo vestido de payaso —dijo Chris Unwin estremeciéndose—. El tío de los globos.
El Festival del Canal, que se desarrolló entre el 15 y el 21 de julio, había sido un gran éxito, según decían casi todos los habitantes de Derry; algo muy bueno para la moral, la imagen de la ciudad… y el bolsillo. Los festejos de esa semana se habían organizado para celebrar el centenario de la inauguración del canal que corría por el centro de la ciudad. Había sido ese canal el que abriera plenamente a Derry al comercio de la madera, entre 1884 y 1910; también el canal lo que dio origen a los años de bonanza de Derry.
La ciudad fue acicalada de este a oeste y de norte a sur. Ciertos baches, de los que algunos decían que llevaban más de diez años sin ser reparados, fueron debidamente rellenados con alquitrán hasta que las calles quedaron parejas. Los edificios municipales recibieron una remodelación por dentro y una mano de pintura por fuera. Desaparecieron las peores leyendas inscritas en Bassey Park —muchas de ellas, frías y lógicas manifestaciones contra los homosexuales, tales como MATAD A TODOS LOS MARICAS y EL SIDA ES EL CASTIGO DE DIOS, MARICAS DEL INFIERNO—, borradas de los bancos y las paredes de madera que cerraban el pequeño puente cubierto sobre el canal, conocido como Puente de los Besos.
Se instaló un Museo del Canal en tres locales desocupados del centro, con material de Michael Hanlon, bibliotecario e historiador aficionado de la ciudad. Las familias más antiguas de la población prestaron gratuitamente sus casi inapreciables tesoros y durante la semana del Festival, casi cuarenta mil visitantes pagaron veinticinco centavos por cabeza para ver menús de 1890, herramientas de leñadores originarias de 1880, juguetes de los años veinte y más de dos mil fotografías, así como nueve rollos de película sobre la vida en el Derry de cien años atrás.
El museo estaba patrocinado por la Sociedad de Damas de Derry, quienes vetaron algunos de los objetos que Hanlon proponía exponer (tales como la notable silla-trampa, que databa de 1930) y fotografías (como la de la banda de Bradley después del famoso tiroteo). Pero todos reconocieron que era un verdadero éxito y, en realidad, nadie quería ver esas antiguallas macabras. Era mejor acentuar lo positivo y eliminar lo negativo, como decía la vieja canción.
En el parque había una carpa enorme de lona a rayas donde se vendían refrescos; todas las noches, una banda daba un concierto. En el parque Bassey se instaló una feria con atracciones y juegos administrados por los vecinos. Un tranvía especial recorría las zonas históricas de la ciudad, de hora en hora, terminando el recorrido en esa vistosa y amena máquina de hacer dinero.
Fue allí donde Adrian Mellon ganó el sombrero por el que lo matarían, un sombrero de copa hecho de papel con una flor y una banda que rezaba: I ♥ DERRY!
—Estoy cansado —dijo John Webby Garton.
Como sus dos amigos, vestía imitando inconscientemente a Bruce Springsteen, aunque probablemente habría dicho que Springsteen era un chulo o una maricona y que él admiraba a esos «hijoputas» del heavy-metal, como Deff Leppard, Twisted Sister o Judas Priest. Había arrancado las mangas de su camiseta azul para exhibir sus musculosos brazos. El pelo castaño, espeso, le caía sobre un ojo; ese toque era más al estilo de John Cougar Mellencamp que de Springsteen. En los brazos tenía tatuajes azules, símbolos arcanos que parecían dibujados por un niño.
—No quiero hablar más.
—Cuéntanos sólo lo del martes por la tarde, en la feria —dijo Paul Hughes.
Ese sórdido asunto tenía a Hughes cansado, impresionado y lleno de horror. Una y otra vez, tenía la impresión de que el Festival había finalizado con un último número que todos, de algún modo, estaban esperando, aunque nadie se hubiera atrevido a anotarlo en el programa diario. Si lo hubiesen hecho, eso habría aparecido así:
Sábado, 21 horas: Último concierto de la Banda de la Escuela Secundaria de Derry y los Melómanos de la Barbería.
Sábado, 22 horas: Gigantesco espectáculo de fuegos artificiales.
Sábado, 22.35 horas: Sacrificio ritual de Adrian Mellon, cerrando oficialmente el Festival del Canal.
—A la mierda con la feria —replicó Webby.
—Sólo lo que tú le dijiste a Mellon y lo que él te dijo a ti.
—¡Santo Dios…! —Webby puso los ojos en blanco.
—Vamos, flaco —insistió el compañero de Hughes.
Webby Garton puso los ojos en blanco y volvió a empezar.
Garton vio a Mellon y a Hagarty contoneándose cogidos de la cintura y soltando risitas como un par de chicas. Al principio pensó que, en verdad, eran dos chicas. Luego reconoció a Mellon, pues ya se lo habían señalado antes. Y en ese momento vio que Mellon se volvía hacia Hagarty… y que los dos se besaban por un instante.
—¡Voy a vomitar, macho! —exclamó Webby, asqueado.
Con él iban Chris Unwin y Steve Dubay. Cuando Webby señaló a Mellon, Steve Dubay creyó reconocer al otro marica; se llamaba Don Nosecuántos, dijo; había recogido en su coche a un chico de la secundaria, sólo para tratar de manosearlo.
Mellon y Hagarty volvieron a caminar hacia los tres muchachos, alejándose del tiro al blanco, rumbo a la salida de la feria. Webby Garton diría más tarde a los oficiales Hughes y Conley que se había sentido «herido en su orgullo cívico» al ver que un marica de mierda llevaba un sombrero con la leyenda I ♥ DERRY! Era una ridiculez, ese sombrero de copa con su gran flor meneándose en todas direcciones. Y esa ridiculez, al parecer, hirió aún más el orgullo cívico de Webby.
Cuando pasaron Mellon y Hagarty, siempre abrazados por la cintura, Webby gritó:
—¡Tendría que hacerte tragar ese sombrero, marica asqueroso!
Mellon se volvió hacia Garton y respondió parpadeando con coquetería:
—Si quieres comer, tesoro, puedo conseguirte algo mucho más sabroso que mi sombrero.
A esas alturas, Webby Garton decidió arreglarle el rostro al marica ese. En la geografía de esa cara se alzarían montañas y los continentes cambiarían de sitio. No iba a tolerar que nadie lo acusara de hacer porquerías. Nadie.
Cuando echó a andar hacia Mellon, Hagarty, alarmado, trató de llevarse a su amigo, pero Mellon se mantuvo firme, sonriendo. Más tarde, Garton diría a los oficiales Hughes y Conley que Mellon debía de estar drogado. Sí, en efecto, reconocería Hagarty, al serle sugerida la idea por los oficiales Gardener y Reeves, se había drogado con dos bollos fritos untados de miel y con la feria y con el día entero. No había podido reconocer, por tanto, la amenaza real que representaba Webby Garton.
—Pero así era Adrian —dijo Don, enjugándose los ojos con un pañuelo de papel, corriéndose la sombra brillante de los párpados—. No sabía confundirse con el ambiente. Era uno de esos tontos convencidos de que todo iba a salir bien.
Habría podido resultar seriamente herido en ese mismo instante si Garton no hubiera sentido un golpecito en el codo. Era un bastón de goma. Al girar la cabeza, se encontró con el oficial Frank Machen, otro miembro de la policía de Derry.
—Tranquilo, compañerito —le dijo Machen—. Métete en tus cosas y deja a esas locas en paz. Venga, muévete.
—¿No oyó lo que me dijo? —preguntó Garton, acalorado.
En ese momento se le agregaron Unwin y Dubay, olfateando problemas. Trataron de que Garton siguiera caminando con ellos, pero él se los sacudió, si hubieran insistido, los habría atacado a puñetazos. Su hombría acababa de sufrir un insulto que debía ser vengado. Nadie podía insinuar que él hiciera porquerías. Nadie.
—No creo que te hayan dicho nada malo —replicó Machen—. Y tú fuiste el primero en dirigirles la palabra. Anda, sigue caminando, hijo. No quiero tener que llevarte a comisaría.
—¡Pero me trató de maricón!
—¿Y te preocupa que sea cierto? —preguntó Machen, como si estuviera francamente interesado. Garton se puso violento y horriblemente rojo.
Durante ese diálogo, Hagarty trataba, con creciente desesperación, de alejar a Adrian Mellon de la escena. Por fin estaba convenciéndolo.
—¡Adiós, cariño! —se despidió Adrian con descaro.
—Cállate, culo dulce —le dijo Machen—. Vete de aquí.
Garton trató de precipitarse contra Mellon, pero el oficial lo sujetó.
—Podría detenerte, amigo —le dijo—. Y no sería mala idea, si sigues portándote así.
—¡La próxima vez me la vas a pagar! —aulló Garton tras la pareja que se marchaba, haciendo girar muchas cabezas en su dirección—. ¡Y si te veo con ese sombrero te voy a matar! ¡En esta ciudad no necesitamos maricas como tú!
Mellon, sin volverse, agitó los dedos de la mano izquierda —tenía las uñas pintadas de rojo cereza— y se alejó contoneándose provocativamente. Garton volvió a lanzarse de cabeza.
—Una palabra o un movimiento más y te arresto —advirtió Machen suavemente—. Te hablo en serio, hijo.
—Vamos, Webby —dijo Chris Unwin, intranquilo—. Ablándate.
—¿A usted le gustan estos tipos? —preguntó Webby a Machen, ignorando por completo a Chris y a Steve—. Diga, ¿le gustan?
—Los margaritas no me preocupan —aseguró Machen—. Lo que me interesa es mantener la paz y la tranquilidad y tú estás perturbando lo que me gusta, cara de pizza. Ahora bien, ¿quieres dar una vuelta conmigo o no?
—Vámonos, Webby —dijo Steve Dubai, en voz baja—. Vamos a comer unos frankfurts.
Webby los siguió, arreglándose la camisa con movimientos exagerados y apartándose el pelo de los ojos. Machen, quien también prestó declaración la mañana siguiente a la muerte de Adrian Mellon, dijo: «Lo último que le oí decir cuando se alejaba con sus compañeros, fue: La próxima vez me la va a pagar caro».
—Por favor, tengo que hablar con mi madre —dijo Steve Dubay por tercera vez—. Si ella no ablanda a mi padrastro, cuando yo vuelva a casa se va a organizar una velada de boxeo de todos los demonios.
—Dentro de un ratito —le dijo el oficial Charles Avarino.
Tanto Avarino como su compañero, Barney Morrison, sabían que Steve Dubay no volvería a casa esa noche, ni las siguientes. El muchacho no parecía darse cuenta del apuro en que estaba. Avarino no se sorprendió al comprobar, algo después, que Dubay había dejado la escuela a los dieciséis años, antes de obtener el graduado escolar. Su coeficiente intelectual era de 68, según el test Weschler al que lo habían sometido durante uno de sus tres viajes por el séptimo curso.
—Dinos qué pasó cuando visteis a Mellon salir del «Falcon».
—No, macho. Mejor no.
—Vaya, ¿y eso? —preguntó Avarino.
—Me parece que ya he hablado demasiado.
—Viniste para eso, ¿no? —repuso Avarino.
—Bueno, sí, pero…
—Escucha —dijo Morrison con suavidad, sentándose junto a Dubay y ofreciéndole un cigarrillo—. ¿Crees que a mí y al amigo Chick nos gustan los maricas?
—No sé…
—¿Tenemos pinta de que nos gusten los maricas?
—No, pero…
—Somos tus amigos, Steve —dijo Morrison—. Y créeme: tú, Chris y Webby necesitáis amigos en estos momentos porque mañana los corazones sensibles de esta ciudad estarán pidiendo vuestras cabezas.
Steve Dubay pareció alarmarse. Avarino, que casi podía leer la confusa mente de ese porrero, sospechó que estaba pensando otra vez en su padrastro. Y aunque Avarino no sentía el menor aprecio por la pequeña comunidad gay de Derry (como cualquier otro miembro de la policía, le habría gustado cerrar el «Falcon» para siempre), habría sentido un gran placer en llevar personalmente a Dubay a su casa. Más aún, le habría encantado sujetarlo mientras el padrastro se ensañaba. A Avarino no le gustaban los homosexuales, pero no por eso pensaba que se los debía torturar y asesinar. A Mellon lo habían destrozado. Cuando lo sacaron a la superficie, bajo el puente del canal, tenía los ojos abiertos y dilatados por el terror. Y ese joven no tenía la menor idea de lo que había ayudado a hacer.
—No queríamos hacerle daño —repitió Steve.
Era la posición a la cual retrocedía cada vez que se sentía siquiera levemente confuso.
—Por eso te conviene estar a buenas con nosotros —dijo Avarino, con gravedad—. Si dices toda la verdad ahora, a lo mejor esto no pasa de una meadita en la nieve. ¿Verdad, Barney?
—Muy cierto —concordó Morrison.
—Y bien, ¿qué me dices? —insistió Avarino.
—Bueno…
Y Steve, lentamente, empezó a hablar.
Cuando Elmer Curtie inauguró el «Falcon», en 1973, pensaba que su clientela estaría compuesta, principalmente, por los pasajeros del autobús; la terminal vecina recibía a tres líneas diferentes. Pero lo que no se le ocurrió fue que muchos de los pasajeros eran mujeres o familias remolcando niños pequeños. Entre los otros, muchos llevaban sus propias botellas y no bajaban nunca del autobús. Quienes lo hacían eran, habitualmente, soldados o marineros que sólo querían uno o dos vasos de cerveza; después de todo, nadie suele emborracharse en una parada de diez minutos.
Curtie empezó a descubrir alguna de esas grandes verdades hacia 1977, pero por entonces ya era demasiado tarde; estaba endeudado hasta las cejas y no podía salir del saldo en rojo. Se le ocurrió incendiar el negocio para cobrar el seguro, pero probablemente lo atraparían, a menos que contratara a un profesional para que le prendiera fuego… y no tenía ni idea de dónde podría contratarse un incendiario profesional.
En febrero de ese año decidió esperar hasta el 4 de julio; si por entonces las cosas no pintaban mejor, iría a la estación vecina para coger un autobús y ver qué se podía hacer en Florida.
Pero en los cinco meses siguientes llegó una asombrosa y tranquila prosperidad al bar, que estaba pintado en negro y oro, con decoración de pájaros embalsamados (el hermano de Elmer Curtie había sido un aficionado a la taxidermia, especializado en aves, y él había heredado sus cosas después de su muerte). De pronto, en vez de servir sesenta cervezas y veinte copas por noche, Elmer se encontró sirviendo ochenta cervezas y cien copas… ciento veinte… A veces, hasta ciento sesenta.
Su clientela era joven, cortés y casi exclusivamente masculina. Muchos de sus parroquianos vestían de modo extravagante, pero en esos años la vestimenta extravagante era casi reglamentaria. Elmer Curtie no se dio cuenta de que sus clientes eran casi exclusivamente homosexuales hasta 1981, poco más o menos. Si los habitantes de Derry le hubieran oído decir eso, habrían pensado que Elmer Curtie los tomaba por tontos… pero era la absoluta verdad. Como en el caso del marido engañado, fue prácticamente el último en enterarse. Y por entonces ya no le importaba. El bar estaba dando dinero, y aunque había otros cuatro en Derry que daban ganancia, sólo en el «Falcon» no había parroquianos revoltosos que demolieran periódicamente el local. Para empezar, no había mujeres por las que pelearse. Y esos hombres, maricas o no, parecían haber descubierto algún secreto para llevarse bien que sus equivalentes heterosexuales desconocían.
Una vez consciente de las preferencias sexuales de sus parroquianos, Elmer comenzó a oír relatos escalofriantes sobre el «Falcon» por todas partes; circulaban desde hacía años, pero hasta entonces, Curtie no había tenido noticia de ello. Los narradores más entusiastas de esas anécdotas, según llegó a notar, eran hombres que no se habrían dejado llevar al «Falcon» ni a punta de pistola por miedo a perder todos los músculos de sus muñecas o algo parecido. Sin embargo, parecían sumamente enterados.
Según esos relatos, en una noche cualquiera se veía allí a hombres que bailaban abrazados, frotándose las pollas allí mismo, en la pista de baile; a hombres que se besaban en la boca, sentados a la barra; a hombres que hacían porquerías en los aseos. Supuestamente, en la trastienda se podía pasar un rato en la Torre del Poder: allí había un tipo grandote, con uniforme nazi, que tenía el brazo engrasado casi hasta el hombro y que se ocupaba de uno con mucho gusto.
En realidad, ninguna de esas cosas era cierta. Si alguien iba allí para aplacar la sed con una cerveza o una copa, no veía nada fuera de lo común. Había muchos hombres, eso sí, pero lo mismo pasaba en miles de bares de obreros de todo el país. La clientela podía ser gay, pero gay no quiere decir estúpido. Si querían hacer algunas locuras, iban a Portland. Y si querían hacer locuras gordas, como en las películas, iban a Nueva York o a Boston. Derry era una ciudad pequeña y provinciana; su pequeña comunidad homosexual conocía bien la sombra bajo la cual existía.
Don Hagarty llevaba dos o tres años concurriendo al «Falcon» cuando, aquella noche de marzo de 1984, apareció por primera vez con Adrian Mellon. Hasta entonces había sido de los que gustan variar; rara vez se presentaba con el mismo acompañante más de cinco o seis veces. Pero hacia fines de abril, hasta el propio Elmer Curtie, a quien le importaban muy poco esas cosas, notó que Hagarty y Mellon se estaban tomando la relación en serio.
Hagarty trabajaba como dibujante para una empresa de ingenieros, en Bangor. Adrian Mellon era escritor independiente; publicaba cuando y donde podía: en revistas de compañías aéreas, en publicaciones íntimas, en diarios provincianos, suplementos dominicales o revistas de sexo. Estaba escribiendo una novela, pero tal vez no era algo serio, porque llevaba trabajando desde su tercer año de universidad, hacía ya doce.
Había ido a Derry para escribir un artículo sobre el canal por comisión del New England Byways, una lustrosa publicación quincenal que aparecía en Concord. Adrian Mellon había aceptado el encargo porque así podía sacarle al Byways dinero para tres semanas de gastos, incluyendo una bonita habitación en el «Derry “Town House”», y reunir todo el material necesario en cinco días, como mucho. Dedicaría las otras dos semanas a reunir material suficiente para tres o cuatro artículos regionales más.
Pero en ese período de tres semanas conoció a Don Hagarty y en vez de volver a Portland al terminar sus tres semanas, buscó un pequeño apartamento en una calle discreta. Sólo vivió allí seis semanas antes de irse a vivir con Don Hagarty.
Ese verano, según dijo Hagarty a Harold Gardener y a Jeff Reeves, fue para Adrian el más feliz de su vida. Habría debido saberlo, dijo; habría debido saber que, si Dios tiende una alfombra a los tíos como él, es sólo para arrancársela de bajo los pies.
La única sombra, dijo, era el extravagante fanatismo con que Adrian se había apegado a Derry. Tenía una camiseta con la leyenda MAINE ES BONITO - DERRY, ¡GENIAL! Y una chaqueta del equipo los Tigres de Derry, del instituto local. Y el sombrero, por supuesto. Hagarty aseguraba que esa atmósfera le resultaba vital y vigorizantemente creativa. Tal vez había algo de cierto en eso, pues Adrian había sacado la novela, que languidecía en un baúl, por primera vez en casi un año.
—Entonces, ¿era cierto que estaba trabajando en ella? —preguntó Gardener a Hagarty; en realidad no le importaba pero quería mantenerlo hablando.
—Sí. Sacaba página tras página. Decía que tal vez fuera una novela horrible, pero al menos no sería horrible y además inconclusa. Esperaba terminarla para su cumpleaños, en octubre. No sabía, por supuesto, cómo es Derry, en realidad. Creía saberlo, pero no había vivido aquí el tiempo suficiente para verle la verdadera cara. Yo trataba de advertirle, pero él no me prestaba atención.
—¿Y cuál es la verdadera cara de Derry, Don? —preguntó Reeves.
—Se parece mucho a una ramera muerta con el culo lleno de gusanos —dijo Don Hagarty.
Los dos policías lo miraron fijamente, llenos de silencioso asombro.
—Es un lugar malo —prosiguió Hagarty—. Es una cloaca. ¡No van a decirme que ustedes dos no lo saben! ¿Se han pasado aquí la vida entera y no lo saben?
Ninguno de ellos respondió. Al cabo de un rato, Hagarty siguió hablando.
Hasta la llegada de Adrian Mellon a su vida, Don había estado pensado en salir de Derry. Llevaba tres años allí, sobre todo porque había alquilado a largo plazo, un apartamento con una estupenda vista al río. Pero el contrato estaba por vencer y Don se alegraba. Se acabarían los largos viajes de ida y vuelta a Bangor. Y las vibraciones extrañas. Una vez le dijo a Adrian que en Derry siempre se sentía como si fueran las veinticinco horas. A Adrian podía parecerle una ciudad estupenda, pero a Don le daba miedo. No sólo por la cerrada fobia contra los homosexuales, actitud claramente expresada tanto en los sermones del predicador como en las leyendas pintarrajeadas en Bassey Park, pero éste era un detalle que había podido señalar con toda claridad. Adrian se había echado a reír.
—En toda ciudad norteamericana, Don, hay personas que odian a los gays —dijo—. No me digas que lo ignoras. Después de todo, estamos en la era de Ronnie Haron y Phyllis Housefly.
—Acompáñame a Bassey Park —respondió Don, al ver que Adrian hablaba en serio, convencido de que Derry era como cualquier otra ciudad del país—. Quiero mostrarte algo, mi amor.
Fueron en el coche a Bassey Park. Eso habían sido en los últimos días de la primavera, más o menos un mes antes de que asesinaran a Adrian, dijo Hagarty a los policías. Llevó a su amigo hasta las sombras oscuras y de un olor vagamente desagradable del Puente de los Besos. Señaló una de las pintadas. Adrian tuvo que encender una cerilla y arrimarse para poder leerla.
ENSÉÑAME LA POLLA, MARICA Y TE LA CORTARÉ
—Sé lo que piensa la gente de los homosexuales —dijo Don, en voz baja—. En Dayton, cuando era adolescente, me dieron una paliza en una parada de camioneros. En Portland, unos tipos prendieron fuego a mis zapatos, ante una cafetería, mientras un policía gordo y culón se reía sentado en el coche patrulla. He visto muchas cosas, pero nunca algo como esto. Mira aquí, fíjate.
Otro fósforo puso al descubierto: CLAVOS EN LOS OJOS A TODOS LOS MARICAS (EN EL NOMBRE DE DIOS).
—Quien sea el que escribe estas pequeñas homilías es un caso grave de demencia profunda. No me sentiría tan mal si supiera que se trata de una sola persona, de un enfermo aislado, pero… —Don señaló toda la longitud del puente con un vago ademán del brazo—. Hay muchas cosas como éstas… y no creo que las haya escrito una sola persona. Por eso quiero marcharme de Derry, Adri. Hay demasiados lugares y demasiada gente aquí que parecen afectados de demencia profunda.
—Bueno, espera a que termine mi novela, ¿quieres? Por favor. Hasta octubre, nada más, te lo prometo. Aquí el aire es mejor.
—No sabía que el peligro estaba en el agua —diría después Don Hagarty, amargamente, a los policías.
Tom Boutillier y el jefe Rademacher se inclinaron hacia adelante y aguzaron el oído. Chris Unwin, sentado con la cabeza gacha, hablaba monótonamente con el suelo. Esa era la parte que les interesaba oír, la parte que enviaría a la cárcel a dos de esos salvajes, cuando menos.
—La feria era una porquería —dijo Unwin—. Ya estaban cerrando todas las atracciones: la montaña rusa, la batidora. En los coches locos habían puesto el cartel de cerrado. Los únicos abiertos eran los juegos para niños. Así que seguimos caminando hasta que Webby vio el tiro al blanco y pagó cincuenta centavos y entonces vio un sombrero como el del marica y trató de tirar ese, pero fallaba y fallaba y cada vez que fallaba se ponía peor, ¿sabe? Y Steve es el que se pasa diciendo tranquilo y por qué coño no te tranquilizas, ¿sabe? Pero esa noche estaba que se comía las paredes, porque tomó esa píldora, ¿sabe? No sé qué píldora. Una roja; a lo mejor hasta legal. Pero la tenía tomada con Webby. Yo pensé que Webby le iba a pegar, ¿sabe? Y le decía: No sirves ni para ganar ese sombrero de marica. Tienes que estar reventado para no ganar ni ese sombrero de marica. Al final, la señora le dio un premio, aunque no había acertado, creo que para perdernos de vista. No sé. A lo mejor no. Pero creo que sí. Era una de esas cosas que hacen ruido, ¿sabe? Uno sopla y eso se infla y se desenrolla y hace un ruido como de pedo, ¿sabe? Yo tenía uno que me regalaron por Navidad o por Reyes o algo así y me gustaba mucho, pero lo perdí. O a lo mejor alguien me lo birló en esa mierda de escuela, ¿sabe? Bueno, cuando la feria estaba por cerrar, ya salíamos y Steve seguía con el rollo de que Webby no podía ni ganar ese sombrero de marica, ¿sabe? Y Webby no decía nada y me di cuenta de que era mala señal, pero no sabía qué hacer, ¿sabe? Quería cambiar de conversación, pero no se me ocurría nada, ¿sabe? Así que cuando fuimos al aparcamiento, Steve dice: «¿Adónde queréis ir, a casa?». Y Webby: «Vamos a pasar primero por el “Falcon”, a ver si ese marica está por ahí».
Boutillier y Rademacher intercambiaron una mirada. Boutillier levantó un solo dedo y se dio unos golpecitos en la mejilla. Aunque aquel tonto de las botas con flecos no lo sabía, estaba hablando de asesinato en primer grado.
—Y yo que no, que tengo que ir a casa, y Webby que si me da miedo pasar por el bar de los maricas. Entonces le digo: «¡No, qué coño!». Y Steve, que todavía está con esa píldora, dice: «¡Vamos a hacer puré de marica, vamos a hacer puré de marica, vamos a…!».
Las cosas se combinaron de manera tal que todo salió mal para todo el mundo. Adrian Mellon y Don Hagarty salieron del «Falcon» después de tomar un par de cervezas, pasaron junto a la terminal de autobuses y se cogieron de la mano. Ninguno de los dos reparó en lo que hacía; era, simplemente, una costumbre. Por entonces eran las diez y media. Llegaron a la esquina y giraron a la izquierda.
El Puente de los Besos distaba setecientos u ochocientos metros de allí, río arriba; ellos pensaban cruzar por el puente de Main Street, mucho menos pintoresco. El Kenduskeag estaba bajo, como todos los veranos; no había más de un metro veinte de agua deslizándose, inquieta, por entre las columnas de cemento.
Cuando el «Duster» se les adelantó (Steve Dubay los había visto salir del «Falcon»), estaban en el borde del vado.
—¡Crúzate, crúzate! —aulló Webby Garton. Los dos hombres acababan de pasar bajo una lámpara y él vio que iban de la mano. Eso lo enfureció… pero no tanto como ese sombrero. La gran flor de papel se meneaba locamente a un lado y a otro—. ¡Crúzate, maldición!
Y Steve obedeció.
Chris Unwin negaría su participación activa en lo que siguió, pero Don Hagarty contaba otra cosa. Según dijo, Garton había bajado del automóvil casi antes de que éste se detuviera; los otros dos lo siguieron de inmediato. Esa noche, Adrian no trató de mostrarse descarado ni falsamente coqueto; se daba cuenta de que estaban metidos en un lío.
—Dame ese sombrero —dijo Garton—. ¿No me has oído, marica?
—Si te lo doy, ¿nos dejarás en paz? —Adrian jadeaba de miedo. Casi llorando, paseaba la mirada entre Unwin, Dubay y Garton, aterrorizado.
—¡Tú dame esa mierda!
Adrian se lo entregó. Garton sacó una navaja del bolsillo y lo cortó en dos. Después de frotarse los trozos contra el fondillo de los vaqueros, los dejó caer a sus pies y los pisoteó.
Don Hagarty retrocedió un poco, mientras los muchachos dividían su atención entre Adrian y el sombrero; dijo que estaba tratando de divisar un policía.
—Ahora, ¿nos dejas en…? —comenzó Adrian.
Fue entonces cuando Garton lo golpeó en la cara arrojándolo contra la barandilla del puente, que le llegaba a la cintura. Adrian gritó, llevándose las manos a la boca. Por entre los dedos asomó la sangre, chorreante.
—¡Adri! —gritó Hagarty, y se adelantó otra vez a la carrera.
Dubay le puso una zancadilla. Garton le asestó una patada en el estómago, arrojándolo a la carretera. Pasó un automóvil. Hagarty se incorporó sobre las rodillas y lo llamó con un grito, pidiendo ayuda. No aminoró la marcha. Según dijo a Gardener y Reeves, el conductor ni siquiera giró la cabeza.
—¡Cállate, marica! —dijo Dubay y le dio otra patada en la cara.
Hagarty cayó de lado contra la alcantarilla, semiinconsciente. Pocos instantes después, oyó una voz, la de Chris Unwin; le decía que se fuera si no quería recibir lo mismo que su amigo. En su propia declaración, Unwin confirmó haber hecho esa advertencia.
Hagarty oyó golpes sordos y gritos de su amante. Adrian parecía un conejo cogido en una trampa, dijo a la policía. Él se arrastró hacia la esquina, hacia las luces de la terminal de autobuses. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió a mirar.
Adrian Mellon, que medía poco más de metro sesenta y podía pesar sesenta kilos con abrigo pesado, pasaba de Garton a Dubay y de Dubay a Unwin, en una especie de juego a tres bandas. Su cuerpo flojo parecía un muñeco de trapo. Lo estaban moliendo a puñetazos, desgarrándole las ropas. Mientras él miraba, dijo, Garton le golpeó en la entrepierna. Adrian tenía el pelo sobre la cara. De la boca le brotaba sangre, empapándole la camisa. Webby Garton llevaba dos gruesos anillos en la mano derecha: uno era de la secundaria de Derry; en el otro, que había hecho en la clase de taller, sobresalían las letras D. B. Eran las iniciales de Dead Bugs, un conjunto de heavy-metal que él admiraba mucho. Los anillos habían partido el labio superior de Adrian destrozándole tres dientes a la altura de la encía.
—¡Socorro! —chilló Hagarty—. ¡Socorro, socorro! ¡Lo están matando!
Los edificios de Main Street permanecían oscuros y secretos. Nadie acudió a ayudarlo, ni siquiera de la única isla de luz blanca que señalaba la terminal de autobuses. Hagarty no pudo entenderlo: allí había gente. Él la había visto al pasar con Adri. ¿Era posible que nadie acudiese en su ayuda? ¿Nadie en absoluto?
—¡SOCORRO, SOCORRO! ¡LO ESTÁN MATANDO, SOCORRO, POR EL AMOR DE DIOS!
—Socorro —susurró una voz muy baja, a la izquierda de Don Hagarty… y luego se oyó una risita.
—¡Al agua! —chillaba Garton en ese momento, muerto de risa. Los tres habían estado riendo mientras castigaban a Adrian—. ¡Al agua con este marrano! ¡Por la borda!
—¡Al agua, al agua, al agua! —cantó Dubay, riendo.
—Socorro —volvió a decir la vocecita.
Y aunque sonaba grave, se repitió aquella risita aguda. Era como la voz de un niño que no puede contenerse.
Hagarty bajó la vista y vio al payaso. Fue en ese punto cuando Gardener y Reeves comenzaron a restar crédito a cuanto Hagarty decía, pues el resto fue un delirio de lunático. Más tarde, sin embargo, Harold Gardener se encontró vacilando. Al descubrir que el muchacho Unwin también había visto a un payaso (al menos, eso decía), tuvo sus dudas. Su compañero no las tuvo; al menos, jamás las reconoció.
El payaso, dijo Hagarty, parecía una mezcla de Ronald McDonald y Bozo, aquel viejo payaso de la tele; al menos, eso pensó en un principio. Eran los mechones de pelo color naranja los que le llevaban a esa comparación. Pero más tarde, al pensarlo mejor, se dijo que el payaso no se parecía a ninguno de aquellos dos. La sonrisa pintada sobre el maquillaje blanco no era color naranja sino rojo, y sus ojos despedían un extraño brillo plateado. Lentes de contacto, quizá… Pero una parte de él había pensado entonces, y seguía pensando, que tal vez aquellos ojos tenían, en verdad, el color de la plata. Llevaba un traje abolsado, con grandes botones color naranja. En las manos llevaba guantes de caricatura.
—Si necesitas ayuda, Don —dijo el payaso—, puedes servirte un globo.
Y le ofreció el manojo que tenía en una mano.
—Flotan —dijo—. Aquí abajo todos flotamos. Muy pronto, tu amigo también flotará.
—Conque ese payaso lo llamó por su nombre —dijo Jeff Reeves, con voz totalmente inexpresiva.
Miró a Harold Gardener, por encima de la cabeza inclinada de Hagarty, y guiñó un ojo.
—Sí —confirmó Hagarty, sin levantar la vista—. Adelante, piensen lo que quieran.
—Entonces lo arrojaste —dijo Boutillier—. Al agua.
—¡Yo no! —replicó Unwin, levantando la vista. Se apartó el pelo de los ojos con una mano y los miró fijamente con ansiedad—. Cuando vi que lo decían en serio, traté de apartar a Steve a tirones. Temí que el marica se hiciese daño. Hasta el agua hay como tres metros…
Había seis metros noventa. Uno de los hombres de Rademacher ya había tomado la medida.
—Pero él estaba como loco. Los dos seguían gritando: «¡Al agua, al agua!». Y lo levantaron. Webby lo sostenía por los brazos y Steve por el culo, y… y…
Cuando Hagarty vio lo que intentaban hacer corrió hacia ellos, gritando a todo pulmón:
—¡No, no, no!
Chris Unwin lo empujó hacia atrás. Hagarty cayó hecho un bulto, rechinando los dientes.
—¿Quieres ir al agua tú también? —susurró—. ¡Mejor sal corriendo, nene!
Arrojaron a Adrian Mellon por el puente, al agua. Hagarty oyó el chapuzón.
—¡Larguémonos! —exclamó Steve Dubay.
Él y Webby ya retrocedían hacia el automóvil. Chris Unwin se acercó a la barandilla para mirar. Vio primero a Hagarty que bajaba resbalando, a manotazos, por el terraplén lleno de hierbas y sembrado de basura, hacia el agua. Luego vio al payaso. El payaso estaba sacando a Adrian por el otro lado, con un brazo; en la otra mano sostenía los globos. Adrian gemía, empapado, sofocado. El payaso volvió la cabeza hacia Chris con una amplia sonrisa. Chris le vio los ojos plateados, brillantes, y los dientes descubiertos. Dientes grandes, dijo.
—Como los del león del circo —dijo—. Es decir, así de grandes.
Entonces, dijo, vio que el payaso tiraba de uno de los brazos de Adrian Mellon, hasta pasárselo por encima de los hombros.
—¿Y entonces, Chris? —dijo Boutillier.
Esa parte lo aburría. Los cuentos de hadas lo aburrían desde los ocho años.
—No sé —dijo Chris—. Porque en ese momento Steve me agarró y me empujó hacia el coche. Pero… creo que le mordió el sobaco. —Volvió a levantar la vista, ya inseguro—. Creo que eso fue lo que hizo. Morderle el sobaco.
»Como si quisiera comérselo, hombre. Como si quisiera comerle el corazón.
No ocurrió así, dijo Hagarty, cuando le dieron a leer la declaración de Chris Unwin. El payaso no había arrastrado a Adri hasta la ribera contraria; al menos, él no lo había visto. Y podía asegurar que, a esas alturas, había sido algo más que un observador desinteresado. A esas alturas estaba fuera de sí, qué coño.
El payaso, dijo, estaba de pie cerca de la ribera opuesta con el cuerpo chorreante de Adrian entre los brazos. El brazo derecho de Adri asomaba, tieso, por detrás de la cabeza del payaso. Y era cierto que la cara del payaso estaba contra la axila derecha de Adri, pero no lo mordía: estaba sonriendo. Hagarty le vio mirar por debajo del brazo de su amigo, sonriendo.
El payaso apretó los brazos de Adrian y Hagarty oyó un crujir de costillas.
Adri gritó.
—Flota con nosotros, Don —dijo el payaso, con su boca roja y sonriente.
Y entonces señaló con una mano enguantada hacia debajo del puente.
Contra la parte inferior del puente flotaban globos: no diez ni cien sino miles, rojos, azules, verdes, amarillos. Y en cada uno se leía, impreso: I ♥ DERRY!
—Bueno, parece que había muchos globos —dijo Reeves, dedicando otro guiño a Harold Gardener.
—Ya sé lo que puede pensar —reiteró Hagarty con la misma voz cansada.
—Y usted vio todos esos globos —dijo Gardener.
Don Hagarty levantó lentamente las manos hasta ponerlas frente a su cara.
—Los vi con tanta claridad como veo mis propios dedos en este momento. Miles de globos. Ni siquiera se podían ver los pilares del puente. Ondulaban un poco y parecían saltar. Se oía un ruido. Un ruido extraño, grave, chirriante. Era el que hacían al frotarse entre sí. Y cordeles. Había una selva de cordeles blancos colgando. Parecían blancas hebras de telaraña. El payaso se llevó a Adri allá abajo. Vi que su traje rozaba aquellos cordeles. Adri estaba haciendo unos ruidos horribles, como si se ahogara. Eché a andar hacia él… y el payaso volvió la cabeza. Entonces le vi los ojos y de inmediato comprendí quién era.
—¿Quién era, Don? —preguntó Harold Gardener, suavemente.
—Era Derry —dijo Don Hagarty—. Era esta ciudad.
—¿Y qué hizo usted entonces? —quiso saber Reeves.
—Eché a correr, pedazo de idiota —respondió Hagarty. Y estalló en lágrimas.
Harold Gardener se mantuvo tranquilo hasta el 13 de noviembre, un día antes de que John Garton y Steven Dubay fueran juzgados en el tribunal de Derry por el asesinato de Adrian Mellon. Ese día fue a ver a Tom Boutillier, fiscal auxiliar. Quería hablar de ese payaso. Boutillier no. Pero cuando vio que Gardener podía cometer alguna estupidez si no se le aconsejaba un poco, lo hizo.
—No había ningún payaso, Harold. Los únicos payasos, esa noche, eran esos tres muchachos. Lo sabes tan bien como yo.
—Pero hay dos testigos…
—Oh, esas chorradas. Unwin decidió sacar a relucir al Manco, con lo de «Nosotros no matamos al marica, pobrecito, fue el manco», en cuanto se dio cuenta de que se había metido en aguas profundas. En cuanto a Hagarty, estaba histérico. Había visto asesinar a su mejor amigo. No me sorprendería que hubiese visto ovnis.
Pero Boutillier tenía otras ideas. Gardener se lo leyó en los ojos. Eso de que el fiscal auxiliar esquivara la responsabilidad, lo irritó.
—Vamos —dijo—. Estamos hablando de dos testigos independientes. No me vengas con mierda.
—Ah, ¿quieres que hablemos de mierda? ¿Vas a decirme que crees en la existencia de un payaso vampiro bajo el puente de Main Street? Porque, para mí, eso sí que es una mierda.
—Bueno, no es eso lo que quiero decir, pero…
—¿O que Hagarty vio un billón de globos allá abajo, todos con la misma leyenda que llevaba su amante en el sombrero? Porque eso también es mierda, para mí.
—No, pero…
—Entonces, ¿para qué le das vueltas a todo esto?
—¡A ver si dejas de interrogarme a mí! —rugió Gardener—. ¡Los dos describieron lo mismo, y ninguno de ellos sabía lo que el otro estaba diciendo!
Boutillier estaba sentado a su escritorio jugando con un lápiz. En ese momento, dejó el lápiz, se levantó y se acercó a Harold Gardener. Aunque medía doce centímetros menos, Gardener retrocedió un paso ante su enojo.
—¿Quieres perder el caso, Harold?
—No, por sup…
—¿Quieres que esos mierdas vivientes salgan en libertad?
—¡No!
—Bien. Perfecto. Ya que estamos de acuerdo en lo básico, te diré exactamente lo que pienso. Sí, probablemente había un hombre bajo el puente aquella noche. Tal vez hasta sea cierto que vestía de payaso, aunque, con todos los testigos a los que he interrogado, podría decirte que tal vez era un simple borracho o un vagabundo vestido con trapos viejos. Probablemente estaba allí buscando monedas caídas o restos de comida. Sus ojos hicieron el resto, Harold. ¿No crees que eso sí es posible?
—No lo sé —dijo Harold. Quería dejarse convencer, pero dada la exactitud de las dos descripciones… no. No lo creía posible.
—Y aquí vamos al fondo del asunto. No me importa si era Fofito o un tío vestido de Tío Sam. Si introducimos a ese individuo en el caso, el abogado defensor se agarrará a eso con uñas y dientes antes de los que se tarda en decir «Jack Robinson». Dirá que esos dos inocentes corderitos con el pelo recién cortado y los trajes nuevos, sólo arrojaron a ese homosexual de Mellon desde el puente para jugar. Y señalará que Mellon todavía estaba con vida después de la caída; para eso cuenta con el testimonio de Hagarty y con el de Unwin.
»Sus clientes no cometieron asesinato, ¡oh, no! Era un psicópata vestido de payaso. Si introducimos esto, es lo que va a pasar. Y tú lo sabes.
—De todos modos, Unwin hablará de eso.
—Pero Hagarty no —dijo Boutillier—. Porque él sí entiende. Y si Hagarty no lo confirma, ¿quién va a creer lo que diga Unwin?
—Bueno, para eso estamos nosotros —repasa Harold Gardener con una amargura de la que él mismo se sorprendió—. Pero supongo que nosotros tampoco diremos nada.
—¡No la tomes conmigo! —replicó Boutillier levantando las manos—. ¡Ellos lo mataron! No se limitaron a arrojarlo desde el puente. Garton llevaba una navaja. Mellon recibió siete puñaladas incluyendo una en el pulmón izquierdo y dos en los testículos. Las heridas coinciden con el arma. Tenía cuatro costillas rotas; eso lo hizo Dubay con un abrazo de oso. Tenía mordeduras, es cierto, en los brazos, en la mejilla izquierda y en el cuello. Creo que eso fue obra de Unwin y Garton, aunque sólo una coincide claramente y probablemente no sirva como prueba. Y sí, faltaba un gran pedazo de carne en la axila derecha. ¿Y qué? A alguno de ellos le gustaba morder de veras. Probablemente se excitó de lo lindo al hacerlo. Apostaría a que fue Garton, aunque jamás podremos probarlo. Y faltaba el lóbulo de una oreja.
Boutillier se interrumpió fulminando a Harold con la mirada.
—Si dejamos que aparezca esa historia del payaso, será imposible encarcelarlos. ¿Eso es lo que deseas?
—Ya te dije que no.
—El tipo era una loca, pero no hacía daño a nadie —agregó Boutillier—. Y paso a pasito aparecen esas tres lacras sociales, con sus botas militares, y le quitan la vida. Los quiero en la cárcel, amigo. Y si me entero de que les rompen el culo, allá en el correccional de Thomaston, les enviaré una tarjeta diciéndoles que ojalá les hayan contagiado el SIDA.
Muy feroz —pensó Gardener—. Y esas condenas quedarán muy bien en tu currículum cuando te presentes para el puesto máximo dentro de dos años.
Pero se marchó sin decir más, porque él también quería verlos entre rejas.
John Webber Garton fue declarado culpable de homicidio premeditado en primer grado y sentenciado a una pena de entre diez y veinte años en el presidio de Thomaston.
Steven Bishoff Dubay, convicto de homicidio en primer grado, recibió una condena de quince años en la cárcel de Shawshank.
Christopher Philip Unwin fue juzgado aparte, como delincuente juvenil y declarado culpable de homicidio en segundo grado. Fue sentenciado a seis meses en el correccional de South Windham, y quedó en libertad provisional, con la sentencia suspendida.
Al escribirse esto, las tres sentencias están bajo apelación. A Garton y a Dubay se les puede ver, en un día cualquiera, mirando a las chicas o jugando con monedas en Bassey Park, no lejos del sitio donde apareció el cadáver desgarrado de Mellon, flotando contra uno de los pilares, bajo el puente de Main Street.
Don Hagarty y Chris Unwin han abandonado la ciudad.
En el juicio principal, el de Garton y Dubay, nadie mencionó la existencia de un payaso.