Bonnie jamás consiguió recordar exactamente cómo transcurrieron los pocos segundos siguientes. Escuchó el grito de Stefan, que casi pareció estremecer la tierra bajo sus pies. Vio cómo Damon echaba a correr hacia él. Y entonces vio el fogonazo.
Un fogonazo parecido a los rayos de Klaus, sólo que no era blanco azulado. Este era dorado.
Y tan brillante que Bonnie sintió que el sol había estallado frente a sus ojos. Todo lo que pudo distinguir durante varios segundos fueron colores arremolinados. Y luego vio algo en mitad del claro, cerca del cañón de la chimenea. Algo blanco, de una forma parecida a la de los fantasmas, sólo que con un aspecto más sólido. Algo pequeño y acurrucado que tenía que ser cualquier cosa menos lo que los ojos le decían que parecía.
Porque parecía una muchacha delgada y desnuda que temblaba en el suelo del bosque. Una muchacha de cabellos dorados.
Se parecía a Elena.
No a la Elena refulgente como una vela encendida del mundo de los espíritus, y tampoco a la pálida e inhumanamente hermosa muchacha que había sido Elena la vampira. Esta era una Elena cuya piel cremosa se ruborizaba y se cubría de piel de gallina bajo las gotas de lluvia. Una Elena que pareció desconcertada cuando alzó lentamente la cabeza y miró a su alrededor, como si todas las cosas familiares del claro le resultaran desconocidas.
«Es una ilusión. O eso, o ellos le dan unos pocos minutos para despedirse.» Bonnie no dejaba de repetirse esto, pero no conseguía creérselo.
—¿Bonnie? —dijo una voz vacilante.
Una voz que no era en absoluto como un carillón de viento, sino la voz de una muchacha asustada.
A Bonnie se le doblaron las rodillas. Una disparatada corazonada empezaba a crecer en su interior. Intentó apartarla, no atreviéndose siquiera a examinarla aún, y se limitó a observar a Elena.
Elena tocó la hierba que tenía delante. Con cierta vacilación al principio, luego con más y más firmeza, más y más de prisa. Tomó una hoja entre dedos que parecían torpes, la dejó en el suelo, palmeó la tierra. Volvió a tomar la hoja. Asió todo un puñado de hojas húmedas, las apretó contra ella, las olió. Alzó los ojos hacia Bonnie mientras las hojas se desperdigaban por el suelo.
Por un momento, simplemente permanecieron arrodilladas y se miraron fijamente una a la otra desde una distancia de unos pocos centímetros. Luego, trémulamente, Bonnie alargó la mano. No podía respirar. La corazonada crecía y crecía.
La mano de Elena se alzó a su vez. Fue hacia Bonnie. Los dedos de ambas se tocaron.
Dedos reales. En el mundo real. Donde ambas estaban.
Bonnie emitió una especie de chillido y se arrojó sobre Elena.
En un minuto ya la estaba palpando por todas partes frenéticamente, con desbordante e incrédula satisfacción. Y Elena era sólida. Estaba mojada por la lluvia y tiritaba, y las manos de Bonnie no la atravesaban. Había pedazos de hojas mojadas y trozos de tierra adheridos a sus cabellos.
—Estás aquí —sollozó—. ¡Puedo tocarte, Elena!
—¡Y yo puedo tocarte a ti! —jadeó ella en respuesta—. ¡Estoy aquí! —Volvió a agarrar las hojas—. ¡Puedo tocar el suelo!
—¡Y yo puedo ver cómo lo tocas!
Podrían haber seguido así indefinidamente, pero Meredith las interrumpió. Estaba de pie a unos pocos pasos de distancia, mirando sorprendida, los oscuros ojos enormes, el rostro blanco. Profirió un sonido ahogado.
—¡Meredith! —Elena se volvió hacia ella y le tendió puñados de hojas, luego abrió los brazos.
Meredith, que había podido sobrellevarlo cuando encontraron el cuerpo de Elena en el río, cuando Elena apareció ante su ventana como una vampira, cuando Elena se había materializado en el claro como un ángel, se limitó a permanecer allí, temblando. Parecía a punto de desmayarse.
—Meredith, ¡es sólida! ¡Puedes tocarla! ¿Ves? —Aporreó de nuevo a Elena llena de júbilo.
Meredith no se movió.
—Es imposible —musitó.
—¡Es cierto! ¿Lo ves? ¡Es cierto!
Bonnie empezaba a ponerse histérica. Sabía que así era, y no le importaba. Si alguien tenía derecho a ponerse histérico, era ella.
—Es cierto, es cierto —cantó alegremente—. Meredith, ven a verlo.
Meredith, que había estado mirando fijamente a Elena durante todo ese tiempo, emitió otro sonido ahogado. Luego, de golpe, se arrojó sobre Elena. La tocó, descubrió que la mano encontraba la resistencia de la carne. La miró a la cara. Y a continuación prorrumpió en un llanto irrefrenable.
Lloró y lloró, con la cabeza apoyada en el hombro desnudo de Elena.
Bonnie palmeó jubilosa a ambas.
—¿No creéis que sería mejor que se pusiera algo? —dijo una voz, y Bonnie alzó los ojos y vio que Caroline se quitaba el vestido.
Caroline lo hizo con bastante calma, quedándose sólo con la combinación de poliéster beige, como si hiciera aquella clase de cosas continuamente. Sin imaginación, volvió a decirse Bonnie, pero sin malicia. Estaba claro que había ocasiones en que la falta de imaginación era una ventaja.
Meredith y Bonnie le pasaron a Elena el vestido por la cabeza. La muchacha parecía pequeña dentro de él, mojada y de algún modo poco natural, como si ya no estuviera acostumbrada a llevar ropa. Pero al menos era cierta protección contra los elementos.
Entonces Elena murmuró:
—Stefan.
Se volvió. Él estaba allí de pie, con Damon y Matt, un poco alejado de las muchachas. Se limitaba a observarla. Como si no sólo su aliento, sino también su vida estuviera retenida, aguardando.
Elena se levantó y dio un tambaleante paso hacia él, y luego otro y otro. Delgada y nuevamente frágil dentro del vestido prestado, se balanceaba mientras iba hacia él. «Como la Sirenita aprendiendo a usar las piernas», pensó Bonnie.
Él la dejó recorrer casi todo el camino hasta allí, limitándose a mirarla con asombro, antes de ir hacia ella dando traspiés. Acabaron corriendo uno hacia el otro, y luego cayeron al suelo juntos, abrazados, cada uno aferrándose tan fuerte como le era posible. Ninguno de ellos pronunció una palabra.
Por fin Elena se apartó para mirar a Stefan, y éste le sujetó el rostro entre ambas manos, simplemente devolviéndole la mirada. Elena rió en voz alta, llena de dicha, abriendo y cerrando los propios dedos y contemplándolos con deleite antes de enterrarlos en los cabellos de Stefan. Luego se besaron.
Bonnie observaba descaradamente, sintiendo cómo parte de su embriagadora dicha se derramaba en forma de lágrimas. Le dolía la garganta, pero eran lágrimas dulces, no las saladas lágrimas del dolor, y seguía sonriendo. Estaba hecha una porquería, empapada, y jamás había sido tan feliz en toda su vida. Sintió como si quisiera bailar y cantar y hacer toda clase de locuras.
Al cabo de un rato, Elena apartó los ojos de Stefan para mirarlos a todos, el rostro casi tan resplandeciente como cuando había flotado en el interior del claro como un ángel. Brillando como la luz de una estrella. «Nadie volverá a llamarla Princesa de Hielo», pensó Bonnie.
—Amigos míos —dijo Elena.
Fue todo lo que dijo, pero fue suficiente, eso y el curioso y leve sollozo que emitió mientras les tendía una mano. La rodearon en un instante, apelotonándose a su alrededor, todos tratando de abrazarla a la vez. Incluso Caroline.
—Elena —dijo Caroline—, siento…
—Todo está olvidado ahora —respondió ella, y la abrazó con la misma intensidad que a los demás.
Luego asió una fornida mano morena y la acercó brevemente a su mejilla.
—Matt —dijo, y él le sonrió, con los azules ojos llenos de lágrimas.
Pero no era de amargura por verla en brazos de Stefan, se dijo Bonnie. En aquellos instantes, el rostro de Matt sólo mostraba felicidad.
Una sombra cayó sobre el pequeño grupo, colocándose entre ellos y la luz de la luna. Elena alzó los ojos y volvió a extender la mano.
—Damon —dijo.
La nítida luminosidad y el refulgente amor de su rostro eran irresistibles. O deberían haber sido irresistibles, se dijo Bonnie. Pero Damon avanzó sin sonreír, los negros ojos insondables como siempre. Nada del luminoso brillo que despedía Elena se reflejaba en ellos.
Stefan alzó los ojos hacia él sin temor, igual que había mirado el doloroso brillo del dorado resplandor de Elena. Entonces, sin desviar la mirada, extendió también su mano.
Damon se quedó contemplándolos, contemplando los dos rostros francos y valerosos, contemplando el mudo ofrecimiento de sus manos. La oferta de conexión, afecto, humanidad. Nada apareció en su rostro, y permaneció totalmente inmóvil.
—Vamos, Damon —dijo Matt con suavidad.
Bonnie alzó rápidamente los ojos para mirarle, y vio que los ojos azules mostraban resolución en ese momento mientras miraban el rostro ensombrecido del cazador.
—No soy como vosotros —dijo Damon sin moverse.
—No eres tan distinto de nosotros como quieres creer —replicó Matt—. Oye —añadió con una curiosa nota desafiante en la voz—, sé que mataste al señor Tanner en defensa propia, porque tú me lo contaste. Y sé que no viniste aquí, a Fell's Church, porque el conjuro de Bonnie te arrastrase aquí, porque seleccioné los cabellos y no cometí ningún error. Eres más parecido a nosotros de lo que admites, Damon. Lo único que no sé es por qué no entraste en casa de Vickie para ayudarla.
—¡Porque no me invitaron! —soltó Damon, casi automáticamente.
Bonnie recordó entonces. Se vio a sí misma de pie fuera de la casa de Vickie, a Damon de pie junto a ella. Oyó la voz de Stefan: «Vickie, invítame a entrar». Pero nadie había invitado a Damon.
—Pero ¿cómo consiguió entrar Klaus, entonces…? —empezó a decir, siguiendo el hilo de sus propios pensamientos.
—Eso fue cosa de Tyler, estoy seguro —respondió Damon en tono tajante—. Lo que Tyler hizo por Klaus a cambio de averiguar cómo reclamar su herencia. Y debió de haber invitado a Klaus a entrar antes de que empezáramos siquiera a custodiar la casa…, probablemente antes de que Stefan y yo viniésemos a Fell's Church. Klaus estaba bien preparado. Aquella noche estuvo en la casa, y la muchacha estaba ya muerta antes de que me diera cuenta de lo que sucedía.
—¿Por qué no llamaste a Stefan? —preguntó Matt.
No había ninguna acusación en su voz. Era una simple pregunta.
—¡Porque no había nada que pudiese haber hecho! Supe con qué nos las veíamos en cuanto lo vi. Un Antiguo. Stefan sólo habría conseguido que le mataran, y ya no se podía hacer nada por la chica, de todos modos.
Bonnie oyó el hilillo de frialdad de su voz, y cuando Damon volvió a mirar a Stefan y a Elena, su rostro se había endurecido. Era como si hubiese tomado alguna decisión.
—Como ves, no soy como tú —dijo.
—No importa. —Stefan no había retirado aún la mano; tampoco lo había hecho Elena.
—Y en ocasiones los chicos buenos sí ganan —dijo Matt en voz queda, en tono alentador.
—Damon… —empezó a decir Bonnie.
Lentamente, casi de mala gana, él volvió la cabeza hacia ella. La muchacha pensaba en aquel momento cuando habían estado arrodillados junto a Stefan y él había parecido tan joven. Cuando habían sido simplemente Damon y Bonnie en el borde del mundo.
Le pareció, justo por un instante, que veía estrellas en aquellos ojos negros. Y pudo percibir en él algo, algún fermento de sentimientos como nostalgia y confusión y miedo y cólera, todo mezclado. Pero entonces todo volvió a alisarse otra vez y sus escudos volvieron a alzarse y a Bonnie sus sentidos psíquicos no le dijeron nada más. Y aquellos ojos negros aparecieron simplemente opacos.
Damon se volvió hacia la pareja del suelo. Luego se quitó la chaqueta y se colocó detrás de Elena, poniéndosela sobre los hombros sin tocar a la joven.
Y a continuación se volvió y se encaminó a la oscuridad que reinaba entre los robles. Al cabo de un instante, Bonnie oyó el batir de unas alas.
Stefan y Elena, sin decir palabra, volvieron a unir las manos, y la dorada cabeza de Elena se recostó en el hombro de Stefan. Por encima de los cabellos de la muchacha, los ojos verdes de Stefan giraron hacia el trozo de noche en el que había desaparecido su hermano.
Bonnie sacudió la cabeza, sintiendo un nudo en la garganta que desapareció cuando algo le tocó el brazo y al alzar los ojos vio a Matt. Incluso empapado, incluso cubierto de trozos de musgo y helechos, era una imagen bellísima. Le sonrió, sintiendo regresar su capacidad de asombro y alegría. La mareante y vertiginosa excitación mientras pensaba en lo que había sucedido esa noche. Meredith y Caroline también sonreían, y, en un impulsivo estallido, Bonnie agarró las manos de Matt y le hizo girar en una danza. En mitad del claro se pusieron a patear hojas mojadas y a girar y reír. Estaban vivos, y eran jóvenes, y era el solsticio de verano.
—¡Tú nos querías a todas de vuelta otra vez! —gritó Bonnie a Caroline, y tiró de la escandalizada muchacha para que tomara parte en la danza.
Meredith, olvidada su dignidad, se unió también a ellos.
Y durante un largo rato en el claro sólo reinó el júbilo.
21 de junio, 7.30 horas
Solsticio de verano
Querido diario:
Bueno, es demasiado para poder explicarlo y, de todos modos, tú tampoco te lo creerías. Me voy a la cama.
Bonnie