11

El coche se detuvo con un patinazo detrás de uno de los coches de policía que estaba aparcado de través en la calle. Había luces por todas partes, luces que centelleaban, azules, rojas y ámbar, luces brillando en la casa de los Bennett.

—Quedaos aquí —dijo Matt tajante, y salió afuera, siguiendo a Stefan.

—¡No!

Bonnie alzó la cabeza violentamente; quiso agarrarlo y arrastrarlo de vuelta. La mareante sensación de náusea que había sentido desde el momento en que Tyler había mencionado a Vickie la estaba abrumando. Era demasiado tarde; había sabido desde el primer momento que era demasiado tarde. Matt sólo iba a conseguir que lo mataran también a él.

—Tú quédate, Bonnie; mantén el seguro puesto. Iré tras ellos. —Ésa fue Meredith.

—¡No! ¡Estoy harta de que todo el mundo me diga que me quede! —lloró Bonnie, forcejeando con el cinturón de seguridad y consiguiendo desabrocharlo finalmente.

Seguía llorando, pero veía bastante bien para salir del coche y avanzar en dirección a casa de Vickie. Oyó a Meredith justo detrás de ella.

Toda la actividad parecía concentrada en la parte delantera: gente que hablaba a gritos, una mujer que chillaba, las voces crepitantes de las radios de la policía. Bonnie y Meredith marcharon directamente a la parte posterior, a la ventana de Vickie. «¿Qué no está bien en este cuadro?», pensó Bonnie alocadamente mientras se acercaban. Que lo que contemplaba no estaba bien era innegable; sin embargo, era difícil decir concretamente qué era. La ventana de Vickie estaba abierta… pero en realidad no podía estar abierta; el cristal central de una ventana mirador nunca se puede abrir, se dijo Bonnie. Pero entonces, ¿cómo era posible que las cortinas aletearan al exterior igual que faldones de camisa?

No estaba abierto, estaba roto. Por todo el sendero de grava había cristales que crujían bajo sus pies. Habían quedado fragmentos, que recordaban dientes sonrientes, en el marco pelado. Alguien había entrado a la fuerza en la casa de Vickie.

—Ella le pidió que entrara —gritó Bonnie con angustiada rabia—. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué?

—Quédate aquí —dijo Meredith, intentando humedecerse los resecos labios.

—Deja de decirme eso. Puedo soportarlo, Meredith. Estoy furiosa, eso es todo. Le odio. —Sujetó el brazo de Meredith y avanzó.

El enorme agujero se fue acercando. Las cortinas ondulaban. Había espacio suficiente entre ellas para ver el interior.

En el último instante, Meredith empujó a Bonnie a un lado y miró primero ella por la abertura. No importaba. Los sentidos psíquicos de Bonnie estaban despiertos y se lo estaban contando ya todo sobre aquel lugar. Era como el cráter que queda en el suelo después del choque y la explosión de un meteoro, o como el esqueleto carbonizado de un bosque tras un fuego arrasador. Poder y violencia repiqueteaban todavía en el aire, pero el acontecimiento principal había finalizado. El lugar había sido profanado.

Meredith giró en redondo, apartándose de la ventana, y se dobló hacia adelante, dando arcadas. Cerrando con fuerza los puños, de modo que las uñas se clavaran en las palmas, Bonnie se inclinó hacia adelante y miró dentro.

El olor fue lo que primero la afectó. Un olor húmedo, carnoso y como a cobre. Casi podía paladearlo, y sabía igual que cuando uno se muerde accidentalmente la lengua. El equipo de música tocaba algo que no pudo oír por encima de los gritos procedentes de la parte delantera y el zumbido de sus propios oídos. Los ojos, ajustándose tras la oscuridad del exterior, sólo veían rojo. Únicamente rojo.

Porque ése era el nuevo color de la habitación de Vickie. El azul pastel había desaparecido. El papel de la pared era rojo, el edredón era rojo. Color rojo en grandes y chillonas salpicaduras por todo el suelo. Como si un niño hubiera conseguido un cubo de pintura roja y se hubiera vuelto loco con ella.

El tocadiscos emitió un clic y la aguja retrocedió al principio. Con un sobresalto, Bonnie reconoció la canción cuando ésta volvió a empezar.

Era Goodnight, Sweetheart, Goodnight.

—Monstruo —jadeó Bonnie.

Sintió un dolor agudo en el estómago, y su mano sujetó el marco de la ventana con más y más fuerza.

—¡Eres un monstruo! ¡Te odio! ¡Te odio!

Meredith la oyó y se irguió, girando. Se echó hacia atrás los cabellos con mano temblorosa y se las arregló para respirar profundamente unas cuantas veces, intentando dar la impresión de que podía enfrentarse a aquello.

—Te has cortado la mano —dijo—. Vamos, deja que la vea.

Bonnie ni siquiera se había dado cuenta de que sujetaba cristales rotos. Dejó que Meredith tomase la mano, pero en lugar de permitirle examinarla, le dio la vuelta y aferró con fuerza la propia mano helada de su amiga. Meredith tenía un aspecto horrible: los ojos oscuros vidriosos, los labios de un blanco azulado y temblorosos. Pero Meredith seguía intentando cuidar de ella, intentando mantener aún la entereza.

—Vamos —dijo, mirando a su amiga con fijeza—. Llora, Meredith. Chilla, si quieres hacerlo. Pero sácalo de algún modo. No tienes por qué mantener la serenidad ahora y guardarlo todo dentro. Tienes todo el derecho a perderla hoy.

Por un momento, Meredith se limitó a permanecer allí, temblando, pero luego sacudió la cabeza con un horrible intento de sonreír.

—No puedo. Simplemente, no soy capaz de hacerlo. Vamos, deja que te mire la mano.

Bonnie habría discutido, pero justo entonces apareció Matt doblando la esquina. Se sobresaltó violentamente al ver a las muchachas allí de pie.

—¿Qué estáis haciendo…? —empezó a decir, y entonces vio la ventana.

—Está muerta —dijo Meredith en tono categórico.

—Lo sé. —Matt parecía una mala fotografía de sí mismo, una con sobreexposición—. Me lo dijeron en la entrada. Están sacando… —Se detuvo.

—La pifiamos. A pesar de que se lo prometimos… —Meredith calló también; no había nada más que decir.

—Pero la policía tendrá que creernos ahora —dijo Bonnie, mirando a Matt y luego a Meredith, encontrando algo por lo que sentirse agradecida—. Tendrán que hacerlo.

—No —respondió Matt—, no lo harán, Bonnie. Porque dicen que es un suicidio.

—¿Un suicidio? ¿Es que no han visto esa habitación? ¿Llaman a eso un suicidio? —lloró Bonnie, alzando la voz.

—Dicen que estaba desequilibrada. Dicen que… consiguió hacerse con unas tijeras…

—Dios mío —dijo Meredith, dándose la vuelta.

—Creen que a lo mejor se sentía culpable por haber matado a Sue.

—Alguien entró a la fuerza en esta casa —declaró Bonnie con ferocidad—. ¡Tienen que admitirlo!

—No —la voz de Meredith era apacible, como si estuviera muy cansada—. Mira la ventana. El cristal está todo en el exterior. Alguien lo rompió desde dentro.

«Y eso es lo otro que está mal en el cuadro», pensó Bonnie.

—Probablemente lo hizo él, al salir —dijo Matt, y se miraron entre sí en silenciosa derrota.

—¿Dónde está Stefan? —preguntó Meredith a Matt en voz baja—. ¿Está en la parte delantera, donde todo el mundo puede verle?

—No, una vez que averiguamos que estaba muerta, se encaminó hacia aquí. Yo venía a buscarle. Debe de estar por ahí en alguna parte…

—¡Chist! —dijo Bonnie.

Los gritos procedentes de la parte delantera habían cesado. También los alaridos de la mujer. En la relativa quietud pudieron oír una voz queda que surgía de detrás de los negros nogales del fondo del patio.

—¡… mientras se suponía que estabas vigilándola!

El tono hizo que a Bonnie se le pusiera la carne de gallina.

—¡Es él! —dijo Matt—. Y está con Damon. ¡Vamos!

Una vez entre los árboles, Bonnie pudo oír la voz de Stefan con claridad. Los dos hermanos estaban cara a cara bajo la luz de la luna.

—Confié en ti, Damon. ¡Confié en ti! —decía Stefan.

Bonnie nunca le había visto tan enojado, ni siquiera con Tyler en el cementerio. Pero se trataba de algo más que enojo.

—Y tú simplemente permitiste que sucediera —siguió Stefan, sin dedicar ni una mirada a Bonnie y a los demás cuando aparecieron, sin dar a Damon una oportunidad de responder—. ¿Por qué no hiciste nada? Si eras demasiado cobarde para pelear con él, podrías al menos haberme llamado. ¡Pero te limitaste a permanecer aquí!

El rostro de Damon era duro, inexpresivo. Los ojos negros brillaban, y no había nada de lánguido o superficial en su postura en aquellos momentos. Parecía tan inflexible y quebradizo como una hoja de vidrio. Abrió la boca, pero Stefan le interrumpió.

—Es culpa mía. Debería haberlo sabido. En realidad, lo sabía. Todos ellos lo sabían, me advirtieron, pero no quise escuchar.

—¡Ah! ¿Lo hicieron?

Damon lanzó una brusca mirada en dirección a Bonnie, que se mantenía al margen. Un escalofrío la recorrió.

—Stefan, aguarda —dijo Matt—. Creo que…

—¡Debería haber hecho caso! —seguía rugiendo Stefan, que no pareció ni haber oído a Matt—. Debería haberme quedado con ella yo mismo. Le prometí que estaría a salvo… ¡y mentí! Murió pensando que la había traicionado. —Bonnie pudo ver entonces la culpa en su rostro, corroyéndolo como un ácido—. Si me hubiese quedado aquí…

—¡Tú también estarías muerto! —siseó Damon—. No os las veis con un vampiro corriente. Te habría partido en dos como una ramita seca…

—¡Y eso habría sido mejor! —chilló Stefan, respirando agitadamente—. ¡Habría preferido morir con ella antes que quedarme a un lado y contemplarlo! ¿Qué sucedió, Damon? —Había conseguido controlarse ahora, y estaba calmado, demasiado calmado; los verdes ojos ardían febriles en su rostro pálido; la voz fue despiadada, venenosa, cuando habló—. ¿Estabas demasiado ocupado persiguiendo a alguna otra chica por entre los matorrales? ¿O simplemente demasiado indiferente para interferir?

Damon no dijo nada. Estaba igual de pálido que su hermano, cada músculo tenso y rígido. Oleadas de negra furia se alzaban de él mientras contemplaba a Stefan.

—O tal vez disfrutaste con ello —siguió diciendo Stefan, dando otro medio paso al frente que lo llevó justo frente al rostro de Damon—. Sí, probablemente fue eso; te gustó eso de estar con otro asesino. ¿Estuvo bien, Damon? ¿Te dejó mirar?

Damon echó el puño hacia atrás y asestó un puñetazo a su hermano.

Sucedió demasiado de prisa para que el ojo de Bonnie pudiera seguirlo. Stefan cayó hacia atrás sobre el mullido suelo, con las largas piernas extendidas. Meredith gritó algo y Matt se colocó frente a Damon de un salto.

«Valiente —pensó Bonnie—, pero estúpido.» El aire crepitaba lleno de electricidad. Stefan se llevó una mano a la boca y encontró sangre, negra a la luz de la luna. Bonnie corrió junto a él, tambaleante, y lo sujetó del brazo.

Damon volvía a por su hermano. Matt retrocedió ante él, pero no por completo. Se dejó caer junto a Stefan, sentado sobre los talones, con una mano alzada.

—¡Es suficiente, chicos! Es suficiente, ¿de acuerdo? —gritó.

Stefan intentaba incorporarse, pero Bonnie aferró su brazo con más firmeza.

—¡No! ¡Stefan, no! ¡No! —suplicó.

Meredith le agarró el otro brazo.

—¡Damon, déjalo estar! ¡Déjalo! —decía Matt en tono seco.

«Estamos todos locos inmiscuyéndonos en esto —pensó Bonnie—. Intentando separar a dos vampiros furiosos que pelean. Nos van a matar, simplemente para que callemos. Damon aplastará a Matt como si fuera una mosca.»

Pero Damon se había detenido, con Matt cerrándole el paso. Durante un largo rato, la escena permaneció congelada, sin nadie que se moviera, todo el mundo rígido por la tensión. Luego, poco a poco, la postura de Damon se relajó.

Bajó las manos, las abrió y aspiró lentamente. Bonnie se dio cuenta de que ella también había estado conteniendo la respiración, y la soltó.

El rostro de Damon era frío como el de una estatua esculpida en hielo.

—Muy bien, hazlo a tu modo —dijo, y su voz también era fría—. Pero yo he acabado aquí. Me voy. Y esta vez, hermano, si me sigues, te mataré. Promesa o no promesa.

—No te seguiré —dijo Stefan desde donde estaba sentado, y su voz sonó como si hubiera tragado cristales triturados.

Damon se arremangó la chaqueta y se la colocó bien y, tras una veloz mirada a Bonnie a la que apenas pareció ver, se dio la vuelta para irse. Luego se volvió de nuevo y dijo con voz clara y precisa, cada palabra una flecha dirigida a Stefan.

—Te advertí —dijo—. Sobre lo que soy y sobre qué lado vencería. Deberías haberme escuchado, hermanito. Quizá aprenderás algo de esta noche.

—He aprendido de qué sirve confiar en ti —replicó Stefan—. Vete de aquí, Damon. No quiero volver a verte jamás.

Sin decir otra palabra, Damon se volvió y se perdió en la oscuridad.

Bonnie soltó el brazo de Stefan y hundió la cabeza entre las manos.

Stefan se puso en pie, sacudiéndose igual que un gato al que hubieran sujetado en contra de su voluntad. Se alejó cierta distancia de los demás, con el rostro vuelto para que no lo vieran. Luego, simplemente se quedó allí parado. La cólera parecía haberle abandonado con la misma rapidez con que había aparecido.

«¿Qué decimos ahora? —se preguntó Bonnie, alzando los ojos—. ¿Qué podemos decir?» Stefan tenía razón en una cosa: ellos le habían advertido respecto a Damon y no les había hecho caso. Realmente, había parecido creer que se podía confiar en su hermano. Y luego todos se habían vuelto descuidados, confiando en Damon porque era fácil y porque necesitaban esa ayuda. Nadie se había opuesto a dejar que Damon vigilara a Vickie esa noche.

La culpa era de todos. Pero era Stefan quien se ensañaría consigo mismo, sintiéndose culpable por lo sucedido. Ella sabía que eso era lo que había tras la descontrolada furia del joven contra Damon: su propia vergüenza y su remordimiento. Se preguntó si Damon lo sabía, o si le importaba. Y se preguntó qué había sucedido realmente esa noche. Ahora que Damon se había ido, probablemente no lo sabrían nunca.

No importaba, se dijo, era mejor que él se hubiera ido.

Ruidos externos iban ganando terreno: coches que se ponían en marcha en la calle, el corto estallido de una sirena, puertas que se cerraban ruidosamente. Estaban a salvo en el pequeño grupo de árboles por el momento, pero no podían permanecer allí.

Meredith tenía una mano presionada contra la frente y los ojos cerrados. Bonnie pasó la mirada de ella a Stefan, y luego a las luces de la silenciosa casa de Vickie al otro lado de los árboles. Una oleada de total agotamiento la inundó. Toda la adrenalina que la había estado sustentando a lo largo de la velada parecía haberse esfumado. Ni siquiera se sentía enojada ya por la muerte de Vickie; únicamente deprimida y enferma y muy, muy cansada. Deseó poder arrastrarse hasta su cama en casa y cubrirse la cabeza con las mantas.

—Tyler —dijo en voz alta.

Y cuando todos giraron la cabeza para mirarla, siguió:

—Lo dejamos en la iglesia en ruinas. Y es nuestra última esperanza ahora. Hemos de obligarle a ayudarnos.

Aquello puso en marcha a todo el mundo. Stefan se dio la vuelta silenciosamente, sin hablar y sin trabar la mirada con nadie mientras los seguía de vuelta a la calle. Los coches de policía y la ambulancia se habían ido, y condujeron hasta el cementerio sin incidentes.

Pero cuando llegaron a la iglesia en ruinas, Tyler no estaba allí.

—Le dejamos los pies desatados —resopló Matt, con una mueca de disgusto consigo mismo—. Debe de haberse ido a pie, ya que el coche sigue ahí abajo.

«O podrían habérselo llevado», pensó Bonnie. No había ninguna señal en el suelo de piedra que indicara cuál de las dos cosas había sucedido.

Meredith fue hacia la pared baja y se sentó encima, presionando con una mano el caballete de la nariz.

Bonnie se dejó caer contra el campanario.

Habían fracasado por completo. Ese era en resumidas cuentas el resultado de la noche. Ellos habían perdido y él había vencido. Todo lo que habían hecho ese día había finalizado en derrota.

Y se daba cuenta de que Stefan estaba asumiendo toda la responsabilidad sobre sus espaldas.

Echó un vistazo a la inclinada cabeza oscura del asiento delantero mientras conducían de regreso a la casa de huéspedes. Otra idea pasó por su mente, una que hizo que sus nervios se estremecieran alarmados. Stefan era todo lo que tenían para que los protegiera ahora que Damon se había ido. Y si el mismo Stefan estaba débil y exhausto…

Bonnie se mordió el labio mientras Meredith detenía el coche ante el granero. Una idea empezaba a formarse en su cabeza. Le provocó inquietud, incluso miedo, pero otra ojeada a Stefan fortaleció su decisión.

El Ferrari seguía aparcado detrás del granero; al parecer Damon lo había abandonado. Bonnie se preguntó cómo planeaba moverse por el territorio, y luego pensó en alas. Aterciopeladas y potentes alas negras de cuervo que reflejaban arcos iris en sus plumas. Damon no necesitaba un coche.

Entraron en la casa de huéspedes justo el tiempo suficiente para que Bonnie telefoneara a sus padres y les dijera que iba a pasar la noche con Meredith. Esta era su idea. Pero después de que Stefan subiera la escalera hacia su habitación del desván, Bonnie detuvo a Matt en el porche delantero.

—¿Matt? ¿Puedo pedirte un favor?

El se giró en redondo, abriendo completamente los azules ojos.

—Ésa es una frase tendenciosa. Cada vez que Elena decía esas palabras concretas…

—No, no, esto no es nada terrible. Sólo quiero que cuides de Meredith, que compruebes que está bien una vez que llegue a casa y todo eso.

Señaló a la otra muchacha, que andaba ya en dirección al coche.

—Pero tú vienes con nosotros.

Bonnie echó una veloz mirada a la escalera a través de la puerta abierta.

—No. Creo que me quedaré unos minutos. Stefan puede llevarme a casa en el coche. Sólo quiero hablar con él sobre algo.

Matt se mostró desconcertado.

—¿Hablar con él sobre qué?

—Sólo algo. No puedo explicarlo ahora. ¿Lo harás, Matt?

—Pero… vaya, de acuerdo. Estoy demasiado cansado para que me importe. Haz lo que quieras. Te veré mañana. —Se marchó con aspecto desconcertado y un poco enojado.

Bonnie, por su parte, también se sintió desconcertada por la actitud del joven. ¿Por qué tendría que importarle, cansado o no, si ella hablaba con Stefan? Pero no había tiempo que perder dándole vueltas a aquello. Se volvió de cara a la escalera y, cuadrando los hombros, ascendió por ella.

Faltaba la bombilla en la lámpara del techo del desván, y Stefan había encendido una vela. El joven estaba tumbado de cualquier modo en la cama, con una pierna fuera y la otra dentro, y los ojos cerrados. Tal vez dormido. Bonnie se acercó de puntillas y cogió fuerzas inhalando profundamente.

—¿Stefan?

—Pensaba que os habíais ido —dijo, abriendo los ojos.

—Ellos se han ido. Yo no.

«Dios, está muy pálido», pensó Bonnie, e, impulsivamente, se lanzó de cabeza.

—Stefan, he estado pensando. Ahora que Damon no está, eres nuestra única posibilidad contra el asesino. Eso significa que tienes que estar fuerte, tan fuerte como puedas estar. Y, bueno, se me ocurrió que tal vez… ya sabes… podrías necesitar…

Su voz titubeó. Inconscientemente, había empezado a juguetear con el montón de pañuelos de papel que formaban un vendaje improvisado sobre la palma de su mano. Ésta seguía sangrando lentamente allí donde se había cortado con el cristal.

La mirada de Stefan descendió con la suya hasta la mano. Luego, los ojos se alzaron rápidamente hasta el rostro de la muchacha, leyendo la confirmación en ellos. Hubo un largo momento de silencio.

A continuación, él negó con la cabeza.

—Pero ¿por qué? Stefan, no quiero meterme en cuestiones personales, pero la verdad es que no pareces estar muy bien. No vas a ser de mucha ayuda si te nos desmoronas. Y… no me importa, si sólo coges un poco. Quiero decir, no voy a echarla de menos nunca, ¿verdad? Y no puede doler tanto. Y…

Una vez más, su voz se apagó. Él se limitaba a mirarla, lo que resultaba muy desconcertante.

—Bueno, ¿por qué no? —exigió, sintiéndose ligeramente decepcionada.

—Porque —respondió él con dulzura— hice una promesa. Quizá no exactamente con esas mismas palabras, pero… fue una promesa igualmente. No tomaré sangre humana como comida, porque eso significa usar a una persona, como si fuera ganado. Y no la intercambiaré con nadie, porque eso significa amor, y…

En esta ocasión fue él quien no pudo finalizar. Pero Bonnie comprendió.

—Jamás habrá nadie más, ¿no es cierto? —preguntó.

—No; no para mí.

Stefan estaba tan cansado que su control decaía, y Bonnie podía ver tras la máscara. Y de nuevo vio aquel dolor y su necesidad, tan poderosos que tuvo que apartar la mirada de él.

Un extraño y tenue escalofrío de premonición y desaliento se deslizó por su corazón. Con anterioridad se había preguntado si Matt llegaría a superar lo de Elena, y éste lo había hecho, al parecer. Pero Stefan…

Stefan, comprendió, el escalofrío agudizándose, era diferente. Sin importar cuánto tiempo transcurriera, sin importar lo que hiciera, su herida jamás cicatrizaría realmente. Sin Elena, sería siempre una mitad de sí mismo, sólo estaría vivo a medias.

Bonnie tenía que pensar en algo, hacer algo, para apartar a un lado aquella horrible sensación de terror. Stefan necesitaba a Elena; no podía estar completo sin ella. Esa noche había empezado a resquebrajarse, columpiándose peligrosamente entre un autocontrol peligrosamente estricto y la cólera desatada. Si sólo pudiera ver a Elena durante un minuto y hablar con ella…

Había subido allí a dar a Stefan un regalo que él no quería. Pero había otra cosa que sí quería, comprendió, y sólo ella tenía el poder de dársela.

Sin mirarle, con voz ronca, dijo:

—¿Te gustaría ver a Elena?

De la cama sólo surgió un silencio sepulcral. Bonnie permaneció sentada, contemplando cómo las sombras de la habitación se balanceaban y titilaban. Por fin, arriesgó una mirada en dirección a él con el rabillo del ojo.

Stefan respiraba afanosamente, los ojos cerrados, el cuerpo tensado como la cuerda de un arco. Intentando, diagnosticó Bonnie, conseguir la energía para resistir a la tentación.

Y perdiendo, Bonnie pudo verlo.

Elena siempre había sido demasiado para él.

Cuando los ojos de Stefan se encontraron con los suyos, eran sombríos, y su boca estaba cerrada en una tensa línea. La tez ya no estaba pálida, sino sonrojada. El cuerpo seguía temblando totalmente en tensión y a la expectativa.

—Podrías resultar lastimada, Bonnie.

—Lo sé.

—Te abrirás a fuerzas que están fuera de tu control. No puedo garantizar que pudiese protegerte de ellas.

—Lo sé. ¿Cómo quieres hacerlo? El le tomó la mano con ferocidad.

—Gracias, Bonnie —murmuró.

La muchacha sintió que se ruborizaba.

—No es nada —dijo.

¡Jesús! Era guapísimo. Aquellos ojos… dentro de un minuto o bien iba a saltarle encima o a derretirse sobre su cama. Con una placenteramente angustiosa sensación virtuosa retiró la mano de la de él y volvió la cabeza hacia la vela.

—¿Qué tal si entro en trance e intento llegar hasta ella, y luego, una vez que establezca contacto, intento encontrarte y arrastrarte adentro? ¿Crees que eso funcionaría?

—Podría, si yo también intento llegar hasta ti —dijo él, retirando de ella aquella intensidad y concentrándola en la vela—. Puedo tocar tu mente… Cuando estés lista, yo lo percibiré.

—De acuerdo.

La vela era blanca, la cera de los laterales, lisa y brillante. La llama se irguió y luego descendió otra vez. Bonnie la contempló con fijeza hasta que se ensimismó en ella, hasta que el resto de la habitación se apagó a su alrededor. No había nada más que la llama, ella y la llama. Entraba en la llama.

Una luminosidad insoportable la envolvió. Luego ella la atravesó y penetró en la oscuridad.

Hacía frío en la funeraria. Bonnie echó una inquieta ojeada a su alrededor, preguntándose cómo había ido a parar allí, intentando poner en orden las ideas. Estaba totalmente sola, y por algún motivo eso la preocupaba. ¿No se suponía que debía de haber también alguien más allí? Estaba buscando a alguien.

Había luz en la habitación contigua. Fue hacia ella, y el corazón le empezó a latir violentamente. Era una sala de visita y estaba llena de candelabros altos, con las velas blancas centelleando y estremeciéndose. En medio de ellas había un ataúd blanco con la tapa abierta.

Paso a paso, como si algo tirara de ella, Bonnie se acercó al féretro. No quería mirar dentro, pero tenía que hacerlo. Había algo en aquel ataúd esperándola.

Toda la habitación estaba bañada por la suave luz blanca de las velas. Era como flotar en una isla de resplandor. Pero seguía sin querer mirar…

Moviéndose como si lo hiciera a cámara lenta, llegó hasta el ataúd, clavó la mirada en el forro de raso blanco del interior. Estaba vacío.

Bonnie lo cerró y se recostó en él, suspirando.

Entonces captó movimiento en la periferia de su campo visual y giró en redondo.

Era Elena.

—Cielos, me has asustado —dijo Bonnie.

—Creía que te dije que no vinieras aquí —respondió Elena.

En esta ocasión llevaba los cabellos sueltos, cayendo sobre los hombros y por la espalda, el pálido blanco dorado de una llama. Se cubría con un fino vestido blanco que refulgía suavemente a la luz de las velas. Ella misma parecía una vela, luminosa, radiante. Los pies estaban descalzos.

—He venido aquí para…

Bonnie se quedó sin saber qué decir, con algún concepto martirizándola en los lindes de la mente. Se trataba de su sueño, su trance. Tenía que recordar.

—He venido aquí para permitirte ver a Stefan —dijo.

Los ojos de Elena se desorbitaron, los labios se abrieron. Bonnie reconoció la expresión de anhelo, la añoranza casi irresistible. No hacía ni quince minutos la había visto en el rostro de Stefan.

—¡Ah! —murmuró Elena, luego tragó saliva y sus ojos se nublaron—. Ah, Bonnie… pero no puedo.

—¿Por qué no?

Brillaban lágrimas en los ojos de Elena ahora, y sus labios temblaban.

—¿Y si las cosas empiezan a cambiar? ¿Y si él viene, y…?

Se llevó una mano a la boca, y Bonnie recordó el último sueño, con los dientes cayendo como lluvia. Los ojos de la muchacha se encontraron con los de Elena, comprendiendo horrorizados.

—¿No te das cuenta? No podría soportar que sucediera algo así —murmuró Elena—. Si me viera de ese modo… Y yo aquí no puedo controlar las cosas; no soy lo bastante poderosa. Bonnie, por favor no le dejes pasar. Dile lo mucho que lo lamento. Dile…

Cerró los ojos y empezó a llorar.

—De acuerdo.

Bonnie sintió como si pudiera echarse a llorar también ella, pero Elena tenía razón. Se proyectó hacia la mente de Stefan para explicárselo, para ayudarle a soportar la decepción. Pero en cuanto la tocó supo que había cometido un error.

—¡Stefan, no! Elena dice que…

No importaba. La mente de Stefan era mucho más fuerte que la suya, y en el mismo instante en que ella había establecido contacto él se había hecho con el control. Había percibido el tenor de la conversación con Elena, pero no pensaba aceptar un no como respuesta. Impotente, Bonnie sintió cómo la anulaban, sintió cómo su mente se acercaba cada vez más al círculo de luz formado por los candelabros. Percibió la presencia del joven allí, percibió cómo tomaba forma. Se dio la vuelta y le vio, el cabello oscuro, el rostro tenso, los ojos verdes fieros como los de un halcón. Y entonces, sabiendo que no había nada más que pudiese hacer, retrocedió para permitirles estar a solas.