La sonrisa de Átropos relucía, llena de repulsivo triunfo, llena de…
Llena de miedo. Te ha pillado por sorpresa, tiene el bisturí en el cordel de globo de Lois y la mano alrededor de su cuello, pero aun así, está muerto de miedo. ¿Por qué?
(¡Vamos! ¡No perdamos más tiempo, capullo! ¡Dame el anillo!)
Ralph se llevó la mano lentamente al bolsillo y cogió el anillo mientras se preguntaba por qué Átropos no había matado a Lois en seguida. Sin duda no tenía intención de dejarla marchar, de dejarlos marchar a ninguno de los dos.
Tiene miedo de que le lance otro de esos golpes telepáticos de karate.
Y no sólo eso. Creo que también tiene miedo de cagarla. Miedo de la cosa, el ente que lo domina. Miedo del Rey Carmesí. Tienes miedo del jefe, ¿eh, asqueroso amiguito?
Sostuvo el anillo entre el pulgar y el índice y volvió a mirar a través del círculo.
(«Ven a buscarlo, ¿quieres? No seas tímido.»)
El rostro de Átropos se contrajo de ira. Aquella expresión convirtió su sonrisa nerviosa y maligna en un ceño de chiste.
(La mataré, Mortal, ¿no me has oído? ¿Es eso lo que quieres?)
Ralph levantó la mano izquierda lenta y deliberadamente. Hizo un gesto en el aire como si estuviera serrando algo y se alegró al ver que Átropos hacía una mueca cuando vio que la palma de la mano le apuntaba por un momento.
(«Si la rozas con ese cuchillo, te pegaré tal viaje que necesitarás una navaja para arrancar tus dientes de la pared, eso te lo aseguro.»)
(Dame el anillo, Mortal.)
«No pueden mentir —pensó Ralph de repente—. No recuerdo si me lo han dicho o si sólo lo he intuido, pero estoy seguro de que es cierto; no pueden mentir. Pero yo sí.»
(«Mira, señor A. Prométeme un trueque y te daré el anillo.»)
(¿Un trueque?… ¿Qué quieres decir con un trueque?)
(«¡Ralph, no!»)
Ralph la miró antes de fijarse de nuevo en Átropos. Levantó la mano izquierda para rascarse la mejilla sin tener en cuenta qué pensaría el médico calvo y bajito de aquel gesto. En un abrir y cerrar de ojos, Átropos volvió a oprimir el bisturí contra el cordel de globo de Lois, esta vez con fuerza suficiente como para abollarlo y provocar una mancha oscura en el punto de contacto. Parecía una ampolla de sangre. Grandes goterones de sangre brillaban sobre la frente de Átropos, y cuando habló, lo hizo a gritos llenos de pánico.
(¡No empieces a dispararme esos rayos de poca monta! ¡Mataré a la mujer si lo haces!)
Ralph bajó la mano a toda prisa y a continuación entrelazó las dos detrás de la espalda, como un niño arrepentido. El anillo de boda de Ed seguía encerrado en su mano, y ahora, casi sin pensárselo, se lo guardó en el bolsillo trasero de los pantalones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no tenía intención de devolvérselo. Aunque ello le costara la vida a Lois, aunque les costara la vida a los dos, no tenía intención de devolvérselo.
Pero tal vez la cosa no iría tan lejos.
(«Un trueque significa que los dos nos marchamos, señor A. Yo te doy el anillo, tú me devuelves a mi amiga. Lo único que tienes que hacer es prometer que no le harás daño. ¿Qué te parece?»)
(«¡No, Ralph, no!»)
Átropos no respondió, sino que se limitó a mirar a Ralph con ojos relucientes de odio, miedo e impotencia. Si alguna vez en su larga vida había deseado poder mentir, Ralph suponía que lo estaría deseando en aquel momento. Lo único que tenía que decir era Vale, trato hecho, y la pelota volvería de nuevo al campo de Ralph. Pero no podía decirlo porque no podía hacerlo.
«Sabe que está acorralado —se dijo Ralph—. En realidad no importa si le corta el cordel o la suelta… Debe de pensar que pretendo fulminarle en cualquier caso, y tiene razón.»
¿Cuánto daño puedes hacerle realmente, cariño?, preguntó Carolyn en tono dubitativo desde el lugar que ocupaba en su mente. ¿Cuánto jugo te queda después de cortar la bolsa de la muerte del anillo?
Por desgracia, la respuesta era «no mucho». Tal vez suficiente para chamuscarle la calva, pero seguramente no lo suficiente como para salteársela. Y…
De repente, Ralph vio algo que no le hizo ninguna gracia; el pánico de la sonrisa de Átropos dio paso a una cautelosa confianza. Y sintió aquellos ojos dementes recorrerle de arriba abajo, recorrer su rostro, su cuerpo, pero sobre todo su aura. De pronto, Ralph vio una clara imagen de un mecánico utilizando la varilla para comprobar cuánto aceite quedaba en el cártel del cigüeñal de un coche.
Haz algo, le rogaron los ojos de Lois. Por favor, Ralph.
Pero no sabía qué hacer. Se le habían acabado las ideas.
La sonrisa de Átropos adquirió un matiz malicioso y repugnante.
(Estás vacío, Mortal, ¿eh? Oh, qué pena.)
(«Hazle daño y lo descubrirás, calvorota de mierda.»)
La sonrisa de Átropos se ensanchó aún más.
(No podrías ni darle una patada a una rata con lo que te queda. ¿Por qué no te portas como un niño bueno y me devuelves el anillo antes de que…?)
(«¡Hijo de puta!»)
Era Lois. Ya no estaba mirando a Ralph, sino que tenía la vista clavada en el otro lado de la habitación, en el espejo en el que Átropos, sin duda, comprobaba la caída de sus últimas adquisiciones de moda, como el pañuelo de Rosalie o el panamá de McGovern. Tenía los ojos abiertos de par en par, llenos de furia, y Ralph sabía exactamente lo que acababa de ver.
(«¡Son míos, ladrón asqueroso!»)
Lois dio un violento empujón hacia atrás, sirviéndose de su peso para estrellar a Átropos contra el flanco de la arcada. El enano calvo emitió un gruñido de sorpresa. La mano que sostenía el bisturí salió disparada hacia arriba; la hoja arrancó tierra de la pared. Lois se volvió hacia él con el rostro contraído de furia, una mirada tan poco propia de nuestra Lois que McGovern se habría desmayado al verla. Le agarró el rostro con las manos en un intento de coger los pendientes. Uno de sus dedos se clavó en la mejilla del enano. Átropos aulló como un perro al que acabaran de pisarle la pata, y a continuación volvió a agarrarla por la cintura para darle la vuelta.
Giró la hoja del bisturí hacia dentro, preparándose para atacar. Ralph agitó el dedo índice de la mano derecha como si riñera a alguien. Un rayo de luz tan pálido que casi era invisible surgió de la uña y chocó contra la punta del bisturí, alejándolo por un instante del cordel de globo de Lois. Y eso era todo; Ralph estaba convencido de que su arsenal personal se había agotado.
Átropos le enseñó los dientes por encima del hombro de Lois mientras ella se encabritaba y retorcía en sus brazos. No estaba intentando huir, sino darse la vuelta y atacarle. Sus pies se agitaron cuando lo empujó con todo su peso en un intento de aplastarlo contra la pared, y sin tener la menor idea de lo que quería hacer, Ralph se lanzó hacia delante y se arrodilló con las manos extendidas. Parecía un pretendiente maníaco en medio de una vigorosa proposición de matrimonio, y uno de los pies de Lois estuvo a punto de golpearle en la garganta. Agarró el dobladillo de sus bragas, que se soltaron con un suave susurro de nailon rosa. Entretanto, Lois seguía gritando.
(«¡Ladrón asqueroso! ¡Toma esto! ¿Qué, te gusta?»)
Átropos profirió un grito de dolor, y cuando Ralph alzó la mirada, vio que Lois había sepultado los dientes en su muñeca derecha. Su mano izquierda, la que sostenía el bisturí, se agitó a ciegas en busca del cordel de globo, y no lo cortó de milagro. Ralph se puso en pie de un salto, sin saber todavía qué estaba haciendo, y arrojó el viso rosa de Lois sobre la mano de Átropos… y sobre su cabeza.
(«¡Apártate de él, Lois! ¡Corre!»)
Lois escupió la diminuta mano blanca y avanzó dando tumbos hacia la mesa hecha con la mitad superior de un barril que estaba en el centro de la habitación, al tiempo que se limpiaba la sangre de Átropos con un gesto de repulsión atávica…; pero la expresión dominante en su rostro seguía siendo la furia. Átropos, que por el momento no era más que una silueta que aullaba y se retorcía bajo el viso rosado, alargó la mano libre hacia ella. Ralph la apartó y la estrelló de nuevo contra el flanco de la arcada.
(«No, no, amigo mío… Nada de eso.»)
(¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí, cabrón! ¡No puedes hacer esto!)
Y lo más extraño de todo es que se lo cree —pensó Ralph—. Está tan acostumbrado a salirse con la suya que ha olvidado lo que pueden hacer los Mortales. Pero creo que eso lo puedo arreglar.
Ralph recordó el momento en que Átropos había cortado el cordel de globo de Rosalie, después de que la perra le lamiera la mano, y el odio que sentía por aquel ser chulo, malicioso, autocomplaciente y chiflado estalló de repente en su mente como una linterna de señales de color verde podrido. Agarró un lado del viso de Lois y retorció el puño dos veces en torno a él, tirando hacia arriba, apretando tanto que las facciones de Átropos quedaron marcadas con toda claridad como una máscara de la muerte de nailon rosa.
Entonces, justo cuando la hoja del bisturí empezaba a cortar la tela, Ralph dio la vuelta a Átropos, utilizando el viso como si fuera una honda, y lo estrelló contra la arcada. El daño podría haber sido menor si Átropos se hubiera caído, pero no fue así; sus pies chocaron, pero no llegaron a cruzarse. Chocó contra la pared de piedra de la arcada con un golpe sordo, profirió un grito ahogado de dolor y cayó de rodillas. Manchas de sangre salpicaron el viso de Lois como pétalos de flor. El bisturí había desaparecido de nuevo de la grieta que había abierto en la tela. Ralph se abalanzó sobre Átropos justo en el momento en que reaparecía para alargar el corte original y dejar al descubierto el rostro atónito del ser calvo. Le sangraba la nariz, así como la frente y la sien derecha. Antes de que pudiera incorporarse, Ralph lo agarró por los escurridizos bultos rosados que eran sus hombros.
(¡Basta! ¡Te lo advierto, Mortal! ¡Te arrepentirás de haber…!)
Ralph ignoró aquella fanfarronada y empujó a Átropos con todas sus fuerzas. Los brazos del enano seguían enredados en el viso, por lo que cavó al suelo de bruces. Profirió un grito que denotaba cierto asombro, pero sobre todo dolor. Ralph sintió a Lois en las profundidades de su mente, diciéndole que ya bastaba, que no le hiciera demasiado daño, que no hiciera demasiado daño a ese psicótico de bolsillo que había intentado matarla. Átropos intentó rodar sobre sí mismo. Ralph le asestó un rodillazo en la espalda y lo dejó plano otra vez.
(«No te muevas, amiguito. Prefiero que te quedes tal como estás.»)
Alzó la mirada hacia Lois y vio que su increíble furia había desaparecido tan súbitamente como había aparecido, como un extraño fenómeno meteorológico. Tal vez un tornado, que aparece en un cielo completamente azul, arranca el techo de un granero y se esfuma como por arte de magia. Sin embargo, su dedo no tembló al apuntar a Átropos.
(«Tiene mis pendientes, Ralph. Ese ladronzuelo de mierda tiene mis pendientes. ¡Lleva mis pendientes!»)
(«Ya lo sé. Lo he visto.»)
Un lado del rostro contraído de Átropos apareció por la raja del nailon como si fuera el bebé más feo del mundo en el momento de nacer. Ralph sintió que los músculos del pequeño ser temblaban bajo la rodilla con que lo sujetaba, y recordó un viejo proverbio que había leído en alguna parte…, tal vez en la etiqueta de una bolsa de té Salada: Aquel que agarre a un tigre por la cola que no ose soltarlo. En aquella increíble guarida subterránea, sintiéndose como un personaje de cuento inventado por un loco, Ralph creía haber alcanzado una suerte de comprensión divina de aquel proverbio. Mediante la combinación de la ira repentina de Lois y la pura suerte, había logrado cierta ventaja, al menos momentánea, sobre el escurridizo y asqueroso renacuajo. La cuestión cada vez más acuciante residía en qué hacer a continuación.
La mano que sostenía el bisturí salió disparada hacia arriba, pero fue un ataque débil y a ciegas. Ralph lo evitó sin dificultad, haciendo una mueca al percibir el olor que dejaba tras de sí la hoja: tiras de carne pasada pudriéndose en algún rincón olvidado de un matadero. Entre sollozos y juramentos, sin miedo pero claramente herido y casi consumido por la rabia impotente que lo invadía, Átropos amagó un nuevo ataque.
(¡Deja que me levante, hijo de puta Mortal! ¡Viejo estúpido! ¡Cara arrugada de mierda!)
(«Pues últimamente tengo mejor aspecto, ¿no te has dado cuenta?»)
(¡Cabrón! ¡Estúpido cabrón Mortal! ¡Me las pagarás! ¡Te juro que me las pagarás!)
Bueno —pensó Ralph—, al menos no suplica. Casi había esperado que se pusiera a suplicar.
Átropos siguió atacándole débilmente con el bisturí. Ralph evitó dos o tres envites con facilidad, y por fin acercó una mano a la garganta del ser que yacía bajo él.
(«¡No lo hagas, Ralph!»)
Ralph meneó la cabeza sin saber si expresaba molestia, tranquilidad o ambas cosas. Rozó la piel de Átropos y sintió su estremecimiento. El médico calvo profirió un grito ahogado de repulsión, y Ralph lo comprendía perfectamente. Era asqueroso para ambos, pero no apartó la mano, sino que intentó cerrarla en torno al pescuezo de Átropos, y no le sorprendió demasiado comprobar que no podía hacerlo. Pero aun así, ¿no había dicho Láquesis que sólo los Mortales podían plantar cara a Átropos? Creía que sí. La cuestión era cómo.
Debajo de él, Átropos lanzó una repugnante carcajada.
(«¡Por favor, Ralph! ¡Por favor, coge los pendientes y vámonos!»)
Átropos volvió los ojos hacia ella y luego los clavó de nuevo en Ralph.
(¿Creías que podías matarme, Mortal? Bueno, pues mira por dónde.)
No, no había creído que pudiera matarle, pero tenía que averiguarlo.
(La vida es una mierda, ¿eh, Mortal? ¿Por qué no me devuelves el anillo? Lo cogeré tarde o temprano, eso te lo garantizo.)
(«A tomar por el saco, comadreja.»)
Sí, palabras, pero las palabras de poco servían. La cuestión más acuciante seguía sin respuesta: ¿qué narices debía hacer con ese monstruo?
Sea lo que sea, no podrás hacerlo mientras Lois esté aquí mirándote, le advirtió una voz que no era exactamente la de Carolyn. No pasaba nada cuando estaba cabreada, pero ya no está cabreada. No tiene estómago para lo que sea que vaya a pasar a continuación, Ralph. Tienes que conseguir que se vaya.
Se volvió hacia Lois, que tenía los ojos entornados. Parecía a punto de desplomarse bajo la arcada y dormirse.
(«Lois, quiero que salgas de aquí ahora mismo. Sube la escalera y espérame debajo del ár…»)
El bisturí volvió a atacar y esta vez no le arrancó la punta de la nariz por los pelos. Ralph se apartó y la rodilla le resbaló sobre el nailon. Átropos le dio un tremendo empujón y estuvo a punto de escabullirse. En el último momento, Ralph volvió a aplastar la cabeza del hombrecillo contra el suelo con la palma de la mano (algo que, al parecer, no contravenía las reglas), y volvió a colocar la rodilla en su sitio.
(¡Aaauuu! ¡Aauuu! ¡Basta! ¡Me estás matando!)
Ralph le ignoró y miró a Lois.
(«¡Vete, Lois! ¡Sube! ¡Iré lo antes posible!»)
(«No creo que pueda subir sola… Estoy demasiado cansada.»)
(«Sí que puedes. Tienes que hacerlo y puedes.»)
Átropos volvió a calmarse, al menos de momento; era un motor pequeño y jadeante bajo la rodilla de Ralph. Pero eso no bastaba, ni mucho menos. El tiempo pasaba, pasaba muy deprisa, y en aquel momento, el tiempo era el verdadero enemigo, no Ed Deepneau.
(«Mis pendientes…»)
(«Te los llevaré cuando suba, Lois. Te lo prometo.»)
Con lo que se le antojó un esfuerzo supremo, Lois se irguió y miró a Ralph con solemnidad.
(«No deberías hacerle daño, Ralph, no si no es necesario. No es cristiano.»)
No, no es nada cristiano, convino una criatura traviesa en las profundidades de la mente de Ralph. No es nada cristiano, pero… no veo el momento de empezar.
(«Vete, Lois. Yo me ocuparé de todo.»)
Lois lo miró con aire triste.
(«No serviría de nada que te pidiera que no le hicieras daño, ¿verdad?»)
Ralph se lo pensó un momento y por fin denegó con la cabeza.
(«No, pero te prometo una cosa; se lo pondré tan fácil como él me permita. ¿Te basta eso?»)
Lois consideró sus palabras con toda minuciosidad y por fin asintió.
(«Sí, creo que eso me basta. Y a lo mejor consigo subir si me lo tomo con calma…, pero ¿qué hay de ti?»)
(«Lo conseguiré. Espérame debajo del árbol.»)
(«De acuerdo, Ralph.»)
Ralph la observó atravesar la mugrienta habitación; la zapatilla de Helen oscilaba bajo su muñeca. Se agachó para pasar bajo el arco que separaba el piso de la escalera y empezó a subir lentamente. Ralph esperó hasta perder de vista sus pies y luego se concentró de nuevo en Átropos.
(«Bueno, amiguete, aquí estamos, dos amigos reunidos. ¿Qué hacemos? ¿Jugamos a algo? A ti te gusta jugar, ¿verdad?»)
Átropos reanudó sus forcejeos al instante, blandiendo el bisturí sobre la cabeza e intentando apartar a Ralph al mismo tiempo.
(¡Basta! ¡Quítame las manos de encima, maricón de mierda!)
Átropos se debatía con tal violencia que aplastarlo con la rodilla contra el suelo era como aplastar a una serpiente. Ralph hizo caso omiso de los gritos, los corcoveos y el bisturí que se agitaba a ciegas. Toda la cabeza de Átropos asomaba ahora por el viso, lo cual facilitaba mucho las cosas. Ralph agarró los pendientes de Lois y tiró de ellos. No se movieron, pero sí arrancaron un sincero grito de dolor a Átropos. Ralph se inclinó hacia delante con una leve sonrisa.
(«Son para orejas perforadas, ¿eh, amigo?»)
(¡Sí! ¡Sí, maldita sea!)
(«Para citar tus propias palabras, la vida es una mierda, ¿eh?»)
Ralph volvió a coger los pendientes y los arrancó de las orejas de Átropos. Dos abanicos de sangre brotaron de las orejas del enano cuando los diminutos agujeros de los lóbulos de sus orejas se convirtieron en colgajos.
El aullido del hombrecillo fue tan agudo como el que produce una broca nueva. Ralph sintió una inquietante mezcla de compasión y desprecio.
Este renacuajo de mierda está acostumbrado a hacer daño a otras personas, pero no a que le hagan daño a él. A lo mejor nadie le ha hecho daño jamás. Bueno, pues ya puedes ir acostumbrándote al modo de vida de la otra mitad, amigo.
(¡Basta! ¡Basta! ¡No puedes hacerme esto!)
(«Tengo una noticia para ti, amiguito… Lo estoy haciendo. Y ahora, ¿porqué no dejas que siga el espectáculo?»)
(¿Qué crees que vas a conseguir con esto, Mortal? Pasará de todas formas, ¿sabes? Toda esa gente del Centro Cívico la va a palmar, y no vas a evitarlo quitándome el anillo.)
Como si no lo supiera, pensó Ralph.
Átropos seguía jadeando, pero ya no se retorcía. Ralph creyó que podía apartar la vista de él por un instante y echar un vistazo rápido a la habitación. Suponía que lo que estaba buscando en realidad era inspiración…, aunque sólo fuera un poquito.
(«¿Me permite una sugerencia, señor A.? ¿Como su nuevo amigo y compañero de juegos? Sé que está muy ocupado, pero creo que debería encontrar un hueco para hacer algo con este sitio. No digo que tenga que presentarlo en una revista de decoración ni nada por el estilo, pero ¡jolines! ¡Vaya pocilga!»)
Átropos, mohíno y cauto a un tiempo: (¿Crees que me importa un comino lo que pienses, Mortal?)
Sólo se le ocurría una forma de proceder. No le hacía mucha gracia, pero lo haría de todas formas. Tenía que hacerlo; su mente había formado una imagen que lo garantizaba. Se trataba de una imagen de Ed Deepneau volando hacia Derry desde la costa en avioneta con una caja de explosivos de gran potencia o bien con un depósito de gas nervioso almacenado en el morro.
(«¿Qué puedo hacer con usted, señor A.? ¿Tiene alguna idea?»)
La respuesta fue inmediata e inequívoca.
(Déjame marchar. Ésa es la respuesta. La única respuesta. Te dejaré en paz, os dejaré en paz a los dos. Os dejaré para el Propósito. Viviréis otros diez años. Maldita sea, tal vez otros veinte, no es imposible. Lo único que tú y tu amiguita tenéis que hacer es no meteros en esto. Iros a casa. Y cuando llegue el big bang, miradlo en la tele.)
Ralph intentó fingir que reflexionaba en serio sobre sus palabras.
(«¿Y nos dejarías en paz? ¿Prometerías dejarnos en paz?»)
(¡Sí!)
El rostro de Átropos había adquirido una expresión esperanzada, y Ralph vio los primeros indicios de un aura aparecer en torno al asqueroso renacuajo. Era del mismo color rojo mortecino que el latido que iluminaba el piso.
(«¿Sabe algo, señor A.?»)
Átropos, con aire más esperanzado que nunca: (No, ¿qué?)
Ralph extendió la mano, agarró la muñeca izquierda de Átropos y se la retorció con todas sus fuerzas. Átropos profirió un chillido de dolor. Sus dedos se aflojaron en torno al bisturí, y Ralph se apoderó de él con la agilidad de un carterista veterano al robar una cartera.
(«Te creo.»)
(¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo! ¡Devuél…!)
En su histeria, Átropos podría haber seguido gritando durante horas, de modo que Ralph puso fin a su letanía de la forma más discreta que conocía. Se inclinó hacia delante y le practicó una incisión vertical poco profunda en la parte posterior de la desproporcionada cabeza calva, que sobresalía del viso de Lois. Ninguna mano invisible intentó apartarle, y su propia mano se movía sin ningún problema. La sangre brotó con asombrosa abundancia del corte. El aura de Átropos adquirió el matiz rojo oscuro y funesto de una herida infectada. Volvió a gritar.
Ralph se acercó más y le susurró al oído en tono afable.
(«A lo mejor no puedo matarte, pero lo que está claro es que puedo joderte bien jodido, ¿verdad? Y no me hace falta estar cargado de jugo psíquico para eso. Este encanto de bisturí servirá.»)
Utilizó el arma para practicar una incisión perpendicular a la primera y formar una t minúscula en el cogote de Átropos. El enano gritó y empezó a agitar los brazos como un loco. Ralph quedó asqueado al comprobar que una parte de él, el gremlin travieso, estaba disfrutando como un enano.
(«Si quieres que siga rajándote, sigue forcejeando. Si quieres que pare, para tú también.»)
Átropos se calmó al instante.
(«Vale. Ahora te voy a hacer unas cuantas preguntas. Creo que te darás cuenta de que te conviene mucho contestarlas.»)
(¡Pregúntame lo que quieras! ¡Lo que quieras! ¡Pero no me rajes más!)
(«Buena actitud, amiguito, pero creo que todo es mejorable, ¿no te parece? Vamos a ver.»)
Ralph volvió a bajar el bisturí para abrirle un largo tajo en un lado del cráneo. Un colgajo de piel se desprendió como papel pintado mal encolado. Átropos aulló. Ralph sintió un espasmo de repugnancia en la boca del estómago, y aquello lo alivió…, pero cuando habló/pensó de nuevo, procuró con todas sus fuerzas que aquel sentimiento no trasluciera.
(«Muy bien, ésta ha sido mi clase de motivación, doctor. Si me obligas a repetirla, tendrás que echar mano del Super Glue para evitar que la parte superior de tu cabeza salga volando cuando haga viento. ¿Lo has entendido?»)
(¡Sí! ¡Sí!)
(«¿Y me crees?»)
(¡Sí! ¡Maldito vejestorio cabrón, SÍ!)
(«Muy bien, perfecto. Ahí va la pregunta, señor A.: Si haces una promesa, ¿estás obligado a cumplirla?»)
Átropos tardó bastante en contestar, lo cual era buena señal. Ralph apoyó la parte plana de la hoja contra su mejilla para meterle prisa, lo que le granjeó otro grito y cooperación instantánea.
(¡Sí! ¡Sí! ¡Pero no me rajes más! ¡No me rajes más!)
Ralph apartó el bisturí. La silueta de la hoja ardía sobre la mejilla completamente lisa del enano como si fuera una marca de nacimiento.
(«Muy bien, encanto, escúchame con atención. Quiero que me prometas que nos dejarás en paz a Lois y a mí hasta que termine la manifestación del Centro Cívico. No más persecuciones, no más amputaciones, no más gilipolleces. Prométemelo.»)
(¡Vete a tomar por el saco! ¡Métete la promesa donde te quepa!)
Ralph no se molestó por aquel arranque, sino que su sonrisa se hizo aún más amplia. Porque Átropos no había dicho No quiero, y lo que aún era más importante, Átropos no había dicho No puedo. Simplemente había dicho no. Una ligera reincidencia, en otras palabras, que podía remediarse con facilidad.
Haciendo acopio de fuerzas, Ralph deslizó el bisturí verticalmente por la espalda de Átropos. El viso se rasgó, la sucia bata que llevaba debajo se rasgó, y también la piel que había bajo la bata se rasgó. La sangre empezó a brotar en un repugnante torrente, y el chillido agudo y atormentado de Átropos golpeó los oídos de Ralph.
Se acercó de nuevo a la diminuta oreja, haciendo una mueca de disgusto al percibir que la sangre caliente le empapaba las perneras del pantalón.
(«No tengo ganas de seguir haciendo esto, amiguito… De hecho, dos cortes más y creo que tendré que vomitar otra vez, pero quiero que sepas que puedo hacerlo y seguiré haciéndolo hasta que me prometas lo que te he pedido o hasta que esa fuerza que me ha impedido estrangularte me detenga de nuevo. Creo que si esperas a eso lo vas a pasar pero que muy mal. Así que, ¿qué te parece? ¿Quieres hacerme esa promesa o prefieres que te pele como si fueras una manzana?»)
Átropos estaba lloriqueando. Era un sonido horrible, nauseabundo.
(¡No lo entiendes! ¡Si consigues detener lo que ya ha empezado, hay pocas probabilidades, pero es posible que el ser al que llamas el Rey Carmesí te castigue!)
Ralph apretó los dientes y cortó de nuevo con los labios tan apretados que su boca tenía el aspecto de una cicatriz curada largo tiempo atrás. Percibió un leve tirón cuando la hoja del bisturí cortó el cartílago, y entonces la oreja de Átropos cayó al suelo. La sangre empezó a brotar del cráneo calvo, y esta vez, su grito fue tan fuerte que hirió los oídos de Ralph.
Desde luego, no son dioses ni de lejos —se dijo Ralph, casi enfermo de consternación y horror—. La única diferencia real que existe entre ellos y nosotros es que viven más tiempo y es un poco más difícil verlos. Y supongo que no soy demasiado buen soldado, porque con toda esta sangre creo que me voy a desmayar. Mierda.
(¡De acuerdo, lo prometo! ¡Pero deja de rajarme! ¡No me rajes más! ¡Por favor, no me rajes más!)
(«Buen comienzo, pero tendrás que concretar un poco más. Quiero oírte decir que prometes no acercarte a Lois ni a mí ni a Ed hasta que termine la manifestación del Centro Cívico.»)
Esperaba que Átropos empezara a forcejear de nuevo, pero se llevó una sorpresa.
(¡Lo prometo! ¡Prometo no acercarme a ti ni a la zorra con la que vas…!)
(«Lois. Di su nombre. Lois.»)
(¡Sí, sí, Lois Chasse! Prometo no acercarme a ella ni a Deepneau. A ninguno de vosotros, siempre y cuando no me rajes más. ¿Estás satisfecho? ¿Te basta eso, maldita sea?)
Ralph decidió que estaba satisfecho…, o tan satisfecho como uno puede estar cuando los métodos que emplea y las acciones que realiza lo asquean. No creía que la promesa de Átropos encerrara ninguna trampa; el hombrecillo calvo sabía que podía pagar un precio muy alto si cedía ahora, pero en definitiva, eso no había sido capaz de disipar el dolor y el terror que Ralph le había infligido.
(«Sí, señor A., creo que me basta.»)
Ralph se apartó de su pequeña víctima con el estómago revuelto y la sensación (tenía que ser falsa, ¿no?) de que su garganta se abría y cerraba como la concha de una almeja. Contempló el bisturí salpicado de sangre por un momento y luego echó el brazo hacia atrás y lo arrojó lejos de sí con todas sus fuerzas. El arma voló dando vueltas a través del arco y se perdió en el almacén.
¡Enhorabuena!, pensó Ralph. Ya no tenía ganas de vomitar. Ahora tenía ganas de llorar.
Átropos se puso de rodillas con dificultad y miró en derredor con la expresión confundida de un hombre que acabara de sobrevivir a una tormenta espantosa. Vio su oreja tirada en el suelo y la recogió. Le dio la vuelta entre las diminutas manos y contempló las tiras de cartílago que surgían de la parte posterior. Luego alzó la vista hacia Ralph. Sus ojos aparecían bañados en lágrimas de dolor y humillación, pero también había algo más…; una ira tan profunda y mortal que Ralph retrocedió un paso. Todas las precauciones que había tomado se le antojaban endebles y estúpidas a la vista de aquella ira. Retrocedió un paso tambaleándose y señaló a Átropos con un dedo tembloroso.
(«Recuerda tu promesa.»)
Átropos enseñó los dientes en una sonrisa cruel. El colgajo de piel que pendía a un lado de su rostro oscilaba como una vela fláccida, y la carne viva que asomaba debajo rezumaba sangre.
(Claro que la recordaré. ¿Cómo iba a olvidarla? De hecho, me gustaría hacerte otra. Dos por el precio de una, por así decirlo.)
Átropos hizo un gesto que Ralph recordaba bien de la azotea del hospital; separó los dos primeros dedos de la mano en forma de y, y los levantó formando un arco rojo en el aire. En su interior, Ralph vio una figura humana. Tras ella, apenas entrevista como entre una bruma de sangre, se hallaba la Manzana Roja. Empezó a preguntarse quién era la persona que estaba en primer plano, en la acera de Harris Avenue…, pero de repente lo supo. Miró a Átropos consternado.
(«¡Dios mío, no! ¡No puedes hacerlo!»)
La sonrisa de Átropos se amplió aún más.
(¿Sabes? Eso era lo que yo pensaba de ti, Mortal, pero estaba equivocado. Y tú también. Mira.)
Átropos separó los dedos un poco más. Ralph vio a alguien tocado con una gorra de los Red Sox salir de la Manzana Roja, y esta vez, Ralph supo de inmediato de quién se trataba. Aquella persona llamó a la que estaba al otro lado de la calle, y entonces empezó a suceder algo terrible. Asqueado, Ralph desvió la mirada del sangriento arco del futuro que se abría entre los deditos de Átropos.
Pero oyó lo que sucedía.
(El que te he mostrado primero pertenece al Azar, Mortal, es decir, a mí. Y ahí va mi promesa: si sigues interponiéndote en mi camino, lo que acabas de ver sucederá. No puedes hacer nada, dar ningún aviso que lo impida. Pero si lo dejas, si tú y la mujer os mantenéis al margen y dejáis que los acontecimientos sigan su curso, entonces me reprimiré.)
Las vulgaridades que formaban parte integrante del discurso habitual de Átropos habían desaparecido como una costumbre desechada, y por primera vez, Ralph se hizo una idea clara de cuán ancestral y malévolamente sabio era aquel ser.
(Recuerda lo que dicen los yonkies, Mortal: morir es fácil, vivir es difícil. Es un dicho muy cierto. Créeme, yo lo sé muy bien. Así que, ¿qué me dices? ¿Te lo estás pensando mejor?)
Ralph estaba de pie en el centro de aquella mugrienta estancia, con la cabeza gacha y los puños apretados. Los pendientes de Lois le quemaban la mano como ascuas diminutas. El anillo de Ed también parecía quemarle, y sabía que no había nada en el mundo que le impidiera sacárselo del bolsillo y arrojarlo a la otra habitación para que hiciera compañía al bisturí. Recordó una historia que había leído en la escuela hacía mil años. Se titulaba «¿La Dama o el Tigre?», y ahora comprendía qué significaba tener un poder tan terrible… y hallarse ante una decisión tan terrible. A primera vista parecía muy sencillo; al fin y al cabo, ¿qué era una sola vida en comparación con casi dos mil trescientas?
Pero esa vida…
Sin embargo, no es que se tenga que enterar nadie —pensó fríamente—. Nadie excepto Lois, quizás…, y Lois aceptaría mi decisión. Es posible que Carolyn no la hubiera aceptado, pero son dos mujeres muy distintas.
Sí, pero ¿tenía derecho a hacerlo?
(Claro que sí, Ralph; eso es precisamente de lo que van estas cuestiones de vida o muerte: de quién tiene el derecho. Esta vez eres tú. Así que, ¿qué me dices?)
(«No sé lo que digo, no sé lo que pienso. ¡Lo único que sé es que ojalá los tres ME HUBIERAIS DEJADO EN PAZ, JODER!»)
Ralph Roberts alzó la cabeza hacia el techo de raíces de la guarida de Átropos y gritó.