Cinco minutos más tarde, la cabeza de Ralph se asomó a las sombras que caían bajo el viejo roble inclinado. Vio a Lois de inmediato. Estaba de rodillas delante de él, escudriñando su rostro alzado con expresión ansiosa entre la maraña de raíces. Levantó una mano mugrienta y manchada de sangre, y Lois la agarró con firmeza, sosteniéndole mientras subía los últimos escalones, raíces retorcidas que en realidad eran más bien travesaños de una escalera de mano.
Ralph forcejeó para salir de debajo del árbol y se tendió de espaldas, aspirando grandes bocanadas de aire fresco. No creía que el aire le hubiera sabido tan bien en toda su vida. A pesar de todo, estaba increíblemente agradecido por haber salido de ahí. Por ser libre.
(«Ralph, ¿estás bien?»)
Ralph le giró la mano, se la besó y colocó los pendientes donde acababa de posar los labios.
(«Sí, estoy bien. Esto es tuyo.»)
Lois los miró con curiosidad, como si fuera la primera vez que veía unos pendientes, y luego se los guardó en el bolsillo del vestido.
(«Los has visto en el espejo, ¿verdad, Lois?»)
(«Sí, y me he enfadado…, pero no creo que me sorprendiera demasiado en el fondo.»)
(«Porque lo sabías.»)
(«Sí, creo que sí. Tal vez desde la primera vez que vi a Átropos con el sombrero de Bill. Pero lo aparqué…, bueno…, lo aparqué en lo más profundo de mi mente.»)
Lois lo estaba observando con atención, evaluándolo.
(«No te preocupes por los pendientes ahora… ¿Qué ha pasado ahí abajo? ¿Cómo has conseguido escapar?»)
Ralph temía que si Lois seguía observándolo con tanta atención durante mucho rato vería demasiado. También tenía la sensación de que si no se movía pronto, tal vez nunca volviera a moverse; su agotamiento era tan profundo que se le antojaba un gran objeto, como un crucero hundido desde hacía mucho tiempo, incrustado en su interior, intentando arrastrarlo hacia el fondo. Se levantó a toda prisa. No podía permitir que ninguno de los dos fuera arrastrado hacia el fondo, ahora no. Las noticias que transmitía el cielo no eran tan malas como habría cabido esperar, pero tampoco eran buenas… Eran al menos las seis de la tarde. En toda Derry, las personas a las que importaba un comino la cuestión del aborto (la inmensa mayoría, en otras palabras) estaban sentadas a la mesa para cenar. En el Centro Cívico, las puertas ya estarían abiertas y bañadas por focos de televisión de diez mil watios, y las cámaras de vídeo estarían transmitiendo imágenes en directo de los primeros defensores del aborto que pasaban en coche junto a Dan Dalton y sus Amigos de la Vida, que blandirían pancartas. No muy lejos de ahí, muchas personas estarían cantando el tema favorito de Ed Deepneau, aquel que decía: Ei, ei, Susan Day, ¿a cuántos niños has matado hoy? Hicieran lo que hicieran Lois y él, tendrían que hacerlo en los siguientes sesenta o noventa minutos. El reloj avanzaba sin cesar.
(«Vamos, Lois. Tenemos que movernos.»)
(«¿Volvemos al Centro Cívico?»)
(«No, para empezar, creo que para empezar deberíamos…»)
Ralph descubrió que no podía esperar para oír lo que tenía que decir. ¿Adónde creía que tenían que ir para empezar? ¿Otra vez al hospital de Derry? ¿A la Manzana Roja? ¿A su casa? ¿Dónde vas cuando tienes que encontrar a dos tipos bienintencionados pero, desde luego, nada omniscientes que te han sumido a ti y a tus pocos amigos íntimos en un mundo de dolor y problemas? ¿O puedes esperar sin temor a equivocarte que ellos te encuentren a ti?
A lo mejor no quieren encontrarte, Ralph. De hecho, a lo mejor se están escondiendo de ti.
(«Ralph, ¿seguro que te en…?»)
De repente pensó en Rosalie y lo vio claro.
(«El parque, Lois, el parque Strawford. Allí es donde tenemos que ir. Pero tenemos que hacer una parada por el camino.»)
La condujo a lo largo de la valla anticiclones, y no tardaron en oír el sonido perezoso de varias voces superpuestas. Ralph olió también el aroma de perritos calientes al asarse, y después del nauseabundo hedor de la guarida de Átropos, aquella fragancia se le antojó divina. Al cabo de uno o dos minutos llegaron a la entrada del pequeño merendero situado junto a la pista 3.
Ahí estaba Dorrance, envuelto en su increíble aura multicolor y observando cómo una avioneta se cernía sobre la pista. Tras él, Faye Chapin y Don Veazie estaban sentados a una de las mesas con un tablero de ajedrez entre ellos y una botella medio vacía de vino Blue Nun. Stan y Georgina Eberly bebían cerveza y giraban tenedores con perritos calientes empalados en ellas en el aire tembloroso por el calor de la barbacoa, un aire que a los ojos de Ralph era de un extraño color rosa seco, como arena color coral.
Por un instante, Ralph permaneció inmóvil, petrificado por su belleza, la belleza poderosa y efímera que suponía era la esencia de la vida de los Mortales. Un retazo de una canción de al menos veinticinco años de antigüedad cruzó por su mente: Somos polvo de estrellas, somos dorados. El aura de Dorrance era distinta, fabulosamente distinta, pero incluso la más prosaica de las auras de los otros relucía como una gema exótica e infinitamente deseable.
(«Oh, Ralph, ¿ves eso? ¿Ves lo hermosos que son?»)
(«Sí.»)
(«¡Qué pena que no lo sepan!»)
Pero ¿era una pena en realidad? A la luz de todo lo que había sucedido, Ralph no estaba tan seguro. Y tenía la sensación, una intuición vaga pero fuerte que jamás habría podido expresar en palabras, de que tal vez la verdadera belleza era algo que la mente consciente no podía reconocer, una obra siempre en marcha, cuestión de ser más que de ver.
—Vamos, tontorrón, mueve —exclamó una voz.
Ralph dio un respingo, creyendo en un principio que la voz se dirigía a él, pero era Faye y se refería a Don Veazie.
—Eres más lento que Jesucristo con artrosis.
—Deja —replicó Don—. Estoy pensando.
—Puedes pensar hasta que se congele el infierno, burro, pero aun así te daré mate en seis jugadas.
Don sirvió un poco de vino en un vaso de papel y puso los ojos en blanco.
—¡Oh, córcholis! —exclamó—. ¡No me había dado cuenta de que estaba jugando al ajedrez con Boris Spassky! ¡Creía que sólo estaba jugando con el viejo Faye Chapin! ¡Lo siento en el alma!
—Fantástico, Don. Un numerito como éste te lo puedes llevar de gira y forrarte de millones. Y no tendrás que esperar mucho; podrás empezar dentro de sólo seis jugadas, fíjate.
—Qué listillo —replicó Don—. Lo que pasa es que no sabes cuándo…
—¡Chist! —espetó Georgina Eberly con sequedad—. ¿Qué ha sido eso? ¡Parecía una explosión!
«Eso» era Lois absorbiendo un torrente de un vibrante color verde bosque del aura de Georgina.
Ralph levantó la mano derecha, formó un tubo alrededor de sus labios y empezó a inhalar una corriente similar de luz azul del aura de Stan Eberly. De inmediato se sintió inundado de energía; era como si unas luces fluorescentes se encendieran en su cerebro. Pero aquel barco hundido hacía mucho, que en realidad no se debía más que a unos cuatro meses de noches en blanco, seguía ahí y seguía intentando aplastarle para que no pudiera moverse.
La decisión también seguía ahí…, aún sin tomar, pero pendiente.
Stan también miró en derredor. Aunque Ralph absorbió gran cantidad de su aura, o al menos eso le parecía, ésta no perdió ni un ápice de su denso brillo. En apariencia, lo que les habían explicado respecto a las reservas casi inagotables que envolvían a cada ser humano era la verdad y nada más que la verdad.
—Bueno —empezó Stan—. He oído algo…
—Yo no —replicó Faye.
—Claro que no, si estás más sordo que una tapia —exclamó Stan—. Deja de interrumpir un momento, ¿vale? Iba a decir que no puede haber sido un depósito de combustible, porque no hay fuego ni humo. Y tampoco puede haber sido un pedo de Dor, porque no hay ardillas cayendo fulminadas de los árboles con el pelaje chamuscado. Supongo que ha debido de ser el petardeo de uno de esos camiones de la Guardia Nacional Aérea tan grandes. No te preocupes, cariño, yo te pertejo.
—Pertege esto —replicó Georgina dedicándole un corte de manga, aunque con una sonrisa.
—Madre mía —exclamó Faye—. Mirad al viejo Dor.
Todos se volvieron hacia Dorrance, que sonreía y miraba en dirección a la Extensión de Harris Avenue.
—¿Qué es lo que ves allí, viejo? —le preguntó Don Veazie con una sonrisa.
—A Ralph y Lois —repuso Dorrance con una sonrisa radiante—. Veo a Ralph y Lois. Acaban de salir de debajo del viejo árbol.
—Ya —intervino Stan.
Se protegió los ojos con la mano y los señaló. Aquello encendió la alarma del sistema nervioso de Ralph, que no se apagó hasta que se percató de que Stan señalaba el lugar hacia el que Dorrance agitaba la mano.
—¡Y mira! ¡Elvis y Glenn Miller salen justo detrás de ellos! ¡Vaya, vaya!
Georgina le propinó un codazo y Stan se apartó con un traspiés, sin dejar de sonreír.
(«¡Hola, Ralph! ¡Hola, Lois!»)
(«¡Dorrance! ¡Vamos al parque Strawford! ¿Es correcto?»)
Dorrance, con una sonrisa feliz: («No lo sé. Todo esto es un asunto Limitado ahora y mi misión ya ha terminado. Dentro de poco me iré a casa a leer un libro de Walt Whitman. Va a hacer mucho viento esta noche, y Whitman siempre es lo mejor cuando sopla el viento.»)
Lois, en tono casi frenético: («¡Dorrance, ayúdanos!»)
La sonrisa de Dor se esfumó. Después miró a Lois con aire solemne.
(«No puedo. Ya no está en mis manos. Ahora sois Ralph y tú los que tenéis que hacer lo que haya que hacer.»)
—Argh —masculló Georgina—. No me gusta nada cuando se pone a mirar al vacío. Casi parece que ve a alguien de verdad. —Volvió a coger su tenedor largo de barbacoa para asar la salchicha un poco más—. ¿Alguien ha visto a Ralph y Lois, por cierto?
—No —repuso Don.
—Están escondidos en uno de esos moteles X que hay en la costa con una caja de cerveza y una botella de aceite Johnson’s para niños —explicó Stan—. Ya te lo dije ayer.
—Qué guarro eres —se escandalizó Georgina propinándole otro codazo, esta vez con un poco más de fuerza y mucha más puntería.
Ralph: («Dorrance, ¿no puedes darnos ninguna pista? ¿Al menos decirnos si vamos por buen camino?»)
Por un instante estuvo convencido de que Dor iba a contestar. Pero entonces, un zumbido cada vez más cercano llegó a sus oídos desde el cielo, y el anciano miró hacia arriba. Su sonrisa chiflada y hermosa reapareció.
—¡Mirad! —gritó—. ¡Un viejo Grauman Yellow! ¡Y es una preciosidad!
Trotó hasta la valla para ver cómo aterrizaba el pequeño avión y les dio la espalda.
Ralph agarró a Lois por el brazo e intentó esbozar una sonrisa. Le costó un gran esfuerzo; no creía haber estado tan asustado y confuso en toda su vida, pero, de todos modos, lo intentó.
(«Vamos, querida. Vámonos.»)
Ralph recordaba haber pensado cuando caminaban a lo largo de las vías abandonadas que los habían llevado hasta el aeropuerto, que en realidad no estaban caminando exactamente, sino más bien deslizándose. Regresaron desde el merendero hasta el parque Strawford de la misma forma, aunque el deslizamiento era más rápido y pronunciado esta vez. Era como si una cinta transportadora invisible los llevara.
Dejó de caminar como experimento. Las casas y los escaparates seguían quedando atrás sin prisas. Se miró los pies para asegurarse, y sí, estaban completamente quietos. Parecía que la acera se movía, no él.
Ahí venía el señor Dugan, jefe del Departamento de Créditos y Fideicomisos de Derry, ataviado en su acostumbrado traje de tres piezas y sus gafas sin montura. Como siempre, a Ralph le parecía que era el único hombre de la historia de la humanidad que había nacido sin agujero del culo. En cierta ocasión había rechazado la solicitud de crédito personal de Ralph, lo que, según suponía Ralph, podía ser responsable de los sentimientos negativos que albergaba hacia el hombre. En aquel momento comprobó que el aura de Dugan era del color gris mortecino y uniforme de los pasillos de un hospital de veteranos de guerra, y Ralph decidió que no le sorprendía. Se tapó la nariz como si lo obligaran a cruzar a nado un canal contaminado y pasó a través del banquero. Dugan ni se inmutó.
Eso le pareció bastante divertido, pero cuando miró a Lois se puso serio al instante. Vio la preocupación pintada en su rostro y también las preguntas que quería hacerle. Cuestiones para las que carecía de respuestas satisfactorias.
Ante ellos se extendía el parque Strawford. En aquel momento, las farolas se encendieron. El pequeño parque infantil en el que él y McGovern (y con frecuencia, también Lois) solían sentarse a mirar cómo jugaban los niños estaba casi desierto. Dos adolescentes estaban sentados uno junto al otro en los columpios, fumando y hablando, pero las madres y los chiquillos que iban allí durante el día ya no estaban.
Ralph pensó en McGovern, en su charla incesante y morbosa, en su autocompasión, tan difícil de apreciar cuando uno no lo conocía bien, tan difícil de pasar por alto después de haber pasado mucho tiempo con él, ambas cualidades aligeradas y en cierto modo convertidas en algo mejor por su ingenio irreverente y sus sorprendentes e impulsivos arranques de amabilidad; pensó en todo ello y se vio embargado por una profunda oleada de tristeza. Tal vez los Mortales eran polvo de estrellas e incluso dorados, pero cuando se iban lo hacían como las madres y los bebés que aparecían en breves visitas al parque infantil las tardes de verano.
(«Ralph, ¿qué estamos haciendo aquí? ¡La bolsa de la muerte está encima del Centro Cívico, no del parque Strawford!»)
Ralph la condujo hacia el banco en que la había encontrado hacía varios siglos, llorando por la disputa que había sostenido con su hijo y su nuera… y por los pendientes que había perdido. Al pie de la colina, los lavabos portátiles relucían a la débil luz del anochecer.
Ralph cerró los ojos. Me estoy volviendo loco —pensó—, y a marchas forzadas. ¿Qué será? ¿La dama… o el tigre?
(«Ralph, tenemos que hacer algo. Esas vidas… esos miles de vidas…»)
En la oscuridad que reinaba tras sus párpados cerrados, Ralph vio a alguien salir de la Manzana Roja. Una figura en pantalones de pana oscura y gorra de los Red Sox. Pronto volvería a suceder aquella cosa tan terrible, y puesto que no quería presenciarlo, abrió los ojos y miró a la mujer que estaba junto a él.
(«Todas las vidas son importantes, Lois, ¿no estás de acuerdo? Todas y cada una de ellas.»)
No sabía lo que Lois había visto en su aura, pero sin duda la aterrorizó.
(«¿Qué ha pasado allá abajo después de que me fuera? ¿Qué te ha hecho o qué te ha dicho? ¡Ralph! ¡Dímelo!»)
Bueno, ¿qué iba a ser? ¿Uno o muchos? ¿La dama o el tigre? Si no se decidía pronto, el propio tiempo le quitaría la decisión de las manos. Así que, ¿qué iba a ser? ¿Qué iba a ser?
—Ninguno… o los dos —masculló con voz ronca, sin saber que en su agitación estaba hablando en voz alta y se encontraba en varios niveles a un tiempo—. No escogeré entre uno u el otro. No lo haré. ¿Me oyes?
Se levantó del banco de un salto y miró en derredor con expresión feroz.
—¿Me oyes? —gritó—. ¡Me niego a tomar esa decisión! ¡Tendré a los dos o a ninguno!
En uno de los caminos que había al norte del parque, un borracho que escudriñaba el interior de un bidón de basura en busca de botellas y latas retornables echó un vistazo a Ralph y de repente se volvió y puso pies en polvorosa. Lo que había visto era un hombre que parecía estar en llamas.
Lois se levantó y apretó el rostro de Ralph entre las manos.
(«Ralph, ¿qué pasa? ¿Quién es? ¿Tú? ¿Yo? Porque si soy yo y te estás reprimiendo por mi causa, no quiero que…»)
Ralph aspiró una profunda bocanada de aire para tranquilizarse y apoyó la frente contra la de Lois, mirándola fijamente a los ojos.
(«No eres tú, Lois, ni tampoco soy yo. Si fuera uno de los dos, habría podido elegir. Pero no es así, y te aseguro que no voy a seguir siendo un peón, maldita sea.»)
Se zafó de sus manos y se apartó de ella. Su aura brillaba con tal intensidad que Lois tuvo que protegerse los ojos; era como si estuviera explotando en cierto modo. Y cuando habló, su voz reverberó en su cabeza como un trueno.
(«¡CLOTO! ¡LÁQUESIS! ¡VENID, MALDITOS SEÁIS! ¡VENID AHORA MISMO!»)
Dio otros dos o tres pasos y miró hacia el pie de la colina. Los dos adolescentes sentados en los columpios lo observaban con idénticas expresiones de terror pintadas en el rostro. Echaron a correr en cuanto los ojos de Ralph se iluminaron en su dirección, corrieron como una exhalación hacia las farolas de Witcham Street como dos ciervos, abandonando sus cigarrillos para que se consumieran en los hoyos que los pies dejaban bajo los columpios.
(«¡CLOTO! ¡LÁQUESIS!»)
Durante unos instantes no ocurrió nada, pero de repente, las puertas de los lavabos portátiles situados al pie de la colina se abrieron al unísono. Cloto salió del de caballeros, Láquesis del de señoras. Sus auras, del brillante color verde y dorado de las libélulas, relucían a la luz cenicienta del final del día. Se acercaron el uno al otro hasta que sus auras se superpusieron, y así subieron la cuesta, los hombros enfundados en tela blanca casi tocándose. Parecían un par de niños asustados.
Ralph se volvió hacia Lois. Su aura todavía centelleaba y ardía.
(«Quédate aquí.»)
(«Sí, Ralph.»)
Lois lo dejó bajar media pendiente y entonces hizo acopio de valor para llamarlo.
(«Pero intentaré detener a Ed si tú no lo haces. Lo digo en serio.»)
Claro que lo decía en serio, y su corazón reaccionó ante su valentía…, pero ella no sabía lo que él sabía. No había visto lo que él había visto.
Se volvió hacia ella por un instante y luego siguió avanzando hacia el lugar desde el que los dos médicos calvos y bajitos lo observaban con sus ojos luminosos y asustados.
Láquesis, nervioso: (No te mentimos, de verdad que no.)
Cloto, aún más nervioso (si cabe): (Deepneau está en camino. Tienes que detenerlo, Ralph… Al menos tienes que intentarlo.)
La verdad es que no tengo que hacer nada, y vuestra expresión lo demuestra, pensó Ralph. Entonces se volvió hacia Cloto y se alegró de comprobar que el hombrecillo calvo se encogía ante su mirada y bajaba los ojos oscuros y desprovistos de pupilas.
(«¿Ah, sí? Cuando estábamos en la azotea del hospital nos dijisteis que no nos acercáramos a Ed, señor C. Insistió usted mucho en eso.»)
Cloto se movió incómodo y empezó a retorcerse las manos.
(Yo…, bueno, nosotros… podemos equivocarnos. Y esta vez nos hemos equivocado.)
Pero Ralph sabía que no era ésa la mejor palabra para describir la situación; lo cierto era que se habían autoengañado. Quería reñirlos por ello, oh, la verdad era que quería reñirlos por meterle en todo aquel lío, pero se dio cuenta de que no podía, porque según el viejo Dor, incluso su autoengaño estaba al servicio del Propósito; por alguna razón, el rodeo a High Ridge no había sido en absoluto un rodeo. No comprendía por qué ni cómo podía ser, pero tenía intención de averiguarlo a ser posible.
(«Olvidemos eso de momento, caballeros, y hablemos de por qué está sucediendo todo eso. Si queréis ayudarnos a Lois y a mí, creo que lo mejor es que me lo contéis.»)
Los enanos se miraron con aquellos ojos muy abiertos y asustados y por fin se volvieron de nuevo hacia Ralph.
Láquesis: (Ralph, ¿no crees realmente que todas esas personas vayan a morir? Porque si no…)
(«Sí que me lo creo, pero estoy harto de que me las paséis por la cara. Si un terremoto al servicio del Propósito estuviera previsto para esta zona y la carnicería ascendiera a diez mil en lugar de sólo dos mil y pico, ni siquiera pestañearíais; ¿verdad? Así que, ¿qué tiene de especial esta situación? ¡Decídmelo!»)
Cloto: (Ralph, nosotros no hacemos las reglas, igual que tú. Creíamos que lo entendías.)
Ralph exhaló un suspiro.
(«Ya estáis escurriendo el bulto otra vez, y el único tiempo que estáis perdiendo es el vuestro.»)
Cloto, incómodo: (Bueno, a lo mejor la imagen que te mostramos no quedó del todo clara, pero había poco tiempo y teníamos miedo. Y debes comprender que, dejando de lado todo lo demás, ¡esas personas morirán si no consigues detener a Ed Deepneau!)
(«Olvidemos a todos ellos de momento; sólo quiero que me habléis de uno de ellos, el que pertenece al Propósito, y no podéis perder sólo porque un tipejo sin destino y sin un montón de tornillos se presente con un avión cargado de explosivos. ¿Quién es esa persona que no podéis entregar al Azar? Es la Day, ¿verdad? Susan Day.»)
Láquesis: (No. Susan Day es del Azar. No nos concierne en absoluto.)
(«Entonces, ¿quién?»)
Cloto y Láquesis cambiaron otra mirada. Cloto asintió casi imperceptiblemente, y ambos se volvieron de nuevo hacia Ralph. Una vez más, Láquesis abrió los dos primeros dedos de la mano derecha, formando un abanico de luz. No fue a McGovern a quien Ralph vio esta vez, sino a un niño pequeño de cabello rubio y flequillo, con una cicatriz en forma de gancho que le atravesaba el puente de la nariz. Ralph lo situó en seguida… Era el niño del sótano de High Ridge, el de la madre con los cardenales. El que los había llamado a él y a Lois ángeles.
Y un niño los guiará —pensó completamente pasmado—. Oh, Dios mío.
Miró a Cloto y Láquesis con expresión incrédula.
(«¿Lo he entendido bien? ¿Todo esto ha sido por un niño?»)
Esperaba más palabrería, pero la respuesta de Cloto fue simple y directa: (Sí, Ralph.)
Láquesis: (Ahora mismo está en el Centro Cívico. Su madre, cuya vida Lois y tú ya habéis salvado esta mañana, ha recibido una llamada de la canguro hace menos de una hora, diciéndole que se había cortado con un vidrio y no podría cuidar del pequeño esta noche. Pero ya era demasiado tarde para encontrar otra canguro, claro, y esta mujer lleva semanas decidida a ver a Susan Day…, a estrecharle la mano e incluso darle un abrazo si es posible. Adora a la Day.)
Ralph, que recordaba los cardenales desvaídos de su rostro, suponía que podía llegar a comprender esa adoración. Y creía entender otra cosa aún mejor: la herida de la canguro no había sido un accidente. Algo estaba resuelto a que el chiquillo de los mechones rubios y lanudos y los ojos enrojecidos por el humo estuviera en el Centro Cívico aquella noche, y estaba dispuesto a remover cielo y tierra para conseguirlo. Su madre no se lo había llevado al Centro porque fuera una mala madre, sino porque estaba sujeta a la naturaleza humana como todo el mundo. No quería perderse la única oportunidad que tendría de ver a Susan Day, eso era todo.
No, no es todo —pensó Ralph—. También se lo ha llevado porque creía que ahí estaría a salvo, puesto que Pickering y sus chiflados de Pan de Cada Día estaban muertos. Le debió de parecer que lo peor de lo que tendría que proteger a su hijo esta noche sería un montón de antiabortistas blandiendo pancartas, que el rayo no podía alcanzarlos a ella y a su hijo dos veces en un día.
Ralph había estado contemplando Witcham Street. En ese momento se volvió de nuevo hacia Cloto y Láquesis.
(«¿Estáis seguros de que está ahí? ¿Seguros, seguros?»)
Cloto: (Sí. Está sentado en la parte superior de la cara norte de las gradas, con su madre, un póster de McDonalds para colorear y algunos libros de cuentos. ¿Os sorprendería saber que uno de esos cuentos es Los quinientos sombreros de Bartholomew Cubbins?)
Ralph denegó con la cabeza. A aquellas alturas, nada podía sorprenderle.
Láquesis: (El avión de Deepneau chocará contra la cara norte del Centro Cívico. El niño morirá en el acto si no se toman medidas para evitarlo… y eso no puede permitirse. Ese niño no debe morir antes de que le llegue la hora.)
Láquesis observaba a Ralph con gran solemnidad. El abanico de luz azul verdosa que abría sus dedos se había esfumado.
(No podemos seguir hablando, Ralph… Ya está en el aire, a menos de ciento cincuenta kilómetros de aquí. Pronto será demasiado tarde para impedírselo.)
Aquello puso a Ralph frenético, pero no dio ni un paso. Al fin y al cabo, ellos querían que se pusiera frenético. Que los dos se pusieran frenéticos.
(«Os digo que nada de todo esto importa hasta que entienda qué es lo que está en juego. No dejaré que importe.»)
Cloto: (Entonces escucha. De vez en cuando llega un hombre o una mujer cuya vida afectará no sólo a los que le rodean o a los que viven en el mundo Mortal, sino a los que viven en muchos niveles tanto por encima como por debajo del mundo Mortal. Estas personas son los Elegidos y sus vidas siempre están al servicio del Propósito. Si desaparecen antes de tiempo, todo cambia. La balanza deja de estar equilibrada. ¿Puedes imaginarte, por ejemplo, lo distinto que podría haber sido el mundo si Hitler se hubiera ahogado en la bañera cuando era pequeño? A lo mejor crees que el mundo sería mejor por ello, pero te aseguro que el mundo no existiría siquiera si eso hubiera sucedido. Supongamos que Winston Churchill hubiera muerto de intoxicación antes de convertirse en Primer Ministro. O que César Augusto hubiera nacido muerto, estrangulado con su propio cordón umbilical. Sin embargo, la persona a la que queremos que salvéis es mucho más importante que cualquiera de los que hemos citado.)
(«¡Maldita sea, Lois y yo ya hemos salvado a ese niño una vez! ¿Es que eso no ha arreglado la situación, no lo ha devuelto al Propósito?»)
Láquesis, pacientemente: (Sí, pero no está a salvo de Ed Deepneau, porque Deepneau no tiene destino ni en el Azar ni en el Propósito. De todas las personas del mundo, sólo Deepneau puede hacerle daño antes de que llegue su hora. Si Deepneau fracasa, el niño volverá a estar a salvo… Vivirá su tiempo en paz hasta que le llegue la hora y pase al estado en que deberá desempeñar el papel breve pero de capital importancia que se le ha asignado.)
(«Una sola vida significa tanto, ¿eh?»)
Láquesis: (Sí. Si el niño muere, la Torre de toda existencia se desmoronará, y las consecuencias de tal desemoronamiento están fuera del alcance de vuestra comprensión. Y también fuera del alcance de la nuestra.)
Ralph se miró los zapatos fijamente. Tenía la sensación de que la cabeza le pesaba una tonelada. En todo aquel asunto había una ironía que no le costó captar a pesar del cansancio que lo embargaba. Al parecer, Átropos había puesto a Ed en marcha inflamando una especie de complejo mesiánico que tal vez ya existía…, un subproducto de su carencia de destino, tal vez. Lo que Ed no comprendía (y nunca creería si se lo dijeran) era que Átropos y sus jefes de los niveles superiores tenían intención de utilizarlo no para salvar al Mesías, sino para matarlo.
Miró de nuevo los rostros ansiosos de los dos médicos calvos y bajitos.
(«Vale, no sé cómo detener a Ed, pero lo intentaré.»)
Cloto y Láquesis se miraron y esbozaron sendas sonrisas de alivio idénticas y muy humanas. Ralph levantó un dedo en ademán de advertencia.
(«Esperad. Todavía no he terminado.»)
Las sonrisas se esfumaron.
(«Quiero algo a cambio. Una vida. Os cambio la vida de vuestro niño de cuatro años por…»)
Lois no oyó el resto; la voz de Ralph se hizo imperceptible por un momento, pero cuando advirtió que Cloto y Láquesis meneaban la cabeza, el corazón le dio un vuelco.
Láquesis: (Comprendo tu dolor, y sí, Átropos puede hacer lo que amenaza con hacer. Sin embargo, sin duda comprendes que esta vida no puede compararse con…)
Ralph: («Pero para mí es igual de importante, ¿es que no lo entendéis? Para mí lo es. Lo que tenéis que meteros en la cabeza es que para mí, las dos vidas son igual de…»)
Lois volvió a perderlo, pero no le costó oír la voz de Cloto, que casi lloraba de consternación.
(¡Pero esto es diferente! ¡La vida de este niño es diferente!)
En aquel momento oyó con claridad a Ralph, que hablaba (si podía llamarse a aquello hablar) con una lógica aguerrida y despiadada que a Lois le recordó a su padre.
(«Todas las vidas son diferentes. Importan todas o ninguna. Por supuesto, eso no es más que mi humilde opinión de Mortal, pero me parece que no os queda más remedio que aceptarla, porque aquí el bacalao lo corto yo. La cuestión es la siguiente: os propongo un canje justo, la vida del vuestro por la vida del mío. Lo único que tenéis que hacer es prometérmelo y trato hecho.»)
Láquesis: (¡Ralph, por favor! ¡Por favor, comprende que no podemos hacerlo!)
Se produjo un largo silencio. Cuando Ralph habló, su voz era débil pero aún audible. Sin embargo, fue el último retazo que Lois oyó de su conversación.
(«Hay un abismo entre no ser capaz y no poder, ¿no os parece?»)
Cloto dijo algo, pero Lois tan sólo captó un aislado
(el cambio podría ser).
Láquesis meneó la cabeza con gestos vigorosos. Ralph contestó, y Láquesis replicó haciendo un sombrío gesto con los dedos que imitaba el movimiento de unas tijeras.
Sorprendentemente, Ralph se echó a reír y asintió.
Cloto posó una mano sobre el brazo de su colega y le habló con gran seriedad antes de volverse de nuevo hacia Ralph.
Lois retorció las manos sobre el regazo, deseando que llegaran a algún tipo de acuerdo. Cualquier acuerdo que impidiera a Ed Deepneau matar a toda esa gente mientras ellos estaban ahí de cháchara.
De repente, la ladera de la colina quedó bañada por una deslumbrante luz blanca. En el primer momento, Lois creyó que procedía del cielo, pero eso tan sólo se debía a que la mitología y la religión le habían enseñado a creer que el cielo era la fuente de toda emanación sobrenatural. En realidad, parecía llegar de todas partes, de los árboles, el cielo, el suelo, incluso de su interior, brotando de su aura como brillantes tirabuzones de bruma.
Y entonces sonó una voz… o mejor dicho, una Voz. Pronunció tan sólo dos palabras, pero retumbaron en la mente de Lois como campanas de hierro.
(ASÍ SEA.)
Observó que Cloto, con el rostro transformado en una máscara de terror y respeto, se metía la mano en el bolsillo trasero y sacaba las tijeras. Estuvo a punto de dejarlas caer, una patochada nerviosa que provocó en Lois un ramalazo de simpatía hacia él. Por fin las cogió con un mango en cada mano y las hojas abiertas.
Aquellas dos palabras volvieron a sonar.
(ASÍ SEA.)
Esta vez fueron seguidas de una luz tan deslumbrante que, por un instante, Lois creyó que se iba a quedar ciega. Se cubrió los ojos con las manos pero vio (en el último instante en que pudo ver algo) que la luz se centraba en las tijeras que Cloto sostenía en algo como si fuera un relámpago de dos puntas.
No había forma de escapar a aquella luz; le convirtió los párpados y las manos que los protegían en cristal. El resplandor resaltaba los dedos de sus manos como lápices de rayos X mientras surcaba su carne. En algún lugar lejano oyó a una mujer, cuya voz se parecía sospechosamente a la de Lois Chasse, gritar a pleno pulmón con la voz de su mente:
(«¡Apagadla! ¡Por Dios, apagad esa luz antes de que me mate!»)
Y por fin, cuando ya le parecía que no podría soportarlo más, la luz empezó a mitigarse. En cuanto desapareció, aunque dejando violentas manchas azules que flotaban en la nueva oscuridad como unas tijeras fantasmales, Lois abrió los ojos lentamente. Por un instante no vio nada aparte de la cruz azul y creyó que se había quedado ciega. Pero entonces, con la lentitud de una fotografía al revelarse, el mundo empezó a resurgir. Vio a Ralph, a Cloto y a Láquesis retirándose las manos de los ojos y mirando en derredor con la ciega extrañeza de una guarida de topos vuelta del revés por la hoja de una grada.
Láquesis contemplaba las tijeras que sostenía su compañero como si no las hubiera visto en su vida, y Lois estaba dispuesta a apostar lo que fuera a que nunca las había visto tal como aparecían en aquel momento. Las hojas seguían brillando, despidiendo siniestros y fantasmales destellos de luz en brumosas gotas.
Láquesis: (¡Ralph, ése es…!)
Lois no oyó el resto de la frase, pero el tono que había empleado Láquesis era el de un campesino humilde que abre la puerta y se encuentra con que el Papa se ha detenido en su casa para escuchar sus oraciones y oírle en confesión.
Cloto seguía mirando las tijeras con fijeza. Ralph también las miró, pero por fin se volvió de nuevo hacia los médicos calvos.
Ralph: («¿… el dolor?»)
Láquesis, con la voz de un hombre que acaba de despertar de un profundo sueño: (Sí…, no tardará mucho, pero… la agonía será intensa… ¿cambias de idea, Ralph?)
De repente, Lois tuvo miedo de aquellas tijeras tan brillantes. Quería llamar a Ralph, decirle que no se preocupara por aquella vida, que les diera la que ellos querían, que les diera al pequeño. Quería decirle que hiciera lo que fuera con tal de que volvieran a guardarse las tijeras.
Pero ni de su boca ni de su mente brotó palabra alguna.
Ralph: («… en absoluto… sólo quería saber qué me esperaba.»)
Cloto: (¿… preparado?… Debe ser…)
¡Diles que no, Ralph!, intentó transmitirle Lois. ¡Diles que NO!
Ralph: («… preparado.»)
Láquesis: (¿Comprendes… las condiciones… y el precio?)
Ralph, en tono impaciente: («Sí, sí. Por favor, ¿podemos…?»)
Cloto, con infinita solemnidad: (Muy bien, Ralph. Así sea.)
Láquesis rodeó los hombros de Ralph con un brazo; él y Cloto lo condujeron hacia el pie de la colina, al lugar en que los niños pequeños empezaban sus carreras de trineos en invierno. Allí había una pequeña explanada redonda del tamaño de un escenario de club nocturno. Cuando llegaron allí, Láquesis detuvo a Ralph y le hizo girarse a fin de encararlo con Cloto.
De repente, Lois sintió deseos de cerrar los ojos, pero no pudo. Lo único que hizo fue mirar y rezar por que Ralph supiera lo que se hacía.
Cloto le murmuró algo al oído. Ralph asintió y se quitó el suéter, lo dobló y lo dejó pulcramente sobre la hierba cubierta de hojas. Cuando se incorporó, Cloto le cogió la muñeca derecha y le extendió el brazo. Hizo un gesto de asentimiento a Láquesis, quien le desabotonó el puño y le arremangó la camisa hasta el codo con tres movimientos rápidos. A continuación, Cloto giró el brazo de Ralph para que la muñeca mirara hacia arriba. El fino entramado de venas azules que asomaban justo debajo de la piel se apreciaba con extremada claridad y quedaba resaltado por delicados trazos de aura. Todo aquello le resultaba terriblemente familiar a Lois; era como observar a un paciente en una serie de médicos de la tele cuando lo preparan para una operación.
Pero no estaban en la tele.
Láquesis se inclinó hacia delante y habló de nuevo. Aunque Lois no oyó sus palabras, sabía que le estaba diciendo a Ralph que aquella era su última oportunidad.
Ralph asintió, y aunque su aura revelaba a Lois que estaba aterrado por lo que le esperaba, de algún modo logró esbozar una sonrisa. Cuando se volvió hacia Cloto para decirle algo, no parecía buscar consuelo sino darlo. Cloto intentó devolverle la sonrisa, pero no lo consiguió.
Láquesis rodeó con una mano la muñeca de Ralph, más para mantener el brazo firme (o al menos eso creía Lois) que parecía inmovilizárselo. Le recordaba a una enfermera atendiendo a un paciente al que van a administrar una inyección muy dolorosa. Láquesis se volvió hacia su compañero con expresión atemorizada y asintió. Cloto le devolvió el gesto, aspiró una profunda bocanada de aire y se inclinó sobre el brazo vuelto hacia arriba de Ralph, cuyo árbol fantasmal de venas azules relucía bajo la piel. Se detuvo un instante y por fin abrió las hojas de las tijeras con las que él y su viejo amigo convertían la vida en muerte.
Lois se levantó insegura y se tambaleó sobre unas piernas que se le antojaban leños. Tenía intención de romper la parálisis que la había sumido en un silencio tan cruel, llamar a Ralph a gritos y decirle que parara, decirle que no sabía lo que aquellos tipos pretendían hacerle.
Pero sí lo sabía. De ello daban fe la palidez de su rostro, sus ojos entornados, sus labios apretados dolorosamente, pero sobre todo, los trazos rojos y negros que surcaban su aura como meteoros, y el aura en sí misma, que se había encogido hasta convertirse en una ceñida cáscara azul.
Ralph hizo un gesto de asentimiento a Cloto, quien bajó la hoja de las tijeras hasta tocar el antebrazo de Ralph justo por debajo del codo. En el primer momento, la piel tan sólo formó un hoyuelo, pero entonces, una ampolla de sangre se formó en lugar del hoyuelo. Cuando Cloto apretó los dedos para juntar las hojas de las tijeras, la piel de cada lado del corte longitudinal se apartó con la rapidez de una persiana. La grasa subcutánea relucía como hielo fundido en la violenta luz azul del aura de Ralph. Láquesis atenazó con más fuerza la muñeca de Ralph, pero por lo que Lois podía ver, Ralph no hizo siquiera el primer gesto instintivo de apartar el brazo, sino que se limitó a bajar la cabeza y alzar el puño izquierdo como si hiciera el saludo del Poder Negro. Lois vio que los tendones del cuello le sobresalían como cables, pero Ralph no emitió sonido alguno.
Ahora que aquel terrible asunto ya había comenzado, Cloto procedía a una velocidad que era brutal y misericordiosa a un tiempo.
Cortó por el centro del antebrazo de Ralph hasta la muñeca, empleando las tijeras como si cortara las cintas de un paquete muy bien embalado, ayudando a las hojas con los dedos y apretando con el pulgar. Dentro del brazo de Ralph, los tendones centelleaban como tajadas de carne de ijada. La sangre fluía en regueros, y cada vez que se partía una vena brotaba una fina lluvia escarlata. Muy pronto, abanicos de salpicaduras adornaron las batas blancas de los dos hombrecillos, lo que les confería más que nunca aspecto de médicos.
Cuando las hojas seccionaron por fin el Brazalete de la Fortuna de la muñeca de Ralph (la operación no había tardado ni tres segundos, pero a Lois se le antojaron una eternidad), Cloto retiró las tijeras chorreantes y se las entregó a Láquesis. El brazo de Ralph estaba abierto desde el codo hasta la muñeca en un surco oscuro. Cloto oprimió las manos sobre el punto inicial del surco y Lois pensó: Ahora el otro cogerá el suéter de Ralph y lo utilizará para hacer un torniquete. Pero Láquesis no hizo movimiento alguno, sino que se limitó a observar la escena sin soltar las tijeras.
Durante un momento, la sangre siguió fluyendo por entre los dedos de Cloto, pero luego se detuvo. Apartó lentamente las manos del brazo de Ralph, y la carne que apareció estaba entera y firme, aunque atravesada por una gruesa cresta blanca de tejido cicatrizado.
(Lois… Lo-isssss…)
Aquella voz no procedía del interior de su cabeza ni del pie de la colina, sino de detrás suyo. Una voz suave, casi halagadora. ¿Átropos? No, en absoluto. Bajó la mirada y vio una luz verde y mortecina que fluía a su alrededor, brotaba por entre sus brazos, su cuerpo, sus piernas, incluso sus dedos. Ondulaba la sombra escuálida y retorcida que proyectaba, la sombra de una mujer ahorcada. La acariciaba con dedos frescos de color musgo.
(Date la vuelta, Lo-isss…)
En aquel momento, lo último que quería Lois Chasse era darse la vuelta y ver la fuente de aquella luz verde.
(Date la vuelta, Lo-isss…, mírame, Lo-isss…, ven a la luz, Lo-isss…, ven a la luz…, mírame y ven a la luz…)
No era una voz que pudiera desobedecerse. Lois se dio la vuelta tan lentamente como una bailarina de juguete con el engranaje oxidado, y sus ojos parecieron quedar bañados en el fuego de san Telmo.
Lois fue a la luz.