Cruzaron lentamente el aparcamiento asfaltado con su red de líneas amarillas pintadas a pistola. Ralph sabía que aquella noche la mayoría de las plazas estarían llenas. Vengan, miren, escuchen, déjense ver… y, lo más importante, muestren a su ciudad y a todo el país que la rodea que los Charlie Pickering de este mundo no consiguen intimidarlos. Incluso la minoría que no acudiera por temor se vería sustituida por una horda de curiosos morbosos, suponía Ralph.
A medida que se acercaban al hipódromo, también se acercaban al borde de la bolsa de la muerte. En ese punto era más densa, como si constara de diminutas partículas de materia carbonizada. Recordaba un poco el aire que surge de las incineradoras, que resplandece de calor y fragmentos de papel quemado.
Ralph oyó dos sonidos superpuestos. El más audible era una suerte de argentino suspiro. El viento podría producir un sonido como aquél, se dijo Ralph, si aprendía a llorar. Era un sonido siniestro, pero el otro era decididamente desagradable, una suerte de masticación babosa, como si cerca de ellos una gigantesca boca desdentada ingiriera grandes cantidades de comida blanda.
Lois se detuvo cuando se acercaron a la membrana oscura y salpicada de partículas de la bolsa de la muerte; se volvió hacia Ralph con expresión de temor y disculpa. Cuando habló, lo hizo con voz de niña pequeña.
—No creo que pueda atravesar eso. —Se interrumpió, buscó las palabras que necesitaba y por fin soltó el resto—: Está vivo, sabes. Todo esto. Los ve a ellos… —Lois señaló con el pulgar a las personas que había en el aparcamiento y a los que estaban más cerca del edificio—… y eso está mal, pero también nos ve a nosotros, y eso es peor…, porque sabe que lo vemos. Y no le gusta que lo vean. Tal vez que lo sientan, pero no que lo vean.
Aquel sonido grave de masticación babosa parecía estar articulando palabras, y cuanto más escuchaba Ralph, más se convencía de que así era.
(Largaos. A domar bor el gulo. A la buta galle.)
—Ralph —susurró Lois—. ¿Lo oyes?
(Odioñam Matañam Aaaañam.)
Ralph asintió y la volvió a coger por el codo.
—Vamos, Lois.
—¿Vamos? ¿Adónde?
—Abajo. Abajo del todo.
Por un momento, Lois se lo quedó mirando perpleja, pero por fin comprendió y asintió. Ralph percibió el parpadeo en su interior, esta vez un poco más fuerte que el simple batir de pestañas de unos instantes atrás, y de repente, el día se aclaró a su alrededor. La barrera móvil y sucia que había ante ellos se fundió y desapareció. Sin embargo, contuvieron la respiración al aproximarse al lugar en que sabían que se encontraba el borde de la bolsa de la muerte. Ralph sintió que Lois le oprimía la mano con más fuerza al atravesar la barrera invisible, y cuando pasó él, una oscura maraña de recuerdos, entre los que se encontraban la lenta muerte de su esposa, la pérdida de su perro favorito cuando era niño, la imagen de Bill McGovern inclinándose hacia delante con la mano sobre el pecho, pareció rodear su mente y luego abalanzarse sobre ella como una mano cruel. Sus oídos se llenaron de aquel sollozo argentino, tan constante y tan siniestramente vacuo; la voz llorosa de un idiota congénito.
Y por fin atravesaron la bolsa de la muerte.
En cuanto pasaron bajo el arco de madera que se alzaba en el extremo más alejado del aparcamiento (ESTAMOS EN LAS CARRERAS DEL PARQUE BASSEY, rezaba la inscripción del arco), Ralph tiró de Lois hasta un banco y la obligó a sentarse, aunque ella aseguró con insistencia que se encontraba perfectamente.
—Me alegro, pero yo necesito un momento para recuperarme.
Lois le apartó un mechón de cabello de la sien y le besó justo debajo.
—Tómate todo el tiempo que necesites, amor mío.
Ralph necesitó unos cinco minutos. Cuando le pareció estar razonablemente seguro de que podía levantarse sin que se le doblaran las rodillas, Ralph volvió a coger a Lois de la mano y juntos se pusieron en pie.
—¿Lo has encontrado, Ralph? ¿Has encontrado su rastro?
Ralph asintió.
—Para verlo tenemos que subir unos dos pasos. Primero he intentado subir lo justo para ver las auras, porque eso no parece acelerar el tiempo, pero no ha funcionado. Hay que subir un poco más.
—De acuerdo.
—Pero debemos tener cuidado. Porque podemos ver…
—Podemos ser vistos. Sí. Y tampoco podemos perder la noción del tiempo.
—Desde luego que no. ¿Estás preparada?
—Casi. Creo que necesito otro beso. Con uno pequeño me conformo.
Ralph la besó con una sonrisa.
—Ahora sí que estoy preparada.
—Muy bien… Allá vamos.
Otra vez el parpadeo.
Las salpicaduras rojizas los condujeron a través de la zona de tierra prensada en la que se instalaba la feria durante la fiesta mayor, y a continuación, al hipódromo donde los caballos corrían de mayo a septiembre. Lois se detuvo junto a la valla de tablillas que le llegaba hasta el pecho, miró en derredor para asegurarse de que las gradas estaban desiertas, y por fin se encaramó para saltar al otro lado. Al principio se movió con la dulce agilidad de una jovencita, pero en cuanto pasó la pierna sobre la parte superior y se sentó a horcajadas en la valla, se detuvo en seco. En su rostro se dibujó una expresión de sorpresa y consternación a un tiempo.
(«Lois, ¿estás bien?»)
(«Sí, perfectamente. Es mi maldita ropa interior. ¡Creo que he adelgazado, porque no quiere quedarse en su sitio! ¡Por el amor de Dios!»)
Ralph advirtió que no sólo veía la puntilla del viso de Lois, sino siete u ocho centímetros de nailon rosa. Reprimió una sonrisa mientras Lois empezaba a tirar de la tela. Pensó en decirle que estaba monísima, pero decidió que tal vez no fuera una buena idea,
(«Gírate mientras me pongo bien el maldito viso, Ralph. Y ya que estás, borra esa sonrisa satisfecha de tu cara, ¿quieres?»)
Ralph se volvió de espaldas y observó el Centro Cívico. Si en verdad había tenido una sonrisa satisfecha pintada en el rostro (aunque creía que lo más probable era que Lois la hubiera visto en su aura), la visión de la bolsa de la muerte que giraba lentamente en torno al edificio se ocupó de borrarla de inmediato.
(«Lois, quizá sería mejor que te lo quitaras.»)
(«Perdona, Ralph, pero no me educaron para que me quitara la ropa interior y la dejara tirada en los hipódromos, y si alguna vez has conocido a alguna chica que hiciera cosas así, espero que fuera antes de que conocieras a Carolyn. Ojalá…»)
Vaga imagen de un imperdible reluciente en la mente de Ralph.
(«No tendrás uno, ¿verdad, Ralph?»)
Ralph denegó con la cabeza y le envió otra imagen: arena corriendo por un reloj.
(«Vale, vale, mensaje recibido. Creo que lo he arreglado para que aguante al menos un ratito más. Ya puedes girarte.»)
Ralph obedeció. Lois estaba bajando por el otro lado de la valla con gran seguridad, pero su aura había palidecido de forma considerable, y Ralph vio que volvía a tener ojeras. Sin embargo, la Revolución de la Fundación Ropa Interior había sido sofocada, al menos de momento.
Ralph trepó a la valla, pasó una pierna sobre ella y se dejó caer al otro lado. Le gustó la sensación que aquello le producía, ya que despertó recuerdos muy antiguos en lo más profundo de sus huesos.
(«Tendremos que recargar las pilas dentro de poco, Lois.»)
Lois, asintiendo con aire cansado: («Ya lo sé. Vámonos.»)
Siguieron el rastro hasta el otro lado del hipódromo, se encaramaron a la valla al otro lado y bajaron por una pendiente cubierta de maleza hasta Neibolt Street. Ralph vio que Lois se sujetaba encarnizadamente las bragas a través de la falda mientras se abrían paso por la pendiente pensó en volver a preguntarle si no sería mejor que se quitara la maldita prenda y decidió meterse en sus propios asuntos. Si le molestaba lo suficiente, ya lo haría ella solita, sin necesidad de que él le diera ningún consejo.
La preocupación principal de Ralph, es decir, que el rastro de Átropos muriera de repente, demostró ser infundada al principio. Las desvaídas salpicaduras rosadas se alejaban directamente por la superficie agrietada y remendada de Neibolt Street, entre bloques de pisos sin pintar que deberían haber sido derribados hacía años. Ropa andrajosa colgaba de tendederos mal tensados; los coches aparcados junto a los bordillos (no existían caminos de entrada ni garajes en aquella parte de Derry) eran viejos, estaban oxidados y en su mayoría asquerosos. Niños sucios con las narices llenas de mocos los miraban pasar desde polvorientos jardines. Un precioso chiquillo de unos tres años y cabello de estopa les lanzó una mirada suspicaz desde la escalera de un porche, y a continuación se agarró el paquete con una mano y les dedicó un gesto obsceno con la otra.
Neibolt Street acababa junto a la antigua estación, y allí, Ralph y Lois perdieron el rastro por unos instantes. Se detuvieron junto a uno de los caballetes para serrar que bloqueaba una vieja entrada rectangular de sótano, lo único que quedaba de la vieja estación de pasajeros, y contemplaron un gran erial rectangular. Oxidadas vías de servicio relucían desde las profundidades de la maraña de girasoles y malas hierbas espinosas; los fragmentos de mil botellas rotas chispeaban al sol de la tarde. Sobre el astillado flanco de un antiguo cobertizo de gasóleo se veían las palabras SUZY ME LA MAMÓ BIEN MAMADA escritas con spray en letras de color fucsia. Aquella declaración de amor aparecía rodeada por un marco de esvásticas.
Ralph: («¿Adónde narices habrá ido?»)
(«Allá abajo, Ralph… ¿Lo ves?»)
Lois estaba señalando lo que había sido la vía principal hasta 1963, la única línea hasta 1983 y ahora tan sólo otro par de vías de acero oxidadas y cubiertas de maleza que no llevaban a ninguna parte. Incluso la mayor parte de las traviesas habían desaparecido, quemadas en hogueras de campamento bien por los borrachines locales o los vagabundos que pasaban por allí de camino a los campos de patatas del Aroostook Condado o los pomares y los barcos de pesca de la costa. Ralph vio salpicaduras rosadas sobre una de las traviesas supervivientes. Parecían más frescas que las que habían seguido en Neibolt Street.
Observó el trazo semioculto de las vías, intentando recordar. Si la memoria no le fallaba, aquella línea rodeaba el campo de golf municipal antes de dirigirse a…, bueno, de dirigirse a la parte oeste. Ralph creía que se trataba de las mismas vías difuntas que rodeaban el aeropuerto y pasaban junto al merendero en el que, en aquel preciso instante, Faye Chapin bien podía estar cavilando sobre el orden de las partidas del inminente Clásico de la Pista 3.
«Ha sido un gran rodeo —pensó Ralph—. Hemos tardado casi tres días, maldita sea, pero creo que al final estaremos donde empezamos…, no el Edén, sino Harris Avenue.»
—¡Hola! ¿Qué tal?
Era una voz que a Ralph casi le pareció reconocer, y aquella sensación se intensificó cuando echó el primer vistazo al hombre al que pertenecía. Estaba detrás de ellos, en el punto en que la acera de Neibolt Street desaparecía por fin. Aparentaba unos cincuenta años, pero Ralph creía que quizás tenía cinco o diez menos. Llevaba un suéter y unos vaqueros viejos y andrajosos. El aura que lo envolvía era tan verde como un vaso de cerveza el día de San Patricio. Fue aquello lo que encendió la bombillita en la mente de Ralph. Era el borracho que se había acercado a Bill y a él el día en que había encontrado a Bill en el parque Strawford, llorando por su viejo amigo, Bob Polhurst…, quien al final le había sobrevivido. A veces, la vida era más graciosa que Groucho Marx.
Una extraña sensación de fatalismo se adueñó de Ralph, y con ella la comprensión intuitiva de las fuerzas que los rodeaban. Podría haber pasado sin esa sensación. Apenas importaba si aquellas fuerzas eran benévolas o malignas, fruto del Azar o del Propósito; eran ingentes, eso era lo que importaba, y hacían que las cosas que Cloto y Láquesis habían dicho acerca de la libre elección y la voluntad parecieran un chiste. Se sentía como si él y Lois estuvieran atados a los radios de una rueda gigantesca, una rueda que los llevaba hacia el lugar del que habían venido al tiempo que los adentraba más y más en aquel horrible túnel.
—¿Tiene algo suelto, señor?
Ralph bajó un poco para que el borracho lo oyera cuando hablara.
—Apuesto algo a que su tío le ha llamado de Dexter —dijo—. Y le ha dicho que le daría su antiguo trabajo en la fábrica…, pero sólo si se presenta ahí hoy. ¿Tengo razón?
El borracho parpadeó con expresión de cautelosa sorpresa.
—Bueno…, sí. A-algo así.
Buscó a tientas la historia, una historia que, con toda probabilidad, se creía más que cualquier persona a la que se la hubiera contado últimamente, y por fin encontró el hilo perdido.
—Es un buen trabajo, ¿ssabe? Y me lo daría otra veez. Hay un autobús a Bangor y Aroonstook a las doss, pero el billete cuesta cinco dólares y medio, y de momento s-sólo tengo veinticinco centavos…
—Tiene setenta y seis —lo interrumpió Lois—. Dos monedas de veinticinco, dos de diez, una de cinco y una de uno. Pero teniendo en cuenta lo mucho que bebe, su aura tiene un aspecto de lo más saludable, todo hay que decirlo. Debe de tener la constitución de un buey.
El borracho le lanzó una mirada extrañada y a continuación retrocedió un paso al tiempo que se limpiaba la nariz con la palma de la mano.
—No se preocupe —lo tranquilizó Ralph—. Mi mujer ve auras en todas partes. Es una persona muy espiritual.
—¿Ah, s-sí?
—Ajá. Y también es muy generosa, y creo que le dará algo mejor que unas cuantas monedas ¿verdad, Alice?
—Seguro que se las bebe —repuso Lois—. No hay ningún trabajo esperándole en Dexter.
—No, probablemente no —corroboró Ralph mirándola con fijeza—, pero su aura tiene un aspecto de lo más saludable. De lo más saludable.
—Usted t-también tiene su lado esp-piritual, ¿eh? —intervino el borracho sin dejar de pasear aquella mirada cauta entre Ralph y Lois, aunque en sus ojos se apreciaba un leve rayo de esperanza.
—¿Sabe? Tiene toda la razón —aseguró Ralph—. Y me ha salido hace muy poco.
Frunció los labios como si se le acabara de ocurrir una idea muy interesante e inhaló. Un brillante rayo verde salió disparado del aura del vagabundo, surcó los tres metros que lo separaban de Ralph y Lois y entró en la boca de Ralph. El sabor era claro y lo identificó de inmediato: sidra de la Granja Boone. Era un sabor áspero y vil, pero también agradable en cierto modo, ya que tenía una chispa de obrero. El sabor iba acompañado de aquella sensación de fuerza, lo cual estaba muy bien, así como de una perspicacia que era aún mejor.
Entretanto, Lois sostenía en la mano un billete de veinte dólares. Sin embargo, el borracho no lo vio en seguida, ya que estaba observando el cielo con el ceño fruncido. En aquel momento, otro brillante rayo verde salió disparado de su aura. Cruzó el claro cubierto de maleza que se abría junto a la entrada del sótano como el haz de luz de una linterna y se introdujo en la boca y la nariz de Lois. El billete que sostenía en la mano se agitó un instante.
(«¡Oh, Dios mío, es tan maravilloso! Sabe como el vino que bebía Paul cuando miraba los partidos de los Red Sox los sábados por la noche.»)
—¡Esos malditos cazas de la Base de las Fuerzas Aéreas de Charleston! —gritó el borracho con aire de desaprobación—. ¡No pueden romper la b-barrera del sonido hasta que están encima del m-mar! Por poco me meo en… —De repente vio el billete entre los dedos de Lois y su ceño se arrugó aún más—. ¡Eh! ¿Q-qué bromita es ésta? No soy i-imbécil, ¿sabe? A lo mejor me g-gusta tomarme una copita d-de vez en cuando, pero eso no quiere d-decir que s-sea imbécil.
Tiempo al tiempo, señor —pensó Ralph—. Tiempo al tiempo.
—Nadie cree que sea usted imbécil —aseguró Lois—. Y no es ninguna broma. Coja el dinero, señor.
El vagabundo intentó mantener el ceño fruncido con aire suspicaz, pero después de echar otro vistazo a Lois (y otro a Ralph por el rabillo del ojo), su expresión suspicaz se trocó en una sonrisa ancha y triunfal. Se acercó a Lois, alargando la mano para coger el dinero, que se había ganado aun sin saberlo.
Lois levantó la mano justo antes de que el borracho pudiera agarrar el billete.
—Pero cómprese algo para comer además de bebida. Y debería preguntarse si es feliz con su modo de vida.
—¡Tiene toda la razón! —exclamó el borracho con entusiasmo, aunque sin apartar los ojos del billete que sobresalía entre los dedos de Lois—. ¡Toda la razón, señora! Tienen un programa al otro lado del río, de desintoxicación y rehabilitación, ¿sabe? Estoy pensando en ello. De verdad. Pienso en ello cada puto día.
Pero sus ojos seguían fijos en el billete de veinte, y el hombre casi babeaba. Lois lanzó a Ralph una mirada vacilante, se encogió de hombros y le entregó el billete al hombre.
—¡Gracias! ¡Gracias, señora! —exclamó antes de volverse hacia Ralph—. ¡Es-sta señora es una princesa! ¡Espero que lo s-sepa!
Ralph dedicó a Lois una mirada cariñosa.
—La verdad es que lo sé —dijo.
Media hora más tarde, Ralph y Lois caminaban entre las oxidadas vías de acero que rodeaban en una curva suave el campo municipal de golf…, aunque en realidad habían subido un poco después de su encuentro con el borracho (tal vez para hacerle compañía), y no estaban caminando exactamente. No realizaban apenas esfuerzo alguno, y aunque movían los pies, Ralph tenía la sensación de que se deslizaban más que andaban. Tampoco estaba del todo seguro de que fueran visibles para el mundo Mortal; las ardillas brincaban tranquilamente a su alrededor, ocupadas en reunir provisiones para el invierno que se avecinaba, y en una ocasión vio que Lois se agachaba a toda prisa cuando un chochín estuvo a punto de cambiarle el peinado. El pájaro viró a la izquierda y hacia arriba, como si se hubiera dado cuenta en el último momento de que había un ser humano en su trayectoria. Los jugadores de golf tampoco les prestaron ninguna atención. Ralph opinaba que los jugadores de golf se ensimismaban hasta la obsesión, pero creía que aquella falta de interés era exagerada. Si él hubiera visto a una pareja de adultos bien vestidos pasear en pleno día por unas vías ferroviarias de Maine que habían fallecido hacía tiempo, creía que se habría tomado un descansito para intentar averiguar qué estaban haciendo y adónde se dirigían. Creo que sobre todo querría averiguar por qué la señora no dejaba de mascullar «quédate en tu sitio, maldita» mientras se tiraba de la falda, pensó Ralph con una sonrisa. Pero los jugadores de golf no les dedicaron ni una sola mirada, aunque un grupo de cuatro jugadores que se dirigía hacia el noveno hoyo pasó tan cerca que Ralph los oyó hablar preocupados de una incipiente bajada en el mercado de los bonos. La idea de que Lois y él se habían tornado invisibles, o al menos casi invisibles, empezó a parecerle cada vez más plausible. Plausible… y preocupante. El tiempo pasa más deprisa cuando vuelas, había dicho el viejo Dor.
El rastro se tornaba más fresco a medida que se dirigían hacia el oeste, y a Ralph cada vez le hacían menos gracia las gotas y salpicaduras que lo formaban. En los lugares en que habían caído sobre las vías de acero, habían carcomido el óxido como ácido corrosivo. Los hierbajos sobre los que habían aterrizado aparecían negros y muertos… Incluso los más resistentes habían muerto. Cuando Ralph y Lois pasaron junto al tercer green del campo municipal de golf y se adentraron en una maraña de árboles escuálidos y maleza, Lois le tiró de la manga y señaló hacia delante. Grandes manchas del rastro de Átropos relucían como pintura enfermiza sobre los troncos de los árboles que se cernían sobre las vías, y en algunos de los hoyos que se habían formado entre los viejos rieles, lugares que, según suponía Ralph, antaño habían ocupado las traviesas, había charcos enteros.
(«Nos estamos acercando al sitio donde vive, Ralph.»)
(«Sí.» )
(«Si vuelve y nos encuentra en su casa, ¿qué hará?»)
Ralph se encogió de hombros. No lo sabía, y no estaba seguro de que le importara. Que las fuerzas que los rodeaban como peones en un tablero de ajedrez, las fuerzas que el señor C. y el señor L. habían llamado el Propósito Superior, se preocuparan de eso. Si aparecía Átropos, Ralph intentaría arrancarle la lengua a ese renacuajo calvo y estrangularle con ella. Si eso daba al traste con los planes de alguien, pues mala pata. No podía asumir la responsabilidad de esos ambiciosos planes ni de asuntos Limitados; su tarea consistía en proteger a Lois, que corría un grave riesgo, e intentar evitar la carnicería que se produciría no muy lejos de ahí al cabo de pocas horas. ¿Y quién sabía? A lo mejor incluso encontraba un hueco para intentar proteger su parcialmente rejuvenecido pellejo. Eso era lo que tenía que hacer, y si ese hijo puta enano se interponía en su camino, uno de los dos moriría en el intento. Y si eso no les gustaba al señor C. y al señor L., pues mala pata.
Lois estaba leyendo la mayor parte de aquello en su aura…, según él leyó en la suya cuando Lois le tocó el brazo y Ralph se volvió hacia ella.
(«¿Qué quieres decir, Ralph? ¿Que intentarás matarlo si se interpone en nuestro camino?»)
Ralph consideró sus palabras durante unos instantes, y por fin asintió.
(«Sí, eso es exactamente lo que quiero decir.»)
Lois reflexionó y por fin asintió.
(«Ralph.»)
Ralph la miró enarcando las cejas.
(«Si hay que hacerlo te ayudaré.»)
Ralph se sintió absurdamente conmovido al oír aquellas palabras… y le costó mucho ocultarle el resto de su pensamiento, es decir, que la única razón por la que Lois seguía con él era que, de aquel modo, Ralph podía protegerla. Aquella idea lo indujo a pensar en sus pendientes, pero desterró la imagen de su mente para que ella no la viera, ni tan siquiera la percibiera en su aura.
Sin embargo, Lois estaba pensando en algo distinto y un poco más seguro.
(«Aunque entremos y salgamos sin encontrárnoslo, sabrá que alguien ha estado allí, ¿verdad? Y probablemente sabrá quién ha sido.»)
Ralph no podía negarlo, pero no le parecía que importara demasiado; sus opciones habían quedado reducidas a una sola, al menos de momento. Avanzarían paso a paso, esperando que cuando el sol saliera al día siguiente, ellos estuvieran allí para verlo. Aunque, puestos a escoger, preferiría dormir hasta después de que saliera el sol —se dijo Ralph con una sonrisa leve y melancólica—. Dios mío, tengo la sensación de que hace años que no duermo hasta después del amanecer. Su mente se desvió hacia el proverbio favorito de Carolyn, aquel que decía que había un largo camino hasta el Edén. En ese momento le parecía que el Edén podría dormir hasta mediodía… o tal vez incluso un poco más.
Cogió a Lois de la mano, y juntos empezaron a seguir de nuevo el rastro de Átropos.
Unos doce metros al este de la valla anticiclones que marcaba los límites del aeropuerto, las vías oxidadas se interrumpían. Sin embargo, el rastro de Átropos continuaba, aunque no por mucho rato; Ralph estaba casi seguro de que veía el lugar en que terminaba, y la imagen de él y Lois atados a los radios de una gran rueda volvió a cruzar su mente. Si tenía razón, la guarida de Átropos estaba a un tiro de piedra del lugar en que Ed había chocado con aquel tipo gordo que llevaba los bidones de fertilizante en la caja de su furgoneta.
El viento les envió una ráfaga que transportaba un hedor enfermizo y podrido procedente de un lugar cercano, y de un poco más lejos, la voz de Faye Chapin arengando sobre su tema predilecto.
—¡… lo que siempre digo! ¡El mah-jongg es como el ajedrez, el ajedrez es como la vida, así que si sabes jugar a uno de estos dos juegos…!
El viento amainó. Ralph todavía oía la voz de Faye si aguzaba el oído, pero ya no distinguía sus palabras. Pero no pasaba nada; había oído el discursito tantas veces que más o menos ya sabía cómo seguía.
(«¡Ralph, ese hedor es insoportable! Es él, ¿verdad?»)
Ralph asintió, pero no creía que Lois lo viera. Le oprimía la mano con fuerza, mirando al frente con los ojos abiertos de par en par. El rastro de salpicaduras que empezaba ante las puertas del Centro Cívico terminaba en la base de un roble muerto e inclinado como un borracho que se hallaba a unos doscientos metros de distancia. La causa tanto de la muerte del árbol como de su posición inclinada era evidente: un lado de la venerable reliquia había sido pelada como un plátano por un rayo. Las grietas, las almenas y los bultos de su corteza gris parecían las facciones de rostros que gritaran en silencio, semienterrados en el tronco, y el árbol extendía sus ramas desnudas hacia el suelo como si de ceñudos ideogramas se tratara…, ideogramas que guardaban, al menos en la imaginación de Ralph, un inquietante parecido con los ideogramas japoneses que significaban kamikaze. El relámpago que había acabado con el árbol no había conseguido derribarlo, pero, desde luego, había hecho lo imposible. La parte de sus abundantes raíces que apuntaba hacia el aeropuerto estaba arrancada del suelo. Aquellas raíces se habían extendido bajo la valla de alambre cruzado y tirado de una parte de ella hacia arriba y hacia fuera, formando una especie de campana que hizo pensar a Ralph, por primera vez en muchos años, en un amigo de la infancia llamado Charles Engstrom.
—No juegues con Chuckie —le decía su madre—. Es un niño muy sucio.
Ralph no sabía si Chuckie era un niño sucio o no, pero estaba como una cabra, eso sí que lo sabía. A Chuckie Engstrom le gustaba esconderse detrás del árbol que había en el jardín de su casa con una rama larga que llamaba el Palo Espía. Cuando pasaba una mujer con falda larga, Chuckie la seguía de puntillas, cogía el dobladillo con el Palo Espía y se la levantaba. Muchas veces llegaba a verles el color de la ropa interior (el color de la ropa interior de señora fascinaba a Chuckie) antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía y persiguieran al chiquillo, que se partía de risa, hasta su casa, amenazándole con contárselo a su madre. La valla del aeropuerto, arrancada hacia arriba y hacia fuera por las raíces del viejo roble, recordaba a Ralph el aspecto que tenían las faldas de las víctimas de Chuckie cuando éste empezaba a subírselas con el Palo Espía.
(«Ralph.»)
Ralph se volvió hacia ella.
(«¿Quién es Pablo Estría? ¿Y por qué estás pensando en él?»)
Ralph lanzó una carcajada.
(«¿Lo has visto en mi aura?»)
(«Supongo. No sé nada más. ¿Quién es?»)
(«Te lo contaré otro día. Vamos.»)
La cogió de la mano y juntos se acercaron lentamente al roble bajo el que terminaba el rastro de Átropos, al olor cada vez más denso a podredumbre que era su olor.