Se detuvieron junto a la base del roble, mirando hacia abajo. Lois se mordía el labio inferior con ademán obsesivo.
(«¿Tenemos que bajar ahí, Ralph? ¿De verdad tenemos que bajar ahí?»)
(«Sí.»)
(«Pero ¿por qué? ¿Qué tenemos que hacer? ¿Atraer a Átropos para que salga? ¿Quemar la guarida? ¿Recuperar algo que ha robado? ¿Matarle? ¿Qué?»)
Aparte de recuperar el peine de Joe y los pendientes de Lois, Ralph no sabía…, pero estaba seguro de que lo averiguaría, de que los dos lo averiguarían a su debido tiempo.
(«Creo que de momento lo mejor es que sigamos, Lois.»)
El relámpago había actuado como una mano de gran fuerza, empujando el árbol hacia el este y abriendo un gran agujero en la base de su cara occidental. Para un hombre o una mujer con visión mortal, aquel agujero ofrecería un aspecto oscuro (y tal vez algo atemorizador con sus flancos arenosos y las raíces apenas visibles que se retorcían en las tenebrosas sombras como serpientes), pero por lo demás, nada insólito.
Un niño con imaginación podría ver más —se dijo Ralph—. Ese espacio oscuro al pie del árbol podría hacerle pensar en tesoros de piratas…, escondrijos clandestinos…, guaridas de duendes…
Pero Ralph no creía que ni siquiera un niño Mortal imaginativo fuera capaz de ver la mortecina luz roja que se filtraba desde la tierra o de percatarse de que aquellas raíces retorcidas eran en realidad toscos peldaños que conducían a un lugar desconocido y sin duda desagradable.
No…, ni siquiera un niño imaginativo vería esas cosas…, pero tal vez podría sentirlas.
Exacto. Y después de sentirlas, cualquier crío con dos dedos de frente se daría la vuelta y pondría pies en polvorosa. Como harían él y Lois si tuvieran dos dedos de frente. Salvo por los pendientes de Lois. Salvo por el peine de Joe Wyzer. Salvo por su propio lugar perdido en el Propósito. Y por supuesto, salvo por Helen (y posiblemente Nat) y otras dos mil personas que aquella noche acudirían al Centro Cívico. Lois estaba en lo cierto. Tenían que hacer algo, y si se arredraban ahora, ese algo siempre sería fruto de lo hecho, hecho está.
Y también están las cuerdas —pensó Ralph—. Esas cuerdas que las fuerzas utilizan para atarnos a nosotros, pobres y confusas criaturas Mortales, a su rueda.
Veía a Cloto y Láquesis a través de un brillante cristal de odio, y creía que si estuvieran allí en aquel momento, habrían cambiado una de aquellas miradas inquietas para después retroceder un paso a toda prisa.
Y harían bien —se dijo—… Harían muy bien.
(«Ralph, ¿qué pasa? ¿Por qué estás tan enfadado?»)
Ralph se llevó la mano de Lois a los labios y la besó.
(«No pasa nada. Vamos. Entremos antes de que nos arrepintamos.»)
Lois lo observó un momento más y por fin asintió. Y cuando Ralph se sentó y metió las piernas en la boca abierta y repleta de raíces al pie del árbol, ella lo siguió sin titubear.
Ralph se deslizó tierra adentro de espaldas, cubriéndose el rostro con la mano libre para que no se le metiera tierra en los ojos abiertos. Intentó no retroceder cuando nudos de las raíces le acariciaban el cuello o le pinchaban en la parte baja de la espalda. El olor que percibía ahora era tan intenso que casi podía cortarse, un repugnante hedor de casa de monos que le produjo náuseas. Pudo convencerse de que se acostumbraría a ello hasta que se metió de lleno en el agujero que se abría bajo el roble, y entonces ya no pudo convencerse más. Se incorporó sobre un codo, sintiendo las raíces más pequeñas arañándole el cuero cabelludo y los colgajos de corteza haciéndole cosquillas en las mejillas, y vomitó todo lo que le quedaba en el estómago del desayuno. Oyó que Lois hacía lo mismo a su lado.
Un terrible y confuso mareo se adueñó de él en intensas oleadas. El hedor era tan denso que casi se lo estaba comiendo, y veía la sustancia roja que habían seguido hasta aquel lugar de pesadilla cubrirle las manos y los brazos. Mirarla ya había sido terrible; pero ahora estaba bañándose en ella, por el amor de Dios.
Algo le agarró la mano y estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico antes de darse cuenta de que se trataba de Lois. Entrelazó sus dedos con los suyos.
(«¡Ralph, sube un poco! ¡Es mejor! ¡Aquí podrás respirar!»)
Comprendió lo que quería decir al instante, y tuvo que contenerse, obligarse a bajar en el último momento, ya que de lo contrario, habría subido por la escalera de la percepción como un cohete a plena propulsión.
El mundo se tambaleó, y de repente le pareció que había más luz en aquel agujero apestoso… y también un poco más de espacio. El olor no desapareció, pero se tornó soportable. Ahora era como estar en una tienda de campaña pequeña y cerrada llena de gente con los pies sucios y los sobacos sudorosos. No resultaba muy agradable, pero sí soportable, al menos durante un rato.
De repente, Ralph imaginó la esfera de un reloj de bolsillo cuyas manecillas avanzaban con demasiada rapidez. Aquel lugar era mejor ahora que el hedor no intentaba meterse en su garganta a cucharadas para ahogarlo, pero seguía siendo un lugar peligroso… ¿Y si salían de allí al día siguiente por la mañana, cuando el Centro Cívico no fuera más que un agujero humeante en Main Street? Podía suceder. Era imposible no perder la noción del tiempo ahí abajo, del tiempo Mortal, del tiempo Limitado y del tiempo Eterno. La mera idea parecía un chiste.
Déjalo, Ralph… No puedes hacer nada al respecto y tienes que respirar, así que déjalo.
Lo intentó, y en aquel momento se le ocurrió que el viejo Dor había tenido toda la razón del mundo el día en que Ed había chocado con la furgoneta del señor Jardineros del West Side; era mejor no meterse en asuntos ajenos. Y sin embargo, allí estaban, el Peter Pan y la Wendy más viejos del mundo deslizándose bajo un árbol mágico hacia un submundo viscoso que ninguno de los dos quería ver.
Lois lo estaba observando, el rostro pálido iluminado por aquella repugnante luz roja, los expresivos ojos llenos de temor. Vio unos hilillos oscuros en su barbilla y se dio cuenta de que era sangre. Había dejado de mordisquearse el labio inferior para empezar a arrancárselo a trozos.
(«Ralph, ¿estás bien?»)
(«¿Estoy aquí debajo de un viejo roble con una chica guapísima y aún me lo preguntas? Estoy bien, Lois. Pero creo que será mejor que nos demos prisa.»)
(«De acuerdo.»)
Buscó a tientas un punto de apoyo y colocó el pie sobre una raíz nudosa. La raíz soportó su peso, y Ralph se deslizó por la pendiente pedregosa, apoyándose en otra raíz y sin soltar la cintura de Lois. La falda se le subió hasta los muslos, y Ralph volvió a pensar en Chuckie Engstrom y su Palo Espía. Le divirtió y exasperó a un tiempo ver que Lois intentaba ponerse bien la falda.
(«Sé que una señora intenta mantener la falda bien puesta siempre que es posible, pero creo que esa regla no vale cuando estás bajando por escaleras de duende debajo de un roble. ¿Vale?»)
Lois le dedicó una sonrisa avergonzada y asustada.
(«Si hubiera sabido lo que íbamos a hacer, me habría puesto pantalones. Creía que sólo íbamos al hospital.»)
Si yo hubiera sabido lo que íbamos a hacer —pensó Ralph—, habría canjeado mis bonos, por muy mal que estuviera el mercado, y ahora mismo estaríamos en un avión en dirección a Río, querida.
Buscó a tientas con el otro pie, consciente de que si se caía, lo más probable era que acabara en un lugar al que el equipo de rescate de Derry no podría acceder ni en pintura. Encima de sus ojos, un gusano rojizo surgió de la tierra, arrojando migas de tierra sobre su frente.
Durante lo que se le antojó una eternidad no sintió nada, y entonces su pie tocó madera blanda, no una raíz, sino algo que parecía un verdadero peldaño. Se deslizó hacia abajo sin soltar a Lois y esperó a ver si la cosa sobre la que se había detenido soportaba su peso o cedía.
La cosa aguantó y era lo bastante ancha para los dos. Ralph bajó la mirada y vio que era el peldaño superior de una estrecha escalera que descendía curvada hacia la oscuridad teñida de rojo. Había sido construida para un ser (y quizás por un ser) mucho más bajo que ellos, por lo que tuvieron que agacharse, pero, aun así, era mucho mejor que la pesadilla de los últimos instantes.
Ralph miró la cuña rasgada de luz natural que había sobre ellos con los ojos resaltados sobre el rostro surcado de tierra y sudor y una expresión de estúpido anhelo. La luz natural jamás se le había antojado tan dulce ni tan distante. Se volvió hacia Lois y asintió con la cabeza. Lois le oprimió la mano y le devolvió el gesto. Agachados, encogiéndose cada vez que una raíz colgante les tocaba el cuello o la espalda, empezaron a bajar la escalera.
El descenso se les antojó interminable. La luz roja se tornó más brillante, el hedor de Átropos, más denso, y Ralph era consciente de que los dos estaban «subiendo» al tiempo que bajaban; era cuestión de escoger entre eso o sucumbir ante el olor. Siguió diciéndose que estaban haciendo lo que debían hacer, que debía de haber un guardián del tiempo en una operación de aquella envergadura, alguien que les diera un toque si se les acababa el tiempo, pero aun así, estaba preocupado; porque a lo mejor no había ningún guardián del tiempo, ni un árbitro ni un equipo ni jueces de línea ataviados con camisas a rayas. No hay garantías, había dicho Cloto.
Cuando Ralph empezaba a preguntarse si la escalera llegaba hasta el mismísimo infierno, alcanzó el último peldaño. Un pasillo corto de piedra, de alrededor de un metro de altura y unos siete metros de longitud, conducía a una arcada. Tras ella, aquel brillo rojo latía y ardía como el calor de un horno abierto.
(«Vamos, Lois, pero prepárate para encontrarte con cualquier cosa. Prepárate para encontrarte con él.»)
Lois asintió, volvió a tirar del viso rebelde y lo siguió por el estrecho pasillo. Ralph dio una patada a algo que no era una piedra, de modo que se agachó para recogerlo. Era un cilindro de plástico rojo, uno de cuyos extremos era más ancho que el otro. Al cabo de un momento comprendió lo que era: el mango de una comba. Tres-seis-nueve, cariño, la oca se mueve.
No te metas en lo que no te importa, había dicho Átropos, pero se había metido, y no sólo porque lo que los médicos calvos y bajitos habían denominado ka. Se había metido porque lo que Átropos pretendía hacer sí le importaba, pensara lo que pensara el asqueroso renacuajo. Derry era su ciudad, Lois Chasse era su amiga, y Ralph albergaba el sincero deseo de hacer que el doctor 3 se arrepintiera de haber visto siquiera los pendientes de diamantes de Lois.
Arrojó a un lado el mango de la comba y echó a andar de nuevo. Al cabo de unos instantes, él y Lois pasaron por debajo de la arcada y se quedaron petrificados, contemplando el piso subterráneo de Átropos. Con los ojos abiertos como platos y las manos entrelazadas, parecían niños de cuento de hadas más que nunca, no Peter Pan y Wendy, sino Hansel y Gretel al llegar de la casita de chocolate de la bruja después de pasar varios días deambulando por el bosque.
(«¡Oh, Ralph! ¡Dios mío, Ralph! ¿Lo estás viendo?»)
(«Chist, Lois, chist.»)
Ante ellos se abría una pequeña y asquerosa estancia que parecía una combinación de cocina y dormitorio. El cuarto era sórdido y tenebroso. En el centro se veía una mesa baja y redonda que, por lo que veía Ralph, era la mitad superior de un barril. Sobre ella vieron los restos de una comida, unas gachas grises y rancias que parecían cerebros licuados congelándose en una sopera desportillada. Tenía una única silla plegable, que estaba muy sucia. A la derecha de la mesa había un primitivo váter que consistía en un tambor de acero oxidado con un asiento de inodoro en equilibrio sobre él. El olor que despedía todo aquello era increíblemente putrefacto. La única decoración de la estancia consistía en un espejo de cuerpo entero y marco de latón colgado de una pared, y su superficie estaba tan oscurecida por el tiempo que el Ralph y la Lois reflejados en ella tenían aspecto de estar flotando en tres o cuatro metros de agua.
A la izquierda del espejo se veía una cama austera consistente en un mugriento colchón y un saco de arpillera relleno de paja o plumas.
Tanto la almohada como el jergón sobre el que descansaba brillaban y ardían por los sudores nocturnos de la criatura que solía dormir allí. Los sueños que esconde esa almohada de arpillera me harían perder el juicio, se dijo Ralph.
En alguna parte, sólo Dios sabía a cuánta profundidad, caían gotas de agua con un tintineo hueco.
En el extremo más alejado del piso se erigía otra arcada, ésta más alta, a través de la cual vieron una especie de almacén atestado y surrealista. Ralph parpadeó dos o tres veces para intentar asegurarse de que realmente estaba viendo lo que estaba viendo.
Éste es el lugar, sí, señor —pensó—. Sea lo que sea lo que hemos venido a buscar, está aquí.
Lois se acercó a la segunda arcada como hipnotizada. Los labios le temblaban de consternación, pero sus ojos estaban llenos de impotente curiosidad; era la expresión, Ralph estaba bastante seguro, que debió de adoptar la esposa de Barbazul al emplear la llave que abría la puerta de la habitación prohibida de su marido. De repente, Ralph se convenció de que Átropos estaba agazapado al otro lado de aquella arcada, bisturí oxidado en ristre. Se lanzó en pos de Lois y la detuvo antes de que pudiera cruzar el umbral. La cogió por el brazo, se llevó un dedo a los labios y meneó la cabeza antes de que Lois pudiera hablar.
Se agachó con los dedos de una mano apoyados contra el suelo de tierra compacta, como un corredor que esperara el pistoletazo de salida. De repente atravesó de un salto el arco (alegrándose por la rápida reacción de su cuerpo incluso en aquel momento), cayó sobre el hombro y rodó sobre sí mismo. Sus pies chocaron contra una caja de cartón y la volcaron, desparramando su contenido por el suelo: guantes y calcetines sin pareja, un par de libros viejos de bolsillo, unas bermudas, un destornillador con manchas marrones, tal vez pintura, tal vez sangre, en el mango de acero.
Ralph se puso de rodillas y miró a Lois, que estaba de pie bajo el arco y lo miraba con las manos entrelazadas bajo la barbilla. No había nadie a ningún lado de la arcada, y lo cierto era que no había espacio para nadie. A cada lado había más cajas apiladas. Ralph leyó las inscripciones con aire confundido: Jack Daniels, Gilby’s, Smirnoff, J&B. Al parecer, a Átropos le gustaban tanto las cajas de licor como a cualquiera que no le gustara tirar nada.
(«Ralph, ¿es seguro?»)
¿Seguro? Vaya chiste. Pero Ralph asintió con la cabeza y alargó la mano. Lois se acercó a toda prisa al tiempo que tiraba otra vez de su viso y miraba en derredor cada vez más asombrada.
Desde el otro lado de la arcada, desde el pequeño y siniestro piso de Átropos, aquel almacén parecía grande. Pero ahora que estaban dentro, Ralph se dio cuenta de que era mucho más que eso; las salas de aquellas dimensiones solían recibir el nombre de naves industriales. Entre las enormes pilas de trastos, que parecían a punto de desplomarse, se abrían diversos pasillos. Sólo las cosas que había junto a la puerta estaban guardadas en cajas; el resto aparecía amontonado de cualquier manera, creando algo que era dos partes de laberinto y tres partes de trampa. Ralph decidió que ni siquiera el término nave industrial bastaba para describir aquello…; se trataba más bien de un barrio subterráneo, y Átropos podía estar al acecho en cualquier rincón…, y si estaba ahí, lo más probable era que los estuviera observando.
Lois no preguntó qué era lo que tenían delante; Ralph vio en su rostro que ya lo sabía. Cuando habló, lo hizo en un tono soñador que hizo que Ralph se estremeciera de pies a cabeza.
(«Debe de ser muy viejo, Ralph.»)
Sí. Muy viejo.
A unos veinte metros, en aquella estancia iluminada por el mismo brillo rojo mortecino y misterioso que la escalera, Ralph vio una enorme rueda con radios colocada sobre una silla de respaldo de mimbre, que a su vez, estaba sobre una plancha industrial vieja y astillada. Al ver la rueda sintió un estremecimiento aún mayor; era como si la metáfora que su mente había creado para ayudarle a comprender el concepto del ka se hubiera hecho realidad. Entonces se dio cuenta de la oxidada tira de hierro que rodeaba la circunferencia exterior de la rueda, y se dio cuenta de que debía de proceder de una de aquellas bicicletas Gay Nineties que parecían triciclos desproporcionados.
Es una rueda de bicicleta, sí, señor, y tiene al menos cien años, pensó. Aquella idea le indujo a preguntarse cuántas personas, cuántos miles o decenas de miles de personas habrían muerto en Derry y sus alrededores desde que Átropos transportara de algún modo aquella rueda a este lugar. Y de aquellos miles de personas, ¿cuántas habían sido muertes del Azar?
¿Y cuántos años tiene? ¿Cuántos siglos?
Por supuesto, no había forma de saberlo; tal vez se remontaba al principio, cuando quiera que hubiera habido un principio. Y durante aquel tiempo, había cogido algo de todas las personas con las que se había metido… y ahí estaba todo.
Ahí estaba todo.
(«Ralph.»)
Giró en redondo y vio que Lois tenía ambas manos extendidas hacia él. En una sostenía un panamá con un pequeño mordisco en el ala. En la otra sostenía un peine de bolsillo de nailon negro, de los que pueden comprarse en cualquier mercería por un dólar veintinueve. Un brillo fantasmal de color naranja amarillento todavía se adhería al peine, lo que no sorprendió a Ralph en exceso. Cada vez que el dueño lo había utilizado, un poco de su aura y su cordel de globo debían de haber quedado pegados en él como caspa. Tampoco le sorprendió que el peine estuviera con el sombrero de McGovern; la última vez que había visto ambas cosas habían estado juntas. Recordó la sonrisa sarcástica de Átropos cuando se quitó el panamá y fingió peinarse la calva.
Y entonces dio un salto y juntó los talones.
Lois estaba señalando una vieja mecedora con una guía rota.
(«El sombrero estaba ahí mismo, sobre el asiento. El peine estaba debajo. Es el del señor Wyzer, ¿verdad?»)
(«Sí.»)
Lois se lo alargó de inmediato.
(«Cógelo tú. No soy tan despistada como decía siempre Bill, pero a veces pierdo cosas. Y si pierdo esto nunca me lo perdonaré.»)
Ralph cogió el peine, se dispuso a guardárselo en el bolsillo trasero, pero entonces pensó en la facilidad con que Átropos lo había sacado de ahí. Llegar y besar el santo. Se lo guardó en el bolsillo delantero y se volvió hacia Lois, quien contemplaba el sombrero mordido de McGovern con la expresión triste de Hamlet al mirar la calavera de su viejo amigo, Yorick. Cuando alzó la mirada, Ralph vio que tenía los ojos bañados en lágrimas.
(«Le encantaba este sombrero. Creía que tenía un aspecto muy gallardo y elegante cuando lo llevaba. No era verdad; sólo tenía aspecto de Bill, pero él creía que le sentaba bien, y eso es lo que importa, ¿no te parece, Ralph?»)
(«Sí.»)
Arrojó el sombrero sobre el asiento de la vieja mecedora y se volvió para examinar una caja de lo que parecía ropa de saldo. En cuanto se volvió de espaldas, Ralph se puso en cuclillas para mirar debajo de la mecedora, con la esperanza de ver dos destellos en la oscuridad. Si el sombrero de Bill y el peine de Joe estaban ahí, entonces quizás los pendientes de Lois…
No había nada bajo la mecedora excepto polvo y una botita de lana para bebé.
Debería haberme imaginado que no iba a ser tan fácil, se dijo Ralph al incorporarse. De repente estaba exhausto. Habían encontrado el peine de Joe sin dificultad, y eso estaba muy bien, era genial, de hecho, pero Ralph tenía la sensación de que era un caso espectacular de suerte de novato. Aún debía preocuparse por los pendientes de Lois… y por hacer lo que fuera que debían hacer allá abajo, por supuesto. ¿Y qué era lo que debían hacer? No lo sabía, y si alguien de arriba estaba enviando instrucciones, la verdad era que no las estaba recibiendo.
(«Lois, ¿tienes alguna idea de…?»)
(«Chist.»)
(«¿Qué pasa? Lois, ¿es él?»)
(«¡No! ¡Calla Ralph! ¡Calla y escucha!»)
Ralph escuchó. Al principio no oyó nada, pero de repente percibió de nuevo aquel parpadeo interior. Esta vez fue muy lento, muy cauteloso. Subió un poco más, ligero como una pluma llevada por el viento cálido. Percibió un sonido largo, parecido a un gruñido, como una puerta que no cesara de crujir. Había algo familiar en ello, no en el sonido en sí mismo, sino en sus asociaciones. Era como…
… una alarma antirrobo o tal vez un detector de humo. Nos está diciendo dónde está. Nos está llamando.
Lois le cogió la mano; tenía los dedos fríos como el hielo.
(«Ahí está, Ralph, eso es lo que estamos buscando. ¿Lo oyes?»)
Sí, lo oía. Claro que lo oía. Pero fuera lo que fuese, no tenía nada que ver con los pendientes de Lois… y sin lo pendientes de Lois, él no iba a ninguna parte.
Eso esperas, cariño, dijo la Carolyn de su mente. Eso esperas.
Sí. Eso esperaba.
(«¡Vamos Ralph! ¡Vamos! ¡Tenemos que encontrarlo!»)
Dejó que le guiara a las profundidades de la estancia. En la mayoría de los casos, los souvenirs de Átropos estaban amontonados en pilas un metro más altas que ellos. Ralph no sabía cómo un renacuajo como él lo había logrado (tal vez mediante la levitación), pero como consecuencia de ello, no tardó en perder el sentido de la orientación mientras giraban y a veces incluso parecían retroceder. Lo único que sabía con certeza era que aquella especie de gruñido sonaba cada vez más cercano; cuando se aproximaron más a su fuente, se convirtió en un zumbido de insecto que a Ralph le parecía cada vez más desagradable. Tenía la sensación de que al doblar una esquina se toparían con una langosta gigante que los miraría con ojos marrones negruzcos del tamaño de pomelos.
Aunque las auras individuales de los objetos que atestaban el almacén se habían amortiguado como el aroma de los pétalos de flor prensados entre las páginas de un libro, seguían allí bajo el hedor de Átropos, y a ese nivel de percepción, con todos los sentidos despiertos y agudizados, era imposible no sentir aquellas auras y verse afectado por ellas. Aquellos recordatorios mudos de las muertes del Azar resultaban a un tiempo horribles y patéticas. Ralph se dio cuenta de que el lugar era más que un museo o la guarida de una persona que nunca tira nada; era una iglesia profana en la que Átropos tomaba su propia versión de la comunión… Dolor en lugar de pan, lágrimas en lugar de vino.
Su excursión errante por los zigzagueantes pasillos fue una experiencia cruel, casi demoledora. Cada giro no del todo azaroso descubría cien objetos que Ralph deseaba no haber visto jamás ni tener que recordar; cada uno de ellos profería un débil grito de dolor y confusión. No tenía que preguntarse si Lois sentía lo mismo… Estaba sollozando sin cesar a su lado.
El destartalado trineo de un niño, con la cuerda de tracción aún anudada sobre la barra de dirección. El niño al que había pertenecido había muerto de convulsiones un día frío y soleado de enero de 1953.
Un bastón de mayorette, todavía envuelto en espirales violetas y blancas de papel de celofán, los colores de la Academia Grant. Había sido violada y asesinada a golpes con una piedra en otoño de 1967. Su asesino, al que jamás habían encontrado, había metido su cuerpo en una pequeña cueva, donde sus huesos, junto con los huesos de otras dos desafortunadas víctimas, aún yacían.
El camafeo de una mujer golpeada por un ladrillo mientras se dirigía por Main Street a comprar el último número de Vogue. Si hubiera salido de casa treinta segundos antes o treinta segundos más tarde, no le habría pasado nada.
El machete de un hombre que había muerto en un accidente de caza en 1937.
La brújula de un boy scout que se había caído y roto el cuello mientras estaba de excursión en el monte Katahdin.
La zapatilla de un niño pequeño llamado Gage Creed, atropellado por un camión cisterna en la carretera 15, a la altura de Ludlow.
Anillos y revistas; llaveros y paraguas; sombreros y gafas; sonajeros y radios. Parecían objetos distintos, pero Ralph creía que eran la misma cosa; las voces lejanas y dolidas de personas que se habían visto borradas del guión en medio del segundo acto, cuando todavía se estaban aprendiendo el texto del tercero, personas a las que se habían llevado sin ceremonias antes de que acabaran el trabajo o cumplieran con sus obligaciones, personas cuyo único delito consistía en haber nacido en el Azar… y en que el loco del bisturí oxidado se hubiera fijado en ellas.
Lois, entre sollozos: («¡Le odio! ¡Le odio tanto!»)
Ralph la comprendía. Una cosa era oír decir a Cloto y Láquesis que Átropos también formaba parte del plan general, que incluso podía estar al servicio de un propósito más elevado, pero ver la gorra desvaída de los Red Sox de un niño que se había caído por una trampilla de sótano cubierta de maleza y había muerto en la oscuridad, muerto tras una larga agonía, muerto sin voz después de pasarse seis horas llamando a su madre, era otra bien distinta.
Ralph alargó la mano y rozó la gorra. Su dueño se llamaba Billy Weatherbee. Su último pensamiento había sido para un helado.
Ralph oprimió la mano de Lois.
(«Ralph, ¿qué pasa? Te oigo pensar, estoy segura, pero es como escuchara alguien que murmura para sus adentros.»)
(«Estaba pensando que tengo ganas de romperle las costillas a ese enano hijo de puta, Lois. Tal vez podríamos enseñarle lo que es pasarse la noche sin pegar ojo. ¿Qué te parece?»)
Lois le oprimió la mano con más fuerza. Era la única respuesta que Ralph necesitaba.
Llegaron a un lugar en el que el estrecho pasillo que habían seguido se bifurcaba. Aquel zumbido constante y grave procedía del de la izquierda, y no de muy lejos, a juzgar por el sonido. No podían andar uno al lado del otro, y a medida que avanzaban hacia el extremo, el pasillo se estrechaba más y más.
Aquel sudor rojizo que Átropos dejaba tras de sí se había tornado muy denso; goteaba de las desordenadas pilas de souvenirs y formaba pequeños charcos sobre el suelo de tierra. Lois le apretaba tanto la mano que le dolía pero no se quejó.
(«Es como el Centro Cívico, Ralph… Pasa mucho tiempo aquí.»)
Ralph asintió. La cuestión era: ¿qué iba a ver el señor A. al final de aquel pasillo? O qué demonios, ¿con qué iba a comulgar? Se acercaban al final del pasillo, que estaba bloqueado por una pared maciza de trastos, y aún no veía qué producía aquel zumbido que empezaba a volverle loco; era como tener un tábano atrapado en medio del cerebro. Mientras se aproximaban al final del pasillo, se convenció más y más de que lo que buscaban se hallaba al otro lado de la pared de trastos que lo bloqueaba, de modo que tendrían que dar media vuelta y encontrar otro acceso, o bien abrirse paso por allí. Cualquiera de las dos opciones podía llevarles más tiempo del que podían permitirse perder. Ralph sintió que la desesperación empezaba a corroerle la mente.
Pero el pasillo no era un callejón sin salida; a la izquierda había un orificio, que se abría debajo de una mesa de comedor cubierta de platos y fajos de papel verde y…
¿Papel verde? No, no exactamente. Fajos de billetes. Billetes de diez, veinte y cincuenta dólares que estaban apilados al azar sobre los platos. Había un montón de billetes de cien en una salsera desportillada, así como un billete de quinientos enrollado que sobresalía ebrio de una polvorienta copa de vino.
(«¡Dios mío, Ralph, es una fortuna!»)
Lois no estaba mirando la mesa, sino la otra pared del pasillo. El último metro y medio estaba construido con ladrillos de billetes. Se encontraban en un pasillo hecho literalmente de dinero, y Ralph se percató de que ahora podía responder a otra de las preguntas que lo habían preocupado: de dónde sacaba Ed el dinero. Átropos estaba forrado…, pero Ralph tenía la sensación de que, a pesar de todo, tenía problemas para ligar.
Se agachó para ver mejor el orificio de debajo de la mesa. Al parecer, había otra habitación al otro lado, ésta muy pequeña. Una lenta luz roja aparecía y desaparecía por la abertura como el latido de un corazón, arrojando inquietantes pulsaciones de luz sobre sus zapatos.
Ralph señaló y miró a Lois, quien asintió. Ralph se hincó de rodillas y se arrastró debajo de la mesa cargada de billetes hacia el templo que Átropos había creado en torno a la cosa que yacía en medio de la habitación. Era eso lo que debían encontrar, no le cabía ninguna duda, pero todavía no tenía ni la menor idea de qué se trataba. El objeto, no mucho mayor que una canica, estaba envuelto en una bolsa de la muerte tan impenetrable como el corazón de un agujero negro.
Oh, genial, precioso. ¿Y ahora qué?
(«¡Ralph! ¿Oyes a alguien cantando? Viene de muy lejos.»)
Ralph la miró con aire dubitativo, y de repente se volvió. Ya odiaba aquel diminuto espacio, y aunque no era claustrofóbico por naturaleza, sintió que un deseo mezclado con pánico de salir de ahí se abría paso en sus pensamientos. Una voz muy clara se alzó en su cabeza. No se trata sólo de lo que quiero, Ralph, sino de lo que necesito. Haré lo posible por no dejarte en la estacada, pero si no terminas pronto lo que sea que se supone debes hacer, no importará lo que ninguno de los dos queramos. Me haré cargo de la situación y pondré pies en polvorosa.
El terror controlado de aquella voz no lo sorprendió, porque en verdad era un lugar espantoso; no era una habitación, sino el fondo de una profunda madriguera cuyas paredes circulares estaban construidas de trastos varios y artículos robados: tostadoras, banquetas, radio-despertadores, cámaras, libros, jaulas, zapatos, rastrillos. Casi delante de los ojos de Ralph, un destartalado saxofón pendía de una correa raída con la palabra PETE grabada con polvorientos diamantes falsos. Ralph alargó la mano para cogerlo y apartárselo de la cara. Pero en aquel momento imaginó que al quitar aquel objeto provocaría un corrimiento de tierras que derrumbaría las paredes sobre ellos, los enterraría vivos. Retiró la mano. Al mismo tiempo, abrió la mente y los sentidos tanto como pudo. Por un momento creyó oír algo, un suspiro lejano, como el susurro del océano en una caracola, pero en seguida se apagó.
(«Si aquí dentro hay voces no puedo oírlas, Lois. Esta maldita cosa las ahoga.»)
Señaló el objeto que había en el centro del círculo, tan negro que estaba más allá de cualquier concepto que pudiera tenerse del negro, una bolsa de la muerte que era la apoteosis de todas las bolsas de la muerte. Pero Lois denegó con la cabeza.
(«No, no las está ahogando, sino secando.»)
Contempló aquella cosa negra y zumbante con horror y repugnancia.
(«Esta cosa está sorbiendo la vida de todas las cosas amontonadas a su alrededor… y también está intentando sorber la nuestra.»)
Claro que sí. Ahora que Lois lo había dicho, Ralph sintió que la bolsa de la muerte (o el objeto que envolvía) sorbía algo de las profundidades de su cabeza, tiraba de ello, lo retorcía, lo empujaba…, intentaba arrebatárselo como se arrebata un diente a la encía rosada.
¿Intentando sorberles la vida? Casi, pero no del todo. Ralph no creía que fuera su vida lo que la cosa dentro de la bolsa de la muerte quería, ni sus almas…, al menos, no exactamente. Quería su fuerza vital. Su ka.
Lois abrió los ojos como platos al captar ese pensamiento… y de repente desvió la mirada hacia un lugar justo por encima del hombro derecho de Ralph. Aún de rodillas, se inclinó hacia delante y alargó el brazo.
(«Lois, yo de ti no lo haría… Todo esto se nos puede caer enci…»)
Demasiado tarde. Lois tiró de un objeto, lo miró con horrorizada comprensión y se lo alargó.
(«Está vivo… Todo lo que hay aquí está vivo. No sé cómo puede ser, pero es así…, de algún modo es así. Pero tiene muy poca fuerza. ¿Porqué tiene tan poca fuerza?»)
Lo que le alargaba era una diminuta zapatilla blanca que pertenecía a una mujer o a un niño. Cuando la cogió, Ralph la oyó cantar con voz débil y lejana. El sonido era tan solitario como el viento de noviembre en un día nublado, pero increíblemente dulce al mismo tiempo, un antídoto contra el eterno rebuzno de la cosa negra del suelo.
Y era una voz que conocía. Estaba seguro.
En la puntera de la zapatilla se veía una salpicadura marronosa. En el primer momento, Ralph creyó que se trataba de leche chocolateada, pero entonces reconoció de qué se trataba: era sangre seca. De repente se hallaba de nuevo en la Manzana Roja, agarrando a Nat antes de que Helen la dejara caer. Recordó que Helen había tropezado con sus propios pies; recordó que se había tambaleado hacia atrás, apoyándose contra la puerta de la Manzana Roja como un borracho contra una farola, extendiendo las manos hacia él. Dabe a bi bebé. Bebé. Dabe… Na-halie.
Conocía la voz porque era la voz de Helen. Aquella zapatilla era la que llevaba aquel día, y las gotas de sangre de la puntera procedían de la nariz destrozada de Helen o bien de su mejilla lacerada.
Cantaba y cantaba, y su voz no quedaba del todo sepultada por el zumbido de la cosa envuelta en la bolsa de la muerte, y ahora que los oídos de Ralph, o lo que fuera que hiciera las veces de oídos en el mundo de las auras, estaban completamente abiertos, podía oír las voces de todos los objetos. Cantaban como un coro perdido.
Vivos. Cantando.
Podían cantar, todas las cosas alineadas en aquellas paredes podían cantar, porque sus propietarios podían cantar.
Sus propietarios seguían vivos.
Ralph alzó la mirada de nuevo, esta vez advirtiendo que mientras que algunos de los objetos que veía eran viejos, como por ejemplo, el destartalado saxo alto, gran parte de ellos eran nuevos; no había ruedas de bicicletas Gay Nineties en aquella habitación. Vio tres radiodespertadores, todos ellos digitales. Un juego de afeitar que parecía apenas estrenado. Un lápiz de labios que todavía llevaba pegada la etiqueta de Rite Aid.
(«Lois, Átropos ha cogido estas cosas de la gente que irá al Centro Cívico esta noche, ¿verdad?»)
(«Sí, estoy segura de que tienes razón.»)
Ralph señaló el capullo negro que chillaba en el suelo, casi ahogando todas las canciones que sonaban a su alrededor…, ahogándolas mientras se alimentaba de ellas.
(«Y sea lo que sea que contiene esa bolsa de la muerte, tiene que ver con lo que Cloto y Láquesis llamaron el cordel maestro. Es lo que une todos estos objetos distintos…, todas estas vidas distintas.»)
(«Lo que las convierte en ka-tet. Sí.»)
Ralph le devolvió la zapatilla.
(«Esto nos lo llevamos. Es de Helen.»)
(«Ya lo sé.»)
Lois contempló la zapatilla por un instante y entonces hizo algo que a Ralph se le antojó extremadamente inteligente: tiró del cordón y se la ató a la muñeca como si fuera una pulsera.
Ralph se acercó a la pequeña bolsa de la muerte y se inclinó sobre ella. No le resultó fácil aproximarse, pero quedarse cerca aún le costó más, ya que era como aplicar la oreja a la estructura de un taladro percutor sin bizquear. Esta vez le pareció percibir palabras sepultadas en el zumbido, las mismas que había oído cuando se acercaban a la bolsa de la muerte que envolvía el Centro Cívico: Largaos. A domar bor el gulo. A la buta galle.
Ralph se cubrió los oídos con las manos por un instante, pero, por supuesto, no sirvió de nada. Los sonidos no procedían del exterior, no del todo. Dejó caer las manos y miró a Lois.
(«¿Qué te parece? ¿Tienes alguna idea de lo que debemos hacer ahora?»)
No sabía lo que había esperado de ella, pero desde luego, no la respuesta rápida y positiva que obtuvo.
(«Abrirlo y sacar lo que hay dentro…, y ya. Esa cosa es peligrosa. Además, puede estar llamando a Átropos, ¿no se te ha ocurrido? Puede estar yéndose de la lengua como el Doctor Eterna Juventud.»)
Ralph sí había considerado aquella posibilidad, aunque no en términos tan vívidos. Muy bien —se dijo—. Abrir la bolsa y sacar el premio. Pero ¿cómo hacemos eso?
Recordaba el rayo que había enviado a Átropos cuando el siniestro renacuajo calvo intentaba engatusar a Rosalie para que cruzara la calle. Buen truco, pero una cosa así podía resultar más perjudicial que beneficiosa ahí dentro; ¿qué ocurriría si pulverizaba la cosa que debían llevarse?
No creo que puedas hacer eso.
Bueno, vale, de hecho no creía que pudiera hacerlo…, pero cuando uno estaba rodeado de las posesiones de un montón de personas que podían estar muertas cuando saliera el sol al día siguiente, correr riesgos parecía una mala idea. Una idea absurda.
¿Y qué pasa si no es un rayo, sino unas tijeras bien afiladas, como las que Cloto y Láquesis utilizan para…?
Se quedó mirando fijamente a Lois, anonadado ante la claridad de la imagen.
(«No sé lo que se te acaba de ocurrir, pero date prisa y hazlo, sea lo que sea.»)
Ralph se miró la mano derecha, una mano de la que habían desaparecido las arrugas y los primeros indicios de artritis, una mano envuelta en una brillante corona de luz azul. Sintiéndose un poco estúpido, acercó los dos últimos dedos a la palma y extendió los primeros dos, pensando en un juego al que había jugado de pequeño…, piedra, papel y tijera.
Que sea tijera —pensó—. Necesito unas tijeras. Ayúdame.
Nada. Miró a Lois y comprobó que lo miraba con una calma serena que resultaba aterradora en cierto modo. Oh, Lois, si tú supieras, pensó, pero desterró la idea de su mente a toda prisa, porque había sentido algo, ¿verdad? Algo.
Esta vez no creó palabras en su mente, sino una imagen; no las tijeras que Cloto había empleado para enviar a Jimmy V., sino las tijeras de acero inoxidable de la caja de coser de su madre… Hojas largas y delgadas que acababan en una punta casi tan afilada como la punta de un cuchillo. Haciendo un gran esfuerzo por concentrarse más, vio incluso dos palabras diminutas grabadas en el acero justo debajo de la punta: ACEROS SHEFFIELD. Y entonces sintió de nuevo aquella cosa en su mente, no un parpadeo esta vez, sino un músculo extremadamente poderoso que se flexionaba con gran lentitud. Se miró los dedos con fijeza e hizo que las tijeras se abrieran y cerraran en su mente. Al mismo tiempo, abrió y cerró los dedos, creando una y que se ensanchaba y estrechaba alternativamente.
De repente sintió que la energía que había arrebatado al fan de Nirvana y al vagabundo de la estación se concentraba en su mente y a continuación descendía por su brazo derecho hasta los dedos como un extraño calambre.
El aura que envolvía los primeros dos dedos extendidos de su mano derecha empezó a espesarse… y alargarse. A adquirir la silueta delgada de dos hojas. Ralph esperó hasta que tuvieran alrededor de doce centímetros de longitud a partir de sus uñas y entonces volvió a mover los dedos. Las hojas se abrieron y cerraron.
(«¡Vamos, Ralph! ¡Hazlo!»)
Sí, no podía permitirse esperar y hacer experimentos. Se sentía como una batería de coche que tuviera que cargar un motor demasiado potente para ella. Sentía que toda aquella energía, tanto la que había tomado de otros como la suya, descendía por su brazo derecho hacia aquella hojas. No duraría mucho.
Se inclinó hacia delante, con los dedos juntos como si señalara, y sepultó la punta de las tijeras en la bolsa de la muerte. Se había concentrado tanto en crear y luego mantener las tijeras que había dejado de oír aquel zumbido constante y ronco, al menos con la mente consciente, pero cuando la punta de las tijeras se hundió en su piel negra, la bolsa de la muerte inició un nuevo ciclo, esta vez de gritos de dolor y alarma. Ralph vio regueros de una sustancia oscura y pegajosa brotar de la bolsa de la muerte y extenderse por el suelo. Parecían mocos contaminados. Al mismo tiempo, sintió que la fuente de energía de su interior redoblaba sus fuerzas. De hecho, lo vio; su aura fluía por su brazo derecho y el dorso de su mano en olas lentas y peristálticas. Y percibió cómo se amortiguaba en el resto de su cuerpo a medida que su protección esencial se tornaba más débil.
(«¡Date prisa, Ralph! ¡Date prisa!»)
Hizo un tremendo esfuerzo y abrió los dedos. Las brillantes hojas azules también se abrieron e hicieron una pequeña ranura en el huevo negro. La cosa gritó, y dos rayos rojos brillantes y rasgados surcaron su superficie. Ralph juntó los dedos y observó mientras las tijeras que brotaban de sus dedos se cerraban y atravesaban aquella densa sustancia negra que era en parte cáscara y en parte carne. Profirió un grito. No era exactamente dolor lo que sintió, sino una sensación de terrible cansancio. Eso es lo que debes de sentir cuando te desangras, pensó.
Algo dentro de la bolsa despedía destellos dorados.
Ralph hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban e intentó abrir los dedos para practicar otro corte. En el primer momento no creyó que fuera a conseguirlo, ya que las tijeras parecían estar pegadas con Super Glue, pero de repente, las hojas se abrieron y ensancharon la ranura. Ya casi podía ver el objeto que contenía el huevo, algo pequeño, redondo y brillante. Sólo puede ser una cosa, pensó, y el corazón le dio un vuelco. Las hojas azules parpadearon.
(«¡Lois, ayúdame!»)
Lois le agarró la muñeca. Ralph sintió que la fuerza volvía a invadirle en grandes oleadas. Observó maravillado cómo las tijeras volvían a solidificarse. Ahora tan sólo una de las hojas era azul. La otra era de color gris perla.
Lois, gritando en su mente: («¡Córtalo! ¡Córtalo ahora!»)
Ralph volvió a juntar los dedos, y esta vez las hojas abrieron la bolsa del todo. Ésta profirió un último grito tembloroso, se tornó completamente roja y por fin desapareció. Las tijeras que brotaban de los dedos de Ralph también se esfumaron. Cerró los ojos por un instante, consciente de pronto de que el sudor le corría en cálidos goterones por las mejillas, como si de lágrimas se tratara. En el oscuro espacio detrás de sus párpados veía absurdas imágenes de lo que parecían hojas de tijeras danzantes.
(«¿Estás bien, Lois?»)
(«Sí…, pero agotada. No tengo ni la menor idea de cómo voy a llegar a esa escalera debajo del árbol, por no hablar de subirla. Ni siquiera sé si puedo levantarme.»)
Ralph abrió los ojos, apoyó las manos en los muslos y se inclinó de nuevo hacia delante. En el suelo, donde había estado la bolsa de la muerte, yacía un anillo de boda. No le costó leer lo que había grabado en la ancha curva interior: HD-ED 5.8.87.
Helen Deepneau y Ed Deepneau. Casados el 5 de agosto de 1987.
Era eso lo que habían ido a buscar. Era la señal de Ed. Lo único que le quedaba por hacer era recogerlo…, guardárselo en el bolsillo pequeño de los pantalones…, encontrar los pendientes de Lois… y largarse por piernas.
Al alargar la mano hacia el anillo, unos versos cruzaron su mente… y no eran de Stephen Dobyns esta vez, sino de J. R. R. Tolkien, que había inventado los hobbits en los que Ralph había pensando la última vez en el salón acogedor y repleto de fotografías de casa de Lois. Hacía casi treinta años que había leído la historia de Tolkien sobre Frodo, Gandalf y Sauron, el Señor Oscuro…, una historia que contenía una señal muy parecida a ésta, ahora que lo pensaba, pero los versos se le presentaron tan claros como las hojas de las tijeras hacía tan sólo un momento:
Un Anillo para dominarlos.
Un Anillo para encontrarlos.
Un Anillo para traerlos y en la oscuridad atarlos.
En la Tierra de Mordor donde yacen las Sombras[7].
No podré recogerlo —pensó—. Estará tan atado a la rueda del ka como Lois y yo, y no podré recogerlo. O eso o será como coger un cable de alta tensión, y moriré antes de darme cuenta de lo que pasa.
Pero, en realidad, no creía que fuera a suceder ninguna de esas cosas. Si no estaba destinado a coger el anillo, ¿por qué había tenido una bolsa de la muerte para protegerlo? Si no estaba destinado a coger el anillo, ¿por qué las fuerzas que anidaban a Cloto y Láquesis (y Dorrance, no podía olvidar a Dorrance) los habían enviado a realizar aquel viaje?
Un Anillo para dominarlos. Un Anillo para encontrarlos, pensó Ralph antes de cerrar los dedos en torno al anillo de boda de Ed. Por un instante sintió un profundo y vítreo dolor en la mano, la muñeca y el antebrazo; al mismo tiempo, el canto dulce de las voces de los objetos que Átropos tenía encerrados ahí dentro se elevó en un grito intenso y armónico.
Ralph emitió un sonido, tal vez un grito, tal vez sólo un gemido, y levantó el anillo encerrándolo con fuerza en la mano derecha. Una sensación de triunfo cantaba en sus venas como si fuera vino o como…
(«Ralph.»)
Ralph la miró, pero Lois estaba observando el lugar que había ocupado el anillo de Ed con una expresión entre atemorizada y confusa.
El lugar que el anillo de Ed había ocupado; el lugar que el anillo de Ed aún ocupaba. Yacía exactamente en la misma posición que antes, un centelleante círculo de oro con la inscripción HD-ED 5.8.87 grabadas en la curva interior.
Ralph percibió una oleada de desorientación y la controló con un esfuerzo. Abrió la mano, casi esperando que el anillo no estuviera a pesar de lo que le dictaban sus sentidos, pero el anillo seguía en el centro de la palma, colocado exactamente en la intersección de la línea del amor y de la vida, centelleando en la funesta luz roja de aquel repugnante lugar. HD-ED 5.8.87.
Ambos anillos eran idénticos.
Uno en la mano; el otro en el suelo; ninguna diferencia. Al menos por lo que Ralph podía apreciar.
Lois alargó la mano hacia el anillo que había reemplazado el que Ralph había recogido, titubeó un momento y por fin lo recogió. Mientras miraban, una niebla dorada y fantasmal se formó en el suelo de la estancia y se solidificó formando un tercer anillo. Al igual que los otros dos, llevaba HD-ED 5.8.87 grabado en el arco interior.
Ralph recordó otra historia, no el largo cuento de Tolkien sobre el Anillo, sino un relato del doctor Seuss que había leído a los hijos de una de las hermanas de Carolyn en los cincuenta. Hacía mucho tiempo de eso, pero nunca había olvidado del todo la historia, que había sido más densa y siniestra que las habituales tonterías risueñas que el doctor Seuss escribía acerca de ratas, murciélagos y gatos inquietantes. Se llamaba Los quinientos sombreros de Bartholomew Cubbins, y Ralph suponía que en realidad no era de extrañar que se le acabara de ocurrir aquella historia.
El pobre Bartholomew era un chiquillo del pueblo que había tenido la mala fortuna de encontrarse en la gran ciudad cuando el rey pasaba por ahí. Todo el mundo estaba obligado a quitarse el sombrero en presencia de tan augusta personalidad, y Bartholomew lo intentó, pero sin éxito; cada vez que se quitaba el sombrero, otro, idéntico al anterior, aparecía debajo.
(«Ralph, ¿qué está sucediendo? ¿Qué significa?»)
Ralph meneó la cabeza sin responder, paseando la mirada entre el anillo que tenía en la palma de la mano, el que tenía Lois y el que estaba en el suelo una y otra vez. Tres anillos idénticos, igual que los sombreros que Bartholomew Cubbins intentaba quitarse una y otra vez. El pobre muchacho seguía intentando presentar sus respetos al rey, incluso cuando el verdugo lo llevaba por una escalera curvada hacia el lugar en el que sería decapitado por haber faltado al respeto al monarca…
Pero no era correcto, porque, al cabo de un rato, los sombreros del pobre Bartholomew empezaban a cambiar, tornándose cada vez más fabulosos y rococó.
¿Y son todos los anillos iguales, Ralph? ¿Estás seguro?
No, suponía que no estaba seguro. Al coger el primero, había sentido que un dolor momentáneo y profundo se extendía por su brazo como si de reuma se tratara, pero Lois no había dado muestras de sentir dolor alguno al recoger el segundo.
Y las voces… No las he oído gritar cuando Lois ha recogido su anillo.
Ralph se inclinó hacia delante y recogió el tercer anillo. No percibió dolor alguno ni oyó ningún grito procedente de los objetos que formaban la pared de la habitación… Se limitaron a seguir cantando en voz baja. Entretanto, un cuarto anillo se materializó en lugar del tercero, se materializó exactamente como si fuera otro sombrero sobre la cabeza del desventurado Bartholomew Cubbins, pero Ralph apenas le echó un vistazo. Siguió mirando el primer anillo, colocado en la intersección de la línea del amor y la línea de la vida en la palma de su mano derecha.
Un Anillo para dominarlos —pensó—. Un Anillo para atarlos. Y creo que ése eres tú, encanto. Creo que los otros no son más que buenas falsificaciones.
Y tal vez existía un modo de comprobarlo. Ralph se llevó ambos anillos a los oídos. El de la izquierda permanecía en silencio, mientras que el de la derecha, el que estaba dentro de la bolsa de la muerte cuando la abrió, emitió un eco débil, pero siniestro del último grito de la bolsa de la muerte.
El de la mano derecha estaba vivo.
(«Ralph.»)
La mano de Lois en su brazo, fría y urgente. Ralph se volvió hacia ella y dejó caer el anillo de la mano izquierda. Levantó el otro y contempló el rostro tenso y extrañamente joven de Lois a través de él, como si mirara por un telescopio.
(«Es éste. Los otros no son más que añadidos, creo…; como los ceros en un problema matemático muy complicado.»)
(«¿Quieres decir que no tienen importancia?»)
Ralph vaciló sin saber cómo responder…, porque sí importaban, ésa era la cuestión. Simplemente no sabía cómo expresar aquella certeza intuitiva. Mientras los anillos falsos siguieran apareciendo en aquel repugnante cuartucho, como sombreros en la cabeza de Bartholomew Cubbins, el futuro representado por la bolsa de la muerte sobre el Centro Cívico seguiría siendo el único futuro cierto. Pero el primer anillo, el que Átropos había arrancado del dedo de Ed (tal vez mientras éste yacía dormido junto a Helen en la casita estilo Cape Cod que ahora estaba vacía), podía cambiar la situación por completo.
Las réplicas eran prendas que conservaban la forma del ka del mismo modo que los radios que surgen del centro conservan la forma de una rueda. El original, sin embargo…
Ralph creía que el original era el centro: un Anillo para atarlos.
Cerró la mano con fuerza en torno al aro de oro, sintiendo cómo su curva dura se enterraba en la palma y los dedos. A continuación se lo guardó en el bolsillo pequeño de los pantalones.
Hay una cosa respecto al ka que no nos contaron, se dijo. Es escurridizo. Escurridizo como un pez asqueroso que no quiere desengancharse del anzuelo y no para de retorcerse entre tus dedos.
Y también era como escalar una duna de arena; retrocedes un paso por cada dos que consigues avanzar. Habían ido a High Ridge y conseguido algo, aunque Ralph no sabía qué, pero Dorrance les había asegurado que era cierto; según él, habían cumplido su misión allí. Y ahora habían ido a aquel subterráneo y cogido la prenda de Ed, pero todavía no bastaba, ¿y por qué? Porque el ka era como un pez, como una duna, el ka era como una rueda que no quería detenerse, sino seguir rodando y rodando, aplastando todo cuanto se interpusiera en su camino. Una rueda con muchos radios.
Pero sobre todo, tal vez el ka era como un anillo.
Como un anillo de boda.
De repente comprendió todo aquello que la conversación en la azotea del hospital y todos los esfuerzos de Dorrance no habían conseguido transmitir: la vida sin destino de Ed, unida al descubrimiento de Átropos del pobre y confuso hombre le habían conferido un poder ingente. Una puerta se había abierto y por ella había pasado un demonio llamado el Rey Carmesí, un ser más fuerte que Cloto, Láquesis, Átropos, cualquiera de ellos. Y no tenía intención de que un Viejo Carcamal de Derry como Ralph Roberts se interpusiera en su camino.
(«Ralph.»)
(«Un Anillo para dominarlos, Lois… Un Anillo para encontrarlos.»)
(«¿De qué estás hablando? ¿A qué te refieres?»)
Ralph se tocó el bolsillo, sintiendo el bulto pequeño pero decisivo que era el anillo de Ed. De repente alargó los brazos y la agarró por los hombros.
(«Las réplicas, los anillos falsos, son radios, pero éste es el centro. Coge el centro y la rueda no podrá girar.»)
(«¿Estás seguro?»)
Sí, señor, estaba seguro. Lo que pasaba era que no sabía cómo hacerlo.
(«Sí. Y ahora vámonos… Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde.»)
Ralph la hizo pasar por debajo de la atestada mesa de comedor, se arrodilló y la siguió. Se detuvo a medio camino para mirar por encima del hombro y vio algo extraño y terrible: aunque el zumbido no había regresado, la bolsa de la muerte había empezado a formarse de nuevo en torno a la réplica del anillo de boda. El oro brillante ya se había amortiguado hasta convertirse en un aro fantasmal que parecía un pequeño sol intentando lucir por entre una densa capa de contaminación.
Lo miró fijamente por unos instantes, fascinado, casi hipnotizado, y por fin apartó los ojos con un esfuerzo y empezó a arrastrarse en pos de Lois.
Ralph temía perder un tiempo valiosísimo intentando encontrar el camino por el laberinto de pasillos que surcaban el almacén de recuerdos de Átropos, pero no hubo ningún problema. Sus huellas, desvaídas pero aún visibles, estaban ahí para guiarlos.
Empezó a recuperar fuerzas en cuanto salieron del terrible cuartucho, pero Lois se tambaleaba exhausta. Cuando llegaron a la arcada que separaba el almacén del asqueroso piso de Átropos, Lois ya se apoyaba en él. Le preguntó si se encontraba bien. Lois consiguió encogerse de hombros y esbozar una sonrisa leve y cansada.
(«La mayor parte de mi problema reside en estar en este lugar. En realidad no importa cuánto subamos; sigue siendo asqueroso y lo odio. En cuanto respire un poco de aire fresco, creo que me encontraré bien, de verdad.»)
Ralph esperaba que tuviera razón. Cuando se agachó para pasar por la arcada y entrar en el piso de Átropos, intentó buscar un pretexto para que Lois se adelantara. Así tendría ocasión de registrar a toda prisa el piso. Si no encontraba los pendientes, tendría que suponer que Átropos todavía los llevaba.
Advirtió que el viso le colgaba por debajo del dobladillo del vestido y abrió la boca para decírselo, pero entonces captó un movimiento por el rabillo del ojo. Se dio cuenta de que habían tenido mucho menos cuidado en el camino de vuelta, en parte porque estaban exhaustos, y que tal vez ahora tendrían que pagar un precio muy alto por haber bajado la guardia.
(«¡Cuidado, Lois!»)
Demasiado tarde. Ralph sintió que el brazo de Lois se apartaba de él cuando la criatura de la bata sucia la agarró por la cintura y tiró de ella hacia atrás con un gruñido. Átropos apenas le llegaba a la axila, pero eso bastaba para que sostuviera el bisturí oxidado por encima de su cabeza. Cuando Ralph hizo un gesto instintivo para abalanzarse sobre él, Átropos bajó la hoja hasta rozar el cordel gris perla que surgía de la coronilla de Lois. Enseñó los dientes a Ralph en una sonrisa que no tenía nombre.
(No des un paso más, Mortal… ¡Ni un paso más!)
Bueno, al menos no tenía que preocuparse más por los pendientes perdidos de Lois. Relucían con una turbia luz entre rosada y roja sobre los diminutos lóbulos de las orejas de Átropos. Fueron más ellos que el grito lo que hizo que Ralph se detuviera en seco.
El bisturí retrocedió un poco…, pero sólo un poco.
(Y ahora, Mortal… Me has robado algo, ¿verdad? No intentes negarlo; lo sé. Y ahora me lo vas a devolver.)
El bisturí se acercó de nuevo al cordel de globo de Lois; Átropos lo acarició con la parte plana de la hoja.
(Devuélvemelo o esta zorra va a morir aquí mismo, delante de tus narices… Puedes quedarte ahí parado y ver cómo la bolsa se vuelve negra. Así que, ¿qué me dices, Mortal? Devuélvemelo.)