Sin pensar en lo que hacía, Ralph metió la mano en el bolsillo del suéter y la cerró sin fuerza sobre uno de los pendientes de Lois. Tenía la sensación de que la mano estaba muy lejos, como si perteneciera a otra persona. Se estaba dando cuenta de una cosa muy interesante: nunca había tenido miedo hasta aquel momento. Ni una sola vez. Había creído tener miedo, por supuesto, pero no había sido más que una ilusión; de hecho, la única vez que se había acercado siquiera remotamente había sido en la Biblioteca Pública de Derry, cuando Charlie Pickering le clavara un cuchillo en la axila y le dijera que iba a esparcir todas sus entrañas por el suelo. Sin embargo, eso no era más que una vaga inquietud en comparación con lo que sentía en aquel momento.
Ha venido un hombre verde… Producía una sensación de bondad, pero podría estar equivocada.
Esperaba que no se hubiera equivocado; lo esperaba con todas sus fuerzas. Porque el hombre verde era lo único que le quedaba.
El hombre verde y los pendientes de Lois.
(¡Ralph, deja de mirar las musarañas! ¡Mira a tu madre cuando te habla! ¡Setenta años y todavía te portas como si tuvieras dieciséis y una erupción en el pito!)
Se volvió hacia la cosa de aletas rojas sentada en la mecedora. Ya no tenía más que un parecido remoto con su difunta madre.
(«Tú no eres mi madre, y yo todavía estoy en el avión.»)
(No, muchacho. No cometas el error de creer que estás en el avión. Si sales de mi cocina te espera una caída muy larga.)
(«Ya puedes dejarlo, porque ya veo lo que eres.»)
La cosa hablaba con una voz gorjeante y ahogada que heló el corazón de Ralph.
(No ves nada. A lo mejor crees que lo ves, pero no es verdad. Y no te conviene. No te conviene nada llegar a verme sin mis disfraces. Créeme, Ralph.)
Ralph advirtió con creciente horror que la cosa-madre se había transformado en un siluro hembra, un pez carroñero hambriento con dientes cerdosos reluciendo por entre sus labios colgantes y sus bigotes, que le llegaban casi al cuello del vestido que todavía llevaba. Las agallas del cuello se abrían y cerraban como cortes de navaja, dejando al descubierto carne roja y enferma. Los ojos se habían tornado redondos y violáceos, y mientras Ralph miraba, las cuencas empezaron a separarse más y más. El proceso continuó hasta que los ojos quedaron situados a los lados en lugar de en la parte delantera de la cara escamosa de la criatura.
(No muevas ni un músculo, Ralph. Probablemente morirás en la explosión estés en el nivel que estés. Las ondas expansivas viajan hasta aquí como en cualquier otro edificio, pero esa muerte será mucho, mucho mejor que mi muerte.)
El siluro abrió la boca. Sus dientes rodeaban un buche de color sangre que parecía repleto de tumores y entrañas increíbles. Parecía reírse de él.
(«¿Quién eres? ¿Eres el Rey Carmesí?»)
(Ése es el nombre que me ha puesto Ed…, pero deberíamos tener uno propio, ¿no te parece? Si no quieres llamarme Mamá Roberts, ¿porqué no el Pez Rey? ¿Recuerdas al Pez Rey de la radio, verdad?)
Claro que lo recordaba…, pero el verdadero Pez Rey nunca había estado en el viejo programa Amos and Andy, y tampoco era un pez rey en realidad. El verdadero Pez Rey era un Pez Reina y había vivido en los Barrens.
Un día de verano, cuando Ralph Roberts tenía siete años, había pescado un siluro enorme en el Kenduskeag con su hermano John; aquello había sucedido en los años veinte, cuando aún se podía comer lo que se pescaba y cazaba en los Barrens. Ralph había pedido a su hermano mayor que arrancara del anzuelo esa cosa que se retorcía convulsa y la pusiera en el cubo de agua dulce que tenían en la orilla junto a ellos. Johnny se había negado, citando con aire altivo lo que denominaba el Credo del Pescador: los buenos pescadores atan sus moscas, cogen sus gusanos y desenganchan sus peces. Hasta mucho más tarde, Ralph no se dio cuenta de que Johnny podía haber intentado disimular el miedo que le daba aquella criatura enorme y algo extraña que su hermano pequeño había pescado de las aguas fangosas y cálidas como meados del Kenduskeag.
Finalmente, Ralph había reunido valor suficiente para agarrar el cuerpo palpitante del siluro, que era escurridizo, escamoso y espinoso a un tiempo. Mientras lo hacía, Johnny lo había aterrorizado aún más advirtiéndole en voz baja y ominosa que tuviera cuidado con los bigotes. Son venenosos. Bobby Therriault me contó que si te pinchas con uno te puedes quedar paralizado. Pasarte el resto de tu vida en una silla de ruedas. Así que ten cuidado, Ralphie.
Ralph había retorcido a la criatura en varias direcciones, intentando liberar el anzuelo de sus entrañas oscuras y mojadas sin acercarse demasiado a los bigotes (sin creer lo que Johnny le había contado acerca del veneno y creyéndolo a pies juntillas al mismo tiempo), consciente de las agallas, los ojos, el olor a pescado que parecía abrirse paso más profundamente en sus pulmones cada vez que respiraba.
Por fin oyó un sonido de ruptura procedente del interior del siluro y percibió que el anzuelo empezaba a soltarse. Más regueros de sangre brotaron de las comisuras de su boca moribunda, que aún se movía. Ralph exhaló un suspiro de alivio… que fue prematuro, como descubrió en seguida. El siluro dio un tremendo golpe de cola cuando el anzuelo se soltó. La mano que Ralph había utilizado para liberarlo resbaló, y al mismo tiempo, la boca sangrante del siluro se cerró sobre sus primeros dos dedos. ¿Cuánto dolor había sentido? ¿Mucho? ¿Un poco? ¿Tal vez nada? Ralph no lo recordaba. Lo que sí recordaba era el sincero chillido de terror que profirió Johnny, así como la certeza de que el siluro iba a hacerle pagar la pesca arrancándole dos dedos de la mano derecha.
Recordaba haber gritado, agitado la mano y rogado a Johnny que le ayudara, pero Johnny había retrocedido unos pasos con el rostro pálido y la boca contraída en una mueca de repugnancia. Ralph agitó la mano en grandes arcos, pero el siluro permaneció pegado a él como la muerte, con los bigotes
(bigotes venenosos que me dejarán en una silla de ruedas el resto de mi vida)
golpeando la muñeca de Ralph, los ojos negros mirando con fijeza.
Finalmente lo estrelló contra un árbol cercano y le rompió el lomo. El pez cayó sobre la hierba sin dejar de retorcerse, y Ralph lo pisoteó, provocando el horror definitivo. Una lluvia de entrañas brotó de su boca como si fuera vómito, y del lugar en que el talón de Ralph lo había abierto surgió un torrente viscoso de huevos ensangrentados. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el Pez Rey había sido en realidad un Pez Reina, y que tan sólo le faltaban uno o dos días para tener las crías.
Ralph paseó la mirada entre aquella repugnante porquería y su mano ensangrentada y salpicada de escamas, y entonces se echó a gritar como un energúmeno. Cuando Johnny le tocó el brazo en un intento de apaciguarlo, Ralph se largó. No se detuvo hasta llegar a casa, y se negó a salir de su habitación durante el resto del día. Pasó casi un año antes de que volviera a probar el pescado, y nunca había tenido nada que ver con ningún otro siluro.
Hasta ese momento, claro está.
(«Ralph.»)
Era la voz de Lois… ¡pero tan lejana! ¡Tan lejana!
(«¡Tienes que hacer algo ahora mismo! ¡No dejes que te lo impida!»)
Ralph se dio cuenta de que lo que había tomado por una manta sobre el regazo de su madre era, en realidad, una estera reluciente de huevos ensangrentados sobre el regazo del Rey Carmesí. Se inclinaba hacia él sobre aquella manta palpitante, con los carnosos labios temblando en una parodia de preocupación.
(¿Pasa algo malo, Ralphie? ¿Dónde te duele? Díselo a tu madre.)
(«Tú no eres mi madre.»)
(No… ¡Seré el Pez Reina! ¡Seré ruidosa y orgullosa! ¡Tengo el andar y el buen hablar! En realidad, puedo ser lo que me apetezca. Quizás no lo sabes, pero la metamorfosis es una tradición ancestral en Derry.)
(«¿Conoces al hombre verde al que ha visto Lois?»)
(¡Claro! ¡Conozco a todos los del barrio!)
Pero Ralph percibió cierta confusión en aquel rostro escamoso.
El calor de su antebrazo se intensificó un poco más, y de repente, Ralph tuvo una revelación; si Lois estuviera con él, apenas podría verlo. El Pez Reina emanaba un brillo palpitante y cada vez más intenso que empezaba a envolverlo. El resplandor era rojo en lugar de negro, pero aun así, era una bolsa de la muerte, y ahora sabía lo que significaba estar dentro, atrapado en una telaraña tejida con tus temores más innombrables y experiencias más traumáticas. No había forma de zafarse de ella ni de cortarla como había cortado la bolsa de la muerte que envolvía el anillo de boda de Ed.
Si quiero escapar —se dijo Ralph—, tendré que echar a correr tan bruscamente y tan deprisa que llegue a rasgar el otro lado.
Todavía tenía el pendiente en la mano. Lo movió de forma que la punta desnuda de la parte posterior sobresaliera por entre los dos dedos que un siluro había intentado arrancarle sesenta y tres años antes. A continuación dirigió una breve plegaria no a Dios, sino al hombre verde de Lois.
El siluro se inclinó más hacia él con una cómica expresión de malicia pintada en su rostro desprovisto de nariz. Los dientes que asomaban por aquella sonrisa fláccida se habían tornado más largos y afilados. Ralph vio gotas de un fluido transparente en las puntas de los bigotes y pensó: Venenosos. Me pasaré el resto de mi vida en una silla de ruedas. Tío, tengo mucho miedo. Estoy cagadito de miedo.
Lois, gritando desde muy lejos: («¡Date prisa, Ralph! ¡TIENES QUE DARTE PRISA!»)
Un niño pequeño gritaba en algún lugar mucho más próximo; gritaba y agitaba la mano derecha, en la que el pez se aferraba a los dedos enterrados en el buche de un monstruo embarazado que no quería soltarle.
El siluro se acercó más aún. El vestido emitía un suave frufrú. Ralph olió el perfume de su madre, Santa Elena, mezclado con el hedor a pescado y a basura de los peces que se alimentaban del lecho de los ríos.
(Tengo intención de que Ed Deepneau lleve a cabo su misión con éxito, Ralph; tengo intención de que el niño del que te han hablado tus amigos muera en brazos de su madre, y quiero ver cómo ocurre. He trabajado muy duro aquí en Derry, y no creo que sea demasiado pedir, pero significa que tengo que acabar contigo ahora mismo. Yo…)
Ralph avanzó un paso más hacia el hedor a basura de la cosa. Y entonces empezó a ver una silueta detrás de la silueta de su madre, detrás de la silueta del Pez Reina. Empezó a ver a un hombre brillante, un hombre rojo de ojos fríos y boca despiadada. Aquel hombre se parecía al Cristo que había visto hacía unos instantes…, pero no el que en realidad colgaba de la pared en el rincón de la cocina de su madre.
Una expresión de sorpresa se dibujó en los ojos negros y carentes de párpados del Pez Reina… y en los ojos fríos del hombre rojo que se ocultaba detrás.
(¿Qué te crees que estás haciendo? ¡Apártate de mí! ¿Quieres pasarte el resto de tu vida en una silla de ruedas?)
(«Hay cosas peores en la vida, amigo… Mis tiempos de jugar de primera base han pasado a la historia.»)
La voz se alzó convirtiéndose en la voz de su madre cuando se enojaba.
(¡Préstame atención, muchacho! ¡Presta atención y hazme caso!)
Por un instante, las viejas órdenes, dadas en una voz tan extrañamente parecida a la de su madre, lo hicieron vacilar. Pero se recuperó de inmediato. El Pez Reina se encogió más en la mecedora, batiendo la cola bajo el dobladillo del viejo vestido de estar por casa.
(PERO ¿QUÉ NARICES TE CREES QUE ESTÁS HACIENDO?)
(«No lo sé; a lo mejor sólo quiero tirarte de los bigotes. Comprobar si son reales.»)
Y reuniendo todo su valor para no ponerse a gritar y salir huyendo, Ralph alargó la mano derecha. El pendiente de Lois se le antojaba un guijarro pequeño y cálido encerrado en su puño. La propia Lois parecía estar muy cerca, y Ralph decidió que eso no le sorprendía teniendo en cuenta la cantidad de aura que le había quitado. Tal vez incluso formaba parte de él ahora. La sensación de su presencia resultaba profundamente reconfortante.
(¡No, no te atrevas! ¡Te quedarás paralítico!)
(«Los siluros no son venenosos… Ésa era la mentira de un chiquillo de diez años que tal vez estaba incluso más asustado que yo.»)
Ralph alargó la mano en la que ocultaba la espina de metal hacia los bigotes, y la cabeza grande y escamosa se apartó tal como le había advertido una parte de él. Empezó a ondularse y a cambiar, y su aterradora aura roja empezó a rezumarse. Si la enfermedad y el dolor tuvieran algún color —pensó Ralph—, sería éste. Y antes de que el cambio pudiera continuar, antes de que el hombre al que ahora veía, un hombre alto y de fría apostura, con cabello rubio y ojos rojos, pudiera salir de la luz de la ilusión que había creado, Ralph clavó la afilada punta del pendiente en uno de los ojos saltones y negros del pez.
La cosa emitió un terrible zumbido, parecido al de las cigarras, pensó Ralph, e intentó retroceder. Su cola batiente emitió un sonido parecido al de un ventilador con un trozo de papel atrapado en las hojas. Se deslizó hacia abajo en la mecedora, que ahora se estaba transformando en algo que parecía un trono excavado en roca de un apagado color naranja. Y cuando la cola desapareció, el Pez Reina desapareció, y ahí quedó el Rey Carmesí, con su apuesto rostro contraído en una mueca de dolor y asombro. Uno de sus ojos brillaba tan rojo como el ojo de un lince a la luz del fuego; el otro estaba bañado en el destello fiero y fragmentado de los diamantes.
Ralph agarró la manta de huevos con la mano izquierda, la retiró de un tirón y no vio nada aparte de negrura al otro lado del aborto. El otro lado de la bolsa de la muerte. La salida.
(¡Te lo he advertido, hijo de puta Mortal! ¿Crees que me puedes tirar de los bigotes? ¡Bueno, pues ya lo veremos! ¡Ya lo veremos!)
El Rey Carmesí se inclinó hacia delante en su trono con la boca abierta de par en par, el ojo que le quedaba despidiendo relámpagos rojos. Ralph contuvo el deseo de retirar la mano derecha, que ahora estaba vacía. En lugar de ello, la disparó contra la boca del Rey Carmesí, que se abrió para devorarla, al igual que había hecho el siluro aquel día en los Barrens.
Unas cosas que no eran carne se retorcieron y empujaron su mano, y de repente empezaron a morderle como si fueran tábanos. Al mismo tiempo, Ralph sintió que unos dientes de verdad, no, unos colmillos, se hundían en su brazo. Dentro de un segundo, dos a lo sumo, el Rey Carmesí le atravesaría la muñeca y se tragaría su mano.
Ralph cerró los ojos y de inmediato encontró aquella vía de pensamiento y concentración que le permitía desplazarse entre los niveles… El dolor y el miedo no lograron impedírselo. Sin embargo, esta vez no tenía intención de desplazarse, sino de apretar el gatillo. Cloto y Láquesis habían colocado una trampa en su brazo, y había llegado el momento de utilizarla.
Ralph percibió el consabido parpadeo en su mente. La cicatriz de su herida se calentó tanto que se puso blanca. El calor no quemó a Ralph, sino que salió disparado de él como una ola expansiva de energía. Sintió un titánico relámpago verde, tan brillante que por un instante tuvo la sensación de que Ciudad Esmeralda había estallado a su alrededor. Algo o alguien estaba gritando. Aquel sonido estridente y desgarrado lo habría vuelto loco de haber continuado durante mucho rato, pero no fue así. Fue seguido de un estallido grande y hueco que recordó a Ralph el día en que había encendido un petardo M-80 y lo había arrojado a la reja de acero de una alcantarilla.
Una repentina oleada de fuerza estalló junto a él en un abanico de aire y luz verde que se desvanecía. Tuvo una visión extraña y distorsionada del Rey Carmesí, que ya no era apuesto y joven, sino viejo, retorcido y menos humano que la criatura más extraña que hubiera aparecido jamás en el nivel de existencia de los Mortales. De repente, algo se abrió sobre sus cabezas, dejando al descubierto una oscuridad surcada por tirabuzones y rayos de color. El viento parecía empujar al Rey Carmesí hacia ella como si fuera una hoja en un humero. Los colores se tornaron más brillantes, y Ralph desvió la mirada y se llevó una mano a los ojos a modo de protección. Comprendía que se había abierto un conducto entre el nivel en que se encontraba y los niveles inimaginables que se ocultaban más allá; también comprendía que si miraba durante mucho rato aquel brillo cada vez más intenso, aquellos
(rayos de muerte)
colores vertiginosos, entonces la muerte no sería lo peor que podría pasarle, sino lo mejor. No sólo cerró con fuerza los ojos, sino también la mente.
Al cabo de un instante todo había desaparecido… La criatura que se había presentado ante Ed como el Rey Carmesí, la cocina de la vieja casa de Kansas Street, la mecedora de su madre. Ralph estaba arrodillado en el aire a unos dos metros a la derecha del morro del Cherokee, con las manos en alto, como un niño al que hubieran propinado muchas palizas levantaría las manos al ver acercarse a su cruel padre o madre, y cuando miró entre sus rodillas, vio que el Centro Cívico y el aparcamiento adyacente estaban a sus pies. En el primer momento creyó que sus ojos le estaban jugando una mala pasada, porque las farolas de alta intensidad del aparcamiento parecían estar separándose cada vez más. Casi parecían una muchedumbre de personas muy altas y delgadas que empieza a disolverse porque la emoción, fuera la que fuera, ya se había disipado. Y el aparcamiento en sí mismo también parecía…, bueno…, estar creciendo.
No está creciendo, sino acercándose —pensó Ralph fríamente—. Está bajando. Ha empezado el ataque kamikaze.
Por un instante, Ralph se quedó petrificado, alucinado por la simple locura de su posición. Se había convertido en una criatura mítica que no era ni carne ni pescado, que no era un dios, evidentemente (ningún dios estaría tan cansado y aterrado como él), pero tampoco una criatura terrenal como, por ejemplo, un hombre. Eso era lo que se sentía al volar; ver la tierra desde arriba, sin ninguna jaula alrededor. Eso…
(«¡RALPH!»)
El grito de Lois fue como una escopeta disparada junto a su oreja. Ralph dio un respingo y en el momento en que sus ojos abandonaron la hipnótica visión de la tierra acercándose a él, fue capaz de moverse. Se puso en pie y regresó al avión. Lo hizo con tanta facilidad y naturalidad como si caminara por un pasillo de su propia casa. El viento no le golpeaba el rostro ni le apartaba el cabello de la frente, y cuando su hombro izquierdo atravesó la hélice del Cherokee, no le hizo más daño del que habría hecho al humo.
Durante un momento vio el rostro pálido y apuesto de Ed, el rostro de un salteador de caminos que ha llegado cabalgando a la vieja posada en el poema que siempre había hecho llorar a Carolyn, y aquella mezcla de pena y pesar que había sentido antes dio paso a la furia. Era difícil enfurecerse realmente con Ed, ya que, al fin y al cabo, no era más que otra figura que otros movían en el tablero de ajedrez, pero el edificio al que se dirigía con su avión estaba, a fin de cuentas, lleno de gente de verdad. Gente inocente. Ralph apreció un ramalazo burlón, infantil y caprichoso en la expresión drogada de disociación que mostraba el rostro de Ed, y cuando atravesó la delgada piel de la pared de la cabina, pensó: Creo que en cierto modo, Ed, sabías que el demonio se te había metido en el cuerpo. Creo que incluso habrías podido librarte de él… ¿Acaso no dijeron el señor C. y el señor L. que siempre hay elección? Si es verdad, entonces tú también tienes algo que ver con todo esto, maldito seas.
Por un momento, la cabeza de Ralph volvía a asomar por el techo del avión como antes, de modo que se arrodilló. Ahora el Centro Cívico cubría todo el parabrisas del avión, y comprendió que era demasiado tarde para evitar que Ed hiciera algo.
Había quitado la cinta adhesiva del timbre. Lo sostenía en la mano.
Ralph se metió la mano en el bolsillo y sacó el otro pendiente, sujetándolo de nuevo entre dos dedos de forma que sobresaliera la punta. Cerró los dedos de la otra mano sobre los cables que iban desde la caja de cartón hasta el timbre. Entonces cerró los ojos y se concentró para crear de nuevo aquel parpadeo en el centro de su cabeza. Le acometió un extraño cosquilleo hueco en el estómago, y tuvo tiempo de pensar: ¡Uauuu! ¡Éste es el ascensor de alta velocidad!
Y de repente se encontró de nuevo en el nivel de los Mortales, donde no había dioses ni diablos, ni médicos calvos con tijeras y bisturíes mágicos ni auras. Allá abajo era imposible atravesar paredes y librarse de los accidentes de avión. En el nivel de los Mortales, donde todo el mundo podía verle… y Ralph se dio cuenta de que eso era precisamente lo que estaba haciendo Ed.
—¿Ralph? —inquirió con la voz drogada de un hombre que acabara de despertar del sueño más profundo de su vida—. ¿Ralph Roberts? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Oh, pasaba por aquí y he decidido hacerte una visita —repuso Ralph—. Para coger una silla, por así decirlo.
Y dicho aquello, cerró el puño y arrancó los cables de la caja.
—¡No! —chilló Ed—. ¡Vas a estropearlo todo!
Sí, señor, pensó Ralph antes de alargar la mano sobre el regazo de Ed para hacerse con los mandos del Cherokee. El Centro Cívico estaba a apenas cuatrocientos metros de ellos, tal vez menos. Ralph todavía no sabía con certeza qué contenía la caja atada en el asiento del copiloto, pero tenía la sensación de que, con toda probabilidad, se trataba de esa cosa plástica que los terroristas siempre utilizaban en las películas de artes marciales que protagonizaban Chuck Norris y Steven Segal. Se suponía que era bastante estable, no como la nitroglicerina de El salario del miedo, de Clouzot…, pero no era el momento de depositar ninguna confianza en el Evangelio del Cine. E incluso un explosivo estable podía estallar sin detonador si caía desde una altura de tres kilómetros.
Desvió la palanca de mando hacia la izquierda tanto como pudo. Bajo ellos, El Centro Cívico empezó a dar vertiginosas vueltas, como si estuviera montado sobre el eje de una atracción gigantesca.
—¡No, cabrón! —gritó Ed.
De repente, algo que parecía la cabeza de un martillo pequeño golpeó el costado de Ralph, dejándolo casi paralizado de dolor y sin aliento. La mano le resbaló de la palanca de mando cuando Ed lo golpeó de nuevo, esta vez en la axila. Ed agarró la palanca y la hizo girar con todas sus fuerzas. El Centro Cívico, que había empezado a deslizarse a un lado del parabrisas, volvió a acercarse al punto de mira del avión.
Ralph se aferró a la palanca con todas sus fuerzas. Ed le empujó la frente con el dorso de la mano para apartarlo.
—¿Por qué te has metido en esto? —gruñó—. ¿Por qué te has tenido que meter?
Tenía los dientes al descubierto, los labios contraídos en una tremenda mueca de celos. La aparición de Ralph en la cabina debería haberlo dejado petrificado, pero no era así.
Claro que no, está como un cencerro, se dijo Ralph, y de repente alzó la voz interior en un grito de pánico:
¡Cloto, Láquesis! ¡Por el amor de Dios, ayudadme!
Nada. No tenía la impresión de que su grito se dirigiera a ninguna parte. ¿Y por qué iba a hacerlo? Estaba de vuelta en el nivel de los Mortales, y eso significaba que tendría que arreglárselas solo.
El Centro Cívico estaba a tan sólo doscientos o trescientos metros de distancia. Ralph veía cada ladrillo, cada ventana, cada persona reunida en el auditorio… Casi podía distinguir quién llevaba pancarta. Todos miraban hacia el cielo, intentando averiguar qué estaba haciendo aquel avión. Ralph no vio temor en sus rostros, todavía no, pero tres o cuatro segundos más y…
Volvió a abalanzarse sobre Ed; ignoró el dolor que le atenazaba el costado izquierdo y adelantó la mano derecha, sirviéndose del pulgar para que la punta del pendiente sobresaliera lo más posible de sus dedos.
El viejo truco del pendiente había funcionado con el Rey Carmesí, pero Ralph había estado más arriba y contado con el elemento sorpresa. También esta vez apuntó al ojo, pero Ed apartó la cabeza en el último momento. La punta se le clavó en la cara, justo encima del pómulo. Ed se dio manotazos en la herida como si fuera un mosquito, pero sin soltar la palanca de mando.
Ralph intentó hacerse de nuevo con la palanca. Ed repartía golpes a diestro y siniestro. Le asestó un puñetazo en el ojo izquierdo, y Ralph cayó hacia atrás. Un único sonido, puro y argentino, le llenó los oídos. Era como si entre ellos hubiera un enorme diapasón y alguien lo hubiera golpeado. El mundo se tornó tan gris y granulado como una fotografía del periódico.
(«¡RALPH! ¡DATE PRISA!»)
Era Lois y estaba aterrada. Ralph sabía por qué; casi se había agotado el tiempo. Le quedaban cinco segundos a lo sumo. Volvió a lanzarse hacia delante, esta vez no sobre Ed, sino sobre la fotografía de Helen y Nat que estaba pegada sobre el altímetro. La cogió, la sostuvo en alto… y luego la arrugó entre los dedos hasta convertirla en una bola. No sabía exactamente qué reacción esperar, pero la que obtuvo sobrepasó todas sus esperanzas.
—¡DEVUÉLVEMELAS! —gritó Ed.
Se olvidó de la palanca de mando e intentó arrebatarle la fotografía. En aquel momento, Ralph vio de nuevo al hombre al que había entrevisto el día en que Ed había pegado a Helen, un hombre desesperadamente desgraciado y asustado de las fuerzas que se habían concentrado en él. Vio lágrimas no sólo en sus ojos, sino rodando por sus mejillas, y Ralph pensó confuso: «¿Se habrá pasado todo este tiempo llorando?».
—¡DEVUÉLVEMELAS! —repitió a gritos.
Pero Ralph ya no estaba seguro de ser el destinatario de aquel grito; creía que su antiguo vecino podía estar dirigiéndose al ser que había entrado en su vida para mirar en derredor y asegurarse de que serviría y luego apoderarse de ella sin más. El pendiente de Lois centelleaba en la mejilla de Ed como un ornamento funerario bárbaro.
—¡DEVUÉLVEMELAS! ¡SON MÍAS!
Ralph sostuvo la fotografía arrugada fuera del alcance de las manos de Ed, que no cesaban de agitarse en el aire. Ed se abalanzó sobre él, clavándose el cinturón de seguridad en el vientre, y Ralph le asestó un puñetazo en el cuello con todas sus fuerzas; se vio embargado por una mezcla de satisfacción y repugnancia al comprobar que el golpe aterrizaba sobre la protuberancia dura y cartilaginosa de la nuez de Ed. Ed se estrelló contra la pared de la cabina, los ojos casi saliéndose de las órbitas por el dolor, la consternación y el aturdimiento, las manos aferradas al cuello. Un profundo estertor surgió de las profundidades de su cuerpo. Parecía una máquina pesada rascando las marchas.
Ralph se inclinó sobre el regazo de Ed y vio que el Centro Cívico se acercaba vertiginosamente al avión. Hizo girar la palanca hacia la izquierda y debajo de él, justo debajo de él, el Centro Cívico volvió a desplazarse hacia un lado del futuro difunto parabrisas del Cherokee…, aunque con una lentitud atormentadora. Ralph percibió un olor en la cabina, un aroma leve y dulce que le resultaba familiar. Antes de que pudiera pensar en lo que era, vio algo que distrajo su atención por completo. Era la furgoneta de los helados Hoodsie que a veces pasaba por Harris Avenue haciendo sonar su alegre campanilla.
Dios mío —pensó Ralph con más asombro que temor—. Creo que acabaré en el congelador con los polos y los cucuruchos.
Aquella fragancia dulce se hizo más palpable, y cuando unas manos lo agarraron por los hombros, Ralph se dio cuenta de que era el perfume de Lois Chasse.
—¡Sube! —gritó Lois—. ¡Ralph, tontorrón, tienes que…!
No tuvo que pensárselo dos veces; se limitó a hacerlo. Aquella cosa de su mente se apretó, percibió el parpadeo y oyó el resto de la frase de Lois de aquella forma extraña y penetrante que era más pensamiento que palabra.
(«¡… sube! ¡Date impulso con los pies!»)
Demasiado tarde, pensó, pero obedeció a Lois de todos modos, apoyó los pies contra el salpicadero extremadamente ladeado y empujó con todas sus fuerzas. Sintió que Lois ascendía por la columna de la existencia con él mientras el Cherokee recorría los últimos treinta metros que lo separaban del suelo, y mientras salían disparados hacia arriba, percibió que un estallido repentino de la fuerza de Lois lo envolvía y tiraba de él hacia atrás como una cuerda de bungeejumping. Le acometió la breve pero nauseabunda sensación de que estaba volando en dos direcciones al mismo tiempo.
Ralph vio por última vez a Ed Deepneau, que estaba encogido contra la pared lateral de la cabina, pero en realidad no lo vio en absoluto. El aura gris surcada de rayos amarillos había desaparecido. Ed también había desaparecido, sepultado en una bolsa de la muerte negra como la más negra de las noches.
Y entonces, él y Lois empezaron a caer además de volar.