Caminaba hacia el norte en medio de la noche tratando de evitar los senderos. Todavía tenía los pantalones húmedos, pero eso era algo que ya no le preocupaba. Avanzaba por los barbechos buscando los restos de paja que habían quedado de la última siega. Levantó alguna perdiz a su paso y sintió el pataleo de liebres que escapaban del crujir de sus botas. Superado el olivar, no tenía más plan que mantener el rumbo. Sabía reconocer la Vía Láctea, la uve doble de Casiopea y la Osa Mayor. A partir de ella ubicó la Estrella Polar y hacia allí dirigió sus pasos.
Aunque no llevaba ni un día en fuga, sabía que era tiempo más que suficiente para que el miedo ya estuviera corriendo por las calles del pueblo, camino de la casa de sus padres. Un torrente invisible que arrastraría a las mujeres de la aldea hasta remansarlas en torno a la madre, arrugada como una patata vieja, tendida lacia sobre la cama. Imaginó la agitación en la casa y en el pueblo. Gente encaramada al pretil de piedra con la esperanza de atisbar algo del interior a través de la puerta entreabierta. Visualizó la moto del alguacil aparcada frente a la entrada: una robusta máquina con sidecar con la que recorría el pueblo y los campos dejando tras de sí nubes de polvo y estruendo. El chico conocía bien ese sidecar. Había ido muchas veces en él cubierto con una manta polvorienta. Le vino a la memoria el olor a grasa bajo la lana y los remates de hule craquelados alrededor de la pieza. El ruido de aquel motor era para él la trompeta del primer ángel. La que mezcló fuego y sangre y los arrojó sobre la Tierra hasta quemar toda la hierba verde.
Sólo el alguacil disponía de un vehículo a motor en la comarca y, que él supiera, sólo el gobernador poseía un vehículo de cuatro ruedas. Él nunca lo había visto, pero había oído cientos de veces la historia de cuando fue al pueblo para inaugurar el silo de grano. Al parecer, los niños le recibieron agitando banderitas de papel y en la celebración se sacrificaron varios corderos. Quienes lo habían vivido describían el automóvil como si de un objeto mágico se tratara.
Desplazándose minúsculo y oscuro en medio de aquella negrura mayor, se preguntó si habría algo en la línea que unía su posición con ese norte total que pudiera convenirle. Quizá frutales en los bordes de los caminos, fuentes de agua limpia, largas primaveras. Le resultó imposible concretar una expectativa cierta, pero no le importó. Dirigiéndose hacia el norte se estaba alejando del pueblo, del alguacil y de su padre. Se estaba marchando y eso le bastaba. Pensó que lo peor que le podría ocurrir es que dilapidara sus limitadas fuerzas avanzando en círculo, o lo que era lo mismo, acercándose a los suyos. Sabía que manteniendo invariable el rumbo, tarde o temprano se cruzaría con alguien o con algo. Era sólo cuestión de tiempo. Como mucho, daría la vuelta al mundo para volver a toparse con el pueblo. Entonces ya daría igual. Sus puños serían duros como la roca. Es más: sus puños serían de roca. Habría vagado casi eternamente y, aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más. Se preguntó si sería capaz de perdonar en esas circunstancias. Si, habiendo atravesado el gélido polo, los bosques umbríos y otros desiertos, ardería en él todavía la llama que le había quemado por dentro. Quizá el desamparo que le había expulsado del hogar que Dios designó para él ya se habría disipado para entonces. Puede que la distancia, el tiempo y el roce incesante con la tierra limaran sus asperezas y lo calmaran. Recordó el globo terráqueo de cartón que había en la escuela. Una esfera grande que apenas se mantenía en pie de tanta holgura como tenía su peana de madera. Mirándola resultaba fácil saber el lugar en el que estaba el llano, porque los dedos de varias generaciones de niños habían ido desgastando, año tras año, el punto donde se encontraba el pueblo, hasta borrar el país entero y el mar que lo rodeaba.
Divisó a lo lejos lo que parecía una hoguera y se preguntó a qué distancia estaría. Se detuvo y trató de calcular, pero le resultó imposible medir en medio de la indescifrable oscuridad en la que se hallaba. Pensó que aquello que imaginaba como una hoguera en la lejanía, bien podría ser la llama de una cerilla unos metros más allá o incluso una casa entera ardiendo a kilómetros de allí.
Como un indio embelesado por los oropeles que le presenta el conquistador, se dirigió hacia ese único punto luminoso de la superficie por la que transitaba. Durante más de una hora caminó sobre terrones de arcilla y piedras. Tenía la brisa de cara, lo que significaba que quien fuera el que hubiese encendido la hoguera, si tenía perros, no le descubriría a menos que él hiciera ruido. Se acercaba al punto luminoso sin un objetivo claro. Podía tratarse de un pastor, un arriero o un bandolero. Confiaba en que, a medida que se fuera aproximando, la luz de la hoguera pudiera aportarle información al respecto. Le asustaba la idea de encontrarse con un delincuente. Tampoco sabía si alrededor del fuego dormirían perros sarnosos. Sabía, sin embargo, que iba a necesitar la comida y el agua de quien hubiera encendido la fogata. Si se la pediría o si tendría que robársela era algo que decidiría cuando supiera a quién se había de enfrentar. Escuchó un coro de cencerros en la dirección del fuego y eso le tranquilizó. Aun así, recorrió los últimos metros con un sigilo absoluto. Caminaba posando las plantas de los pies como si estuviera en un lagar de pétalos de rosa. A poca distancia del campamento encontró un mazo de chumberas y, tras él, se detuvo a observar.
Al otro lado de la lumbre había un hombre acostado sobre el suelo. Aunque estaba de cara a la luz, no pudo distinguir su edad porque la manta le cubría el cuerpo entero, desde los pies hasta la coronilla. Un suave resplandor como una brasa lejana comenzaba a elevarse por el horizonte revelando unas formas arbóreas que la noche había ocultado. Le pareció distinguir las siluetas de varios chopos y supuso que el rebaño paraba allí por el mismo motivo que los árboles. Una cabra emergió de la oscuridad del fondo y cruzó por detrás del pastor hasta volver a desaparecer entre las bambalinas del amanecer. Su cencerro describió una línea de sonidos en el aire como una cuerda con nudos. A un lado, un burro descansaba aborregado con las manos flexionadas bajo el pecho. Repartidos por doquier, distinguió cuerpos inmóviles de cabras que pronto despertarían. A los pies del hombre había un zurrón y un perro pequeño que dormía enroscado.
La escasa luz del fuego agitaba las sombras como llamas negras. El niño metió la cabeza entre las hojas de la planta para intentar apreciar los rasgos del hombre. Sintió un pinchazo en un brazo y lo contrajo hacia su cuerpo. La hebilla del zurrón chascó ligeramente. El perro abrió los ojos y levantó las orejas picudas. Al instante se puso de pie y olfateó el aire en todas direcciones. El chico mantuvo el brazo pegado al cuerpo con la otra mano por encima, como si el miembro delator tuviera vida propia y fuera a lanzarse contra las espinas de la chumbera. El perro comenzó a moverse, primero alrededor del pastor, y luego, abriendo el radio, se fue aproximando adonde se encontraba el muchacho. Mientras lo veía acercarse, no le pareció demasiado fiero, aunque sabía que nunca había que fiarse de esa clase de perros. Garulos, los llamaban en el pueblo. Animales sin estirpe, empequeñecidos por los infinitos cruces genéticos y con los rasgos raciales desdibujados. Cuando el animal se hallaba a unos metros se detuvo y, entonces sí, dirigió sus sentidos hacia el mazo de chumberas. Olió el aire y, de algún modo, se desactivó en él el estado de alerta y rodeó la protección del intruso moviendo el rabo, curioso. Cuando lo descubrió, no se asustó ni ladró. Al contrario, se aproximó y olió la mano que el niño le acercaba para evitar que ladrara. La lamió y, con ese gesto, se evaporó el miedo del chico a ser delatado. Parecía como si sus aromas terrosos o la orina de la que estaba impregnado le aproximaran al mundo del perro. Agarró la cabeza del animal con las dos manos y lo acarició metiendo los dedos por debajo de la mandíbula. Durante un rato el muchacho mantuvo al perro quieto con sus caricias. El tiempo que necesitó para tomar la decisión de cubrir el tramo que le separaba del zurrón que se encontraba a los pies del hombre.
Abrió su bolsa de lona y sacó el medio salchichón que le quedaba. Dejó al perro sentado, entretenido en chupar la barra de carne seca, y rodeó su burladero para comenzar a caminar con sigilo en dirección al zurrón. La luz de la fogata proyectaba su sombra flamígera contra las chumberas de su espalda. Mientras se acercaba sintió miedo y quiso retroceder y marcharse por donde había venido. Se retiraría hasta un lugar seguro y esperaría a que amaneciera para reconsiderar sus opciones. Tras las chumberas, el perro mordisqueaba toda la comida que le quedaba y supo que ya no había vuelta atrás.
Retomó su idea, tan sencilla como aterradora. Se acercaría en silencio al zurrón, tiraría suavemente de la correa y lo arrastraría hacia sí entre el coro de balidos. Tenía claro que no debía buscar la cara del hombre porque eso sería una provocación y una indecencia. Salvo la comida que ahora se terminaba el perro, nunca le había robado a un adulto y, si ahora lo hacía era porque no tenía más remedio. En su casa, las piedras de las paredes imponían una ley ancestral que dictaba que los niños debían mirar al suelo cuando eran sorprendidos haciendo algo inconveniente. Debían mostrar la nuca, dóciles como ofrendas o víctimas propiciatorias. Dependiendo de la gravedad del delito, los pescozones serían todo el castigo o sólo el preámbulo de una paliza mayor.
Cerca ya del hombre, volvió a dudar y consideró la idea de no robar el zurrón. Simplemente aguardaría junto a las brasas a que se despertase. Luego se mostraría ante él como lo que era: un niño indefenso que no le iba a suponer ninguna amenaza. Pensó que, con suerte, el hombre sería un pastor de otra comarca, llegado hasta allí en busca de los restos de la última siega. Acostumbrado a la soledad, incluso puede que agradeciera su compañía. El hombre le ofrecería un poco de comida y algo de beber y luego cada uno seguiría su camino.
De repente sintió un bufido a su espalda que lo dejó petrificado. Permaneció quieto, con los músculos colapsados por el vacío que el miedo le producía. Desaparecieron el pastor, el zurrón y el rebaño. Se los llevó la misma oscuridad en la que su mente se había disuelto. Tembló, su estómago dio los primeros signos de resurrección, notó algo duro empujándole el costado y, sin desearlo, miró. El perro le buscaba con el hocico. Traía entre los dientes la cuerda del salchichón. Respiró hondo, buscó un apoyo en el suelo y volvió a lo suyo.
El zurrón era de cuero grueso. Olía a cebolla seca y a sudor. Agarró con dos dedos la correa y tiró suavemente de ella. Notó el peso de la bolsa al comenzar su arrastre y eso le hizo olvidar definitivamente sus cautelas. Su mente se llenó de imágenes de comida y todo lo que le rodeaba fue reemplazado por lo que imaginaba que había dentro de aquella bolsa. Consiguió desplazar unos centímetros su botín en un silencio casi absoluto hasta que pegó un tirón codicioso y el respaldo acartonado del zurrón vibró sobre las chinas como la piel de un tambor.
—¿Adónde vas con eso?
La voz ronca al otro lado de la lumbre lo paralizó e iluminó la mueca en que se había convertido su cara. Un actor de cine mudo o un niño a quien la culpa sorprende por vez primera.
—Tengo hambre, señor.
—¿Es que no te han enseñado a pedir?
En aquel momento le hubiera gustado salir corriendo con la bolsa y dejar allí al hombre, hablando bajo su manta. Se preguntó si sería el perro menos amigable entonces. Aún no sabía nada de lealtades ni del tiempo que pasa entre los seres y los cose con pespuntes cada vez más apretados.
—Ayúdame a levantarme, chico.
El niño dejó caer la correa de cuero y se aproximó con pasos cortos. A un par de metros se detuvo y contempló el cuerpo medio arropado. Tenía la cara tapada por la manta pero las piernas le asomaban desde las rodillas. El hombre se movió débilmente bajo su colcha, quizá para atarse los pantalones o buscar su mechero, y para cuando asomó la cabeza, el niño ya estaba tras las chumberas. En el tiempo que permaneció escondido, una claridad mínima empezó a perfilar algunos rincones del campamento. Comprobó que, como había supuesto, los árboles eran chopos, y reconoció en sus copas las marcas de la sequía. Contó nueve cabras y un macho. Reparó en una construcción en la que no se había fijado antes: un chamizo piramidal levantado con ramas cortadas a los árboles del fondo. De sus paredes colgaban cinchas, cuerdas, cadenas, una lechera de hierro y una sartén ennegrecida. Más que un refugio, parecía una especie de tabernáculo. Entre la casucha y la chopera había un cercado de albardín trenzado, sostenido por cuatro palos clavados en el suelo.
Durante su vigilancia, el pastor sólo tuvo tiempo de sentarse sobre el suelo y de liar un cigarro. Tardó varios minutos en incorporarse porque la manta se le había enrollado y le trababa las piernas y los codos. Aunque no podía distinguir bien sus rasgos, por su forma de moverse supuso que sería un hombre de edad avanzada. Un viejo flaco que dormía vestido. Una chaqueta oscura con grandes solapas, el pelo cano revuelto y una especie de brochazo blanco cubriéndole la cara por debajo de la nariz.
El pastor vio salir al niño de detrás de las chumberas, pero no le dedicó atención porque estaba entretenido soplando la mecha de su encendedor. A dos metros del hombre, el chico se detuvo. A esa distancia pudo apreciar su pelo sucio de paja y los rotos en los codos de la chaqueta. Estaba sentado en el suelo con la manta tapándole las piernas y al niño le sorprendió que pudiera mantener la posición encorvada de la espalda. El viejo levantó la cara y se quedó mirando al muchacho. Sujetaba el cigarro en una oreja y con la palma de una mano tapaba la mecha naranja. Entonces el pastor hizo un gesto que el niño volvería a ver muchas otras veces. Formó una uve con el pulgar y el índice y se limpió de saliva las comisuras de los labios con las yemas de los dedos. Luego deslizó el índice por los mismos sitios, como si quisiera quitarse de la boca los pelos sueltos de un bigote desaliñado.
—Siéntate, que vas a comer.
El hombre apuntó con el dedo más allá de sus pies y el chico se sentó en el suelo allí donde el viejo había señalado. Durante un rato, el pastor siguió dándole vueltas a la rueda y soplando la cuerda sin conseguir encenderlo. El niño le estuvo observando en silencio con la boca medio abierta, asombrado por la impericia del viejo que no siempre acertaba a darle a la rueda en el lugar preciso y con la fuerza adecuada. Al chico se le movían las manos solas porque había usado muchas veces un artilugio como aquél.
Cuando el viejo consiguió por fin prender el cigarro y le dio las primeras caladas, apoyó la mano libre en el suelo y relajó la espalda como si, por fin, hubiera descuidado de un trabajo necesario. Silbó tensando los labios y el perro se levantó y corrió hacia la zona donde se desperezaba el rebaño. En un momento, el animal rodeó a un grupo de cabras pardas y las condujo hasta el pastor. Sin levantarse siquiera, el hombre enganchó a una de ellas por una de las pezuñas traseras usando una vara que tenía un garfio romo en el extremo y la arrastró hacia sí. Sujetando al animal con una mano, echó la manta a un lado y recogió las piernas. El niño asistió a la maniobra sorprendido ante la repentina pericia de un hombre que, un momento atrás, había tardado un tiempo interminable en encender un cigarrillo. Cuando el pastor tuvo el culo de la cabra delante de su cara, le colocó un cazo de latón debajo de las ubres. Los primeros chorros cayeron duros, haciendo canturrear el metal. Cuando hubo suficiente, azotó a la cabra y ésta brincó hacia donde se hallaban las otras. Luego, extendió la escudilla en dirección al niño y al ver que no se movía de donde estaba, la dejó en el suelo y siguió con su cigarro.
Royeron en silencio cuñas de queso sudoroso, tiras de carne seca y algo de pan duro. El pastor daba largos buches a su bota de vino y el niño se preguntaba cuándo le iba a preguntar quién era y qué hacía en aquel lugar. Tenía miedo de que la noticia de su desaparición hubiera llegado hasta allí porque sabía que, por penosa que le estuviera resultando su aventura, todavía no se había alejado demasiado de la aldea. En un momento pensó que la acogida podía ser una maniobra del viejo para retenerle mientras esperaba a que pasara por el lugar la partida de búsqueda, o incluso el mismo alguacil. En tal caso, ya sabía cuáles serían sus movimientos. Correría hacia las chumberas y se agazaparía entre ellas. Los caballos piafarían alrededor de los pinchos sin atreverse a entrar. Si querían llevarle de vuelta a su casa, tendrían que sacarlo de allí a rastras. Tendrían que destrozarse las camisas y sangrar o acribillarlo a tiros desde los caballos y por último matar al testigo.
Cuando el viejo dio por terminado el desayuno, metió la mano en la aguadera que le quedaba más cerca y de ella sacó una hoja de periódico arrugada. Envolvió algunos alimentos con el papel y le extendió el paquete al niño, que lo estuvo observando hasta que el pastor se cansó de sujetarlo y, como hiciera con la leche, lo dejó en el suelo. Guardó el resto de la comida en el zurrón y volvió a pedirle al chico que le ayudara a levantarse. El niño se acercó y entonces olió la mezcla de aromas de su cuerpo. El halo dulzón del vino alrededor de su cabeza y el sudor secado en capas sobre su tez de cuero. De pie no era mucho más alto que el muchacho. Llevaba los pantalones atados con una cuerda en la cintura y sus botas parecían de cartón. Después de ayudarle a incorporarse, el niño retrocedió un par de pasos y se quedó observando los movimientos del hombre que, a medida que pasaban los minutos, se iban haciendo más ágiles. Al muchacho le sorprendió de nuevo la facilidad con la que se movía y cómo se encorvaba para recoger la manta y doblarla. Con ella en un brazo, silbó de nuevo al perro y éste se levantó y se alejó corriendo hasta el lugar en el que pacían las últimas cabras.
El viejo se acercó al chamizo y metió la cabeza por la abertura de ramas que hacía de entrada. Salió con una banqueta de corcho y un cubo de lata. Descolgó la lechera de donde estaba y lo llevó todo junto al pequeño cercado cuadrangular. El perro había reunido al rebaño y lo traía a base de ladridos y amenazas de mordiscos. Cuando llegaron, el hombre abrió una de las esquinas del redil y fue obligando a las cabras a meterse. Con todas dentro, volvió a colocar la estaca en su esquina y unió los palos con un lazo de alambre grueso que colgaba de uno de ellos. Los animales, apretados, berreaban y se subían unos sobre otros como si fueran un guiso hirviente.
El pastor colocó el cubo junto a la esquina del cercado que había servido como puerta. El recipiente tenía la base tan ancha como la boca, y al chico le recordó al que usaban en su casa para vaciar la letrina. El viejo asentó el recipiente sobre el suelo polvoriento y lo estuvo girando por la boca hasta que comprobó que no bailaba. Del interior del cacharro sacó una azuela y tres varillas oxidadas. Limpió el cotillo de restos de barro y empezó a clavar en el piso, ceñidos al borde exterior del cubo, los rejones metálicos. Cuando terminó, comprobó que el recipiente, como una piedra engarzada, no se movía de su sitio. Puso la banqueta frente al ordeñadero y se sentó en ella. El niño, quieto en su sitio, había observado el trasiego como si asistiera al descenso de una Virgen. La boca entreabierta, los ojos caídos y tan sólo la cabeza moviéndose al compás de las maniobras del pastor.
Desde su asiento, el viejo levantó uno de los palos del cercado hasta abrir una salida estrecha. Metió la mano y enganchó a una cabra por una pata. La sacó y la colocó de culo al otro lado del cubo. Le agarró las ubres, las metió en el recipiente y comenzó a ordeñar. Mientras trajinaba, el hombre miró hacia el cielo y lo recorrió como si buscara los signos de la lluvia. El chico, como un pantógrafo, amplió en la distancia los movimientos del viejo y también recorrió el cielo con la mirada. La bóveda se aclaraba sobre sus cabezas extinguiendo los últimos luceros. El sol, inminente tras las lomas del este, saldría en poco tiempo. Ni rastro de nubes.
El niño volvió a mirar al pastor. Tenía la cabeza casi metida en el culo del animal y tiraba de las ubres con brusquedad. Al chico le pareció que el viejo estaba nervioso. La cabra, inquieta, coceó la lata y trató de salir corriendo, pero el pastor se lo impidió fijándole las patas a dos de las varillas. Cuando terminó el ordeño, liberó al animal y éste huyó en dirección a los chopos, donde se tranquilizó mordisqueando las puntas de las ramas más bajas.
Una por una, todas las cabras fueron pasando por el ordeñadero. El muchacho vio llenarse el cubo y se preguntó qué podría hacer el pastor con tanta leche en medio de aquel páramo. Cuando terminó la faena, el viejo se levantó y llevó el cubo hasta donde tenía la lechera. Vació el líquido en ella y le puso la tapa. Fue entonces cuando se volvió y le habló al muchacho.
—Me da igual si te has escapado o te has perdido.
Al niño el comentario le cogió desprevenido y se retrajo. El viejo hizo una pausa larga.
—Unos hombres están a punto de llegar para recoger la leche.