12

Stefan oyó una voz que susurraba, apagada por el dolor:

—Ah, no.

Una voz que jamás había creído oír de nuevo, que jamás olvidaría. Oleadas de escalofríos se derramaron sobre su piel, y sintió un violento temblor iniciándose en su interior. Se volvió hacia la voz, la atención fijándose al instante, la mente casi desconectando al ser incapaz de vérselas con tantas emociones violentas a la vez.

Tenía los ojos empañados, y sólo pudo distinguir una estela resplandeciente como de un millar de velas. Pero no importaba. La percibía allí. La misma presencia que había percibido el primer día de su llegada a Fell's Church, una luz de un blanco dorado que penetraba en el interior de su consciencia. Llena de fría belleza, pasión abrasadora y vitalidad. Que exigía que avanzara hacia ella, que olvidara todo lo demás.

Elena. Realmente era Elena.

Su presencia le dominó, llenándole hasta las yemas de los dedos. Todos su ávidos sentidos estaban fijos en aquella estela de luminosidad, buscándola. Necesitándola.

Entonces ella salió afuera.

Avanzó despacio, vacilante. Como si apenas pudiera obligarse a hacerlo. Stefan estaba atrapado por la misma parálisis.

Elena.

Vio cada una de sus facciones como si fuera la primera vez. El cabello de un dorado pálido flotando alrededor del rostro y los hombros como un halo. La tez clara y perfecta. El cuerpo esbelto y ágil, justo en aquel momento ladeado lejos de él, con una mano alzada en actitud de protesta.

—Stefan. —El susurro llegó, y era realmente su voz.

La voz de Elena pronunciando su nombre. Pero había tal dolor en ella que quiso correr hasta la muchacha, abrazarla, prometerle que todo iría bien.

—Stefan, por favor… no puedo…

Veía ya sus ojos. El azul oscuro del lapislázuli, salpicado de oro bajo aquella luz. Ojos muy abiertos por el dolor y húmedos de lágrimas no derramadas. Le desgarró las entrañas.

—¿No quieres verme? —La voz surgió seca como el polvo.

—No quiero que tú me veas. Stefan, él puede hacer que suceda cualquier cosa. Y nos encontrará. Vendrá aquí…

Alivio y un júbilo doloroso inundaron a Stefan. Apenas era capaz de concentrarse en las palabras de Elena, y no importaba. El modo en que ella había pronunciado su nombre era suficiente. Aquel «Stefan» le decía todo lo que le importaba.

Fue hacia ella sin hacer ruido, su propia mano alzándose para tomarle la mano. Vio el movimiento de protesta de su cabeza, vio que la acelerada respiración le entreabría los labios. De cerca, la tez tenía un resplandor interior, como una llama brillando a través de cera traslúcida. Gotitas de humedad estaban atrapadas en las pestañas, igual que diamantes.

Aunque seguía meneando la cabeza, seguía protestando, ella no apartó la mano. Ni siquiera cuando los dedos extendidos de Stefan la tocaron, presionando sobre las frías yemas como si ellos estuvieran en lados opuestos de un cristal.

Y a esa distancia, los ojos de Elena no podían eludir los suyos. Se miraban uno al otro, se miraban y no apartaban los ojos. Hasta que por fin ella dejó de susurrar «Stefan, no» y se limitó a musitar su nombre.

Stefan era incapaz de pensar. El corazón amenazaba con saltarle del pecho. Nada importaba, excepto que ella estaba allí, que ellos estaban allí juntos. No reparó en el extraño entorno, no le importó quién pudiera estar observando.

Lentamente, muy lentamente, cerró la mano sobre la de Elena, entrelazando los dedos de ambos, tal y como tenían que estar. La otra mano se alzó hacia el rostro de la muchacha.

Los ojos de Elena se cerraron al sentir el contacto, y la mejilla se inclinó sobre la mano. Él notó la humedad en los dedos y una carcajada se atoró en su garganta. Lágrimas en un sueño. Pero eran reales, ella era real. Elena.

Una sensación de dulzura le traspasó. Experimentó un placer tan agudo que era doloroso, simplemente apartándole las lágrimas del rostro con el pulgar.

Toda la frustrada ternura de los últimos seis meses, toda la emoción que había mantenido encerrada en su corazón durante aquel tiempo, brotó en cascada, sumergiéndole. Ahogándolos a ambos. Bastó sólo un leve movimiento, y él ya la abrazaba.

Un ángel en sus brazos, sereno y vibrando lleno de vida y belleza. Un ser de llamas y aire. Ella se estremeció en su abrazo; luego, con los ojos aún cerrados, alzó los labios.

No hubo nada frío en el beso. Hizo que saltaran chispas de los nervios de Stefan, fundiendo y disolviendo todo lo que había a su alrededor. Sintió que el control se deshacía, el control que él tanto se había esforzado por conservar desde que la perdiera. Todo en su interior estaba siendo liberado violentamente, todos los nudos desatados, todas las compuertas abiertas. Sintió las propias lágrimas mientras la apretaba contra él, intentando fundirlos a ambos en una sola carne, un cuerpo. Para que nada pudiera volver a separarlos jamás.

Ambos lloraban sin interrumpir el beso. Los delgados brazos de Elena le rodeaban el cuello ahora, cada centímetro de ella encajando en él como si jamás hubiera pertenecido a ningún otro lugar. Él podía paladear la sal de las lágrimas de Elena sobre sus labios, y esto le empapó de dulzura.

El sabía, vagamente, que había alguna otra cosa en la que debería pensar. Pero el primer contacto eléctrico con la fría piel de la muchacha le había arrebatado el razonamiento de la mente. Estaban en el centro de un remolino de fuego; tanto le daba si el universo estallaba, se desmoronaba o se convertía en cenizas, mientras él pudiera mantenerla a salvo.

Pero Elena temblaba.

No simplemente debido a la emoción, a la intensidad que hacía que él se sintiera mareado y embriagado de placer. De miedo. Podía percibirlo en la mente de la muchacha y quería protegerla, resguardarla y acariciarla y matar a cualquiera que osara asustarla. Con algo parecido a un gruñido alzó el rostro para mirar a su alrededor.

—¿Qué es? —preguntó, escuchando el deje áspero del depredador en su propia voz—. Cualquiera que intente hacerte daño…

—Nada puede hacerme daño. —Seguía aferrada a él, pero se echó hacia atrás para mirarle al rostro—. Tengo miedo por ti, Stefan, por lo que él puede hacerte. Y por lo que podría hacerte ver… —La voz le tembló—. Stefan, márchate ahora, antes de que venga. Puede encontrarte a través de mí. Por favor, por favor, vete…

—Pídeme cualquier otra cosa y la haré —respondió él.

El asesino tendría que cortarle a tiras nervio a nervio, músculo a músculo, célula a célula para obligarle a abandonarla.

—Stefan, es sólo un sueño —dijo Elena con desesperación, derramando nuevas lágrimas—. En realidad, no podemos tocarnos, no podemos estar juntos. No está permitido.

A Stefan no le importaba. No parecía un sueño. E incluso en un sueño no estaba dispuesto a renunciar a Elena, no por nadie. Ninguna fuerza en el cielo o el infierno podía obligarle a…

—Falso, camarada. ¡Sorpresa! —dijo una nueva voz, una voz que Stefan no había oído nunca.

La reconoció instintivamente, no obstante, como la voz de un asesino. Un cazador entre cazadores. Y cuando se dio la vuelta, recordó lo que Vickie, la pobre Vickie, había dicho.

«Se parece al demonio.»

Sí, si el demonio era apuesto y rubio.

Vestía una gabardina raída, tal y como Vickie había descrito. Sucia y andrajosa. Se parecía a cualquier sin techo de cualquier ciudad grande, excepto que era sumamente alto y los ojos eran muy claros y penetrantes. Azul eléctrico, como un cielo escarchado. El cabello era casi blanco y permanecía totalmente en punta, como erizado por una ráfaga de viento helado. La amplia sonrisa hizo enfermar a Stefan.

—Salvatore, supongo —dijo, efectuando una levísima reverencia—. Y, por supuesto, la hermosa Elena. La hermosa difunta Elena. ¿Has venido a reunirte con ella, Stefan? Vosotros dos estabais simplemente destinados a estar juntos.

Parecía joven, mayor que Stefan, pero todavía joven. No lo era.

—Stefan, márchate ahora —susurró Elena—. A mí no puede hacerme daño, pero tú eres diferente. Puede hacer que suceda algo que te seguirá fuera del sueño.

El brazo de Stefan siguió rodeando con firmeza a la muchacha.

—¡Bravo!

El hombre de la gabardina aplaudió, mirando a su alrededor como para alentar a un público invisible. Se tambaleó levemente, y, de haber sido humano, Stefan habría pensado que estaba borracho.

—Stefan, por favor —susurró Elena.

—Sería descortés marcharse antes de haber sido presentados adecuadamente siquiera —dijo el hombre rubio; con las manos en los bolsillos del abrigo, se acercó uno o dos pasos—. ¿No quieres saber quién soy?

Elena meneó la cabeza, no en negación, sino en derrota, y la dejó caer sobre el hombro de Stefan. El colocó una mano tras sus cabellos, deseando proteger cada parte de ella de aquel demente.

—Quiero saberlo —dijo, mirando al hombre rubio por encima de la cabeza de Elena.

—No sé por qué no me lo preguntaste en un principio —respondió el hombre, rascándose la mejilla con el dedo corazón—, en lugar de acudir a todos los demás. Yo soy el único que puede decírtelo. He estado por aquí durante mucho tiempo.

—¿Cuánto? —preguntó Stefan, sin mostrarse impresionado.

—Realmente, mucho tiempo… —La mirada del hombre rubio se tornó soñadora, como si se remontara en el tiempo—. Desgarraba preciosas gargantas blancas cuando tus antepasado construían el Coliseo. Maté junto al ejército de Alejandro. Combatí en la guerra de Troya. Soy viejo, Salvatore. Soy uno de los Originales. En mis recuerdos más tempranos empuñaba un hacha de bronce.

Lentamente, Stefan asintió.

Había oído hablar de los Antiguos. Corrían rumores sobre ellos entre los vampiros, pero nadie que Stefan hubiese conocido había conocido realmente a uno. Cada vampiro era creado por otro vampiro, transformado mediante el intercambio de sangre. Pero en algún lugar, en el pasado, habían existido los Originales, lo que no habían sido creados. Estaban en el punto donde la continuidad del linaje se detenía. Nadie sabía cómo habían acabado siendo vampiros. Pero sus poderes eran legendarios.

—Ayudé en la caída del Imperio romano —prosiguió él en tono soñador—. Nos llamaban bárbaros… ¡simplemente no comprendían! ¡La guerra, Salvatore! No existe nada como la guerra… Europa resultaba emocionante entonces. Decidí quedarme en la campiña y disfrutar. Es curioso, ¿sabes?, la gente nunca parecía sentirse cómoda cerca de mí. Acostumbraban a huir o a sostener cruces en alto. —Sacudió la cabeza—. Pero una mujer vino y pidió mi ayuda. Era una doncella en el hogar de un barón, y su joven señora estaba enferma. Muñéndose, dijo. Quería que yo hiciera algo al respecto. Y así… —La sonrisa regresó y se ensanchó, volviéndose más amplia, extremadamente amplia—. Lo hice. Ella era un cosita hermosa.

Stefan había vuelto el cuerpo para mantener a Elena lejos del hombre rubio, y ahora, por un momento, volvió también él la cabeza. Debería haberlo sabido, debería haberlo adivinado. Así pues, todo regresaba a él. La muerte de Vickie, y la de Sue, en última instancia, se le podían achacar a él. El había iniciado la cadena de acontecimientos que finalizaban allí.

—Katherine —dijo, alzando la cabeza para mirar al hombre—. Eres el vampiro que cambió a Katherine.

—Para salvar su vida —indicó el hombre, como si a Stefan le costara aprender una lección—. Que tu novia, aquí presente, le quitó.

Un nombre. Stefan buscaba un nombre en su mente, sabiendo que Katherine se lo había mencionado, igual que debía de haberle descrito al hombre en una ocasión. Pudo oír las palabras de Katherine en su cabeza: «Desperté en plena noche y vi al hombre que Gudren, mi doncella, había traído. Sentí miedo. Su nombre era Klaus, y había oído decir a la gente del pueblo que era malvado…».

—Klaus —dijo el hombre rubio con suavidad, como mostrando su acuerdo en algo—. Así era como ella me llamaba, al menos. Regresó junto a mí después de que dos muchachos italianos la dejaron plantada. Ella lo había hecho todo por ellos, los había convertido en vampiros, les había dado vida eterna, pero fueron desagradecidos y la echaron. Muy extraño.

—No es así como sucedió —masculló Stefan.

—Lo que fue aún más extraño es que ella jamás te olvidó, Salvatore. A ti, especialmente. Se pasaba el tiempo efectuando comparaciones poco halagüeñas entre nosotros. Intenté hacerla entrar en razón, pero nunca funcionó en realidad. Quizá debería haberla matado yo mismo, no lo sé. Pero para entonces me había acostumbrado a tenerla por allí. Nunca fue la más brillante. Pero alegraba la vista, y sabía cómo divertirse. Yo le enseñé a disfrutar al matar. Al final, su cerebro se trastornó un poco, pero ¿y qué? No la mantenía conmigo por su cerebro.

Ya no existía ningún vestigio de amor por Katherine en el corazón de Stefan, pero encontró que todavía podía odiar al hombre que la había convertido en lo que fue al final.

—¿Yo? ¿Yo, camarada? —Klaus señaló su propio pecho con incredulidad—. Tú convertiste a Katherine en lo que es ahora, o más bien tu amiguita lo hizo. En estos momentos, ella es polvo. Pasto de gusanos. Pero tu cariñito se encuentra ligeramente fuera de mi alcance en la actualidad. Vibrando en un plano más elevado, ¿no es eso lo que dicen los místicos, Elena? ¿Por qué no vienes a vibrar aquí abajo con el resto de nosotros?

—Si al menos pudiera —murmuró Elena, alzando la cabeza y mirándole con odio.

—Ah, bueno. Entretanto, tengo a tus amigas. Sue era una chica muy dulce, he oído. —Se lamió los labios—. Y Vickie era deliciosa. Delicada pero con cuerpo, con un lindo bouquet. Más parecida a una joven de diecinueve que a una de diecisiete.

Stefan dio un veloz paso al frente, pero Elena le sujetó.

—¡Stefan, no lo hagas! Este es su territorio, y sus poderes mentales son más poderosos que los nuestros. Lo controla todo.

—Precisamente. Este es mi territorio. Irrealidad. —Klaus sonrió burlón, volviendo a mostrar su fija mueca psicótica—. Donde tus peores pesadillas se hacen realidad, gratis. Por ejemplo —dijo, mirando a Stefan—, ¿te gustaría ver qué aspecto tiene realmente tu amorcito en este momento? ¿Sin su maquillaje?

Elena emitió un sonido sordo, casi un gemido. Stefan la sujetó con más fuerza.

—¿Cuánto hace que murió? ¿Unos seis meses? ¿Sabes qué le sucede a un cuerpo cuando lleva enterrado seis meses? —Klaus volvió a lamerse los labios, como un perro.

Stefan comprendió entonces. Elena se estremeció, con la cabeza inclinada, e intentó apartarse de él, pero él apretó más los brazos a su alrededor.

—No pasa nada —le dijo con dulzura. Y a Klaus—: Estás perdiendo el control. No soy un humano que se sobresalta ante las sombras y la visión de la sangre. Conozco la muerte, Klaus. No me asusta.

—No, pero ¿te entusiasma? —La voz de Klaus descendió, queda, embriagadora—. ¿No resultan excitantes el hedor, la putrefacción, los fluidos de la carne en descomposición? ¿No son estimulantes?

—Stefan, suéltame. Por favor.

Elena se revolvía, empujándole con las manos, manteniendo todo el tiempo la cabeza torcida a un lado, de modo que no pudiera verle el rostro. La voz parecía al borde de las lágrimas.

—Por favor.

—El único poder que posees aquí es el poder de la ilusión —dijo Stefan a Klaus.

Sujetó a Elena contra sí, con la mejilla presionada contra los cabellos de la muchacha. Percibía los cambios en el cuerpo que abrazaba. El pelo bajo su mejilla parecía tornarse áspero, y el cuerpo de Elena encogerse sobre sí mismo.

—En ciertos suelos, la piel puede curtirse como si fuera cuero —le aseguró Klaus, sonriente y con los ojos brillantes.

—Stefan, no quiero que me mires…

Con los ojos puestos en Klaus, Stefan apartó a un lado con suavidad los repentinamente ásperos cabellos blancos y acarició el lado del rostro de Elena, sin hacer caso de la aspereza que encontraban las yemas de sus dedos.

—Pero, desde luego, en la mayoría de los casos se limita a descomponerse. Vaya forma de desaparecer. Lo pierdes todo: piel, carne, músculos, órganos internos; todo de vuelta a la tierra…

El cuerpo que Stefan tenía entre los brazos menguaba. El muchacho cerró los ojos y lo sujetó con más fuerza mientras el odio hacia Klaus ardía en su interior. Una ilusión, era todo una ilusión…

—Stefan…

Fue un susurro reseco, débil como el roce de un papel que el viento arrastra por una acera. Flotó en el aire por un minuto y luego se desvaneció, y Stefan se encontró sosteniendo un montón de huesos.

—Y finalmente acaba así, en más de doscientas piezas distintas de fácil ensamblaje. Se presenta con su propio útil y práctico estuche…

En el extremo opuesto del círculo de luz sonó un chirrido. El ataúd blanco situado allí se abría solo, la tapa empezaba a alzarse.

—¿Por qué no haces los honores, Salvatore? Ve a colocar a Elena en el lugar que le corresponde.

Stefan había caído de rodillas, temblando, contemplando los delgados huesos que tenía en las manos. Era todo una ilusión; Klaus no hacía más que controlar el trance de Bonnie y mostrar a Stefan lo que quería que Stefan viera. En realidad no había lastimado a Elena, pero la ardiente furia protectora en el interior de Stefan no quería reconocerlo. Con cuidado, Stefan depositó los frágiles huesos sobre el suelo y los tocó una vez, dulcemente. Luego alzó los ojos hacia Klaus, con los labios torcidos en una mueca despectiva.

—Esto no es Elena —dijo.

—Desde luego que lo es. La reconocería en cualquier parte —Klaus extendió las manos y declamó—: «Conocí una mujer, amorosa hasta los huesos…».

—No.

El sudor empezaba a perlar la frente de Stefan. Trató de dejar fuera la voz de Klaus y se concentró, con los puños bien apretados y los músculos restallando por el esfuerzo. Combatir la influencia de Klaus era como empujar un peñasco colina arriba. Pero allí donde yacían, los delicados huesos empezaron a temblar, y una tenue luz dorada brilló a su alrededor.

—«A un trapo y a un hueso y a un mechón de pelo… el idiota los llamaba su dama perfecta…»

La luz titilaba, danzaba, uniendo entre sí los huesos. Cálida y dorada se enrolló a su alrededor, envolviéndolos mientras éstos se alzaban en el aire. Lo que había allí de pie en aquel momento era una forma sin rasgos distintivos que emitía un suave resplandor. El sudor penetró en los ojos de Stefan, y éste sintió como si los pulmones le fueran a estallar.

—«La arcilla está inmóvil, pero la sangre es vagabunda…»

Los cabellos de Elena, largos y sedosos, se distribuyeron sobre los resplandecientes hombros. Las facciones de Elena, borrosas al principio y luego claramente definidas, se formaron sobre el rostro. Tiernamente, el joven reconstruyó cada detalle. Pestañas espesas, nariz pequeña, labios entreabiertos igual que pétalos de rosa. Luz blanca se arremolinó alrededor de la figura, creando un fino traje.

—«Y la grieta en la taza de té abre un sendero a la tierra de los muertos…»

—No.

Una sensación de mareo embargó a Stefan mientras percibía cómo la última oleada de Poder surgía con un suspiro de su interior. Un hálito de vida hinchó el pecho de la figura y los ojos azules como el lapislázuli se abrieron.

Elena sonrió, y él percibió cómo la llamarada del amor que ella sentía describía un arco para ir a su encuentro.

—Stefan.

La cabeza estaba erguida, orgullosa como la de cualquier reina.

Stefan volvió la cabeza hacia Klaus, que había dejado de hablar y le fulminaba con la mirada sin decir nada.

—Ésta —dijo Stefan con claridad— es Elena. No el cascarón vacío que ha quedado tras ella en el suelo. Esta es Elena, y nada de lo que hagas puede afectarla jamás.

Extendió la mano, y Elena la tomó y fue hacia él. Cuando se tocaron, el joven sintió una sacudida, y luego percibió cómo los poderes de la muchacha fluían a su interior, sustentándolo. Permanecieron juntos, uno al lado del otro, haciendo frente al hombre rubio. Stefan no se había sentido nunca tan ferozmente victorioso en su vida, ni tan fuerte.

Klaus los miró con fijeza durante tal vez veinte segundos, y luego se puso como loco.

El rostro se contrajo en una expresión de odio. Stefan pudo sentir oleadas de poder maligno azotándolos a él y a Elena, y usó todas sus energías para resistirlas. La vorágine de oscura furia intentaba destrozarlos, aullando por la habitación, destruyendo todo lo que encontraba en su camino. Las velas se apagaban y volaban por los aires como atrapadas en un tornado. El sueño se rompía a su alrededor, haciéndose pedazos.

Stefan se aferró a la otra mano de Elena. El viento azotaba los cabellos de la muchacha, arremolinándolos alrededor de su rostro.

—¡Stefan!

Elena chillaba, intentando hacerse oír. Entonces oyó su voz en su cabeza. «¡Stefan, escúchame! Hay una cosa que puedes hacer para detenerle. Necesitas una víctima, Stefan… encuentra a una de sus víctimas. Sólo una víctima sabrá…»

El nivel de ruido era insoportable, como si el tejido mismo del espacio y el tiempo se desgarraran. Stefan sintió que le arrebataban las manos de Elena de las suyas y, con un grito de desesperación, alargó los brazos para volver a cogerla, pero no sintió nada. Estaba ya agotado por el esfuerzo de combatir a Klaus y no pudo mantener la consciencia. La oscuridad le atenazó y lo sumergió en un remolino.

Bonnie lo había visto todo.

Resultaba extraño, pero una vez que se hizo a un lado para permitir que Stefan fuera al encuentro de Elena, ella pareció perder presencia física en el sueño. Fue como si ya no fuera un actor, sino el escenario sobre el que se desarrollaba la acción. Podía observar, pero no podía hacer nada más.

Al final, había sentido miedo. No era bastante fuerte para mantener el sueño de una pieza, y todo acabó estallando, arrojándola fuera del trance, de vuelta a la habitación de Stefan.

El joven estaba tendido en el suelo y parecía muerto. Estaba muy blanco, inmóvil. Pero cuando Bonnie tiró de él, intentando llevarlo a la cama, el pecho se hinchó y le oyó inhalar con un jadeo entrecortado.

—¿Stefan? ¿Te encuentras bien?

Él paseó una mirada desesperada por la habitación, como si intentara encontrar algo.

—¡Elena! —dijo, y entonces se interrumpió, a todas luces recuperando la memoria.

Se le contrajo el rostro. Por un terrible instante, Bonnie pensó que iba a llorar, pero Stefan se limitó a cerrar los ojos y hundió la cabeza en las manos.

—La perdí. No pude retenerla.

—Lo sé. —Bonnie le contempló un momento, luego, haciendo acopio de valor, se arrodilló frente a él, tocando sus hombros—. Lo siento.

La cabeza del muchacho se alzó bruscamente, los ojos verdes secos pero tan dilatados que parecían negros. Tenía las fosas nasales ensanchadas y los labios tensados hacia atrás, mostrando los dientes.

—¡Klaus! —Escupió el nombre como si fuera una maldición—. ¿Le viste?

—Sí —respondió Bonnie, echándose atrás y tragando saliva mientras sentía que el estómago se le revolvía—. Está loco, ¿verdad, Stefan?

—Sí —dijo él—. Y hay que detenerle.

—Pero ¿cómo? —Tras ver a Klaus, Bonnie estaba más asustada que nunca, más asustada y menos segura de sí misma—. ¿Qué podría detenerle, Stefan? Jamás he sentido nada como ese Poder.

—Pero ¿es que no…? —Stefan volvió la cabeza rápidamente hacia ella—. Bonnie, ¿no oíste lo que Elena dijo al final?

—No. ¿A qué te refieres? No pude oír nada; soplaba un leve huracán en aquel momento.

—Bonnie… —Stefan tenía la mirada ausente, llena de especulación, y habló como para sí—. Eso significa que él probablemente tampoco lo oyó. Así que no lo sabe y no intentará impedírnoslo.

—¿Impedirnos qué? Stefan, ¿de qué hablas?

—De encontrar a una víctima. Escucha, Bonnie, Elena me dijo que si podemos hallar a una víctima superviviente de Klaus, podemos encontrar un modo de detenerlo.

Bonnie se sentía totalmente confusa.

—Pero… ¿por qué?

—Porque los vampiros y sus donantes, sus presas, comparten pensamientos brevemente mientras se efectúa el intercambio de sangre. En ocasiones, el donante puede averiguar cosas sobre el vampiro de ese modo. No siempre, pero sí de vez en cuando. Eso es lo que debe de haber sucedido, y Elena lo sabe.

—Todo eso está muy bien… Excepto por un pequeño detalle —dijo Bonnie con aspereza—. ¿Puedes decirme por favor quién diablos puede haber sobrevivido a un ataque de Klaus?

Esperó que Stefan se mostrara abatido, pero no fue así.

—Un vampiro —se limitó a decir—. Un humano al que Klaus convirtiera en vampiro podría ser considerado una víctima. Siempre que hayan intercambiado sangre y sus mentes se hayan tocado.

—Ah. Ah. Así que… si podemos encontrar a un vampiro que él haya creado… Pero ¿dónde?

—Quizá en Europa. —Stefan empezó a deambular por la habitación con ojos entrecerrados—. Klaus tiene una larga historia, y algunos de sus vampiros seguro que están allí. Puede que tenga que ir y buscar a uno.

Bonnie se sintió totalmente consternada.

—Pero, Stefan, no puedes abandonarnos. ¡No puedes!

Stefan se detuvo donde estaba, al otro lado de la habitación, y se quedó muy quieto. Luego se volvió por fin de cara a ella.

—No quiero hacerlo —dijo con voz serena—. E intentaremos pensar en otra solución primero; tal vez podamos atrapar a Tyler otra vez. Esperaré una semana, hasta el próximo sábado. Pero es posible que tenga que irme, Bonnie. Lo sabes tan bien como yo.

Hubo un larguísimo silencio entre ellos. Bonnie luchó contra el ardor de sus ojos, decidida a mostrarse adulta y madura. No era un bebé y lo demostraría ahora, de una vez por todas. Trabó la mirada con Stefan y asintió despacio.