Viernes, 19 de junio, 23.45 horas
Querido diario:
Dios mío, ¿qué vamos a hacer? Ésta ha sido la semana más larga de mi vida. Hoy fue el último día de instituto y mañana Stefan se va. Se marcha a Europa en busca de un vampiro convertido en tal por Klaus. Dice que no quiere dejarnos desprotegidos. Pero va a hacerlo.
No encontramos a Tyler. Su coche desapareció del cementerio, y él no ha aparecido por el instituto. Se ha perdido todos los exámenes finales de esta semana. Aunque no es que al resto de nosotros nos haya ido mucho mejor. Ojalá el Robert E. Lee fuera como los institutos que tienen sus exámenes finales antes de la graduación. No sé si escribo en inglés o en swahili estos días.
Odio a Klaus. Por lo que vi, está tan loco como Katherine… y es incluso más cruel. Lo que le hizo a Vickie…, pero no puedo ni hablar sobre eso, o empezaré a llorar otra vez. Estuvo jugando con nosotras en la fiesta de Caroline como un gato con un ratón. Y lo hizo el día del cumpleaños de Meredith, además; aunque supongo que no podía saberlo. No obstante, parece conocer muchas cosas. No habla como un extranjero, no como Stefan cuando llegó aquí la primera vez, y lo sabe todo sobre nuestra cultura, incluso canciones de los cincuenta. Quizá lleva aquí bastante tiempo…
Bonnie dejó de escribir y empezó a devanarse el cerebro con desesperación. Todo aquel tiempo habían estado pensando en víctimas de Europa, en vampiros. Pero por el modo en que Klaus hablaba, era evidente que llevaba en el país mucho tiempo. No parecía en absoluto un extranjero. Y había decidido atacar a las chicas el día del cumpleaños de Meredith…
Bonnie se levantó, alargó la mano hacia el teléfono y marcó el número de Meredith. Una adormecida voz masculina respondió.
—Señor Sulez, soy Bonnie. ¿Puedo hablar con Meredith?
—¡Bonnie! ¿Es que no sabes qué hora es?
—Sí. —Bonnie pensó con rapidez—. Pero se trata de… se trata de un examen que tuvimos hoy. Por favor, tengo que hablar con ella.
Hubo una larga pausa y luego un profundo suspiro.
—Un momento.
Bonnie tamborileó impacientemente con los dedos mientras esperaba. Por fin sonó el chasquido de otro teléfono al ser descolgado.
—Bonnie —dijo la voz de Meredith—. ¿Qué sucede?
—Nada, quiero decir…
Bonnie era sumamente consciente de que la línea estaba abierta, de que el padre de Meredith no había colgado y podía estar escuchando.
—Es sobre… ese problema alemán sobre el que hemos estado trabajando. Recuerda. Aquel que no conseguíamos resolver para el examen final. ¿Sabes? Aquel en el que hemos estado buscando a la persona que puede ayudarnos a resolverlo. Bueno, creo que ya sé quién es.
—¿Lo sabes? —Bonnie pudo percibir cómo Meredith luchaba por encontrar las palabras correctas—. Bueno… ¿quién es? ¿Son necesarias llamadas de larga distancia?
—No —dijo Bonnie—, no lo son. Está muchísimo más cerca de casa, Meredith. Muchísimo. De hecho, podríamos decir que está justo en tu patio trasero, colgado de tu árbol genealógico.
La línea permaneció en silencio tanto tiempo que Bonnie se preguntó si su amiga seguía allí.
—¿Meredith?
—Estoy pensando. ¿Tiene esta solución algo que ver con coincidencias?
—Pues no.
Bonnie se relajó y sonrió levemente, sombría. Meredith lo había captado ya.
—Nada que ver con coincidencias. Es más bien un caso de la historia repitiéndose. Repitiéndose deliberadamente, si entiendes a lo que me refiero.
—Sí —respondió Meredith, y sonaba como si se recuperara de una fuerte impresión, lo que no era de extrañar—. ¿Sabes?, creo que podrías tener razón. Pero todavía está la cuestión de persuadir a… esa persona… para que nos ayude.
—¿Crees que podría ser un problema?
—Podría ser. En ocasiones, la gente se pone muy nerviosa… en lo referente a un test. A veces incluso es como si perdiera la razón.
A Bonnie le cayó el alma a los pies. Eso era algo que no se le había ocurrido. ¿Y si él no les podía decir nada? ¿Y si había perdido el juicio hasta tal punto?
—Todo lo que podemos hacer es intentarlo —dijo, haciendo que la voz sonara tan optimista como le fue posible—. Mañana tendremos que hacer la prueba.
—De acuerdo. Te recogeré al mediodía. Buenas noches, Bonnie.
—Buenas noches, Meredith —y Bonnie añadió—: Lo siento.
—No, creo que puede ser lo mejor. Para que esta historia no siga repitiéndose eternamente. Adiós.
Bonnie presionó la tecla de desconectar del auricular. Luego permaneció sentada unos cuantos minutos, con el dedo sobre la tecla, mirando fijamente a la pared. Por fin colgó el auricular y volvió a coger el diario. Colocó un punto en la última frase y añadió una nueva:
Vamos a ir a ver al abuelo de Meredith mañana.
—Soy un idiota —dijo Stefan en el coche de Meredith al día siguiente.
Se dirigían a Virginia Occidental, a la institución de la que era paciente el abuelo de Meredith. Iba a ser un viaje bastante largo.
—Somos todos idiotas. Excepto Bonnie —dijo Matt, e incluso en medio de su ansiedad, Bonnie sintió una sensación de calidez al oírlo.
Pero Meredith sacudía la cabeza con los ojos fijos en la carretera.
—Stefan, tú no podías darte cuenta, así que deja de machacarte. No sabías que Klaus apareció en la fiesta de Caroline en el aniversario del ataque a mi abuelo. Y no se nos ocurrió ni a Matt ni a mí que Klaus podría llevar en el país tanto tiempo porque nunca vimos a Klaus ni le oímos hablar. Pensábamos en personas a las que podría haber atacado en Europa. En realidad, Bonnie era la única que podía encajar todas las piezas, porque ella tenía toda la información.
Bonnie sacó la lengua. Meredith captó el gesto por el retrovisor y enarcó una ceja.
—Simplemente, no quiero que te vuelvas una engreída —dijo.
—No lo haré; la modestia es una de mis cualidades más fascinantes —replicó Bonnie.
Matt soltó un bufido, pero luego dijo:
—Sigo pensando que fue muy inteligente.
Lo que le volvió a provocar la sensación de orgullo.
La institución era un lugar terrible. Bonnie intentó con todas sus fuerzas ocultar su horror y su asco, pero sabía que Meredith podía percibirlos. Los hombros de Meredith estaban muy erguidos en actitud de defensivo orgullo mientras avanzaba por los corredores por delante de ellos. Bonnie, que hacía muchos años que la conocía, veía la humillación oculta bajo aquel orgullo. Los padres de Meredith habían considerado que el estado de su abuelo era tal mancha para la familia que jamás permitieron que se le mencionara ante extraños. Había proyectado una sombra sobre toda la familia.
Y ahora Meredith mostraba aquel secreto a desconocidos por primera vez. Bonnie sintió un torrente de amor y admiración por su amiga. Era muy propio de Meredith hacerlo sin alboroto, con dignidad, sin dejar que nadie viera lo mucho que le costaba. Pero la institución seguía siendo terrible.
No era un lugar sucio ni estaba lleno de maníacos enfurecidos ni nada parecido. Los pacientes se veían limpios y bien cuidados. Pero había algo en los olores a desinfectante del hospital y en los pasillos atestados de sillas de ruedas inmóviles y ojos inexpresivos que hacía que Bonnie quisiera salir corriendo.
Era como un edificio repleto de zombis. Bonnie vio a una anciana, cuyo rosado cuero cabelludo se veía a través de finos cabellos blancos, desplomada con la cabeza sobre la mesa junto a una muñeca de plástico desnuda. Cuando Bonnie extendió la mano desesperadamente, se encontró con la mano de Matt que ya tomaba la suya. Siguieron a Meredith de ese modo, cogidos tan fuerte que resultaba doloroso.
—Ésta es su habitación.
En el interior había otro zombi, éste con cabellos blancos que todavía mostraban alguna que otra salpicadura de un tono negro parecido al de los cabellos de Meredith. El rostro era una masa de arrugas y líneas; los ojos estaban legañosos y bordeados de rojo y miraban sin ver.
—Abuelo —dijo Meredith, arrodillándose frente a su silla de ruedas—. Abuelo, soy yo, Meredith. He venido a visitarte. Tengo algo importante que preguntarte.
Los ancianos ojos ni siquiera parpadearon.
—A veces nos reconoce —dijo Meredith en voz tranquila, sin emoción—. Pero en la actualidad la mayoría de las veces no lo hace.
El anciano se limitó a seguir mirando fijamente.
Stefan se acuclilló sobre los talones.
—Déjame probar —dijo, y mirando directamente al rostro arrugado empezó a hablar suavemente, tranquilizador, como había hecho con Vickie.
Pero los opacos ojos ni siquiera pestañearon. Se limitaron a seguir mirando fijamente sin ver. El único movimiento era un leve temblor continuo en las nudosas manos colocadas sobre los brazos de la silla de ruedas.
Y sin importar lo que Meredith y Stefan hicieran, ésa fue toda la respuesta que consiguieron obtener.
Al final fue Bonnie quien lo intentó, usando sus poderes psíquicos. Pudo percibir algo en el anciano, alguna chispa de vida atrapada en la cárcel de aquella carne. Pero no pudo llegar a ella.
—Lo siento —dijo, recostándose hacia atrás y apartándose los cabellos de los ojos—. Es inútil. No puedo hacer nada.
—Tal vez podamos venir en otra ocasión —indicó Matt.
Pero Bonnie sabía que no era cierto. Stefan marchaba al día siguiente; nunca podría haber otra ocasión. Y había parecido una idea tan buena… El resplandor que le había proporcionado calidez antes se había convertido en cenizas ahora, y sentía el corazón como un pedazo de plomo. Dio media vuelta y vio a Stefan que empezaba a abandonar la habitación.
Matt le puso una mano bajo el codo para ayudarla a incorporarse y conducirla afuera. Y tras permanecer durante un minuto con la cabeza inclinada en actitud de desánimo, Bonnie se lo permitió. Era difícil reunir fuerzas suficientes para colocar un pie ante el otro. Echó un vistazo atrás con expresión aturdida para ver si Meredith los seguía…
Y chilló a voz en cuello. Meredith estaba de pie en el centro de la habitación, de cara a la puerta, con el desaliento pintado en el rostro. Pero detrás de ella, la figura de la silla de ruedas había despertado por fin. En una silenciosa explosión de movimiento, se había alzado por encima de ella, los ojos legañosos abiertos de par en par y la boca abierta aún más. El abuelo de Meredith parecía atrapado en el acto de saltar: los brazos extendidos hacia adelante, la boca formando un silencioso alarido. Los chillidos de Bonnie resonaron en las vigas del techo.
Entonces todo sucedió a la vez. Stefan volvió a abalanzarse al interior, Meredith giró en redondo, Matt alargó la mano para cogerla. Pero la anciana figura no saltó. Permaneció inmóvil alzándose por encima de todos ellos, mirando por encima de sus cabezas, al parecer viendo algo que ninguno de ellos podía ver. Finalmente, empezaron a surgir sonidos de su garganta, sonidos que formaron una ondulante palabra.
—¡Vampiro! ¡Vampiiiiro!
La habitación se llenó de cuidadores que apremiaron a Bonnie y a los demás para que salieran mientras ellos refrenaban al anciano. Sus gritos aumentaron el caos.
—¡Vampiro! ¡Vampiro! —aullaba el abuelo de Meredith, como si quisiera advertir a toda la ciudad.
Bonnie sintió pánico; ¿miraba a Stefan el anciano? ¿Era una acusación?
—Por favor, tenéis que salir ahora. Lo siento, pero tenéis que iros —decía una enfermera.
Los estaban empujando fuera de la habitación. Meredith se debatió mientras la obligaban a salir al pasillo.
—¡Abuelo…!
—¡Vampiro! —siguió ululando aquella voz aterradora.
Y luego:
—¡Madera de fresno blanco! ¡Vampiro! Madera de fresno blanco…
La puerta se cerró con un portazo.
Meredith jadeó, intentando reprimir las lágrimas. Bonnie tenía las uñas clavadas en el brazo de Matt. Stefan se volvió hacia ellos, los ojos verdes desorbitados por la conmoción.
—Ya os he dicho que tenéis que iros ahora —repetía la agobiada enfermera con impaciencia.
Los cuatro hicieron caso omiso de ella. Se miraban unos a otros, mientras el atónito desconcierto daba paso a la comprensión en sus rostros.
—Tyler dijo que sólo había una clase de madera que podía hacerle daño… —empezó a decir Matt.
—La madera de fresno blanco —dijo Stefan.
—Tenemos que descubrir dónde se esconde —dijo Stefan en el camino de vuelta; conducía él, ya que Meredith se había sentido incapaz de hacerlo—. Eso es lo primero. Si hacemos las cosas precipitadamente, podríamos prevenirle.
Los ojos verdes del joven brillaban con una curiosa mezcla de triunfo y torva determinación, y hablaba con tono crispado y veloz. Estaban todos con los nervios a flor de piel, se dijo Bonnie, como si hubiesen estado tomando anfetaminas toda la noche. Tenían los nervios tan exaltados que cualquier cosa podía suceder.
También percibía una sensación de cataclismo inminente. Como si todo estuviera llegando a un punto crítico, como si todos los acontecimientos que habían tenido lugar desde la fiesta de cumpleaños de Meredith llegaran a su término.
«Esta noche —pensó—. Esta noche sucede todo.» Parecía extrañamente apropiado que tuviera lugar la víspera del solsticio.
—¿La víspera de qué? —preguntó Matt.
Bonnie ni siquiera había advertido que había hablado en voz alta.
—La víspera del solsticio —dijo—. Eso es lo que es hoy, el día anterior al solsticio de verano.
—No me digas. Druidas, ¿verdad?
—Ellos lo celebraban —confirmó Bonnie—. Es un día para la magia, para marcar el cambio de las estaciones. Y… —vaciló—. Bueno, es como todos los otros días festivos, como Halloween o el solsticio de invierno. Un día en el que la línea entre el mundo visible y el invisible es muy fina. En que es posible ver fantasmas, acostumbraban a decir. En que suceden cosas.
—Cosas —dijo Stefan, girando para entrar en la carretera principal que conducía a Fell's Church—, sí que van a suceder.
Ninguno de ellos era consciente de lo pronto que sería eso.
La señora Flowers estaba en el jardín de la parte trasera. Habían conducido directamente a la casa de huéspedes en su busca. La mujer estaba podando rosales, y el aroma a verano la envolvía.
Frunció el entrecejo y pestañeó cuando todos se apelotonaron a su alrededor y le preguntaron a toda prisa dónde encontrar un fresno blanco.
—Hablad más despacio, hablad más despacio —dijo, escudriñando sus rostros desde debajo del ala de su sombrero de paja—. ¿Qué queréis? ¿Fresno blanco? Hay uno justo allí abajo, detrás de los robles de la parte posterior. Eh, aguardad un minuto… —añadió cuando todos volvieron a irse a toda velocidad.
Stefan cortó en redondo una rama del árbol con una navaja que Matt sacó del bolsillo. «Me gustaría saber cuándo empezó a llevarla encima», pensó Bonnie. También se preguntó qué pensaría la señora Flowers de ellos cuando regresaron, con los dos muchachos transportando entre ambos, sobre los hombros, la rama cubierta de hojas de metro ochenta de longitud.
Pero la señora Flowers se limitó a mirar sin decir nada. Aunque cuando estuvieron más cerca de la casa les gritó:
—Llegó un paquete para ti, chico.
Stefan volvió la cabeza, con la rama aún sobre el hombro.
—¿Para mí?
—Tenía tu nombre escrito. Un paquete y una carta. Los encontré en el porche delantero a primera hora de la tarde. Los dejé arriba en tu habitación.
Bonnie miró a Meredith, luego a Matt y a Stefan, devolviéndoles por turno sus perplejas miradas de suspicacia. La expectación que reinaba en el ambiente se incrementó de improviso, de un modo casi insoportable.
—Pero ¿de quién puede ser? ¿Quién puede saber siquiera que estás aquí…? —empezó a decir mientras subían la escalera que conducía al desván.
Y entonces calló, sintiendo aletear el miedo entre sus costillas. Una premonición zumbaba por su interior como un moscón molesto, pero la hizo a un lado. «No ahora —pensó—, no ahora.»
Pero no había modo de evitar ver el paquete que había sobre el escritorio de Stefan. Los muchachos apoyaron la rama de fresno blanco contra la pared y fueron a mirarlo, un paquete alargado y plano envuelto en papel marrón, con un sobre color crema encima.
En la parte delantera, con una familiar escritura torcida, habían garabateado «Stefan».
Era la letra que habían visto en el espejo.
Todos se quedaron contemplando el paquete como si fuera un escorpión.
—¡Cuidado! —exclamó Meredith cuando Stefan alargó lentamente la mano hacia él.
Bonnie sabía a qué se refería su amiga. Ella misma sentía como si aquella cosa fuera a estallar o a escupir un gas venenoso o a convertirse en una criatura con dientes y zarpas.
El sobre que Stefan tomó era cuadrado y resistente, confeccionado en buen papel y con un acabado de primera calidad. Como la invitación de un príncipe al baile, se dijo Bonnie. Pero de modo incongruente había varias huellas de dedos sucios en la superficie, y los bordes estaban mugrientos. Bueno… Klaus no había tenido un aspecto demasiado pulcro en el sueño.
Stefan echó un vistazo a la parte de delante y de atrás y luego rasgó el sobre para abrirlo. Extrajo una única hoja de papel grueso. Los otros tres se apelotonaron a su alrededor para mirar por encima de su hombro mientras la desdoblaba. Entonces Matt soltó una exclamación.
—Pero qué… ¡está en blanco!
Lo estaba. Por ambos lados. Stefan le dio la vuelta y examinó cada uno. Tenía el rostro tenso, sin delatar nada. Todos los demás se relajaron, no obstante, emitiendo sonidos de repugnancia. Una broma estúpida. Meredith había alargado la mano hacia el paquete, que parecía bastante plano como para estar vacío también, cuando Stefan se quedó rígido de improviso, inhalando con un siseo. Bonnie echó una veloz mirada y dio un brinco. La mano de Meredith se quedó paralizada sobre el paquete, y Matt lanzó una palabrota.
En el papel en blanco, que las dos manos de Stefan sujetaban bien tirante, estaban apareciendo letras. Eran negras, trazadas con largos trazos descendentes, como si cada una la trazara un cuchillo invisible mientras Bonnie observaba. Mientras las leía, el temor de su interior creció.
Stefan:
¿Intentamos resolver esto como caballeros? Tengo a la chica. Ven a la vieja granja del bosque después de oscurecer y hablaremos, sólo nosotros dos. Ven solo y la dejaré ir. Trae a cualquier otra persona y ella morirá.
No había firma, pero al final aparecieron las palabras:
Esto es entre tú y yo.
—¿Qué chica? —quiso saber Matt, paseando la mirada de Bonnie a Meredith, como para asegurarse de que seguían allí—. ¿Qué chica?
Con un impetuoso gesto, los elegantes dedos de Meredith desgarraron el paquete y sacaron lo que había en su interior. Un pañuelo de cuello color verde pálido con un dibujo de enredaderas y hojas. Bonnie lo recordaba perfectamente, y una visión acudió a ella como un torrente. Confeti y regalos de cumpleaños, orquídeas y chocolate.
—Caroline —susurró, y cerró los ojos.
Aquellas dos últimas semanas habían sido tan extrañas, tan distintas de la vida normal de un instituto de secundaria, que casi se había olvidado de la existencia de Caroline. Caroline se había ido a vivir a un apartamento en otra ciudad para escapar, para estar a salvo…, pero Meredith ya le había dicho en un principio: «Puede seguirte a Heron, estoy segura».
—Simplemente, ha jugado con nosotros otra vez —murmuró Bonnie—. Nos ha dejado llegar hasta aquí, incluso ir a ver a tu abuelo, Meredith, y luego…
—Tiene que haberlo sabido —coincidió Meredith—. Debe de haber sabido todo el tiempo que buscábamos a una víctima. Y ahora nos ha hecho jaque mate. A menos que… —Los oscuros ojos se iluminaron con repentina esperanza—. Bonnie, ¿no crees que Caroline podría haber dejado caer el pañuelo la noche de la fiesta? ¿Y que él simplemente lo recogió?
—No.
La premonición zumbaba más cerca, y Bonnie le asestó una palmada, intentando mantenerla apartada. No la quería, no quería saber. Pero se sentía segura de una cosa: no se trataba de un farol. Klaus tenía a Caroline.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó en voz baja.
—Sé lo que no vamos a hacer: vamos a escucharle —dijo Matt—. «Intentar resolverlo como caballeros»; él es escoria, no un caballero. Es una trampa.
—Desde luego que es una trampa —dijo Meredith con impaciencia—. Aguardó hasta descubrir como hacerle daño a él, y ahora intenta separarnos. ¡Pero no funcionará!
Bonnie había estado observando el rostro de Stefan con creciente desaliento. Porque mientras Matt y Meredith hablaban indignados, él había estado doblando sin hacer ruido la carta y devolviéndola al sobre. En aquellos instantes permanecía de pie, contemplándola, con el rostro en calma, sin que le afectara nada de lo que sucedía a su alrededor. Y la mirada de sus ojos verdes asustaba a la muchacha.
—Podemos hacer que le salga el tiro por la culata —decía Matt—. ¿De acuerdo, Stefan? ¿No te parece?
—Creo —dijo Stefan con cuidado, concentrándose en cada palabra— que voy a ir al bosque después de oscurecer.
Matt asintió, y como el defensa de rugby que era, empezó a trazar un plan.
—Bien, tú vas y le distraes. Y entretanto, nosotros tres…
—Vosotros tres —prosiguió Stefan justo con la misma deliberación y mirándole directamente— os vais a casa. A la cama.
Hubo una pausa que a los tensos nervios de Bonnie les pareció interminable. Los otros dos se limitaron a mirar atónitos a Stefan.
Finalmente, Meredith dijo con tono ligero:
—Bueno, va a ser difícil pescarle mientras estamos en la cama, a menos que tenga la amabilidad de venir a visitarnos.
Aquello rompió la tensión, y Matt dijo, respirando profunda y dolorosamente:
—De acuerdo, Stefan, comprendo cómo te sientes respecto a esto…
—Lo digo totalmente en serio, Matt —le interrumpió Stefan—. Klaus tiene razón; esto es entre él y yo. Y dice que vaya solo o hará daño a Caroline. Así que voy a ir solo. Es mi decisión.
—Es tu funeral —le espetó Bonnie, casi histérica—. Stefan, estás loco. No puedes.
—Mira cómo lo hago.
—No te dejaremos…
—¿Creéis —dijo Stefan, mirándola— que podríais detenerme si lo intentaseis?
El silencio que siguió fue sumamente incómodo. Mirándole con fijeza, Bonnie sintió como si Stefan hubiese cambiado de algún modo ante sus ojos. El rostro parecía más afilado, la postura diferente, como para recordarle los ágiles y fuertes músculos de depredador que había bajo las ropas. De improviso parecía distante, un extraño. Aterrador.
Bonnie desvió la mirada.
—Seamos razonables respecto a esto —empezó a decir Matt, cambiando de táctica—. Mantengamos la calma y discutámoslo…
—No hay nada que discutir. Yo voy a ir. Vosotros, no.
—Nos debes más que eso, Stefan —dijo Meredith, y Bonnie agradeció la voz serena de su amiga—. De acuerdo, puedes desmembrarnos; estupendo, no lo discutiré. Lo entendemos. Pero después de todo por lo que hemos pasado juntos, nos merecemos una discusión más concienzuda antes de que salgas corriendo hacia allí.
—Dijiste que también era la pelea de las chicas —añadió Matt—. ¿Cuándo decidiste que no lo era?
—¡Cuando descubrí quién era el asesino! —dijo Stefan—. Klaus está aquí por mi culpa.
—¡No, no lo está! —exclamó Bonnie—. ¿Hiciste tú que Elena matase a Katherine?
—¡Hice que Katherine regresara junto a Klaus! Así es como empezó esto. E involucré a Caroline; de no haber sido por mí, ella jamás habría odiado a Elena, jamás se habría mezclado con Tyler. Tengo una responsabilidad hacia ella.
—Simplemente, quieres creer eso —casi aulló Bonnie—. ¡Klaus nos odia a todos nosotros! ¿Realmente piensas que va a permitir que te vayas de allí tranquilamente? ¿Crees que planea dejarnos en paz a los demás?
—No —respondió Stefan, y tomó la rama que estaba apoyada contra la pared.
Sacó el cuchillo de Matt de su propio bolsillo y empezó a descortezar las ramitas, convirtiéndola en una lanza blanca y recta.
—¡Fantástico, vas a enfrentarte a él en combate singular! —dijo Matt, furioso—. ¿No te das cuenta de lo estúpido que es? ¡Vas a meterte en su trampa! —Dio un paso hacia Stefan—. Puede que no creas que los tres podamos detenerte…
—No, Matt. —La voz baja y ecuánime de Meredith atravesó la habitación—. No servirá de nada.
Stefan la miró, con los músculos que rodeaban los ojos endureciéndose, pero ella se limitó a devolverle la mirada, con rostro firme y tranquilo.
—Así que estás decidido a enfrentarte a Klaus cara a cara, Stefan. De acuerdo. Pero antes de que te vayas, al menos asegúrate de tener una posibilidad de ganar. —Con toda serenidad, la muchacha empezó a desabrocharse el cuello de la blusa.
Bonnie experimentó una sacudida, incluso a pesar de que ella había ofrecido lo mismo sólo una semana antes. Pero aquello había sido en privado, por el amor de Dios, se dijo. Luego se encogió de hombros. Público o privado, ¿qué diferencia había?
Miró a Matt, cuyo rostro reflejaba la consternación que sentía. Entonces vio que la frente de Matt se fruncía y el inicio de aquella expresión obstinada y terca que acostumbraba a aterrar a los entrenadores de los equipos de rugby adversarios. Los ojos azules giraron hacia los de ella, y ella asintió, irguiendo la barbilla. Sin una palabra, Bonnie bajó la cremallera de la ligera cazadora que llevaba, y Matt se quitó la camiseta.
Stefan paseó la mirada por cada una de las tres personas que se estaban desnudando tan decididamente en su habitación, intentando ocultar su propia conmoción. Pero negó con la cabeza, con la blanca lanza frente a él como un arma.
—No.
—No seas imbécil, Stefan —soltó Matt.
Incluso en la confusión de aquel momento terrible, algo dentro de Bonnie hizo un alto para admirar el pecho desnudo del muchacho.
—Somos tres. Deberías ser capaz de tomar una buena cantidad sin lastimar a ninguno de nosotros.
—¡Dije que no! ¡No por venganza, no para combatir al mal con el mal! No por ningún motivo. Pensaba que tú lo comprenderías. —La mirada que Stefan dedicó a Matt era amarga.
—¡Lo que comprendo es que vas a morir ahí fuera! —gritó Matt.
—¡Tiene razón!
Bonnie presionó los nudillos contra los labios. La premonición se abría paso a través de sus defensas. No quería permitirle el paso, pero ya no tenía la energía para resistirse. Con un estremecimiento, sintió cómo la traspasaba y oyó las palabras en su mente.
—Nadie puede enfrentarse a él y vivir —dijo con voz llena de dolor—. Eso es lo que dijo Vickie, y es cierto. Lo siento, Stefan. ¡Nadie puede enfrentarse a él y vivir!
Por un momento, sólo por un momento, le pareció que él podría escucharla. Entonces, el rostro de Stefan volvió a endurecerse y dijo con frialdad:
—No es tu problema. Deja que yo me preocupe de ello.
—Pero si no existe ningún modo de vencer… —empezó a decir Matt.
—¡Eso no es lo que dijo Bonnie! —replicó Stefan con tono sucinto.
—¡Sí, lo es! ¿De qué diablos hablas? —gritó Matt.
Resultaba difícil hacer que Matt perdiera los estribos, pero una vez que sucedía, no los recuperaba con facilidad.
—Stefan, ya he tenido suficiente…
—¡Y también yo! —replicó éste con un rugido; con un tono que Bonnie no le había oído usar nunca antes—. ¡Estoy harto de todos vosotros, harto de vuestras discusiones insulsas y vuestra debilidad de carácter… y de vuestras premoniciones también! Este es mi problema.
—Pensaba que éramos un equipo… —chilló Matt.
—Nosotros no somos un equipo. ¡Vosotros sois un puñado de humanos estúpidos! ¡Incluso con todo lo que os ha sucedido, en lo más profundo, simplemente queréis vivir vuestras insignificantes vidas seguras en vuestras casitas seguras hasta que vayáis a parar a vuestras seguras sepulturas! ¡Yo no me parezco en nada a vosotros, ni quiero parecerme! Os he aguantado todo este tiempo porque tenía que hacerlo, pero esto es el final. —Miró a cada uno de ellos y habló con deliberación, poniendo énfasis en cada palabra—. No os necesito a ninguno de vosotros. No os quiero conmigo, y no quiero que me sigáis. No haréis más que estropear mi estrategia. A cualquiera que me siga, le mataré.
Y con una última mirada fulminante, giró sobre los talones y salió.