El 2 de enero de 1994, Lois Chasse se convirtió en Lois Roberts. Su hijo Harold fue el padrino. La mujer de Harold no asistió a la ceremonia; se quedó en Bangor con lo que Ralph consideraba un caso de bronquitis la mar de sospechoso. Sin embargo, no reveló a nadie sus sospechas, y, desde luego, no le decepcionó en absoluto la ausencia de Jan Chasse. El padrino del novio fue el detective John Leydecker, que todavía llevaba el brazo derecho escayolado pero, por lo demás, no tenía secuelas visibles de la misión que había estado a punto de costarle la vida. Había pasado cuatro días en coma, pero Leydecker sabía lo afortunado que era; además del policía del estado que estaba junto a él en el momento de la explosión, otros dos policías habían perdido la vida, dos de ellos miembros del equipo que el propio Leydecker había escogido.

La dama de honor de la novia fue su amiga Simone Castonguay, y en la recepción, el primer brindis corrió a cargo de Joe Wyzer. Trigger Vachon pronunció un discurso vacilante pero muy sentido, concluyendo con el deseo de que «estás dos perrsonas vivan hasta los siento sincuenta y no conoscan un solo diá de reuma ni estrreñimiento».

Cuando Ralph y Lois salieron de la sala en que se celebró la recepción, con el pelo aún lleno del arroz que sobre todo Faye Chapin, pero también el resto de los Viejos Carcamales de Harris Avenue les habían arrojado, un anciano con un libro en la mano y una nube de fino cabello blanco sobre la cabeza se acercó a ellos con una sonrisa radiante.

—Felicidades, Ralph —dijo—. Felicidades, Lois.

—Gracias, Dor —repuso Ralph.

—Te hemos echado de menos en la ceremonia —intervino Lois—. ¿No recibiste nuestra invitación? Faye dijo que te la daría.

—Oh, sí, me la dio. Sí, sí, pero nunca voy a esas cosas si no son al aire libre. El aire se carga demasiado. Los funerales aún son peores. Esto es para vosotros. No lo he envuelto, porque la artritis de las manos ya no me deja hacer cosas de ésas.

Ralph cogió el regalo. Era un libro de poemas llamado Bestias concurrentes. El nombre del poeta, Stephen Dobyns, le produjo un extraño estremecimiento, pero no sabía muy bien por qué.

—Gracias —le dijo a Dorrance.

—No es tan bueno como algunos de sus últimos poemas, pero está bien. Dobyns es muy bueno.

—Nos lo leeremos mutuamente durante la luna de miel —aseguró Lois.

—Es un buen momento para leer poesía —comentó Dorrance—. Quizás el mejor momento. Estoy seguro de que seréis muy felices juntos.

Empezó a alejarse, pero de repente se volvió hacia ellos.

—Lo hicisteis muy bien. Los Limitados están muy satisfechos.

Se marchó.

Lois miró a Ralph.

—¿De qué estaba hablando? ¿Lo sabes tú?

Ralph denegó con la cabeza. No lo sabía, no con certeza, aunque tenía la sensación de que debería saberlo. La cicatriz del brazo había empezado a hacerle cosquillas como sucedía a veces, una sensación que era casi como un escozor sepultado en lo más profundo de su carne.

—Limitados —murmuró Lois con extrañeza—. A lo mejor se refería a nosotros, Ralph. Al fin y al cabo, no es que estemos precisamente frescos como rosas, ¿verdad?

—Probablemente se refería a eso —asintió Ralph.

Pero sabía que no era cierto…, y los ojos de Lois decían que, en el fondo, ella también lo sabía.

El mismo día y en el momento en que Ralph y Lois pronunciaban sus respectivos «sí, quiero», cierto borracho de brillante aura verde, un borracho que de verdad tenía un tío en Dexter, aunque el tío en cuestión llevaba cinco años o más sin ver a su desgraciado sobrino, se tambaleaba por el parque Strawford, con los ojos entornados por el deslumbrante resplandor que el sol arrancaba a la nieve. Buscaba latas y botellas retornables. Si encontrara suficientes para comprarse una pinta de whiskey sería fantástico, pero una pinta de vino barato tampoco estaría mal.

No muy lejos del lavabo portátil de caballeros vio un brillante destello de metal. Probablemente no era más que el sol reflejado en una chapa de botella, pero había que comprobar esas cosas. Podía ser una moneda de diez…, aunque al borracho le pareció que lo que fuera despedía un destello dorado. Era…

—¡Por las barbas del profeta! —exclamó.

Recogió el anillo de boda que yacía misteriosamente sobre la nieve, un aro ancho, casi seguro de oro. Lo ladeó para leer la inscripción del interior:

HD-ED 8.5.87.

¿Una pinta? Ni pensarlo. Aquella monada le bastaría para un litro. Varios litros. A lo mejor para una semana entera.

A causa de las prisas por atravesar el cruce de Witcham y Jackson, donde Ralph Roberts había estado a punto de desmayarse en cierta ocasión, el borracho no vio el autobús de la línea verde que se aproximaba. El conductor sí lo vio a él y pisó los frenos, pero el autobús dio con una capa de hielo.

El borracho ni se enteró de lo que le atropellaba. En un momento dado intentaba decidirse entre Old Crow y Old Granddad, y al siguiente se había sumido en la oscuridad que nos espera a todos. El anillo rodó por la cuneta y se coló por una rejilla del alcantarillado, donde permaneció durante largo, largo tiempo. Pero no para siempre. En Derry, las cosas que desaparecen en el alcantarillado siempre encuentran un modo, con frecuencia un modo desagradable, de reaparecer.

Ralph y Lois no vivieron felices por siempre jamás.

En realidad, no hay siempres en el mundo de los Mortales, ni felices ni de ninguna otra clase, algo que, sin lugar a dudas, Cloto y Láquesis sabían muy bien. No obstante, vivieron felices durante bastante tiempo. Ninguno de ellos quería confesar abiertamente que aquellos eran los años más felices de sus vidas, porque ambos recordaban a sus primeros cónyuges con amor y afecto, pero lo cierto era que sí consideraban aquellos años los más felices de sus vidas. Ralph no estaba seguro de que el amor otoñal fuera el más rico, pero llegó a convencerse de que sí era el más afectuoso y pleno.

Nuestra Lois, decía a menudo, y se echaba a reír. Lois fingía enojarse, pero nunca se enfadaba en serio, porque veía la mirada en los ojos de Ralph cuando lo decía.

La primera mañana de Navidad que pasaron como marido y mujer (se habían trasladado a la casita diminuta y pulcra de Lois y puesto a la venta el piso de la casa de Ralph), Lois le regaló un cachorro de sabueso.

—¿Te gusta? —le preguntó con aprensión—. He estado a punto de no comprarla. Abby, la del consultorio del periódico dice que nunca hay que regalar animales domésticos, pero estaba tan mona ahí en el escaparate de la tienda…, y parecía tan triste… Si no te gusta o no quieres pasarte el resto del invierno intentando adiestrar a un cachorro me lo dices. Encontraremos a alguien que…

—Lois —la interrumpió enarcando la ceja con lo que esperaba que fuera aquel gesto irónico tan característico de Bill McGovern—. Estás barboteando.

—¿Ah, sí?

—Ah, sí. Es algo que haces cuando estás nerviosa, pero ya puedes dejar de estarlo. Me encanta esta señorita.

Y no exageraba. Se enamoró del sabueso negro y marrón casi al instante.

—¿Cómo la llamarás? —inquirió Lois—. ¿Tienes alguna idea?

—Claro —repuso Ralph—. Rosalie.

En líneas generales, los cinco años siguientes fueron también buenos años para Helen y Nat Deepneau. Durante un tiempo vivieron modestamente en un piso de la parte este de la ciudad, sobreviviendo con el salario de bibliotecaria de Helen, pero poco más. Había vendido la casa estilo Cape Cod de Harris Avenue, pero había gastado el dinero en diversas facturas pendientes. De repente, en junio de 1994, Helen recibió un seguro llovido del cielo…, sólo que la lluvia que lo trajo fue John Leydecker.

La compañía de seguros Great Eastern había rechazado pagar el seguro de vida de Ed Deepneau porque afirmaba que Ed se había quitado la vida. Más adelante, después de mucho murmurar y mascullar entre dientes empresariales, habían ofrecido un arreglo muy sustancioso. Los había convencido un compañero de póquer de John Leydecker llamado Howard Hayman. Cuando no jugaba a póquer abierto, semental a cinco o semental a tres, Hayman era un abogado que disfrutaba metiéndose con las compañías de seguros.

Leydecker había vuelto a encontrarse con Helen en casa de Ralph y Lois en febrero de 1994, se había quedado absolutamente fascinado con ella (Nunca fue realmente amor —confesó a Ralph y Lois más tarde—, lo cual fue lo mejor probablemente, teniendo en cuenta cómo salieron las cosas), y le presentó a Hayman porque creía que la compañía de seguros intentaba estafarla.

—Estaba loco, no era un suicida —dijo Leydecker, y siguió aferrado a aquella idea después de que Helen le diera el sombrero y puerta.

Después de enfrentarse a un juicio en el que Howard Hayman amenazó con dejar a Great Eastern como el más malo de todas las películas, Helen había recibido un cheque por la cantidad de setenta mil dólares. A finales de otoño de 1994 había invertido la mayor parte del dinero en la compra de una casa en Harris Avenue, tres casas más allá de su antigua casita y justo enfrente de la de Harriet Bennigan.

—Nunca fui del todo feliz en la parte este —explicó a Lois en noviembre de aquel año.

Volvían del parque, y Natalie estaba sentada y profundamente dormida en el cochecito, una presencia que era tan sólo una punta de nariz rosada y una nubecilla de aliento frío bajo la gran gorra de esquí que Lois le había tejido.

—Muchas veces soñaba con Harris Avenue. ¿No te parece una locura?

—Los sueños nunca me parecen una locura —replicó Lois.

Helen y John Leydecker estuvieron saliendo casi todo el verano, pero ni Ralph ni Lois se sorprendieron cuando la aventura terminó bruscamente después del Día del Trabajo, ni cuando Helen empezó a llevar el discreto triángulo rosa de la asociación de gays y lesbianas en las remilgadas blusas de cuello alto que se ponía para ir a la biblioteca. Tal vez no se sorprendieron porque eran lo bastante viejos como para haber visto de todo al menos una vez. En lo más profundo de su mente, seguían viendo las auras que envolvían las cosas y creaban una brillante puerta que se abría a una ciudad secreta de significados disimulados, motivos silenciados y agendas ocultas.

Ralph y Lois cuidaban de Nat a menudo después de que Helen regresara a Harris Avenue, y les encantaba aquella tarea. Nat era la niña que podría haber dado su matrimonio si se hubieran conocido treinta años antes, y el día más frío y nublado de invierno se tornaba cálido y luminoso cuando Natalie entraba corriendo, una versión en miniatura del dirigible de Goodyear con su mono de esquí rosa acolchado y las manoplas colgadas de las muñecas, y gritaba:

—¡Hola, Walf! ¡Hola, Roliss! ¡He venido a vicitaros!

En junio de 1995, Helen se compró un Volvo de segunda mano. Sobre el parachoques posterior pegó un adhesivo que decía UNA MUJER NECESITA A UN HOMBRE COMO UN MONO UNA BICICLETA. Aquel sentimiento tampoco sorprendió demasiado a Ralph, pero siempre le entristecía ver aquel adhesivo. A veces pensaba que la peor herencia que Ed había dejado a su esposa quedaba resumida en aquel sentimiento quebradizo y no del todo gracioso, y cuando lo veía, recordaba a menudo el aspecto que había tenido Ed aquella tarde de verano en que Ralph había salido de la Manzana Roja para enfrentarse con él. Ed, sentado en su mecedora sin camisa bajo la llovizna del aspersor. La gota de sangre sobre el cristal de sus gafas. El modo en que se había inclinado hacia delante para mirar a Ralph con aquellos ojos serios e inteligentes y decirle que cuando la estupidez llegaba a ciertos límites era muy difícil de soportar.

Y después de aquello empezaron a pasar cosas, se decía Ralph en ocasiones. Ya no recordaba qué eran esas cosas, y probablemente era lo mejor. Pero aquel lapsus de memoria (si es que era un lapsus) no cambiaba su convicción de que Helen había sido engañada de un modo muy siniestro…, de que un destino con muy mala baba le había puesto la zancadilla y ella ni siquiera lo sabía.

Un mes después de que Helen comprara el Volvo, Faye Chapin sufrió un ataque al corazón mientras confeccionaba una lista provisional de partidas para el Clásico de la Pista 3 que se celebraría en otoño. Se lo llevaron al hospital de Derry, donde murió al cabo de siete horas. Ralph lo visitó justo antes de que muriera, y cuando vio el número de la habitación, la 315, lo embargó una profunda sensación de déjà vu. Primero pensó que se debía a que Carolyn había pasado sus últimos días en la habitación contigua, pero entonces recordó que Jimmy V. había muerto en la misma habitación. Él y Lois lo habían visitado justo antes de su muerte, y Ralph creía que Jimmy los había reconocido a ambos, aunque no estaba seguro; sus recuerdos de la época en que se había percatado realmente de la existencia de Lois eran confusos y lejanos. Suponía que en parte se debía al amor y en parte a que se estaba haciendo viejo, pero creía que en su mayoría se debía al insomnio… Había pasado unos meses espantosos después de la muerte de Carolyn, aunque al final se le había pasado, como a veces sucede con esas cosas. Sin embargo, le parecía que algo

([Hola hombre hola mujer os estábamos esperando])

fuera de lo común había sucedido en esta habitación, y cuando cogió la mano seca y débil de Faye y sonrió ante sus ojos asustados y confusos, una idea muy extraña le cruzó la mente: Están en el rincón, observándonos.

Se volvió hacia el rincón. Allí no había nadie, por supuesto, pero por un instante…, por un instante…

La vida entre los años 1993 y 1998 transcurrió como siempre transcurre en lugares como Derry. Los capullos de abril se transformaron en las hojas quebradizas y errantes de octubre; la gente llevó árboles de Navidad a sus casas a mediados de diciembre y los dejó apoyados en los contenedores con hilillos plateados aún colgados tristemente de las agujas durante la primera semana de enero; nacían bebés y morían ancianos. Y a veces también morían personas que se hallaban en la flor de la vida.

Cinco años de cortes de pelo y permanentes, tormentas y bailes de graduación, café y cigarrillos, bistecs en Parker’s Cove y perritos calientes en el campo de la Pequeña Liga. Chicos y chicas se enamoraron, borrachos se cayeron de los coches, las minifaldas dejaron de estar de moda. La gente reparó sus tejados y repavimentó sus caminos de entrada. Los viejos dejaron de recibir papeletas de votos del ayuntamiento y dieron paso a los jóvenes. No era más que la vida, a menudo insatisfactoria, por lo general aburrida, a veces hermosa, de vez en cuando increíble. Las cosas fundamentales no perdieron su validez a medida que transcurría el tiempo.

A principios de otoño de 1996, Ralph se convenció de que tenía cáncer de intestino. Había empezado a ver más que rastros de sangre en sus heces, y cuando por fin acudió a la consulta del doctor Pickard (el sustituto alegre y arrugado del doctor Lichtfield), lo hizo con visiones de camas de hospital y goteros de quimioterapia danzando crueles ante sus ojos. En lugar de cáncer, lo que tenía era una hemorroide que había, según las memorables palabras del doctor Pickard, «estallado como un corcho de champaña». Dio a Ralph una receta de supositorios, que Ralph llevó a Rite Aid. Joe Wyzer la leyó y sonrió alegremente a Ralph.

—Una putada —comentó—, pero mucho mejor que cáncer de intestino, ¿verdad?

—La idea del cáncer ni se me había pasado por la cabeza —repuso Ralph con aire picado.

Cierto día de invierno de 1997, a Lois se le metió en la cabeza la idea de deslizarse por su colina favorita del parque Strawford en el trineo de plástico en forma de platillo volante de Nat Deepneau. Bajó «más quemada que la moto de un hippy», según las palabras de Don Veazie, que pasaba por ahí y presenció la escena, y chocó contra la pared del lavabo portátil de mujeres. Sufrió un esguince en la rodilla y se torció la espalda, y aunque Ralph sabía que no debía hacerlo, pues resultaba muy poco compasivo, por expresarlo de una forma suave, no pudo dejar de reír mientras la acompañaba a urgencias. El hecho de que Lois también estuviera muerta de risa a pesar del dolor no le ayudó precisamente a contenerse. Siguió riendo hasta que se le saltaron las lágrimas y creyó que le daría un ataque. Es que su mujer había tenido un aspecto tan nuestra Lois bajando la colina en ese trasto, dando vueltas y más vueltas con las piernas cruzadas como si fuera un yogi del Oriente Misterioso… Y además había estado a punto de volcar el lavabo portátil al chocar contra él. Se había recuperado del todo cuando llegó la primavera, aunque la rodilla siempre le dolía en los días lluviosos y se hartó de que Don Veazie le preguntara casi cada vez que la veía si había vuelto a incrustarse en algún cagadero.

Simplemente la vida, transcurriendo como siempre transcurre, es decir, casi siempre entre líneas y en los márgenes de la página. Es lo que sucede mientras nos dedicamos a hacer otros planes de acuerdo con una u otra leyenda, y si la vida fue excepcionalmente hermosa para Ralph Roberts durante aquellos años, tal vez se debió a que no tenía otros planes que hacer. Conservó la amistad de Joe Wyzer y John Leydecker, pero su mejor amiga durante aquellos años fue su mujer. Iban juntos a casi todas partes, no tenían secretos el uno para el otro y se peleaban tan pocas veces que casi podría afirmarse que nunca. Asimismo, Ralph tenía a Rosalie, el sabueso, la mecedora que antaño había pertenecido al señor Chasse y que ahora era suya, y las visitas casi diarias de Natalie (que había empezado a llamarlos Ralph y Lois en lugar de Walf y Roliss, un cambio que a ninguno de los dos les parecía ser para mejor). Y tenía salud, lo que tal vez era lo mejor de todo. No era más que la vida, llena de las compensaciones y los reveses propios de los Mortales, y Ralph la vivió con alegría y serenidad hasta mediados de marzo de 1998, hasta la madrugada en que se despertó, miró el reloj digital que estaba junto a su cama y vio que eran las 5:49.

Permaneció tendido y en silencio junto a Lois, pues no quería molestarla levantándose y preguntándose qué lo había despertado.

Lo sabes, Ralph.

No, no lo sé.

Sí que lo sabes. Escucha.

Así pues, escuchó. Escuchó con mucha atención. Y después de un rato empezó a oírlo en las paredes: el leve tictac del reloj de la muerte.

A la mañana siguiente, Ralph se despertó a las 5:47, y a la siguiente a las 5:44. El sueño iba desapareciendo minuto a minuto, del mismo modo en que el invierno perdía lentamente el control sobre Derry y permitía que la primavera se abriera paso otra vez. En mayo ya oía el tictac del reloj de la muerte en todas partes, pero comprendía que tan sólo procedía de un lugar y se estaba proyectando, al igual que un buen ventrílocuo puede proyectar la voz. La primera vez, el tictac procedía de Carolyn. Ahora procedía de él mismo.

Lo embargó de nuevo aquel terror que lo había apresado al convencerse de que tenía cáncer, pero ni un ápice de aquella desesperación que recordaba vagamente de su primer período de insomnio. Se cansaba con mayor facilidad y le costaba cada vez más concentrarse y recordar incluso las cosas más simples, pero aceptó lo que se avecinaba con serenidad.

—¿Duermes bien, Ralph? —le preguntó Lois en cierta ocasión—. Te están saliendo unas ojeras enormes.

—Es por las drogas —replicó Ralph.

—Muy gracioso, viejo tonto.

Ralph la abrazó con fuerza.

—No te preocupes por mí, cariño. Duermo lo suficiente.

AL cabo de una semana, una mañana se despertó a las 4:02 con una línea de intenso calor palpitando en su brazo, palpitando en perfecta sincronización con el reloj de la muerte, que, por supuesto, no era más que el latido de su propio corazón. Pero esta cosa nueva no era su corazón, o al menos, Ralph no lo creía; más bien se le antojaba un filamento eléctrico sepultado en la carne de su brazo.

Es la cicatriz —pensó—. No, es la promesa. El momento de la promesa está a punto de llegar.

¿Qué promesa, Ralph? ¿Qué promesa?

No lo sabía.

Cierto día de principios de junio, Helen y Nat pasaron a visitar a Ralph y Lois para contarles todo lo relativo al viaje que habían hecho a Boston con «tía Melanie», una empleada de banco con la que Helen había entablado una gran amistad. Helen y tía Melanie habían asistido a una suerte de convención feminista mientras Natalie se relacionaba con alrededor de mil millones de niños desconocidos en la guardería, y entonces, tía Melanie se había marchado para hacer más cosas feministas en Nueva York y Washington. Helen y Nat se habían quedado en Boston un par de días más para visitar la ciudad.

—Fuimos a ver una película de dibujos animados —explicó Natalie—. Era de animales en el bosque. ¡Y hablaban!

Pronunció la última palabra con grandiosidad shakesperiana… Hablaban.

—Las películas donde los animales hablan son divertidas, ¿verdad? —preguntó Lois.

—Sí. ¡Y mamá me ha comprado este vestido nuevo!

—Es muy bonito —aseguró Lois.

Helen estaba observando a Ralph.

—¿Estás bien, Ralph? Pareces un poco pálido y no has dicho ni una palabra.

—Nunca había estado mejor —se apresuró a replicar Ralph—. Estaba pensando en lo monas que estáis con esas gorras. ¿Las comprasteis en el estadio de Fenway Park?

Tanto Helen como Nat llevaban gorras de béisbol de los Red Sox. Eran muy corrientes en Nueva Inglaterra cuando hacía buen tiempo («más corrientes que la caca de gato», como habría dicho Lois), pero al verlas sobre las cabezas de aquellas dos personas se vio embargado por un profundo sentimiento… unido a una imagen específica que no comprendió en absoluto: la fachada de la Manzana Roja.

Entretanto, Helen se había quitado la gorra y la examinaba.

—Sí —asintió—. Fuimos a un partido, pero sólo nos quedamos tres entradas. Hombres golpeando y recogiendo pelotas. Me parece que últimamente no tengo mucha paciencia con los hombres y sus pelotas…, pero nos gustan mucho nuestras elegantes gorras de Boston, ¿verdad, Natalie?

—¡Sí! —asintió Natalie con entusiasmo.

Al día siguiente, Ralph se despertó a las 4:01; la cicatriz le palpitaba en su delgada línea de calor, y el reloj de la muerte parecía haber adquirido una voz que susurraba una y otra vez un nombre extraño y de aire extranjero. Átropos, Átropos, Átropos…

Conozco ese nombre.

¿De verdad, Ralph?

Sí, era el del bisturí oxidado y la mala leche, el que me llamaba Mortal, el que robó… robó…

¿Robó qué, Ralph?

Se estaba acostumbrando a aquellas discusiones silenciosas; parecían llegarle de una banda de frecuencia mental, una frecuencia pirata que sólo funcionaba durante la madrugada, cuando estaba tendido en la cama junto a su mujer dormida, esperando a que saliera el sol.

¿Robó qué? ¿Lo recuerdas?

No esperaba recordarlo; las preguntas que le formulaba aquella voz casi siempre quedaban sin respuesta, pero esta vez, inesperadamente, la respuesta llegó.

El sombrero de McGovern, por supuesto. Átropos se llevó el sombrero de Bill, y una vez se enfadó tanto conmigo que arrancó un trozo de ala de un mordisco.

¿Quién es? ¿Quién es Átropos?

De eso no estaba muy seguro. Sólo sabía que Átropos tenía algo que ver con Helen, quien ahora poseía una gorra de los Red Sox a la que había cogido mucho cariño, y que asimismo tenía un bisturí oxidado.

Pronto —pensó Ralph Roberts tendido en la oscuridad mientras escuchaba el tictac leve y constante del reloj de la muerte en las paredes—. Pronto lo sabré.

La primera semana de aquel abrasador mes de junio, Ralph empezó a ver de nuevo las auras.

Cuando junio dio paso a julio, Ralph rompía a llorar cada vez con mayor frecuencia, por lo general sin motivo aparente. Era extraño; no tenía la sensación de estar deprimido o insatisfecho, pero a veces miraba algo, tal vez un pájaro surcando el cielo en vuelo solitario, y su corazón se llenaba de dolor y pérdida.

Casi ha terminado, dijo aquella vocecilla interna. Ya no pertenecía a Carolyn, Bill o su yo más joven; era una voz nueva, la voz de un desconocido, aunque no necesariamente desagradable. Por eso estás triste, Ralph. Es lo más normal del mundo que estés triste cuando las cosas se acercan a su fin.

¡Nada ha terminado! —gritó mentalmente—. ¿Por qué habría de terminar? ¡En mi última revisión, el doctor Pickard me aseguró que estaba fuerte como un toro! ¡Estoy bien! ¡Nunca he estado mejor!

Silencio de la voz interior. Pero era un silencio astuto.

—Muy bien —dijo Ralph cierta tarde de finales de julio.

Estaba sentado en un banco, no muy lejos del lugar en que se había erigido la torre de agua de Derry hasta 1985, año en que la gran tormenta la había derribado. Al pie de la colina, cerca del bebedero, un joven (un ornitólogo con todas las de la ley, a juzgar por los prismáticos que llevaba y el grueso montón de libros de bolsillo que yacía en la hierba junto a él) tomaba escrupulosas notas en lo que parecía una especie de diario.

—Muy bien, dime por qué casi ha terminado. Sólo dime eso.

No obtuvo una respuesta inmediata, pero daba igual; Ralph estaba dispuesto a esperar. Había dado un paseo bastante largo hasta el parque, hacía mucho calor y estaba cansado. Había empezado de nuevo a dar largos paseos, pero no con la esperanza de que le ayudaran a dormir mejor; se los tomaba como peregrinajes, últimas visitas a todos sus lugares favoritos de Derry. Un adiós.

Porque el momento de la promesa está a punto de llegar, repuso la vocecilla interior, y la cicatriz empezó a palpitar y arder de nuevo en su estrecha y profunda línea de calor. La promesa que te hicieron y la que tú hiciste a cambio.

—¿De qué iba esa promesa? —inquirió agitado—. Por favor, si hice una promesa, ¿por qué no puedo recordarla?

El ornitólogo le oyó y se volvió hacia él. Lo que vio fue a un hombre sentado en un banco del parque y sosteniendo, en apariencia, una conversación consigo mismo. Las comisuras del ornitólogo descendieron en una mueca de disgusto y pensó: Espero morir antes de llegar a viejo, de verdad. Entonces se concentró de nuevo en la ornitología y volvió a tomar notas.

En las profundidades de la mente de Ralph, aquella sensación, aquel parpadeo, se produjo de repente, y aunque no se movió del banco, se sintió propulsado hacia arriba…, más deprisa y lejos que nunca.

En absoluto, lo corrigió la voz. Una vez llegaste mucho más arriba. Y Lois también. Pero te estás acercando. Pronto estarás preparado.

El ornitólogo, que vivía sin saberlo en una preciosa aura de hilos de oro, miró en derredor con aire cauteloso, tal vez para asegurarse de que el anciano senil del banco no se estaba acercando a él sigilosamente con un objeto contundente. Lo que vio hizo que la línea apretada y remilgada de sus labios se suavizara por el asombro. Abrió los ojos de par en par. Ralph observó que unos rayos de color índigo surcaban de repente el aura del ornitólogo, y se dio cuenta de que se trataba de completa consternación.

¿Qué le pasa? ¿Qué es lo que ve?

Pero eso no era correcto. No se trataba de lo que el ornitólogo veía, sino de lo que no veía. No veía a Ralph, porque Ralph había subido lo suficiente como para desaparecer de su nivel…, se había convertido en el equivalente visual de una nota tocada con un silbato para perros.

Si estuvieran aquí los vería.

¿Quiénes, Ralph? ¿Si estuvieran aquí quiénes?

Cloto. Láquesis. Y Átropos.

De repente, todas las piezas encajaron en su mente como las piezas de un rompecabezas que parecía mucho más complicado de lo que era.

Ralph, en un susurro: («Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.»)

Al cabo de seis días, Ralph se despertó a las tres y cuarto de la mañana y supo que el momento de la promesa había llegado.

—Creo que voy a subir a la Manzana Roja para comprarme un helado —anunció Ralph.

Eran casi las diez de la mañana. El corazón le latía con demasiada violencia y le costaba muchísimo encontrar sus pensamientos bajo el ruido blanco y constante del terror que lo embargaba. Nunca le había apetecido menos un helado en su vida, pero era una excusa lo suficientemente razonable como para ir a la Manzana Roja; corría la primera semana de agosto, y el hombre del tiempo había dicho que el termómetro probablemente alcanzaría los treinta y cinco grados a primeras horas de la tarde, y que hacia el atardecer se esperaban tronadas.

Ralph no creía que tuviera que preocuparse por las tronadas.

Junto a la puerta de la cocina yacía una estantería de libros sobre una manta de periódicos viejos. Lois la estaba pintando de rojo. En aquel momento se levantó, se llevó las manos a los lumbares y se estiró. Ralph oyó el levísimo crujido de su columna.

—Voy contigo. Me dolerá la cabeza esta noche si no me alejo de la pintura durante un rato. No sé por qué se me habrá ocurrido pintar en un día tan bochornoso.

Lo último que Ralph quería en el mundo era que Lois lo acompañara a la Manzana Roja.

—No hace falta que vayas conmigo, cariño. Te traeré uno de esos polos de coco que tanto te gustan. Ni siquiera pensaba llevarme a Rosalie; hace mucha humedad. ¿Por qué no vas a sentarte en el porche?

—Si me traes un polo de la tienda se habrá fundido para cuando vuelvas —objetó Lois—. Vámonos ahora que todavía hay sombra en este lado de…

Lois se detuvo en seco. La leve sonrisa se borró de su rostro y dio paso a una expresión consternada. El gris de su aura, que apenas se había oscurecido durante los años en que Ralph no había podido verla, empezó a brillar con ascuas entre rojizas y rosadas.

—Ralph, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que vas a hacer?

—Nada —repuso él.

Pero la cicatriz le ardía en el brazo y el tictac del reloj de la muerte estaba en todas partes, intenso y en todas partes. Le decía que tenía una cita a la que acudir. Una promesa que cumplir.

—Sí, señor, sí que pasa algo, y lleva pasando dos o tres meses. Soy una estúpida. Sabía que pasaba algo, pero no conseguía enfrentarme a ello. Porque estaba asustada. Y tenía razón en estar asustada, ¿verdad? Tenía razón.

—Lois…

De repente, Lois atravesó la habitación en su dirección, la atravesó a toda prisa, casi corriendo. La vieja herida de la espalda no se lo impidió en lo más mínimo, y antes de que Ralph pudiera detenerla, Lois le había aferrado el brazo derecho y lo miraba con gran intensidad.

La cicatriz había adquirido un brillante color rojo.

Ralph esperó por un instante que no fuera más que un brillo aural y que Lois no pudiera verlo. Pero entonces, su mujer alzó la vista; sus ojos estaban llenos de terror. Terror y otra cosa. Ralph creía que se trataba de reconocimiento.

—Oh, Dios mío —murmuró Lois—. Los hombres del parque. Los que tenían esos nombres tan raros… Clothes y Lashes o algo así… Y uno de ellos te hizo un corte. Oh, Ralph, oh, Dios mío, ¿qué es lo que tienes que hacer?

—Lois, no sigas…

—¡No te atrevas a decirme que no siga! —le gritó Lois—. ¡No te atrevas! ¡No te ATREVAS!

Date prisa —urgió la voz interior—. No tienes tiempo para entretenerte a hablar de esto; en alguna parte ya ha empezado a suceder, y es posible que el reloj de la muerte que oyes no suene tan sólo para ti.

—Tengo que irme.

Se volvió y se acercó a la puerta dando tumbos. En su agitación no advirtió cierta circunstancia Sherlock Holmesiana que acompañaba la escena; un perro que debería haber ladrado (un perro que siempre ladraba con desaprobación cuando alguien levantaba la voz en la casa)…, pero no lo hizo. Rosalie no se hallaba en su lugar habitual junto a la puerta mosquitera… y la puerta estaba entreabierta.

Rosalie estaba muy lejos de los pensamientos de Ralph en aquellos momentos. Tenía la sensación de estar hundido hasta la rodilla en melaza, y creía que ya sería mucho si conseguía llegar a la puerta, por no hablar de la Manzana Roja. El corazón le latía y daba saltos en el pecho; le ardían los ojos.

—¡No, no! —gritó Lois—. ¡No, Ralph, por favor! ¡Por favor, no me dejes!

Corrió tras él, se aferró a su brazo. Todavía sostenía la brocha en la mano, y las pequeñas gotitas rojas que salpicaron la camisa de Ralph parecían sangre. Ahora estaba llorando, y la expresión de completo y desgraciado dolor que se dibujaba en su rostro casi le rompió el corazón. No quería dejarla así; no estaba seguro de poder dejarla así.

Se volvió y la cogió por los antebrazos.

—Lois, tengo que irme.

—No has dormido nada últimamente —balbuceó Lois—. Lo sabía y sabía que significaba que algo iba mal, pero eso no importa, nos iremos, podemos irnos ahora mismo, cogeremos a Rosalie y nuestros cepillos de dientes y nos iremos…

Ralph le apretó los brazos, y Lois se interrumpió sin dejar de mirarlo con los ojos arrasados en lágrimas. Le temblaban los labios.

—Lois, escúchame. Tengo que hacerlo.

—¡Perdí a Paul! ¡No puedo perderte a ti también! —aulló Lois—. ¡No podría soportarlo! ¡Oh, Ralph, no podría!

Sí que podrás —pensó Ralph—. Los Mortales son mucho más fuertes de lo que parece. Tienen que serlo.

Ralph sintió que un par de lágrimas le rodaban por las mejillas. Sospechaba que la causa era más el agotamiento que el dolor. Si pudiera hacerle entender que todo aquello no cambiaría nada, que sólo conseguiría que lo que tenía que hacer le resultara más difícil aún…

La sostuvo un poco apartada de sí. La cicatriz de su brazo ardía con mayor intensidad que nunca, y la sensación de que el tiempo se le escurría por entre los dedos se había tornado abrumadora.

—Acompáñame un trecho si quieres —propuso—. A lo mejor incluso puedes ayudarme a hacer lo que tengo que hacer. Ya he vivido mi vida, Lois, y ha sido una vida maravillosa. Pero ella no ha tenido nada todavía, y que me aspen si dejo que ese hijo de puta se la lleve sólo porque quiere ajustarme las cuentas.

—¿Qué hijo de puta? Ralph, ¿de qué diablos estás hablando?

—Estoy hablando de Natalie Deepneau. Está previsto que muera esta mañana, pero no voy a permitir que suceda.

—¿Nat? Pero, Ralph, ¿quién querría hacer daño a Nat?

Parecía muy confusa, muy nuestra Lois…, pero ¿acaso no se ocultaba nada más tras aquella apariencia extrañada? ¿Algo cauto y calculador? Ralph creía que sí, que Lois no estaba ni la mitad de confusa de lo que aparentaba. Había engañado a Bill McGovern durante años con aquella actitud… y también a él, al menos buena parte de las veces, y lo que estaba viendo no era más que otra versión (y excelente, por cierto) del mismo timo.

Lo que en realidad intentaba hacer era retenerlo. Quería muchísimo a Nat, pero para Lois no suponía ningún problema escoger entre su marido y la chiquilla que vivía en la misma calle. No consideraba que la edad ni la justicia ejercieran influencia alguna sobre la situación. Ralph era su hombre, y para Lois, eso era lo único que importaba.

—No servirá de nada —dijo por fin Ralph, no sin amabilidad, antes de zafarse de las manos de Lois y acercarse de nuevo a la puerta—. Hice una promesa y ya no queda tiempo.

—¡Pues rómpela! —gritó Lois con una mezcla de terror y furia que lo asombró—. No recuerdo mucho acerca de aquella época, pero recuerdo que nos metimos en cosas que estuvieron a punto de matarnos, y todo por razones que no comprendíamos. ¡Así que rómpela, Ralph! ¡Mejor la promesa que mi corazón!

—¿Y qué pasa con la niña? ¿Qué pasa con Helen? Sólo vive para Nat. ¿Es que Helen no merece algo mejor de mí que una promesa rota?

—¡No me importa lo que merezca! ¡No me importa lo que merezca nadie! —gritó, pero en aquel momento, su rostro se contrajo—. Bueno, de acuerdo, supongo que sí me importa. Pero ¿y nosotros, Ralph? ¿Es que no contamos?

Sus ojos, aquellos ojos españoles tan elocuentes, se clavaron en los suyos implorantes. Si los miraba durante demasiado rato, le resultaría demasiado fácil pasar de todo, de modo que Ralph apartó la vista.

—Tengo intención de hacerlo, cariño. Nat va a tener lo que tú y yo ya hemos tenido, es decir, otros setenta años aproximadamente de días y noches.

Lois lo observó impotente, pero no intentó detenerlo de nuevo, sino que rompió a llorar.

—¡Viejo estúpido! —susurró—. ¡Viejo estúpido y tozudo!

—Sí, supongo que tienes razón —asintió él mientras le levantaba la barbilla—. Ven conmigo. Me haría mucha ilusión.

—De acuerdo, Ralph.

Apenas oía su propia voz, y tenía la piel fría como la arcilla. Su aura se había tornado casi del todo roja.

—¿Qué pasará? ¿Qué le va a pasar a Nat?

—La va a atropellar un Ford sedán verde. A menos que yo ocupe su lugar, Nat quedará hecha trizas en Harris Avenue…, y Helen lo verá todo.

Mientras subían la cuesta en dirección a la Manzana Roja (al principio Lois se quedaba rezagada una y otra vez, luego empezó a trotar para alcanzarle, pero dejó de hacerlo al darse cuenta de que no conseguiría hacerle ir más despacio con un truco tan simple), Ralph le contó lo poco que podía contarle. Lois recordaba vagamente haber estado bajo el árbol muerto de la Extensión, un recuerdo que, al menos hasta aquella mañana, había tomado por el recuerdo de un sueño, pero por supuesto no había estado presente durante el enfrentamiento final entre Ralph y Átropos. Ralph se lo contó todo; la muerte que Átropos tenía intención de hacer sufrir a Natalie si Ralph insistía en seguir adelante con sus planes. Le contó que había conseguido arrancar a Cloto y Láquesis la promesa de que Átropos sería vencido y Natalie, salvada.

—Tengo la sensación de que… la decisión se tomó… muy cerca de la cima de aquel extraño edificio… la Torre… de la que siempre hablaban… Tal vez incluso en la mismísima cima.

Jadeaba al hablar, y el corazón le latía más deprisa que nunca, pero creía que casi todo podía atribuirse al rápido paseo y a la elevada temperatura; su temor se había mitigado un poco después de hablar con Lois.

Ya veía la Manzana Roja. La señora Perrine estaba junto a la parada del autobús, situada a media manzana de distancia, erguida como un general pasando revista a sus tropas. Llevaba la bolsa de red de la compra colgada del brazo. Un poco más allá estaba la estructura de la parada, protegida por la sombra, pero la señora Perrine hacía caso omiso de su existencia. Incluso a la deslumbrante luz del sol vio que su aura era del mismo color gris West Point que aquella tarde de octubre de 1993. No había rastro de Helen ni de Nat.

—Pues claro que sabía quién era —explica más tarde Esther Perrine al periodista del Derry News—. ¿Es que le parezco incompetente, joven? ¿O senil? Conocía a Ralph Roberts desde hacía veinte años. Era un buen hombre. Claro que no estaba hecho de la misma pasta que su mujer (Carolyn era una Satterwaite, de los Satterwaite de Bangor), pero era un buen hombre. También reconocí en seguida al conductor de ese Ford sedán verde. Pete Sullivan me trajo el periódico durante seis años, y lo hacía muy bien. El nuevo, el chico de los Morrison, siempre me lo tira a los parterres o encima del tejado del porche. Pete iba con su madre en el coche, y sólo tenía el carné de aprendizaje, según tengo entendido. Espero que no se meta en un lío por lo que ha pasado, porque es un buen muchacho, y la verdad es que no fue culpa suya. Yo lo vi todo y lo puedo afirmar bajo juramento.

»Supongo que cree que estoy desvariando. No, no lo niegue; puedo leer en su cara como si fuera un libro abierto. Pero no se preocupe. Ya he dicho casi todo lo que tenía que decir. Supe en seguida que era Ralph, pero hay algo que seguro que entiende mal si lo pone en el artículo…, lo que seguramente no hará. Salió de ninguna parte para salvar a la niña.

Esther Perrine clava una mirada formidable en el joven periodista, que guarda un respetuoso silencio. Lo mira como un experto en lepidópteros puede mirar a una mariposa clavada en un alfiler tras administrarle cloroformo.

—No quiero decir que fue como si saliera de ninguna parte, joven, aunque estoy segura de que eso es lo que escribirá.

Se inclina hacia el periodista sin dejar de mirarlo con fijeza y repite:

—Salió de ninguna parte para salvar a la niña. ¿Me entiende? Salió de ninguna parte.

El accidente ocupó la primera plana del News del día siguiente. Esther Perrine había sido lo suficientemente gráfica en sus comentarios como para merecer una columna propia, y el fotógrafo Tom Matthews la acompañó con una fotografía en la que tenía el mismo aspecto que Ma Joad, de Las uvas de la ira. El titular de la columna rezaba: «FUE COMO SI SALIERA DE NINGUNA PARTE», AFIRMA UNA TESTIGO PRESENCIAL DE LA TRAGEDIA.

La señora Perrine no se sorprendió en exceso al leer aquello.

—Al final conseguí lo que quería —explicó Ralph—, pero sólo porque Cloto y Láquesis (y quienquiera que sea la gente para la que trabajan en los niveles superiores) estaban desesperados por detener a Ed.

—¿Niveles superiores? ¿Qué niveles superiores? ¿Qué edificio?

—No importa. Lo has olvidado todo, pero recordarlo no cambiaría nada. El quid de la cuestión, Lois, es que no querían detener a Ed porque miles de personas habrían muerto si se hubiera estrellado en medio del Centro Cívico, sino porque había una persona cuya vida debía protegerse a toda costa…, al menos en su opinión. Cuando por fin les hice entender que sentía lo mismo respecto a mi niña que ellos respecto a su niño, llegamos a un acuerdo.

—Entonces fue cuando te hicieron ese corte, ¿verdad? Y cuando hiciste la promesa. Ésa de la que siempre hablabas en sueños.

Ralph le lanzó una mirada atónita y tan infantil que rompía el corazón. Lois se limitó a devolverle la mirada.

—Sí —repuso Ralph enjugándose la frente—. Me parece que sí —el aire le pesaba en los pulmones como virutas de metal—. Una vida a cambio de otra, ése fue el trato… La vida de Natalie a cambio de la mía. Y…

(¡Eh! ¡Deja de escabullirte! ¡Basta, chucho, para o te daré una patada en el culo!)

Ralph se interrumpió al oír el sonido de aquella voz estridente, intimidante y espantosamente familiar (una voz que nadie en Harris Avenue aparte de él podía oír), y se volvió hacia el otro lado de la calle.

—Ralph, ¿qué…?

—¡Chist!

Tiró de ella hacia el seto reseco de la casa de los Applebaum. Ya no estaba haciendo algo tan elegante como transpirar, sino que todo su cuerpo estaba bañado en un sudor hediondo y denso como aceite de motor, y sentía que cada glándula de su cuerpo vertía cargamentos ardientes en su sangre. La ropa interior estaba intentando metérsele en el culo y desaparecer. La lengua le sabía a fusible quemado.

Lois siguió su mirada.

—¡Rosalie! —exclamó—. ¡Rosalie, perra mala! ¿Qué estás haciendo aquí?

El sabueso negro y marrón que había regalado a Ralph por la primera Navidad de casados estaba al otro lado de la calle, de pie (aunque agazapada era en realidad la palabra exacta) sobre la acera justo delante de la casa en la que Helen y Nat habían vivido hasta que a Ed le había estallado la peluca… Por primera vez en los años que la había tenido, a Lois le recordó a Rosalie n.° 1, la perra callejera y coja que había sido atropellada en la calle el mismo día en que Ralph había encontrado a una Lois Chasse desolada llorando a lágrima viva en un banco del parque. Rosalie n.° 2 parecía estar sola, pero eso no alivió el repentino terror que embargó a Lois.

Oh, ¿qué he hecho? —pensó—. ¿Qué he hecho?

—¡Rosalie! —gritó—. ¡Rosalie, ven aquí!

La perra la oyó, Lois vio que la había oído, pero no se movió.

—Ralph, ¿qué está pasando ahí?

—¡Chist! —repitió él.

Y en aquel momento, calle arriba, Lois vio algo que le cortó la respiración. La última esperanza no expresada de que todo aquello no fuera más que fruto de la imaginación de Ralph, de que fuera una especie de imagen retrospectiva de la experiencia que habían vivido, se disipó, porque su perra tenía compañía.

Con una comba echada sobre el brazo derecho, Nat Deepneau, de seis años, se detuvo y miró hacia una casa en la que no recordaba haber vivido, hacia un césped en el que su padre descamisado, un jugador sin destino llamado Ed Deepneau, se había sentado una vez en la intersección de dos arcoiris, escuchando a Jefferson Airplane mientras una sola gota de sangre se secaba en sus gafas de John Lennon. Natalie miró calle abajo y dedicó una sonrisa feliz a Rosalie, que jadeaba y la miraba con expresión desgraciada y temerosa.

Átropos no me ve —pensó Ralph—. Está concentrado en Rosalie… y en Natalie, por supuesto… y no me ve.

Todo había salido con una especie de siniestra perfección. Ahí estaba la casa, ahí estaba Rosalie y ahí estaba también Átropos, que llevaba un sombrero echado hacia atrás sobre la cabeza y parecía un periodista sabihondo de una película de serie B de los años cuarenta…, tal vez dirigida por Ida Lupino. Sin embargo, en esta ocasión no se trataba de un panamá con un mordisco en el ala, sino de una gorra de los Red Sox, demasiado pequeña incluso para Átropos, porque la cinta ajustable de la parte posterior estaba encajada en el último orificio. Así tenía que ser, porque si no, no le habría cabido a la niña a quien pertenecía.

Lo único que nos falta es Pete, el repartidor de periódicos, y el espectáculo será perfecto —se dijo Ralph—. La escena final de Insomnia o Vida de Mortales en Harris Avenue, tragicomedia en tres actos. Todos saludan y salen del escenario por la derecha.

La perra temía a Átropos igual que Rosalie n.° 1 le había temido, y la razón principal por la que el médico calvo y bajito no había visto a Ralph y Lois residía en que estaba intentando evitar que se marchara antes de que él estuviera preparado. Y allí venía Natalie, acercándose a su perra favorita, Rosalie, que pertenecía a Ralph y Lois. Llevaba la comba

(tres-seis-nueve-la-oca-se-mueve)

colgada del brazo. Tenía un aspecto imposiblemente hermoso e imposiblemente frágil con su camisa marinera y sus bermudas azules. Sus coletas se balanceaban.

Está sucediendo demasiado deprisa —pensó Ralph—. Todo está sucediendo demasiado deprisa.

(Nada de eso, Ralph. Lo hiciste de maravilla hace cinco años; y ahora también vas a hacerlo de maravilla. ¡Y ahora cumple tu promesa!)

Parecía Cloto, pero no había tiempo para comprobarlo. Un coche verde se acercaba lentamente por Harris Avenue en dirección contraria al aeropuerto, avanzando con la angustiosa cautela que, por lo general, significaba que el conductor era o muy viejo o muy joven. Pero dejando a un lado la angustiosa cautela, era sin duda el coche en cuestión; una membrana sucia lo envolvía como un sudario.

La vida es una rueda —se dijo Ralph—, y se le ocurrió que no era la primera vez que pensaba en aquella idea. Tarde o temprano, todo lo que habías creído dejar atrás vuelve. Para bien o para mal, siempre vuelve.

Rosalie realizó otro intento fallido de liberarse, y cuando Átropos tiró de ella y perdió la gorra, Nat se arrodilló ante la perra y la acarició.

—¿Te has perdido, guapa? ¿Has salido sola? No pasa nada, yo te llevaré a casa.

Abrazó a Rosalie. Sus brazos atravesaron los brazos de Átropos, y su rostro se hallaba a escasos centímetros de la cara fea y sonriente de la criatura. Nat se levantó.

—¡Vamos, Rosalie! Vamos, cariño.

Rosalie echó a andar por la acera junto a Nat, mirando una vez por encima del hombro al hombrecillo sonriente. Al otro lado de la calle, Helen salió de la Manzana Roja, y el último requisito de la visión que Átropos había mostrado a Ralph se cumplió. Helen llevaba una barra de pan en una mano y la gorra de los Red Sox en la cabeza.

Ralph atrajo a Lois hacia sí y la besó con fiereza.

—Te quiero con todo mi corazón —dijo—. Recuérdalo, Lois.

—Ya lo sé —repuso ella con serenidad—. Yo también te quiero. Por eso no puedo permitir que lo hagas.

Le rodeó el cuello con los brazos como barras de hierro, y Ralph sintió la presión de sus pechos cuando aspiró todo el aire que le cabía en los pulmones.

—¡Fuera de aquí, hijo de puta! —chilló—. ¡No puedo verte, pero sé que estás ahí! ¡Vete! ¡Vete y déjanos en paz!

Natalie se detuvo en seco y miró a Lois con asombro. Rosalie se detuvo junto a ella con las orejas erguidas.

—¡No bajes de la acera, Nat! —le gritó Lois—. ¡No…!

Y de repente, sus manos entrelazadas en la nuca de Ralph ya no sostenían más que aire; sus brazos, que atenazaban los hombros de Ralph como barras de hierro, quedaron vacíos.

Ralph se había esfumado.

Átropos se volvió hacia el grito de alarma y vio a Ralph y Lois al otro lado de Harris Avenue. Y lo que era aún más importante, vio que Ralph le veía. Abrió los ojos de par en par; su rostro se contrajo en una mueca de odio. Se llevó una mano a la calva surcada por viejas cicatrices, vestigios de las heridas que Ralph le había infligido con su propio bisturí, en un ademán instintivo de autodefensa que llegaba con cinco años de retraso.

(¡Vete a tomar por el culo, Mortal! ¡Esa pequeña zorra es mía!)

Ralph vio que Nat miraba a Lois con aire inseguro y sorprendido. Oyó que Lois le gritaba que no se bajara de la acera. Y entonces oyó a Láquesis, que le hablaba desde algún lugar cercano.

(¡Sube, Ralph! ¡Tan arriba como puedas! ¡Deprisa!)

Percibió el parpadeo en su cabeza, sintió la breve oleada de vértigo en el estómago, y de repente, el mundo se llenó de luz y color. Medio vio y medio sintió que los brazos y las manos entrelazadas de Lois se desplomaban hacia dentro, a través del lugar que su cuerpo había ocupado, y entonces empezó a alejarse de ella, no, empezaron a alejarla de ella. Percibió el tirón de una gran corriente y comprendió de un modo vago que si existía el Propósito Superior, acababa de unirse a él y pronto sería arrastrado corriente abajo en su compañía.

Natalie y Rosalie se hallaban delante de la casa que Ralph había compartido con Bill McGovern antes de venderla y trasladarse a casa de Lois. Nat miró a Lois con aire vacilante y por fin la saludó con la mano.

—No le pasa nada, Lois. Está aquí mismo —señaló al tiempo que acariciaba la cabeza de Rosalie—. Está bien, Lois, ¿ves? Está aquí mismo.

En el momento en que se bajaba de la acera, llamó a su madre.

—¡No encuentro la gorra de béisbol! ¡Creo que me la han robado!

Rosalie seguía en la acera. Nat se volvió hacia ella con aire impaciente.

—¡Vamos, guapa!

El coche verde avanzaba hacia la pequeña, pero muy despacio. En realidad no parecía representar ningún peligro para ella. Ralph reconoció al conductor de inmediato, y no le hizo falta dudar de sus sentidos ni sospechar que estaba sufriendo una alucinación. En aquel momento le pareció de lo más adecuado que el conductor del sedán fuera su antiguo repartidor de periódicos.

—¡Natalie! —gritó Lois—. ¡No, Natalie!

Átropos se lanzó hacia delante y propinó un cachete a Rosalie n.° 2 en las ancas.

(¡Fuera, chucho! ¡Vamos! ¡Antes de que cambie de idea!)

Átropos lanzó a Ralph una última mirada de odio en el momento en que Rosalie ladraba, se lanzaba a la calle… y se ponía en la trayectoria del Ford que conducía Pete Sullivan, de dieciséis años.

Natalie no vio el coche; estaba mirando a Lois, cuya cara estaba toda roja y daba miedo. Por fin se le había ocurrido que Lois podía no estar gritando por Rosalie, sino por otra cosa totalmente distinta.

Pete advirtió la presencia del sabueso, pero no la de la chiquilla. Dio un golpe de volante para esquivar a Rosalie, una maniobra que encaró el Ford directamente hacia Natalie. Ralph vio dos rostros asustados tras el parabrisas cuando el coche viró, y creyó ver gritar a la señora Sullivan.

Átropos daba saltitos e improvisaba un baile de marineros obscenamente jubiloso.

(¡Yaaahh, Mortal! ¡Viejo tonto! ¡Te dije que te jodería bien jodido!)

A cámara lenta, Helen dejó caer la barra de pan que tenía en la mano.

—¡CUIDADO, NATALIE! —chilló.

Ralph echó a correr. De nuevo le embargó la clara sensación de que el mero pensamiento lo impulsaba. Mientras se acercaba a Natalie, lanzándose hacia delante con las manos extendidas, consciente del coche que se hallaba justo detrás de ella y le arrojaba flechas de sol a través de la bolsa de la muerte, Ralph volvió a provocar aquel parpadeo y regresó al mundo Mortal por última vez.

Cayó en un paisaje inundado de gritos quebrados. El de Helen mezclado con el de Lois y con el de los neumáticos del Ford. El sonido de los abucheos de Átropos se abría paso entre ellos como una enredadera rebelde. Ralph vislumbró los ojos azules muy abiertos de Nat, y de repente, con todas sus fuerzas, le propinó un empujón en el pecho y el estómago. Natalie cayó hacia atrás con las manos extendidas. Se derrumbó en la cuneta y se golpeó el coxis contra el bordillo, pero no se rompió nada. Desde algún lugar lejano, Ralph oyó a Átropos graznar de furia e incredulidad.

Y entonces, las dos toneladas del Ford, que aún avanzaba a apenas treinta y cinco kilómetros por hora, alcanzaron a Ralph, y la banda sonora enmudeció. Ralph salió despedido hacia arriba y hacia atrás en un arco lento, muy lento, o al menos eso fue lo que le pareció desde dentro, con el mascarón de proa del Ford impreso en una mejilla y una pierna rota arrastrándose tras él. Tuvo tiempo de ver su propia sombra deslizarse por el pavimento como una gran X; tuvo tiempo de ver una lluvia de gotitas rojas en el aire, justo encima de su cabeza, y de pensar que Lois debía de haberle salpicado con más pintura de lo que había creído en un principio. Y tuvo tiempo de ver a Natalie sentada en el bordillo, llorando, pero casi ilesa…, y de sentir a Átropos en la acera, detrás de la niña, agitando los puños y bailando la danza de la ira.

Me parece que lo he hecho bastante bien para ser un vejestorio —se dijo Ralph—, pero creo que me vendría muy bien una siesta.

Y entonces aterrizó en la calle con un tremendo golpe y empezó a rodar sobre sí mismo mientras se le fracturaba el cráneo y la espalda, al tiempo que los pulmones se le llenaban de astillas de hueso procedentes de la caja torácica destrozada, el hígado se le hacía papilla y los intestinos se le desgarraban tras desencajarse en su interior.

Y no le dolía nada.

Nada en absoluto.

Lois jamás olvidó el terrible golpe sordo que marcó el regreso de Ralph a Harris Avenue, ni las marcas sangrientas que dejó tras de sí mientras rodaba sobre sí mismo. Quería gritar, pero no se atrevía; una voz profunda le advirtió con toda la razón que si gritaba, la combinación de consternación, horror y calor estival le haría perder el conocimiento, y cuando volviera en sí, Ralph ya estaría fuera de su alcance.

En lugar de gritar echó a correr; perdió un zapato, se dio cuenta a medias de que Pete Sullivan salía del Ford, que se había detenido casi en el mismo lugar en que el coche de Joe Wyzer (también un Ford) se había parado tras atropellar a Rosalie n.° 1. Asimismo, se dio cuenta a medias de que Pete estaba gritando.

Alcanzó a Ralph y se arrodilló junto a él, comprobando que el golpe del Ford lo había metamorfoseado de algún modo, que el cuerpo enfundado en los conocidos pantalones de trabajo y la camisa salpicada de pintura era totalmente distinto del cuerpo que la había abrazado con fuerza hacía apenas un minuto. Pero tenía los ojos abiertos, y su mirada era brillante y clara.

—Ralph.

—Sí —Su voz sonaba alta y clara, sin atisbo de confusión ni dolor—. Sí, Lois, te oigo.

Lois empezó a rodearlo con los brazos, pero titubeó pensando en que no debía tocarse a los heridos graves porque eso podía empeorar su estado o incluso matarlos. Pero entonces le echó otro vistazo, miró la sangre que le brotaba de las comisuras de los labios, miró la parte inferior de su cuerpo, que parecía desencajada de la superior, y decidió que resultaría imposible hacerle más daño del que ya había sufrido. Lo abrazó, inclinándose sobre él, inclinándose sobre los olores de la catástrofe, el olor a sangre y el hedor agridulce de la acetona de la adrenalina exudada en su aliento.

—Esta vez sí que la has hecho buena —comentó Lois.

Lo besó en la mejilla, en las cejas empapadas de sangre, en la frente ensangrentada por la piel arrancada. Estalló en sollozos.

—¡Mírate! La camisa desgarrada, los pantalones rotos… ¿Te crees que la ropa crece en los árboles?

—¿Está bien? —inquirió Helen detrás de ella.

Lois no se volvió, pero vio las sombras proyectadas sobre la calle. Helen rodeaba con el brazo los hombros de su hija, que no cesaba de llorar, y Rosalie estaba de pie junto a la pierna de Helen.

—Ha salvado la vida a Nat y ni siquiera sé de dónde ha salido. Por favor, Lois, dime que está b…

En aquel momento, las sombras se desplazaron mientras Helen se colocaba en un lugar desde el que pudiera ver a Ralph, y entonces sepultó el rostro de Nat en su blusa y rompió a llorar.

Lois se acercó más a Ralph para acariciarle las mejillas con las manos, deseosa de decirle que había tenido intención de acompañarlo…, sí, había querido ir con él, pero todo había sucedido demasiado deprisa para ella. Y Ralph la había dejado atrás.

—Te quiero, cariño —dijo Ralph.

Levantó una mano y copió el gesto de Lois. También intentó levantar la otra mano, pero ésta permaneció en el suelo y siguió agitándose espasmódicamente.

Lois le cogió la mano y se la besó.

—Yo también te quiero, Ralph. Siempre te querré. Mucho.

—Tenía que hacerlo. ¿Lo comprendes?

—Sí.

En realidad no sabía si lo comprendía, no sabía si llegaría a comprenderlo algún día…, pero sabía que Ralph estaba agonizando.

—Sí, lo comprendo.

Ralph exhaló un suspiro ronco (el hedor dulzón de la acetona volvió a azotarla) y sonrió.

—Señora Chasse. Quiero decir, señora Roberts.

Era Pete, que hablaba entre hipidos y jadeos.

—¿Está bien el señor Roberts? ¡Por favor, no me diga que le he herido!

—No te acerques, Pete —ordenó Lois sin volverse—. Ralph se encuentra bien. Sólo se ha desgarrado un poco los pantalones y la camisa…, ¿verdad, Ralph?

—Sí —repuso Ralph—. Desde luego. Tendrás que darme unos azotes por…

Ralph se detuvo en seco y miró hacia la izquierda. No había nadie allí, pero aun así, Ralph esbozó una sonrisa.

—¡Láquesis!

Extendió la mano temblorosa y ensangrentada y la agitó dos veces en el aire ante las miradas de Lois, Helen y Pete Sullivan. Ralph se volvió hacia la derecha. Cuando habló de nuevo lo hizo con voz más débil.

—Hola, Cloto. Y recordad: esto… no… duele… ¿verdad?

Ralph aparentó escuchar y volvió a sonreír.

—Sí —susurró—, se hará lo que se pueda.

Volvió a agitar la mano en el aire y la dejó caer sobre el pecho. Alzó los desvaídos ojos azules hacia Lois.

—Escucha —dijo con un gran esfuerzo, aunque sus ojos resplandecían y no se separaban de los de Lois—. Cada día que he despertado junto a ti ha sido como despertar siendo joven otra vez y viéndolo todo… como si fuera nuevo —intentó acariciarle de nuevo la mejilla, pero no pudo—. Cada día, Lois.

—Lo mismo digo, Ralph… Como despertar siendo joven otra vez.

—Lois.

—¿Qué?

—El tictac —farfulló.

Tragó saliva y lo repitió con gran esfuerzo:

—El tictac.

—¿Qué tictac?

—No importa, se ha parado —repuso Ralph con una sonrisa radiante.

Y entonces, también él se paró.

Cloto y Láquesis observaron a Lois llorar por el hombre que yacía muerto en la calle. En una mano, Cloto sostenía las tijeras; se llevó la otra ante los ojos y se la miró con aire extrañado.

Relucía y ardía con los colores del aura de Ralph.

Cloto: (Está aquí… aquí dentro… ¡Es maravilloso!)

Láquesis levantó la mano derecha. Al igual que la izquierda de Cloto, daba la sensación de que alguien había colocado un guante azul sobre el aura por lo general verde y dorada que la envolvía.

Láquesis: (Sí. Era un hombre maravilloso.)

Cloto: (¿Se lo damos a ella?)

Láquesis: (¿Podemos?)

Cloto: (Hay un modo de averiguarlo.)

Se acercaron a Lois. Cada uno de ellos apoyó la mano que Ralph había estrechado contra una mejilla de Lois.

—¡Mamá! —gritó Natalie Deepneau.

En su agitación había retornado a la jerga de su primera infancia.

—¿Quiénes son esos hombres pequeños? ¿Por qué tocan a Roliss?

—Chist, cariño —la tranquilizó Helen al tiempo que volvía a apoyar la cabeza de Nat contra su pecho.

No había hombres, ni pequeños ni de ninguna otra clase, cerca de Lois Roberts; estaba arrodillada en la calle a solas con el hombre que le había salvado la vida a su hija.

Lois alzó la mirada con brusquedad y una expresión atónita en el rostro; su dolor quedó olvidado cuando una maravillosa sensación de

(luz, luz azul)

calma y paz la embargó. Por un instante, Harris Avenue desapareció. Se hallaba en un lugar oscuro inundado por el dulce olor a heno y vacas, un lugar oscuro surcado por cien costuras de intensa luz. Jamás olvidó el tremendo gozo que la invadió en aquel instante, un gozo limpio y ardiente como una llama, ni tampoco olvidó la sensación cierta de que estaba contemplando una representación de un universo que Ralph quería hacerle ver… ¿Acaso no lo vislumbraba por entre las grietas?

—¿Podrá perdonarme alguna vez? —sollozaba Pete—. Oh, Dios mío, ¿podrá perdonarme alguna vez?

—Oh, sí, creo que sí —repuso Lois con toda serenidad.

Pasó la mano por el rostro de Ralph para cerrarle los ojos, y entonces sostuvo su cabeza en el regazo y esperó a que llegara la policía. A los ojos de Lois, Ralph parecía dormido. Y comprobó que la larga cicatriz blanca de su antebrazo había desaparecido.

10 de septiembre de 1990 - 10 de noviembre de 1993